Las ciudades ideales
¡Oh, mi planta siderúrgica! Madre de las innumerables masas
Que trabajan juntas por tu gloria
Fortaleces mi corazón
Crecí en tu suelo…
De «A mi planta siderúrgica»,
URSZULA CISZEK-FRANKIEWICZ[1]
Buscaba la ciudad. Iba cruzando el pueblo y terminé en un gran charco. […] Los trabajadores miraron con cierta compasión a un hombre con un maletín —entonces algunos se acercaron a darme instrucciones— cuyo coche se había quedado atascado en el barro. Las circunstancias eran caóticas. La gente llegaba en manadas, sin conocerse los unos a los otros.
JÓSZEF BONDOR, funcionario del partido, recordando su
llegada a Sztálinváros[2]
Como tantas fotografías de la época, las imágenes cuidadosamente preparadas pretendían educar. A la izquierda, una joven con el pelo recogido con un pañuelo campesino aparece de pie, con las manos a la espalda, escuchando atentamente. Lleva una camisa de cuadros y un mono. A la derecha, otra mujer, con un pie colocado firmemente sobre un escalón, señala algo en segundo plano. Viste de manera más formal, con falda y blusa, y lleva lápiz y papel. Ambas forman parte de una brigada de construcción integrada únicamente por mujeres, y están trabajando en la nueva planta siderúrgica de la nueva ciudad de Sztálinváros, «ciudad de Stalin». La mujer de la derecha, con el lápiz, es Zsófia Tevan, ingeniera y arquitecta. La mujer de la izquierda, con la camisa de cuadros, es Júlia Kollár, obrera de la construcción.
Kollár había llegado a Sztálinváros en 1951. Hija de campesinos, terminó la escuela a los trece años, justo después de la guerra, y después empezó a trabajar de inmediato —«en una época en la que aceptábamos cualquier trabajo que se nos ofrecía»—, y terminó en una obra de la ciudad de Mohács, cerca de la frontera con Yugoslavia en el sur de Hungría, donde había empezado la construcción de una importante planta siderúrgica. En el verano de 1949, en Mohács se organizaron cursos para los obreros sin formación como Kollár. Aprendió a preparar argamasa y a colocar ladrillos. También se afilió al movimiento de juventudes comunistas, por entonces conocido como la Unión de la Juventud Trabajadora (Dolgozó Ifjúság Szövetsége, o DISZ). Sin embargo, al cabo de pocos meses el trabajo en Mohács se interrumpió de manera repentina. Las autoridades anunciaron que la obra se trasladaría a la ciudad de Dunapentele, en la ribera del Danubio, en el centro de Hungría. A todos los trabajadores y supervisores se les dio la oportunidad de trasladarse también allí.
Kollár aceptó, recibió cinco meses más de formación en el Ministerio de Construcción de Budapest y llegó a la nueva obra en la primavera de 1951. Al principio se quedó sorprendida por las condiciones. En Mohács había vivido con su madre y sus hermanos, pero en Dunapentele los jóvenes obreros dormían en tiendas de campaña y en dormitorios improvisados: «Había cinco o seis personas en cada habitación individual, la gente dormía en literas». Estuvo a punto de rendirse y regresar a su casa, pero Tevan, su supervisora, la convenció para que se quedara.
Tevan tenía su propio apartamento, lo que era un hecho bastante excepcional: «Había una residencia para los ingenieros, pero como todos eran hombres, conseguí una habitación individual en un edificio a medio construir. Las paredes no estaban enlucidas y la habitación era tan húmeda que tenía que dormir vestida, y a la mañana siguiente me despertaba con la ropa empapada». Sin embargo, el apartamento tenía agua corriente y una pequeña cocina, y vivía sola. Aunque en ese momento no se lo dijo a Kollár, su prometido estaba en la cárcel tras haber sido detenido junto a decenas de personas tras el juicio de Rajk. Invitó a Kollár a quedarse con ella, y las dos vivieron juntas hasta que Kollár se casó al año siguiente.
Para Kollár, con la perspectiva del tiempo, ese período que siguió le pareció muy feliz. Cuando la conocí en el año 2009, recordó sus primeros años en la obra de la planta siderúrgica con una inmensa nostalgia. Desde el principio había formado parte de la primera brigada femenina de construcción, junto con Tevan, lo que supuso para ella un grandísimo honor. Fundada el 8 de marzo —el Día Internacional de la Mujer según el calendario soviético— con gran pompa y solemnidad, la brigada tuvo un éxito dispar. Aunque la colocación de azulejos y baldosas era un trabajo aceptable para las mujeres, Tevan recordó que «verter cemento no lo era, sobre todo porque no disponíamos del equipo adecuado […] desde el punto de vista físico era muy complicado, aunque las mujeres mostraban mucho entusiasmo». Como los medios observaban atentamente la labor de la brigada, no podían permitirse ningún fallo: cuando tenían problemas para cumplir con el plazo previsto, una brigada de hombres las ayudaba a escondidas a terminar sus tareas rápidamente.
Aunque su brigada trabajaba desde primera hora de la mañana hasta última de la tarde, Kollár también era un miembro muy activo de la Unión de la Juventud Trabajadora. En sus propias palabras, «realizaba trabajo voluntario, desarrollaba campañas sociales, compraba bonos de paz». Kollár se convirtió en la mentora de las chicas nuevas que llegaban a la obra, asistió a bailes y ayudó a organizar obras y conciertos: «Era una comunidad, y la gente necesita a la comunidad. Somos seres sociales, nos necesitamos los unos a los otros». Cuando se enteró de que la Unión de la Juventud Trabajadora tenía previsto enviar a una delegación al festival internacional de la juventud de Berlín, fue a ver a Elek Horváth, jefe del cuadro de jóvenes de la fábrica, que dirigía el comité de selección. Se encontraron en una escalera —a ella le pareció asombrosamente atractivo— y le pidió que la eligiera.
Sin embargo, no la eligió. Más adelante le dijo que no quería que fuera a Berlín porque «podría conocer a alguien allí». Horváth se había enamorado en ese mismo instante, y meses después se casaron. La ceremonia civil, que se celebró en la novísima oficina del registro civil, fue sencilla —«sin vestidos especiales»— y Tevan fue testigo en su boda. La novia estuvo a punto de llegar tarde, pues había pasado la mañana limpiando el apartamento de una habitación que les habían entregado el día anterior. No se hicieron fotografías, puesto que no había fotógrafos. Después fueron a un restaurante. Al lunes siguiente, todos volvieron al trabajo[3].
En el momento de su construcción, la gran planta siderúrgica que marcó los primeros años de vida y de carrera de Kollár, Tevan y Horváth constituyó la mayor y más ambiciosa inversión industrial en Hungría. Todo lo relacionado con el proyecto estuvo sumamente politizado, y determinado por los consejos y las preocupaciones soviéticas desde su inicio. El diseño se seleccionó en una reunión entre dirigentes húngaros y sus homólogos soviéticos en Moscú, en 1949. Su emplazamiento original se eligió también de manera conjunta —habían elegido Mohács por su cercanía a los medios de transporte y por la calidad de su suelo—, pero después de la pelea soviética con Yugoslavia se determinó que se encontraba demasiado cerca de la frontera. Como Mátyás Rákosi comunicó al Politburó húngaro en diciembre de 1949, el nuevo emplazamiento en Dunapentele, junto al Danubio, resultaba menos ventajoso en algunos sentidos, y el suelo arenoso complicaría su construcción. Sin embargo, estaba más cerca de Budapest, y más lejos de Tito.
Una vez elegido el lugar, el proyecto avanzó con la rapidez del estilo soviético. La construcción empezó antes incluso de que se terminara la planificación. Durante los primeros meses no había tiempo para construir alojamiento, así que los obreros como Kollár vivían en tiendas y barracas primitivas, y no había tiempo de enlucir las paredes de los apartamentos nuevos. Los trabajadores de las granjas cercanas se ofrecieron como «ayuda dominical» para que la construcción pudiera continuar durante los fines de semana. Al anochecer, seguían trabajando bajo potentes focos. En verano, grupos de jóvenes llegaban de todo el país para ayudar[4].
Sztálinváros fue un caso único en Hungría, aunque no en el bloque soviético. Fue una de las varias «ciudades socialistas», todas ellas fundadas alrededor de inmensas plantas siderúrgicas, que de manera colectiva representaban el intento más integral por parte de Europa del Este de impulsar la creación de una civilización realmente totalitaria. Las plantas siderúrgicas tendrían que acelerar la industrialización y, así, la producción de armamento. Las enormes obras estaban pensadas para atraer a los campesinos a las fábricas y ampliar así la clase obrera. Con los nuevos complejos industriales, construidos de nueva planta, pretendían demostrar con firmeza que sin el obstáculo de las relaciones económicas preexistentes, la planificación central podía producir un crecimiento económico mayor que el capitalismo.
La arquitectura y el diseño de las nuevas ciudades también estaban pensados para facilitar el desarrollo de una nueva clase de sociedad, una que propiciara la expansión del Homo sovieticus. En esas comunidades nuevas, las organizaciones e instituciones tradicionales no ejercerían ninguna influencia, las antiguas costumbres no entorpecerían el progreso, y las organizaciones comunistas ejercerían una influencia enorme sobre los jóvenes, porque serían las únicas. La ciudad socialista, como explica un historiador alemán, tenía que ser un lugar «libre de cargas históricas, donde surgiría un nuevo ser humano, la ciudad y la fábrica serían el laboratorio de la sociedad, cultura y forma de vida futuras[5]».
Las nuevas fábricas y las nuevas ciudades estuvieron determinadas por imperativos comunistas desde el principio. Sztálinváros fue alejada de la frontera yugoslava por motivos de seguridad, pero la nueva ciudad siderúrgica polaca de Nowa Huta se emplazó deliberadamente al lado de Cracovia, con su antigua tradición aristocrática, histórica e intelectual, por razones ideológicas. «Querían cambiar el carácter de Cracovia —explicó Stanisław Juchnowicz, uno de los primeros arquitectos de Nowa Huta—. Querían crear una clase obrera que cambiara la ciudad[6].»
Ya en ese momento resultó controvertido: muchas instituciones de Cracovia se quejaron de la decisión de construir una enorme planta siderúrgica justo al lado de una ciudad antigua con una universidad medieval, pero fue en vano. Según un informe de la época, los ingenieros soviéticos que ayudaron a elegir el emplazamiento «mostraron su sorpresa al descubrir que la propuesta de construir una planta siderúrgica al lado de Cracovia generaba desconfianza y oposición entre los representantes de la sociedad, en lugar de entusiasmo». Creyeron que las autoridades municipales debían de ser una panda de vagos que «temían el trabajo duro» que el proyecto implicaría. Las protestas fueron pasadas por alto y la decisión siguió su curso[7]. En la década de 1970, la grave contaminación atmosférica había ennegrecido todos los edificios medievales de Cracovia. Juchnowicz, más adelante el fundador de la sociedad ecologista de la ciudad, explicó que «en ese momento estábamos muy poco concienciados sobre ese problema[8]».
El emplazamiento de la principal ciudad siderúrgica de Alemania del Este, Eisenhüttenstadt —que en 1953 pasó a llamarse Stalinstadt—, tuvo una motivación igualmente política. Un nuevo complejo siderúrgico era especialmente necesario en Alemania del Este, porque casi toda la industria del carbón y del acero anterior a la guerra se encontraba en la mitad occidental del país. Se consideraron varios emplazamientos, entre ellos uno en el Báltico, para facilitar la importación de mineral de hierro desde Suecia. Ulbricht frustró ese plan, probablemente tras una conversación con Stalin, que no quería que «su» Alemania dependiera demasiado de Occidente. Finalmente, en una reunión con los expertos industriales a los que se había encargado la planificación, Ulbricht zanjó la cuestión del emplazamiento de la nueva planta con un gesto elegante. Sacó un compás y lo colocó sobre un mapa de Alemania extendido sobre la mesa. «Miren aquí», dijo, y trazó un semicírculo desde las bases estadounidenses en Baviera. A continuación abrió el compás y señaló un emplazamiento: «Eso son unos siete minutos de sirena de aviso de ataque aéreo». A continuación abrió el compás hasta la ciudad de Fürstenberg, en la frontera oriental de la RDA, y dijo: «Eso son unos quince minutos de sirena de aviso de ataque aéreo». Uno de los presentes comentó que ese razonamiento no podía hacerse público. «Por supuesto que no», respondió Ulbricht; la nueva planta siderúrgica se construiría en el este para aprovechar el mineral de hierro procedente de Ucrania y el carbón de Polonia. «Así que será una obra de amistad, y así es como la defenderemos[9]».
Fürstenberg ofrecía otras ventajas, como un elevado número de refugiados que podrían trabajar en la obra. No había ninguna ciudad grande en los alrededores, lo que también era positivo[10]. Ulbricht, al igual que sus colegas polaco y húngaro, estaba comprometido personalmente con la idea de una ciudad «no contaminada por los viejos valores industriales[11]». Fürstenberg no tenía industria y, por lo tanto, tampoco ninguno de esos valores.
Al igual que el complejo de Sztálinváros, las plantas de Nowa Huta y Stalinstadt fueron de diseño soviético, y los ingenieros rusos se implicaron en su construcción desde el principio. Tanto en Hungría como en Polonia, todo el material de planificación e instrucción —proporcionado por Giprometz, una compañía estatal soviética— tuvo que ser traducido del ruso, lo que provocó múltiples malentendidos. (Incluso los elogiosos informes oficiales sobre la construcción de Nowa Huta aluden a las «dificultades lingüísticas» que se produjeron.)[12] Los rusos también enviaron equipo, la mayor parte del cual tuvo que ser «modificado» para adaptarse a las condiciones polacas, si no remodelado por completo[13]. En Alemania, entretanto, la decisión de utilizar tecnología soviética estuvo rodeada de ironías. Los planos que llegaron a Stalinstadt fueron los mismos que desarrollaron los asesores estadounidenses para el complejo industrial de Magnitogorsk en los Urales, en la década de 1930. Por consiguiente, no solo eran «capitalistas» en su origen, sino que estaban menos perfeccionados que los que se desarrollaron posteriormente en Alemania y que ya se estaban utilizando en la mitad occidental del país[14].
La arquitectura urbana de las nuevas ciudades no estuvo menos politizada. Los arquitectos del realismo socialista trataron los diseños como un importante experimento. Afortunados visitantes extranjeros acudían a presenciar sus progresos. Los trabajadores e ingenieros de Stalinstadt hacían visitas protocolarias a Nowa Huta y Sztálinváros, y viceversa. Con el tiempo, artistas y escritores serían invitados a plasmar la nueva vida que se vivía en las nuevas ciudades. Muchos elementos de la cultura de la fase final del estalinismo confluyeron en la planificación de esas tres ciudades: el culto a la industria pesada, el culto al «trabajador de choque», los movimientos de juventudes y la estética del realismo socialista.
Había mucho en juego: a principios de la década de 1950, los comunistas de Europa del Este estaban desesperados por demostrar que sus fallidas teorías económicas y políticas podían funcionar. Eran muchos los que creían que si se hacía un último esfuerzo sobrehumano para mejorar las condiciones de vida de los obreros y crear «nuevos hombres» finalmente los comunistas conseguirían la legitimidad que necesitaban.
Pero ¿qué aspecto tenía una ciudad «socialista»? Nuevamente, nadie lo sabía. En 1950, un reducido grupo de arquitectos de Alemania del Este viajó a Moscú, Kiev, Leningrado y Stalingrado para descubrirlo. Viajaron en el metro de Moscú, asistieron a celebraciones del Primero de Mayo en la plaza Roja, e incluso vieron fugazmente a Stalin, como después describieron: «Estábamos en la parte del mausoleo [de Lenin], donde las escaleras ascienden hasta el estrado, y nos cruzamos con él por las escaleras […] el torrente de entusiasmo creció desmesuradamente. Lamentamos muchísimo no formar parte de la manifestación, y ser meros observadores. […] Es una imagen tan vistosa que resulta indescriptible. Las banderas, los carteles y los retratos, la variedad de colores…[15]».
Debidamente impresionados por el espectáculo, prestaron gran atención en las reuniones que siguieron. Descubrieron que la Unión Soviética había construido más de cuatrocientas ciudades nuevas y que en cada una de ellas «la oficina de planificación resuelve todas las preguntas sobre dónde colocar las cosas y cómo organizarlas». Mostraron a sus colegas soviéticos los planos para la reconstrucción del centro de Berlín, que a sus colegas soviéticos —curiosamente, teniendo en cuenta su desprecio por la historia alemana— les parecieron inaceptables por ahistóricos: «La única vez que nos criticaron directamente fue con el reproche de que las grandes tradiciones de planificación urbanística alemana no se respetaban en Alemania». Las nuevas ciudades, les dijeron, tenían que incorporar las tradiciones regionales, desde el clasicismo de Berlín al estilo gótico del norte de Alemania. Eso las haría más «democráticas».
Además, aprendieron que sus colegas soviéticos preferían lo urbano a lo rural («la ciudad demuestra la voluntad política y la conciencia nacional de la nación»), la industria pesada a la agricultura y los servicios («las ciudades son construidas principalmente por la industria y para la industria») y los edificios de viviendas de varias plantas a los barrios residenciales («es imposible convertir una ciudad en un jardín»). En realidad, no les interesaban los barrios de ningún tipo. El carácter de una ciudad, declararon los arquitectos soviéticos, «es que la gente viva una vida urbana. Y en las inmediaciones de la ciudad, o en las afueras, que viva una vida rural».
El grupo regresó a Berlín rebosante de entusiasmo. Organizaron reuniones y conferencias, crearon seminarios y sesiones de formación destinadas a transmitir todo lo que habían aprendido. Walter Pistonek, uno de los arquitectos alemanes, dio diecisiete conferencias entre mayo y noviembre de 1950, y publicó más de una decena de artículos. Finalmente, el grupo publicó los «Dieciséis principios» de planificación socialista, que se convirtieron en ley en Alemania del Este, y permanecieron como tal hasta 1989. Ulbricht se entusiasmó hasta tal punto con los nuevos planes que aprobó la construcción de un rascacielos de ornamentación recargada en Dresde, muy similar al Palacio de la Cultura de Varsovia. Por fortuna, no llegó a construirse.
Sin embargo, pese al entusiasmo generalizado por la arquitectura realista socialista, en la práctica los urbanistas alemanes no tenían el concepto mucho más claro que los polacos antes que ellos. En Stalinstadt, muchos de los arquitectos empezaron a construir lo que sabían construir: estructuras sencillas y funcionales en la tradición de la Bauhaus (que había sido un movimiento de izquierda dedicado a la construcción de «viviendas para los obreros»). Pero cuando Ulbricht visitó los primeros apartamentos terminados en enero de 1952, declaró que eran demasiado pequeños y sencillos, como «cajas sin decoración». Entonces se elaboraron nuevos planes, que se descartaron en más de una ocasión[16].
Finalmente, la cúpula de Alemania del Este nombró a un nuevo arquitecto jefe. Karl Leucht amplió la oficina de planificación de la ciudad de 40 a 650 empleados, aceleró la velocidad del proyecto y declaró que en el futuro los edificios de la ciudad serían «una expresión de la creciente riqueza de la sociedad socialista» y un reflejo del alto nivel de vida de la clase obrera. Entonces se inició una fase de construcción más «monumental». Los edificios de apartamentos se unieron con altos arcos. Las puertas fueron flanqueadas por columnas. Elementos que pretendían evocar la tradición clásica en el arte alemán (ese se consideró el período más «progresista» de la cultura alemana) se incorporaron en fachadas, aunque a menudo sin orden ni concierto. La nueva ciudad se diseñó alrededor de la fábrica: aunque estaba separada de la ciudad por una zona verde, las puertas de la fábrica se veían a lo lejos, desde las calles principales, igual que los berlineses ven la Puerta de Brandemburgo desde el final de Unter den Linden. Hasta 1981, en la ciudad no se construyó ninguna iglesia. En su lugar, Leucht diseñó un ayuntamiento coronado con un chapitel.
La construcción de Nowa Huta siguió una trayectoria similar. En un primer período, los arquitectos quisieron seguir construyendo en los estilos que habían seguido antes de la guerra. En Polonia no se trató de diseño estrictamente Bauhaus, sino más bien de ciudades jardín como las que se construyeron en Gran Bretaña durante las décadas de 1920 y 1930: edificios bajos, de una o dos plantas, rodeados de zonas verdes y árboles. Aunque su diseño era diametralmente opuesto al ideal del realismo socialista, se completaron algunas de esas construcciones. Sin embargo, la tendencia cambió rápidamente también en Nowa Huta: las autoridades del partido manifestaron que esos edificios no estaban lo bastante imbuidos de ideología ni reflejaban suficientemente el carácter nacional de Polonia.
Los planos de la ciudad se diseñaron en Varsovia a toda velocidad y en una atmósfera de gran tensión. Nadie pudo verlos hasta que se hicieron públicos, y fueron transportados a Cracovia bajo la vigilancia de guardias armados[17]. Al igual que los arquitectos rusos que habían incorporado elementos decorativos renacentistas al Palacio de la Cultura, los arquitectos de Nowa Huta también decidieron que el momento en que Polonia había sido más polaca fue en el siglo XVI. Mientras los auténticos edificios del siglo XVI de Cracovia corrían peligro por la contaminación del aire, Nowa Huta incorporaba una sede industrial neorrenacentista con una fachada almenada, muy trabajada. Se diseñó un ayuntamiento al estilo de Zamosc, una ciudad renacentista al sudeste de Polonia, aunque no llegó a construirse. Como Stalinstadt, Nowa Huta fue también la primera ciudad polaca en muchos siglos que se construyó sin una iglesia.
Diseños igualmente pretenciosos se elaboraron para Sztálinváros. Según los planos, la ciudad dispondría de comedores públicos donde la gente podría comer en comunidad, en lugar de cocinar en su casa; habría jardines de infancia a los que se podría llegar caminando; los teatros y las instalaciones deportivas también estarían cerca. La gente necesitaría espacios donde reunirse para expresar su apoyo y amor al régimen. Así pues, los arquitectos de la ciudad diseñaron los planos de un amplio bulevar —la calle Stalin— que iría de la fábrica hasta la plaza central, y que sería perfecto para los desfiles del Primero de Mayo. La plaza tendría una parte abierta al Danubio y una estatua de Stalin más grande que a tamaño real en el centro[18].
La apariencia no era lo único que preocupaba a los arquitectos. Las ciudades socialistas tenían que ser, en palabras de Leucht, «una expresión visible del auge económico y cultural de la República Democrática Alemana». De manera implícita o explícita, las nuevas ciudades prometían a sus trabajadores unas mejores condiciones de vida. Por el momento vivían en barracas como las que horrorizaron a Júlia Kollár, pero todos creían que sería algo temporal. «Sabías, desde el principio creías, que en algún momento recibirías un apartamento. Aunque no lo dijeras al principio», recordó una mujer alemana[19]. Otra manifestó a un periódico que su definición de una ciudad «socialista» era aquella en la que había «luz, zonas verdes, aire y espacio por todas partes[20]». En Sztálinváros, las autoridades se impusieron el ambicioso objetivo de terminar mil apartamentos nuevos cada mes y dejar espacio de sobra para parques[21].
Las expectativas eran altas, y las autoridades las elevaron todavía más. No solo se construirían muchos apartamentos para los trabajadores, sino que serían grandes, cómodos y estarían equipados con los diseños más modernos. Tras la visita de Ulbricht a Stalinstadt en 1952, las autoridades responsables de la construcción crearon un protocolo que establecía que la altura de las habitaciones de los pisos tenía que pasar de 2,42 a 2,7 metros; que los marcos y los alféizares de las ventanas tenían que ser de calidad superior; que todos los edificios debían tener la misma altura[22]. Leucht declaró que los edificios de apartamentos tendrían calefacción central, y que los nuevos ocupantes deberían «dar su opinión» sobre su construcción. Los arquitectos no deberían decidir en solitario cuánto espacio le correspondía a la gente[23].
El primer ministro Otto Grotewohl también fue de visita en 1952. Inspeccionó algunos de los apartamentos recién construidos y «llegó a la conclusión de que a los trabajadores no se les había aconsejado lo suficiente sobre cómo amueblar y equipar sus nuevos hogares[24]». Así pues, se organizó una exposición de «apartamentos de muestra» para enseñar a la gente a decorar un apartamento, por si se les adjudicaba uno. Los muebles de la exposición eran de fabricación industrial, y por lo tanto «más avanzados» que los muebles rudimentarios que los nuevos trabajadores habían utilizado anteriormente, cuando eran campesinos. Por supuesto, solo quienes merecieran vivir en esos apartamentos socialistas recibirían uno: como alrededor de un 80 por ciento de esos nuevos espacios pertenecían al complejo industrial, enseguida se convirtieron en parte del sistema de premios por la «competición entre trabajadores» y se utilizaron para animar a los «trabajadores de choque» a cumplir sus cuotas aún más rápidamente[25].
Las tiendas también tenían que ser de gran calidad. En Nowa Huta se concentraron especialmente en el diseño de aquellas que bordeaban la plaza central. Una de ellas, que ahora forma parte de la cadena Cepelia, aún mantiene su decoración de los cincuenta, incluida una enorme lámpara de techo que parece una araña de luces renacentista concebida por alguien que nunca haya visto una araña de luces renacentista. Las tiendas tenían que estar llenas, y algunas lo estaban. En Sztálinváros, donde muchos trabajadores procedían de familias campesinas, Kollár entre ellos, estos enviaban comida a sus familiares[26]. Nowa Huta también tenía fama de ofrecer productos de mejor calidad que la cercana Cracovia.
Al principio, Stalinstadt tuvo más dificultades para satisfacer la demanda de sus habitantes, hasta el punto de que la escasez se convirtió en un problema de interés nacional. En agosto de 1952, el ministro de Comercio de Alemania del Este escribió una carta airada a una de las autoridades de la ciudad:
Cuando visité EKO [la planta siderúrgica] el sábado, 16 de agosto, muchos trabajadores, así como miembros de la organización del partido en el seno de EKO, me dijeron que la provisión de fruta, verdura y otros productos para las familias de los trabajadores es muy pobre. Me pidieron que hablara con las amas de casa para obtener más información. […] Me dijeron que me preparara para los reproches que tendría que escuchar. La calle comercial del nuevo barrio, que tenía que estar terminada el 1 de mayo de este año, aún no está terminada, supuestamente por culpa de los desacuerdos sobre la decoración de los interiores[27].
Tras recibir esa carta, las autoridades decidieron organizar «ferias comerciales» en la ciudad, para las que aportaron, entre otras cosas, 740 bicicletas, 5000 cubos, 2400 pares de zapatos y 10 000 metros de ropa de cama.
Finalmente, pero no menos importante, una ciudad «socialista» tenía que ser aquella en la que los trabajadores no solo comieran y durmieran, sino en la que también pudieran disfrutar de actividades de ocio, como las que la burguesía había disfrutado en el pasado. Cuando visitó Sztálinváros en 1952, Zoltán Vas —el comunista húngaro que había perdido sus gafas cuando visitó a los partisanos húngaros en 1944— organizó una reunión con jóvenes ingenieros y les preguntó qué hacían después de trabajar. Al oír que «no había nada que hacer, de manera que, por lo general, después de trabajar se iban a dormir», ordenó a los urbanistas que construyeran un restaurante. Así lo hicieron[28]. (Durante ese mismo viaje, Vas preguntó al jefe de la oficina de planificación central dónde podía tomar un taxi. «Ni siquiera tenemos carreteras», le respondieron.)[29] Juchnowicz también recibió, de manera inesperada, una llamada telefónica: «Construya un teatro», se le ordenó[30]. Y así se hizo. El Teatro Popular de Nowa Huta quedó terminado en 1955. Stalinstadt finalizó las obras de su teatro —bautizado en honor de Friedrich Wolf, el padre de Markus Wolf— ese mismo año. Diseñado para parecer un templo griego, el teatro de Stalinstadt no estaba conectado al sistema de calefacción de la ciudad, y durante mucho tiempo tuvo que calentarse con la ayuda de un motor de una vieja locomotora. Sin embargo, los proyectos no dejaban de llegar. En Sztálinváros, la presión para elevar el nivel cultural de los habitantes de la ciudad se tradujo en un nuevo hotel, el Arany Csillag («Estrella dorada»), en 1954. Un periódico describió el edificio como «el más hermoso de la ciudad», y su restaurante iba a ser «el mejor de la ciudad». Llevaron a camareros y cocineros de Budapest, y el alcalde anunció con grandilocuencia que en ese restaurante se serviría a los ciudadanos corrientes antes que a los dignatarios[31].
Además de entretenimiento a los trabajadores, las ciudades socialistas también debían proporcionar inspiración cultural a todo el conjunto de la población. A principios de la década de 1950, artistas, escritores y cineastas visitaron la ciudad para «aprender de los trabajadores». El compositor ruso Dimitri Shostakóvich llegó a Stalinstadt en 1952. El director de Alemania del Este Karl Gass realizó un elogioso documental en 1953. Aunque su equipo era demasiado rudimentario para realizar entrevistas, Gass filmó la construcción de los altos hornos con todo detalle[32]. Un novelista de Alemania del Este, Karl Mundstock, también publicó un libro basado en sus experiencias en la ciudad. Helle Nächte («Noches claras») contenía una descripción lírica de la zona de construcción:
Montones de madera, andamios, casetas terminadas, hornos, mesas, sillas, camas, montañas de grava, todo ello esparcido allí donde había espacio. […] Pero pronto se concretaron las hileras de casetas, las tiendas, los almacenes de material, demostrando así que bajo el aparente caos se mantenía un sistema racional. Pronto las excavadoras limpiaron el canal, que se había convertido en un río de lodo durante los diez años transcurridos desde la guerra. Y pronto las sierras empezaron a silbar, y la calle que llevaba al centro de la planta siderúrgica, la calle de la amistad, quedó construida[33].
Tadeusz Konwicki pasó parte de 1949 y 1950 trabajando en Nowa Huta, y utilizó el material que reunió allí para escribir Przy Budowie («En la obra»), posiblemente su peor novela. La historia gira en torno a un grupo de trabajadores que tienen que cumplir con el plazo de construcción previsto, pero que se sienten frustrados por los enemigos de clase y colegas que no son lo bastante progresistas. Naturalmente, superan todas las dificultades y cumplen con su cometido[34].
Sin embargo, no era la experiencia del trabajo lo que los escritores y artistas buscaban en las obras de la nueva ciudad. En algunos casos, buscaban la oportunidad de reconstruirse a sí mismos, igual que los obreros reconstruían la ciudad. En 1952, el pintor Oskar Nerlinger llegó a Stalinstadt con la esperanza de curarse de cualquier rastro que pudiera quedar en él del formalismo burgués. Nerlinger había sido un miembro muy activo de la vanguardia de preguerra, y después de la guerra fue nombrado director de la Hochschule der Bildenden Künste, la Escuela de Bellas Artes de Berlín Oeste. Sin embargo, sus estrechos vínculos con artistas comunistas del Este, su firme oposición al «capitalismo» y su apoyo a las campañas «por la paz» de Alemania del Este hicieron que muy pronto se ganara multitud de enemigos. Tras participar en algunas exposiciones en la parte oriental de la frontera, lo nombraron uno de los «profesores podridos» del Oeste y —como muchos otros— perdió su trabajo[35]. A principios de la década de 1950, no solo los comunistas eran intolerantes.
Con gran efectismo, Nerlinger cruzó la frontera en 1951 —fue uno de los pocos que se trasladaron del Oeste al Este— y se incorporó a la clase artística de Alemania del Este. Sin embargo, como él mismo manifestó, se mantuvo «inseguro en su actitud artística». Su mujer, Alice Lex-Nerlinger, tuvo dificultades para exponer sus cuadros en el Este, como manifestó en una carta de queja a las autoridades: «Durante toda mi vida como artista no he hecho otra cosa que trabajar por la paz[36]». Nerlinger consideraba un «alivio» estar en el Este, pero la estética era difícil de entender para un pintor sumamente abstracto como él. Con la esperanza de escapar de ese «pesimismo» y adquirir «optimismo» al igual que los trabajadores, decidió vivir durante un tiempo en la nueva ciudad socialista[37].
Nerlinger recibió el encargo por parte de la dirección de la fábrica de pintar un mural, convirtiéndose así en empleado de la planta siderúrgica, con los «derechos y las obligaciones de un trabajador de la fábrica». Decidido a experimentar todos los aspectos de la vida de sus nuevos colegas, visitó sus apartamentos, sus restaurantes y su estadio deportivo. Se pasaba el día «envuelto en mantas en medio del lodo invernal, de pie junto a los hornos, experimentando la construcción de los mismos, escuchando los múltiples ruidos de las máquinas», con la esperanza de aprender de «los maravillosos seres humanos que han levantado este valiente proyecto sobre los antiguos bosques». Por la noche estudiaba la literatura sobre ingeniería técnica. Intentó pintar a los obreros mientras trabajaban, lo que no fue fácil: «La fábrica era ruidosa y peligrosa, y la cámara no ayudaba porque el resplandor del metal era demasiado caliente y brillante[38]».
Sus primeros resultados no satisficieron a los protagonistas. Creyeron que las escenas eran demasiado oscuras y desagradables —«como en una mala compañía de Alemania occidental»— y aconsejaron a Nerlinger sobre cómo modificarlos. Nerlinger obedeció. Empezó a pintar la fábrica como un lugar más luminoso y alegre. Pintó a los obreros con gesto más feliz y optimista. Le pareció importante mostrar a los ingenieros «orgullosos» de su trabajo. Sus críticos-trabajadores lo aprobaron, hasta el punto de que le pidieron copias, que después colgaron en sus apartamentos[39].
Sin duda, su estilo había cambiado de lo que él mismo presumió en una exposición de sus bocetos, estudios y obras en proceso, que se inauguró en noviembre de 1952, a la primera exposición de arte en Stalinstadt. Para demostrar lo mucho que había evolucionado, Nerlinger llevó cuatro de sus cuadros de antes de la guerra y los presentó como pruebas de que «no podía seguir así». En palabras de un crítico de arte que escribió sobre la exposición, esas obras anteriores mostraban «una visión gélida de una fábrica muy solemne» (1930) y «un paisaje oscuro y melancólico» (1945) que traslucían «la trágica situación de un artista cuya apertura política lo había llevado por el mal camino». Afortunadamente, «su espíritu progresista se rebeló contra el pesimismo paralizante. El ritmo palpitante del complejo industrial de Eisenhüttenstadt, los miedos deprimentes de sentirse solo en un estudio, se convirtieron en el sueño utópico de una nueva realidad[40]».
Los trabajadores de la fábrica se sintieron satisfechos con esa primera exposición. «Querido colega Nerlinger —escribió uno de ellos en el libro de visitas esa tarde—, me he sentido feliz al recorrer la exposición, he visto que usted, con bondad y una creatividad intacta, ha tratado nuevos problemas. […] Espero que la obra terminada se convierta en un gran éxito.» Otro declaró que «nuestra creencia de que el ser humano centra todos nuestros esfuerzos no puede quedarse en una frase hecha, tiene que expresarse en el arte». Representantes de países socialistas amigos escribieron notas de admiración en polaco, húngaro y checo.
Unas semanas después, se inició un debate en la fábrica. Nerlinger empezó pidiendo «la crítica constructiva de los trabajadores». Algunas de las respuestas fueron sorprendentemente precisas: «Nos gustan mucho los dibujos en blanco y negro, pero las acuarelas tienen que ser más luminosas y más naturales». Otro se quejó de que en uno de los cuadros no lograba distinguir las caras de los personajes, y de que las figuras eran demasiado genéricas. Un representante de la Juventud Libre Alemana se mostró más entusiasmado: «Es probable que esta sea la primera vez en la historia de nuestro pueblo en que un artista presenta su obra para someterla a una discusión crítica con los obreros que lo motivaron y le dieron fuerza[41]».
Nerlinger alcanzó el éxito, y su transformación psicológica también progresó. Al igual que Max Lingner, quiso realmente adaptarse al espíritu de su época, y se sometió voluntariamente a un proceso de «reeducación» para encajar mejor en su nuevo entorno. En ese sentido, Nerlinger tenía mucho en común con los trabajadores que aparecían en sus cuadros, así como con los obreros de Sztálinváros y de Nowa Huta. En teoría, también ellos estaban siendo reformados y redefinidos por su entorno y, en teoría, también ellos se adaptarían al espíritu de sus ciudades.
Los sueños de los urbanistas socialistas fueron más allá de ladrillos y argamasa. Desde el principio, sus ambiciones incluyeron no solo la transformación del arte y el urbanismo, sino también del comportamiento humano. Una de las primeras descripciones de Sztálinváros la presenta como «una ciudad sin mendigos, y sin periferia»; es decir, sin barrios en las afueras[42]. En el interior de la ciudad socialista, los trabajadores llevarían una vida más «refinada» que la que habían conocido en el pasado, un estilo de vida que mantendría un parecido extraordinario con la vida de la burguesía de antes de la guerra. En Sztálinváros, finalmente pudieron hacerse una idea de ese atractivo futuro en el verano de 1952, cuando los edificios de apartamentos de la calle Primero de Mayo quedaron relativamente listos, la calle estuvo cubierta de asfalto y los escombros del edificio habían sido retirados. El área se había convertido en un lugar por el que la gente bien vestida podía salir a dar un paseo en domingo, y pronto pasó a conocerse como la «Suiza de Sztálinváros». Eso, en palabras del historiador Sándor Horváth, era exactamente lo que se esperaba que sucediera. Los nuevos espacios urbanos producirían una nueva clase de trabajador, el «humano urbano»:
El «humano urbano» lleva una vida sobria, va al cine o al teatro o escucha la radio en lugar de ir al bar, viste ropa moderna, cómoda y de confección. Le gusta salir a pasear y le encanta pasar su tiempo libre de manera «razonable» en la playa. A diferencia de los lugareños, decora su apartamento con muebles urbanos, y prefiere los muebles de fábrica a los diseñados por carpinteros, y se tumba en un práctico sofá. En el piso del humano urbano hay un baño donde se baña con frecuencia. No utiliza la bañera para sus animales ni para guardar comida en ella. Durante el día come en la fábrica, y solo utiliza la cocina para preparar comidas ligeras. El resto del tiempo lo pasa con su familia en la sala de estar. El urbano humano toma el sol en el balcón de su apartamento moderno, luminoso y aireado, o deja que sus hijos salgan a respirar aire puro. No tiende la ropa en el balcón, sino que utiliza la zona de lavandería común del edificio[43].
Sin embargo, la Suiza de Sztálinváros era minúscula. En 1952 consistía en una sola calle. La vida diaria en el resto de la zona de construcción, y en las de Stalinstadt y Nowa Huta, tenía un aspecto bastante distinto.
Durante su primera década, las ciudades socialistas alcanzaron uno de sus objetivos con sorprendente éxito: todas ellas lograron un crecimiento extraordinariamente rápido. Nowa Huta, fundada en 1949, tenía 18 800 habitantes a finales de 1950, y en 1960 tendría 101 900[44]. Sztálinváros tenía 5860 habitantes a finales de 1950, pero un año después esa cifra era de más del doble, 14 708 habitantes[45]. Stalinstadt tenía 2400 habitantes en 1952, y 15 150 en 1955. En cualquier país en vías de desarrollo un crecimiento tan rápido provocaría caos, desorganización, errores y cosas peores. Y así sucedió. Como Józef Tejchma recordó: «Era todo […] increíblemente primitivo».
Tejchma llegó a Nowa Huta en 1951, con veinticuatro años, el mismo año que asistió al festival de la juventud de Berlín. Nacido en el seno de una familia campesina en una remota aldea al sudeste de Polonia, Tejchma había terminado la educación secundaria gracias a la educación gratuita que sus padres jamás habrían podido permitirse antes de la guerra. Se había afiliado a las juventudes del Partido de los Campesinos siendo estudiante, y cuando se unieron a la Unión de Jóvenes Polacos (ZMP) en 1948, Tejchma se convirtió en miembro de manera automática. Talentoso y entusiasta, muy pronto le propusieron trabajar en la sede de la ZMP en Varsovia. Aunque le habría gustado ir a la universidad, había asuntos más importantes que atender. El jefe de los Jóvenes Polacos lo llamó de improviso y le comunicó que tenían la necesidad urgente de abrir una oficina de la ZMP en Nowa Huta. Le preguntó si estaría dispuesto a convertirse en su primer dirigente. Tejchma aceptó. Y así, recordó, se convirtió en «el líder de varias decenas de miles de jóvenes. Yo era el responsable de su educación, cultura, deporte… de todo[46]».
Tejchma permaneció allí tres años, durante los cuales descubrió «las enormes dificultades que comportaba incorporar a jóvenes recién llegados del campo a las grandes fábricas». Muchos de los que llegaron a Nowa Huta eran analfabetos o estaban semialfabetizados. Jamás habían salido de sus pequeños pueblos, nunca se habían separado de sus familias, y no sabían nada del mundo exterior. Tejchma no lo consideró de inmediato un problema infranqueable. Él mismo procedía de una aldea empobrecida y el modesto «rincón» que ocupaba en un hotel de trabajadores de Nowa Huta era lo más lujoso que había conocido jamás: «Había agua, electricidad». También tenía una secretaria y un sueldo, que le pagaba la ZNP, y que le proporcionaba independencia de la fábrica.
Al principio, sus días estaban repletos de interés. Aunque recibía instrucciones de Varsovia, y le indicaban cómo organizar las conferencias y los desfiles, también gozaba de bastante independencia. Solía pasearse por la obra, «interesándome por cómo trabajaban los jóvenes, e intervenía, hacía sugerencias, me fijaba en el comedor, en el sistema educativo». Exponía sus conclusiones a los jefes de la obra y argumentaba los cambios que proponía. A fin de evitar que los trabajadores se quedaran «tirados por los bancos» después del trabajo, organizó una flota de camiones de la obra para que trasladaran a un grupo de trabajadores, muchos de los cuales nunca habían estado en un teatro, y asistieran a una representación en Cracovia. Tejchma también organizó encuentros con los escritores, artistas y poetas importantes que llegaban a Nowa Huta en busca de inspiración creativa. Además, Tejchma estaba al corriente de quién cumplía las cuotas de construcción y quién las superaba. Fiel al espíritu de la época, fomentó las «competiciones socialistas» y recompensaba a los vencedores. Algunos lo escucharon: «Se implicaron, intentaron hacerlo bien, compitieron con los otros. Pero, por supuesto, en la vida real no era como aparecía en los noticiarios».
Muy pronto, el trabajo de Tejchma se volvió decepcionante. Algunos de sus nuevos subordinados apreciaban su trabajo, se mostraban dispuestos a ampliar sus horizontes, aprender la historia del movimiento obrero, familiarizarse con el teatro y la literatura. Pero otros no solo se aburrían con sus esfuerzos, sino que se mostraban abiertamente hostiles. Muchos de ellos «no tenían el más mínimo nivel cultural. Ni educación, ni necesidad de algo más elevado. Estaban siempre borrachos, se entretenían peleando. No tenían ningún sentido de la unidad. No querían nada de lo que podíamos ofrecerles».
Él no fue el único que llegó a esa conclusión. En 1955 —después de la muerte de Stalin, momento en que la prensa era mucho más libre—, el joven periodista Ryszard Kapuscinski visitó Nowa Huta con el Sztandar Młodych («Bandera de juventud»), el periódico de la ZMP. En los recién terminados edificios de apartamentos, Kapuscinski conoció a varias personas que estaban satisfechas con lo que habían conseguido. «Llevo aquí dos años y no me marcharía por nada del mundo», le dijo un hombre. Sin embargo, en las ciudades de barracas de la periferia descubrió unas condiciones de vida dramáticas, casi dantescas, y una subclase emergente de trabajadores empobrecidos y degradados:
No hace mucho, una joven de catorce años infectó a un grupo de muchachos [de una enfermedad venérea]. Cuando la conocimos, nos describió su hazaña con tal vulgaridad que nos entraron ganas de vomitar. No es la única. No todas son tan jóvenes, pero son muchas. Vaya al bosque Mogilski, a «Tajwan», a «Kozedo» [nombres de bares]. […] En Nowa Huta hay apartamentos en los que en una habitación la madre recoge el dinero de los hombres y en la otra la hija los compensa por ello. Hay más de un apartamento de esos…
Y ahora fíjese en la vida de un joven de aquí de la fábrica. Se levanta temprano, va a trabajar. Regresa a las tres. Y ya está. A las tres su día termina. He paseado por las residencias donde viven esos hombres. He estado dentro. Están ahí sentados. De hecho, esa es la única actividad que realizan. No hablan, ¿de qué van a hablar? Podrían leer, pero no están acostumbrados; podrían cantar, pero molestarían a los otros; podrían pelearse, pero no quieren. Así que… se quedan allí sentados. Los más activos vagan por las calles. Diablos, ¡tal vez haya algo que hacer, algo con lo que llenar la mitad del día! Hay muchos bares, pero algunos no quieren ir allí, y otros no tienen dinero. Aparte de eso no hay nada…[47]
Tejchma hizo la misma observación. Intentó mantener debates en grupo con los trabajadores más apáticos, pero aunque estaban dispuestos a quejarse sobre las condiciones laborales, era imposible conseguir que hablaran de algo más. Cuando escritores famosos iban a visitarlos, la mayoría de ellos permanecían en silencio, como si esperaran recibir instrucciones de esos visitantes de otro mundo. Tejchma empezó a advertir de la situación a esas figuras literarias, e incluso a aconsejarles que no exageraran los méritos de Nowa Huta. Pidió a Kazimierz Brandys, entonces un importante escritor estalinista, que moderara su descripción de la obra: la vida real no era tan optimista ni tan alegre como aparecía en la obra de Brandys. Había una enorme distancia entre la vida que se vivía a diario y la vida que se describía en los periódicos, los noticiarios y las novelas.
También se estaban abriendo grandes brechas entre los distintos barrios de las ciudades socialistas. No muy lejos de la calle del Primero de Mayo, la Suiza de Sztálinváros, había ciudades-barraca con nombres como «Radar» o «Sur». Eran en realidad barrios marginales sin agua corriente, sin retretes cubiertos, con las calles sin asfaltar. La recogida de basura era irregular. La gente tenía cerdos y gallinas en cobertizos junto a las barracas, y a veces también en los cercanos edificios de apartamentos a medio construir. Cuando llovía, se acumulaba tanto lodo que los padres tenían que cargarse a sus hijos a las espaldas para llevarlos a la guardería. A veces dos, tres o más familias vivían en espacios diseñados para una sola[48]. Para distraerse, los habitantes de esos barrios no iban a teatros y restaurantes, sino a los bares. El más conocido —Késdobáló, que literalmente significa «el lanzador de cuchillos», además de «pub» o «tugurio» en jerga húngara— era, según los artículos de prensa, un lugar de borracheras, cantos desaforados, peleas y apuñalamientos. De otro bar —Lepra, o «el leopardo»— se contaba en broma que antes de cruzar la puerta tenía que dispararse un tiro al aire, y si nadie respondía con un disparo, entonces se podía entrar. De manera periódica, la policía intentaba cerrar esos establecimientos, pero los bares se habían convertido en el lugar de reunión de los campesinos, quienes los defendían enérgicamente contra la policía y los medios «urbanos[49]».
Stalinstadt estaba igualmente dividida. En una parte de la ciudad, los pocos afortunados que pudieron instalarse en los nuevos apartamentos se sentían verdaderamente entusiasmados por sus nuevas circunstancias. Para el resto, la situación era más difícil. La mayoría de los trabajadores que llegaron al lugar durante los primeros tiempos eran jóvenes procedentes de toda Alemania —uno de cada tres era un refugiado de Polonia, los Sudetes, o de algún otro lugar del antiguo Reich—, que viajaba sin su familia. Vivían en barracas, diez en una habitación, y su principal distracción era beber. Uno de ellos recordó ir «siguiendo las vías del tren hasta Fürstenberg», donde, como en Sztálinváros, había bares con nombres tan poco utópicos como El Jabalí o La Bodega[50]. Otro recordó un bar siempre tan abarrotado que era difícil entrar en él, a menos que tuvieras la suerte de llegar justo después de una pelea, cuando se había expulsado a todos los clientes[51].
La velocidad a la que se construía, la implementación de turnos de noche, las largas jornadas laborales y la inexperiencia de trabajadores y directores también provocaron que se produjeran fallos tecnológicos frecuentes en esas zonas de construcción supuestamente ideales. El suelo poco compacto y arenoso de Sztálinváros causó enormes problemas y ralentizó la construcción. Tevan recordó que se levantaba temprano los domingos por la mañana y se colaba en la obra para comprobar que «las paredes y los edificios seguían en su sitio[52]». La parte de la fábrica de la que ella era responsable se mantuvo en pie, pero un ala de una de las escuelas de la zona se hundió y tuvo que ser reconstruida. En 1958, toda la red de alcantarillado tuvo que repararse. La ideología fue la causa principal de los problemas técnicos: en un momento determinado, Tevan pidió que apartaran de su proyecto a una brigada muy aplaudida de trabajadores de choque porque estaban tan ansiosos por terminar rápidamente y cobrar su recompensa que cuidaban poco los detalles y hacían mal su trabajo. Ese problema surgió en muchas otras zonas de construcción y en muchas otras fábricas en esa época, pero la intensa propaganda agravó el problema en las ciudades socialistas.
En las plantas siderúrgicas también surgieron problemas técnicos. En Stalinstadt, un horno diseñado para producir 360 toneladas de hierro bruto, al principio solo fue capaz de producir alrededor de una tonelada y media. Tras dos meses de reparaciones y reajustes, llegó a producir unas 205 toneladas, lo que significaba que, al menos, el plan podría «cumplirse al 58 por ciento». Con el tiempo la producción mejoró, pero la mala planificación y los fallos de ingeniería conllevaron que parte del proceso de la producción del acero de la planta de Stalinstadt se llevara a cabo en la Unión Soviética durante muchos años. Décadas después de que la planta estuviera «completa», los materiales no terminados seguían siendo transportados de un lado a otro de la frontera para su procesamiento. La planta al completo, que abarcaría todos los estadios del ciclo de la producción del acero, no quedaría terminada hasta la década de 1990, cuando Alemania del Este ya había dejado de existir[53].
Un desarrollo veloz a menudo comporta errores y fallos de esa clase en los países pobres. Sin embargo, en las nuevas ciudades socialistas la distancia entre la propaganda utópica y la realidad, a menudo catastrófica, de la vida diaria fue tan exagerada que los partidos comunistas se apresuraron a dar explicaciones. Sin duda, las campañas de propaganda se organizaron en las ciudades socialistas a una escala más extendida y frenética que en cualquier otra parte del país. La campaña para cambiar el nombre de Dunapentele por el de Sztálinváros se llevó a cabo precisamente para movilizar a la población activa de la ciudad, por ejemplo, y tal vez también para animar a la Unión Soviética a contribuir. Como Ernó Geró escribió en una carta dirigida a Rákosi en 1951:
Con el nuevo nombre podríamos dar un fuerte empuje a la organización de competiciones de trabajo en las obras. Podríamos organizar el cambio de nombre de manera que […] la inmensa mayoría de los trabajadores se identificaran con el plan, y pidieran al gobierno que escuchara su petición del cambio de nombre. […] También creo que al cambiar el nombre de la planta siderúrgica Duna por el del camarada Stalin, las organizaciones económicas soviéticas se sentirían en la obligación moral de ofrecernos la ayuda necesaria en cuanto a planificación y suministros…[54]
Así pues, una campaña «espontánea» se puso debidamente en marcha. De todas partes de la ciudad, los trabajadores escribían cartas a Rákosi en las que se comprometían a cumplir cuotas de trabajo más elevadas y con mayor rapidez si el líder húngaro aceptaba cambiar el nombre de la ciudad. «Prometo que, con todo mi esfuerzo y conocimiento, ayudaré a ese arbolito plantado en la pequeña población de Dunapentele a llegar al cielo en la maravillosa ciudad de Sztálinváros», escribió uno. «Ruego al camarada Rákosi que haga llegar esta carta a nuestro padre Stalin», manifestó otro. Algunos le escribían poemas:
Junto al Volga está Stalingrado, junto al Danubio tenemos
Sztálinváros,
El camarada Stalin es el mayor guardián de la paz, y su nombre
protegerá nuestra ciudad…
Finalmente, una delegación de trabajadores fue a ver a Rákosi y le entregó todas las cartas, encuadernadas en forma de libro grande forrado en cuero que hoy se conserva en el museo de la ciudad. Rákosi les estrechó la mano y les dijo que aceptaba: la ciudad cambiaría de nombre. Se programó una celebración de «bautizo» para el aniversario de la Revolución de Octubre, que incluyó espectáculos de baile tradicional, teatro y ópera, competiciones deportivas y una feria del libro con todas las obras de Stalin. En las sedes del partido se colgó un enorme retrato de Stalin, cuidadosamente iluminado; en palabras de un periodista local, «como si la luz de la gratitud del pueblo húngaro iluminara su rostro[55]».
En Alemania del Este, la cúpula del partido adoptó una actitud más sombría sobre los errores cometidos en sus ciudades socialistas. Especialmente preocupados por los fallos de ingeniería, la cúpula del partido de Alemania del Este organizó una reunión con los jefes del partido de Stalinstadt en 1952. A puerta cerrada, se airearon todos los problemas: la falta de suministros, la falta de ropa de protección para los trabajadores, el pobre sistema de transporte, las sórdidas barracas, el mal funcionamiento de los hornos. El resultado fue un informe severo que atribuyó la mayor parte de la culpa al ministro de Metalurgia, Fritz Selbmann, que fue acusado de «arrogancia» y multado. Le dijeron que podía conservar su trabajo, pero con la condición de que dirigiera a una comisión de expertos que supervisaran el trabajo en la fábrica durante los tres meses siguientes, y de que la comisión introdujera cambios rápidos.
Por separado, la policía secreta de Alemania del Este llevó a cabo su propia investigación sobre el pobre rendimiento de los nuevos hornos. El jefe de la Stasi, Wilhelm Zaisser, encargó personalmente un informe titulado «Sobre la sospecha de sabotaje en la planificación del proyecto y la construcción de Eisenhüttenstadt». Siguiendo el consejo de sus asesores soviéticos, Zaisser atribuyó buena parte de los fallos técnicos al «comportamiento totalmente irresponsable del ministro Selbmann», y se planteó de manera sombría la posibilidad de un juicio amañado (tal vez al estilo del juicio de Shajty durante la década de 1930, en el que varios desafortunados ingenieros fueron culpados de toda una serie de fallos industriales). Selbmann y sus colegas se salvaron del arresto y la humillación pública por la llegada de un grupo de ingenieros soviéticos. Después de examinar el proyecto, elogiaron la construcción de los hornos, pero criticaron la «inexperiencia» de sus colegas alemanes: los bajos niveles de producción no se debían a ningún sabotaje, sino a una mezcla incorrecta de coque y mineral de hierro[56]. La presión sobre los ingenieros de Stalinstadt se mantuvo tan severa que el director técnico de la planta, Hans König, se quejó abiertamente de los ataques y las acusaciones constantes. En 1955 cruzó la frontera y huyó a Occidente[57].
Los obreros también cargaron con parte de la culpa. La prensa de Sztálinváros culpó abiertamente de los problemas técnicos y los retrasos a «los delincuentes, las prostitutas y los sujetos desclasados» que habían llegado a la ciudad por medios nefandos y supuestamente estaban incrementando los índices de criminalidad y saboteando los esfuerzos de los otros. Había parte de verdad en tales acusaciones. Sztálinváros era la zona de construcción más grande del país, y toda clase de personas se acercaron hasta allí para buscarse la vida. Las espantosas condiciones de vida —el hacinamiento, la falta de entretenimiento, la escasez de vivienda— tal vez contribuyeran a que los trabajadores se comportaran peor, aunque no siempre fue así. Tevan tenía a varias ex prostitutas en su brigada femenina de construcción: «Por supuesto, algunas de ellas continuaron con su trabajo en Sztálinváros, pero algunas otras querían empezar una nueva vida. Tuve una empleada a la que ayudé mucho, y que después se convirtió en la encargada de una tienda de la zona. Cada vez que iba a comprar allí me daba los mejores productos, de tan agradecida que estaba[58]».
Sin embargo, la mayoría de los trabajadores que llegaron a las ciudades socialistas no eran delincuentes ni prostitutas, igual que no todos los que iban a los bares improvisados no eran matones armados. Al final, la leyenda de Sztálinváros como ciudad sin ley, de «la fiebre del oro», resultó más útil que verdadera. Al igual que las acusaciones de sabotaje industrial, ayudó a explicar por qué el nivel de vida no aumentaba, por qué los apartamentos no estaban terminados y por qué las plantas siderúrgicas de diseño soviético y nueva construcción no eran capaces de cumplir los ambiciosos planes del partido comunista.
Las campañas contra los vagos, «criminales» y otros maleantes tal vez tuvieran un éxito relativo. Sin embargo, la brecha entre la propaganda y la realidad finalmente se volvió demasiado evidente para poder disimularla y, con el tiempo, incluso los ciudadanos más entusiasmados con el socialismo perdieron la ilusión. Después de unos años como activista de las juventudes, Elek Horváth fue llamado a filas y nombrado oficial. Júlia Kollár —ahora Júlia Horváth— fue invitada a asistir a una escuela de formación del partido en Budapest, donde tuvo problemas por manifestar su oposición a la campaña a favor de los «bonos de paz». Como líder de la Unión de la Juventud Trabajadora, se había visto obligada a vender esos «bonos» —un impuesto, en realidad, puesto que el dinero volvía al Estado— a sus compañeros de trabajo: cuantos más bonos vendiera, más alta sería la posición que ocupara en el movimiento de jóvenes. Llegó a convencerse de que estaba mal convencer a la gente para que se endeudara a fin de adquirir bonos de paz, y ella misma se negó a hacerlo, aunque eso supusiera que los Horváth dejaran de ser considerados «miembros ejemplares». Manifestó su opinión y poco después alguien le preguntó si se sentía orgullosa de que su marido hubiera llegado a oficial siendo tan joven, y ella respondió que no, que no le gustaba su trabajo porque pasaba mucho tiempo fuera de casa. El director de la escuela fue informado sobre la conversación y sobre sus comentarios sobre los bonos de paz. Cuando el hombre la convocó para que se explicara, le dijo que no estaba teniendo un «comportamiento enemigo», sino tan solo expresando su opinión. El incidente quedó zanjado y ella regresó a Sztálinsváros como activista del partido. Sin embargo nunca volvió a trabajar en la construcción, y no siente nostalgia por los años posteriores que vivió en la ciudad.
Si el entusiasmo no perduró, tampoco lo hizo el sueño utópico de la ciudad socialista. Tras la muerte de Stalin en 1953, no todo cambió de inmediato: los nombres de Stalinstadt y Sztálinváros siguieron utilizándose hasta 1961, cuando las dos ciudades pasaron a llamarse Eisenhüttenstadt y Dunaújváros, respectivamente. Sin embargo, los nuevos principios arquitectónicos se pusieron en práctica enseguida. En diciembre de 1954, cuando había transcurrido menos de un año desde la muerte de Stalin, Nikita Jruschov lanzó una campaña para fomentar «la industrialización de la arquitectura». En un discurso que presagió la batalla política aún por llegar, habló con entusiasmo de los edificios prefabricados, el hormigón armado y los apartamentos estandarizados. Despreció a los arquitectos que estaban demasiado preocupados con la estética: «Ellos necesitan un bonito diseño, pero lo que la gente necesita son apartamentos». Y atacó el despilfarro del realismo socialista estalinista:
Algunos arquitectos sienten verdadera pasión por añadir chapiteles en lo alto de los edificios, lo que da a esa arquitectura un aspecto eclesiástico. ¿Les gusta el diseño de las iglesias? No quiero discutir sobre gustos, pero para los edificios residenciales, tal aspecto es innecesario […] No aporta ninguna comodidad extraordinaria a los residentes y solo encarece la explotación del edificio y eleva su coste[59].
En la línea de esa nueva serie de políticas, el Comité Central soviético aprobó un decreto sobre «la eliminación de los excesos innecesarios en la arquitectura». Europa del Este hizo lo mismo. En enero, el discurso de Jruschov apareció traducido al alemán[60]. En febrero de 1955, el Comité Central del partido en Berlín declaró que todas las obras de nueva construcción debían ajustarse a la nueva consigna: «Mejor, más barato, más rápidamente». Bloques de pisos prefabricados —como el espantoso Plattenbau— empezaron a alzarse en Stalinstadt y otras ciudades de Alemania del Este no mucho tiempo después.
Finalmente, el ayuntamiento con el alto chapitel que había sido planeado para Stalinstadt no llegó a construirse. Como tampoco el centro cultural de la plaza principal de Nowa Huta, un espacio que ahora se llama Ronald Reagan Plaza y que marca la intersección de las calles bautizadas con el nombre del general Władysław Anders, el papa Juan Pablo II y el sindicato Solidaridad. En Dunaújváros solo se terminó la mitad de la plaza principal, con lo que quedó algo desigual y aún hoy es fuente de controversia arquitectónica en la ciudad. La inversión en la planta siderúrgica de Stalinstadt se redujo en 1954 de 110 millones a 34 millones de marcos, y la construcción de algunas piezas del ciclo de producción se pospuso indefinidamente[61]. La inversión en la planta de Sztálinváros se congeló en 1954. Aunque la planta de Nowa Huta siguió creciendo, su ubicación fue motivo de mayor controversia con el paso del tiempo.
A causa de la enorme cantidad de publicidad y propaganda que en un principio se centró en ellas, las tres ciudades socialistas siguieron desempeñando un papel simbólico en la historia posterior de sus respectivos países. En el verano de 1955, Nowa Huta y sus trabajadores se convirtieron en el tema principal de uno de los primeros poemas claramente anticomunistas que aparecieron impresos en Polonia tras la muerte de Stalin. El «Poema para adultos» de Adam Wazyk se mofaba sin miramientos de los campesinos convertidos en obreros, de las pretensiones de los encargados de Nowa Huta y de la encendida propaganda comunista:
De pueblos y aldeas, llegan en carros de madera
para construir una fábrica y soñar una ciudad,
para excavar de la tierra un nuevo El Dorado.
Un ejército de pioneros, una aglomeración de gente
hacinada en establos, barracas y albergues,
avanza pesadamente y silba con fuerza por las calles cubiertas de lodo:
una gran migración, cargada de ambiciones confusas,
el crucifijo de Czestochowa colgado de un cordel al cuello,
una montaña de maldiciones, una almohada de plumas,
un galón de vodka, la lujuria hacia las muchachas…
La gran muchedumbre arrancada de repente
de la oscuridad medieval: una Polonia inhumana,
que aúlla de aburrimiento en las noches de diciembre…[62]
Más adelante, ese mismo «ejército de pioneros», con sus crucifijos y su vodka, apareció en la película de Wajda El hombre de mármol (Człowiek z marmuru). Narra la historia de un «trabajador de choque» estalinista que se vuelve insignificante y cae en la desilusión. El hombre de mármol recibió la autorización para ser distribuida en 1977, gracias a la intervención de Józef Tejchma, el antiguo líder de Jóvenes de Nowa Huta, quien por entonces era el ministro de Cultura polaco.
En las décadas siguientes, la primera ciudad polaca que se construyó sin una iglesia se convirtió también en el centro de una enorme lucha política y religiosa. En 1952, el arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyła, celebró una misa al aire libre en el campo donde se suponía que debía construirse la iglesia. Durante las décadas de 1960 y 1970, el clero y las autoridades discutieron sobre financiación y permisos hasta que, finalmente, en 1977, se construyó la iglesia. El cardenal Wojtyła la consagró, en un acto con el que incrementó su importancia tanto a nivel nacional como internacional. Seis años después, Wojtyła —convertido ya en el papa Juan Pablo II— celebró en ella una misa ante una multitud entusiasmada. Nowa Huta se había convertido, y sigue siéndolo, en un símbolo del fracaso totalitarista en Polonia: el fracaso de la planificación, el fracaso de la arquitectura y el fracaso de un sueño utópico.