El realismo socialista
La literatura debe convertirse en una literatura de partido. […] ¡Abajo los literatos sin partido!
VLADÍMIR LENIN, 1905[1]
Un típico chiste de Varsovia describía el resultado de una competición por una escultura conmemorativa en honor a Pushkin. […] El monumento ganador fue una figura gigantesca de Stalin sentado y sosteniendo un pequeño libro entre las manos, en la cubierta del cual se habían imprimido en letras minúsculas dos palabras: Pushkin/Poemas.
ANDRZEJ PANUFNIK, 1949[2]
En una esquina, un burócrata con traje y un maletín bajo el brazo avanza con paso decidido; en la esquina opuesta, una familia joven —padre, madre y bebé— sonríen y agitan una bandera de camino a un desfile. Entre ellos, ingenieros inclinados sobre sus diseños. Trabajadores que colocan traviesas de ferrocarril. Desde su tractor, los campesinos saludan a una joven campesina rubia que lleva una gavilla de trigo entre los brazos. Jóvenes vestidos con el uniforme azul de la Juventud Libre Alemana y los pañuelos azules de los Jóvenes Pioneros Alemanes marchan y aplauden con los brazos en alto al ritmo de los acordeones y de una guitarra.
Fábricas, edificios de apartamentos y un estadio se levantan al fondo, tras las figuras. Y justo en el centro, un joven obrero estrecha la mano a un jefe de partido de pelo cano. Un hombre con gorra y botas de cuero altas —el uniforme familiar de la policía— sonríe a ambos con entusiasmo, como si les diera su aprobación. Los colores son vivos, la superficie es brillante. Todas las figuras tienen rostros simétricos, idealizados y dan una sensación de ingravidez, como si estuvieran sacadas de una serie de dibujos animados para niños.
Pero no son dibujos animados. Todas esas figuras aparecen en un mural de dieciocho metros que lleva el presuntuoso título de Aufbau der Republik («Construcción de la república»). El mural fue diseñado por Max Lingner, un pintor comunista alemán, realizado con azulejos de cerámica de Meissen —de ahí su aspecto brillante— y después colocado en una pared de lo que había sido el Ministerio de Aviación de Göring en Berlín, uno de los pocos monumentos de la arquitectura nazi que sobrevivieron a la guerra. Las fuerzas soviéticas habían utilizado el edificio durante un breve período, pero de 1949 a 1991 se convirtió en la Casa de los Ministerios de la República Democrática Alemana y albergó las oficinas gubernamentales más importantes de la RDA[3].
Aufbau es, por supuesto, una obra compuesta según el espíritu del realismo socialista, en su momento de mayor entusiasmo. Si los desfiles, los festivales, las competiciones en el trabajo y los campamentos de verano pretendían ocupar la vida cotidiana y el tiempo libre del Homo sovieticus, las imágenes del realismo socialista pretendían ocupar su imaginación y sus sueños. La pintura, la escultura, la música, la literatura, el diseño, la arquitectura, el teatro y el cine de Europa del Este se verían determinados de una u otra forma por las teorías del realismo socialista. Lo mismo sucedería con las vidas de pintores, escultores, escritores, actores, directores, músicos, arquitectos y diseñadores, así como con las experiencias de gente corriente que vivió en edificios de arquitectura realista socialista, que leyó ficción realista socialista y que vio películas realistas socialistas.
Aufbau es una obra típica del realismo socialista de la fase final del estalinismo. Sin embargo, no fue una obra típica para su autor. Lingner había nacido en Alemania, pero emigró a Francia después de que Hitler se alzara con el poder en 1933. Mientras estuvo en París, lo influyeron los colores vivos y los diseños abstractos de sus colegas franceses postimpresionistas, y empezó a pintar con ese estilo. También alcanzó cierto renombre por sus mordaces y sombrías ilustraciones satíricas en la prensa comunista francesa. Si bien su obra gráfica estaba sumamente politizada, no era sensiblera ni anodina, y nunca pareció sacada de una tira de dibujos animados para niños. Aufbau fue para él un nuevo punto de partida. Por esa razón, la historia del mural de Lingner —cómo llegó a pintarse, por qué tiene el aspecto que tiene— es también la historia de cómo el realismo socialista llegó a dominar, durante un breve período de tiempo, las bellas artes de todos los países de Europa del Este.
Lingner no fue el único pintor de Europa del Este cuya obra anterior a la guerra había sido disonante, ecléctica, satírica o abstracta. Antes de 1933, los pintores alemanes como Emil Nolde, Max Beckmann, Franz Marc y George Grosz habían estado entre los más activos e innovadores de Europa. Las escuelas de arte y los movimientos alemanes —el expresionismo, la Bauhaus— habían influido a artistas y arquitectos de todo el mundo, desde Edvard Munch y Vasili Kandinski hasta Marcel Breuer y Philip Johnson. Muchos de esos artistas y movimientos mantuvieron vínculos con la izquierda política, y después de la guerra varios de los nombres más famosos de la cultura alemana —Otto Dix, por ejemplo, y en 1948 Bertolt Brecht— regresaron voluntariamente a Berlín Este, con la esperanza de construir una Alemania socialista.
Un grupo inusualmente talentoso de burócratas de la cultura soviéticos los esperaba allí. Para la inmensa sorpresa de aquellos alemanes que se habían quedado horrorizados tras sus primeros contactos, a menudo brutales, con las tropas soviéticas, un grupo de la nueva generación de ocupantes hablaba alemán con fluidez, leía literatura alemana y admiraba la cultura alemana. Uno o dos de ellos incluso sabían más de arte alemán que muchos nativos. Dos de los más importantes —Alexánder Dymchitz, jefe de la división de cultura de la Administración Militar Soviética, y Grigori Weispapier, el primer director de Tägliche Rundschau, el periódico del Ejército Rojo en Berlín— habían sido compañeros de clase en el Instituto de Historia del Arte de Leningrado. Otros tenían formación en filosofía. Varios de ellos eran judíos. Llegaban con el mandato de hacer la parte oriental de la ciudad culturalmente más dinámica que la occidental, de supervisar la «revolución burguesa» en cultura, y de preparar el camino para la revolución cultural comunista que llegaría a continuación. A diferencia de la mayoría de sus compatriotas, que trataban a la población nativa con desprecio y brutalidad, esos hombres cultivaban contactos con artistas y literatos alemanes, asistían a espectáculos y visitaban exposiciones.
En los primeros tiempos, el panorama cultural de Alemania del Este fue tan caótico como todo lo demás. Recién terminada la guerra, una serie de personas al azar «reocuparon» la Reichskulturkammer, la Cámara de Cultura, donde aún había expedientes sobre todos los artistas, intérpretes y escritores de Alemania. La primera en llegar fue Elizabeth Dilthey, una ex nazi. Presentó credenciales rusas falsas, dijo estar al mando de la nueva Kulturkammer, se instaló en el edificio y enseguida se rodeó de personalidades del mundo de la cultura, como Martin Gericke, un peluquero y maquillador de teatro. Cuando el ejército estadounidense llegó en julio, Gericke, que ahora se presentaba como un «filósofo», se convirtió en su informante. A continuación, Klemens Herzberg —que tenía unas credenciales ligeramente mejores— desplazó a Dilthey y se proclamó representante plenipotenciario del comandante de asuntos culturales de la ciudad de Berlín, un título que ostentó durante diez días, durante los cuales organizó algunas fiestas excelentes. Finalmente, la administración soviética lo sustituyó por un actor mayor y políticamente neutral, Paul Wegener[4].
Durante un breve período de tiempo, la Kulturkammer fue una institución fundamental para los artistas e intelectuales de Berlín, quienes utilizaban el edificio como club, comedor y centro de reuniones. Y lo más importante, fue también el centro de distribución de las cartillas de racionamiento, un asunto de importancia fundamental para todos los berlineses. Incluso durante las primeras semanas después de la guerra, el Ejército Rojo garantizaba, a quienes presentaran credenciales artísticas, la codiciada ración «de primera», que consistía en un pedazo de pan más grande, y más carne y verduras. Cuando se le preguntó el motivo, Dymschitz declaró que «puede que haya un Gorki entre vosotros. ¿Estaría bien que no llegara a escribir libros inmortales, solo porque pasa hambre?[5]». Sin embargo, ese instrumento de influencia cultural se volvió tan poderoso que las autoridades decidieron esgrimirlo con más fuerza. Al fin y al cabo, la Kulturkammer se había creado de manera espontánea, y unos meses después ya la habían privado de su función más importante —la distribución de privilegios— y se la habían traspasado a una institución creada por ellos, la Unión Cultural o Kulturbund.
A su modo, la Kulturbund fue una institución arquetípica de Europa del Este durante la posguerra. Su figura central no fue un timador ocasional, sino un comunista «de Moscú», Johannes Becher, quien había pasado doce años exiliado en la Unión Soviética. La fundación y formación de la institución no fueron espontáneas, sino que estuvieron muy planificadas. Ya en septiembre de 1944, Becher había asistido a reuniones soviéticas sobre el futuro de Alemania, donde habló de la necesidad de ganarse a los educadores y pastores, además de a los actores, directores, escritores y pintores. Como la Juventud Libre Alemana, la Kulturbund pretendía ser una organización de masas, y enseguida estableció divisiones por todo el país.
Como muchas otras instituciones de la época, la Kulturbund mantuvo también dos grupos de políticas muy distintos. A nivel interno, su cúpula era fiel a las fuerzas de ocupación soviéticas y al partido comunista alemán. Becher mantenía un contacto constante con Dymschitz y otros funcionarios de cultura soviéticos para tratar todos los asuntos, desde la proyección de películas soviéticas al diseño de los sellos[6]. En las reuniones internas, la cúpula también utilizaba un lenguaje evidentemente comunista. En enero de 1946, el núcleo de la organización convino que había llegado el momento de iniciar «la lucha contra las influencias y tendencias reaccionarias» y reprendió a los líderes regionales que se habían vuelto «demasiado autónomos». Todos entendieron que «demasiado autónomos» significaba «no lo bastante prosoviéticos[7]».
Exteriormente, la Kulturbund se presentaba como no partidista, apolítica y, desde luego, no comunista. Con la esperanza de atraer a «la intelectualidad burguesa», Becher estableció la sede de la Kulturbund en el centro de Dahlem, el elegante barrio del oeste de Berlín donde vivían muchos de ellos. En la sesión de apertura, pidió la creación de «un frente nacional de todos los intelectuales alemanes», y en una declaración anterior había dicho que la organización «no estaba orientada al Este ni al Oeste[8]».
Durante un tiempo, la Kulturbund consiguió mantener ese doble papel. Gracias a sus mecenas soviéticos, la Kulturbund podía proporcionar no solo cartillas de racionamiento y repartos de carbón —Becher y sus colegas recibieron un suministro regular durante el invierno de 1945—, sino también comisiones, teatros y espacios para exposiciones. Muy pronto, la Kulturbund empezó también a asignar apartamentos, casas, vacaciones junto al mar y sueldos públicos. Quienes estaban relacionados con la Kulturbund podían ver nuevas ediciones de sus libros, anteriormente prohibidos, en tiradas largas, o ver sus obras representadas ante el gran público[9]. La Kulturbund también ayudó a organizar la primera exposición importante de posguerra de arte alemán, y esa fue la primera vez que los cuadros que Hitler había tachado de «degenerados» se mostraron en una galería alemana desde 1933.
La Kulturbund financió una animada vida cultural, al menos durante un tiempo, y en diciembre de 1945 un grupo estrechamente vinculado a la Kulturbund empezó a publicar una revista satírica, Ulenspiegel, que era dura, mordaz y también divertida. En ella participaron los mejores artistas, humoristas y escritores de la época. Su director, Herbert Sandberg, era un superviviente de Buchenwald, además de un talentoso y ocurrente humorista y escritor satírico. Las cubiertas de la revista se burlaban con valentía de la naturaleza extraña y dividida de Alemania, y sus escritores parecían atreverse con todo. «Rebosaban actividad y creían que la época dorada había comenzado», dijo Sandberg más adelante[10].
Atraídos por lo que parecía el inicio de un verdadero florecimiento cultural, los exiliados empezaron a sumarse. Hanns Eisler, uno de los colaboradores musicales de Brecht, se dirigió educadamente a la administración en 1946: «Me encantaría ser de alguna utilidad, un Berlín destruido sigue siendo Berlín para mí. En concreto, estoy pensando en la dirección de un departamento de música[11]». El propio Brecht anunció que regresaría al país y que le gustaría que fueran a recogerlo en coche a la frontera, siempre que fuera en un coche grande. Si no pudieran encontrar el vehículo adecuado, comunicó a la Kulturbund, preferiría realizar el trayecto hasta Berlín en tren[12]. Le proporcionaron el coche grande, y en octubre de 1949 él y Helene Weigel viajaron con estilo, primero hasta Dresde —donde Brecht fue recibido por fotógrafos, reporteros de radio y dignatarios de la zona—, y después a Berlín, donde se alojó en lo que quedaba del hotel Adlon. Becher, Dymschitz y muchos otros hablaron en una recepción en su honor que se celebró al día siguiente[13].
Incluso a los artistas y escritores con un pasado nazi, si eran lo bastante famosos, se les perdonaba y se les ofrecían nuevos trabajos, cosa que molestó a algunos comunistas alemanes. En una reunión del presídium de la Kulturbund, un miembro se quejó de que a la organización se le pedía constantemente que procurara «una granja o una casa junto al mar» para las figuras de la cultura que habían pertenecido al partido nazi. Artistas de creencias políticas cuestionables estaban recibiendo privilegios a expensas de los trabajadores: «A veces se me ponen los pelos de punta cuando veo que en la Kulturbund elaboramos listas de intelectuales que recibirán lotes de Navidad de parte de la Administración Militar Soviética. […] Tengo remordimientos de conciencia por los camaradas de clase obrera cuando veo lo poco que se hace por ellos[14]».
Los artistas de Weimar que se habían situado a la izquierda política —y eran muchos— eran los más deseados. György Faludy, el poeta húngaro, describe el modo en que esos acercamientos podían resultar sumamente bochornosos: una vez un funcionario comunista intentó atraerlo con «una nauseabunda, torpe e insoportable exaltación de mi grandeza como escritor. A continuación dijo que el partido reconstruiría para mí una casa con jardín que estaba destrozada. […] Después de la inflación, que duraría solo algunas semanas más, me proporcionarían, naturalmente sin que trascendiera, un cuantioso sueldo mensual[15]».
A Max Lingner esos planteamientos le resultaron atractivos. El nuevo departamento para la «educación del pueblo» (Volksbildung), creado bajo los auspicios de la URSS pero dirigido por burócratas alemanes, le envió una invitación en 1946: «Nos urge que regrese de inmediato a Berlín». Lingner inició un intercambio de correspondencia con Walter Ulbricht, y entre otras cosas le envió un manuscrito sobre la enseñanza del arte. No se encontraba bien —había sobrevivido a la ocupación de Francia y a sus sesenta años tenía dolencias cardíacas y hepáticas—, pero aun así consideró que era su deber, como marxista, regresar y ayudar a construir el comunismo.
Lingner volvió finalmente a Alemania en marzo de 1949. Al igual que Brecht, fue recibido como un héroe, lo que le causó una enorme satisfacción. El Neues Deutschland lo definió como «un gran pintor, conocido por todo el mundo, pero no por los alemanes[16]». Le encargaron varias exposiciones importantes y la decoración de Unter den Linden, el bulevar central de Berlín, para el desfile del Primero de Mayo. Lo designaron miembro del jurado de la segunda exposición nacional de bellas artes. En 1950 ayudó a fundar la nueva Academia de las Artes alemana[17].
Pero 1949 no era 1945, y el Berlín Este que pareció dar una bienvenida tan cálida a Lingner estaba experimentando una transformación radical. La influencia latente de la guerra fría formó parte del cambio. En 1947, los Aliados occidentales expulsaron la Kulturbund de Berlín Oeste, argumentando que era una organización pantalla del comunismo —y sin duda lo era—, y obligó a trasladar sus oficinas al sector soviético de la ciudad. En mayo de 1948, Ulenspiegel siguió a la Kulturbund del Oeste al Este. Aunque Sandberg siguió al frente de la publicación, su codirector dimitió, como lo hicieron también algunos otros trabajadores.
La creciente paranoia soviética sobre la escasa fiabilidad de los aliados de Europa del Este también estuvo detrás del cambio. En marzo de 1949, cuando el departamento europeo del Ministerio de Asuntos Exteriores soviético elaboró una lista de sugerencias para «el fortalecimiento de la influencia soviética sobre la vida cultural de Polonia, Checoslovaquia y otros países de Europa del Este», supieron que se enfrentaban a un problema: «Una parte de la intelectualidad polaca y checoslovaca sigue sometida a los líderes más reaccionarios de la burguesía, quienes están unidos por mil conexiones a los círculos imperialistas reaccionarios del Oeste[18]». Llevaron a cabo un análisis similar de Hungría, Bulgaria, Rumanía y Albania y concluyeron, nuevamente, que se necesitaba una educación más ideologizada: la traducción y distribución de películas y libros soviéticos, la construcción de centros culturales soviéticos y escuelas de estilo soviético, y más intercambios culturales[19].
Sin embargo, los agentes culturales soviéticos sobre el terreno no solo querían introducir el arte soviético, sino transformar la cultura de Europa del Este en algo radicalmente distinto. Dymschitz anunció esa política en un artículo, «Sobre la orientación formalista en el arte alemán», publicado en Tägliche Rundschau en noviembre de 1948. «La forma sin contenido carece de significado», declaró antes de lanzar un ataque sostenido contra el arte moderno y abstracto de todo tipo. Se burló de «los artistas formalistas» a quienes «les gusta fingir que son revolucionarios […] actúan como si fueran agentes de la renovación» y en particular arremetió contra Pablo Picasso, comunista y una figura heroica para muchos pintores alemanes. No llegó a utilizar la palabra «degenerado» (entartet) como Hitler, pero sí dijo que el arte formalista era «decadente» (dekadent), lo que se aproxima mucho. Los artistas e intelectuales alemanes respondieron durante los días siguientes. Algunos se mostraron de acuerdo y otros enfadados. Sandberg inició una vigorosa defensa de Picasso. La mayoría, sin embargo, se quedaron simplemente sorprendidos: los artistas de izquierda no habían esperado que la «progresista» Unión Soviética apoyara el arte «conservador».
Algunos de ellos sabían que debates similares se habían producido ya en la Unión Soviética de las décadas de 1920 y 1930, cuando los poetas experimentales y los arquitectos constructivistas habían sido prohibidos en beneficio de artistas que se ajustaban más a los gustos del régimen. Todos eran conscientes de que una versión de ese «debate formalista» se había desarrollado en la Alemania de Weimar durante los años veinte y treinta, cuando el mundo del teatro se había dividido entre los tradicionalistas, a favor de las producciones clásicas al estilo de Lessing y Goethe, y los radicales como Brecht, quienes argumentaban a favor de la vanguardia[20]. En esa época, los pintores también se habían dividido más o menos por igual entre quienes creían que las bellas artes aún cumplían un papel social o político y quienes creían en «el arte por el arte».
Sin embargo, el nuevo debate sobre el formalismo —que pronto se vio plasmado en multitud de tediosos ensayos, interminables debates de los comités y libros ilegibles— aportaba un aspecto del que el antiguo debate había carecido: como la definición de «formalismo» era política además de estética, resultaba sumamente escurridiza. En realidad, nadie podía estar seguro sobre qué aspecto debía tener el arte realista socialista políticamente correcto. Resultaba muy fácil condenar a los artistas que valoraban la belleza por encima de la política, o que trabajaban en la abstracción pura, la música atonal y la poesía experimental. También era posible imponer temas y contenidos. Un certamen artístico en Polonia en 1950 sugirió a los pintores que crearan obras que ilustraran temas como «la tecnología y la organización del sacrificio de animales», «la racionalización y mecanización de las granjas de cerdos industrializadas» o «razas de toros y cerdos en Limanowa, Nowy Targ y Miechów[21]».
Otros juicios eran más difíciles de establecer, incluso para los críticos socialistas realistas más comprometidos. El retrato de un obrero, ¿tenía que ser de gran precisión realista o podían notarse las pinceladas del artista? Si la letra de una canción era «progresista», ¿importaba que la melodía fuera difícil de cantar? ¿Un poema que no rimara podía expresar actitudes socialistas positivas o la poesía comunista tenía que ajustarse a una forma determinada? En la práctica, estas cuestiones no las decidían los críticos ni los artistas, sino los burócratas de la cultura cuyo juicio se basaba en razones políticas o personales. Un historiador del arte polaco ha argumentado que lo que importaba era la actitud del artista: si accedía a abandonar toda pretensión de individualismo, si se esforzaba por crear la atmósfera apropiada en su lienzo —fuera cual fuese la definición de «atmósfera apropiada» en ese momento concreto—, entonces lograría ser un pintor realista socialista[22]. Así pues, un artista dócil y simpatizante del régimen lo tendría más fácil para poder aplicar de vez en cuando pinceladas de color antinatural, como un rostro verde o un cielo púrpura, y un poeta dispuesto a colaborar tendría permitido utilizar algunas figuras retóricas complicadas. Sin embargo, quienes estaban bajo sospecha por el motivo que fuera podían ver sus obras prohibidas justamente por lo mismo[23].
En la práctica, los burócratas de la cultura utilizaron su definición en constante evolución de lo que era el realismo socialista «bueno» para mantener controlados a los artistas y a los intelectuales. Después de su estreno ante un selecto grupo de personas en 1951, la ópera Lucullus —con música de Paul Dessau y libreto de Brecht— fue retirada para que la revisaran. Algunos críticos habían descubierto que la música contenía «todos los elementos del formalismo, se distinguía por el predominio de disonancias destructivas y cáusticas, y por un ruido de percusión mecánica». Probablemente al partido le molestara más el mensaje antibelicista de la ópera —el conflicto coreano acababa de empezar— que la música agresiva y poco tradicional (con nueve instrumentos de percusión, y sin violines). Brecht escribió una carta a Wilhelm Pieck, en la que le prometía añadir tres arias de «contenido positivo», y finalmente Lucullus volvió a representarse en octubre, aunque solo durante una noche. Los cambios habían sido menores: al parecer, el objetivo principal del aplazamiento había sido asegurarse de que Brecht y Dessau entendieran que el partido, y no sus artistas, tenían la última palabra[24].
Otros artistas sufrieron los cambios en la moda socialista. En 1948, Horst Strempel pintó un mural titulado ¡Retirad los escombros! ¡Reconstruid! en la nueva estación ferroviaria de Friedrichstraße. Abstracto y metafórico, el mural fue muy elogiado —en un principio— por ser «una sinfonía colorista de reconstrucción». Sin embargo, después del artículo de Dymschitz, Strempel hizo públicas sus objeciones al ataque soviético del «formalismo». Los críticos del partido contraatacaron y censuraron el mural por su «falta de claridad servil». Finalmente, el Tägliche Rundschau lo llamó «un producto sin sentido». En febrero de 1951, justo cuando Lingner estaba trabajando en su diseño del mural Aufbau, el mural de Strempel fue cubierto con pintura y se perdió para siempre[25].
El establishment artístico también ejercía control porque podía. En Alemania, igual que en el resto de Europa, el sindicato de artistas —la Asociación de Bellas Artes— había dejado de ser una organización autogestionada en la década de 1940. En 1950 se había convertido en una burocracia centralizada, con un único registro de miembros. Para comprar pintura y pinceles, los artistas tenían que tener un número de identificación fiscal que les facilitaba la asociación y una tarjeta de afiliación en la que aparecía ese número. En otras palabras, todo aquel que quisiera pintar tenía que aceptar, al menos, ser miembro de la asociación[26]. Quien elegía no inscribirse, podía estar eligiendo también no volver a trabajar como artista.
Una situación similar sucedió en Polonia, donde el sindicato de artistas polacos de antes de la guerra se había constituido de nuevo en Lublin en 1944, y desde entonces se había mantenido próximo al partido comunista. El sindicato consideraba que sus funciones incluían «el control y la evaluación de la producción artística», además de la organización de exposiciones y cursos, e incluso, al principio, encontrar alojamiento para los artistas. El control sobre los artistas también se ejercía mediante las escuelas y las academias de arte. Durante el curso de 1950 y 1951, por ejemplo, los directores del departamento de pintura de la Academia de Bellas Artes discutieron con frecuencia los escasos recursos económicos de sus alumnos y la falta de material artístico. También anunciaron con frecuencia que buscaban a estudiantes «voluntarios» para que llevaran a cabo trabajos políticos —exposiciones dedicadas a Stalin, la decoración de salones para las celebraciones del partido—, por los que recibirían cuantiosas cantidades de dinero. Evidentemente, es probable que ese trabajo «voluntario» no fuera más que una tabla de salvación para esos estudiantes de arte sin blanca[27].
Al igual que la institución alemana, el Sindicato de Artistas de Polonia también fue, además del partido, el gobierno y algunas fábricas, uno de los principales compradores de arte. Las galerías privadas habían desaparecido casi por completo, junto con el resto del sector privado. Un documento del Ministerio de Cultura polaco fechado en 1945 manifestaba claramente que «debido a los cambios en la estructura de la economía, el Estado y los gobiernos locales deben asumir el papel del cliente que adquiere arte». Si los artistas querían vender sus obras, tenían que mantenerse en los libros buenos del sindicato. En 1947, el sindicato tenía casi dos mil miembros por todo el país, además de divisiones como la de Czestochowa, que informó con orgullo de que sus miembros realizaban «carteles y retratos» para el gobierno local, y se encargaban también de la decoración para eventos, conferencias y manifestaciones del Primero de Mayo[28]. No todas las divisiones se mostraron tan colaboradoras: tradicionalistas, «coloristas», realistas y una vanguardia joven compitieron por la influencia en Cracovia durante ese período[29].
Se llevó a cabo una política de incentivos y amenazas. Artistas como Otto Nagel, que había pasado mucho tiempo fuera de Alemania —había estado incluso en Sachsenhausen—, ahora sentían que el Estado los acogía cálidamente por primera vez en su vida, y descubrieron que el Estado podía satisfacer toda clase de necesidades. En 1950, el presidente de la Academia de Arte alemana entregó a Nagel cartillas de racionamiento para que se comprara zapatos, tela para un buen traje y forro de abrigo. Nagel recibió también una carta personal de Pieck cuando se inscribió en la academia —«como hijo de trabajadores de Berlín, ha estado vinculado desde siempre a los trabajadores»— y cuando contribuyó con algunos diseños al festival de jóvenes de Berlín, Honecker se lo agradeció calurosamente en persona[30].
Lingner habría conocido todos los detalles de la caída en desgracia de Strempel y de las recompensas de Nagel y otros. También habría sabido que pese a ser miembro del sindicato de artistas, aún tenía que demostrar muchas cosas. Había pasado más de veinte años fuera del país; estaba vinculado al partido comunista francés, no a la Unión Soviética; y en un momento determinado lo habían acusado de «formalismo». En una carta de 1950 enviada a la cúpula de los sindicatos alemanes, se disculpó por las «dificultades» que había causado su decoración para el desfile del Primero de Mayo (los colores se habían apagado por culpa del mal tiempo). Se sintió obligado a tranquilizarlos también en lo concerniente a su visión política. Durante dos décadas, explicó, había «puesto mis lápices y pinceles al servicio de la clase obrera progresista de Francia», pero, por supuesto, estaba dispuesto a hacer lo mismo por Alemania: «Pueden estar seguros de que ustedes y la clase obrera berlinesa, y no solo la berlinesa, pueden contar conmigo para todo[31]». Sus disculpas fueron aceptadas y se le recompensó con el encargo de pintar Aufbau, aunque con la condición de que lo diseñara en estrecha colaboración con Otto Grotewohl, en ese momento el primer ministro de Alemania del Este.
El mundo artístico oficial se mostró entusiasmado con esa decisión. En un panfleto publicado en la época, un crítico de arte explicó que con la colaboración Grotewohl-Lingner, la relación entre el partido y el artista se había «llevado a un nivel nuevo, a un nivel que ahora concuerda con la nueva relación entre el Arte y el Pueblo[32]». A partir de entonces, declaró el crítico, los artistas dejarían de pintar para ellos, para sus amigos o para ricos mecenas. A partir de entonces pintarían para el partido, bajo la tutela del partido.
En la práctica, eso implicó que Grotewohl criticara cada uno de los bocetos de Lingner, que sugiriera que añadiese o quitara figuras, que cambiara los colores y que resaltara distintos detalles. Después de ver el primer boceto, dijo que «el pintor no había entendido la importancia de la industria para el desarrollo del socialismo», ya que «la industria pesada no aparecía presentada como la condición previa para el éxito futuro». También se opuso al hecho de que la figura principal del centro del mural fuera un intelectual, y no un obrero: «La clase trabajadora es la verdadera iniciadora y agente de esta alianza[33]». Después del segundo boceto, el comentario de Grotewohl fue más dirigido a la estética del mural: opinó que los colores no estaban equilibrados, y algunas de las figuras le parecieron demasiado estáticas. No conseguían reflejar el importante avance de la sociedad, y quienes observaran el cuadro se sentirían atraídos por detalles concretos en lugar de concentrarse en el significado global del cuadro[34].
Lingner tuvo en cuenta todos esos comentarios y trabajó en varios bocetos más, algunos de los cuales se mostraron a «científicos, mujeres y Jóvenes Pioneros», como también a parlamentarios y otros políticos, y todos ellos pudieron dar su opinión. Durante todo el proceso, Lingner experimentó una especie de transformación psicológica. Tuvo que aprender a rebajarse ante sus críticos políticos, y pronto empezó a hacerlo también en otros aspectos. Durante el desarrollo del proyecto, incluso escribió un ensayo de autocrítica. Dijo que le habían hecho reproches en base a que «he perdido el contacto con la vida en la RDA, y por lo tanto solo represento escenas esquemáticas y máscaras». Sin embargo, estaba dispuesto a cambiar de táctica:
Analicé las obras que había creado desde mi regreso a Alemania y me di cuenta de que esos reproches estaban justificados. He sufrido pereza intelectual, mi incapacidad de adaptación a un entorno del que llevaba veinticuatro años alejado, y cierta tendencia a dormirme en los antiguos laureles. […] He abordado esas deficiencias con decisión y espero ser capaz, muy pronto, de presentar el boceto de un mural que está cobrando forma tras varios meses de colaboración con el jefe del gobierno[35].
Esa «confesión» no fue resultado de la violencia directa o del miedo a ser arrestado: Lingner deseaba realmente adaptarse. Estaba recibiendo encargos y reconocimiento en su propio país por primera vez en décadas. Ya no estaba en el exilio, sino que había sido aceptado en su país. También parecía creer, en cierto modo, que el partido sabía más que él: si era incapaz de entender el propósito de algunos de los comentarios de Grotewohl, si el cuadro le parecía feo, se debería a que no era lo bastante inteligente[36].
Aufbau fue finalmente descubierto el 3 de enero de 1953 —el día del cumpleaños de Pieck— y recibió un reconocimiento generalizado que pronto se desvaneció. Al ser una obra de propaganda tan evidente, y claramente el producto de una discusión política, se convirtió en un motivo de vergüenza. En un catálogo de la obra de Lingner publicado en los últimos años de la República Democrática Alemana, el establishment artístico de Alemania del Este se desvinculó por completo del mural: «¿Fue por el corto plazo de entrega, o porque la ampliación del boceto y la impresión del dibujo sobre los azulejos pudo ser obra de otras manos? ¿O se debió a que este «cuadro» mide más de veinticinco metros de ancho, y ese no es el lugar adecuado para él?». Cualesquiera que fueran las razones, el crítico concluyó que: «El resultado no satisfizo a una parte ni a la otra[37]». Lingner murió en 1959, pero su mural permanece. Al parecer, en los últimos años de su vida evitó pasar por delante de la Casa de los Ministerios para no verlo.
«Las masas fueron privadas de las cosas hermosas de la vida diaria, así como de la mayor dicha que pueda haber: la dicha de desarrollar su talento artístico.» En la introducción de su libro de 1954, Twórczosc Ludowa w Now yur Wzornictwie («Creatividad popular en el diseño contemporáneo»), la directora del Instituto de Diseño Industrial, Wanda Telakowska, ofreció una imagen muy poco halagüeña de la situación de la Polonia de preguerra. Escribió también que las décadas de 1920 y 1930 habían sido «características de la época capitalista». Los ricos «habían buscado la confirmación de su valía mediante la posesión de los objetos más ostentosos». Quienes carecían de recursos se habían visto obligados a comprar imitaciones baratas y de mal gusto. Las fábricas, la mayoría de las cuales estaban en manos de capitalistas extranjeros, «seguían el diseño extranjero —de tercera categoría, por supuesto, ya que los mejores diseños estaban reservados para sus propios medios de producción—, con lo que la producción para las masas era fea y, sobre todo, incompatible con nuestra cultura[38]».
Telakowska no empezó su carrera utilizando el lenguaje del marxismo ortodoxo. En distintas épocas profesora de arte, diseñadora, crítica y conservadora de museo, Telakowska había sido más conocida por su asociación con un grupo artístico polaco llamado Ład. Los entendidos en historia del diseño reconocerían a Ład como un grupo muy próximo al movimiento británico Arts and Crafts. Sus miembros pretendían estudiar a los campesinos artesanos que aún resistían en partes del sur del este de Polonia, y utilizar su trabajo como la base de un nuevo diseño autóctono, auténticamente «polaco». Los artistas vinculados a Ład creían que «contemporáneo» no tenía que significar «modernista» o futurista. No todo tenía que ser pulido o simplificado en la era mecánica: creían que los diseños tradicionales de muebles, tejidos, vidrio y cerámica podían ser actualizados y que la industria podía incluso inspirarse en ellos.
Por instinto y por formación, Telakowska no fue comunista. Aunque muchos artistas de izquierda de la época, entre ellos diseñadores de la Bauhaus de Alemania, hablaban de eliminar el pasado en nombre de la revolución y de empezar de cero, Telakowska mantuvo una determinación marcadamente no comunista y se inspiró en la historia. Sin embargo, también quiso continuar el trabajo de Ład después de la guerra, y con ese fin se unió al nuevo gobierno comunista. Pronto descubrió que su proyecto —que defendía el arte tradicional y campesino sobre el pulido modernismo de los intelectuales urbanos— coincidía parcialmente con los objetivos del partido comunista[39]. Como un burócrata de la cultura señaló, el arte tradicional tenía más probabilidades de atraer al obrero polaco: «Nuestra clase obrera está estrechamente unida al campo y se siente más vinculada al arte tradicional que a la cultura de los salones intelectuales». A finales de la década de 1940, la defensa que Telakowska hacía del arte campesino también encajaba con el ataque al formalismo que se había iniciado en Polonia al mismo tiempo que en Alemania. En las rebuscadas palabras de un crítico marxista: «A diferencia del arte producido por la nobleza y la Corte, que fue divorciándose progresivamente de los fundamentos nacionales, la cultura no contaminada del campo fue capaz de resistir a las tendencias cosmopolitas y de protegerse exitosamente contra el formalismo anquilosado[40]».
En la terminología polaca, Telakowska fue una «positivista», o lo que en los países de habla inglesa se conocería como una pragmática. Aceptó el régimen comunista como inevitable y se mostró decidida a trabajar con él —o dentro de él— para alcanzar los objetivos que consideraba que redundarían en el interés nacional. En la primavera de 1945 entró en el nuevo Ministerio de Cultura, a pesar de que ello la convertía en miembro del gobierno provisional dominado por los comunistas, y en 1946 creó un organismo al que dio el acertado nombre de Oficina para la Supervisión de la Producción Estética (Biuro Nadzoru Estetyki Produkcji, o BNEP). Bajo sus auspicios, realizó estudios de artistas y grupos artísticos tradicionales de todo el país y convenció a artistas polacos de Ład y de la Escuela de Bellas Artes de Varsovia para que trabajaran en su proyecto más ambicioso: la creación de nuevos diseños para que las fábricas polacas los produjeran en serie. Si bien ese había sido siempre su objetivo, expuso a sus superiores argumentos económicos. Un diseño mejor podría incrementar el atractivo de los productos polacos: «La belleza y la elegancia elevan el valor de objetos como muebles, telas, estampados, cortinas, ropa […] Los objetos franceses, vieneses y alemanes controlan el mercado mundial únicamente por su forma artística, no por la calidad de los materiales[41]».
Al principio, la comunidad artística mostró desconfianza. Temeroso de que ese nuevo proyecto pudiera ir en detrimento de la pintura y la escultura, el Sindicato de Artistas hizo pública una defensa del arte «puro», en oposición al arte «útil». Y aún más importante, muchos no quisieron colaborar con los comunistas polacos, quienes en 1946 estaban intensificando su campaña contra el Ejército Nacional. Sin embargo, Telakowska se ganó a algunos de ellos, en parte a través de contactos personales, en parte porque les ofrecía ayuda material, y en parte porque sentía auténtica pasión por su causa. Un pintor polaco, Bohdan Urbanowicz, recordó que la conoció cuando regresó a Polonia de un campo de prisioneros de guerra alemán en agosto de 1945:
Viajé a Polonia lleno de miedo e inseguridad, sin ningún documento. Después de cruzar la frontera en Cieszyn, me dirigí a Varsovia. Los camiones soviéticos me adelantaron, decorados con sellos y consignas. Rebaños de ganado son trasladados al este. […] Por fin, Varsovia. Me pierdo en los túneles de lo que antes eran calles. Hay un puente provisional que cruza el Vístula. En un enorme edificio de Praga, las antiguas oficinas de los ferrocarriles estatales, se encuentra el Ministerio [de Cultura]. Una escalera oscura conduce al departamento de bellas artes. Una sala amplia, llena de gente que charla y fuma. […] Y de repente, noto que me abrazan. Me descubro entre los brazos de Wanda Telakowska[42].
Telakowska abrió un cajón, sacó 2000 zlotys y se los dio a Urbanowicz, «sin anotarlo en ningún sitio». También le encontró un lugar donde alojarse y lo inscribió en el Sindicato de Artistas. Durante varios años, él y muchos otros permanecieron bajo su influencia y protección. Como sintió que tenía una responsabilidad en «la reconstrucción de nuestra destruida cultura», Urbanowicz empezó a trabajar en el ministerio[43]. Telakowska no disponía de los recursos a los que tenía acceso Becher en Berlín Este —la Polonia de posguerra, en general, tenía menos que ofrecer a los exiliados que regresaron—, pero tampoco intentaba competir con él, puesto que allí la alternativa era la Alemania no comunista: la alternativa para la Polonia comunista era el exilio. Telakowska se ganaba a la gente apelando a su patriotismo y convenciéndola de que era importante reconstruir Polonia, con independencia de quién conformara la cúpula política.
Muchos colaboraron. Bajo el eslogan «La belleza es para todos los días y para todo el mundo», la oficina de Telakowska encargó y adquirió decenas de diseños sumamente originales de telas, muebles, cubiertos, platos, vajillas, cerámica, joyas y ropa[44]. Envió a un grupo de artistas a una fábrica de vidrio de Szklarska Poreba y a otro grupo a una fábrica de vidrio de Silesia. Ambos grupos debían colaborar con los trabajadores y los directores para crear diseños atractivos y populares que pudieran ser producidos en serie. Uno de los grupos creó una serie de vasos grabados con caligrafía al estilo anterior a la guerra. El otro se inspiró en el vidrio antiguo. Telakowska convenció también a un escultor polaco, Antoni Kenar, para que regresara a Polonia de su exilio en París a fin de organizar un taller de tallado de madera, y envió a diseñadores a los Cárpatos, donde trabajaron con tejedoras y las ayudaron a actualizar sus diseños. Una vez, su oficina organizó un concurso para animar a los campesinos que realizaban tallas a que diseñaran nuevos juguetes de madera «tradicionales», lo que hizo que un crítico de arte declarara entusiasmado que «está surgiendo una nueva forma de hacer juguetes, que rompe por completo con los objetos que, durante la década de 1920, animaban a los niños a jugar “a la guerra”[45]».
Telakowska no estuvo sola en su entusiasmo ni en su positivismo. El fuerte deseo de reconstruir su destruido país fue el sentimiento que unió a los polacos de todas las convicciones políticas en los primeros años de posguerra, y en ningún lugar se manifestó con tanta fuerza como en Varsovia, una ciudad tan completamente destruida que muchos opinaron que debía dejarse así como monumento a la guerra. El escritor Kazimierz Brandys recordó haber sentido que «eso no debe tocarse. Dejémoslo así, tal y como está […] quienes habíamos amado esa ciudad queríamos en ese momento amar sus ladrillos esparcidos[46]». Otros creyeron que la reconstrucción sería poco práctica o imposible. Alexander Jackowski, en la época un joven funcionario (y después un eminente historiador del arte tradicional polaco), dijo simplemente que «no creí que pudiera ser reconstruida durante mi vida[47]».
Cuando faltaban días para que terminara la guerra, los antiguos habitantes de la ciudad ya habían empezado a limpiar las calles y a ofrecerse voluntarios para trabajar como obreros o ingenieros. Varsovia ejercía tal atracción magnética que, en cuanto le fue posible, la gente empezó a instalarse entre los escombros y se apañó con lo que quedaba de sus casas. La cúpula comunista no dejó pasar la oportunidad de sumarse a ese torrente de energía y sentimiento: en la reconstrucción de Varsovia vieron una vía, si no para ganar popularidad, sí para ser admirados, aunque fuera a regañadientes. Al menos podían hacer causa común con gente como Telakowska y Urbanowicz, quienes desbordaban entusiasmo por la restauración del patrimonio arquitectónico y artístico del país, aunque no acataran por completo el proyecto comunista. En febrero de 1945, el gobierno provisional creó la Oficina para la Reconstrucción de la Capital (Biuro Odbudowy Stolicy, o BOS) y nombraron a Józef Sigalin, un arquitecto que había vivido en la URSS durante la guerra, para que asumiera su mando.
De inmediato, Sigalin empezó a recibir un aluvión de consejos. Algunos querían retirar los escombros y construir una ciudad moderna y reluciente, de acero y cristal, al estilo internacional, entonces muy popular. En la Escuela de Arquitectura de Polonia, fundada por exiliados en la Universidad de Liverpool durante la guerra, un grupo de jóvenes arquitectos polacos crearon una serie de diseños arquitectónicos que se parecían mucho a los creados en esa época por sus colegas británicos. Jerzy Piatkiewicz reimaginó la parte medieval de Varsovia, el casco antiguo, manteniendo la planificación, pero sustituyendo las fachadas barrocas por edificios modernos con fachadas de cristal. Otros propusieron bloques de pisos de hormigón y edificios enormes al estilo de lo que en Gran Bretaña se conocería como «brutalismo[48]».
Desde un buen principio, el sentimiento popular fue precisamente en la dirección contraria. La mayoría de la población quería recuperar la antigua Varsovia, al igual que muchos arquitectos. «Nuestro sentido de la responsabilidad hacia las futuras generaciones nos obliga a reconstruir lo que fue destruido», declaró uno de ellos[49]. En particular, los reconstruccionistas argumentaron que las partes más antiguas de la ciudad —los edificios medievales, barrocos, renacentistas y del siglo XVIII— deberían devolverse a su estado anterior, ladrillo por ladrillo, de modo que el patrimonio arquitectónico del país no desapareciera para siempre.
En 1949 se había desarrollado una tercera corriente de pensamiento. Al fin y al cabo, ni las cajas de cristal funcionales ni la reconstrucción estricta encajaban demasiado bien con el nuevo impulso que la Unión Soviética quería dar al realismo socialista. Y ninguna de esas opciones satisfacía tampoco por completo la obsesión de los comunistas polacos por la reeducación, ni reflejaba su creencia en el determinismo ambiental: si la gente podía verse sutilmente influida por su entorno, entonces los arquitectos de Varsovia tenían la responsabilidad de ayudar a crear una nueva realidad, los espacios en los que el Homo sovieticus terminaría viviendo y trabajando. En un relevante discurso sobre la reconstrucción de Varsovia pronunciado en 1949, Bolesław Bierut declaró: «La nueva Varsovia no puede ser una copia de la antigua, no puede limitarse a repetir, con ligeras alteraciones, el batiburrillo de los intereses privados de la clase capitalista que constituían la ciudad antes de la guerra […] la Nueva Varsovia debe convertirse en la capital de un Estado socialista[50]». Sin embargo, en la época solo había una ciudad que pudiera considerarse una verdadera «capital de un Estado socialista». Y así, buena parte del plan oficial de 1949 para la reconstrucción de Varsovia se derivó directamente y de un modo casi servil de la arquitectura de Moscú.
En el período de la fase final del estalinismo, la arquitectura soviética fue diseñada deliberadamente para impresionar e intimidar. Las oficinas, los monumentos públicos y los edificios de apartamentos de Moscú eran enormes, compactos y recargados. Las calles impresionaban por su amplitud, pero resultaban difíciles de cruzar. Las plazas públicas eran anchas, llanas y estaban cubiertas de hormigón, perfectas para las manifestaciones masivas, si bien estéticamente muy monótonas. Las distancias entre los edificios eran grandes y los transeúntes tenían que desplazarse en tranvía o en autobús. Como se suponía que su diseño tenía que resultar «comprensible» a los trabajadores que terminarían habitando esas estructuras grandiosas, los arquitectos recurrieron con mucha frecuencia a elementos clásicos familiares, casi tópicos, como columnas, balcones y arcos[51].
En otras palabras, el diseño urbano soviético era totalmente inapropiado para Varsovia, una ciudad que había sido diseñada para los caballos y los transeúntes en una época anterior al automóvil, y cuya planificación había girado en torno a las iglesias y las calles comerciales. Las plazas y los parques se habían creado como espacios de ocio, no para manifestaciones masivas, y se habían cubierto de césped, no de hormigón. No obstante, los diseños de 1949 para Varsovia son ejemplos clásicos del realismo socialista de la fase final del estalinismo: el Ministerio de Agricultura con sus dos filas de columnas, los amplios bulevares diseñados para los desfiles del Primero de Mayo, las farolas decorativas de hormigón y los balcones[52]. Aunque esos diseños no se derivaban de ninguna tradición polaca existente, un historiador del arte escribe que «la compulsión de adaptarse “al ejemplo de la Unión Soviética” no llegó a los arquitectos en forma de una orden. Les llegó en forma de una presión muy fuerte que era tan difícil de resistir como sus consecuencias difíciles de aceptar[53]». Cuando la construcción se puso realmente en marcha, todo el suelo de la ciudad era de titularidad estatal, los arquitectos eran empleados de la Oficina para la Reconstrucción y las publicaciones nacionales sobre arquitectura —como en Checoslovaquia, Hungría y Alemania del Este— eran también propiedad del Estado y publicaban regularmente artículos y suplementos especiales sobre arquitectura soviética. En 1946 y 1947, las imprentas estatales realizaron una antología, Arquitectura soviética, en la que se elogiaban los logros arquitectónicos soviéticos y se atacaba a las figuras culturales rusas «disidentes», entre ellas la poetisa Anna Ajmátova. En 1949, todos sabían que el partido tenía la última palabra sobre todos los proyectos de construcción importantes en Varsovia, aunque no obligara a nadie a trabajar en ellos.
En ese sentido, los arquitectos polacos se parecieron a los pintores alemanes, a los que nadie obligó a punta de pistola a realizar dibujos propagandísticos. Al contrario, como fue el caso de Max Lingner en Alemania, algunos de ellos hicieron todo lo posible para convencerse de los méritos de la arquitectura soviética. En 1948, Sigalin viajó a Moscú para reunirse con Edmund Goldzamt, un arquitecto polaco que se había refugiado en la Unión Soviética durante la ocupación nazi, había terminado sus estudios de arquitectura en Moscú y al parecer se sentía bien allí (volvió a la ciudad en la década de 1970). Goldzamt describió la teoría de la arquitectura estalinista del realismo socialista a Sigalin en una memorable conversación que se prolongó durante toda la noche. «Tenemos que tenerla», respondió supuestamente Sigalin, y convenció a Goldzamt para que regresara a Varsovia en calidad de asesor[54].
Goldzamt no se habría descrito, ni en ese momento ni después, como un lacayo soviético. Al igual que Telakowska, era admirador del movimiento Arts and Crafts británico, que priorizaba los patrones y diseños tradicionales. Años después, escribió un libro sobre William Morris (con títulos de capítulos como «El lugar que ocupó Morris en la lucha de clases»)[55]. Sin embargo, en su obra y en la obra de sus discípulos, esas teorías se desarrollaron de manera muy distinta a como se habían desarrollado en los diseños elaborados para la Oficina para la Supervisión de la Producción Estética de Telakowska, y por supuesto en los propios talleres de Morris. En la teoría, Goldzamt creía que los edificios tenían que ser «socialistas en el contenido, pero nacionales en la forma». En la práctica, opinaba que los arquitectos deberían incorporar motivos «nacionales», es decir, decoración kitsch, procedente de edificios históricos y arte tradicional, en las monumentales estructuras de estilo soviético.
El Palacio de la Cultura y la Ciencia de Varsovia, la obra más famosa de la arquitectura de la fase final del estalinismo en Polonia, fue también el edificio que reflejó más claramente las teorías de Goldzamt. Hasta hoy, el Palacio de la Cultura y la Ciencia se alza sobre Varsovia, ocupando una cantidad desmedida de espacio en el corazón de la ciudad y privando al centro de cualquier continuidad estética. El edificio fue un regalo de Stalin al pueblo polaco: un regalo imposible de rechazar. Al parecer, el ministro de Economía de Polonia, Hilary Minc, intentó sugerir que tal vez sería mejor erigir un complejo de viviendas, pero Stalin quería «un palacio que fuera visible desde cualquier punto de la ciudad», según Jakub Berman, cuyas responsabilidades incluyeran la cultura, así como la policía secreta[56]. A muchos comunistas les desagradaba el diseño (Berman reconoció años después que «no hicieron un buen trabajo»), pero Bierut lo admiraba, o eso dijo. El Palacio de la Cultura no fue un regalo barato: aunque la Unión Soviética pagó los materiales de construcción, los polacos tuvieron que pagar a los trabajadores soviéticos, para quienes se construyó un barrio nuevo, con su cine y su piscina. El gobierno polaco también se ocupó de limpiar el espacio en el centro de la ciudad, proceso durante el cual se destruyeron multitud de casas inhabitables, así como el trazado urbano tradicional.
El Palacio de la Cultura fue diseñado por arquitectos rusos y construido en parte por obreros rusos «importados», y utilizando herramientas y materiales también importados. Sin embargo, se suponía que el Palacio de la Cultura debía ser «socialista en el contenido y nacional en la forma», de modo que los arquitectos rusos, dirigidos por Lev Rudinev, recorrieron diligentemente el país. Visitaron las antiguas ciudades de Cracovia, Zamosc y Kazimierz, y esbozaron motivos barrocos y renacentistas durante el viaje. También consultaron con Sigalin y con otros arquitectos polacos[57].
El resultado fue, y sigue siendo, peculiar. De lejos, el Palacio de la Cultura parece una copia exacta de los rascacielos recargados que se reparten por Moscú, con una aguja en lo alto y cuatro edificios anexos en la base, que contienen teatros, gimnasios, salas de exposición y una piscina. De cerca, los elementos «polacos» sobresalen. En lo alto, las paredes están cubiertas de elementos decorativos copiados de las fachadas renacentistas que los rusos habían visto durante su recorrido por Polonia. En la base se agrupan estatuas gigantescas, la mayoría de ellas de «obreros» en distintas posturas solemnes, aunque su significado metafórico no queda claro. Durante décadas, el palacio fue el único rascacielos de Varsovia —de 1955 a 1957 fue el edificio más alto de Europa—, y aún hoy parece estar fuera de lugar, aunque otros rascacielos más altos y modernos se hayan construido en las proximidades. El único mérito del edificio es que parece exactamente lo que es: una imposición soviética sobre la capital polaca, de tamaño equivocado y proporciones equivocadas, construido sin tener en cuenta la historia ni la cultura de la ciudad.
Hay otros ejemplos de arquitectura soviética en la ciudad. No muy lejos del Palacio de la Cultura, los arquitectos de Varsovia consiguieron construir un complejo de viviendas de estilo realista socialista —el Marszałkowska Dzielnica Mieszkaniowa, o MDM—, con entradas monumentales, columnas, escalinatas y las mismas esculturas ambiguas de «obreros» que miran al vacío. Los elementos soviéticos están también presentes en Muranów, una zona residencial construida sobre el suelo del antiguo gueto de Varsovia, y en algunos otros lugares.
Sin embargo, el plan de 1949 fue impopular, o al menos no universalmente popular, como los comunistas sabían bien. Y aun así, mientras se construía el Palacio de la Cultura, la oficina empezó a reconstruir también el casco antiguo medieval de Varsovia y su histórica calle principal, Nowy Swiat, con gran lujo de detalles. El partido se sintió más bien incómodo con ello: Bierut explicó que se construirían apartamentos higiénicos y modernos tras las fachadas pasadas de moda, y que se entregarían de inmediato a miembros respetables de la clase obrera[58]. Sin embargo, pese a la instalación de dispositivos de saneamiento, al final el casco antiguo tuvo un aspecto tan familiar que a muchos les resultó inquietante. Un antiguo residente del centro medieval de la ciudad describió el efecto años después: «La casa en la que nací había sido destruida violentamente […] pero puedo entrar en la habitación que tenía de pequeño, mirar por exactamente la misma ventana y ver exactamente la misma casa al otro lado del patio. Hay incluso un aplique que tiene una vuelta curiosa, colgado en el mismo lugar[59]».
Finalmente se hizo popular, y durante un tiempo el casco antiguo se convirtió en un reclamo publicitario para el régimen. Cada nueva sección se inauguraba con una fanfarria —el corte de las cintas, los brindis—, a menudo un 22 de julio, el aniversario de la creación del Partido Obrero Unificado Polaco, o en la fecha de otra festividad comunista. Las fotografías del casco antiguo reconstruido tomadas en la década de 1950 muestran a gente paseando y observando «el milagro de la reconstrucción». La que había sido una parte de la ciudad oscura, pintoresca y deteriorada se convirtió en iluminada, abierta y llena de turistas.
En términos de planificación urbanística, la combinación del casco antiguo reconstruido y el Palacio de la Cultura nunca resultó satisfactoria, sobre todo cuando se construyeron edificios de viviendas baratas y prefabricadas entre ambos durante las décadas siguientes. Pero al final, el plan de la reconstrucción de Varsovia resultó un fracaso, no por sus errores estéticos, sino por la economía estalinista. Sorprendentemente, los planes originales se habían trazado sin tener en cuenta los costes. Como los edificios compactos y elaborados eran caros de construir, el dinero se agotó antes de que las fachadas estuvieran terminadas y de que pudieran construirse las fuentes y las esculturas públicas. Las enormes salas del Palacio de la Cultura suponían un derroche de calefacción, electricidad y espacio; nadie había contemplado la eficiencia energética, y el alto coste de mantenimiento hizo que el interior del edificio pronto empezara a tener un aspecto vulgar. La reconstrucción del casco antiguo tampoco tuvo en cuenta la eficiencia económica, pues nadie se planteó la grave escasez de viviendas que sufría Varsovia. A principios de la década de 1950, muchos jóvenes vivían todavía en viejas residencias estudiantiles de madera, y no querían esperar a que los elaborados edificios estuvieran terminados. Al cabo de unos años, el entusiasmo por los proyectos estalinistas y la reconstrucción histórica se había desvanecido. Los arquitectos de la ciudad reconocían entre ellos que la oficina no había conseguido la más mínima coherencia. En 1953, Sigalin dijo a un grupo de ellos que «la forma aún iba por detrás del contenido». En realidad, no había conseguido un gran avance desde el punto de vista intelectual.
Sobre la misma época, la Oficina para la Supervisión de la Producción Estética de Telakowska también se vio perjudicada por la economía socialista. Pese a la atención que se les había dedicado —y, en algunos casos, pese a su alta calidad y originalidad—, los cientos de muestras y de diseños de vanguardia producidos por Telakowska y sus colegas no llegaron a convertirse en elegantes productos de consumo. En realidad, las fábricas polacas no tenían ningún aliciente para producir elegantes productos de consumo: como había escasez de todo, cualquier cosa salida de una fábrica encontraría un comprador. Y como los precios estaban controlados, las compañías no podían cobrar más por un bonito jarrón diseñado por un equipo de artistas famosos que por un jarrón feo y de mala calidad, y tampoco podían pagar más a sus diseñadores. Teniendo en cuenta que los directores de las fábricas eran empleados del gobierno que cobraban sueldos del gobierno, no veían necesidad de realizar ningún esfuerzo especial[60].
«El diseño para los trabajadores» no resultó de interés para los burócratas del gobierno y los responsables de las fábricas, de titularidad estatal. Un crítico de arte explicó con diplomacia que «la dirección del Ministerio de Industria entendía perfectamente la necesidad de hacer el arte accesible a la gente, pero en términos de los puestos de trabajo individuales aún no era popular». También había una explicación marxista: «En la democracia popular, la anarquía en el área de la producción ha sido reemplazada por la planificación soviética. Sin embargo, en el terreno de la producción estética de artículos de uso diario, la anarquía, heredada de la época de la economía capitalista, aún permanece[61]».
Comparada con la de Europa occidental, la producción de consumo —como la de Alemania del Este, Hungría, Checoslovaquia y Rumanía— siguió siendo de muy baja calidad. Las exportaciones de cristal y cerámica, históricamente una fuente primordial de ingresos (como ahora vuelven a serlo), se mantuvieron bajas. Los burócratas responsables de elegir qué productos se exportaban no tenían necesariamente el gusto ni el instinto para reconocer un buen diseño[62]. La producción para las masas se volvió más fea de lo que lo había sido jamás, sobre todo porque la gran mayoría de los productos de consumo eran producidos en cadena a bajo coste y con la mayor rapidez posible.
La Oficina para la Supervisión de la Producción Estética tampoco logró preservar la cultura tradicional. La producción de arte tradicional quedó rápidamente en manos de otra compañía estatal, Cepelia, que con el tiempo destacó por la producción de repetitivos souvenirs de madera. Cepelia tuvo sus defensores, entre ellos Jackowski, el destacado especialista polaco en arte tradicional, quien opina que Cepelia ayudó a los campesinos a subsistir durante un período económico particularmente difícil. La «violenta urbanización del campo» habría destruido la cultura tradicional de todos modos, argumenta, y además, la demanda de productos kitsch llegaba de las ciudades, de los trabajadores que los adquirían con entusiasmo[63].
Más adelante, Telakowska fundó el Instituto de Diseño Industrial, que dirigió durante varios años hasta su dimisión en 1968. Su influencia no perduró. Una generación posterior de artistas polacos la despreciaron calificándola de estalinista y se olvidaron de ella. Telakowska había demostrado que era posible trabajar conjuntamente con el Estado comunista, aunque no se fuera comunista, pero no había demostrado que esa colaboración pudiera resultar exitosa.
Cuando Vsévolod Pudovkin realizó sus dos visitas a Budapest en 1950 y 1951, sus días como cineasta soviético revolucionario habían terminado hacía tiempo. Junto con Serguéi Eisenstein, Pudovkin había sido uno de los fundadores del cine experimental soviético. Es famosa su declaración de que el cine era una nueva forma de arte y debería ser tratado como tal: las películas no debían reflejar la vida cotidiana ni copiar la narración lineal de la novela tradicional. Se había opuesto tanto al realismo estricto que en un principio desaprobó la utilización de sonido, argumentando que haría que las películas se parecieran demasiado a las obras teatrales. Su película más famosa, La madre —basada en la novela de Gorki—, fue una obra de cine mudo en la que hizo un uso libre de la por entonces nueva técnica del montaje. Pudovkin fue uno de los primeros directores en yuxtaponer escenas distintas y puntos de vista distintos a fin de agudizar las reacciones emocionales en su público[64].
Desafortunadamente para Pudovkin —y para Eisenstein y el resto de la vanguardia soviética—, Stalin fue un entusiasta cinéfilo que admiraba la narración lineal. A medida que el poder de Stalin aumentó, la popularidad de Pudovkin disminuyó. Al principio, sus primeras obras no lograron contentar al líder. Después no lograron contentar a los críticos soviéticos. Más adelante, no lograron contentar a los burócratas de la cultura, quienes evitaron que Pudovkin realizara ninguna otra. Finalmente abandonó sus teorías, renunció al montaje experimental y empezó a realizar películas «realistas» en las que el comunismo triunfaba, de un modo u otro, sobre sus enemigos[65]. Fue en ese momento tardío de su ya nada ilustre carrera cuando Pudovkin fue enviado a Budapest.
En principio, a Pudovkin debería haberle resultado extremadamente difícil enseñar algo a los directores húngaros. Antes de la guerra, la industria cinematográfica húngara había sido la tercera mayor de Europa y una de las más sofisticadas del mundo. En cuanto a tecnología y a la experiencia de sus directores, estaba muy por delante de la Unión Soviética. La distribución de películas también era muy sofisticada. Antes de la guerra, una red de quinientas salas de cine había funcionado por todo el país, y al menos la mitad de ellas no habían sido destruidas y seguían en plena actividad en 1945, muchas más que en Polonia o Alemania. Aunque en la década de 1930 la legislación antisemítica había dividido la industria (y provocado el éxodo de un grupo de judíos húngaros sumamente talentosos a Hollywood), gran parte del equipo permaneció allí. En Polonia, en cambio, la industria cinematográfica de posguerra fue relanzada con cámaras «capturadas» en Alemania y requisadas como botín de guerra.
La industria cinematográfica húngara de posguerra tampoco había arrancado con la intención de propagar el comunismo. En el verano que siguió a la liberación de Budapest, Hunnia, el estudio húngaro más importante, solicitó con éxito a las fuerzas de ocupación soviéticas un permiso para iniciar su funcionamiento como compañía estatal. La nueva junta directiva de Hunnia, cuidadosamente equilibrada, incluía a tres miembros del partido comunista, a dos socialdemócratas, a funcionarios de tres ministerios gubernamentales y a algunos no comunistas. Algunas compañías de producción cinematográfica privadas abrieron sus puertas con optimismo aproximadamente en la misma época. Los cuatro partidos principales fundaron compañías de producción cinematográfica y, teóricamente, se dividieron las salas de cine entre ellos. En eso, como en muchas otras cosas, el partido comunista tuvo más privilegios que otros: junto con los socialdemócratas, los comunistas controlaron la mayoría de las salas de cine, así como la mayor parte de la financiación.
Pese a ese inicio relativamente optimista, la inflación evitó que se progresara demasiado —en 1945 se realizaron solo tres películas y ninguna en 1946—, y a principios de 1947 la política empezó también a intervenir. En el verano de ese año, István Szóts, un joven director talentoso —había ganado el premio principal en el Festival de Cine de Venecia en 1942—, empezó a trabajar en una película en colaboración con una compañía de producción privada. La película, La canción del campo de trigo (Ének a búzamezókról), se basó en una novela antigua sobre el trágico impacto de la Primera Guerra Mundial en una familia de campesinos húngaros, e incluía una relación amorosa entre una muchacha húngara y un prisionero de guerra ruso. A decir de todos, Szóts la adaptó con gran éxito. Sin embargo, pese a la relación amorosa húngaro-rusa que creyó que lo protegería, Szóts tuvo problemas con los censores. No les gustaron las escenas religiosas, que eran demasiado intensas para su gusto. No les gustó el mensaje pacifista, que ya no era políticamente correcto. Tampoco les gustó que los campesinos húngaros de la película estuvieran tan estrechamente unidos a su tierra: eso era un mal augurio para un régimen que estaba planeando más reformas agrarias y finalmente la colectivización. Szóts se quedó sorprendido, pero introdujo algunos cambios, declaró la película terminada y, al menos al principio, recibió elogios fervorosos por parte de quienes habían asistido a las proyecciones previas.
Pero los elogios no duraron, como Szóts recordó más adelante:
La fecha y el lugar del estreno se fijaron cuando los críticos empezaron a atacar la película diciendo que era reaccionaria, religiosa, en incluso que apoyaba a Mindszenty. […] Diez días antes de la noche del estreno, la película fue prohibida sin ninguna justificación. […] Finalmente, la película se mostró en la sede del partido, aunque no hasta el final porque Rákosi, después de ver las primeras escenas en las que aparecía gente rezando y cantando por los hijos queridos que estaban en tierras lejanas, se levantó y se marchó, lo que fue un gesto muy significativo. […] El caso estaba cerrado; la película fue prohibida[66].
La canción del campo de trigo nunca se proyectó en salas de cine. Como, a partir de ese momento, tampoco lo hizo ninguna otra película de producción privada. En 1948, la industria estaba totalmente nacionalizada, la junta directiva cuidadosamente equilibrada de Hunnia se disolvió y se abandonó toda apariencia de libertad artística. Siguiendo el ejemplo de Stalin, József Révai, ahora ministro de Cultura, empezó a controlar todos los aspectos de la producción cinematográfica, desde la planificación al rodaje. Como no quería dejar nada en manos del azar, enseguida recurrió a los camaradas soviéticos en busca de asesoramiento estético. Invitó al viceministro de Cine soviético a que visitara Budapest, quien declaró que «lo primero que puedo aconsejar a los cineastas húngaros es que deben estudiar a fondo la cinematografía soviética […] el gran arte solo puede realizarse si incorporan su estética bolchevique húngara particular a lo que aprendan de nosotros[67]». De inmediato se envió una invitación a Pudovkin para que fuera a Budapest. Al igual que las escuelas, los lugares de trabajo y el espacio público, las salas de cine se convertirían en lugares para la educación ideológica, y el director soviético podría enseñar a los húngaros cómo hacerlo.
En informes posteriores, el Pudovkin que llegó a Budapest en 1950 es descrito con frecuencia como un «hombre roto». En su caso, el tópico parece cierto. Su instinto de experimentalismo había sido aplastado hacía mucho tiempo. Acababa de recibir el Premio Stalin por Zhukovski, una aburrida película hagiográfica sobre el fundador de la industria aeronáutica soviética. Sin duda, pudo enseñar a los húngaros la psicología de la sumisión, pero poco más. Las descripciones del propio Pudovkin sobre su experiencia en Hungría son decepcionantemente rígidas y no demasiado reveladoras. Si se quedó impresionado por la arquitectura o la cultura material de Budapest, que incluso después de la guerra era mucho más rica que la de Moscú, nunca lo manifestó. Si admiró algo de la industria cinematográfica húngara de preguerra, tampoco lo dijo.
Algo inusual en un director de cine, la memoria popular no recuerda a Pudovkin coqueteando con jóvenes húngaras ni bebiendo en los bares después del trabajo. En un breve libro que publicó en húngaro en 1952 expuso la importancia de la teoría: «Para entender la vida es necesario conocer el marxismo-leninismo […] sin educación política es imposible realizar una película». También escribió sobre la necesidad de lo que Hollywood llamaría «finales felices»: «La obra tiene que mostrar la lucha y la victoria […] de la gente que ha tomado el camino del socialismo». Resaltó la importancia de modelos de conducta positivos: «La creación de un personaje positivo es una de las tareas más difíciles y hermosas que un artista socialista puede acometer». Criticó las películas occidentales por ser «pesimistas» y elogió el «optimismo orgánico» de las producciones soviéticas[68]. El director concedió extensas entrevistas a la prensa, una de las cuales Szóts, ahora un paria ideológico, leyó horrorizado. En esencia, Pudovkin argumentó que una película histórica tenía que ser precisa desde el punto de vista ideológico, y no en cuanto a los hechos:
Lo importante, dijo, era que una película desarrollara los acontecimientos tal como los determinara el razonamiento ideológico. Todo lo que no se ajustara a eso, caía en lo que se consideraba un falso «naturalismo», algo diferente a la realidad ideológica e histórica necesaria para esa clase de películas. […] No importó lo mucho que hubiera respetado a Pudovkin en el pasado […] después de esos comentarios que leí en la prensa me alegré de que no nos hubieran presentado[69].
Sin embargo, el impacto de Pudovkin se extendió más allá de declaraciones anodinas. En la industria cinematográfica húngara, como en la polaca, en el pasado los proyectos los habían encabezado directores que concebían, diseñaban y organizaban la producción de una nueva película. En la Unión Soviética, el papel principal lo desempeñaban guionistas que discutían con los censores todos los aspectos de las películas, los temas, además de los diálogos, incluso antes de empezar a escribirlos. Curiosamente, o tal vez trágicamente, Pudovkin —un director que había sido uno de los primeros maestros de las imágenes visuales sin sonido— importó ese sistema a Hungría, creando así un sistema de estudios húngaros dominados por obedientes guionistas y burócratas de la cultura. No había forma de evitar su asesoramiento o su influencia: a partir de 1948, cualquiera que quisiera trabajar como director tenía que graduarse en la Academia Húngara de Teatro y Cine. Hasta 1959, podían ofrecer servicios a un único estudio, Hunnia, que más tarde se llamó Mafilm. Durante ese período, todos los guiones tenían que pasar por varios estadios de aprobación ministerial, al igual que todas las películas terminadas.
Mientras estuvo en Budapest, Pudovkin participó en numerosas discusiones de guiones en el Ministerio de Cultura. La mayoría de sus contribuciones se centraron en los temas políticos y sociales de las obras, en lugar de en los aspectos visuales o técnicos. Reprendió a los guionistas de una película sobre unos campesinos que se adherían a un movimiento cooperativo por centrarse más en las ventajas morales de la cooperativa que en las prácticas o materiales: «Es una deficiencia grave». Propuso la creación de nuevos personajes y de giros en la trama que mostraran las ventajas de la cooperativa. Sugirió que podría aparecer un niño, por ejemplo, que se sintiera desconsolado por la negativa de su padre a unirse a la cooperativa y que temiera que su futuro pudiera verse comprometido de resultas de esa decisión[70]. En otra ocasión, Pudovkin criticó una película porque un trabajador moría en la escena final, conclusión que le pareció que no era lo bastante optimista. En ambos casos, sus críticas fueron aceptadas sin discusión. El relato por escrito de una de esas reuniones termina con una frase: «Aceptamos las propuestas del camarada Pudovkin y corregiremos la película tal como se sugiere[71]».
Pudovkin también trabajó directamente en varias películas húngaras. Una de ellas fue El matrimonio de Katalin (Kis Katalin Házassága), una historia sobre dos trabajadores de fábrica, Katalin y Jóska, cuya relación empieza a tambalearse cuando Katalin pierde el interés en su trabajo y sus estudios y se queda en casa deprimida. En lugar de ayudarla, Jóska se concentra en su trabajo. Katalin se traslada a casa de su madre, pero al final es «salvada» por Barna, el secretario del partido en la fábrica, quien le enseña cómo puede convertirse en una «trabajadora de choque», una buena estudiante e incluso en una miembro del partido. Finalmente, Jóska se da cuenta de que es él quien debe aprender de ella. Como el guionista explicó en la época, «la película muestra cómo ambos retoman el buen camino gracias al partido, y también muestra que es posible que un miembro de la pareja trabaje en una tienda de fábrica y el otro en una oficina[72]». Siguiendo el principio de que las «mejores» películas del realismo socialista contenían múltiples lecciones, la película también incorporaba un episodio en el que aparecía un saboteador. Así pues, de El matrimonio de Katalin los espectadores debían aprender el papel destacado del partido, el sentido de las competiciones en el trabajo, la necesidad de combatir la reacción, el valor de las diferentes clases de trabajo y la importancia del matrimonio. También debían ver algunas escenas rodadas en exteriores, fuera del estudio. Como Pudovkin dijo: «La película tiene que mostrar la verdad de la vida[73]».
Todo cineasta húngaro que quisiera dirigir o escribir una película tenía que ajustarse a esos parámetros. La otra opción era abandonar la profesión o pasar hambre. Tras la desastrosa cancelación de La canción del campo de trigo, a Szóts lo invitaron a convertirse en director estatal:
No aproveché esa oportunidad porque sabía que nunca rodaría una película, un guión que estuviera lleno de mentiras, de propaganda evidente y de política. […] Así que intenté sobrevivir […] lo que no fue fácil, puesto que no tenía ingresos. Vendí mi apartamento. […] También empecé a vender todo lo que tenía, la cámara, las lentes, y me di cuenta de que podía vivir de ese comercio, aunque no estuviera demasiado bien visto por las autoridades, porque lo consideraban estraperlo, ya que no tenía ningún documento para esas actividades. Al cabo de un tiempo tenía miedo de estar sentado en una cafetería, tenía miedo porque si me pedían los documentos tendría que decir que no tenía trabajo y terminaría en un campo de detenidos[74].
Y así, en 1951 se estrenó Un extraño matrimonio (Különös házasság), la historia de un hombre obligado a casarse con una joven a la que un sacerdote había dejado embarazada; un clásico en Hungría, que encajaba a la perfección con la campaña del partido en contra del «clero reaccionario». Ese mismo año, Mafilm estrenó Colonia subterránea (Gyarmat a föld alatt), una película sobre el sabotaje por parte de Estados Unidos de refinerías de petróleo húngaras. El héroe es el miembro de la policía secreta que descubre el sabotaje, y la película termina bien, con la nacionalización de la industria petrolera húngara. Sobre la misma época, los alemanes del Este también estaban explorando temas anticapitalistas y contra Estados Unidos, particularmente en El consejo de los dioses (Der Rat der Götter), cuyo argumento giraba en torno a la connivencia de las empresas de productos químicos estadounidenses con I. G. Farben, la empresa de productos químicos nazi que produjo el gas Zyklon-B utilizado para el exterminio en masa, y por ende entre los dirigentes estadounidenses y los nazis.
Aun así, los severos sistemas de control sobre la producción cinematográfica que Pudovkin aplicó en Budapest, las autoridades soviéticas en Berlín y, brevemente, los comunistas en Varsovia, no duraron mucho tiempo. Al principio, los directores y los guionistas accedieron a realizar películas socialistas realistas porque no había otra opción. Sin embargo, en cuanto les fue posible, empezaron a buscar formas de eludir las normas. En años posteriores, los directores de películas de Europa del Este convertirían la «broma» no verbal —el comentario político visual, no pronunciado, comprensible para el público, pero invisible para los censores que leían los guiones— en algo parecido a una forma de expresión artística en sí misma. Andrzej Wajda, uno de los fundadores del cine polaco de posguerra, observa sobre los cineastas de Polonia:
Sabíamos desde el principio que no podíamos hacer nada con los diálogos […] los censores tenían los ojos puestos en nuestras palabras, lo que es comprensible porque la ideología se expresa mediante palabras. […] Pero aunque sabíamos que no teníamos opción de expresarnos con palabras, las imágenes eran algo totalmente distinto. Una imagen puede ser ambigua. El público podía entender el mensaje de una imagen, pero los censores no tenían ninguna base sobre la que actuar[75].
La película de Wajda Cenizas y diamantes (Popiół i diament) contiene, por ejemplo, una escena en la que dos personajes están sentados en un bar y prenden fuego a unos vasos de vodka, pronunciando un nombre cada vez. Nadie dice que representen velas en memoria de los amigos que murieron en el Alzamiento de Varsovia, un acontecimiento que por entonces era tabú, pero el público entendió de inmediato lo que estaba sucediendo. Con el tiempo, el cine húngaro desarrollaría metáforas igualmente elaboradas, tal vez la más famosa de las cuales fuera la que aparece en Mefisto, la versión moderna de Fausto realizada por István Szabó. Ambientada en la Alemania nazi, Mefisto narra la historia de un actor que acepta colaborar con el nacionalsocialismo para progresar en su carrera. El público se dio cuenta de que era también una historia del reciente pasado comunista: algunos actores de la Hungría estalinista habían colaborado para progresar en sus carreras.
Insinuaciones y alusiones podían encontrarse también en obras, tanto contemporáneas como clásicas, y los directores no dudaban en utilizarlas. En la Polonia comunista, incluso Shakespeare se convirtió en una fuente de comentarios políticos. La frase «Dinamarca es una cárcel» podía entenderse como una alusión a la ocupación soviética de Polonia. «Algo huele a podrido en Dinamarca» tenía la misma fuerza. También la división del reino del rey Lear podía interpretarse como una metáfora de la división de la Polonia de posguerra y la pérdida de los territorios orientales[76].
Aunque pueda resultar extraño, el realismo auténtico —la espontaneidad, los diálogos verosímiles y las escenas que el público podía reconocer de su propia vida— también era una herramienta que podía utilizarse contra el realismo socialista importado de la URSS. Esa técnica dio sus frutos en una película húngara que llevaba el poco halagüeño título de Grandes almacenes estatales (Állami Áruház). Aunque no había nada radical en el argumento ni en la ambientación —unos grandes almacenes, de hecho—, la película incluía escenas encantadoras junto al Danubio, en las que varias personas entran y salen del agua, se salpican las unas a las otras y, en general, se mueven de manera desorganizada, como en la vida real y no en un desfile del Primero de Mayo cuidadosamente estructurado. En otra escena, los clientes abarrotan unos grandes almacenes cuando oyen que ha llegado una remesa de artículos —una escena familiar para los espectadores de la época—, aunque por fortuna los numerosos artículos llegan a tiempo para saciar sus necesidades. El público debió de darse cuenta de que era ridículo: en la vida real no habrían llegado multitud de artículos, de modo que esa escena se convirtió en una especie de broma privada.
La primera película de Wajda, Generación (Pokolenie), estrenada en 1955, también utilizó esa clase de «realismo». Aunque contenía varias escenas que podrían haberse diseñado para complacer a los burócratas comunistas, también incluía varias otras que parecían espontáneas, como en realidad lo eran. Algunos de los jóvenes actores, entre ellos un Roman Polanski adolescente, habían formado parte de la resistencia siendo niños y recordaban bien la ocupación. Cuando correteaban por las escaleras y se escondían de la Gestapo en callejones, se estaban interpretando a sí mismos y comportándose como recordaban haberlo hecho durante la ocupación. El público también lo entendió así[77].
Con el tiempo, las películas más obviamente estalinistas se convirtieron en un motivo de vergüenza para sus directores, algunos de los cuales las criticaron o renegaron de ellas tras la muerte de Stalin en 1953. Lo mismo sucedió con los cuadros, las esculturas, la poesía, la ficción y la arquitectura más burdos de la fase final del estalinismo. Wisława Szymborska, una distinguida poetisa polaca ganadora del Premio Nobel, apenas hablaba de su poesía estalinista y no la incluyó en recopilatorios posteriores de su obra. Los propios títulos resultaban embarazosos: «Lenin», «Celebrar la construcción de una ciudad socialista», «Los jóvenes construyen Nowa Huta», «Nuestro trabajador habla de los imperialistas». Su elegía por Stalin —«Ese día» («Ten Dzien»)— incluye los siguientes versos inmortales: «Esto es el partido, la visión de la humanidad / Esto es el partido, el poder de la gente y la conciencia / Nada de su vida será olvidado / Su partido alejará la melancolía». Szymborska siguió escribiendo hermosos y enigmáticos poemas sobre muchos otros temas, y en años posteriores siempre evitó hablar de esa difícil época[78].
Sin embargo, incluso después de que hubiera pasado, el momento de la fase final del estalinismo dejó su huella en la cultura de la región. Los pintores de Alemania del Este siguieron discutiendo sobre la definición de «realismo» durante décadas. Ágnes Heller, una de las filósofas más distinguidas de Hungría, continuó centrándose en el problema del totalitarismo durante la mayor parte de su vida. Milan Kundera, el escritor checo exiliado, escribió historias sobre censura, secretos y colaboración. La novela más conocida de la escritora de Alemania del Este Christa Wolf, Noticias sobre Christa T., es la historia de la lucha de una mujer contra la presión de ser conformista[79]. Wajda siguió volviendo a los temas del totalitarismo y la resistencia toda su vida, ya fuera durante la Revolución francesa o la Segunda Guerra Mundial. Por multitud de razones —históricas, políticas y psicológicas—, algunos artistas de Europa del Este accedieron a convertirse en «realistas socialistas» entre 1949 y 1953. Pero muchos de ellos, sus contemporáneos y sus sucesores pasaron el resto de sus vidas intentando entender por qué, y cómo, había sido posible.