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Los colaboradores renuentes

Nos lo ha dado todo.

Sol y viento, siempre generoso

allí donde estuviera, había vida.

Lo que somos, lo somos por él.

Nunca nos ha abandonado.

Aun cuando el mundo pasaba frío, nosotros sentíamos calor. […]

El partido, el partido, ¡siempre tiene la razón!

Y, camaradas, así será siempre,

porque quien lucha por la justicia,

siempre tiene la razón. […]

Quien defiende a la humanidad,

siempre tiene la razón. […]

Así, con espíritu leninista,

crece lo que Stalin unió,

el partido, el partido, el partido

«La canción del partido», 1949

Esto es lo que cuesta explicar a la gente: esa canción —«el partido, el partido siempre tiene la razón»—, creíamos que era la verdad, y por lo tanto así nos comportábamos.

HERTA KUHRIG, BERLÍN, 2006[1]

Al oído moderno, o tal vez sería más adecuado hablar del oído posmoderno, la letra de «La canción del partido» («Das Lied der Partei»), citada arriba, no suena precisamente emotiva. Al contrario, parece absurda, y después de que Alemania del Este dejara de existir ha sido ridiculizada, parodiada e incluso cantada por el ratón Mickey en un vídeo de YouTube[2]. Sin una ideología intacta que las apoyara, las palabras del coro —«¡el partido, el partido, siempre tiene la razón!»— suenan no solo desfasadas, sino ridículas. Es difícil imaginar que alguien pudiera cantarlas con gesto serio.

Sin embargo, quienes cantaban esa canción en la Alemania del Este estalinista no reían, y sin duda la letra se había compuesto muy en serio. Su autor fue un comunista checo-alemán llamado Louis Fürnberg, que había huido a Palestina durante la guerra y había regresado a Praga en 1946. Como judío y antiguo exiliado, en 1949 se había convertido en un sujeto sospechoso en Checoslovaquia, y por lo tanto fue excluido del congreso del partido de ese año. Apenado, o tal vez con la esperanza de cambiar su situación, compuso «El partido siempre tiene la razón». Y después tuvo suerte. En lugar de ir a la cárcel junto con Slánský, lo enviaron a Alemania del Este en calidad de diplomático. Su canción se interpretó en el congreso del partido de Berlín en 1950, donde causó gran admiración. Finalmente fue adoptaba como el himno del partido alemán. Después de eso, «La canción del partido» se interpretó con frecuencia, en acontecimientos oficiales y reuniones del partido, hasta bien entrada la década de 1980, siempre con evidente entusiasmo[3].

¿Por qué? Había quienes cantaban porque tenían miedo de no hacerlo. Pero algunos otros simplemente no prestaban atención a la letra o no les interesaba. En realidad, muchos de los que aplaudían después de los discursos de los líderes, o que repetían consignas durante las concentraciones, o que asistían a desfiles del Primero de Mayo, lo hacían con una extraña ambivalencia. Millones de personas no creían necesariamente en los eslóganes que leían en los periódicos, pero tampoco se sentían impulsados a denunciar a quienes los escribían. No creían necesariamente que Stalin fuera un líder infalible, pero no rompían sus retratos. No creían necesariamente que «el partido, el partido, el partido siempre tiene la razón», pero no dejaban de cantar la canción.

No hay una explicación sencilla de por qué no se resistieron más abiertamente, aunque hoy algunos puedan creer que la hay. El logro realmente extraordinario del comunismo soviético —tal como se concibió en la década de 1920, se perfeccionó en la de 1930 y se extendió por Europa del Este después de 1945— fue la capacidad del sistema para lograr que tanta gente apolítica de tantos países se sometiera sin oponer demasiada resistencia. La devastación de la guerra, el agotamiento de sus víctimas, el terror cuidadosamente dirigido y la limpieza étnica —todos los elementos de la sovietización descritos con anterioridad en este libro— forman parte de la explicación. Tanto el recuerdo de la violencia reciente como la amenaza de la violencia futura se cernían de manera constante sobre la población. Si una sola persona de un grupo de veinte era arrestada, eso bastaba para mantener a las otras diecinueve asustadas. La red de informantes de la policía secreta era omnipresente, y aun cuando no lo era, la gente creía que podía serlo. La inevitable y repetitiva propaganda en las escuelas, en los medios de comunicación, en las calles, y en toda clase de reuniones y acontecimientos «apolíticos» hizo que las consignas parecieran forzosas y el sistema, inevitable. ¿Qué sentido tenía oponerse?

Además, las autoridades utilizaban a menudo un lenguaje muy atractivo. La reconstrucción, si bien habría avanzado de un modo más rápido y efectivo en el contexto de un sistema político distinto, sin duda se estaba produciendo. Aunque a menudo fueron demasiado ambiciosas, las autoridades comunistas declararon la guerra a la ignorancia y al analfabetismo, se alinearon con las fuerzas de la ciencia y el progreso técnico y atrajeron a quienes creían que la sociedad podría ser reconstruida tras una guerra tan terrible. Jerzy Morawski, miembro del Politburó durante los años cincuenta, recordó con nostalgia que «al principio me quedé muy impresionado con el entusiasmo. Pensé que crearíamos una nueva Polonia, distinta a la Polonia de antes de la guerra […] que cuidaríamos de todos aquellos que en el pasado habían sido maltratados[4]». Otro polaco, en la época un oficial subalterno, recordó que «el trabajo esperaba a la gente, y no al revés, se estaba reconstruyendo Polonia, se estaba reconstruyendo la industria, todo el mundo podía estudiar. Se construían nuevas escuelas, institutos, y todo era gratuito[5]».

Entretanto, la destrucción sistemática de fuentes alternativas de autoridad y de sociedad civil, también descrita en los capítulos anteriores, implicó que quienes cuestionaban el sistema y sus valores se sintieran solos y aislados. El escritor satírico Jacek Fedorowicz creció en una familia que albergaba serias dudas sobre el régimen, pero él no sabía lo que sus compañeros de clase opinaban sobre el régimen, y jamás se lo preguntó: «El terror era tal que nadie hablaba de ello[6]».

Los comunistas también contaron con una claque de seguidores influyentes en Occidente, entre ellos lumbreras e intelectuales como Jean-Paul Sartre y Pablo Picasso, quienes proporcionaron un lustre de legitimidad a la ideología comunista y consiguieron que muchos europeos del Este sintieran que no eran solo sujetos comunistas, sino parte de una vanguardia continental. Al fin y al cabo, gran parte de Europa occidental estaba virando hacia la izquierda, así que ¿por qué no iba a hacerlo también Europa oriental? El propio Picasso visitó Polonia en 1948 para asistir al Congreso Mundial de Intelectuales en favor de la Paz. Aunque apagó los auriculares y se negó a escuchar la traducción cuando los invitados soviéticos empezaron a insultar el existencialismo y a T. S. Eliot, pareció estar de acuerdo con todo lo demás[7]. Se quedó allí dos semanas, donó algunas piezas de cerámica pintadas a mano al Museo Nacional y dibujó una sirena, el símbolo de Varsovia, en la pared de uno de los nuevos «apartamentos para los trabajadores» de estilo realista socialista del centro de Varsovia. Lamentablemente, los trabajadores se sintieron molestos por la cantidad de gente que iba a ver el dibujo y terminaron pintando la pared[8].

También hubo descarados sobornos de toda clase, desde los trabajos bien remunerados y casas exclusivas para los artistas y escritores famosos al incremento de sueldo que se ofreció a los técnicos y científicos alemanes que aceptaron quedarse en el Este. A un nivel más bajo de la escala, los empleados estatales a menudo recibían comida a un precio muy bajo, o gratuitamente, mejores viviendas y cupones de racionamiento. En las esferas más altas, los privilegios podían ser muy elaborados, sobre todo teniendo en cuenta el nivel de vida de la época. En 1946, el secretario del partido de la ciudad húngara de Csákberény organizó una cena de gala en la casa de campo que había confiscado a la alta burguesía. Un invitado recuerda bien esa velada:

La casa estaba iluminada, decorada con antorchas. A la derecha de la entrada, el club de caza hacía guardia vestido de uniforme, a la izquierda estaban los líderes de las juventudes del partido con las camisas azules y los pañuelos rojos […] [fuera] varias limusinas de Estados Unidos aparcadas entre dos jeeps militares soviéticos, varias motocicletas y algunos coches de caballos. También había un coche de la policía. […] Dentro, sobre la larga mesa, había un cerdo asado, caviar y pavo, y también un jabalí, un faisán y un ganso de corral. Un fuerte vino de Merano procedente de los viñedos requisados se sirvió en vasos de cristal de botellas de cristal…[9]

En Budapest y Berlín, los líderes del partido pudieron elegir las propiedades que la burguesía había tenido que abandonar. En Varsovia, la élite del partido solía pasar su tiempo libre fuera de la ciudad, en el barrio de Konstancin, donde disponían de sus propios comedores y sala de cine, y donde estaban protegidos por guardias armados que obedecían órdenes soviéticas. Según Józef Swiatło, el agente de la policía secreta que desertó en 1953, el jardín que rodeaba la casa de Bolesław Bierut estaba «plagado de hombres con traje oscuro y maletín, o con las manos en los bolsillos» cuando Bierut y su mujer residían allí. «Están por si “las masas” deciden ir a saludarlo, Dios no lo quiera.» Tal descripción puede parecer un poco exagerada, pero concuerda con el recuerdo que Joel Agee tiene de los años de su infancia que pasó en la casa de su padrastro, un escritor de Alemania del Este que también vivió en un lugar fuertemente vigilado en las afueras de Berlín. La casa de Wilhelm Pieck estaba cerca, como Agee recordó: «Frente a ella había siempre muchas limusinas negras, y coches blindados y jeeps. Una valla de alambre de espino rodeaba el lugar, patrullado por guardias. Se percibía fácilmente que era mejor no acercarse demasiado[10]».

Los empleados de la policía secreta podían ofrecer también otros servicios. Todos los cocineros, camareros y señoras de la limpieza de Bierut eran empleados del Ministerio de Seguridad, según Swiatło, y el presupuesto del ministerio pagaba sus sueldos. Otros dignatarios disponían de una plantilla de empleados igualmente numerosa y de residencias igualmente grandes. Stanisław Radkiewicz, el jefe de la policía de seguridad, tenía un apartamento en Varsovia, una casa de campo en Konstancin y cuatro coches con cuatro chóferes que lo llevaban de un lado a otro. Pero incluso a un nivel inferior, los viceministros y altos cargos de la policía de seguridad como Swiatło «teníamos apartamentos gratuitos con servicio, y coches a nuestra disposición», además de ropa, zapatos, mantas, ropa de cama, e incluso calcetines, guantes y maletines, todo gratuito[11].

También había recompensas económicas para la gente dispuesta a colaborar en secreto con el régimen, en particular si aceptaba cambiar de bando. Una de las primeras operaciones de espionaje más exitosas de la Stasi, Aktion Pfeil, fue posible porque un simple mensajero del Servicio de Inteligencia de Alemania Federal (el Bundesnachrichtendienst, o BND) fue captado con suma facilidad. El mensajero, Hans-Joachim Geyer, era un antiguo miembro del partido nazi y llevaba tan solo unas pocas semanas trabajando para el BND cuando lo detuvieron. Durante el interrogatorio se declaró culpable, pero dijo que «creía que podría ser de ayuda…».

La Stasi lo puso en nómina de inmediato: su primer pago se efectuó el 12 de diciembre de 1952. Geyer siguió viajando a Berlín Oeste para reunirse con sus contactos. Cada vez que informaba a la Stasi les presentaba sus recibos, algunos de los cuales se guardaron cuidadosamente en los archivos de la Stasi y allí siguen aún hoy. Entre ellos se encuentran la factura de una óptica, seis entradas de circo, y recibos de libros, equipo deportivo y artículos de cuero. La lista de Navidad de Geyer (supuestamente regalos para su familia) incluía galletas de chocolate, coco, un par de calcetines para niño, mazapán, albaricoques, un traje nuevo y pañuelos.

Al parecer, el hombre lo valía. Gracias a Geyer, escribió un agente, la Stasi había logrado «arrestar a 108 espías del BND en Alemania del Este» y obtener cientos de documentos originales. Aunque, finalmente, en el otoño de 1953 lo hicieron regresar después de que fuera descubierto, recibió numerosas medallas del Estado de Alemania del Este, e incluso después de su muerte, la RDA siguió pagando una cuantiosa pensión a su viuda[12]. La Stasi pagó la educación de sus hijos, y también su matrícula en la facultad de medicina. Ambos fueron médicos.

De manera consciente o inconsciente, el expediente de antecedentes de la Stasi sobre Geyer revela muchos datos de la personalidad de alguien a quien podía sobornarse para conseguir su colaboración. Geyer, escribieron los supervisores de su caso, «quiere complacer a todo el mundo». Además, «vive entregado a su mujer y a sus hijos y a la propiedad en la que vive. No bebe en exceso. No se ha descubierto nada inmoral sobre él». Era un hombre «políticamente indiferente», pero «fácilmente influenciable», y se sugirió que los instructores lo formaran en «pensamiento lógico y el método dialéctico». Al parecer, también acató eso.

A unos pocos elegidos, el sistema comunista también ofreció extraordinarios ascensos —el «avance social» descrito en el capítulo 13— y excelentes oportunidades para quienes seguían sus directrices. El nuevo sistema educativo y la nueva ideología en los lugares de trabajo también generaron fracasados —profesores e intelectuales con una sensibilidad de antes de la guerra, trabajadores especializados de más edad, jóvenes que no pudieron o no quisieron acatar las normas—, pero también produjo muchos triunfadores. Entre ellos estaban los nuevos profesores y trabajadores que reemplazaron a los anteriores, nuevos escritores que sustituyeron a los anteriores, y nuevos políticos que también ocuparon el lugar de sus antecesores. Jacek Kuron, en la época un activista de la Unión de Jóvenes Polacos (y más adelante un famoso disidente), observó los resultados de la política de «avance social» en su barrio de Varsovia durante la década de 1950:

En el comité de dirección del grupo de la Unión de Jóvenes Polacos de la zona se veía a simple vista. ¿Quién llegaba allí? Muchos jóvenes procedentes de las casas más pobres de Marymont, de los barrios marginales de antes de la guerra, de las chozas construidas con ladrillos que se habían rescatado de los escombros, así como de las antiguas casas de oficiales en Zoliborz, que se habían convertido en residencias de los desempleados y ahora también eran viviendas insalubres. En realidad, la gente que llegaba había formado parte, hasta hacía poco, del escalafón más bajo de la sociedad. Y todos conocían a alguien en el poder. Un tío, un cuñado, un amigo que en el pasado había frecuentado el barrio y ahora trabajaba en el Departamento de Seguridad, el ejército, la milicia, el comité regional o nacional del partido. […] Era muy significativo que esos jóvenes sentían que mandaban. Y durante un período de tiempo, sobre todo en el barrio, lo hicieron[13].

El régimen comunista pedía muy poco a cambio de esa recién adquirida sensación de control y poder: tan solo pedía a sus beneficiarios que hicieran la vista gorda de vez en cuando ante las posibles contradicciones entre la propaganda y la realidad. A algunos les pareció un precio muy bajo que pagar a cambio de un rápido progreso social.

Aun así, la mayoría de la gente sometida a los regímenes comunistas no sucumbió a los abundantes sobornos, las furiosas amenazas ni a las elaboradas recompensas. La mayoría de esas personas no querían ser jefes de partido ni disidentes ofendidos. Querían seguir con sus vidas, reconstruir sus países, educar a sus hijos, alimentar a sus familias y mantenerse alejadas de quienes ocupaban el poder. Sin embargo, la cultura de la Europa del Este durante la fase final del estalinismo hizo imposible optar por una neutralidad silenciosa. Nadie podía ser apolítico: el sistema exigía que todos los ciudadanos alabaran constantemente sus virtudes, aunque fuera con renuencia. Y así, la inmensa mayoría de los europeos del Este no hicieron un pacto con el diablo ni le vendieron sus almas para convertirse en informantes, pero sí sucumbieron a una presión económica y psicológica diaria, constante y generalizada. El sistema estalinista sobresalió en la creación de numerosos grupos de personas contrarias al régimen que sabían que la propaganda era falsa, pero que aun así se sintieron obligadas por las circunstancias a acatarlo. A falta de una expresión mejor, los llamaré colaboradores «resistentes» o «renuentes».

Wolfgang Lehmann, por ejemplo, tras regresar de un campo de trabajos forzados en Siberia quiso conseguir trabajo en la construcción en Alemania del Este. Con sus antecedentes, sin embargo, no lo aceptaban en ningún sitio. El ingeniero jefe le recomendó que se inscribiera en la Sociedad de Amistad Germano-Soviética. Así lo hizo. Además, consiguió que un amigo ruso escribiera una carta en la que certificaba que Lehmann había sido un buen amigo de la URSS mientras estuvo en el Gulag. Consiguió el trabajo[14]. Michał Bauer, un soldado del Ejército Nacional que también había estado en el Gulag, encontró trabajo en una compañía estatal unos años después. Todos los días, los trabajadores tenían que reunirse para escuchar la lectura de los periódicos de la mañana. En ocasiones tuvo que presidir las sesiones, aunque él nunca había mostrado ninguna simpatía por el comunismo: «Me decían “Bauer, mañana te encargarás tú de la prensa, busca un tema” […] y si no lo hacías, podían echarte del trabajo[15]».

El músico Andrzej Panufnik tampoco sentía ningún aprecio por un sistema que le parecía «artística y moralmente deshonesto. […] Mi imaginación musical se revolvía al pensar en reflejar “la lucha de la gente en su victoriosa marcha hacia el socialismo”». Después de la guerra, Panufnik solo quería reconstruir su país y componer música. Sin embargo, para que le permitieran hacerlo tuvo que afiliarse a la Unión de Compositores Polacos. Y cuando a todos sus miembros les ordenaron que compitieran para componer una nueva «canción del partido unido», se vio obligado a hacerlo: si se negaba, le dijeron, no solo perdería su trabajo, sino que la unión perdería la ayuda económica por parte del Estado. Compuso una canción «literalmente en unos minutos, encajando el ridículo texto en el primer revoltijo de notas que me vinieron a la cabeza. Era una porquería, y me sonreí al enviarlo a los jueces». Para su vergüenza eterna, ganó el primer premio[16].

Estos ejemplos no son ni mucho menos inusuales. En la década de 1950, mucha gente en Europa del Este tenía empleos estatales, vivía en propiedades de titularidad estatal y enviaba a sus hijos a escuelas del Estado. Dependían del Estado para la asistencia médica y compraban la comida en tiendas de titularidad estatal. Como es comprensible, tomaban muchas precauciones para no desafiar al Estado, salvo en circunstancias extremas. Y, la mayor parte de las veces, sus circunstancias no eran extremas, porque en tiempos de paz las circunstancias de la mayoría de la gente nunca lo son.

En 1947, por ejemplo, los administradores militares soviéticos de Alemania del Este aprobaron la orden número 90, una regulación que dirigía la actividad de las editoriales y las imprentas. En esencia, la norma dictaba que todas las imprentas debían obtener una licencia, y que las imprentas con licencia solo podían imprimir libros y panfletos que hubieran sido aprobados y sellados por los censores oficiales. El incumplimiento de esas sencillas directrices no conllevaba el arresto ni la ejecución, pero podía resultar en una multa para el impresor o en el cierre de su negocio[17]. La orden ofrecía al propietario de una imprenta de Dresde o de Leipzig una elección muy clara. Podía obedecer la ley e imprimir solo lo que estaba permitido. O podía quebrantar la ley y perder su licencia, y en consecuencia su medio de vida. Para la mayoría de la gente, no merecía la pena. Para quienes tenían una mujer enferma, un hijo en un campo soviético o unos padres ancianos a los que mantener, los incentivos para permanecer dentro de lo estipulado por la ley eran aún mayores.

Y una vez que el impresor de Dresde se hubiera comprometido a ello, otros seguirían su ejemplo. Podía detestar la ideología comunista, pero cuando le entregaran las obras completas de Stalin accedería a imprimirlas. Podía detestar la economía comunista, pero cuando se le entregara un manual sobre marxismo probablemente también lo imprimiría. ¿Por qué no iba a hacerlo? No había consecuencias: nadie resultaría perjudicado ni iría a la cárcel. Pero si se negaba, entonces él y su familia tendrían serios problemas, y, en cualquier caso, siempre habría alguien dispuesto a imprimirlo.

Entretanto, por toda Alemania del Este los propietarios de otras imprentas estaban tomando las mismas decisiones. Al cabo de un tiempo —sin que nadie fuera asesinado, sin que nadie fuera a la cárcel y sin que nadie sufriera siquiera leves remordimientos de conciencia—, los únicos libros que podían leerse eran los que las autoridades habían aprobado. Algún tiempo después, ya no quedaba ninguna imprenta privada. Es posible que ninguno de esos impresores se considerara jamás colaborador del régimen, y aún mucho menos comunista. Y aun así, cada uno de ellos contribuyó de algún modo a la creación del totalitarismo. Lo mismo sucedió con todos aquellos que asistieron a un curso en la universidad sobre marxismo-leninismo para convertirse en médicos o ingenieros, todos los que se afiliaron a una unión de artistas para convertirse en pintores, todos los que colgaron un retrato de Bierut en su oficina para conservar su trabajo, y, por supuesto, todos los que se sumaron a las multitudes que cantaban «el partido, el partido, el partido siempre tiene la razón».

La experiencia de vivir en una sociedad que obligaba a todos sus integrantes a parecer entusiasmados, y que los obligaba a decir y hacer cosas en las que no creían, al final tuvo graves consecuencias psicológicas. Pese a todos los esfuerzos del Estado, pese a la educación y a la propaganda, mucha gente conservó una sensación de desunión e incomodidad. «Una vez estaba gritando desde la tribuna, en un encuentro en la Universidad de Wrocław, y al mismo tiempo sentía pánico por la idea de verme allí gritando. […] Me dije que estaba intentando convencer [a la multitud] a gritos, pero en realidad estaba intentando convencerme a mí mismo», recordó el escritor Jacek Trznadel[18]. Panufnik, el compositor, no dejaba de dar vueltas a qué y cómo componer. No soportaba «el lenguaje musical del siglo XIX» que el régimen prefería, pero tampoco quería que lo acusaran de «profesar el arte del Occidente corrompido», sobre todo después de que naciera su hija. Buscó refugio en la reintroducción de la música polaca antigua de los siglos XVI y XVII: «Así pude ayudar a reconstruir una pequeña parte de nuestra herencia perdida, trabajando más como especialista que como compositor[19]». Si el talento del totalitarismo fue conseguir que la gente se conformara, ese fue también su defecto fatal: la necesidad de avenirse a una realidad política falaz provocó en muchas personas la sensación de estar viviendo una doble vida.

Lily Hajdú-Gimes, psicoanalista freudiana, tal vez fuera la primera en diagnosticar eso como un problema en sus pacientes, además de en sí misma. «Juego al juego que ofrece el régimen —dijo a unos amigos—, pero en cuanto aceptas las normas, caes en una trampa.» Hajdú-Gimes fue miembro de la Asociación de Psicoanalistas de Hungría, en el pasado una influyente comunidad de mayoría judía que se había visto diezmada por la guerra. Decididos a reagruparse y retomar su actividad, los miembros de la asociación habían empezado a mantener reuniones quincenales en marzo de 1945, y algunos de ellos, entre los que estaba Hajdú-Gimes, se habían afiliado al movimiento comunista. Algunos hacían esfuerzos intelectuales para conciliar a Freud con el marxismo, examinando, por ejemplo, el papel de la inseguridad económica en el desarrollo de la neurosis. El nuevo Ministerio de Salud permitió que el grupo abriera dos consultas, y varios de sus miembros se incorporaron a la facultad de medicina con la esperanza de que con el tiempo su especialidad fuera reconocida y se les adjudicara su propio departamento. Hajdú-Gimes terminó trabajando en el principal hospital psiquiátrico público.

Ese breve renacimiento duró poco. El psicoanálisis freudiano llevaba muchos años siendo un tabú en la Unión Soviética —estaba demasiado centrado en el individuo, aceptaba demasiado el comportamiento irracional y subconsciente, y estaba muy poco interesado en la política—, de modo que tendría que ser prohibido también en Hungría. Los ataques contra el grupo comenzaron en 1948, a raíz de la publicación de un despiadado artículo académico titulado «El freudismo como la psicología doméstica del imperialismo». Tras su aparición, otros empezaron a utilizar términos como «burgués-feudal», «antisocial» o «irracionalista» para describir la profesión[20]. El filósofo György Lukács llamó a los psicoanalistas «reaccionarios» que anhelaban una dictadura de clase angloamericana[21].

Algunos psicoanalistas abandonaron la profesión. Otros buscaron una posición intermedia. En un intento por adaptarse a la nueva situación, Hajdú-Gimes y un colega, Imre Hermann, dieron un paso más allá con respecto a sus intentos anteriores y escribieron una carta a Lukács en la que se mostraron de acuerdo con algunas de sus críticas —«los imperialistas en sus propios países intentan utilizar el psicoanálisis en su propio beneficio»—, pero se opusieron al antisemitismo latente en algunos de los ataques[22]. Recibieron una severa reprimenda: «Les pediría encarecidamente, camaradas, que no desviaran los debates ideológicos importantes por el camino de la vulgar demagogia». La asociación tuvo miedo y se disolvió voluntariamente en 1949. Hajdú-Gimes y Hermann firmaron una declaración en la que se declaraba que «el psicoanálisis es producto del capitalismo decadente y la ideología contraria al Estado». Los libros de Freud, Adler y Jung fueron prohibidos. Hermann fue despedido de la universidad, y varios psicoanalistas fueron detenidos[23].

Después de eso, los psiquiatras húngaros siguieron los métodos soviéticos, la mayoría de los cuales consistían en los más rigurosos métodos del electrochoque y la terapia de insulina —también populares en gran parte de Occidente, por supuesto—, y cuyo objetivo principal era convencer a la gente para que se sometiera. Un psicoanalista que en ese momento estaba en período de formación recordó que el «agotamiento» fue uno de los diagnósticos más frecuentes después de la guerra y el sueño inducido médicamente, una de las principales formas de terapia: «Ni siquiera a la gente traumatizada por los campos de concentración o por el Holocausto se la diagnosticó como tal […] no se hablaba de trauma, solo había negación, porque los propios psicoanalistas vivían en la negación». Opinó que Hajdú-Gimes, una de sus profesoras, también había negado su trágico pasado. Aunque había perdido a su marido en el Holocausto, jamás habló de ello[24].

Tal vez viviera en la negación también en otros sentidos, pues Hajdú-Gimes, Hermann y otros freudianos entregados siguieron ejerciendo su verdadera profesión en secreto. Hajdú-Gimes atendía a pacientes en su casa e incluso organizaba sesiones de formación freudiana en apartamentos de particulares. En público aceptaba la visión oficial de la psique humana como innatamente conformista. En privado escuchaba a sus pacientes, entre ellos supervivientes del Holocausto e hijos de comunistas encarcelados o que habían sido ejecutados, cuando le descubrían sus demonios, tan únicos y personales. Uno de esos pacientes recordó más adelante que la experiencia del psicoanálisis en el Budapest de 1948 fue muy extraña, puesto que la honestidad en esa época podía resultar muy peligrosa: «Yo decía toda la verdad. […] Y me sentía amenazado mientras me psicoanalizaban. Solía preguntarme: “¿Ya lo sabía? ¿Puedo confiar en él? ¿Y si me delata?”». La situación del psicoanalista no era menos precaria. Después de que un paciente de Hermann fuera condenado a muerte durante el juicio de Rajk, él mismo se vio de inmediato amenazado: si su paciente mencionaba su nombre, podría ser arrestado[25]. Para Hajdú-Gimes, la presión a la que vivía sometida resultó excesiva, en particular después de que el régimen ejecutara a su hijo tras la revolución de 1956. En 1960 se suicidó[26].

La doble vida de Hajdú-Gimes fue especialmente traumática, pero no un caso excepcional. Antoni Rajkiewicz luchó con el «batallón de los campesinos» del Ejército Nacional durante la guerra, después se afilió al partido, lo abandonó disgustado en 1946 y fue arrestado durante un breve período en 1948. Sin embargo, era inteligente y ambicioso y quería obtener un doctorado en una de las universidades más prestigiosas, la Escuela de Planificación Central y Estadística, así como contribuir de manera positiva al desarrollo de su país. Decidió que podía aceptar algunas ideas del partido —la importancia que concedía a la educación y al progreso científico, por ejemplo—, aunque siguiera rechazando otras. Además, no había más opciones. Solicitó una plaza y fue admitido. Estudió con varios profesores rusos que habían sido trasladados allí para enseñar planificación central a los polacos, utilizando libros de texto traducidos del ruso. Volvió a afiliarse al partido y empezó, en sus propias palabras, a llevar una doble vida: «Tenías que comportarte de manera distinta y hablar distinto, en las reuniones oficiales y las reuniones del partido, y de manera distinta con tus amigos[27]».

Rajkiewicz, como muchos jóvenes miembros del partido, mantuvo el contacto con sus amigos del Ejército Nacional y discutió abiertamente de política con ellos. Sin embargo, siempre tuvo mucho cuidado con lo que decía cuando estaba en la universidad. Nadie daba instrucciones, pero «era posible intuir, por lo que publicaban periódicos como Trybuna Ludu, lo que estaba permitido y lo que no». Rajkiewicz nunca ignoró los errores del sistema, ni pasó por alto sus injusticias. Sin embargo, no vio ninguna otra forma de poder estudiar, trabajar y vivir en la Polonia comunista. Como Wanda Telakowska, fue un positivista que creía en las soluciones prácticas y en salir adelante. Su «doble vida» perduró hasta la muerte de Stalin, cuando el círculo de gente con la que se podía hablar abiertamente se volvió más amplio.

Para Rajkiewicz, la división fue entre sus amigos y su vida profesional. Para Jacek Fedorowicz, más adelante actor y artista de cabaret, la división fue entre su casa y la escuela. Fedorowicz entendió intuitivamente, ya de niño, que había cosas que podía decir en casa, pero que no podía repetir en la escuela. Como señala un contemporáneo suyo: «Es curioso lo rápido que aprendimos ese código, ya cuando estábamos en primaria, sin apenas ningún conocimiento de política […] sabíamos exactamente lo que podíamos decir en entornos distintos, en la escuela, entre amigos íntimos y no tan íntimos, en casa o de vacaciones[28]». Como Rajkiewicz, Fedorowicz procedía de una familia del Ejército Nacional y a su padre le denegaron el permiso para trabajar en Gdansk, obligando a su familia a trasladarse. Sus padres reafirmaron su impresión infantil sobre las normas distintas —incluso de las distintas definiciones de las palabras— que regían en casa y en la escuela. Una vez, cuando le pidieron que hiciera el juramento scout, fue a casa y le preguntó a su madre si era correcto jurar lealtad a la «democracia» si eran los rusos quienes habían llevado la «democracia» a Polonia. La mujer le explicó que había dos clases de democracia: la democracia «real» y la democracia «soviética». Tenía que admirar la primera y mantenerse alejado de la segunda.

Fedorowicz también recibió pistas de libros y revistas infantiles; pistas que sus autores habían dejado sin darse cuenta. Era especialmente aficionado a una revista infantil llamada Swiat Przygód («Mundo de Aventuras») que le gustaba leer porque contenía tiras cómicas. Sin embargo, en un momento determinado la revista cambió su nombre por el de Swiat Młodych («Mundo de la Juventud») y dejó de ser interesante y de publicar tiras cómicas. (Es de suponer que las tiras cómicas, un invento capitalista, se consideraban ideológicamente incorrectas.) A medida que el mundo oficial se volvía más aburrido, Fedorowicz sintió que se distanciaba cada vez más de la escuela y adoptó una actitud más reacia a hablar con sinceridad cuando estaba allí.

Fedorowicz tuvo algunos maestros que también se mantenían distanciados del régimen; recordó uno que solía explicarles con cautela que «los marxistas piensan así, mientras que nosotros pensamos asá». Años después, consideró que casi todo el mundo había sobrestimado la efectividad de la propaganda comunista y, como resultado, había sobrevalorado la cifra de gente que apoyaba al sistema. Pero como Hajdú-Gimes, a él también le parecía imposible vivir en un país comunista y no verse, de algún modo, afectado o deformado por el sistema: las pequeñas concesiones, como murmurar una canción o firmar una petición de paz, eran inevitables[29].

Las experiencias infantiles de Karol Modzelewski fueron aún más contradictorias y confusas. Modzelewski nació en Rusia, hijo de un oficial ruso y de una comunista polaca. Tres semanas después de su nacimiento en 1937, su padre fue arrestado, y a él lo enviaron a un orfanato ruso, donde vivió durante varios años. Pero cuando su madre volvió a casarse, lo sacaron del orfanato. El padrastro de Karol fue Zygmunt Modzelewski, un comunista que fue el embajador polaco en la URSS durante 1945-1947, y más adelante ministro de Asuntos Exteriores. Modzelewski no supo que su padre biológico había sido arrestado hasta 1954 —por casualidad, a través de un compañero de clase—, cuando tenía diecisiete años, y solo entonces habló de la verdadera historia de la vida de su padre con su madre.

Años después, reconoció que esa conversación había sido posible porque Stalin había muerto: «Antes, nadie contaba cosas así a un niño, porque siempre se corría el riesgo de que el niño contara el secreto. Era peligroso para el niño, pero también para sus padres». La mujer de Modzelewski había sido expulsada del jardín de infancia a los tres años de edad, después de la muerte de Stalin, porque le dijo a su maestra: «Mi abuelo dice que Stalin ya está ardiendo en el infierno». La maestra la envió a su casa, no como castigo, sino porque el riesgo que corrían su abuelo y la escuela era demasiado grande.

Los padres de Modzelewski lo protegieron con tanto cuidado de sus crecientes dudas sobre el sistema político polaco, que de pequeño lo aterrorizaban sus comentarios críticos ocasionales. Después del arresto del general Wacław Komar en 1952, en relación con los juicios amañados de la época, le explicó a su padrastro, repitiendo lo que le habían enseñado sus maestros, que Komar era un espía: «Mi padrastro me gritó […] jamás me insultó tanto como ese día. Le dije que lo habían arrestado. Mi padrastro replicó: “Que lo hayan arrestado no significa que sea culpable”. Era una verdad muy banal, pero en ese momento me impactó muchísimo. Si él estaba en lo cierto, significaba que las autoridades estaban arrestando a ciudadanos inocentes. ¿Quién podía decir algo así? Solo un enemigo…».

Extrajo conclusiones similares después de preguntar sobre un cambio que se había producido en el sistema de racionamiento de la comida. Su padrastro espetó: «Es para que la gente coma menos y trabaje más». Modzelewski se quedó asombrado: «Solo un enemigo podría decir algo así. […] Lo recuerdo porque en esa época se vivía una tensión tremenda, tuve que negarlo de algún modo para rebajar la discordancia. […] No lo reconocía como al enemigo, pero sin duda hablaba como si lo fuera. Aún hoy recuerdo esa sensación, después de tantos años[30]».

Los Modzelewski no fueron los únicos en lidiar con información difícil guardando silencio. Krzysztof Pomian, otro descendiente de una familia comunista, recordó que «simplemente no se hablaba de los arrestos, se aceptaban sin ningún comentario. Y como no era un tema de discusión, tampoco lo era de reflexión». En 1952, él y un amigo judío quedaron para leer informes de los juicios amañados en Praga. El amigo le preguntó qué opinaba del juicio de Slánský y Pomian respondió que no tenía ninguna opinión al respecto: «No es más que otro juicio». Su amigo estalló: «¿No te das cuenta de que es un asunto antisemita?». Esa fue la primera conversación que mantuvo sobre los juicios, y también la primera vez que reflexionó sobre ellos[31].

El sentimiento de lealtad dividida invadió también a algunos que se encontraban más cerca de los centros de poder. Al volver la vista atrás, Jerzy Morawski, entonces un líder de la Unión de Jóvenes Polacos, no dudó de su entusiasmo juvenil por la causa comunista, aun durante el período estalinista de los años cincuenta. Sin embargo, incluso entonces era consciente de que las reuniones del partido eran, hablando claro, aburridas: «Era muy rígido todo aquello. Y había una intolerancia enorme. Todo el mundo tenía que estar de acuerdo. Todo el mundo tenía que pensar igual, actuar igual […] y esa rigidez destruyó el entusiasmo».

Más adelante, Morawski se convirtió en un importante burócrata de la propaganda; más concretamente, fue el hombre que decidía qué consignas estalinistas se utilizarían en los espacios públicos. Sin embargo, aun en ese puesto de autoridad, tenía sentimientos encontrados sobre su trabajo: «Algo en mi interior me dijo siempre que aquello no estaba bien, que era poco atractivo estéticamente […] pero, por otro lado, era así como captábamos a la gente[32]». Tal vez este no sea un recuerdo totalmente honesto —por supuesto, a posteriori es fácil decir que uno se sentía incómodo—, pero el problema de los sentimientos divididos fue reconocido por otros, incluso en la época. «La gente se ha vuelto astuta tras doce años de régimen nazi —comentó un profesor de Leipzig a un conocido suyo del partido—, y si sospecha que alguien tiene algo que ver con el poder estatal, y eso incluye también a miembros del partido, mantiene la boca cerrada[33]

El hecho de dividir la personalidad entre la casa y la escuela, los amigos y el trabajo, el ámbito privado y el público, fue una forma de hacer frente al requisito de colaboración. Otros optaron por lo que Iván Vitányi llamó «un lavado de cerebro a mí mismo». No fue lo mismo que el esfuerzo decidido de Oskar Nerlinger para transformarse de pintor abstracto a artista del socialismo realista, sino algo más autosilenciador. Después de la guerra, Vitányi había sido un entusiasta activista en una de las universidades populares de Budapest, y un aplicado estudiante de la música campesina y el baile tradicional. Sin embargo, después de oponerse a la eliminación de la cúpula de Nékosz en 1948, fue expulsado de su facultad y sometido a un juicio interno del partido. Finalmente, no lo expulsaron del partido. Sin embargo, el caso Rajk había comenzado y una sensación de amenaza se había colado en los medios de comunicación. Aunque él era miembro del régimen, habiendo aceptado un trabajo en el Ministerio de Cultura, Vitányi manifestó: «No pensaré y no me enfrentaré al país. No sé nada y no quiero saber nada. Quiero hacer mi trabajo».

De ser un joven hablador y casi discutidor, pasó a convertirse en alguien silencioso. Y aunque años después admitió que podría discutirse si esa táctica de «autolavado de cerebro» fue buena o no, «yo sobreviví». En público se comportó como sabía que debía hacerlo. Se guardó sus pensamientos para sí. No fue arrestado. Y eso, en la época, se consideraba un importante logro profesional[34].

En lugar de guardar silencio, otros eligieron olvidar partes de su biografía o pasar por alto, de manera consciente, los hechos desagradables. Esas fueron las tácticas que empleó Elfriede Brüning, la periodista y novelista de Europa del Este que había sido miembro del partido comunista antes de la guerra —incluso había conocido a Ulbricht siendo una niña— y que había sido encarcelada por los nazis. Al término de la guerra llevaba una vida tranquila en la casa de campo de los padres de su marido, donde esperó con alegría la llegada de los rusos y la celebró cuando finalmente se produjo[35].

Una vez terminada la guerra, Brüning se implicó con entusiasmo en la vida cultural del comunista Berlín Este. Se incorporó a la Kulturbund y empezó a trabajar en su publicación semanal, Sonntag, con la esperanza de convertirse en periodista. En uno de sus primeros artículos, describió su viaje a Berlín montada en un camión cargado de cebollas y zanahorias. Al llegar a la ciudad, el camión quedó rodeado de mendigos y mujeres que sostenían a sus hijos en alto: «¡Una zanahoria para mi hijo, una zanahoria!». Entregó el artículo a su director, quien lo rechazó: «Envíalo al Tagesspiegel», el periódico de Berlín Oeste, le dijo. Ella lo miró sorprendida. ¿De verdad quería que se lo diera al Tagesspiegel? En el Este, le explicó el director con desdén «estamos para irradiar optimismo». Su artículo era demasiado negativo: tenía que mostrar el presente como debería ser, no como era.

Brüning nunca se planteó dar su artículo al Tagesspiegel y nunca consideró trabajar para un periódico del Oeste. Todos los amigos de Brüning estaban en el Este, y ella misma pertenecía, cultural e intelectualmente, al movimiento comunista. Así, se convenció de que ese «optimismo» era importante, y que, en cualquier caso, lo que importaba realmente eran los objetivos finales del comunismo, y no los errores cometidos durante el proceso. No le gustaban muchas cosas del nuevo sistema: «El culto a la personalidad de Stalin […] las ridículas pancartas por todas partes […] consignas como “todas las cerdas inseminadas artificialmente suponen una bofetada a los belicistas imperialistas[36]”». Se opuso a las cartillas de racionamiento que dividían la población en clases y al sistema de dos comedores en los lugares de trabajo, «uno donde se servía un guiso para los trabajadores, y otro [con comida mejor] para los ingenieros y los jefes de departamento». Sin embargo, no flaqueó: «Nos inundaba el deseo de contribuir a la construcción, y de convencer a la gente que había creído en Hitler no hacía tanto tiempo de que ahora queríamos hacer lo correcto».

En su autobiografía, Brüning deja claro que, hasta cierto punto, siguió creyendo que había hecho lo correcto. A menudo compara los logros del Este con los del Oeste: «¿Acaso no enviamos a los hijos de los obreros a la universidad? ¿No liberamos a las mujeres de su inmadurez, no les proporcionamos acceso a todas las profesiones y les garantizamos los mismos derechos que tenían los hombres, como el mismo sueldo por el mismo trabajo, algo que hoy en día aún no se ha conseguido en el Estado occidental? Estábamos convencidos de que éramos el Estado mejor […] nos sentíamos orgullosos de nuestra supuesta independencia y creíamos que íbamos por el buen camino[37]».

Brüning aprendió a racionalizar sus opciones, a situar los hechos en un contexto más amplio y a pensar a largo plazo. Sin embargo, nunca negó la evidencia ni se convenció de que el sistema que había elegido no tenía nada de malo. En 1968, tras la invasión soviética de Checoslovaquia, se planteó la posibilidad de emigrar, pero no lo hizo. Con el tiempo, entabló amistad con Susanne Leonhard, la madre de Wolfgang, que había pasado muchos años en el Gulag soviético y finalmente regresó a Berlín Este. Inspirada por la historia de Leonhard, Brüning empezó a entrevistar a otros que habían estado en el Gulag. Después de 1989 publicó las entrevistas completas en un libro, Lästige Zeugen («Testigos molestos»). Las palabras de su prólogo podían ser sobre ella misma: «Durante demasiado tiempo se vieron obligados a guardar silencio, a ocultarse. […] Por lo tanto, ya va siendo hora de que dejemos que estos hombres y mujeres expresen su opinión, ellos que fueron víctimas de la época estalinista y a quienes se les debe garantizar por fin una justicia plena…[38]».

En una entrevista de 2006, hablé con Brüning durante varias horas sobre su vida. Hablamos de su carrera, de los primeros tiempos de la Kulturbund, y de su vida en Berlín Este después de la guerra. Entre otras cosas, me dijo que en su momento no supo nada sobre las violaciones y los robos masivos cometidos por el Ejército Rojo en 1945, como tampoco sobre los arrestos masivos que llegaron a continuación. No la presioné. Unos días después, me llamó. Sí, había oído hablar de algunos de esos hechos, me dijo, y le gustaría hablar más de ello. Nos vimos una segunda vez.

Brüning me explicó que había celebrado la liberación, pero que su entusiasmo se había desvanecido pronto. En la primavera de 1945, los soldados soviéticos ocuparon la casa de sus suegros y robaron libros y otros objetos para venderlos en el mercado negro. Su marido se acercó al comandante y le pidió que se detuviera. A modo de venganza, uno de los soldados colocó una pistola en su maleta. Fue «descubierta» y el marido de Brüning fue arrestado por saboteador. Ella alegó su larga afiliación al partido comunista y consiguió que lo liberaran. Pero de resultas de ese incidente, su marido se volvió contra el comunismo [y contra ella] y emigró al Oeste. Ella no se volvió a casar.

También es cierto, como Brüning había dicho en nuestra primera conversación, que en el campo no se cometieron violaciones masivas. Pero después de la guerra, ella había visitado Berlín para encontrar a sus padres. No solo oyó muchas historias sobre las violaciones en la ciudad y conoció a muchas víctimas, sino que pasó varios días escondiéndose de los soldados soviéticos que iban en busca de mujeres por el barrio de sus padres.

Unos meses después, Brüning pasó un tiempo en el pueblo costero de Ahrenshoop, donde la Kulturbund quería establecer una colonia de escritores. Pero para formar una colonia de escritores, la Kulturbund tenía que conseguir un lugar donde alojar a los escritores. A fin de solucionar ese problema, se inventaron acusaciones contra los propietarios de algunas de las casas junto al mar más bonitas. Quienes no fueron arrestados huyeron al Oeste. Los burócratas de la cultura se instalaron en ellas.

Brüning me dijo que oyeron hablar de todo eso, «pero tiene que entenderlo, yo había celebrado la llegada del Ejército Rojo y queríamos construir el socialismo, así que, y aún hoy me lo reprocho, no nos informamos lo suficiente…». Su voz se fue apagando, y eso fue todo. Solo había querido decirme que lo supo.

La división de la personalidad entre la esfera pública y la privada, la casa y la escuela, los amigos y el trabajo, no fue la única solución para quienes quisieron tener una vida de éxito bajo un régimen comunista. En lugar de esconder sus sentimientos encontrados, un pequeño y singular grupo de personas los mostraron abiertamente. En lugar de sentirse atrapadas en un conflicto, intentaron desempeñar un doble papel, permaneciendo dentro del sistema, pero manteniendo al mismo tiempo cierta independencia. Ese papel ambiguo podía desarrollarse, por ejemplo, en el seno de los partidos oficiales de «oposición», los partidos políticos falsos que se habían creado para sustituir a los auténticos después de que sus líderes hubieran huido o sido arrestados, partidos fieles al régimen en todos los aspectos importantes. Los alemanes del Este que permanecieron activos en lo que quedaba del Partido Demócrata Cristiano tenían permitido mostrarse abiertamente religiosos, aunque se esperaba de ellos que se adhirieran también al marxismo-leninismo. Los polacos que permanecieron en lo que quedaba del Partido de los Campesinos polaco tenían permiso para actuar en favor de los granjeros, siempre que su actuación no entrara en conflicto con la política oficial.

En Europa del Este, nadie jugó a ese juego en particular con mayor habilidad que Bolesław Piasecki, un político cuya extraordinaria carrera lo llevó de la extrema derecha a la extrema izquierda en una década. Las valoraciones sobre su vida varían ampliamente. Ya en 1956, Leopold Tyrmand lo censuró por ser un hombre para el cual «toda moralidad en política es un mito pernicioso[39]». En años más recientes, uno de sus biógrafos lo llamó «una figura trágica[40]». El resto de los juicios sobre Piasecki podrían situarse en cualquier punto entre esos dos extremos. Para algunos, el suyo es un clásico ejemplo de colaboracionismo. Para otros, su vida es una historia de supervivencia.

La carrera de Piasecki empezó en la turbulenta década de 1930, cuando siendo muy joven destacó como activista de una facción del Partido Nacional Radical polaco. Conocidos por el nombre de su publicación, Falanga —una clara alusión al fascismo español—, los falangistas creían que estaban atravesando una época de crisis moral y económica. Al igual que los partidos comunistas de la época, también creían que la sociedad polaca era sumamente corrupta, y que la debilidad de la democracia y el «sinsentido» del liberalismo democrático tenían la culpa de ello. Pero, aunque eran antisemitas, y aunque admiraban los regímenes autoritarios en general y el fascismo italiano en particular, los falangistas eran nacionalistas polacos, y por lo tanto, salvo una o dos excepciones, no colaboraron con Hitler[41].

El propio Piasecki fue encarcelado por la Gestapo en 1939. Cuando lo liberaron se unió a la resistencia y finalmente al Ejército Nacional. En el verano de 1944, cuando estalló el Alzamiento de Varsovia, él y su unidad de partisanos fueron capturados por el Ejército Rojo en los bosques del este de la ciudad. En noviembre fue encarcelado en las oficinas de la fuerza de ocupación soviética, probablemente en los conocidos sótanos del castillo de Lublin. Lo que sucedió después es un asunto muy controvertido.

La mayoría de las fuentes coinciden en que Piasecki no ocultó nada. Proporcionó a los oficiales soviéticos que lo interrogaron un informe detallado de su carrera en la resistencia. También desveló los nombres de muchos de sus colegas del Ejército Nacional, y posiblemente también dónde encontrarlos, aunque en ese momento gran parte de esa información ya se sabía. Destacó su importante papel. Dijo a sus interrogadores soviéticos que había estado al frente de las «operaciones clandestinas» del Ejército Nacional, y que lo habían nombrado líder de una nueva sección secreta de la resistencia, lo que era una exageración. Sin embargo, la táctica dio resultado.

Los guardias de Piasecki interrumpieron el interrogatorio. Le retiraron la supervisión militar ordinaria y lo llevaron directamente ante Iván Serov, el general soviético que había organizado la «limpieza» y pacificación de Polonia oriental en 1939, y al que habían hecho regresar para que llevara a cabo la misma labor en el resto de Polonia en 1944. Serov ya había organizado los arrestos del general Wilk y el general Okulicki, y estaba intentando averiguar todo lo posible acerca del Ejército Nacional. Para la inmensa sorpresa de Piasecki, Serov no se mostró muy interesado en su pasado falangista: al igual que la mayoría de los oficiales soviéticos, consideraba que cualquiera que no fuera comunista era, por definición, partidario de la «extrema derecha», y las distinciones entre socialdemócratas y derechistas radicales no le interesaban. Se mostró mucho más interesado en la actividad de Piasecki en la resistencia durante la guerra, en sus supuestas conexiones «clandestinas», en sus opiniones políticas y en su manifiesto desprecio por el gobierno de Londres en el exilio[42].

Según él mismo relata, Piasecki se alegró al descubrir que tenía mucho en común con el general soviético. Admiraba a los hombres con poder, le encantaba hablar de filosofía y tenía algunas cosas positivas que decir sobre el nuevo régimen. Dijo a Serov que aprobaba el gobierno provisional de predominio comunista y que admiraba la reforma agraria. Alabó con entusiasmo la expulsión de los alemanes y la incorporación de los territorios occidentales. Elogió la «idea de una revolución social sin derramamiento de sangre y el traspaso de poder a los trabajadores y campesinos». Sin embargo, también dijo a Serov que el nuevo gobierno comunista iba a tener dificultades para ganarse la lealtad de los polacos, pues tenían prejuicios arraigados contra los rusos y paranoia respecto a la ocupación. Todo ello, por supuesto, era cierto.

Le ofreció su ayuda. «Estoy profundamente convencido —dijo a Serov en un memorando— de que con mi influencia puedo movilizar a los estratos más reacios de la sociedad para que colaboren activamente.» En otras palabras, le prometió que convencería a los elementos patrióticos y nacionalistas de la resistencia para que apoyaran al nuevo régimen. El memorando de Piasecki se hizo llegar después al coronel Roman Romkowski, el agente de la policía secreta responsable del contraespionaje, y a Władysław Gomułka, entonces jefe del partido comunista[43].

En las décadas siguientes, esa enigmática conversación —un mano a mano entre un general del NKVD famosamente cruel y un nacionalista polaco famosamente carismático— adquirió la categoría de leyenda en Varsovia. En ese momento nadie sabía con exactitud qué había sucedido, pero todos tenían una teoría. En 1952, Czesław Miłosz describió una versión ficticia del encuentro en El poder cambia de manos (Zdobycie Władzy), una novela que publicó después de emigrar a Occidente. Por supuesto, el relato de Miłosz es imaginario. Pero como señala uno de los biógrafos de Piasecki, Miłosz estuvo en Varsovia en 1945, es posible que oyera versiones de ese famoso encuentro, y a él también lo habían convencido para que colaborara con el nuevo régimen. Así, su versión resulta verosímil, en particular cuando Kamienski, el personaje de Piasecki, advierte al general soviético que «a ustedes los odian en este país», y le dice que espere resistencia:

«¡Ah! —y el general apoyó la barbilla en la mano—. ¿De modo que confía usted en la resistencia interior? […] En nuestro sistema la conspiración es imposible. Lo sabe usted de sobra. Cuando se estimulan los asesinatos, no se hace más que aumentar el número de víctimas. Somos nosotros quienes ponemos en marcha de nuevo los trenes y las fábricas y nosotros somos los que hemos recuperado las tierras del Oeste, que fueron eslavas siempre; ¿acaso no era este el programa que defendían ustedes durante los años de guerra? Pues bien, esas tierras solo podemos defenderlas nosotros. ¿Qué me dice a esto?»

Finalmente, el general de la novela va al grano: Kamienski/Piasecki será puesto en libertad, e incluso podrá publicar un semanario, con la condición de que «reconozca usted la situación de hecho y que nos ayude a reducir el número de víctimas». Kamienski/Piasecki reflexiona y después acepta. El general, satisfecho, se reclina en su silla y declara que no le sorprende:

«Usted ha comprendido que cualquier fuerza interesada en cambiar el mundo no podría utilizar la mentira del parlamentarismo y que los juegos liberales de los comerciantes han sido una fugaz espuma en la superficie de la historia humana[44]

Utilizara o no esas palabras exactas, los documentos de archivo demuestran que Serov se quedó impresionado con Piasecki y al parecer quiso impulsar su carrera política nombrándolo alcalde de Varsovia. (Cuando le recordaron la figura de Piasecki años después, se dice que Serov preguntó: «Y bien… ¿llegó a ser alcalde de Varsovia?[45]».) Sin embargo, poco después Serov partió hacia Berlín, junto con la mayor parte de la cúpula del Ejército Rojo, y nunca regresó a Polonia.

Eso dejó a Piasecki en una situación extraña. Era evidente que hasta cierto punto se había ganado el favor de la Unión Soviética. Sin embargo, los comunistas polacos, conscientes de la importancia de su pasado falangista, sospechaban de él y de sus motivaciones, y al principio no apoyaron su carrera política; tampoco lo hicieron alcalde de Varsovia. Aun así, en noviembre de 1945 le permitieron que publicara la primera edición del primer periódico católico «oficial» de Polonia, Dzis i Jutro («Hoy y Mañana»).

Desde su inicio, el periódico criticó duramente el por entonces legal Partido de los Campesinos polaco y a su líder, Stanisław Mikołajczyk, e instó a los polacos a apoyar a los comunistas en su referéndum de «Tres Veces Sí». Cuando el referéndum no logró refrendar de manera contundente el nuevo régimen, Piasecki escribió a Gomułka. El sistema actual, argumentó, «debería enriquecerse con la representación política de los católicos[46]». También publicó una entrevista a Bierut, en la que el líder comunista declaró con solemnidad que «los católicos polacos no tienen más derechos ni menos que el resto de los ciudadanos», un comentario con el que dejó entrever que podrían tener derecho a crear su propio partido. Finalmente, así se produjo y en 1952 Piasecki fundó Pax, un partido católico de «oposición», legal y leal al comunismo, el único que existiría en la Polonia comunista o en cualquier otro país de la Europa comunista.

Tanto Pax como Piasecki ocuparon un espacio político extraño, indefinido y ambiguo. Por un lado, Piasecki expresaba su lealtad al régimen de manera entusiasta y frecuente. «Nuestro objetivo principal —escribió en una ocasión— es la reconstrucción de una doctrina católica en relación con el conflicto que tiene lugar entre el marxismo y el capitalismo.» Sin embargo, Piasecki fue una de las pocas figuras de la vida pública que nunca se desvinculó de las tradiciones de la resistencia de tiempos de guerra y nunca se vio obligado a acusar a sus compañeros del Ejército Nacional. Quienes pertenecían a su círculo, muchos de los cuales habían tenido una larga trayectoria en el Ejército Nacional, tampoco tuvieron que renunciar a su pasado, y nunca fueron arrestados.

Todo eso fue sumamente inusual en la vida pública de la época, y creó, en palabras de Janusz Zabłocki, uno de sus antiguos colegas, «un enclave de libertad» alrededor de Piasecki, además de un aura de misterio. Nadie sabía por qué el líder de Pax estaba exento de cumplir las normas —incluso consiguió expulsar a un informante de la policía de su círculo íntimo—, pero todo el mundo se daba cuenta de que lo estaba. La mayoría creían que «debían de haber llegado a algún acuerdo en las esferas políticas más altas», lo que permitía a Piasecki esa libertad de acción —probablemente un acuerdo con dirigentes soviéticos—, y muchos esperaban que cobrara aún más fuerza. Zabłocki empezó a trabajar en Dzis i Jutro con esa esperanza. Igual que Tadeusz Mazowiecki, el intelectual católico que se convertiría en el primer primer ministro no comunista de Polonia en 1989. Ambos creían que, tarde o temprano, Pax desempeñaría un papel importante en el gobierno del país[47]. El propio Piasecki esperaba lo mismo.

A lo largo de su carrera, la posición ambigua de Piasecki incomodó a muchos. Tal vez porque mantenía una relación particular con los dirigentes soviéticos, los comunistas polacos nunca confiaron en él. Aunque siguió haciéndoles el juego (en un momento determinado se ofreció a enviar observadores de Pax a Corea del Norte para fomentar «la paz»), el gobierno lo dejó fuera de la creación de la unión de sacerdotes «patrióticos» y no le pidió ayuda en la negociación del acuerdo entre Iglesia y Estado. Además, con su catolicismo público no se granjeó tanto afecto de la Iglesia como a él le habría gustado. El cardenal Wyszynski detestaba a Piasecki, e incluso llegó a prohibir al clero que se suscribiera a sus publicaciones, que con el tiempo incluyeron Słowo Powszechny («Palabra universal»), además de Dzis i Jutro. A Wyszynski le enfurecía especialmente la gestión que Piasecki hacía de Caritas, la organización benéfica católica —Pax se hizo cargo de ella después de que los verdaderos organizadores fueran apartados—, sobre todo cuando algunos sacerdotes sin escrúpulos de Pax fueron descubiertos vendiendo las donaciones de penicilina en el mercado negro[48]. Es muy posible que la rivalidad entre los dos hombres fuera alentada por el partido comunista, que no tenía el menor interés en que Pax y la Iglesia crearan un frente unido. En años posteriores, el partido permitió que grupos religiosos «oficiales» rivales proliferaran precisamente para que compitieran entre sí[49].

Al final, Piasecki fracasó en lo que al parecer se propuso. Nunca convenció a las «fuerzas reaccionarias» para que se incorporaran al nuevo sistema. Tampoco convenció al partido comunista para que Pax participara en condiciones de igualdad. Supuso, correctamente, que algún día el partido cedería el poder a un grupo de la oposición elegido por él, que es lo que sucedió en 1989. Sin embargo, él apareció en escena en un momento demasiado temprano para beneficiarse de tal situación, y pagó un precio muy alto por intentarlo. En 1957, su hijo adolescente, Bohdan, fue secuestrado y asesinado, probablemente por una facción de la policía secreta polaca, en circunstancias que aún hoy no se han esclarecido.

Lo que sí consiguió Piasecki fue abrir lo que pareció, en la época, una ventana de libertad para algunas personas, y se aseguró de que un discurso abiertamente católico siguiera formando parte de la vida pública. Los libros y periódicos publicados por Pax proporcionaron una educación católica a toda una generación de lectores. Y, lo más importante para Piaseck, él sobrevivió. En una época en la que otros ex oficiales del Ejército Nacional estaban muertos o en la cárcel, él y sus colegas tuvieron su propio partido, sus propios periódicos y ocuparon una posición estable dentro del sistema. Y tuvieron influencia en toda clase de lugares. En 1955, Mazowiecki, Zabłocki y otros se rebelaron contra su cúpula. Pero después de abandonar sus puestos de trabajo en Dzis i Jutro o Pax, a todos les costó conseguir otro empleo: la policía secreta había advertido a los posibles patronos, y ninguno los quiso contratar. Todos aprendieron una lección: entablar una lucha con Piasecki era peligrosamente similar a entablarla con el régimen[50].

Por extraño que pueda parecer, los periódicos y las revistas también supusieron una vía de expresión para los colaboradores renuentes. Por supuesto, quienes escribían artículos sobre política tenían pocas opciones en la época. Tenían que aceptar las llamadas telefónicas del partido, escuchar las instrucciones y escribir lo que les ordenaban. Sin embargo, otros tenían más margen. Leopold Unger, un corresponsal del Zycie Warszawy («Vida de Varsovia») a principios de la década de 1950, recordó que incluso entonces era posible escribir con libertad y de manera crítica sobre toda clase de temas. Los baches de las calles, por ejemplo o la escasez de autobuses públicos: «Lo que no era posible era criticar el sistema en sí mismo[51]».

Incluso en ese momento, no todos los periódicos eran de contenido político, y había publicaciones de otra clase. Alexander Jackowski, después de su intento fallido de abrirse camino en el Ministerio de Asuntos Exteriores polaco a finales de los años cuarenta, empezó a publicar una revista de arte tradicional en 1952, «por casualidad», como él mismo recordó. Conservó el trabajo durante cuarenta y seis años. A lo largo de ese tiempo se convirtió en un reputado experto en arte tradicional, que realmente llegó a conocer y a amar. No desafió al sistema desde ese puesto de trabajo, pero tampoco invirtió ni un momento de su tiempo en defenderlo[52].

En cierto modo, los regímenes entendieron la necesidad de que hubiera medios de expresión apolíticos, tanto para el público lector como para los periodistas. Eso explica la decisión del régimen de Alemania del Este de empezar a publicar Wochenpost («El Correo Semanal») en otoño de 1953. Aunque el primer número apareció después de la muerte de Stalin, su lanzamiento se había planeado un año antes. Originalmente, la idea fue soviética: un general en jefe del Ejército Rojo destinado en Berlín sintió que la prensa de Alemania del Este no estaba consiguiendo llegar a toda la población, en particular a las mujeres. El general acudió a Rudi Wetzel, un periodista que entonces estaba a favor del régimen, y le pidió que le diera algunas ideas. Wetzel le hizo una propuesta que al parecer no se materializó.

Sin embargo, entre bastidores se había desencadenado una discusión. Los informes oficiales lamentaban la «uniformidad y lo anodino del material sobre la vida en la república», así como la ausencia de artículos sobre «jardinería, medicina, labores del hogar[53]». La cúpula de Alemania del Este, consciente de lo aburrida que podía resultar su propaganda, se reunió finalmente con Wetzel y le propuso que creara una publicación. Wetzel hizo las mismas sugerencias que al general soviético. Y, así, el Wochenpost vio la luz.

Desde el principio, el periódico intentó ser diferente. Wetzel se esforzó para encontrar periodistas que tuvieran sentimientos encontrados hacia el régimen, y en un momento determinado llegó incluso a describir el primer equipo de redacción como «una colonia penitenciaria de periodistas, llena de ex convictos». Sus artículos, al menos en comparación con los tratados de política que publicaba el Neues Deutschland, resultaban muy frescos y entretenidos. El primer número, publicado a tiempo para Navidad, contenía trucos de jardinería, artículos ligeros y una «página para mujeres». En la portada aparecía un niño soplando una vela junto a las palabras: «Por toda la gente de buena voluntad». En números posteriores aparecerían escritos sobre viajes, largos reportajes e incluso artículos para niños. Sin embargo, el Wochenpost nunca intentó convertirse en un periódico de la oposición, en ningún sentido del término, y puede que eso contribuyera a su encanto. Como el periodista Klaus Polkehn ha argumentado, el Wochenpost «no fue más oportunista que sus lectores[54]». El periódico no llevaba las cosas al límite, como tampoco lo hacían ellos.

Polkehn debió de conocer muy bien a sus colegas y a su público, puesto que trabajó en el Wochenpost desde el principio y hasta casi el final. Muchos años después seguía recordando con nostalgia su carrera en el periódico, y es fácil entender por qué. Polkehn tenía catorce años cuando terminó la guerra, y diecisiete cuando dejó el instituto para convertirse en cajista en un periódico. A todo ello lo animó su padre, Hugo Polkehn, un comunista y periodista que creía que su hijo debería «adquirir experiencia en la vida real». Después de la guerra, Polkehn padre se convirtió en el director de Tribune, el periódico del sindicato en Alemania del Este. Sin embargo, en marzo de 1953 fue arrestado repentinamente: el Tribune había publicado la nota necrológica de Stalin con un error de composición. En lugar de escribir «Stalin fue un gran amigo de la paz», el cajista compuso por error «Stalin fue un gran amigo de la guerra». Hugo Polkehn y el cajista fueron condenados a cinco años de cárcel, de los cuales solo cumplirían tres. En el momento del juicio Klaus Polkehn perdió su trabajo y se le informó de que «jamás volvería a trabajar como periodista». El Wochenpost lo contrató de inmediato.

Durante las cuatro décadas siguientes, Polkehn se mantuvo leal al periódico que le había dado una segunda oportunidad. Sostuvo, hasta el final, que siempre había gozado de una libertad extraordinaria dentro de un sistema sumamente coactivo. Por su padre, y porque tenía muchas reservas acerca del régimen, se mantuvo al margen de la política nacional. Se convirtió en el escritor sobre temas de viajes del periódico, y entregó artículos desde todas partes del mundo. Polkehn tenía permiso para ir a donde quisiera, siempre que se mantuviera dentro de ciertos límites. Antes de que fuera a Egipto, por ejemplo, se le pidió que no criticara a Anwar Sadat, quien por entonces exportaba mucho algodón a Alemania del Este. Pero en El Cairo «pasé un día entero en las pirámides […] ese fue mi privilegio». En una época en la que muy pocos alemanes del Este tenían permitido viajar, sin duda fue todo un privilegio.

Pero esa libertad tenía un precio. Polkehn, como los otros periodistas del Wochenpost, tuvo que aprender a leer entre líneas, a seguir las señales políticas y, sobre todo, a no causar «problemas». Cuando le pregunté qué implicaba eso de causar «problemas», me explicó que todo empezaba con una llamada de alguien del Comité Central, que te amonestaba por cruzar líneas invisibles. Los problemas podían continuar con una reprimenda, una reunión, tal vez con el despido de un puesto de trabajo fantástico en un periódico de actitud relativamente abierta. Polkehn trató de evitar esas situaciones a toda costa. Solo una vez, cuando violó un código sobrentendido y escribió algo que cruzó una de las líneas invisibles, recibió una llamada telefónica, y una petición: «Por favor, envíe una declaración por escrito en la que explique por qué se publicó ese artículo». Eso le bastó para asegurarse de que jamás volviera a suceder.

Fue consciente, ya entonces, de que era un afortunado y de que despertaba la envidia en los otros. En ocasiones recibía cartas de sus lectores: «Como nosotros no podemos viajar, tampoco queremos leer sus artículos». Muchos de sus compatriotas desconfiaban de los periodistas en general —los consideraban parte de la clase dominante comunista— y se negaban a conceder entrevistas. Sin embargo, siempre descartó la idea de que podría haber mostrado su desacuerdo de manera más evidente: «Me parecía inútil». No le gustaban los disidentes que después pasaban a formar parte de la escena política de Alemania del Este, pues le parecían «gente indecente y presuntuosa». Sospechaba que algunos de ellos adoptaban la pose de la oposición para asegurarse un visado de salida hacia Alemania del Oeste.

Polkehn había padecido úlceras, que misteriosamente desaparecieron en la década de 1990, después de que tanto el Wochenpost como Alemania del Este hubieran dejado de existir. Tal vez no fuera sorprendente: esa vida lo obligó a caminar sobre una cuerda floja política, mantenerse al margen de asuntos delicados y escribir artículos que para él resultaran honestos. Sin embargo, siempre se enorgulleció de su trabajo, incluso años después. Le encantaba escribir, le encantaba viajar y gozó de pequeñas ventajas económicas, además de placeres intelectuales. Su trabajo en el Wochenpost estaba relativamente bien pagado, teniendo en cuenta la situación en Alemania del Este. Había dos residencias de vacaciones, una cerca de Berlín y otra junto al mar Báltico, que los periodistas podían utilizar cada tres o cuatro años. El departamento de redacción también tenía a su disposición a un sastre, un zapatero y un dentista: «Nos ahorraba tiempo. Estaba muy bien». En casi todos los lugares de trabajo de Alemania del Este había una cantina donde se servían comidas a precio muy económico.

Polkehn no cambió nada del sistema en que vivió, y tampoco se sintió responsable de sus aspectos más brutales. Se mantuvo alejado de la policía secreta, alejado de quienes estaban en el poder y alejado de la controversia. Como Piasecki, mejoró, prosperó y siempre mantuvo la nostalgia por sus años como escritor de viajes. «Fue el trabajo de mis sueños», me dijo[55].