Como con cualquier otra cosa de su vida, le costó algún tiempo darse cuenta de que algo iba mal. Acudía a lo que llamaba su trabajo de la misma forma que antes y frecuentaba los clubes y los bares de costumbre para exponer idénticos temas y seguir explicando a los clientes qué acciones debían comprar o vender; pero lentamente empezó a vislumbrar que las cosas habían cambiado. La gente parecía abandonar su compañía sin ninguna advertencia y cierto número de amigos a los que les había aconsejado convertirse en «nombres» de Lloyds empezaban a reprocharle aquel consejo.
—Pero yo entonces no tenía la más mínima idea de que las cosas iban a torcerse —explicaba, para verse tachado de maldito embustero.
—Sabías, por lo menos desde 1982, que los tribunales americanos iban a conceder enormes indemnizaciones a las víctimas de la asbestosis.
—Sí, de acuerdo, lo sabía —admitía Timothy—. Pero en aquella época ignoraba qué era la asbestosis. Quiero decir, que para mí podía tratarse del sarampión o de algo benigno y por el estilo.
—Aun así, tenías conocimiento de que iban a pagarse indemnizaciones muy elevadas. ¿Y qué nos dices de la contaminación? Asististe a la reunión en que se debatió por primera vez el cochino plan de reclutar nuevos «nombres» para que ayudaran a pagar. ¡Y no nos salgas con que no estuviste! Sabemos que sí. Acudiste allí con Coletrimmer.
—Es verdad, estuve —confesaba Timothy imprudentemente—. Recuerdo la reunión, pero ni me pasó por la imaginación que las sumas fueran a ser tan elevadas. En cualquier caso, yo no te enredé para que entraras a formar parte del grupo.
—¿Que no? Entonces…, ¿cómo te las arreglaste para quedar tú al margen tan ricamente?
—Sólo hice lo que me aconsejó Coletrimmer —alegaba Timothy.
—Sí…, ¡claro! ¡Cuentos chinos! Coletrimmer está empeñado hasta los huesos, y tú tan fresco. ¿Por qué no sigues su ejemplo y te largas a algún lugar de Suramérica?
En este mundo nuevo y hostil, Timothy se encontraba cada vez más aislado. Los clubes que frecuentaba se habían convertido en focos de impopularidad que no podía afrontar y, aunque seguía saliendo con algunas amigas de los días de vino y rosas, su posición financiera estaba tan drásticamente deteriorada que no fue capaz de ofrecerles el mismo tren de vida de antes y comenzaron a distanciarse.
—¡Menudo garrapo ese Timothy Bright! —le oyó decir a una chica por la que había sentido algún afecto, mientras viajaba de pie en un tren atestado—. Antes era bastante vulgar. Pero ahora… ¡Puaj!
Para empeorar la situación, el tío Fergus renunció a sus viajes a Londres e hizo saber que no quería ver «al idiota de Timothy asomando las narices por Drumstruthie». Aquello le sentó especialmente mal al citado, porque en cierta ocasión había dado a su tío un excelente consejo advirtiéndole que probablemente iba a haber guerra en Kuwait. La culpa de todo fue aquella costumbre de Fergus de rebuscar, en el cúmulo de insensateces que Timothy solía soltar, el meollo de verdad que pudiera existir; lo que lo decidió a pensar que probablemente no estallaría la guerra… y a invertir grandes sumas en Petróleos de Irak. Las pérdidas de Fergus habían sido cuantiosas y el viejo jamás se lo perdonó a su sobrino. Así que Timothy no encontró a nadie comprensivo a quien recurrir cuando comenzaron sus propios problemas financieros. Que crecieron con alarmante rapidez. La casa que había comprado en Holland Park en pleno boom inmobiliario había exigido una enorme hipoteca. Al imponerse la recesión y disminuir los ingresos de su trabajo se encontró con la imposibilidad de pagar las mensualidades. Y, por si fuera poco, se vio envuelto en el escándalo del Lloyds y debiendo centenares de miles de libras. En pocos meses, el mundo de Timothy Bright se derrumbó con él.
Fue entonces precisamente cuando recordó su vieja ambición de hacer fortuna y el método que había empleado para conseguirla su tío abuelo Harold: Timothy se interesó por las carreras de caballos y el juego. Tras perder casi todo su dinero en las carreras, se empeñó hasta las cejas y, siguiendo un sistema infalible sobre el que había leído, lo apostó todo en la ruleta del Markinkus Club. Pero la ruleta ignoró el sistema y, cuando al cabo Timothy retiró su silla para levantarse, poco pudo hacer ya excepto acompañar a dos gorilas al despacho de la dirección para, según éstos la denominaron, «echar una parrafadita con el jefe». Fue, sin embargo, algo más que una amistosa parrafadita: al abandonar el casino veinte minutos después, a Timothy Bright no le quedaba la menor duda del futuro que le aguardaba si no pagaba sus deudas en el plazo de un mes.
—Y es un trato muy generoso, muchacho —dijo el señor Markinkus, que estaba claramente efusivo—. Cuide de no rebasar el plazo de ejecución forzosa. Sí, de ejecución. ¿Lo capta?
Timothy lo había captado, y a la luz del amanecer que comenzaba a filtrarse despacio sobre Londres trató de pensar adonde podría volverse en busca de ayuda. Fue en este momento de oscuridad cuando tuvo la inspiración que iba a cambiar su vida tan radicalmente. Se acordó de su tía abuela Ermyne, que había acabado sus días completamente ida y repitiendo una y otra vez aquella admonición inolvidable: «Debes mirar siempre las cosas por su lado Bright, por su lado brillante». Timothy sólo tenía once años entonces, pero aquellas palabras repetidas como una jaculatoria por la tía Ermyne mientras la transportaban por última vez en su silla de ruedas por los pasillos de Loosemore le causaron una profunda impresión. Viendo al tío Vernon, el marido de Ermyne, excepcionalmente dicharachero, le había preguntado qué había querido decir la difunta; y el hombre, después de murmurar no sé qué acerca de unos pocos años de libertad y dicha, agarró a Timothy por la mano y lo llevó a la Gran Galería para mostrarle los retratos de la familia.
—Éstos son el lado Bright de la familia —le explicó con acentos que denotaban un culto a los antepasados—. Pues bien, cuando las cosas se ponen más negras (como, según me han dicho, ocurre justo antes de despuntar el día), hemos de mirar siempre ese lado brillante nuestro. Ahí tienes, por ejemplo, a Croker Bright, poco antes de que lo capturaran los franceses. Su fuerte fue la piratería en alta mar, y después el habitual contrabando de sedas y brandy. Los españoles le tenían pánico. Murió en 1678. Le debemos mucho, a él y a su hijo Stanhope; ése de ahí. Como ves, Stanhope Bright fue un tipo bien plantado. Era traficante de esclavos y fundó la rama de los Bright de Bristol. Dinero a espuertas. El de al lado es su primo, Blakeney Bright, más conocido como Destripaterrones Bright, aunque no por razones agrícolas, como se nos ha querido hacer creer, sino por cierto aparato que inventó de efectos devastadores; he olvidado para qué se supone que servía, pero me consta que sólo fue empleado en las minas de carbón, donde las altas tasas de siniestralidad eran perfectamente aceptables.
Y el viejo tío Vernon había recorrido la galería cantando las virtudes de los antepasados Bright, haciendo ver a Timothy que los Bright, uno tras otro, habían amasado una fortuna a despecho de sus sorprendentes excentricidades de carácter y de las circunstancias. Incluso después de la abolición de la esclavitud, por ejemplo, el reverendo Otto Bright, del centro misionero de Zanzíbar, había realizado una notable actividad de sostenimiento económico de su Iglesia proporcionando jóvenes centroafricanos bien dotados a los exigentes jeques de la península arábiga; en tanto que su hermana Úrsula desarrollaba sus particulares tendencias femeninas persuadiendo a algunas jóvenes de Houndsditch a irse a vivir juntas en lo que llamaba «conventos seculares» creados en los puertos menos acogedores de Suramérica. Y hasta en fechas tan próximas como los años veinte, varios Bright estadounidenses, descendientes directos de Croker Bright, habían colaborado con el contrabandista y gángster Joseph Kennedy en el tráfico ilegal de licor durante la Ley Seca. El tío Vernon recordaba a algunos de ellos.
—Buenos chicos, continuadores de la tradición familiar —dijo, y citó otra antigua máxima de la familia—: «Donde hay demanda, cubrirla; y donde no la hay, crearla». Es un viejo dicho que se remonta a Enoch Bright, un contemporáneo de Adam Smith y tory por los cuatro costados. Ese principio constituye el meollo de la economía moderna, y la Coca-Cola es un buen ejemplo.
Ahora, en aquel gris amanecer que empezaba a iluminar Edgeware Road, Timothy recordó las palabras de su tío y trató de mirar las cosas por su lado Bright. No era fácil, pero lo hizo. Tenía aún su trabajo, por llamarlo de alguna manera, en la banca Bimburg; tenía un piso, a nombre de un amigo, en Notting Hill Gate y una moto nueva, una Suzuki 1100, en lugar de su viejo Porsche (que conservaba bien escondido en un garaje); pero, por encima de todo, tenía los contactos de la familia Bright. Éstas eran sus bazas más importantes, y se proponía jugarlas. Con su ayuda presente, y con el ejemplo de los pasados Bright para inspirarle, lograría librarse de sus momentáneas dificultades y de las amenazas del señor Markinkus, y haría fortuna. Se apresuró, pues, a regresar a su apartamento con renovado optimismo y pasó gran parte del día durmiendo.
Aquel fin de semana se devanó los sesos pensando en la línea a seguir. Tal vez si fuera a casa y le pidiera a su padre algún dinero prestado… Pero no… Lo había hecho demasiado a menudo y en la última ocasión su padre lo había amenazado con instar que lo declararan loco financiero si volvía a oírle mencionar la palabra «préstamo». Y su madre no tenía dinero que pudiera prestar. Tal vez si escribiera al tío Fergus y le dijera… Pero tampoco: el tío Fergus tenía «algo» contra el juego, y en cierta ocasión había pronunciado un tremendo sermón en su extraña iglesia presbiteriana sobre «Los infiernos del juego», que parecía ser su forma literal de entenderlo. No había absolutamente ningún miembro de la familia a quien pudiera recurrir en su apuro.
«Uno diría que debería haber alguien dispuesto a dejarme el dinero, viendo lo mucho que lo necesito», pensó amargamente.
Y entonces, el martes, cuando ya casi había dejado de pensarlo y estaba en su momento más bajo, recibió una llamada telefónica en la oficina. Era un tal Brian Smith, proponiéndole que, al marchar para casa aquella tarde, se dejara caer por el bar El Baco de Pologne Street para tomar juntos una copa.
—Pongamos a las seis y media —dijo el señor Smith, y colgó.
Timothy Bright consideró la invitación y decidió que no tenía nada que perder aceptándola…, aparte de que había algo en el tono de voz del señor Smith que le hacía considerar poco prudente un eventual rechazo. A las seis y veinticinco, pues, entró en el bar de copas, y apenas había pedido un Red Biddy cuando el barman le dijo que el señor Smith estaba aguardándole en la trastienda del establecimiento. Sin asombrarse de que el barman lo hubiera reconocido, Timothy tomó su copa y pasó al interior con ella en la mano.
—¡Ah, señor Bright! Me llamo Smith, pero puede llamarme Brian, si lo desea —le saludó un individuo cuya apariencia y voz no eran ni remotamente parecidas a las de ningún Smith, o incluso Brian, conocido de Timothy—. Ha sido usted muy amable viniendo.
—¿Cómo está usted? —dijo Timothy, tratando de guardar las formalidades.
—De puta madre —respondió el señor Smith al tiempo que le indicaba una silla al otro lado de la mesa—. Tengo entendido que a usted no le van las cosas tan bien, ¿eh?
—A nadie le van demasiado bien con esta recesión… —empezó Timothy antes de comprender que el señor Smith no hablaba en términos generales. Por lo visto estaba ocupado, además, en limpiarse las uñas con una navaja barbera. El señor Smith sonrió…, o algo así porque, en opinión de Timothy, aquello no era realmente lo que se dice una sonrisa franca.
—Bueno, bueno… Veo que nos entendemos —comentó el señor Smith al tiempo que, con un rápido ademán, partía aparentemente en dos una mosca despistada en el aire—. Usted necesita dinero y yo tengo algún dinero a su disposición. ¿Cómo le suena esto?
—Bien… —balbuceó Timothy, abrumando aún por la trágica suerte de la mosca—. Yo… esto…, yo… Supongo que es un gesto muy amable por su parte.
—De amabilidad, nada: negocios —le corrigió el señor Smith, que ahora se miraba en un espejito y, con su ayuda, utilizaba la navaja para depilarse los pelillos de las aletas de la nariz—. ¿Le interesa el asunto?
—Bien… —respondió Timothy titubeante y deseando que el otro no blandiera la navaja con tanta despreocupación.
—Pues, entonces…, hablemos —prosiguió el señor Smith—. Usted tiene una moto, una Suzuki 1100, ¿no?
—Sí —dijo Timothy.
—¿Y tiene un tío?
—¡Hombre! Como tener, tengo unos cuantos tíos…
—Ya. Un montón de tíos. Pero tiene uno que es juez, ¿no es verdad? —le cortó el señor Smith—. El juez sir Benderby «Sanguinario» Bright… ¿Correcto?
—¡Oh, sí, el tío Benderby! —asintió Timothy, y a renglón seguido tragó saliva. El tío Benderby le inspiraba pavor.
—Su tío Benderby les hizo un regalito a unos amigos míos. Les echó quince años —prosiguió el señor Smith—. ¿Lo sabía usted? ¡Joder!
Timothy no lo sabía, pero pudo ver que el señor Smith se acababa de hacer un corte en la nariz. La situación era de lo más desagradable.
—Lo lamento —murmuró—. Tampoco es demasiado popular en la familia.
El señor Smith se taponó la punta de la nariz con un pañuelo azul de seda y lanzó diestramente la navaja sobre la mesa, partiendo de paso un cigarro. Luego se levantó y fue al lavabo en busca de papel.
—¿Tiene su tío un yate llamado Lex Britannicus? —le preguntó, manteniendo un trozo de papel aplicado contra la nariz.
—Sí —confirmó Timothy, hipnotizado por aquella demostración.
—Y cada año su tío Benderby zarpa en él hacia un lugar próximo a Barcelona para pasar allí el invierno, y lo trae nuevamente a Fowey para el verano. Hasta el siguiente septiembre. ¿No es así?
—En efecto. Así mismo —confirmó Timothy—. Es un tiempo terrible para navegar…, las galernas equinocciales, ya sabe… Pero el tío Benderby dice que es la única época del año en que se puede demostrar si uno es un buen marino.
—Él sabrá…, ¿no? —dijo el señor Smith sonriendo desagradablemente. Con el papel manchado de rojo en la nariz no mejoraba nada su apariencia—. Mire… Usted y el tío Benderby deberían verse. Pronto. Nos gustaría que se subiera a su reluciente moto y fuera allí a llevarle un regalo.
—¿Un regalo para el tío Ben…?
—Exactamente. Un regalo. Lo que queremos es que… —Durante los diez minutos siguientes, Timothy Bright escuchó sus instrucciones. Eran muy claras y, para las entendederas de Timothy, no encerraban el menor atractivo.
—O sea…, ¿que quiere que tome el ferry de Plymouth a Santander con mi moto, que viaje con ella a Llafranc y me encuentre allí con alguien que me dará un objeto para meterlo en el pañol de las velas del yate del tío Benderby sin que él se entere? ¿Es eso? —preguntó al final.
—Más o menos. Salvo que quizá deba traernos alguna cosa de allí para ganarse algún dinerillo a la vuelta. Y para que sepamos que ha hecho bien el encargo.
—Pero todo esto me da mala espina, francamente —empezó a protestar Timothy…, para verse cortado en seco por su interlocutor. El señor Smith había metido la mano en un cajón de su mesa y la hacía reaparecer con un sobre.
—Échele un vistazo a este cochinillo —dijo, y sacó de dentro del sobre una fotografía en color que deslizó por la mesa. Timothy Bright miró y vio, en efecto, la imagen de algo que quizá pudiera haber sido alguna vez un cerdo. El señor Smith le dejó contemplarla a sus anchas—. O sea, que si usted quiere acabar como acaban allí los cochinillos, no tiene más que dejar de hacer lo que le digo. ¿Entendido?
—Supongo que sí —asintió Timothy, que ciertamente no tenía ningún deseo de parecerse a aquel indescriptible lechón—. Quiero decir que sí, por supuesto. Entendido.
El señor Smith volvió a meter la fotografía en el sobre y agarró nuevamente la navaja.
—Embarcará en el ferry de Plymouth el día veinte. Eso le dará tiempo para arreglar sus vacaciones con el banco. Las tiene pendientes…, tres semanas. Y las tomará ahora.
—Me imagino. Sí, de acuerdo —convino Timothy forzando una media sonrisa. Aquel espantoso individuo parecía saberlo todo acerca de él. Era algo terriblemente inquietante y daba miedo.
—Haga como todos los buenos yuppies que trabajan en la bolsa: vender en mayo e irse. Aquí tiene el pasaje y dinero para los gastos. ¿Alguna cosa más?
—Creo que no.
El señor Smith empuñó otra vez la navaja, sonriendo.
—¡Oh, sí, claro que hay más! —dijo, echándose hacia adelante con la navaja—. Y conviene que no lo olvide. Es esto. —Su mano izquierda había sacado un paquete cuidadosamente envuelto en papel de estraza y atado con cordel. Lo dejó encima de la mesa, permitiendo que Timothy lo estudiara—. No le dé vueltas ni pretenda pasarse de listo. Acabará como los cochinillos, no lo dude. Debe entregar este paquete al tal Pedro de que le he hablado. Piérdalo y… Será mejor que se lleve la foto como recordatorio. —Hizo ademán de buscar de nuevo en el cajón la foto del cochinillo, pero Timothy sacudió la cabeza.
—No necesito recordatorio —dijo—. Lo he entendido todo perfectamente.
—Veámoslo. ¿Dónde tiene que encontrarse con Pedro?
—En lo alto de la colina que hay pasado el Camping Kim —respondió Timothy.
—¿Cuándo?
—Iré allí pasadas las once y media de la noche durante tres noches seguidas, del veinticuatro al veintiséis, y él acudirá una de las noches. Pero… ¿cómo sabré que es él?
—No tiene que saberlo. Él lo reconocerá a usted. Tiene una buena fotografía suya, ¿sabe? Como las que ha visto. Saldrá a su encuentro. —El señor Smith se arrancó de la nariz el papel manchado de sangre—. Y le dará el objeto en cuestión para que lo meta en el pañol de las velas. Arrégleselas como quiera para subir a bordo, pero le aconsejo que tenga preparada una buena excusa por si lo descubren. —El tono del señor Smith había cambiado. Ya no parecía extranjero—. A menos, claro está, que decida hacerle una visita al tío Benderby, una amable visita social. No hay inconveniente. Haga lo que prefiera.
—Pero… ese objeto que he de esconder en el pañol del yate…, ¿no lo descubrirán? —Era una duda que lentamente había ido tomando forma en su pensamiento.
El señor Smith sacudió la cabeza.
—Lo descubrirán y después dejarán de prestarle atención. Es algo que ya tenían antes: ni más ni menos que uno de sus salvavidas, ¿me sigue? Igualito que todos los demás. Y gastado también. Idéntico a uno que se les extravió hace pocos días. Y a su debido tiempo, pongamos en junio, su tiíto lo traerá navegando a Fowey. Para cuando llegue aquí, usted ya llevará mucho tiempo en casa y tumbado tranquilamente en su cama.
—Comprendo —dijo Timothy, con la sensación de que era improbable que alguna vez en el futuro volviera a tumbarse tranquilamente en la cama. Hasta su padre había reconocido en su presencia que temía a Benderby Bright y que las sentencias del juez le parecían tremendamente severas. El juez Bright, en efecto, había expresado varias veces su criterio de que los traficantes de drogas y los «camellos» debían ser condenados a cadena perpetua, sin posibilidad de beneficiarse de la libertad condicional. Y era sabida su participación como invitado de honor en los dos últimos banquetes anuales de la Asociación de Funcionarios de Impuestos y Aduanas. La perspectiva de introducir de matute un salvavidas conteniendo Dios sabe cuántos kilos de alguna sustancia ilegal en el pañol de las velas del Lex Britannicus le inspiraba a Timothy casi tanto terror como el terrible proceso de convertirse en un cochinillo asado. Algo menos, porque el juez Benderby Bright no era un experto en desollar cerdos a navaja. De momento. Era difícil predecir cuáles podrían ser sus sentimientos si alguna vez averiguaba que su sobrino había tomado parte en la hazaña de cargarlo con un salvavidas repleto de droga. Por otra parte, la idea de que los aduaneros de Fowey registraran su yate era casi inconcebible.
—Por ahí no tiene nada que temer —dijo el señor Smith leyendo el pensamiento de Timothy—. Es tan improbable como que el Papa se ponga a repartir condones en la plaza de San Pedro. —Hizo una pausa y volvió a juguetear con la navaja. Luego añadió—: Una cosa más. Hay una cosa más que no debe olvidar. Si se le ocurre acercarse a la policía, aunque sólo sea pasar por delante de comisaría o hacerles una llamada desde su teléfono móvil, no confíe en correr la suerte de esos gorrinos. Para empezar, ya puede despedirse de volver a joder una vez más. Y de las pelotas, y de su condenada polla. Eso… de entrada. Lo de los gorrinos vendrá luego. Despacio. Muy despacio. Métase bien esta idea en su jodida mollera, desde ahora.
De nuevo la navaja fue a clavarse en el tablero de la mesa y se quedó allí vibrando.
Timothy Bright salió del bar de copas a las ocho y cuarto, aferrando el paquete de papel de estraza y con un sobre en el bolsillo que contenía cinco mil libras. Si hacía lo que se le había dicho, recibiría a la vuelta otros veinticinco de los grandes: era exactamente la suma que le hacía falta para pagar su deuda en el casino. Aquella noche se emborrachó antes de meterse en la cama. Por la mañana llegó tarde a su trabajo en la banca Bimburg. Había una carta aguardándole encima de la mesa. La dirección le comunicaba en ella que, a partir del 18 de mayo, no tendría necesidad de solicitar sus tres semanas de vacaciones. Timothy Bright se había quedado sin empleo.