18

Las revoluciones

Tras el alzamiento del 17 de junio

el secretario de la Unión de Escritores

mandó repartir panfletos en la avenida Stalin

en los que se leía que el pueblo

había perdido la confianza del gobierno

y que solo redoblando el trabajo

podría reconquistarla. ¿Pero no sería

más simple que el gobierno

disolviera al pueblo

y que eligiera a otro?

BERTOLT BRECHT, «La solución[1]»

El 6 de marzo de 1953, los europeos del Este, al igual que el resto del mundo, se despertaron con una noticia sorprendente: Stalin había muerto[2].

En toda la región, las radios emitieron música fúnebre. Las tiendas cerraron sus puertas. Se instó a los ciudadanos a colgar banderas en sus casas, y millones de personas vistieron voluntariamente de negro y se pusieron brazaletes en señal de luto. Los periódicos aparecieron con márgenes negros, en las oficinas se colocaron crespones negros en las fotografías de Stalin, y los escolares se turnaron para colocarse como guardias de honor frente a su retrato. Delegaciones de las fábricas y los ministerios acudieron en masa a las oficinas de los comandantes soviéticos en Alemania del Este, donde firmaron en los libros de condolencias en un silencio acongojado. En el pueblo de Heiligenstadt, las iglesias católicas tocaron las campanas y los sacerdotes rezaron un padrenuestro en su honor[3]. Enormes multitudes de dolientes llenaron la plaza Wenceslas en Praga, y decenas de miles se reunieron alrededor de la estatua de Stalin en Budapest. En Alexanderplatz, en Berlín Este, se guardó unos minutos de silencio[4].

En Moscú, los acólitos e imitadores de Stalin se reunieron en su funeral. Bolesław Bierut y Konstantin Rokosovski, Mátyás Rákosi y Klement Gottwald, Walter Ulbricht y Otto Grotewohl, todos ellos estuvieron allí. También Gheorghe Gheorghiu-Dej de Rumanía, Enver Hoxha de Albania, y Vulko Chervenkov de Bulgaria. Mao Tse-Tung y Zhou Enlai llegaron de China, Palmiro Togliatti de Italia, y Maurice Thorez de Francia[5]. Georgy Malenkov, Lavrenti Beria y Viacheslav Molótov leyeron oraciones fúnebres, aunque, como señaló un observador, ninguno de ellos «mostró la menor señal de dolor[6]». Sin embargo, las emociones debieron de estar a flor de piel. Gottwald sufrió un ataque cardíaco después del entierro y murió poco después.

Los cambios llegaron de inmediato. Antes de la muerte de Stalin, sus colegas ya habían llegado a la triste conclusión de que las cosas no iban bien en el Imperio soviético. Durante muchos meses, habían estado recibiendo frecuentes informes, detallados y sumamente preocupantes, de Europa del Este. El embajador soviético en Praga había descrito un «caos prácticamente absoluto» en la industria checa en diciembre de 1952, por ejemplo, además de un fuerte incremento de los precios y una brusca caída en el nivel de vida. Tras las muertes de Stalin y Gottwald, en toda Checoslovaquia volvieron a iniciarse las huelgas. En mayo, miles de trabajadores checoslovacos recorrieron tres kilómetros desde la fábrica Škoda hasta el ayuntamiento en Plzen, y ocuparon el edificio, quemaron banderas soviéticas y arrojaron bustos de Lenin, Stalin y Gottwald por la ventana; una protesta simbólica contra la defenestración de Jan Masaryk, el antiguo ministro de Asuntos Exteriores, un anticomunista que había sido arrojado por la ventana del castillo de Praga en 1948[7]. La huelga empezó a extenderse también entre los trabajadores de la industria tabacalera de Bulgaria, hasta entonces uno de los países más obedientes del bloque. El Politburó soviético lo encontró particularmente preocupante: si los hasta entonces leales trabajadores búlgaros se estaban inquietando, en el resto de la región la situación debía de ser de mayor inestabilidad[8].

Las noticias de Alemania del Este tampoco eran buenas. Pese al incremento de la seguridad en la frontera, pese a los controles policiales y el alambre de espino, el tráfico por la frontera interna de Alemania seguía creciendo. Más de 160 000 personas se habían trasladado de Alemania oriental a Alemania occidental en 1952, y otras 120 000 se habían marchado durante los primeros cuatro meses de 1953[9]. Un informe advirtió de «un malestar creciente entre la población [de Alemania del Este] que tiene su origen en las políticas de línea dura de la cúpula de la RDA[10]». El propio Beria redactó un análisis muy certero y de gran lucidez:

El creciente número de huidas al Oeste puede explicarse […] por la renuencia de grupos individuales de campesinos a formar parte de las cooperativas de producción agrícola que se están organizando, por el miedo que existe entre las pequeñas y medianas empresas a la abolición de la propiedad privada y la confiscación de sus pertenencias, por el deseo de algunos jóvenes de evitar prestar servicio en las fuerzas armadas de la RDA y por las severas dificultades que la RDA está experimentando con el suministro de comida y de bienes de consumo[11].

Aun con toda la evidencia frente a ellos, los líderes soviéticos no cuestionaron públicamente su ideología. Las ideas del marxismo seguían siendo las correctas, pero, concluyeron, los responsables habían fallado: habían sido demasiado severos, arbitrarios, incompetentes, y se habían precipitado en exceso. En particular, los jefes del partido de Alemania del Este habían fracasado. El 2 de junio, el Politburó soviético emplazó a Ulbricht, a Grotewohl y a Fred Oelssner, el jefe de ideología, en Moscú para comunicárselo. Durante tres días, el Politburó aleccionó a sus colegas alemanes. Les pidieron que abandonaran las celebraciones del cumpleaños de Ulbricht, que liberalizaran su programa económico y que pospusieran, de manera indefinida, el planeado anuncio de la transición inminente de Alemania del Este hacia «un socialismo pleno». Esa «línea política incorrecta» sería sustituida por un «nuevo curso». Naturalmente, los alemanes obedecieron. El 11 de junio, el Neues Deutschland publicó una declaración de la cúpula del partido en primera plana, en la que se disculpaba por los «graves errores» de años anteriores y anunciaba el fin de la colectivización e incluso la rehabilitación de las víctimas de juicios políticos.

Las conversaciones soviético-húngaras llegaron una semana después. En esa ocasión, el Politburó atacó a Rákosi, y también a Ernó Geró, Józef Révai y Mihály Farkas. Beria —quien había realizado personalmente interrogatorios brutales— lideró el ataque: Rákosi, dijo, había iniciado una insoportable «oleada de represión» contra la población, e incluso había dado instrucciones sobre a quién arrestar y golpear. Los colegas de Beria también acusaron al líder húngaro de «aventurismo económico». Conscientes del «descontento generalizado entre la población húngara», la escasez de recursos y las dificultades económicas, ordenaron a Rákosi que dimitiera como primer ministro, aunque le permitieron seguir como secretario general del partido comunista húngaro[12].

Fue sustituido por Imre Nagy, el poco conocido ministro de Agricultura. Nagy era también un «comunista de Moscú» que había vivido en la Unión Soviética antes de la guerra, donde, según el historiador Charles Gati, era probable que hubiera trabajado como informante de la policía secreta y mantenido vínculos informales con algunos miembros de la cúpula soviética. Pero desde siempre había defendido una transición más gradual hacia el comunismo y, lo más importante de todo, no era judío, lo que el Politburó soviético parecía considerar una ventaja enorme[13]. Empezó a trabajar en la planificación de un «nuevo curso» para Hungría, y unas semanas después lo presentó. En julio pronunció su primer discurso ante el Parlamento, con el que sorprendió a su partido y a su país. Nagy pidió el fin de la rápida industrialización, el fin de la colectivización y una actitud más relajada hacia la cultura y los medios de comunicación. «En el futuro —declararía poco después el Comité Central—, el objetivo principal de nuestra política económica será elevar constante y notablemente el nivel de vida de la población.» Nagy se mantuvo fiel al marxismo y describió todas sus políticas utilizando el lenguaje marxista —su larga, aburrida y casi ilegible defensa escrita del «nuevo curso» cita a Stalin y a Lenin con alarmante frecuencia—, pero en el contexto de la época sonaba fresco y diferente[14].

El Politburó soviético no había pretendido que Alemania del Este y Hungría introdujeran esos cambios por su cuenta: la liberalización debía instituirse en todo el bloque a fin de frenar la marea de protestas y descontento. Es posible que algunos imaginaran incluso que, con el tiempo, cambios similares se llevarían a cabo en la URSS, donde, durante unos pocos años —un período que en la URSS se conoció como «el deshielo»—, un cambio verdaderamente radical también parecía posible. Sin duda, en todas sus conversaciones con sus compañeros de Europa del Este en 1953, los líderes soviéticos dejaron claro que su crítica iba dirigida «no a un solo país, sino a todas las democracias populares[15]». Después de las conversaciones con Ulbricht y Rákosi, hablaron con el líder albanés Enver Hoxha. Para finales de julio se planearon más conversaciones y más diseños de nuevos cursos. El Politburó también tenía previsto invitar a los polacos, los checos y los búlgaros a Moscú, donde también recibirían la orden de cambiar de dirección y volverse populares, o arriesgarse a una catástrofe.

Sin embargo, la catástrofe llegó de todos modos, aunque adoptó una forma que nadie esperaba.

El día amaneció claro y soleado en Berlín el 17 de junio de 1953. Muchos berlineses salieron a disfrutar del sol con inquietud, pues no estaban seguros de lo que les depararía esa mañana. El día antes, Berlín Este había presenciado sus primeras huelgas masivas desde la guerra. Envalentonados por el anuncio del «nuevo curso», animados por la muerte de Stalin y frustrados por el hecho de que las nuevas políticas parecían no incluir unas cuotas de producción más bajas, los trabajadores de Berlín habían tomado las calles en señal de protesta. Lutz Rackow, un periodista de Alemania del Este, había bajado por Stalinallee el 16 de junio junto a varios miles de obreros de la construcción. Llevaban pancartas en las que se leía: «¡Berlineses, sumaos! ¡No queremos ser esclavos de nuestro trabajo!» Pocos se habían atrevido a hacerlo. Pero en cuanto llegó a Stalinallee el 17 de junio, Rackow se dio cuenta enseguida de que ese día las cosas serían distintas: «En esa ocasión la gente se sumó. Y no solo eso, sino que había trabajadores que habían llegado de lugares tan alejados como Henningsdorf, pese a que el transporte público se había detenido y a que tuvieron que caminar durante tres horas[16]».

Erich Loest, el novelista que había intentado enseñar a los obreros a escribir críticas de teatro, esa mañana había salido de Leipzig en dirección a la ciudad y vio a los huelguistas. Sin embargo, también vio los tanques y los camiones desplazándose hacia el norte desde sus bases cercanas a Schonefeld y Ahlsdorf. Se dirigían al centro de Berlín más o menos a la misma velocidad que su tren. En otro tren procedente de Leipzig —o puede que en el mismo—, la escritora Elfriede Brüning vio los mismos tanques. Viajaba con un colega, que leyó en alto el titular del periódico: «Tumulto en Bonn». Su amigo se rió e hizo una broma atrevida: «¡Y cómo es que el gobierno se ha enterado solo del tumulto en Bonn y no del alzamiento en Berlín![17]».

En el lado occidental de la ciudad, Egon Bahr, el por entonces editor en jefe de temas políticos en Berlín Oeste de la RIAS, estaba ansioso por descubrir lo que estaba sucediendo. Un par de días antes, una delegación de Berlín Este había ido a su oficina para pedirle que diera a conocer la huelga que estaban planeando. Él había accedido a emitir las peticiones de los huelguistas —querían cuotas de producción más bajas, que la comida fuera más barata y elecciones libres, entre otras cosas—, y así lo hizo hasta que el director estadounidense de la emisora, Gordon Ewing, irrumpió en su oficina y le ordenó que dejara de hacerlo: «¿Es que quieres empezar la Tercera Guerra Mundial?». Ewing dijo a Bahr que la responsabilidad estadounidense y las garantías de seguridad estadounidense terminaban en la frontera, y que sería mejor que lo dejara claro en sus transmisiones. Como Bahr recuerda: «Esa fue la única orden que recibí del gobierno estadounidense mientras estuve en RIAS[18]».

En la parte oriental de la ciudad, la mayor parte de los miembros del Politburó habían salido de su casa temprano y se dirigían a Karlshorst, donde podrían esconderse de la multitud. De hecho, terminaron pasando allí todo el día, en la oficina del embajador soviético, Vladímir Semionov. No se trató de una actividad voluntaria. En un momento determinado, Ulbricht pidió volver a su casa y Semionov respondió bruscamente: «¿Y si le pasa algo en su apartamento? A ustedes les da igual, pero piensen en lo que mis superiores me harán a mí[19]». Era muy evidente quién estaba al mando: a la hora del almuerzo, el Politburó se enteró de que las autoridades rusas habían proclamado unilateralmente la ley marcial en Alemania del Este. El «estado de emergencia» se prolongaría hasta finales de ese mes.

El Politburó no era el único que no sabía qué hacer ese 17 de junio. Después de ver el avance por Stalinallee, Rackow fue a su oficina. Sin embargo, ese día apenas trabajó. Los periodistas iban de un lado a otro, y el director se había encerrado en una oficina con el líder de la célula del partido, sin saber qué hacer ni qué línea seguir. Entretanto, Brüning y Loest se dirigían por separado a una reunión de la Asociación de Escritores programada hacía tiempo, en la que nadie fue capaz de hablar de otra cosa que no fuera de la huelga. El secretario general de la asociación llamó al Comité Central. A continuación hizo un anuncio: los escritores tendrían que salir a discutir la situación con los obreros. «¡Y no se dejen provocar![20]»

Loest salió junto con un colega. Como precaución, se guardaron las insignias del partido en el bolsillo. Brüning también se mezcló con la multitud. Igual que el periodista Klaus Polkehn, que había tomado el metro hasta el centro de la ciudad y quería descubrir lo que estaba sucediendo. A las diez, decenas de miles de personas avanzaban ya por Unter den Linden en dirección a la Casa de los Ministerios, la sede del gobierno de Alemania del Este, la parte exterior de la cual estaba adornada con Aufbau der Republik, el mural de Max Lingner.

Caminando junto a la gente, Loest se dio cuenta enseguida de que las cosas se estaban descontrolando. Multitud de jóvenes, «de los que buscaban pelea», dominaban la escena. «Yo me mantuve a un lado —recordó con sorpresa—. Estaban en huelga, los obreros estaban en huelga contra el Partido de los Obreros y los Campesinos, contra mí.» Vio un quiosco de periódicos en llamas. No se veía la Volkspolizei —la policía alemana— por ninguna parte. Eso fue deliberado: Ulbricht no confiaba en ella, y no llegó hasta más tarde. Pero había multitud de soldados rusos. Tenían los «rostros inmóviles —recordó Loest—, con las gorras caladas hasta los ojos, las armas entre las piernas. Los oficiales estaban de pie junto a ellos, sin moverse[21]».

Esos soldados eran solo la avanzada. La verdadera demostración de fuerza soviética llegó más tarde. Loest se encontraba en la esquina de Unter den Linden y Friedrichstraße cuando vio entrar a los tanques. Unos metros más allá, Karl-Heinz Arnold, también periodista, presenció la misma escena desde la ventana de un edificio en la esquina de Leipziger Straße y Wilhelmstraße. Desde lo alto, pudo ver a la multitud congregarse ante la Casa de los Ministerios: «La gente que había allí eran, sin duda, muchachos “de ocho peniques” de Berlín Oeste. Les dabas ocho peniques y les pedías que fueran a algún sitio a armar jaleo. No tenían nada que ver con los manifestantes de Stalinallee, esos eran nuestros obreros de la construcción[22]».

Hans-Walter Bendzko, un guardia de fronteras, se encontraba observando la misma multitud desde el otro lado de una barricada. Esa mañana, le habían encomendado un trabajo especial y lo habían enviado a la Casa de los Ministerios como guardia de seguridad. No sabía quiénes integraban la multitud, si obreros de la construcción o agitadores de Berlín Oeste. Solo sabía que no era una manifestación «normal», con pancartas y consignas, sino más bien «una masa oscura que se desplazaba de un lado a otro». «Pensé que querían asaltar el ministerio, temía que hubiera una pelea, pero no sabía lo que estaba pasando.» Cuando Bendzko oyó los tanques, sintió pánico y pensó: «Este es el momento en que intervendrán los americanos». Pero cuando se acercaron comprobó —con enorme alivio— que eran tanques T-34 soviéticos, con estrellas rojas. Arnold, mirando desde la ventana, también se sintió aliviado: «Fue como una liberación. Detuvo la presión». Dos de los tanques avanzaron lentamente entre la multitud reunida alrededor del edificio. La gente se hizo a un lado para dejarlos pasar. Uno de ellos se detuvo frente a la Casa de los Ministerios y, mientras Bendzko lo miraba, el comandante de las tropas soviéticas de Berlín salió de su interior.

Salió y cruzó nuestro cordón hacia la Casa de los Ministerios. Después salió, se subió al tanque y dijo algo que, por supuesto, nadie entendió. Tal vez anunció la ley marcial. A continuación, los tanques volvieron a ponerse en marcha en dirección a Potsdamer Platz. Y todo el mundo salió corriendo. Algunos fueron alcanzados y arrestados. […] Los agitadores empezaron a atacar los tanques. Uno de ellos sacó una viga larga de entre los escombros y la colocó debajo de la rueda del tanque para que las cadenas no se movieran[23].

Algunos tanques empezaron a disparar al llegar a Potsdamer Platz; otros ya habían empezado a hacerlo en Unter den Linden. Agentes de la Volkspolizei empezaron a abrir fuego con disimulo. La mayoría de la gente echó a correr y casi nadie opuso resistencia. ¿Con qué podían hacerlo? Algunas personas les arrojaron piedras, pero no había nada más. Se cree que unas cincuenta personas murieron ese día, pero la cifra nunca ha sido confirmada[24]. Otros cientos fueron arrestadas, de las cuales trece fueron condenadas y ejecutadas, acusadas de traición. No todas las víctimas fueron manifestantes: en Rathenow, un funcionario de la Stasi murió cuando un grupo enfurecido lo arrastró hasta el canal y no le dejó salir[25].

En el tumulto, Polkehn fue arrestado. Lo arrastraron hasta un tanque mientras él agitaba en vano su carnet de prensa, y lo llevaron a la sede de la Administración Soviética en Karlshorst. Pasó allí dos días, de donde salió sucio y hambriento, pero aliviado. La mayoría de los prisioneros con los que coincidió parecían estar allí por casualidad: se habían sumado a la manifestación por curiosidad, o tal vez por ingenua convicción. No todos eran de Berlín. De hecho, ese día hubo manifestaciones en todas las ciudades importantes y centros industriales, sobre todo en aquellos con una fuerte tradición comunista o socialdemócrata: Rostock, Cottbus, Magdeburgo, Dresde, Leipzig, Erfurt y Halle. En total, unas 500 000 personas en 373 pueblos y ciudades hicieron huelga en unas 600 empresas. Entre 1 y 1,5 millones de personas participaron en manifestaciones de algún tipo[26].

Nadie se sorprendió más de la extensión geográfica de la huelga que Bahr, quien había supuesto que las protestas se limitarían a Berlín. Pero fue consciente de su gran responsabilidad cuando oyó que algunos de los manifestantes de fuera de la capital habían reivindicado lo mismo, palabra por palabra, que él había pronunciado en la radio el día antes[27]. Resultó que los rusos habían estado en lo cierto en 1945: la radio era realmente el medio de comunicación más importante de su época, y el único capaz de llegar a una gran parte de la población. Pero la audiencia de RIAS resultó ser mucho más amplia que la audiencia de la radio estatal. «El 17 de junio demuestra cuánta gente escucha RIAS —manifestó airado un comunista de Alemania del Este en una reunión que se celebró semanas después—. Hemos dedicado muchos esfuerzos a la educación y a la formación, pero no se han asimilado[28]

En Berlín, la aparición de tanques soviéticos había puesto fin a las manifestaciones. Pero cuando Semionov envió su primer telegrama a Moscú a las dos de la tarde ya se habían causado importantes daños en la ciudad y por todo el país. Se habían destrozado las ventanas de las oficinas del gobierno y una librería que vendía libros rusos en el centro de Berlín ya había sido desvalijada. En la ciudad de Görlitz, en la frontera polaca, una multitud de 30 000 personas habían destruido la sede del partido comunista, las oficinas de la policía secreta y la cárcel. En Magdeburgo habían incendiado la sede del partido y la cárcel, y en fábricas cercanas a Halle los trabajadores habían aplastado a la policía[29]. También hubo rebeliones más sutiles. En una fábrica, los trabajadores organizaron un «concurso de silbidos» para ahogar la propaganda que emitía el sistema de altavoces[30].

Los alemanes del Este reaccionaron a esos acontecimientos de manera muy diversa. A los simpatizantes comunistas, como lo era Loest en esa época, les escandalizó la idea de que los obreros pudieran protestar contra el partido de los trabajadores. Günter Schabowski —cuyos comentarios fuera de contexto durante una conferencia de prensa llevaron a la apertura del muro de Berlín en 1989— recuerda que el 17 de junio «nos demostró el peligro que corría» la aparentemente «inquebrantable y firme creación de los comunistas[31]». Funcionarios como Arnold, en un intento de explicar la situación, optaron por culpar a los violentos de Berlín Oeste. Quienes se sentían inclinados a excusar al régimen, se mostraron de acuerdo con ellos. Aunque con el tiempo se volvió más ambivalente (y se preguntó, en el poema que constituye el epígrafe de este capítulo, si el gobierno no debería «disolver al pueblo» y elegir a otro), la primera reacción de Bertolt Brecht fue culpar a los «elementos fascistas organizados» de Occidente. En un artículo del Neues Deutschland publicado unos días después de los disturbios, Brecht, que en ese momento estaba viviendo en Berlín, elogió la intervención soviética: «Solo gracias a la rápida y efectiva intervención de las tropas soviéticas, esos intentos se vieron frustrados[32]».

Observadores más atentos, entre ellos Polkehn, sabían que muchas de las personas que participaron en la huelga eran trabajadores insatisfechos y transeúntes inocentes, aunque incluso Polkehn, décadas después, creyó también que de algún modo agitadores occidentales debieron de estar implicados. Era demasiado difícil y desmoralizante pensar de otro modo[33]. Rackow insistió en algo distinto: «No tiene ningún sentido que fuera un complot occidental, nadie creía eso. Ni siquiera quienes lo decían lo creían[34]».

A las autoridades soviéticas, con sus excelentes redes de informantes y multitud de espías, les sorprendieron menos las huelgas que a algunos de sus camaradas de Alemania del Este. Habían esperado manifestaciones el 17 de junio y habían sabido con antelación que tendrían que dar apoyo a la policía de Alemania del Este. Pero no habían esperado manifestaciones a semejante escala, con un apoyo tan evidentemente amplio y con unas intenciones tan claramente antisoviéticas. Un memorando enviado a Nikita Jruschov mencionó «las groserías», «los insultos vulgares» y «las violentas amenazas» dirigidos a los soldados y oficiales soviéticos, por no mencionar las piedras que les habían arrojado. «Las masas han retenido un odio hacia los oficiales soviéticos que ahora ha vuelto a inflamarse.» El memorando concluyó que: «Ese odio se mostró abiertamente durante las manifestaciones[35]».

Al principio, las autoridades soviéticas no culparon a Occidente de nada. En sus primeros informes, el embajador Semionov se refirió a huelguistas, obreros y manifestantes. Más adelante, su lenguaje cambió y empezó a hablar de agitadores, cabecillas y alborotadores. Al final, los informes soviéticos hicieron referencia a una «gran provocación internacional, preparada con antelación por las tres potencias occidentales y sus cómplices de los círculos del capital monopolista de Alemania occidental», aunque también concedieron que seguía habiendo «escasez de datos» para justificar esa tesis[36].

Para los diplomáticos y oficiales soviéticos en Alemania, la explicación de «una provocación» tal vez fuera una medida para guardar las apariencias, un modo de ocultar su incapacidad de prever o evitar los disturbios. Pero también cabe la posibilidad de que fuera la única explicación a la que encontraron sentido. Según su ideología, su educación y sus prejuicios, no se suponía que esa clase de cosas pudieran suceder. No solo era imposible que los obreros se alzaran contra el Estado obrero, sino que se suponía que los alemanes no debían oponerse a ninguna autoridad. El propio Stalin se había reído de la idea de que se produjeran protestas políticas en Alemania: «¿Revuelta? Pero si ni siquiera cruzan la calle a menos que el semáforo esté en verde[37]». Pero Stalin estaba muerto.

Los disturbios de Berlín Este tuvieron una víctima inmediata e inesperada. Nueve días después, el 26 de junio, Jruschov ingenió un espectacular golpe de Estado contra Beria. El jefe de la policía secreta soviética, a quien la maniobra lo cogió de improviso, fue arrestado por sus colegas, encarcelado y finalmente ejecutado. Los motivos de Jruschov fueron principalmente personales. Temía la influencia de Beria sobre la policía secreta y es probable que sospechara, sin duda correctamente, que Beria estaba en posesión de material comprometido de todos los líderes soviéticos. Pero en lugar de decirlo abiertamente, le pareció conveniente justificar su detención culpando a Beria de los disturbios del 17 de junio. Aunque ninguno de los miembros del Politburó soviético se había opuesto al «nuevo curso», y aunque todos ellos habían presionado a Ulbricht para que lo implementara, declararon, con su fariseísmo, que los disturbios eran una prueba evidente del «desviacionismo» peligroso de Beria, de sus instintos traidores, su arbitrariedad y su arrogancia.

Como todas las decisiones políticas del Politburó, el arresto de Beria tuvo repercusión en Europa del Este. Los partidarios de la línea dura en Alemania atacaron entonces a los «reformistas» —principalmente a Rudolf Herrnstadt, en ese momento el redactor jefe del Neues Deutschland, y a Wilhelm Zaisser, el jefe de la Stasi— por su supuesta afiliación con Beria. En Budapest, Rákosi también empezó a soltar insinuaciones sobre la falta de apoyos de Nagy en Moscú y sobre su propio regreso inminente al poder[38].

Sin embargo, aunque los comunistas alemanes mencionaran el nombre de Beria durante los encendidos debates internos que siguieron a los disturbios del 17 de junio, su supuesta influencia no era lo que importaba realmente. Al contrario, la discusión que se inició en Alemania en el verano de 1953 formaba parte de un debate mucho más amplio sobre la naturaleza del comunismo de Europa del Este. ¿Deberían los regímenes liberalizar, permitir más pluralismo, abrir el debate y restablecer la libertad económica? ¿O deberían mantener las políticas severas, punitivas y controladoras? ¿El liberalismo conllevaría el caos? ¿La represión provocaría una revolución?

En julio de 1953, ambos puntos de vista se discutieron en Berlín. En julio, durante un pleno encendido y tormentoso del Comité Central, Anton Ackermann, anteriormente oponente de Ulbricht, declaró que los enemigos del partido eran cada vez más fuertes, que los medios de comunicación deberían someterse a un control más estricto y que «solo deberían publicarse las cartas al director que se hayan revisado para comprobar que los datos son correctos[39]». Otro de los presentes se mostró de acuerdo y pidió al partido que «intensificara la lucha contra el formalismo, en favor del realismo socialista» y que «convenciera a las masas para que se apasionaran por el arte soviético[40]».

Sin embargo, los liberalizadores no se vieron derrotados por completo. En esa misma reunión, Zaisser recordó a sus camaradas que el «cambio de curso» se había diseñado, entre otras cosas, para evitar que la gente se marchara del país, y «el 17 de junio fue una señal aún más alarmante» del descontento generalizado. Johannes Becher, el antiguo director de la Kulturbund, también habló en favor de un control menos estricto sobre la cultura y los medios. Incluso en la URSS, dijo, sería «impensable que un museo dedicado a Goethe contuviera pósters [de la Juventud Libre Alemana]», como era el caso de uno en Alemania del Este[41].

A raíz de los disturbios de 1953 en Alemania, las disputas entre los neoestalinistas y los liberalizadores se intensificaron también en las otras capitales de Europa del Este. En Varsovia, la batalla entre Bierut y Władysław Gomułka por el poder personal hacía tiempo que se había convertido en una lucha entre el neoestalinismo por un lado, y una forma de comunismo más «polaco» y menos soviético por el otro. La causa de Gomułka recibió un impulso repentino en diciembre de 1953, cuando Józef Swiatło, un alto cargo de la policía secreta —el jefe del Departamento X, responsable de vigilar a los miembros del partido—, desertó de manera inesperada y se marchó a Occidente. Unos meses después, Swiatło empezó a emitir una extraordinaria serie de informes mediante el servicio polaco de Radio Free Europe, en los que se describía el estilo de vida privilegiado de la élite del partido, el papel de los asesores soviéticos y el arresto y el encarcelamiento de Gomułka con escabroso detalle. Millones de personas sintonizaron la emisora abiertamente, incluso en las oficinas gubernamentales. En su informe sobre las emisiones, el Ministerio de Seguridad advirtió con preocupación de que informantes que habían sido de confianza se estaban negando a colaborar y pedían saber si Swiatło revelaría sus nombres[42]. En diciembre, a Gomułka ya se le había levantado el arresto domiciliario[43].

En Budapest, el partido adoptó una actitud radicalmente distinta. Rákosi —aún el secretario general del partido comunista— utilizó los disturbios de Berlín como excusa para exigir una «vigilancia» renovada y empezar a preparar su regreso. Aprovechando la desorientación general de Moscú, consiguió dar la vuelta al «nuevo curso». En 1955 había convencido a la Unión Soviética para que destituyera a Nagy como primer ministro y lo sustituyera por un acólito más dócil, András Hegedüs, el antiguo líder de las juventudes. Nagy contraatacó con un ataque aún más ruidoso de las severas políticas de Rákosi[44]. Sin embargo, mientras esas discusiones se producían en las esferas más altas de la sociedad, otras cosas preocupaban en los niveles más bajos.

Si la primera muestra de descontento en Berlín llegó en forma de huelgas de la construcción, el principio del fin del estalinismo en Polonia adoptó la forma de una gran agrupación. En concreto, la del Quinto Festival de Jóvenes y Estudiantes por la Paz y la Amistad que se celebró en el verano de 1955.

Como su predecesor en Berlín, el festival de jóvenes de Varsovia estuvo diseñado como un enorme ejercicio de propaganda, un lugar de encuentro para los comunistas de Europa del Este y sus camaradas de Europa del Oeste, Asia, África y América del Sur. También como su predecesor en Berlín, se suponía que debía estar cuidadosamente planeado y orquestado. La propaganda previa y la entusiasta cobertura informativa atrajeron a cientos de miles de polacos que fueron a Varsovia para los cinco días del festival. Viajaron de todas partes del país para ver espectáculos de baile, de teatro y el resto de las instalaciones —un circo húngaro, un teatro de marionetas y una ópera que se representaron el primer día—, así como competiciones deportivas y debates sobre economía[45].

Sin embargo, desde el primer día el público no se mostró especialmente interesado en la política o la cultura, ni siquiera en el deporte. La verdadera atracción fueron los extranjeros. Por las calles de la capital paseaban por primera vez desde la guerra árabes con largas túnicas, africanos con su atuendo típico, chinos con chaquetas al estilo Mao, incluso italianos con camisas de rayas y jóvenes francesas con faldas floreadas. Maciej Rosalak, un niño en esa época, recordó la sorpresa que sintió:

La gente gris, triste y mal vestida que vivía entre las ruinas y los escombros de las calles fue sustituida de repente por lo que nos pareció una especie diferente. Los visitantes sonreían en lugar de escuchar las interferencias de Radio Free Europe como nuestros padres, y cantaban en lugar de susurrar. Los niños de Varsovia corrían entre ellos y coleccionaban autógrafos en cuadernos solo para ellos. Un italiano nos dibujó su país, que tenía forma de bota, con Sicilia y Cerdeña al lado; un chino nos dejó símbolos misteriosos; una hermosa africana nos escribió su exótico nombre y nos atusó el pelo…[46]

El contraste entre los polacos y los extranjeros —especialmente los de Europa del Oeste, que tenían una cultura similar, pero eran mucho más ricos y más abiertos— sorprendió a todo el mundo. El Trybuna Ludu, el periódico del partido, citó al trabajador de una fábrica que dijo que los vestidos de las jóvenes francesas eran «divertidos, alegres y de buen gusto […] ¿no podría la ropa polaca ser más bonita?[47]». El mismo periódico también observó el contraste entre los serios líderes de las juventudes polacas —«éramos tristes, pesimistas, increíblemente estirados, tensos»— y sus homólogos extranjeros, mucho más alegres. «Resultaba que era posible ser «progresista» y al mismo tiempo disfrutar de la vida, llevar ropa colorida, escuchar jazz, divertirse y enamorarse», escribió Jacek Kuron, que había sido uno de esos líderes serios de la época[48]. Muchos observaron que una de las cosas que más les sorprendió fue ver a jóvenes besándose en público.

Las implicaciones políticas de esa experiencia apolítica quedaron claras incluso en la época. Jacek Fedorowicz, cuyo grupo de cabaret Bim-Bom actuó en uno de los teatros durante el festival, recordó que «de repente todo se había vuelto vistoso, de una manera increíblemente no socialista[49]». Consideró que fue «un error de propaganda: sin previo aviso, habían dejado entrar a un grupo de extranjeros multicolor en la gris Varsovia». Una década de retórica antioccidental se reveló falsa: «Los jóvenes del mundo capitalista eran sanos y vestían bien, aunque a nosotros nos habían dicho que allí todos estaban mal…[50]».

La espontaneidad, la cualidad humana que los regímenes comunistas reprimieron más enérgicamente, floreció de repente. Para horror de los organizadores del festival, polacos, alemanes, húngaros, checos y otros ciudadanos del bloque comunista se relacionaron con entusiasmo entre sí, y con los visitantes más exóticos, no solo por la calles, sino también en apartamentos particulares de toda la ciudad. Idilios, amistades y borracheras se desataron de un modo descontrolado, sin vigilancia. Una reunión de estudiantes en la biblioteca de la Universidad de Varsovia se convirtió en una discusión cuando se descubrió que no todos los miembros de la delegación francesa eran comunistas. Para los jóvenes comunistas como Krzysztof Pomian, esa fue su primera experiencia de un debate público y abierto[51].

Muchas de las actividades planificadas oficialmente tampoco salieron del todo bien. En la antigua ciudad de Arsenal, jóvenes artistas polacos montaron un espectáculo dedicado, por supuesto, a «la paz». Sin embargo, lo que atrajo a los visitantes y la atención general no fue el tema, sino la extraordinaria variedad de lo que se expuso. Se mostraron muchos cuadros realizados con pintura pastosa y colores chillones. Las pinceladas eran evidentes. Las alegorías eran crípticas. Las imágenes eran distintas, inesperadas… abstractas y de vanguardia. Era el fin de una época. Después del espectáculo en Arsenal, el realismo socialista se desvanecería de las artes visuales de Polonia para siempre.

La espontaneidad en el arte llevó a la espontaneidad en el comportamiento. En ocasiones, las multitudes se volvieron desagradables. Cuando el sistema de sonido fallaba en un espectáculo, los disturbios y el enfado eran tan descomunales que los técnicos de sonido tenían que subirse a toda prisa a sus furgonetas y escapar del lugar[52]. La gente se quejó con fuerza de la escasez de comida, de la mala calidad de algunos espectáculos aburridos y de la propaganda que emitían los altavoces. «En Varsovia, la gente baila en nombre de algo o contra algo», declaró con solemnidad un escritor del partido en el resumen que hizo del festival, un sentimiento que a casi todos resultó molesto[53]. Hubo muchos espectáculos tediosos, desde envarados bailes tradicionales a valses serios, a los que solo asistieron cuatro gatos.

Y aun así, a veces la multitud también mostró una alegría espontánea. Hubo un momento en que el cabaret Bim-Bom tuvo que mantener una reunión oficial con una delegación suiza. Sin embargo, en lugar de intercambiar saludos formales, moderados por un traductor y presididos por un representante de la Unión de Jóvenes Polacos, alguien empezó a tocar jazz. Los jóvenes empezaron a bailar. Y en esa ocasión, los artistas del cabaret y sus nuevos amigos suizos no bailaron en favor ni en contra de nada. Bailaron solo para divertirse[54]. En ese momento —mientras bailaban enérgicamente al ritmo del jazz, sin prestar la más mínima atención a los molestos dirigentes, mientras cantaban las canciones y se evadían de cuanto los rodeaba—, el sueño totalitario pareció de repente muy lejano.

En el verano de 1955, los miembros de la Unión de Jóvenes Polacos empezaron a dejar de lado sus aburridas concentraciones para bailar con comunistas mexicanos y visitantes franceses. En otoño, sus homólogos húngaros también comenzaron a insuflar vida a sus pomposas reuniones de la Unión de la Juventud Trabajadora. Esa campaña se había iniciado a muy pequeña escala, cuando un grupo de jóvenes trabajadores del Museo Nacional húngaro decidieron organizar un grupo de debate literario y político. Pidieron a un amigo suyo, un poeta llamado István Lakatos, que los dirigiera. Lakatos abría los debates con una clase sobre la Ilustración húngara. Leía fragmentos de obras del poeta húngaro más importante de la Ilustración, György Bessenyei. En conclusión, animó al grupo a incorporar los valores de la Ilustración, aunque fuera con doscientos años de retraso, y fue entonces cuando decidieron crear una sociedad, «el Círculo Bessenyei».

Se trataba de una acción pequeña, elitista y casi esotérica, pero aun así se convirtió en motivo de preocupación para la Unión de la Juventud Trabajadora, para quienes cualquier grupo organizado de manera espontánea suponía una amenaza. Unos días antes, habrían prohibido un grupo dedicado a fomentar los valores de la Ilustración. Sin embargo, Stalin estaba muerto, y el airado debate sobre el «nuevo curso» de Nagy seguía encendido. Decidieron sustituir a los líderes del grupo y encauzar sus esfuerzos hacia temas más políticamente correctos y más contemporáneos. Con poco acierto, también decidieron bautizar al grupo con el nombre de Sándor Petófi, el joven poeta de la revolución de 1848 a quien consideraban más apropiado para una sociedad progresista que el «burgués» Bessenyei. Así nació el Círculo Petófi, un club de debate en el que sus discusiones supuestamente intelectuales se convirtieron en debates abiertos sobre la censura, el realismo socialista y la planificación central. Entre los primeros temas de discusión estuvieron la revuelta campesina de 1514 (un pretexto para debatir la política agrícola) y un análisis de la historiografía húngara (un pretexto para debatir la falsificación de la historia en los libros de texto comunistas[55]). La elección del nombre pronto se convirtió en «un arma de doble filo», como un escritor húngaro escribió: Petófi había sido un revolucionario que había luchado por la independencia de Hungría, y el grupo que llevaba su nombre pronto se sintió autorizado para convertirse también en revolucionario[56].

Otras instituciones del régimen habían estado experimentando cambios al mismo tiempo. En Szabad Nép, el hasta entonces fiable periódico del partido comunista, los periodistas habían empezado a inquietarse. En octubre de 1954, un grupo de ellos a los que enviaron a cubrir la vida en las fábricas del país regresaron con la intención de escribir sobre las estadísticas de producción falseadas, el nivel de vida cada vez más precario y los trabajadores a los que habían chantajeado para que compraran «bonos de paz». En un artículo publicado, declararon que «aunque la vida de los trabajadores ha cambiado y mejorado notablemente durante los últimos diez años, muchos de ellos aún experimentan graves problemas. Muchos siguen viviendo hacinados en apartamentos destartalados. ¡Muchos tienen que pensárselo dos veces antes de comprar unos zapatos a sus hijos o de ir alguna que otra vez al cine!». Al día siguiente, los periodistas recibieron la temida llamada del miembro del Politburó responsable del Szabad Nép: «¿Qué pretenden con ese artículo? ¿Creen que toleraremos esa agitación?». En lugar de echarse para atrás, los directores organizaron una reunión de personal de tres días de duración, en la que los periodistas se fueron levantando uno tras otro y pidieron dar información honesta, apoyaron las reformas de Nagy y atacaron a los altos mandos del partido, así como a sus propios directores. Varios de esos periodistas totalmente honestos perdieron su trabajo, entre ellos Miklós Gimes, el hijo de Lily Hajdú-Gimes, la psiquiatra freudiana que había ejercido en la clandestinidad. Sin embargo, sentaron un precedente[57].

Entretanto, la Asociación de Escritores húngaros —el grupo responsable de imponer la corrección política en la prosa y la poesía húngaras— también empezó a reexaminar sus opiniones anteriores, a discutir temas tabú y a recibir de nuevo a los miembros a los que habían apartado. En el otoño de 1955, ese grupo antes de línea dura se sintió lo bastante valiente para emitir una declaración de protesta contra el despido de los redactores partidarios de Nagy, en la que también pedían «autonomía» para su asociación y se oponían a «los métodos antidemocráticos que paralizan nuestra vida cultural[58]».

La mayoría de esos grupos nuevos o reformados recientemente, clubes y sociedades de debate pronto quedaron en las manos de jóvenes comunistas desilusionados y antiguos comunistas, casi todos veinteañeros o treintañeros. Esa era una generación que no debía ser en absoluto revolucionaria, o más bien contrarrevolucionaria. Con la edad suficiente para estar traumatizados por la guerra, y lo bastante jóvenes para haber estudiado en instituciones comunistas, muchos de ellos eran productos del «avance social» prometido por el sistema comunista y muchos habían gozado ya de ascensos rápidos y éxitos tempranos. Tamás Aczél, miembro activo en los debates de la Asociación de Escritores, había sido nombrado editor jefe de la editorial del partido a la edad de veintinueve años, y a los treinta y uno ya había recibido el Premio Stalin y el prestigioso Premio Kossuth por su trabajo. Tibor Meráy, otro activista de la Asociación de Escritores, había recibido también el Premio Kossuth a la edad de veintinueve años[59]. István Eörsi, miembro activo del Círculo Petófi, había visto su obra poética publicada también siendo muy joven.

Sin embargo, a muchos de esa generación les había afectado la destrucción de la sociedad civil, el terror y las purgas que habían terminado tan solo unos años antes. Todos ellos sabían lo que era verse obligado a actuar como «colaborador renuente». Tibor Déry, uno de los directores de la Asociación de Escritores, vio cómo sus obras de ficción, tan celebradas en el pasado, eran atacadas y dejaban de publicarse por no ser lo bastante correctas desde el punto de vista ideológico[60]. Gábor Tánczos, el líder del Círculo Petófi, había sido un joven idealista licenciado en la Universidad Györffy, una de las universidades populares de Hungría hasta su cierre brusco e inesperado en 1949. Otro licenciado de las universidades populares, Iván Vitányi —el crítico musical que se había hecho él mismo «un lavado de cerebro» después de ser expulsado del partido en 1948—, habló sobre música y arte tradicional en algunas de las primeras reuniones del Círculo Petófi[61]. Un informe describe los primeros encuentros del círculo como «reuniones» de activistas de Nékosz, la asociación de universidades populares, y Mefesz, la que durante un breve período de tiempo fue la liga de estudiantes universitarios pero se vio obligada a incorporarse a la Unión de la Juventud Trabajadora en 1950. En algunas de sus primeras reuniones incluso cantaban canciones todos juntos, como en los viejos tiempos[62].

En particular, esos jóvenes (o tirando a jóvenes) intelectuales estaban profundamente afectados por lo que ahora sabían que había sido el injusto arresto, encarcelamiento y tortura de sus colegas. En 1954, Nagy había empezado a reinsertar a presos políticos, que comenzaron a regresar poco a poco a Budapest de la cárcel, de Recsk y del exilio. Béla Kovács, el líder del Partido de los Pequeños Propietarios, regresó de la Unión Soviética junto a varios colegas en 1955[63]. A József Mindszenty lo soltaron de la cárcel y lo pusieron bajo arresto domiciliario en un castillo de las afueras de Budapest. Incluso Noel Field fue reinsertado ese año. Aczél y Meráy han descrito las intensas emociones que muchos escritores húngaros experimentaron cuando se encontraron con viejos amigos que habían estado en la cárcel, sufriendo, mientras ellos escribían ficción realista socialista y ganaban premios: «Se avergonzaban de lo que habían escrito y de lo que no habían escrito. Ahora miraban con disgusto los volúmenes que en el pasado habían acariciado con la mirada, los volúmenes que les habían valido el reconocimiento de premios Kossuth; y no tenían otro deseo que desescribirlos[64]».

Al mismo tiempo, muchos estaban deseando justificarse, compensar el daño que habían causado y retomar sus proyectos de izquierda. Pero eso sucedía en 1956, no en 1989, y no todo el mundo estaba convencido de que el comunismo estuviera condenado al fracaso. En palabras de Eörsi: «Querían recuperar, con su sentimiento de culpabilidad, también la credibilidad y la buena reputación científica del marxismo[65]». Muchos recurrieron a los textos originales del marxismo en busca de inspiración e instrucción, en Polonia así como en Hungría. Karol Modzelewski, un estudiante radical en esa época —formaba parte de un grupo de activistas que se hicieron con el control de la Unión de Jóvenes Polacos en la Universidad de Varsovia en 1956—, explica muy bien esa dinámica: «Habíamos aprendido que si un sistema político era malo, ¿qué debíamos hacer? Empezar una revolución. Y nos enseñaron, a lo largo de todos esos años, cómo iniciar una revolución. […] Los trabajadores eran quienes debían hacerla, con la ayuda de los intelectuales que llevan la conciencia revolucionaria a las clases obreras[66]».

Modzelewski y sus colegas pronto empezaron a crear agitación en fábricas polacas, con la esperanza de crear un sistema económico más equitativo, tal como Marx había aconsejado: «Era como un mito que cobrara vida[67]». Los intelectuales húngaros tuvieron la misma idea, y por las mismas razones. Como Eörsi escribió más adelante: «Esa es la trampa más común de todos los sistemas cuasi-revolucionarios: la gente empieza a tomarse en serio el verdadero mensaje de la ideología declarada oficialmente y a los héroes nacionalizados del sistema[68]».

Paradójicamente, los lazos entre los obreros y los intelectuales se vieron reforzados por su experiencia de maltrato bajo el comunismo. Esos dos grupos sociales habían sido el blanco principal de la propaganda comunista, y los más manipulados por ella en la década anterior, y como resultado, tenían un profundo sentimiento de separación y desafección. Los obreros húngaros estaban aún más enfadados que los estudiantes y los intelectuales húngaros. Mientras que los escritores y los periodistas se sentían culpables, los obreros se sentían traicionados. Se les había prometido el estatus más elevado posible en el «Estado obrero», y en lugar de eso tenían unas malas condiciones laborales y un salario bajo. En el período inmediatamente posterior a la guerra, habían dirigido su indignación hacia los directores de las fábricas estatales. Sin embargo, ahora se sentían más inclinados a culpar al propio Estado. Los mineros en la década de 1950 «criticaron el sistema y se quejaron de que, pese a la dificultad de su trabajo, su sueldo era bajo», mientras que los trabajadores de la industria en general se sentían explotados por «un gobierno que les chupaba la sangre[69]». Aunque el Szabad Nép había sido disuadido de informar con demasiado detalle acerca de la situación de las fábricas un año antes, la anteriormente moribunda Irodalmi Újság («Gaceta Literaria»), la revista de la Asociación de Escritores, recogía ahora ese tema con bastante frecuencia y publicaba entrevistas y cartas de los trabajadores como esta, escrita por un herrero:

Me han obligado muchas veces a aceptar la opinión de otros, aunque en ocasiones no estuviera de acuerdo con ella. Cuando esa opinión cambia, se me pide que la mía también cambie. Y eso me pone enfermo, más que si me hubieran golpeado. Yo también soy un hombre. Tengo una cabeza con la que pensar. Y no soy un niño. Soy un adulto, que entrega su alma, su corazón, su juventud y su energía a la construcción del socialismo. […] Lo hago de buen grado, pero quiero que se me considere un adulto que vive y que sabe pensar. Quiero poder expresar mis opiniones sin temer nada, y también quiero que me escuchen…[70]

Las reuniones del Círculo Petófi se convirtieron en un foro extraordinario para las interacciones entre los jóvenes intelectuales que habían recuperado la energía y los jóvenes obreros radicalizados. En el invierno de 1955, las principales fábricas de Budapest empezaron a enviar con regularidad delegaciones a las reuniones, y la demanda de entradas pronto excedió la oferta, por lo que el círculo se vio obligado a reunirse en locales más grandes. Las reuniones eran abiertas e informales, a veces incluso escandalosas, y trataban temas como la reforma industrial o económica, que interesaban a muchos. Aun así, podría haberse quedado en un foro para exponer críticas y quejas, de no haberse producido acontecimientos más importantes.

De manera inesperada, Jruschov, ahora el secretario general del partido comunista soviético, fue el hombre que empujó a los estudiantes, a los obreros y a los participantes del Círculo Petófi a ir mucho más lejos y mucho más rápido de lo que ellos habrían imaginado. El 24 de febrero de 1956, sin previo aviso, Jruschov se levantó frente al XX Congreso del Partido Comunista y denunció «el culto a la personalidad» que había rodeado a Stalin durante sus últimos tiempos:

Es inaceptable, y es extraño al espíritu del marxismo-leninismo, elevar a una persona, transformarla en un superhombre que posee atributos sobrenaturales, semejantes a los de un dios. Tal hombre lo sabe todo, lo ve todo, piensa por todos, puede hacerlo todo, su conducta es infalible. Tal creencia sobre un hombre, y específicamente sobre Stalin, fue cultivada entre nosotros durante muchos años[71].

Ese fue el famoso discurso «secreto» de Jruschov, aunque gracias en gran medida a los amigos de Europa del Este de la Unión Soviética no se mantuvo secreto durante mucho tiempo. Los oficiales polacos lo filtraron a la inteligencia israelí, que lo filtró a la CIA, que se lo hizo llegar al New York Times, que lo publicó en junio[72]. Sin embargo, aun antes de eso, los comunistas de Europa del Este ya buscaban atentamente pistas sobre las ideas de Jruschov. El líder soviético había alabado a Lenin, atacado a Stalin y lamentado los arrestos y los asesinatos de miembros del partido soviético y comandantes militares durante los años de las purgas en la década de 1930, pero su mea culpa no estaba completo. No había mencionado otros arrestos y otros crímenes, como la hambruna de Ucrania, de la que él fue en parte responsable. No había pedido reformas económicas o institucionales. Y, desde luego, no había pedido perdón por nada de lo que la Unión Soviética había hecho en Europa del Este, ni ofrecía claras propuestas de cambios.

No obstante, fue en Europa del Este donde se produjeron las reacciones más drásticas. El discurso mató, literalmente, a Bierut. El líder polaco fue a Moscú por el XX Congreso del Partido y —como Gottwald en el funeral de Stalin— murió allí de una apoplejía o de un ataque cardíaco, supuestamente por culpa de la impresión. En los niveles más bajos de la jerarquía, muchos miembros del partido antes leales se quedaron anonadados. «A la gente le costaba creérselo —recordó un polaco que era suboficial del ejército en ese momento—. Las revelaciones sobre el generalísimo Stalin, líder de medio mundo […] fue increíble[73]

Otros se sintieron con las energías renovadas, incluso radicalizados por su discurso. A finales de mayo, unos meses después del XX Congreso del Partido, el Círculo Petófi organizó un debate público titulado «El vigésimo congreso del partido soviético y los problemas de la economía política húngara». Muy rápidamente, ese debate se convirtió en una «evidente denuncia de la megalomanía de Rákosi, sus políticas de construcción industrial sin sentido, la industrialización forzada, el nuevo Plan Quinquenal propuesto y la falta de realismo de su política agrícola[74]». A principios de junio, György Lukács, el filósofo marxista más famoso de Hungría, elogió el «pensamiento independiente» y pidió «diálogo» entre teólogos y marxistas.

Dos semanas después, una figura medio olvidada del pasado reciente se puso en pie y realizó la denuncia más demoledora de todas. La noche del 27 de junio, Júlia Rajk, de cuarenta y cuatro años, cuando llevaba solo seis meses fuera de la cárcel, subió al estrado en una gran sala de reuniones de estilo neoclásico en el centro de Budapest. «Me presento ante ustedes —dijo a cientos de miembros del Círculo Petófi— profundamente conmovida tras cinco años de cárcel y humillaciones»:

Les diré que en lo relativo a las prisiones, las cárceles de Horthy eran mucho mejores, incluso para los comunistas, que las cárceles de Rákosi. No solo asesinaron a mi marido, sino que me quitaron a mi bebé. […] Esos criminales no solo han asesinado a László Rajk. Han pisoteado todo el sentimiento y la honestidad de este país. Los asesinos no deberían ser criticados, deberían ser castigados[75].

El público aplaudió, silbó, golpeó el suelo con los pies. Algunas noches después, el público del Círculo Petófi —que ahora llegaba ya a las 6000 personas, muchas de las cuales tenían que quedarse en la calle— se reunió para tratar la libertad de prensa. Terminaron el encuentro coreando «Imre, Imre, Imre, Imre», con lo que pidieron la destitución de Rákosi y el regreso de Imre Nagy.

Consiguieron la mitad de sus deseos. A mediados de julio, Anastás Mikoyán, uno de los confidentes más cercanos de Jruschov, realizó una visita de emergencia a Budapest. Una vez más, el Politburó había recibido de parte de Yuri Andropov, entonces el embajador soviético en Hungría (y secretario general del partido comunista treinta años después), informes perturbadores sobre la actividad enemiga en Hungría, de discusiones espontáneas y una juventud revolucionaria. Mikoyán fue enviado allí para solucionar el problema. En el coche, de camino desde el aeropuerto, dijo a Rákosi que «en tales circunstancias» debería dimitir argumentando mala salud. Rákosi obedeció y voló a Moscú para seguir «un tratamiento médico», de donde nunca regresó: pasó los últimos quince años de su vida en la Unión Soviética, la mayoría de ellos en el lejano Kirguizistán[76]. Sin embargo, Mikoyán no lo reemplazó con Nagy. En lugar de él, el Politburó eligió al fiel adlátere de Rákosi, el conservador, poco imaginativo y, a fin de cuentas, incompetente Geró[77].

Han transcurrido más de cincuenta años desde octubre de 1956. Desde entonces, los acontecimientos que tuvieron lugar ese mes han sido descritos muchas veces por muchos grandes escritores, y aquí no hay espacio para resumir toda su obra con detalle[78]. Bastará con decir que entre julio y octubre, Geró intentó desesperadamente aplacar a sus compatriotas. Rehabilitó a cincuenta líderes socialdemócratas a los que habían encarcelado. Se reconcilió con Tito. Redujo el tamaño del ejército húngaro.

Después de momentos de gran angustia, también permitió a Júlia Rajk que celebrara un funeral por su marido. El 6 de octubre —el aniversario de la ejecución de trece generales que habían dirigido la Revolución húngara en 1848—, Júlia y su hijo, László, permanecieron con solemnidad, vestidos de negro, junto al ataúd de su marido, esperando que Rajk fuera enterrado de nuevo en el cementerio de Kerepesi, junto a los héroes nacionales húngaros. Decenas de miles de dolientes asistieron a lo que sin duda fue un acontecimiento extraño. «Era un día frío de otoño, lluvioso y con viento —recordó uno de ellos—. Las llamas del gran candelabro de plata titilaban como en una enloquecida danza macabra. Las coronas se amontonaban a los pies del féretro.» Los oradores elogiaron a Rajk —también él un asesino, jefe de la policía secreta y responsable de miles de muertes y arrestos, así como de la destrucción de Kalot, los otros grupos de jóvenes y el resto de la sociedad civil— y criticaron a los asesinos de Rajk utilizando términos muy duros: «Fue asesinado por criminales sádicos que habían salido reptando al sol de su apestoso pantano del “culto a la personalidad[79]”». Jenó Széll, el oficial del partido que había dudado tanto sobre la actitud optimista del partido comunista ante las elecciones, recordó el funeral como «horrible»:

Empezó a llover; no cayó un aguacero, pero fue suficiente para dejarnos empapados. Y antes de eso, ¡esa enorme multitud de gente con gesto tan adusto! […] La gente fue llegando, los conocidos se miraron y se saludaron, pero no formaron los habituales grupos para cotillear […] Allí todo el mundo estaba pendiente de quién formaría la cúpula a partir de entonces[80].

Esa noche se produjeron algunas manifestaciones dispersas. Unos quinientos estudiantes se reunieron alrededor de la estatua del primer primer ministro constitucional de Hungría, que había sido ejecutado por los austríacos en 1849. Aunque esas concentraciones se disolvieron de manera pacífica, la ciudad seguía desconfiando: «Las solemnes formalidades del funeral le habían recordado a la gente, en lugar de hacérselo olvidar, que en esencia nada había cambiado[81]».

La importancia del funeral de Rajk no se entendió de inmediato en Budapest, y desde luego tampoco se entendió en Moscú. Al contrario, durante las primeras semanas de octubre la atención del Kremlin se centró con fuerza no en Hungría, sino en Polonia, que también estaba cayendo en la agitación política. En junio, 100 000 trabajadores habían hecho huelga en la ciudad de Poznan. Al igual que los alemanes del Este antes que ellos, habían empezado reclamando mejoras salariales y unas cuotas de producción menos rigurosas, pero enseguida comenzaron a pedir también «el fin de la dictadura» y «que se marcharan los rusos». El ejército polaco los dispersó con brutalidad: unos 400 tanques y 10 000 soldados dispararon a los huelguistas y mataron a varias decenas de personas, entre ellas un niño de trece años. Centenares resultaron heridas. Sin embargo, los polacos no culparon a sus compatriotas de la violencia. Al fin y al cabo, el despliegue de Poznan lo había supervisado el mariscal Rokosovski, un ciudadano soviético de origen polaco, y la orden de disparar la había pronunciado su segundo, también un ciudadano soviético. El jefe del estado mayor en ese momento era también un ciudadano soviético, al igual que otros setenta y seis altos cargos del ejército «polaco[82]». En el seno del partido comunista polaco, un grupo empezó a exigir la destitución definitiva de oficiales soviéticos. En octubre, el Partido Obrero Unificado Polaco tomó la decisión unilateral no solo de rehabilitar al líder de facto de ese grupo, Gomułka, sino de convertirlo en el secretario general del partido.

Alarmado, Jruschov llegó a Varsovia el 19 de octubre. La visita no estuvo planificada: fue allí con la única intención de evitar que Gomułka se hiciera con el poder. A fin de dejar clara su opinión, ordenó que las tropas soviéticas emplazadas en otros lugares de Polonia empezaran a avanzar hacia Varsovia de inmediato. Según varios informes, Gomułka respondió con sus propias amenazas. Se volvió «grosero», culpó a los oficiales soviéticos del ejército polaco de alimentar la indignación popular, y anunció que si volviera a ponerse al mando podría controlar fácilmente el país sin la interferencia soviética. Y lo más importante, ordenó a las tropas del Ministerio del Interior y a otros grupos armados leales a él, y no al ejército de predominio soviético, que ocupara posiciones estratégicas alrededor de Varsovia, donde estarían preparados para defenderlo a él y a su nuevo gobierno. Un enfrentamiento violento entre las tropas polacas leales a Gomułka y las tropas polacas leales a los comandantes soviéticos —estas últimas respaldadas por el Ejército Rojo— de repente pareció posible[83].

Jruschov cedió antes. «Ahora mismo, encontrar una razón para un conflicto armado [con Polonia] sería muy fácil —dijo a sus colegas el 24 de octubre, pero encontrar una forma de poner fin a un conflicto así más adelante sería muy complicado[84].» Decidió que la mejor política era la reconciliación, y finalmente accedió a retirar a Rokosovski, su segundo, y a otros oficiales soviéticos. A cambio, Gomułka prometió lealtad a Moscú en asuntos de política exterior y juró no retirarse del Pacto de Varsovia.

Jruschov podría haber exigido más. Sin embargo, volvía a estar distraído sobre la situación de Polonia por los acontecimientos que estaban sucediendo en Budapest, donde la noticia del regreso de Gomułka al poder dio a los húngaros esperanzas de rehabilitar a Nagy. El extraño funeral de Rajk había eliminado las barreras de miedo que pudieran quedar: parecía que el estalinismo se hubiera enterrado simbólicamente junto a su cadáver. Durante el mes de octubre, se habían formado círculos Petófi por todo el país. Las universidades y los institutos formaron sus propios órganos de gobierno democrático y clubes de debate. Los medios de comunicación informaron de esa actividad con satisfacción. Una emisora de radio entrevistó a los «parlamentarios» de un instituto, quienes dijeron que «les gustaría viajar y estudiar literatura occidental contemporánea». Opinaron también que el acceso a la universidad debería decidirse mediante exámenes, no por conexiones con el partido. Los hechos en Polonia también se narraron con entusiasmo. Cuando cientos de miles de personas llegaron a Varsovia para ovacionar a Gomułka, un periodista húngaro declaró que «la tendencia de la democratización cuenta con el apoyo pleno de las masas y, lo más importante, de la clase obrera[85]».

Inspirados por esas noticias, 5000 estudiantes abarrotaron una sala de la Universidad de Tecnología de Budapest el 22 de octubre y celebraron una votación para salir de la Unión de la Juventud Trabajadora y formar su propia organización. Desde las tres de la tarde hasta la medianoche estuvieron escribiendo un manifiesto, un documento fundamental que recibió el nombre de «los dieciséis puntos». Entre otras cosas, pedía la retirada de las tropas soviéticas de Hungría, elecciones libres, libertad de asociación, la reforma económica y que se restaurara el 15 de marzo, el aniversario de la revolución de 1848, como fiesta nacional[86]. Los estudiantes acordaron reunirse al día siguiente bajo la estatua del general József Bem, un comandante polaco que había luchado con los húngaros en 1848, y manifestarse allí para dar a conocer sus exigencias, y en apoyo de los obreros polacos.

Veinticuatro horas después, había por lo menos 25 000 personas en la plaza de Bem, y miles más en las calles adyacentes. Habían llegado hasta la estatua del general polaco procedentes de todas partes de la ciudad, algunas motivadas por la recitación de unos versos de Petófi que al parecer inspiraron la revolución de 1848:

Arriba, húngaros, la patria os llama.

Ha llegado la hora, ahora o nunca.

Ser esclavos o libres.

Esa es la pregunta.

Como en Poznan el mes de junio anterior, muchos gritaban «¡Rusos marchaos!». Como en Berlín tres años antes, la multitud desvalijó una librería rusa por el camino y le prendió fuego. Un grupo de personas se dirigió a la emisora de radio. Una vez allí sitiaron el edificio y exigieron: «¡Queremos que la radio pertenezca al pueblo!». Cuando la emisora empezó a emitir música insustancial, se estrellaron contra el edificio con un camión de la radio. Al anochecer, la multitud se había desplazado a la plaza del Héroe, donde cuatro años antes se había erigido una gigantesca estatua de bronce de Stalin. Después de varios intentos baldíos de derribar la estatua con cuerdas, apareció un grupo de obreros con maquinaria pesada —el departamento de transporte público de la ciudad les había prestado las grúas— y equipamiento para quemar metales. La golpearon mientras la multitud cantaba, y la estatua empezó a agitarse. Finalmente, justo a las 9.37 de la tarde, Stalin cayó[87].

La cúpula soviética reaccionó con consternación, incoherencia y confusión ante los sucesos de Budapest, igual que el régimen húngaro. Geró sintió pánico, llamó al embajador Andropov y suplicó que le enviaran tanques soviéticos. Jruschov le envió tanques y después ordenó su retirada. Al principio, Nagy intentó apaciguar a la multitud, les pidió que se marcharan a sus casas y que dejaran que los dirigentes del partido se ocuparan de la situación. Sin embargo, cuando Jruschov cambió de opinión y envió a tropas del Ejército Rojo que empezaron a inundar la frontera, Nagy cambió de estrategia y anunció la retirada de Hungría del Pacto de Varsovia, y pidió a las Naciones Unidas que defendieran la neutralidad de Hungría.

Las potencias occidentales estaban igualmente confusas. El servicio húngaro de Radio Free Europe, con base en Munich y una plantilla de exiliados furiosos, incitó a los revolucionarios. Sin embargo, pese a sus primeras peticiones de una «reducción» del comunismo y de la «liberación» de Europa del Este, al secretario de Estado estadounidense, John Foster Dulles, partidario de la línea dura, no se le ocurrió nada mejor que enviar un mensaje a los líderes soviéticos: «No consideramos a esos estados [Hungría y Polonia] como aliados militares en potencia[88]». En ese momento, la CIA tenía a un único agente en Hungría, y el hombre había perdido el contacto con la agencia después de la segunda invasión soviética[89].

Durante tan solo doce días de euforia y caos, casi todos los símbolos del régimen comunista fueron atacados. Se derribaron estatuas y se retiraron las estrellas rojas de los edificios. Los ciudadanos de Sztálinváros, a los que habían coaccionado para que bautizaran su ciudad con el nombre de Stalin, decidieron de manera espontánea cambiárselo de nuevo. Junto con unos 8000 presos políticos, Mindszenty fue liberado del castillo medieval en el que había estado encerrado en régimen de aislamiento. Jóvenes húngaros se hicieron con el control de la radio nacional y la llamaron Radio Free Kossuth, un nombre que recordaba a Radio Kossuth, la emisora a través de la cual los comunistas húngaros habían emitido propaganda de liberación durante la guerra. «Durante muchos años, nuestra radio ha sido un instrumento de mentiras. […] Mentía noche y día, mentía en todas las frecuencias —manifestaron—. Los que ahora estamos frente a los micrófonos somos hombres nuevos[90]

Por todo el país, los obreros más radicales adoptaron una idea de Yugoslavia y constituyeron «comités de trabajadores» que empezaron a tomar las fábricas y a expulsar a sus directores[91]. En lugar de luchar contra los revolucionarios, los soldados húngaros abandonaron el ejército en tropel, y empezaron a repartir armas entre sus compatriotas. Uno de los primeros altos mandos en desertar, el coronel Pál Maléter, fue nombrado enseguida el nuevo ministro de Defensa de Nagy. El jefe de la policía de Budapest, Sándor Kopácsi, también se cambió de bando y se sumó a la causa revolucionaria. En todo el país, las turbas lincharon a agentes de la policía secreta e irrumpieron en archivos de la policía secreta. Multitud de curiosos entraron también en la casa de Rákosi, y montaron en cólera cuando vieron los lujosos muebles y alfombras.

El período que siguió fue igualmente caótico y terriblemente cruel. El general Iván Serov —el hombre que había «pacificado» Varsovia y Berlín, y que desde entonces había ascendido hasta la cúpula del KGB— supervisó personalmente los arrestos de Maléter y Nagy. Al segundo, que había solicitado asilo en la embajada yugoslava, se le prometió un desplazamiento seguro hasta Belgrado, pero después fue traicionado. Ambos fueron finalmente ejecutados, no por orden de Jruschov, sino por la de János Kádár, el líder húngaro que gobernó el país durante las tres décadas siguientes. Miklós Gimes mantuvo la resistencia durante el mes de noviembre, como hicieron también muchos trabajadores de las fábricas, antes de que lo arrestaran y finalmente ejecutaran. Entre diciembre de 1956 y el verano de 1961, 341 personas fueron ahorcadas, 26 000 fueron juzgadas y 22 000 fueron condenadas a cinco años de prisión o más. Decenas de miles más perdieron sus casas o sus puestos de trabajo[92]. Aun así, las huelgas y las protestas continuaron por todo el país durante los meses de diciembre y enero, sobre todo en las fábricas. Mindszenty buscó refugio en la embajada estadounidense, donde permaneció durante quince años. Unos 200 000 húngaros cruzaron la frontera y se convirtieron en refugiados. György Faludy, el poeta que había estado encarcelado en Recsk, fue uno de ellos: «Tenía mujer y un hijo pequeño. Temía que si me quedaba terminaría cediendo, adhiriéndome al partido comunista para sobrevivir y proteger a mi familia[93]».

En todo el resto de Europa del Este y en todo el mundo, la Revolución húngara contribuyó a modificar la percepción internacional de la Unión Soviética para siempre, sobre todo en los partidos comunistas occidentales. Después de 1956, el partido comunista francés se escindió, el partido comunista italiano se apartó de Moscú, y el partido comunista británico perdió a dos terceras partes de sus miembros. Incluso Jean-Paul Sartre atacó a la URSS en noviembre de 1956, aunque durante mucho tiempo siguiera sintiendo debilidad por el marxismo[94].

La excelente información que salió de Hungría en 1956 ayudó a crear esa reacción: algunos de los mejores periodistas de su generación se encontraban en Budapest durante la revolución, junto a, posiblemente, algunos de los mejores fotógrafos de guerra de todos los tiempos. Sin embargo, las angustiosas imágenes cobraron aún más fuerza por el hecho de que eran totalmente inesperadas. Hasta que sucedió, pocos analistas —ni siquiera los analistas más enérgicamente antisoviéticos— habían creído que la revolución fuera posible dentro del bloque soviético. Con unas pocas excepciones, tanto los comunistas como los anticomunistas habían dado por sentado que los métodos de adoctrinamiento soviéticos eran invencibles, que la mayor parte de la gente se creía la propaganda sin cuestionarla, que el sistema educativo totalitario conseguiría eliminar el disentimiento, que las instituciones civiles, una vez destruidas, no podían reconstruirse, que la historia, una vez reescrita, no sería olvidada. En enero de 1956, una estimación de la Agencia Nacional de Información de Estados Unidos preveía que, con el tiempo, la disidencia en Europa del Este se vería aplastada «por el incremento gradual del número de jóvenes adoctrinados en el comunismo[95]». En un epílogo posterior a Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt escribió que la Revolución húngara «fue totalmente inesperada y cogió a todo el mundo por sorpresa». Al igual que la CIA, el KGB, Jruschov y Dulles, Arendt había llegado al convencimiento de que los regímenes totalitarios, una vez que han logrado introducirse en el alma de una nación, son prácticamente invencibles.

Todos se equivocaron. Los seres humanos no adquieren «personalidades totalitarias» con tanta facilidad. Incluso cuando parecen fascinados por el culto del líder o del partido, las apariencias pueden resultar engañosas. E incluso cuando parece que coinciden en todo con la propaganda más absurda —y aunque participen en desfiles, coreen consignas, canten que el partido siempre tiene la razón—, el hechizo puede romperse de repente, de manera inesperada y radical.