Introducción

Desde Stettin, en el Báltico, hasta Trieste, en el Adriático, ha caído sobre el continente un telón de acero. Detrás de esa línea se encuentran todas las capitales de los antiguos estados de Europa central y del Este. Varsovia, Berlín, Praga, Viena, Budapest, Belgrado, Bucarest y Sofía, todas esas ciudades famosas y las poblaciones que las rodean quedan dentro de lo que debo llamar la esfera soviética, y todas están sometidas, de una manera u otra, no solo a la influencia soviética, sino a una altísima y, en muchos casos, creciente medida de control por parte de Moscú.

WINSTON CHURCHILL, discurso en Fulton,
Missouri, 5 de marzo de 1946

Entre muchas otras cosas, el año 1945 marcó uno de los desplazamientos de población más extraordinarios de la historia europea. Por todo el continente, cientos de miles de personas regresaban del exilio soviético, de trabajos forzados en Alemania, de campos de concentración y campos de prisioneros de guerra, de escondites y refugios de toda clase. Las carreteras, caminos, senderos y trenes iban atestados de gente andrajosa, hambrienta y sucia.

Las escenas que se producían en las estaciones de ferrocarril eran especialmente horrorosas. Madres famélicas, niños enfermos y, en ocasiones, familias enteras acampadas sobre mugrientos suelos de cemento durante días y días, esperando un tren al que pudieran subir. Las epidemias y el hambre amenazaban con ensañarse con ellos. Pero en la ciudad de Łódz, en el centro de Polonia, un grupo de mujeres decidió evitar más tragedias. Lideradas por antiguas miembros de la Liga Kobiet, la Liga de Mujeres Polacas, una organización benéfica y patriótica fundada en 1913, las mujeres se pusieron manos a la obra. En la estación de trenes de Łódz, las activistas de la Liga de Mujeres crearon un refugio para mujeres y niños, en el que les proporcionaban comida caliente, medicamentos y mantas, además de la asistencia de voluntarios y enfermeras.

En la primavera de 1945, la motivación de esas mujeres era la misma que habría sido en 1925 o en 1935. Estaban siendo testigos de una emergencia social, de modo que se organizaron para ayudar. Nadie les pidió que lo hicieran, nadie se lo ordenó ni les pagó por ello. Janina Suska-Janakowska, una mujer de casi noventa años cuando la conocí, me contó que recordaba aquellos esfuerzos tempranos en Łódz como actos totalmente apolíticos: «Nadie recibió dinero por aquel trabajo benéfico […] todo aquel que tenía un minuto de tiempo libre, ayudaba[1]». Más allá de prestar ayuda a los desesperados viajeros, la Liga de Mujeres de Łódz, en su formación inicial, no tenía un programa político.

Transcurrieron cinco años. En 1950, la Liga de Mujeres Polacas se había convertido en algo muy distinto. Contaba con una sede central en Varsovia. Disponía de un órgano rector nacional y centralizado que podía disolver y disolvió las divisiones locales que no acataban las órdenes. Tenía una secretaria general, Izolda Kowalska-Kiryluk, que no describía las tareas principales de la liga en términos patrióticos o benéficos, sino que utilizaba un lenguaje político e ideológico: «Debemos profundizar en nuestra labor organizativa y movilizar a un grupo numeroso de mujeres activas, educarlas y convertirlas en activistas sociales concienciadas. Día tras día, debemos acrecentar la conciencia social de las mujeres y unirnos en la grandiosa misión de la reconstrucción social de la Polonia popular para convertirla en una Polonia socialista».

La Liga de las Mujeres también organizó congresos nacionales, como el de 1951 en el que Zofia Wasilkowska, entonces la vicepresidenta de la organización, expuso abiertamente un programa político: «El objetivo principal y reglamentario del activismo de la Liga es el de llevar a cabo una labor educativa, instructiva. […] El de acrecentar la concienciación de las mujeres hasta un nivel infinitamente más alto y movilizarlas para que sean plenamente conscientes de los objetivos del Plan Sexenal[2]».

En otras palabras, en 1950 la Liga de Mujeres Polacas se había convertido en la sección femenina del partido comunista de Polonia. Con esa función, la liga animaba a las mujeres a seguir la línea del partido en asuntos de política y de relaciones internacionales. Alentaba a las mujeres a desfilar el Primero de Mayo y a firmar peticiones que contenían denuncias del imperialismo occidental. Empleaba a equipos de agitadores que asistían a cursos y aprendían a difundir aún más el mensaje del partido. Quienquiera que se opusiera a hacer cualquiera de esas cosas —que se negara, por ejemplo, a desfilar el Primero de Mayo o a asistir a las celebraciones por el cumpleaños de Stalin— podía ser expulsada de la Liga de Mujeres, lo que sucedió con algunas de ellas. Otras dimitieron. Las que permanecieron en la Liga dejaron de ser voluntarias para convertirse en burócratas que trabajaban al servicio del Estado y del partido comunista.

Habían transcurrido cinco años. En esos cinco años, la Liga de Mujeres Polacas e infinidad de organizaciones similares habían experimentado una transformación absoluta. ¿Qué había sucedido? ¿Quién había causado tales cambios? ¿Por qué decidieron aceptarlos? Las respuestas a estas preguntas constituyen el tema principal de este libro.

Aunque se ha utilizado con mayor frecuencia para describir la Alemania nazi y la Unión Soviética de Stalin, la palabra «totalitario» o «totalitarismo» se utilizó por primera vez en el contexto del fascismo italiano. Inventado por uno de sus detractores, Benito Mussolini adoptó el término con entusiasmo, y en uno de sus discursos ofreció la que sigue siendo la mejor definición de la palabra: «Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado[3]». En su definición estricta, un régimen totalitario es aquel que prohíbe todas las instituciones excepto las que han sido aprobadas de manera oficial. Así pues, un régimen totalitario consta de un partido político, un sistema educativo, un credo artístico, una economía de planificación central, unos medios de difusión unificados y un código moral. En un Estado totalitario no hay escuelas independientes, negocios privados, organizaciones de base ni pensamiento crítico. Mussolini y su filósofo preferido, Giovanni Gentile, escribieron sobre una «concepción del Estado que lo abarca todo; fuera de él no pueden existir valores humanos o espirituales, y mucho menos tener valor[4]».

A partir del italiano, la palabra «totalitarismo» pasó a todas las lenguas de Europa y del mundo. Sin embargo, tras el fallecimiento de Mussolini, eran pocos los que defendían abiertamente el concepto y, con el tiempo, la palabra pasó a ser definida por sus detractores, muchos de los cuales figuran entre los más importantes pensadores del siglo XX[5]. Camino de servidumbre, de Friedrich Hayek, es una respuesta filosófica al desafío del totalitarismo, al igual que La sociedad abierta y sus enemigos, de Karl Popper. La obra de George Orwell 1984 ofrece una visión distópica de un mundo totalmente dominado por regímenes totalitarios.

Es probable que la estudiosa más importante de la política totalitaria fuera Hannah Arendt, quien definió el totalitarismo en su libro de 1949 Los orígenes del totalitarismo como «una forma novedosa de gobierno» propiciada por la llegada de la modernidad. Según ella, la destrucción de las sociedades y formas de vida tradicionales había creado las condiciones necesarias para la evolución de la «personalidad totalitaria», de hombres y mujeres cuya identidad dependía por completo del Estado. Arendt es famosa por haber sostenido la tesis de que tanto la Alemania nazi como la Unión Soviética fueron regímenes totalitarios y, como tales, hubo entre ambos más similitudes que diferencias[6]. Carl J. Friedrich y Zbigniew Brzezinski llevaron ese razonamiento un poco más lejos en su obra Totalitarian Dictatorship and Autocracy, publicada en 1956, y buscaron una definición más eficaz. Los regímenes totalitarios, sostuvieron, tenían al menos cinco puntos en común: una ideología dominante, un único partido en el poder, una fuerza policial secreta dispuesta a utilizar el terror, el monopolio de la información y una economía planificada. Según esos criterios, los regímenes nazi y soviético no fueron los únicos estados totalitarios. Otros, como el de la China de Mao, por ejemplo, cumplieron también todos los requisitos[7].

Sin embargo, a finales de la década de 1940 y a principios de la de 1950, el «totalitarismo» era más que un mero concepto teórico. Durante los primeros años de la guerra fría, el término adquirió también connotaciones políticas concretas. En un discurso fundamental pronunciado en 1947, el presidente Harry Truman declaró que todos los estadounidenses debían estar «dispuestos a ayudar a los pueblos libres para que puedan mantener sus instituciones libres y su integridad nacional contra movimientos agresivos que pretenden imponerles regímenes totalitarios[8]». Esta medida recibió el nombre de Doctrina Truman. El presidente Dwight Eisenhower también utilizó el término durante su campaña presidencial de 1952, en la que declaró su intención de ir a Corea y terminar la guerra allí: «Conozco algo esa mentalidad totalitaria. Durante los años de la Segunda Guerra Mundial tuve que asumir la dura responsabilidad de tener que tomar decisiones en la cruzada del mundo libre contra la tiranía que entonces nos amenazaba a todos[9]».

Como los guerreros de la guerra fría estadounidenses se posicionaron abiertamente como opositores del totalitarismo, los escépticos con la guerra fría empezaron a cuestionar el término y a preguntarse su significado. ¿Constituía el totalitarismo una amenaza real o era tan solo una exageración, una suerte de hombre del saco, una invención del senador Joseph McCarthy? A lo largo de las décadas de 1970 y 1980, los historiadores revisionistas de la URSS sostuvieron que ni siquiera la Unión Soviética de Stalin había sido realmente totalitaria. Mantuvieron que no todas las decisiones de la Unión Soviética se tomaban en Moscú; que la policía local estaba tan inclinada a imponer el terror como quienes estaban en lo más alto de la jerarquía; que los planificadores centrales no siempre tenían éxito en sus intentos por controlar la economía; que el terror colectivo había creado «oportunidades» para muchos en la sociedad[10]. Entre algunos, el término «totalitarista» llegó a cobrar un significado burdo, impreciso y excesivamente ideológico.

En realidad, muchos de los teóricos «ortodoxos» del totalitarismo habían señalado también varias de esas cuestiones. Eran pocos los que mantenían que el totalitarismo funcionaba. Al contrario, «como el gobierno totalitario aspira a lo imposible y pretende poner a su disposición la personalidad del hombre y su destino, solo puede llevarse a cabo de manera fragmentaria —escribió Friedrich—. Y esa es, precisamente, la razón por la que las consecuencias de la reivindicación totalitaria del poder son tan peligrosas y opresivas, porque son tan vagas, tan incalculables y tan difíciles de demostrar. […] Esta contorsión se sigue de la aspiración irrealizable de poder: describe la vida bajo tal régimen y hace que a la gente de fuera le resulte sumamente difícil de entender[11]».

En años más recientes, los teóricos políticos han profundizado más en este argumento revisionista. Algunos han argumentado que el término «totalitario» es realmente útil solo en teoría, como un negativo contra el que los demócratas liberales pueden definirse a sí mismos[12]. Otros consideran que la palabra no tiene ningún sentido y argumentan que se ha convertido en un término que tan solo significa «la antítesis teórica de la sociedad occidental», o simplemente «gente que no nos gusta». Una interpretación más siniestra sostiene que la palabra «totalitarismo» sirve a sus propios intereses: la utilizamos únicamente para realzar la legitimidad de la democracia occidental[13].

En el habla común, la palabra «totalitario», más que servir a sus propios intereses, se utiliza de manera abusiva. Algunos políticos elegidos de manera democrática son descritos como totalitarios (por ejemplo, «los instintos totalitarios de Rick Santorum»), como sucede también con gobiernos o incluso compañías (alguna vez hemos leído sobre «la marcha de Estados Unidos hacia el totalitarismo» o hemos descubierto que Apple mantiene «un enfoque totalitario con respecto a su tienda de aplicaciones»[14]). Los liberales libertarios, de Ayn Rand en adelante, han utilizado la palabra para describir a los liberales progresistas. Los liberales progresistas (y, por supuesto, los conservadores) han utilizado la palabra para referirse a Ayn Rand[15]. Hoy en día, la palabra se aplica a tantas personas e instituciones que a veces puede resultar vacía de significado.

Sin embargo, aunque la idea de «control absoluto» pueda ahora parecer absurda, ridícula, exagerada o tonta, y aunque la propia palabra haya perdido la capacidad de impresionar, es importante recordar que el «totalitarismo» es algo más que un insulto mal definido. Históricamente hubo regímenes que aspiraron al control absoluto. Si esperamos entenderlos —si esperamos entender la historia del siglo XX—, tenemos que comprender cómo funcionaba el totalitarismo, tanto en la teoría como en la práctica. Además, el concepto de control absoluto no está totalmente pasado de moda. El régimen de Corea del Norte, establecido en la línea del de Stalin, ha cambiado poco en setenta años. Si bien las nuevas tecnologías parecen dificultar la aspiración al control absoluto, y aún más su consecución, no podemos estar seguros de que los teléfonos móviles, internet y las fotografías por satélite no terminen convirtiéndose en herramientas de control en manos de regímenes que también aspiran a «abarcarlo todo[16]». El término «totalitarismo» sigue siendo una descripción empírica útil y necesaria. Ya va siendo hora de recuperarlo.

Un régimen en particular comprendió tan bien las técnicas y los métodos del control totalitario que los exportó exitosamente: tras el final de la Segunda Guerra Mundial y el avance del Ejército Rojo hacia Berlín, los dirigentes de la Unión Soviética hicieron grandes esfuerzos para imponer un sistema totalitario de gobierno en los países europeos que ocupaban en ese momento, igual que habían intentado imponer un sistema totalitario en las distintas regiones de la propia URSS. Sus esfuerzos fueron verdaderamente letales. Stalin, sus oficiales militares y su policía secreta —que entre 1934 y 1946 recibió el nombre de Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (Narodny Komissariat Vnutrennij Del o NKVD), y más adelante se convertiría en el KGB—, junto con sus aliados locales, no intentaban expresar su opinión sobre Ayn Rand o los liberales progresistas cuando crearon los estados totalitarios de Europa del Este. Parafraseando a Mussolini, lo que realmente querían era crear sociedades en las que todo estuviera dentro del Estado, nada fuera del Estado y nada contra el Estado, y querían hacerlo con rapidez.

Es cierto que los ocho países europeos que el Ejército Rojo ocupó en 1945, en su totalidad o en parte, tenían culturas, tradiciones políticas y estructuras económicas sumamente distintas. Los nuevos territorios incluían la otrora democrática Checoslovaquia y la Alemania anteriormente fascista, además de monarquías, autocracias y estados semifeudales. Los habitantes de esa región eran católicos, ortodoxos, protestantes, judíos y musulmanes. Hablaban lenguas eslavas, románicas, ugrofinesas y germánicas. Incluía a rusófilos y rusófobos; la industrializada Bohemia y la rural Albania; la cosmopolita Berlín y minúsculas aldeas en los Cárpatos. Entre ellos se encontraban antiguos súbditos del Imperio austrohúngaro, prusiano, otomano, así como del ruso.

Sin embargo, estadounidenses y europeos occidentales de ese período llegaron a considerar las naciones de una Europa dominada por el comunismo pero no soviética —Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Alemania del Este, Rumanía, Bulgaria, Albania y Yugoslavia— como un «bloque» que a la larga llegó a denominarse «Europa del Este». Este es un término político e histórico, no geográfico. No incluye otros países del Este como Grecia, que jamás fue un país comunista. Tampoco incluye los estados bálticos o Moldavia, que aunque histórica y culturalmente eran similares a los de la Europa del Este, en ese período fueron incorporados a la Unión Soviética. Existían similitudes entre las experiencias de los estados bálticos y los de Polonia en particular, pero también había importantes diferencias: la sovietización, para los bálticos, significó la pérdida de incluso la soberanía nominal.

En los años que siguieron a la muerte de Stalin —especialmente desde 1989—, las ocho naciones de Europa del Este tomaron caminos muy distintos, y ya se ha convertido en algo habitual comentar que, en realidad, jamás tuvieron nada en común. Es absolutamente cierto: antes de 1945 nunca se habían unido de ningún modo y aún hoy resulta asombroso lo poco que tienen en común, aparte de la memoria histórica del comunismo. Aun así, durante un tiempo, entre 1945 y 1989, esas ocho naciones de Europa del Este compartieron muchas cosas. Por motivos de sencillez, familiaridad y precisión histórica, utilizaré el término «Europa del Este» para referirme a ellas a lo largo de este libro[17].

Durante un período muy breve, entre 1945 y 1953, pareció que la URSS conseguiría convertir las muy distintas naciones de Europa del Este en una región ideológica y políticamente homogénea. De los enemigos de Hitler y los aliados de Hitler lograron, en esa época, crear un grupo de organizaciones políticas en apariencia idénticas[18]. A principios de la década de 1950, todas las capitales grises y castigadas por la guerra de los «antiguos estados» de la región, en palabras de Churchill, fueron patrulladas por la misma clase de policías de gesto adusto, diseñadas por los mismos arquitectos del realismo socialista y cubiertas de los mismos pósters de propaganda. En toda la región se rendía culto a Stalin, cuyo nombre se veneraba en la URSS como «símbolo de la victoria próxima del comunismo», así como también a otros líderes de partidos políticos locales[19]. Millones de personas participaban en desfiles y celebraciones del poder comunista organizadas por el Estado. En esa época, el «Telón de Acero» era mucho más que una metáfora: muros, vallas y alambradas separaban literalmente la Europa del Este de la del Oeste. En 1961, año en que se construyó el muro de Berlín, parecía que esas barreras se mantendrían para siempre.

Al volver la vista atrás, la velocidad con que se produjo esa transformación resulta asombrosa. En la propia Unión Soviética, la evolución de un Estado totalitario se había producido a lo largo de dos décadas, y a trompicones. Los bolcheviques no empezaron con un plan rector. Tras la Revolución rusa, siguieron un curso en zigzag, a veces más severo, a veces más liberal, a medida que sus políticas fracasaban en el intento de proporcionar las prometidas ganancias económicas. A las políticas colectivistas del «comunismo de guerra» y el «terror rojo» de la época de la Guerra Civil rusa, siguió la Nueva Política Económica de Lenin, más liberal, que permitió la privatización de algunas industrias y empresas. La Nueva Política Económica se abolió en 1928 y fue reemplazada por un Plan Quinquenal y una nueva serie de políticas que con el tiempo se conocerían como estalinismo: un impulso para la rápida industrialización, la colectivización forzada, la planificación centralizada; restricciones draconianas en la expresión, la literatura, los medios y las artes; y la expansión del Gulag, el sistema de campos de trabajos forzados. Los términos «estalinismo» y «totalitarismo» a menudo se utilizan con el mismo significado, y con toda la razón.

Sin embargo, a finales de la década de 1930 el estalinismo también estaba en crisis. Las condiciones de vida no estaban mejorando tan rápidamente como el partido había prometido. Las inversiones mal planificadas empezaban a fracasar. La gran hambruna en Ucrania y en la región meridional de Rusia a principios de la década de 1930, si bien tuvo cierta utilidad política para el régimen, había provocado miedo en lugar de admiración. En 1937, la policía secreta soviética lanzó una campaña pública de detenciones, encarcelamientos y ejecuciones, dirigida inicialmente a los saboteadores, espías y «destructores» que, supuestamente, estaban interfiriendo en el progreso de la sociedad y que finalmente se hizo extensiva a los círculos más elevados del partido comunista soviético. La Gran Purga no supuso la primera oleada de arrestos en la Unión Soviética y tampoco la mayor: con anterioridad, ya se había aterrorizado a campesinos y a minorías étnicas, en particular a los que vivían cerca de la frontera soviética. Sin embargo, esa fue la primera vez que el terror se dirigía a las más altas esferas del partido, y causó una profunda inquietud tanto en la Unión Soviética como entre los comunistas de otros países. A la larga, la Gran Purga podría haber provocado una enorme desilusión. Pero el estalinismo —y Stalin— fue rescatado de manera fortuita por la Segunda Guerra Mundial. Pese al caos y los errores, pese a la multitud de muertes y a la destrucción masiva, la victoria reforzó la legitimidad del sistema y su líder, «demostrando» así su valía. A raíz de la victoria, el culto casi religioso que se rendía a Stalin alcanzó nuevas cotas. La propaganda describía al dirigente soviético como «la encarnación de su propio heroísmo, su propio patriotismo, su propia devoción a la patria socialista[20]».

Al mismo tiempo, la guerra proporcionó a Stalin una ocasión sin precedentes para imponer su particular visión de sociedad comunista sobre sus vecinos. La primera oportunidad llegó muy al principio, en 1939, después de que la Unión Soviética y la Alemania nazi firmaran el Pacto Molótov-Ribbentrop y acordaran dividir Polonia, Rumanía, Finlandia y los estados bálticos en zonas de influencia germana y soviética. El 1 de septiembre, Hitler invadió Polonia desde el oeste. El 17 de septiembre, Stalin invadió Polonia desde el este. Transcurridos unos meses, las tropas soviéticas habían ocupado los estados bálticos, partes de Rumanía y también el este de Finlandia. Si bien la Europa ocupada por los nazis finalmente fue liberada, Stalin jamás devolvió los territorios que ocupó durante esa primera fase de la guerra. El este de Polonia, el este de Finlandia, las naciones bálticas, Bucovina y Besarabia, ahora llamada Moldavia, fueron incorporados a la Unión Soviética. Los territorios orientales de Polonia forman parte de las actuales Ucrania y Bielorrusia.

En su zona de ocupación, los oficiales del Ejército Rojo y los del NKVD empezaron de inmediato a imponer su propio sistema. A partir de 1939 se sirvieron de colaboradores locales, miembros del movimiento comunista internacional, la violencia y las deportaciones masivas a los campos de concentración del Gulag para «sovietizar» a la población local. Stalin aprendió valiosas lecciones de esa experiencia y ganó aliados igualmente valiosos: la invasión soviética de la parte este de Polonia y los estados bálticos en 1939 produjo un cuadro de oficiales del NKVD preparados y dispuestos a repetirlo. Inmediatamente, incluso antes de la invasión nazi de la URSS en 1941, las autoridades soviéticas empezaron a preparar el terreno para una transformación similar en Europa del Este.

Este último punto resulta controvertido, puesto que en la historiografía oficial la historia de posguerra de la región suele dividirse en fases[21]. Primero hubo una democracia auténtica, durante 1944-1945; a continuación una falsa democracia, como escribió Hugh Seton-Watson; y después, en 1947-1948, un abrupto cambio de política y una toma de poder en toda regla: se intensificó el terror político, se amordazó a los medios de comunicación y se manipularon las elecciones. Cualquier pretensión de autonomía nacional fue abandonada.

Desde entonces, algunos historiadores y politólogos han atribuido este cambio en la atmósfera política al comienzo de la guerra fría, con la que coincidió. En ocasiones, de esta aparición del estalinismo en Europa del Este se ha culpado a los guerreros de la guerra fría en Occidente, cuya retórica agresiva «obligó» al dirigente soviético a afianzarse en la región. En 1959, William Appleman Williams dotó a este argumento «revisionista» general su forma clásica al argumentar que la guerra fría no había sido causada por la expansión comunista, sino por la ofensiva estadounidense para conseguir mercados internacionales abiertos. Más recientemente, un destacado estudioso alemán ha argumentado que la división de Alemania no fue causada por el intento de alcanzar políticas totalitarias en Alemania del Este después de 1945, sino por el fracaso de las potencias occidentales a la hora de aprovechar las tentativas pacíficas de Stalin[22].

Cualquier examen riguroso de lo que estaba sucediendo en la región entre 1944 y 1947 revela los profundos errores de estos argumentos; y, gracias a la disponibilidad de archivos tanto soviéticos como de Europa del Este, ahora es posible hacer un examen riguroso[23]. Nuevas fuentes han ayudado a los historiadores a comprender que este primer período «liberal» no fue, en realidad, tan liberal como a veces se ha considerado. Es cierto que no todos los elementos del sistema político soviético fueron importados a la región en cuanto el Ejército Rojo cruzó las fronteras, y por supuesto no hay pruebas de que Stalin pretendiera crear un «bloque» comunista rápidamente. En 1944, su ministro de Asuntos Exteriores, Iván Maiski, escribió una nota en la que predecía que todas las naciones de Europa llegarían a convertirse en estados comunistas, pero que para ello faltaban aún tres o quizá cuatro décadas. (También previó que en la Europa del futuro debería haber tan solo una potencia terrestre, la URSS, y una potencia marítima, Gran Bretaña.) Entretanto, Maiski pensaba que la Unión Soviética no debía intentar fomentar «revoluciones proletarias» en Europa del Este, y sí mantener buenas relaciones con las democracias occidentales[24].

Esta visión a largo plazo estaba sin duda en consonancia con la ideología marxista-leninista tal como Stalin la entendía. Él creía que los capitalistas no serían capaces de colaborar entre sí para siempre. Tarde o temprano, su afanoso imperialismo los conduciría al conflicto, y la Unión Soviética se beneficiaría de ello. «Las contradicciones entre Inglaterra y Estados Unidos aún están por llegar —dijo a sus compañeros unos meses después de que terminara la guerra—. Los conflictos sociales en Estados Unidos se extienden a un ritmo creciente. Los laboristas han prometido a los trabajadores ingleses tantas cosas en relación con el socialismo que les resultará difícil echarse atrás. Pronto tendrán conflictos, no solo con su burguesía, sino también con los imperialistas estadounidenses[25]

Si la URSS no tenía prisa, tampoco la tenían los dirigentes comunistas de Europa del Este, de los cuales muy pocos esperaban hacerse con el poder de manera inmediata. En la década de 1930, muchos habían participado en coaliciones del «frente nacional» junto con partidos centristas y socialistas, o habían observado el éxito de algunas coaliciones del frente nacional en varios países, particularmente en España y Francia. El historiador Tony Judt ha llegado a describir España como «un ensayo para la toma de poder en Europa del Este después de 1945[26]». Estas primeras coaliciones del frente nacional se habían creado para oponerse a Hitler. En el período que siguió a la guerra, muchos se prepararon para crearlas de nuevo con el propósito de combatir el capitalismo occidental. Stalin adoptó una visión a largo plazo: la revolución proletaria llegaría a su debido momento, pero antes de que pudiera producirse era necesario que en la región hubiera primero una revolución burguesa. Según la esquemática interpretación soviética de la historia, la necesaria revolución burguesa aún no había acontecido.

Sin embargo, como se explicará en la primera parte de este libro, la Unión Soviética introdujo ciertos elementos fundamentales del sistema soviético en todas las naciones ocupadas por el Ejército Rojo desde el principio. En primer lugar, el NKVD soviético, en colaboración con los partidos comunistas locales, creó de inmediato una fuerza policial secreta a su imagen y semejanza, utilizando con frecuencia a gente a la que ya habían formado en Moscú. Allí donde fuera el Ejército Rojo —incluso en Checoslovaquia, de donde finalmente se retiraron las tropas soviéticas— esos nuevos agentes de la policía secreta comenzaron de inmediato a utilizar la violencia selectiva, eligiendo cuidadosamente a sus enemigos políticos según listas y criterios elaborados con anterioridad. En algunos casos elegían también a grupos étnicos enemigos. Además, se hicieron con el control de los ministerios del Interior de la región, y en algunos casos también con el de los ministerios de Defensa, y participaron en la confiscación y redistribución inmediatas de la tierra.

En segundo lugar, en todas las naciones ocupadas las autoridades soviéticas colocaron a comunistas de confianza al frente del medio de comunicación más poderoso de la época: la radio. Aunque en la mayor parte de Europa del Este era posible publicar periódicos o revistas de contenido no comunista durante los primeros meses después de la guerra, y aunque los no comunistas tenían permitido el control de otros monopolios estatales, las emisoras de radio nacionales, que llegaban a toda la población, desde los campesinos analfabetos a los intelectuales más sofisticados, se mantuvieron bajo el firme control del partido comunista. Las autoridades confiaban en que, a la larga, la radio, junto con la propaganda y los cambios introducidos en el sistema educativo, ayudarían a atraer multitudes hacia el bando comunista.

En tercer lugar, allí donde fuera el Ejército Rojo los comunistas soviéticos y locales acosaban, perseguían y finalmente prohibían muchas de las organizaciones independientes de lo que ahora llamaríamos «sociedad civil»: la Liga de Mujeres Polacas, las agrupaciones alemanas antifascistas, grupos religiosos y escuelas. En particular, y desde los primeros días de la ocupación, se obsesionaron con los grupos de jóvenes: jóvenes socialdemócratas, organizaciones de jóvenes católicos o protestantes, boy scouts y girl scouts. Incluso antes de prohibir los partidos políticos independientes para adultos, e incluso antes de declarar ilegales organizaciones religiosas y sindicatos independientes, sometieron a las organizaciones de jóvenes a la más estricta vigilancia y les impusieron limitaciones severas.

Finalmente, allí donde les fue posible las autoridades soviéticas, de nuevo en colaboración con los partidos comunistas locales, llevaron a cabo políticas de limpieza étnica masiva y forzaron el desplazamiento de millones de alemanes, polacos, ucranianos, húngaros y gente de otras ciudades y pueblos en los que habían vivido durante siglos. Camiones y trenes trasladaron a gente y sus escasas pertenencias a campamentos de refugiados y a casas situadas a cientos de kilómetros del lugar donde habían nacido. Desorientados y desplazados, los refugiados podían ser manipulados y controlados con mucha más facilidad. Hasta cierto punto, Estados Unidos y Gran Bretaña fueron cómplices de esa política —la limpieza étnica de los alemanes sería incluida en el Tratado de Potsdam—, pero pocos en Occidente sabían en ese momento hasta qué punto se extendería y se volvería violenta la limpieza étnica por parte del poder soviético.

Otros elementos del capitalismo e incluso del liberalismo se mantuvieron invariables durante un tiempo. Las explotaciones agrícolas privadas, las empresas privadas y el comercio privado se mantuvieron a lo largo de 1945 y 1946, y en ocasiones durante más tiempo. Algunos periódicos y revistas independientes siguieron publicando, y algunas iglesias permanecieron abiertas. En algunos lugares, los partidos políticos no comunistas pudieron seguir en activo, al igual que algunos políticos no comunistas elegidos. Sin embargo, esto no sucedió porque los comunistas soviéticos y sus aliados de Europa del Este fueran demócratas de mentalidad liberal. Sucedió porque creían que esas cosas eran menos importantes a corto plazo que la policía secreta, la radio, la limpieza étnica y el dominio de grupos de juventudes y otras organizaciones cívicas. No fue casualidad que los jóvenes comunistas ambiciosos empezaran siempre en una de esas áreas. Cuando se unió al partido en 1945, al escritor comunista Wiktor Woroszylski le presentaron tres opciones: el movimiento de juventudes comunistas, la policía secreta o el departamento de propaganda, relacionado con los medios de comunicación[27].

Las elecciones libres que se celebraron en algunos países en 1945 y 1946 tampoco fueron una señal de tolerancia comunista. Los partidos comunistas soviéticos y de Europa del Este permitieron esas elecciones porque pensaron que con el control de la policía secreta y la radio, y con la fuerte influencia que ejercían sobre los jóvenes, les bastaría para ganar. Los comunistas de todos los países creían en el poder de su propaganda, y durante los primeros años tras el final de la guerra tuvieron razones de peso para mantener esa creencia. La gente se adhirió al partido, ya fuera por desesperación, desorientación, pragmatismo, cinismo o ideología, y no solo en Europa del Este, sino también en Francia, Italia y Gran Bretaña. En Yugoslavia, el partido comunista de Tito fue realmente popular, gracias al papel que desempeñó en la resistencia. En Checoslovaquia —ocupada por Hitler en 1938 gracias a la línea contemporizadora de Occidente—, al principio depositaron auténticas esperanzas en la Unión Soviética, con la confianza de que sería una potencia más favorable. Incluso en Polonia y Alemania, países que tenían razones para sospechar de los motivos de los soviéticos, el impacto psicológico de la guerra también determinó la percepción de muchos ciudadanos. El capitalismo y la democracia liberal habían fracasado estrepitosamente a lo largo de la década de 1930. Muchos creyeron que había llegado el momento de probar algo distinto.

Por mucho que en ocasiones nos cueste entenderlo, los comunistas creían en su propia doctrina. Aunque ahora, con la perspectiva del tiempo, la ideología comunista nos parezca desatinada, eso no significa que en su momento no inspirara fervorosas creencias. La mayoría de los líderes comunistas de Europa del Este —y muchos de sus seguidores— pensaban realmente que tarde o temprano la mayor parte de la clase obrera adquiriría conciencia de clase, comprendería su destino histórico y votaría un régimen comunista.

Se equivocaron. Pese a la intimidación, pese a la propaganda e incluso pese a la atracción que el comunismo despertaba en algunas personas abatidas por la guerra, los partidos comunistas perdieron las primeras elecciones en Alemania, Austria y Hungría por un amplio margen. En Polonia, los comunistas tantearon el terreno con un referéndum, y al descubrir que contaban con apoyo escaso sus líderes abandonaron las elecciones libres. En Checoslovaquia, el partido comunista obtuvo buenos resultados en un primer ciclo de elecciones, en 1946, en las que consiguieron un tercio de los votos. Sin embargo, cuando se hizo evidente que en las siguientes elecciones de 1948 los resultados serían mucho peores, los dirigentes del partido dieron un golpe de Estado. Las severas políticas impuestas sobre el bloque del Este en 1947 y 1948 no fueron una mera reacción a la guerra fría. También fueron una reacción al fracaso. La Unión Soviética y sus aliados locales no habían conseguido hacerse con el poder de manera pacífica. No lograron alcanzar un control absoluto, ni siquiera adecuado. Pese a su influencia mediante la radio y la policía secreta, no eran populares ni los admiraba todo el mundo. El número de sus seguidores disminuía con velocidad, incluso en países como Checoslovaquia y Bulgaria, donde al principio habían gozado de verdadero apoyo[28].

Como resultado, los comunistas locales, aconsejados por sus aliados soviéticos, recurrieron a las tácticas más severas que se habían utilizado con anterioridad —y con éxito— en la URSS. La segunda parte de este libro describe esas técnicas: una nueva oleada de arrestos, la expansión de los campos de trabajos forzados, y un control mucho más estricto de los medios de comunicación, los intelectuales y las artes. En casi todas partes se siguieron determinados patrones: en primer lugar, la eliminación de partidos «derechistas» o anticomunistas, a continuación la destrucción de la izquierda no comunista y después la eliminación de la oposición dentro del propio partido comunista. En algunos países, las autoridades comunistas incluso llevaron a cabo juicios amañados al estilo soviético. Finalmente, los partidos comunistas de la región intentarían eliminar todas las organizaciones independientes que pudieran quedar, reclutar seguidores para organizaciones masivas dirigidas por el Estado, establecer controles mucho más severos sobre la educación y socavar las bases de las iglesias católica y protestante. Crearon nuevas y globales formas de propaganda educativa, patrocinaron desfiles y discursos públicos, colgaron pancartas y carteles, organizaron campañas de recogida de firmas y acontecimientos deportivos.

Sin embargo, volverían a fracasar. Tras la muerte de Stalin en 1953, por toda la región estallaron rebeliones de distinta importancia. En 1953, los berlineses del Este organizaron una manifestación de protesta que fue reprimida por los tanques soviéticos. En 1956 se produjeron otros dos levantamientos destacados, en Polonia y en Hungría. A raíz de esos levantamientos, los comunistas de Europa del Este volvieron a moderar sus tácticas. Y siguieron fracasando —y cambiando de tácticas—, hasta que por fin se rindieron y abandonaron el poder en 1989.

Entre 1945 y 1953, la Unión Soviética transformó de manera radical toda una región, desde el Báltico al Adriático, desde el corazón del continente europeo hasta la periferia del sur y el este. Sin embargo, en este libro me centraré en Europa central. Aunque haré referencia a Checoslovaquia, Rumanía, Bulgaria y Yugoslavia, centraré la atención en Hungría, Polonia y Alemania del Este. He elegido estos tres países no por sus similitudes, sino porque fueron sumamente distintos.

Fundamentalmente, tuvieron experiencias distintas de la guerra. Por supuesto, Alemania había sido el principal agresor y el mayor perdedor. Polonia había luchado con fuerza contra la ocupación alemana y fue uno de los países aliados, aunque no recibió ningún fruto de la victoria. Hungría había tenido un papel intermedio, pues experimentó con el autoritarismo, colaboró con Alemania, intentó cambiar de bando y por fin se dio cuenta de que era demasiado tarde. Estos tres países también habían vivido experiencias históricas muy diferentes. Alemania había sido la potencia política y económica de Europa central durante décadas. Polonia, si bien había sido en el siglo XVII un imperio continental, en el XVIII estuvo repartida entre tres imperios y en 1795 perdió su soberanía, que no volvería a recuperar hasta 1918. Mientras tanto, el poder y la influencia de Hungría habían alcanzado su momento más álgido a principios del siglo XX. Tras la Primera Guerra Mundial, Hungría perdió dos tercios de su territorio, una experiencia tan traumática que hoy en día sigue resonando en la política húngara.

En sentido estricto, ninguno de los tres países había sido democrático durante el período que precedió inmediatamente a la guerra. Sin embargo, todos habían experimentado liberalismo político, un gobierno constitucional y elecciones. Todos habían tenido mercados de valores, inversión extranjera, sociedades limitadas y leyes que protegían los derechos de la propiedad. Todos habían tenido instituciones civiles —iglesias, organizaciones de jóvenes, asociaciones comerciales— de cientos de años de antigüedad, así como una larga tradición de prensa y publicaciones. El primer periódico polaco apareció en 1661. Los alemanes habían producido una enorme variedad de medios de difusión que competían entre sí antes de que Hitler se alzara con el poder en 1933. Todos tuvieron estrechos vínculos económicos y culturales con Europa occidental, que en la década de 1930 eran mucho más fuertes que los que mantenían con Rusia. No había nada en su historia ni en su cultura que los destinara automáticamente a convertirse en dictaduras totalitarias. Alemania occidental, si bien desde el punto de vista cultural era idéntica a la del Este, se convirtió en una democracia liberal como también lo hizo Austria, que durante mucho tiempo había formado parte del Imperio de Habsburgo junto con Checoslovaquia y Hungría.

Al volver la vista atrás, a veces la historia parece inevitable, y en las décadas que siguieron a la imposición del comunismo algunos intentaron encontrar motivos a posteriori para explicar los regímenes comunistas de Europa del Este. Se decía que la parte oriental del continente era más pobre que la occidental (por supuesto, con la excepción de Alemania); se decía también que las naciones de la región estaban menos desarrolladas (aunque en comparación con Grecia, España y Portugal, Hungría y Polonia no lo estuvieran) o menos industrializadas (si bien el territorio checo estaba entre los más industrializados de Europa). Sin embargo, desde la perspectiva de 1945 nadie pudo prever que Hungría, con sus prolongados lazos con las tierras de habla alemana del oeste; Polonia, con su fiera tradición antibolchevique; o la Alemania oriental, con su pasado nazi, permanecerían bajo el control político soviético durante casi medio siglo.

Cuando cayeron bajo ese control político soviético, pocos fuera de la región entendieron lo que había sucedido y el porqué. Incluso hoy en día, mucha gente sigue viendo a Europa del Este únicamente a través del prisma de la guerra fría. Con algunas excepciones, los libros occidentales sobre la Europa del Este posterior a la guerra se han centrado en el conflicto Este-Oeste, en la división de Alemania («la cuestión alemana»), y en la creación de la OTAN y el Pacto de Varsovia[29]. La propia Hannah Arendt desestimó la historia de posguerra de la región como poco interesante: «Era como si los gobernantes rusos repitieran apresuradamente todos los estadios de la Revolución de octubre hasta la emergencia de una dictadura totalitaria; por consiguiente, la historia, si bien es sumamente terrible, carece de interés por sí sola y aporta muy pocas variaciones[30]».

Sin embargo, Arendt se equivocaba: «Los gobernantes rusos» no siguieron los enrevesados estadios de la Revolución de octubre en Europa del Este. Aplicaron solo aquellas técnicas que sabían que podían resultar exitosas y debilitaron únicamente aquellas instituciones que consideraban absolutamente necesario destruir. Es por ello que su historia está llena de interés: nos cuenta más cosas acerca del modo de pensar totalitario, de las prioridades soviéticas y del pensamiento soviético que cualquier estudio dedicado a la historia soviética. Y lo que es más importante, un estudio de la región nos descubre más sobre el modo en que reaccionan los seres humanos a la imposición del totalitarismo de lo que lo haría cualquier estudio sobre un país en particular.

En años más recientes, son muchos los especialistas que han empezado a reconocerlo. En las dos décadas transcurridas desde el hundimiento del comunismo y la apertura de archivos por toda Europa central, Alemania y Rusia, se ha dedicado a la región una extensa obra académica. En el mundo anglófono se han abordado particularmente bien las consecuencias físicas y humanas de la Segunda Guerra Mundial —sobre todo en las obras de Jan Gross, Timothy Snyder y Bradley Abrams—, así como la historia de la limpieza étnica en la región[31]. La política internacional de la región ha llegado a entenderse aún mejor. Institutos enteros se dedican ahora al estudio de los orígenes de la guerra fría y del conflicto Estados Unidos-Unión Soviética[32]. Al tratar estos asuntos, me he basado principalmente en fuentes secundarias.

Lo mismo puede decirse de la historia política de Europa del Este, que se ha explicado muy bien utilizando fondos documentales en lenguas regionales. No he intentado reproducir la obra de excelentes historiadores como Andrzej Paczkowski y Krystyna Kersten, cuyos escritos sobre la cúpula comunista y la policía secreta polaca siguen siendo los mejores; Norman Naimark, cuyo libro acerca de la ocupación soviética de Alemania del Este es la obra fundamental en inglés; Peter Kenez y László Borhi, quienes han explicado de manera magnífica las maquinaciones políticas en Hungría; Bradley Abrams, Mary Heimann y Karel Kaplan, que han descrito el período en Checoslovaquia[33]. De algunos asuntos más concretos se han ocupado excelentes artículos y libros enteros. Entre los mejores en inglés, incluiría el trabajo de John Connelly sobre la estalinización de las universidades de Europa del Este; el de Catherine Epstein y Marci Shore sobre los intelectuales comunistas y de izquierdas; el de Mária Schmidt sobre los juicios amañados; el de Martin Mevius sobre el simbolismo nacional en Hungría, y el de Mark Kramer acerca de la desestalinización y los sucesos de 1956[34].

Las historias generales de toda la región son mucho menos habituales, para empezar por las dificultades logísticas. No es fácil encontrar a un historiador que pueda leer en tres o cuatro lenguas, y mucho menos en nueve o diez. Las antologías son a menudo la respuesta y entre las más recientes hay por lo menos dos muy buenas: Stalinism Revisited: The Establishment of Communist Regimes in East-Central Europe and the Dynamic of the Soviet Bloc, publicado por Vladimir Tismaneau, y The Establishment of Communist Regimes in Eastern Europe, 1944-1949, publicado por Norman Naimark y Leonid Gibianski. Aunque ambos volúmenes contienen ensayos excelentes, las antologías no buscan necesariamente modelos ni establecen comparaciones. Y como eso es exactamente lo que yo quería hacer, conté con la ayuda de dos magníficos investigadores y traductores, ambos también escritores, mientras trabajaba en este libro: Regine Wosnitza en Berlín y Attila Mong en Budapest. Confié en mis conocimientos de ruso y polaco.

Aunque se han escrito muchas cosas sobre ese período, aún quedan numerosas historias por contar. Mientras me preparaba para escribir este libro, trabajé en antiguos archivos de la policía secreta —PN en Varsovia, ÁBTL en Hungría, BStU (archivos de la Stasi) en Berlín—, así como en archivos de ministerios gubernamentales, academias de arte alemanas, el instituto de cine de Hungría, la radio polaca y de Alemania del Este, por mencionar solo unos cuantos. También utilicé algunas colecciones nuevas, o relativamente nuevas, de documentos soviéticos sobre el período. Estas incluyen los dos volúmenes de Vostochnaia Yevropa v dokumentaj rosiskij arjivov, 1944-1953 (Europa del Este en los documentos de los archivos rusos, 1944-1953), los dos volúmenes de Sovetski faktor v vostochnoi yevrope, 1944-1953 (El factor soviético en Europa del Este, 1944-1953) y una serie de tres volúmenes sobre la política de ocupación soviética en Alemania del Este, todos ellos publicados en Moscú, con editores rusos, además de una serie de siete volúmenes sobre el mismo asunto publicada por el archivo estatal ruso[35]. Una comisión conjunta de historiadores polacos y ucranianos han reunido una impresionante serie de documentos sobre su historia mutua. Además, el Archivo Militar Polaco de Varsovia cuenta con una extensa colección de documentos copiados de los archivos rusos a principios de la década de 1990. La editorial Central European University Press también ha publicado dos excelentes colecciones de documentos sobre los levantamientos en Alemania en 1953 y en Hungría en 1956. Se ha publicado también una extensa variedad de documentos en polaco, húngaro y alemán.

Además de consultar archivos, realicé una serie de entrevistas en Polonia, Hungría y Alemania con el fin de hablar con personas que vivieron ese período y oírlas describir los acontecimientos y las emociones de la época con sus propias palabras. Soy muy consciente de que esa pudo ser mi última oportunidad para llevar a cabo un proyecto de este tipo, y mientras escribía este libro fallecieron varias de las personas a las que había entrevistado al principio. Les estoy sumamente agradecida, a ellas y a sus familias, por haberme permitido hacerles numerosas preguntas en ese momento de su vida.

Los objetivos de esta investigación fueron variados. En los documentos de la época busqué pruebas de la destrucción deliberada de la sociedad civil y de pequeños negocios. Investigué los fenómenos del realismo social y la educación comunista. Reuní toda la información que me fue posible acerca de la fundación y el desarrollo temprano de la policía secreta de la región. A través de lecturas y conversaciones, me propuse entender el modo en que la gente corriente aprendió a hacer frente a los nuevos regímenes, cómo colaboró, de manera voluntaria o no, cómo y por qué se adhirió al partido y a otras instituciones estatales, cómo resistió, de manera activa o pasiva, y cómo llegó a tomar decisiones espantosas que la mayoría de nosotros, hoy en día en Occidente, no tenemos que afrontar. Y por encima de todo, intenté llegar a entender el verdadero totalitarismo —no el totalitarismo en teoría, sino en la práctica— y el modo en que determinó la vida de millones de europeos durante el siglo XX.