En su casita de campo de Pud End, en Cornualles, Victor Gould atravesó indolentemente el abandonado césped del terreno de croquet hacia su pabellón de verano-estudio orientado al mar. Desde la ventana podía contemplar el estuario y seguir el paso de los yates y las barcas de pesca que ponían rumbo al Canal. De ordinario encontraba una gran satisfacción en estarse sentado tras el escritorio sin hacer nada, pero hoy no podía esperar algo así. Acababa de recibir una puñalada trapera y necesitaba tiempo para reflexionar. La señora Leacock, que venía a limpiar la casa y ocuparse de él, como decía Brenda, su mujer, le había dejado una nota en la mesita del recibidor anunciándole que le había telefoneado el señor Timothy para preguntarle si le iría bien que viniera a pasar unos días. No, no le iba bien en absoluto; de hecho, ni haciéndolo aposta hubiera podido ocurrírsele a Timothy Bright algo que le resultara más ingrato. Era la peor noticia que el señor Gould había recibido en mucho tiempo, y había ido a aterrizar en la mesita del recibidor justo cuando se las prometía más felices: cuando estaba a punto de suceder algo que llevaba un año esperando. Había comenzado a disfrutar de unos maravillosos días en su finca, mientras su mujer estaba de vacaciones en América, unas largas vacaciones para visitar a sus parientes de allí, y su felicidad era completa…, salvo por las comparecencias matinales de la señora Leacock, a la que, sin embargo, evitaba con cierta facilidad. Victor Gould había apoyado aquel viaje de su mujer a América a condición de no verse obligado a acompañarla. Porque una de las pruebas más duras de su vida matrimonial, al casarse con Brenda Bright, era la de haberlo hecho también con su condenada familia. Aparte de que ellos jamás lo recibieron con los brazos abiertos. Desde el primer momento los Bright habían dejado en claro que él no era de su clase ni tenía su nivel cultural. Y el coronel Barnaby Bright, Orden de Servicios Distinguidos, Cruz Militar con distintivo, había llevado su oposición hasta el extremo de entrar en el dormitorio de su hija para intentar disuadirla de aquel enlace justo la víspera de la boda.
—Mira, hijita —había empezado, pisando deliberadamente los pantalones de Victor y alzando bien la voz—, tienes que darte cuenta de que ese individuo es un patán y un sinvergüenza. —Sus palabras no le sentaron del todo mal a Victor, que había ido a esconderse en cueros vivos al vestidor contiguo; más bien le agradaba ser un patán y un sinvergüenza. Pero el coronel se corrigió a sí mismo—: Un patán rastrero y mugriento, la clase de cochino rufián y gigoló que frecuenta los vestíbulos de los hoteles de Brighton en busca de viejas ricas a las que sacarles los cuartos.
En el vestidor, Victor Gould había enrojecido de ira y por poco estornuda. Pero la réplica de Brenda lo había dejado más helado aún:
—Todo eso ya lo sé, papá. Sé que es horrible, que no es de nuestra clase y que sobre su familia pesa la deshonra de que su tío Joe fuera expulsado de la Marina por haber intentado dar por el culo a un fogonero cierta tarde de asueto…
El golpe fue tan violento que Victor quedó un instante demasiado aturdido para seguir oyendo. La deshonra del tío Joe le venía completamente de nuevas y la familiaridad de su prometida con la expresión «dar por el culo» lo desconcertó casi tanto como evidentemente había hecho alucinar al coronel.
—Y claro que es todo lo que dices de él —siguió diciendo su futura—, pero por eso mismo lo necesito. Lo comprendes, ¿verdad, papuchi? —Un sonido gutural procedente del padre sugirió que no veía nada claro—. Necesito a alguien desagradable como Victor para dar sentido a mi vida.
Desnudo y helado, Victor trató de adaptarse a aquel original concepto del matrimonio. Al coronel Bright le estaba costando también.
—¿Sentido? ¡Sentido! —exclamó al borde de la apoplejía—. ¿Para qué diablos quieres un sentido? Eres una Bright, ¿no? ¿Qué más sentido necesitas? No tienes que casarte con un palurdo de mala muerte para encontrar sentido. Ese hombre es una mierda. Convertirá tu vida en un auténtico infierno y se dedicará a tener líos con las esposas de los otros y a perder dinero en algo tan abominable como las carreras de galgos. ¡Maldita sea, pero si ni siquiera sabe cazar!
Esto último era, a todas luces, lo peor que el coronel pudiera pensar. Pero Brenda no estaba dispuesta a dejarse convencer.
—Por supuesto que no sabe, papaíto… Es demasiado cobardica y, además, el pobre tiene que llevar un braguero.
—¡Santo Dios! —exclamaron el coronel y Víctor al unísono—. ¡Pero si sólo tiene veinticinco años! ¿Cómo es que necesita un braguero a su edad?
Era una pregunta que él también hubiera querido ver contestada. La salida de Brenda lo había dejado estupefacto.
—Creo que tiene algo que ver con su escroto, papá —aventuró ella tímidamente—. Por supuesto que no lo sé aún. Tal vez estaré en condiciones de explicártelo después de nuestra luna de miel.
Pero el coronel Bright no quiso saber nada más acerca de su futuro yerno. Emitiendo un gruñido de repulsión, se había vuelto sobre sus talones, pisando ahora la camisa de Victor, y había salido del dormitorio tambaleándose. Desde aquel momento evitó a su yerno todo lo que pudo y sólo habló con él cuando no tuvo otro remedio. Y la actitud de la familia no había cambiado nunca. Ni tampoco la de Brenda; ahora se daba cuenta. En aquella ocasión sucumbió casi inmediatamente a sus encantos y al delicioso mohín que le dedicó al preguntarle qué le había parecido su inteligente representación de putilla descarada para librarse en seguida de papá. Sólo más tarde, una vez casados y cuando Brenda hubo decidido que ya estaba bien de sexo por ella y prefirió dedicarse a aconsejar a otros en sus problemas sexuales, se dio cuenta Victor de cuánta verdad había en aquella afirmación suya de que necesitaba a alguien desagradable para llenar de sentido su vida. Por sentido entendía convicción de su superioridad moral. Y no es que a Víctor le importara mucho que así fuera. Había encontrado ciertas compensaciones en su papel de miembro moralmente inferior de la pareja. Por ejemplo, libertad para mantener una vida amorosa notoria, en tanto que Brenda tenía el gratificante placer de perdonarle. Semejante indulgencia irritaba a Victor, pero difícilmente hubiera podido reprochársela. Sus desavenencias seguían centrándose en la familia Bright. Y ahora surgía frente a él la amenaza de ver invadida su casa por el Bright que peor le caía: Timothy. Para colmo estaba esperando la visita de un sobrino carnal suyo, Henry, que acababa de regresar de un viaje a Suramérica y Australia.
—¡Qué mala pata! —murmuró, mirando desesperadamente por la ventana.
Intentó telefonear a Timothy Bright a su casa de Londres, pero nadie descolgó el aparato. Su experiencia en el trato con los Bright le decía que no había nada que pudiera hacer para evitar la llegada de aquel individuo. En el pasado había puesto a punto una serie de tácticas tendientes a mantenerlos a raya, como apagar la calefacción central cuando estaban a punto de presentarse y provocar cierto número de apagones eléctricos mientras se hallaban en el aseo o en el baño. El sistema, en conjunto, había resultado moderadamente eficaz, aunque su propia reputación había salido bastante malparada. Con Timothy Bright tendría que idear algo más serio en punto a incomodidad. Victor Gould no estaba dispuesto a que la intrusión fastidiara la prevista visita de Henry.
Mientras tanto, en Londres, Timothy Bright completaba los preparativos para su viaje a España. Había ido a visitar a su médico para que le recetara un tranquilizante y estaba bebiendo más de lo habitual. Fue en gran parte la circunstancia de no estar nunca completamente sobrio —el alcohol y los tranquilizantes tendían a calmar su ansiedad en el tema de los cochinillos— lo que hizo coincidir aquellos preparativos con la creciente sensación de haber sido injustamente tratado por la vida en muchos más aspectos de lo que imaginara. Se sentía particularmente dolido con su propia familia. Según él, deberían haberle ayudado dándole dinero; sobre todo, después de cuanto había hecho por ellos en la City. Pero, en vez de eso, no pareció importarles lo que le ocurriera. Habían permitido que se entrampara con el señor Markinkus y que lo despidieran del banco. Porque los Bright habían sido clientes de la banca Bimburg desde el año de la pera, y ellos más que nadie hubieran podido hacer uso de su influencia para que lo mantuvieran en su puesto. Ni se le ocurrió remotamente que esa influencia le había valido entrar a trabajar allí y conservar el trabajo tanto tiempo.
Desde esta actitud autocompasiva, sus reflexiones empezaron a fraguar débiles apuntes de venganza. Si la familia se negaba a ayudarle, ¿por qué tenía él que hacer nada por ellos? De ahí pasó a acariciar el propósito de resarcirse por su propia cuenta de lo que le debían. No sería difícil. Aquella vieja carcamal, la tía Boskie, que andaba ya por los noventa, le había firmado unos poderes para vender unas acciones suyas cuando estuvo ingresada en el hospital hacía un año, y jamás los había revocado. En cualquier caso, estaba tan mal de salud que no se enteraría de nada. No iba a importarle perder unas cuantas acciones más. La mitad de ellas apenas producían dividendos… ¿Y por qué no debería él aprovecharse? Sobre todo si, haciéndolo, evitaba la suerte de los cochinillos. La tía Boskie se las habría dado, de haber sabido aquel asunto de los cochinillos…, ¿o no? No había mucho lugar para la duda en la mente de Timothy: sabía que ella hubiera actuado de esa forma. Así que, venciendo sus escasos escrúpulos, Timothy Bright vendió las acciones de la anciana, más algunas otras del tío Baxter, y en el momento de salir de Londres se llevó consigo más de 120.000 libras en dinero contante y sonante. Ni que decir tiene que pensaba devolver aquel dinero, con sus intereses, una vez superada la emergencia. Pero, entre tanto, tenía que disponer de un buen respaldo por si las cosas se ponían realmente feas. Con esta idea en la cabeza, y con el extraño envoltorio de papel de estraza que le había entregado el señor Smith bien guardado en uno de los cofres de la motocicleta, tomó la carretera de Cornualles.
Al llegar encontró a Victor Gould y a su sobrino Henry sentados fuera de la casa, en el césped, tomando unas copas a la luz del crepúsculo. Timothy se sintió ofendido: no contaba con la presencia de Henry. Había oído decir que la tía Brenda estaba de viaje en América y pensó hallar al tío Victor solo. Para los Bright, el tío Víctor tenía fama de ser un viejo cascarrabias; que Timothy supiera, nadie lo apreciaba gran cosa, por lo que jamás se le había ocurrido que pudiera llevar alguna vida social independiente. Siempre que se había dejado caer por Pud End para ver a la tía Brenda, el tío Victor se hallaba en su estudio o trabajando en el jardín, dando la impresión de ser una especie de prolongación de su tía: alguien que le hacía los recados, iba a la compra en su lugar y, ocasionalmente, salía a navegar en su Wayfarer neumático, a pescar, o a cualquier cosa por el estilo. Después de todo, éste era uno de los principales motivos de que hubiera elegido Pud End para pasar allí unos días: con tía Brenda fuera, podía confiar en que a ningún miembro de la familia Bright se le ocurriría ir allí; y, puesto que el tío Victor no se trataba con los demás Bright, ninguno sabría por él dónde estaba ni qué hacía. Pero hete aquí que Henry se había entremetido. Timothy se apeó de la moto y se quitó el casco.
—No, no os levantéis —dijo—. Voy dentro a buscar un vaso y me reúno en seguida con vosotros. Creo que sé dónde está todo.
Y se metió de rondón en la casa.
—¿Ves lo que te decía? —comentó Victor—. Es inaguantable.
—Pues… ¿por qué dejas que se quede? —le preguntó Henry—. Dile que vaya a alojarse a otra parte.
Victor Gould sonrió amargamente.
—¡Ay, muchacho…! Ya veo que desconoces las complicaciones y compromisos a que le obliga a uno el matrimonio… Tu tía tiene lealtades familiares que son más fuertes que…, bueno…, que cualquier otra cosa menos eso que llaman instinto maternal. Yo no podría poner de patitas en la calle a este pájaro y vivir luego feliz con tu tía, como no puede un hipopótamo batir sus orejas en una ciénaga y volar. Estoy condenado a soportarlo. Esperemos que se marche mañana.
Pero Timothy, que reapareció con un vaso lleno del mejor whisky de malta de Victor, se encargó de disipar inmediatamente aquella esperanza.
—Me enteré de que estabas aquí solo, Victor —dijo tomando asiento—, y pensé que debía venir a animarte. Ya se sabe que eres un viejo solitario.
—Tienes razón —asintió Víctor—. Muy solitario.
—No sabía que tuvieras una moto —dijo Henry después de un instante de embarazoso silencio que Timothy no supo interpretar.
—Oh, sí… Es muy divertido. Y la única forma posible de moverte por Londres en estos tiempos, ya sabes.
Fue una velada espantosa. Timothy se emborrachó, no movió un dedo a la hora de fregar los platos y se pasó toda la cena hablando de la City, de valores y acciones, temas que no tenían el más mínimo interés para los otros. Y lo peor fue que, con su cháchara, no le dio ocasión a Henry para hablar de sus andanzas en el año que había estado fuera.
—¡Dios santo! Ya has visto qué muermo —comentó Victor en la escalera cuando finalmente fueron a acostarse—. De verdad que no puedo soportar la idea de tenerlo aquí un día más. Tendré que hacer algo desesperado.
—No es un tipo muy agradable, no —asintió Henry, y marchó pensativo a su habitación. El pobre tío Victor se estaba haciendo viejo y era descorazonador que tuviera que aguantar a aquel condenado yuppie en su casa sólo por no enfadar a tía Brenda. En la sala, Timothy había puesto el televisor a todo volumen—. ¡Esto ya es demasiado! —rezongó Henry, y volvió sobre sus pasos para bajarlo un poco. Encontró a Timothy llenando su pipa con la mezcla de tabaco de Perth preparada especialmente para el tío Victor.
—¿No sabes que el tabaco de esa lata es una mezcla exclusiva para Victor? —preguntó Henry.
—Sí, pero no se dará cuenta. Chochea ya, ¿no has visto? Quiero decir que lo siento por él —replicó Timothy—. Solía ser una persona muy divertida, al decir de algunos, pero lo encuentro amargado y viejo. ¿Quieres un poco?
—Me parece que no —dijo Henry pero, aun así, aceptó la lata que le tendía el otro. Y durante la siguiente hora estuvo viendo la televisión y escuchando las lamentaciones de Timothy. Para cuando volvió a subir a su habitación, Henry Gould se había formado sobre él algunas opiniones muy claras, aunque hubiera dudado en expresar con palabras hasta la más benévola de ellas.
Por la mañana, al bajar, encontró levantado a su tío, que se estaba preparando café y unas tostadas.
—Pensé que debía levantarme antes de que se digne favorecernos con su presencia —le explicó Victor—. Por cierto que ha dejado la sala hecha un desastre y da la impresión de haber acabado casi con el whisky. Esperemos que eso lo mantenga apartado del mundo durante algún tiempo. Se me ocurre que podríamos irnos tú y yo a dar un paseo por el camino de la costa y almorzar en el Riverside.
Henry observó por la ventana el paisaje de aquella fresca mañana veraniega. Así que, a pesar de todo, el tío Victor y él pasarían un día agradable. Se pusieron en camino después del desayuno y, en el momento de salir, Henry subió a su habitación un instante, tomó la lata de la mezcla especial Old Perth y la colocó junto al televisor. El plan que se le había ocurrido tal vez no funcionara pero, si lo hacía, a nadie más que a Timothy Bright habría que echarle las culpas.