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Homo Sovieticus

Observamos la procesión, las masas llevaban banderas rojas, las chicas iban con sus vestidos blancos. Grigoriev estaba con nosotros, el asesor soviético del Consejo de Control Aliado. […] Cuando la plaza estuvo llena de gente, él se volvió hacia mí y preguntó: «Dime, estos 200 000 proletarios aquí reunidos […] hace seis meses mostraban el mismo entusiasmo hacia los fascistas de la Cruz Flechada, ¿verdad?».

GYULA SCHÖPFLIN en sus memorias[1]

Los juicios amañados, los arrestos y los ataques al clero atrajeron la atención nacional e internacional durante la época de la fase final del estalinismo. Sin embargo, la presión desde arriba fue solo uno de los métodos utilizados por el régimen para convencer a sus compatriotas de su derecho a gobernar. También intentaron crear entusiasmo y colaboración desde abajo. Si los primeros años de posguerra se habían caracterizado por ataques violentos a las instituciones de la sociedad civil, después de 1948 los regímenes empezaron a crear un nuevo sistema de escuelas y organizaciones de masas controladas por el Estado que rodearían a sus ciudadanos desde el momento de su nacimiento. Una vez dentro de ese sistema totalitario, se daba por sentado que los ciudadanos de los estados comunistas jamás desearían ni podrían salir de él. Habrían de convertirse, como expresó sarcásticamente un viejo disidente soviético, en miembros de la especie Homo sovieticus, «hombre soviético». El Homo sovieticus no solo no se opondría al comunismo, sino que nunca concebiría siquiera la posibilidad de oponerse al comunismo[2].

En la fase final del estalinismo, nadie estaba exento de esa instrucción ideológica: ni siquiera los ciudadanos más jóvenes. Aunque los adolescentes habían sido una prioridad para los comunistas, ahora su atención se extendió también a los niños de jardín de infancia. Como Otto Grotewohl, el nuevo primer ministro de Alemania del Este, declaró en 1949, los niños alemanes más pequeños eran «nuestro mejor y más puro material humano». Eran «la reserva de oro para nuestro futuro». No debían «caer en las garras de las fuerzas reaccionarias», y no deberían «crecer de manera desordenada, sin recibir cuidado y atención[3]».

La idea de los niños pequeños como tábulas rasas o trozos de arcilla que el régimen podría moldear a voluntad no era nueva en Alemania: los nazis habían utilizado metáforas muy similares (como también los jesuitas, entre otros). Pero el contenido que los comunistas alemanes verterían en las mentes supuestamente vacías de los niños no sería de ideología nazi. Ya en junio de 1945, un periódico de Berlín escribió sobre el daño que años de educación nazi había hecho a los niños:

Consideremos los siguientes hechos. El principio del mayor grado de sensibilidad y memoria de un niño se da entre los cinco y los siete años. Añadamos a eso la duración del gobierno nazi y obtenemos el espantoso resultado de que todos los jóvenes […] han crecido exclusivamente bajo la influencia de las mentiras que les han sido inculcadas en la escuela y por las Juventudes Hitlerianas[4].

De inmediato, las fuerzas de ocupación soviéticas prohibieron los jardines de infancia privados y que los antiguos nazis y «compañeros de viaje» nazis —una categoría bastante imprecisa— enseñaran en los jardines de infancia. Cuando esa orden provocó la consiguiente escasez de profesores, el régimen de ocupación soviético, que sin duda tenía asuntos más urgentes entre manos, organizó cursos de seis meses para formar a nuevos profesores de preescolar[5].

Pero todavía más cambios estaban por llegar. En realidad, el alcance y la naturaleza de la influencia que la Unión Soviética deseaba ejercer sobre la educación sorprendió a muchos europeos del Este y en particular a los educadores alemanes, muchos de los cuales habían previsto con entusiasmo que un régimen de izquierda apoyaría la pedagogía progresista y de vanguardia defendida durante la década de 1920 y que destacaba la espontaneidad, la creatividad, y que hoy en día se consideraría educación «centrada en los alumnos». En Budapest y en Berlín había habido jardines de infancia Montessori desde antes de la Primera Guerra Mundial; Janusz Korczak, un educador progresista y autor de libros infantiles, había experimentado con la idea de «autogobierno» en sus orfanatos de Varsovia, en los que animaba a los niños a escribir sus propias normas y a formar sus propios parlamentos[6].

Por el contrario, los educadores de Europa del Este descubrieron que los métodos de enseñanza «correctos» no los encontrarían en manuales Montessori, sino en las obras de teóricos de la educación soviéticos, fundamentalmente en los escritos de Antón Makárenko, uno de los autores favoritos de Stalin. En la década de 1930, Makárenko había sido el director de la colonia Gorki, un reformatorio para jóvenes delincuentes. Sus métodos priorizaban la presión del grupo, la repetición y el adoctrinamiento, y hacían hincapié en la convivencia y el trabajo colectivo. Los pasajes más elocuentes de Poema pedagógico, su libro sobre la colonia Gorki, están dedicados a las virtudes del trabajo colectivo: «Era un placer, quizá el placer más dulce del mundo: sentir este vínculo mutuo, la fuerza y la elasticidad de las relaciones, esa potencia de la colectividad vibrante en la quietud saturada de fuerza[7]».

Al igual que Trofim Lisenko, el fraudulento biólogo estalinista que creía en la herencia de los caracteres adquiridos, Makárenko creía en la mutabilidad de la naturaleza humana. Cualquier niño, por poco prometedor que fuera su entorno, y por muy reaccionarios que fueran sus padres, podía ser transformado en un buen ciudadano soviético. Si se le introdujera en un equipo, se le dijera que todos trabajan por el bien del grupo, si se repitieran consignas en su presencia, aprendería. Si bien Makárenko era, sin duda, más sofisticado que sus seguidores, el «makárenkismo» (como el «lisenkismo») se parecía mucho a un vulgar lavado de cerebro ideológico.

Los educadores progresistas se vieron obligados a batirse rápidamente en retirada. «Yo insistí en exceso en la necesidad de las actividades independientes de los niños, subestimé la necesidad de un liderazgo político, y creí [erróneamente] que la gente podía ser educada mediante la adquisición de experiencia», declaró una teórica de la educación alemana en sus memorias cargadas de arrepentimiento. También lamentó no haber seguido los consejos de Erich Honecker, quien, sin duda, no era un experto en educación infantil, «abordaba todos los asuntos desde una visión de clase claramente político-ideológica» y llegaba así a las «conclusiones correctas[8]». Sobre la misma época, Korczak —quien había muerto trágicamente en Treblinka, junto a sus huérfanos— fue denunciado en Polonia por divulgar «una educación en el espíritu del servilismo mecánico hacia el orden existente[9]».

Tras solo seis meses de formación, la legión de nuevos profesores de jardín de infancia en Alemania habría tenido dificultades para entender esos debates teóricos, y aún muchas más para aplicarlas en las aulas. Sin embargo, los puntos esenciales, como sus colegas de todo el bloque no tardaron en descubrir, no eran difíciles. La política debía constituir una parte esencial del plan de estudios de todos los niños, desde el jardín de infancia en adelante. Entre los temas aceptados estaban la historia de la clase obrera, la Revolución rusa y los logros de la Unión Soviética. Los niños debían participar en las diversas campañas del partido en favor de «la paz», de Corea del Norte y del Plan Quinquenal. Los profesores que no enseñaban esos temas o que no reivindicaban esas campañas se arriesgaban a perder sus puestos de trabajo.

Naturalmente, parte del material tuvo que cambiarse para adaptarse a los niños más pequeños. En Polonia, el culto a Stalin se transmitía a través del estudio de una versión totalmente ficticia de la infancia del dictador soviético, que en realidad había sido bastante penosa. A los niños polacos les enseñaban a llamarlo por el mote que tenía de niño, Soso (también les enseñaban a referirse a Feliks Dzerzhinski, el aterrador fundador de la policía secreta soviética, con el nombre de «Franek»), y leían sobre sus numerosas hazañas y sus logros de juventud. Las revistas populares entre los niños contenían relatos diseñados para despertar su admiración hacia Stalin, como la historia de un niño que pregunta a su madre el significado de la palabra «generalísimo». La madre le explica que como «toda la nación soviética amaba profundamente a su líder», la URSS le había concedido ese título especial como gesto de gratitud. Impresionado por esa profunda fe, el niño decide aprender a escribir la difícil palabra «generalísimo» y la memoriza para siempre.

Las maravillas de la planificación central se expresaban a través de libros como Bronek, el niño de seis años, y el Plan Sexenal[10]. Los males del capitalismo se transmitían mediante relatos como la historia del señor Twister, un estadounidense que visita Leningrado y se sorprende al ver a un hombre negro en su hotel, o a través de poemas sobre los planes de guerra de Estados Unidos:

Los locos americanos

sueñan con la batalla

y pintan en los mapas

los frentes con sangre humana.[11]

Los novelistas también trabajaban duro para ofrecer a los niños de la época nuevo material de lectura. A finales de la década de 1940 y durante los años cincuenta, Alex Wedding —un comunista cuyos libros habían sido quemados por Hitler en 1933— publicó una serie de libros infantiles en Alemania del Este. El primero de ellos fue Die Fahne des Pfeiferhansleins, la historia de una rebelión de campesinos durante el siglo XV, en la que aparece un líder rebelde que toca la flauta, un Pfeifer, y que sueña con «una patria libre» sin gobernantes ni gobernados. La rebelión termina mal, pero los rebeldes no abandonan la esperanza: «Algún día el sol de la libertad se filtrará entre las nubes. Algún día incluso nuestro exilio terminará, y volveremos a ver a nuestra patria, una hermosa tierra, libre del gobierno arbitrario de duques y nobles […] y entonces la bandera del Pfeifer ondeará en todas las torres…[12]».

Algunos relatos infantiles ya existentes se reescribían para acomodarlos al nuevo espíritu ideológico. Una entrañable tira infantil polaca —Las aventuras de la cabra Matolek— reapareció con algunos cambios sutiles. Antes de la guerra, Matolek había observado Varsovia y visto el Castillo Real y la aguja de una iglesia. Después de la guerra, solo veía el Palacio de la Cultura, un altísimo monumento a Stalin. Antes de la guerra, policías vestidos con gabardina habían agitado sus porras frente a Matolek por infringir las normas de tráfico. Después de la guerra, como recordó un lector, «amables milicianos socialistas le indican la dirección correcta». La Matolek original descubrió un tesoro que dio a «los niños pobres de Polonia». Como bajo el régimen comunista no había niños pobres, la Matolek de posguerra dio el tesoro a los «queridos» niños de Polonia[13].

Los libros de texto también tuvieron que ser modificados para que reflejaran la nueva realidad. En noviembre de 1945, en un momento en el que sus burócratas aún estaban recogiendo zapatos y jerséis del organismo de socorro de las Naciones Unidas y entregándolos a profesores desesperados, el Ministerio de Educación polaco ordenó la escritura de una nueva historia de la educación, diseñada para enfatizar «la lucha por la educación democrática», y también estableció un comité para que escribiera nuevos libros de texto sobre historia[14]. Como ese proceso de reescritura no se llevó a cabo con la suficiente rapidez, se tomaron medidas más drásticas: durante un breve período, entre 1950 y 1951, en las escuelas polacas solo se permitieron los textos de historia soviéticos[15]. En Alemania del Este, los esfuerzos de reescritura resultaron más exitosos. El programa de historia para los niños de trece años describía el período de posguerra de este modo:

Con la ayuda de las autoridades de ocupación soviéticas, las fuerzas democráticas […] consiguieron quitarles el poder a capitalistas y terratenientes monopolistas en la parte este de Alemania y establecer un orden democrático antifascista. Este orden democrático antifascista […] goza del apoyo y la ayuda de la gran Unión Soviética socialista, que respeta los derechos nacionales del pueblo alemán y representa sus intereses nacionales[16].

Lo más urgente era reconvertir —o reemplazar— a los profesores, y no solo a los maestros de jardín de infancia. El régimen militar soviético proclamó la «renovación democrática de la escuela alemana» en agosto de 1945, con una orden que también exigía «una nueva clase de profesor democrático, responsable y capaz». Poco después, la política educativa para la zona soviética de Alemania se dejó en manos de los comunistas de Moscú más leales y de más alto rango: Anton Ackermann, un líder del Comité Nacional para una Alemania Libre durante la guerra; Paul Wandel, miembro del partido comunista soviético, no alemán; y Otto Winzer, miembro del grupo de Ulbricht[17]. A su debido momento, las autoridades soviéticas utilizarían la reforma educativa como un método de desnazificación, así como un medio para ofrecer a jóvenes ambiciosos y partidarios del régimen una vía de ascenso rápido[18]. Toda una generación de Neulehrer —«nuevos profesores», a menudo con una formación mínima— ocuparon los puestos de los anteriores, y de ellos se esperaba que mostraran su gratitud al nuevo régimen siguiendo cada uno de sus preceptos.

Por el contrario, a la mayoría de los profesores polacos los dejaron tranquilos en medio del caos de los años inmediatos de posguerra, pese a los estrechos vínculos entre la resistencia en tiempo de guerra y la profesión docente. En gran parte de Polonia se evitó que los niños asistieran a la escuela durante la ocupación nazi —la intención de los alemanes había sido convertir a los polacos en una nación de siervos analfabetos— y muchos niños no sabían leer ni escribir. El hecho de restablecer la normalidad mediante la escolarización se convirtió en una prioridad nacional. En septiembre de 1945, el ministro de Seguridad Estatal, Stanisław Radkiewicz, firmó un mandato interno en el que declaró que a la luz de «la destrucción sembrada en las escuelas», la policía secreta debería «arrestar a profesores solo cuando fuera absolutamente necesario». Si tenían que ser encarcelados, sus casos deberían ser investigados y revisados lo antes posible[19].

Sin embargo, con el tiempo quienes no se sometieran a la ideología serían intimidados, amenazados y finalmente despedidos. Sus acciones y comportamiento serían vigilados por agentes de la policía secreta, por directores de escuelas enviados desde otras zonas, por los mismos colegas, o incluso por sus alumnos. En 1946, el Ministerio de Educación descubrió que en la pequeña población de Człuchów, el hijo adolescente de un agente de la policía secreta había estado amenazando a sus profesores y a sus compañeros de clase. Alardeando de que tenía «acceso al edificio de la UB cuando quisiera, sin necesitar un pase», le dijo a un niño que lo «encerrarían», y amenazó a otro por tocar un villancico «religioso» («Noche de paz») al piano. Después de que un profesor describiera «el avance histórico de Rusia hacia Constantinopla» en una clase de geografía, el joven comentó lleno de alegría a un compañero de clase que «el viejo se acaba de condenar». Aunque solía suspender («no sirve para las matemáticas […] y en francés es una nulidad»), él alardeaba de que, gracias a la influencia de su padre, aprobaría sin hacer ningún trabajo. Cuando finalmente la directora de la escuela llamó a sus padres para quejarse de su actitud, dos horas después la mujer recibió una citación para que se presentara en las oficinas de la policía secreta de la zona[20].

Ese caso en particular se resolvió en favor de la escuela, entre otras razones porque ni siquiera a la policía secreta le gustaba que los hijos de sus empleados amenazaran a compañeros de clase con el arresto. Sin embargo, otras historias tuvieron un final menos feliz, por ejemplo cuando se hacía responsables a los profesores de la visión política de sus alumnos. Podían perder sus puestos de trabajo por haber ejercido supuestamente «una mala influencia» sobre los niños que mostraban opiniones «reaccionarias» o anticomunistas[21]. En enero de 1947, un grupo de unos treinta agentes armados de la policía secreta entraron en un instituto polaco cerca de Sobieszyn, irrumpieron en una clase y ordenaron a todos los presentes que levantaran los brazos y salieran. Algunos estudiantes fueron separados, interrogados y golpeados; las protestas del director del instituto fueron desoídas. Un agente explicó con brusquedad que los estudiantes procedían de familias «de bandidos» y que varios profesores de ese centro ya habían sido arrestados. En otras palabras, la redada había sido diseñada para castigar a la institución por no mantener el ambiente ideológico adecuado[22].

Sin embargo, en 1948 el clima había cambiado notablemente y el Ministerio de Educación polaco se dispuso a «verificar» los «valores, ideológicos y profesionales» de todos los directores de escuela, profesores y educadores, «intensificar la ofensiva ideológica entre profesores y estudiantes», a «concienciar» a futuros profesores[23]. Sobre la misma época, un burócrata de la educación alemán declaró que la educación soviética, después de treinta años de experimentación, finalmente había alcanzado su cenit: la experiencia de la Unión Soviética demostraba que una educación «basada en el humanismo socialista» podría resultar exitosa. Todos los profesores alemanes que desearan convertirse en «pedagogos progresistas cualificados» debían «adquirir, estudiar y aprender a aplicar la ciencia pedagógica marxista tal como la fundaron Marx y Engels; como la extendieron Joseph Dietgenz, August Bebel y Karl Liebknech; y como siguieron desarrollándola Lenin y Stalin[24]». Programas similares se desarrollaron para los profesores de todo el bloque. Entonces se prestó gran atención a la clase social de los nuevos cuadros de profesores, y se llevaron a cabo enormes esfuerzos para conseguir a profesores que fueran de la extracción social «adecuada». Según el Ministerio de Educación polaco, el 52 por ciento de los nuevos profesores en formación en 1948 eran de clase obrera, el 32 por ciento eran campesinos y el 7 por ciento eran hijos de «artesanos». Si estas estadísticas son correctas, ese año solo el 9 por ciento de los profesores procedían de familias «intelectuales[25]».

La proletarización del profesorado resultó una tarea delicada. En Alemania del Este, varios rectores universitarios intentaron reagruparse en mayo de 1945 para reconectar con la «tradición universitaria alemana», pero su iniciativa fue descartada casi de inmediato por los funcionarios soviéticos, que se quedaron horrorizados por su «visión del mundo filosófica reaccionaria», así como por sus anteriores conexiones nazis. Una oleada de desnazificación llegó después, tanto obligatoria como voluntaria, cuando multitud de profesores alemanes huyeron al Oeste. Cuando llegó el momento de iniciar el semestre de invierno en enero de 1946, tres cuartas partes del profesorado de las universidades de Berlín, Leipzig, Halle, Greifswald y Rostock se habían marchado, y los funcionarios soviéticos empezaron a desempeñar un papel muy activo en la captación de nuevos profesores[26]. Como no disponían de los recursos necesarios para dirigir el sistema universitario ellos mismos, crearon un órgano alemán, la Administración Central de Educación, a la que enviaban peticiones a menudo poco realistas. En marzo de 1947, la Administración Militar Soviética emitió una orden «sobre la formación de la nueva generación de académicos» que pidió a la Administración Central de Educación que encontrara a «doscientos antifascistas activos» en un período de diez días. Como un miembro alemán de la administración señaló, «no podemos, en toda Alemania, conseguir a doscientos antifascistas activos que además estén cualificados académicamente». Finalmente, los alemanes dieron con setenta y cinco nombres de profesores «de actitud abierta en cuanto a política», pero los administradores soviéticos rechazaron a treinta y dos de ellos. Del resto, la mayoría tenían más de cincuenta años y por lo tanto no eran candidatos demasiado adecuados para un programa de formación[27].

A partir de 1948, las autoridades de Alemania del Este, así como las de Hungría y Checoslovaquia, iniciaron un ataque más sistemático sobre las facultades de historia, filosofía, derecho y sociología, las cuales se vieron transformadas en vehículos para la transmisión ideológica, igual que en la Unión Soviética. La historia se convirtió en historia marxista, la filosofía se convirtió en filosofía marxista, el derecho se convirtió en derecho marxista y la sociología, por lo general, desapareció. La mayoría de los especialistas en humanidades que quedaban se marcharon en ese momento, aunque las autoridades soviéticas llevaron a cabo grandes esfuerzos para conservar a los científicos. Como un burócrata de la cultura dijo, «cuando un filósofo o un historiador reaccionario se marcha [a Alemania occidental], sonreímos. Pero la situación es distinta con los físicos, matemáticos o técnicos, a quienes necesitamos y a los que no podemos reemplazar[28]». Sin embargo, los científicos formaban parte del sistema educativo y los cambios también les afectaban. Cuando un químico decidió marcharse a Occidente, contó sus razones a dos funcionarios comunistas. Entre otras cosas, estos informaron de que «no puede seguir aceptando la responsabilidad de educar a sus hijos en nuestros institutos[29]». El resultado final fue la transformación casi total de las universidades de Alemania del Este. En un período de tiempo relativamente corto, una nueva generación de profesores mucho más jóvenes —ya fueran más ideologizados, más cínicos o más fáciles de intimidar— cubrieron todos los puestos docentes y controlaron también todos los futuros nombramientos académicos.

La situación en Polonia fue diferente, en parte porque la guerra, el Alzamiento de Varsovia y la masacre de Katín habían destrozado en mayor medida a la clase intelectual polaca. En 1939, los nazis habían enviado a todo el cuerpo docente de la Universidad Jaguelónica de Cracovia, la más antigua del país, a Sachsenhausen (donde fueron encarcelados junto a más de mil estudiantes de las universidades de Praga y Brno)[30]. No resultaba fácil despedir a un profesor polaco porque era probable que no encontraran a nadie ni remotamente cualificado para sustituirlo, y por lo tanto hubo muchos menos apasionados jóvenes ideólogos en las facultades que en Alemania del Este. En 1953, los estudiantes de derecho de Cracovia todavía podían estudiar la mayoría de sus asignaturas, entre ellas historia del derecho polaco, teoría del derecho y lógica, con profesores de antes de la guerra. Solo uno o dos cursos obligatorios sobre marxismo-leninismo eran impartidos por los profesores recién designados. Como John Connelly señala en su concluyente estudio sobre las universidades de Europa del Este durante la fase final del estalinismo, la cultura de la vida académica polaca también era distinta. Muchos académicos que sobrevivieron habían trabajado en las «universidades volantes» durante la guerra, enseñando a los alumnos de manera clandestina, y los hábitos patrióticos eran fuertes. Era bastante común que los jefes académicos rindieran falsas alabanzas al régimen, pero enseñaban, daban clase, contrataban y despedían sin tener en cuenta alguna la política. Incluso a finales de la década de 1940 y a principios de la de 1950, era frecuente que los profesores mayores protegieran a los estudiantes y a sus colegas más jóvenes de las investigaciones policiales[31]. Los vínculos de familia, lealtad e influencia académica a menudo resultaban más fuertes, al menos entre bastidores, que el miedo al partido o a la policía secreta.

Sin embargo, la proletarización del conjunto de los estudiantes fue, para los partidos comunistas, mucho más importante. Los profesores burgueses morirían algún día y entonces serían reemplazados por miembros entusiastas de la clase obrera. En polaco, el término que describía esta oleada de acciones afirmativas académicas era awans społeczyny, una expresión burocrática más bien fea que significa, aproximadamente, «avance social». La expresión cobró una relevancia enorme con el tiempo, y se usó tanto en referencia a una política —el rápido ascenso de los hijos de los obreros y los campesinos a la educación superior— como a la clase «socialmente avanzada» que surgió como resultado. Una forma similar de avance social fue uno de los objetivos principales de todos los países de Europa del Este. En una conferencia en el congreso de 1949 del partido alemán, Grotewohl propuso elegir y ascender a «trabajadores y campesinos» de entre los Jóvenes Pioneros. Dijo que estos habían «experimentado un aprendizaje distinto desde que eran muy pequeños», y por consiguiente podrían ser transformados y convertidos en «una intelectualidad verdaderamente nueva, democrática y socialista […] a la que necesitaremos para dirigir nuestra economía y llevar a cabo medidas socialistas[32]».

Los intentos de crear una «intelectualidad nueva, democrática y socialista» que sustituyera a la antigua intelectualidad, sospechosa y burguesa, fueron de lo admirable hasta lo absurdo. En Polonia, donde escuelas de todo signo habían cerrado a la fuerza durante la ocupación nazi, el índice de analfabetismo después de la guerra era de un asombroso 18 por ciento. El partido inició una campaña masiva «para acabar con el analfabetismo» en 1951, que estuvo precedida por una reforma educativa que priorizaba la educación técnica[33]. El éxito de ese programa convenció a muchos intelectuales de las buenas intenciones del partido. Un antiguo maestro polaco, aun sin ser comunista, pasó la primera parte de su carrera enseñando a leer y a escribir a refugiados de Ucrania y se quedó maravillado: «Se convirtieron en personas distintas». El hecho de participar en la campaña lo ayudó a convencerse de que el partido, aunque cometía errores, tenía buenas intenciones[34].

Sin embargo, el solo hecho de enseñar a leer y a escribir no crearía una nueva élite. En todo el bloque se llevaron a cabo otras formas de acción afirmativa más agresiva. Los hijos de trabajadores y campesinos tenían acceso privilegiado a plazas universitarias, programas de formación, trabajos y ascensos. En Alemania del Este, los burócratas de la educación reclutaban activamente a trabajadores y campesinos para que se incorporaran a cursos especiales diseñados para hacerlos ascender rápidamente. Los estudiantes podían acceder a esos cursos preuniversitarios si sus padres pertenecían a la clase social correcta y si podían presentar «referencias políticas de organizaciones democráticas», ya fueran sindicatos o grupos de juventudes[35]. En Polonia, activistas de la Unión de Jóvenes Polacos se hicieron con el control del proceso de admisión en las universidades a través de la institución de «secretarios técnicos», funcionarios destinados a las oficinas de los decanos donde «mediante un trabajo abnegado contribuían a la mejora de la acción». Gracias a esos esfuerzos, entre 1945 y 1952 el número de estudiantes de origen obrero y campesino en las universidades de Alemania del Este aumentó del 10 al 45 por ciento del total. En 1949, la cifra de estudiantes de extracción obrera y campesina ascendía hasta el 54,5 por ciento[36].

Los comunistas polacos también crearon sus propias instituciones alternativas de educación superior para acelerar la velocidad de ese avance social. A estudiantes polacos que no habían recibido educación secundaria se les ofreció la posibilidad de obtener un grado de bachiller —el matura, similar a un certificado de enseñanza media— en seis meses, en la Escuela Central del Partido. Con ese «pequeño» matura, como lo llamaban, podían acceder a la universidad. Aunque otras instituciones ofrecían títulos que podían conseguirse más rápidamente —muchos jóvenes acababan el curso preparatorio de dos años que les permitía ingresar en la universidad sin haber terminado el instituto—, la Escuela Central del Partido tenía criterios distintos: «la conciencia política» se consideraba mucho más importante que la capacidad de leer y escribir correctamente.

El resultado fue previsible. En 1948, la Secretaría del Comité Central se quejó de que alrededor del 20 por ciento de los estudiantes del curso de la Escuela Central del Partido —hombres muy jóvenes, de clase obrera, sin educación secundaria— no podían terminar el curso porque no tenían la competencia suficiente para tomar apuntes[37]. Al parecer, más de cincuenta estudiantes de la Universidad Humboldt en Berlín Este padecieron crisis nerviosas durante la década de 1950[38]. Los profesores, sobre todo en Polonia, advertían en privado a los jóvenes obreros que empezaban el curso de que no conseguirían aprobar, por lo que sería mejor que volvieran a sus fábricas. También hubo casos de estudiantes polacos que falsificaron sus orígenes sociales: «Hijos e hijas de comerciantes, kulaks y coroneles de preguerra llegaban a los exámenes vestidos con monos sucios» y fingían ser obreros, como un informe expuso con indignación[39]. En Hungría, varios estudiantes de familias burguesas recibieron instrucciones de pasar algún tiempo trabajando como obreros y después solicitar de nuevo el acceso a la universidad. Las pequeñas muestras de lealtad, como convertirse en líder de un grupo de jóvenes, ayudaban también a conseguir una plaza en la universidad[40]. Sin embargo, siguieron existiendo grandes diferencias entre los estudiantes universitarios de origen obrero o campesino y los hijos de intelectuales de preguerra —los primeros vivían en destartaladas residencias estudiantiles, mientras que los segundos vivían en sus casas— y ambos grupos solían guardar las distancias[41].

En Alemania, algunos de los intentos de reconversión de los obreros para que ocuparan puestos relacionados con la cultura también terminaron en fracaso. En un momento determinado, el escritor Erich Loest recibió el encargo de enseñar a un grupo de trabajadores de una fábrica a convertirse en Volkskorrespondenten, «corresponsales del pueblo». La lógica era clara: si el proletariado pudiera formarse en periodismo, entonces los periódicos adoptarían la ideología correcta, y los periodistas burgueses dejarían de ser necesarios. Al menos eso sostenía la teoría. En la práctica, la tarea de Loest —formar a trabajadores para que fueran críticos de teatro— resultó muy poco exitosa:

Había quince personas —doce mujeres, tres hombres—, todos obreros. En su empresa les habían preguntado: «Necesitamos gente para este grupo, ¿a quién le gusta ir al teatro?». Y ellos levantaron la mano y fueron seleccionados. «Muy bien, Hildegard, ahora eres miembro de este grupo.» Íbamos juntos al teatro y después, o al día siguiente, no reuníamos. Y yo les explicaba, o intentaba explicarles, en qué consistía una crítica teatral. Después escribimos una crítica juntos. Entonces yo tenía veinticinco años y me había gustado ir al teatro. […] Fue horrible. Todos quedamos descontentos. Yo quedé descontento, y ellos aún más. […] Se suponía que debían escribir una crítica teatral, pero no fueron capaces de hacerlo y no lo aprendieron conmigo. Después de medio año, la cosa se hundió. Seguimos durante un invierno[42].

Sin embargo, en un sentido más restringido, esas políticas resultaron exitosas: a la larga cambiaron la composición de la intelectualidad urbana. Un polaco recuerda que en su elitista escuela de Varsovia, durante la década de 1950, casi todos procedían del campo. Cuando el profesor preguntó a los niños adónde irían de vacaciones ese verano, ellos respondieron casi al unísono: «Me quedaré con mis abuelos en el campo». Tardó varios años en darse cuenta de que en gran parte de las capitales europeas la inmensa mayoría de la gente ya no tenía abuelos que vivieran en pequeñas granjas y cultivaran patatas[43]. La política de avance social también produjo una generación de líderes del partido comunista leales, aunque no necesariamente de talento. Como un historiador explica, algunas personas observaron desde el principio que el sistema podía ofrecerles una vía clara para el ascenso, sin que importaran su origen ni sus habilidades, siempre que se atuvieran a las normas:

Eran personas activas en el partido, siempre tenían algo que decir en las reuniones y las consultas; y siempre era algo «en línea» y «correcto», como decíamos entonces. Defendían la postura de los directores y de la organización del partido, participaban en las actividades «culturales» y hacían otras contribuciones de carácter social. Fuera cual fuese la calidad de su trabajo y su formación profesional, avanzaban con rapidez, aunque no necesariamente en su lugar de trabajo. Con frecuencia ascendían en la administración, o los enviaban fuera a realizar cursos […] a veces terminaban en el aparato del partido[44].

Un vistazo al contexto sociológico de la cúpula comunista de Europa del Este en la década de 1980 pone de manifiesto que muchos activistas de origen modesto finalmente llegaron a lo más alto. Mieczysław Rakowski nació en una familia de campesinos, trabajó de tornero cuando era un adolescente, recibió un doctorado del Instituto de Ciencias Sociales de Varsovia en 1956 y se convirtió en primer ministro de Polonia en 1988. Miloš Jakeš nació en una familia de campesinos, trabajó en una fábrica de zapatos, se licenció en la Escuela Superior del Partido en Moscú y fue nombrado secretario general del partido comunista checoslovaco en 1987. Egon Krenz era hijo de refugiados de Prusia Oriental, se convirtió en el líder de los Jóvenes Pioneros en la década de 1970, y en octubre de 1989 fue nombrado primer ministro de Alemania del Este, un puesto que ocupó hasta diciembre de 1989. Estos hombres fueron algunos de los mayores beneficiarios del «avance social». Y todos ellos alcanzaron la cima del poder demasiado tarde para poder disfrutar de él.

Durante las jornadas escolares y laborales, el sistema educativo comunista podía mantener a los niños, estudiantes, jóvenes y jóvenes trabajadores a salvo de las fuerzas reaccionarias. Pero después de la escuela —los fines de semana, en verano—, podían quedar expuestos a multitud de ideas perjudiciales. Makárenko creía que los niños y los adolescentes soviéticos debían estar ocupados en todo momento, con el trabajo colectivo, el deporte o el estudio. A finales de la década de 1940, los burócratas de Europa del Este se esforzaban por alcanzar el mismo ideal. En una conferencia de profesores polacos celebrada en 1951 se dedicó mucho tiempo a la educación extracurricular. Los presentes se mostraron de acuerdo en que debía utilizarse «para profundizar y ampliar la educación que se proporcionaba en la escuela […] con el objetivo de crear las condiciones para la vida colectiva, y para apoyar los rasgos de la personalidad socialmente útiles y que se ajustaban a la moralidad socialista».

Uno de los oradores manifestó que, más concretamente, los programas extraescolares debían proteger a los niños de las malas influencias: «El fracaso a la hora de organizar el tiempo que los niños pasan fuera de la escuela crea las condiciones que alientan la actividad hostil por parte de sacerdotes reaccionarios, así como de otros elementos reaccionarios y agentes imperialistas». Algunos ejemplos de tal actividad negativa que se presentaron en la conferencia incluían «la organización del servicio de guardería en el sótano de la basílica de Varsovia», así como «la participación de sacerdotes en varias actividades deportivas y otras actividades para los niños» (aunque en ese momento muy pocos sacerdotes estaban en condiciones de hacerlo)[45].

A fin de mantener a los niños y a los jóvenes trabajadores alejados de esos contactos reaccionarios, los centros educativos de todo el bloque crearon un extenso programa de equipos, organizaciones y clubes a los que asistir después de la escuela o en horario vespertino, todos ellos bajo control estatal, aunque no necesariamente políticos. Algunos de esos programas extraescolares eran incluso deliberadamente apolíticos, e incluían un poco de todo, desde música y bailes tradicionales a pintura y labores. Los clubes de ajedrez eran especialmente populares. La idea era atraer a niños a lugares donde pudieran ser influenciados de manera sutil. Al menos, los organizadores obtenían la satisfacción de saber que los niños estaban cantando, cosiendo o dándose jaque los unos a los otros en salas donde el retrato de Stalin colgaba de la pared, y bajo la supervisión de educadores ideológicamente comprometidos y de confianza. Todas esas actividades eran gratuitas y, por lo tanto, muy atractivas para los padres trabajadores[46].

También se ofrecían actividades de carácter más abiertamente político. En Polonia, la Sociedad de los Amigos de los Niños organizaba no solo clubes de actividades extraescolares, sino «acciones masivas» como la decoración de árboles de Año Nuevo de la comunidad (en contraposición a los árboles de Navidad). En Hungría, los Jóvenes Pioneros organizaban clubes michurinistas, que experimentaban con algodón y otras plantas al estilo de Iván Michurin, un botánico colega de Lisenko y contrario a los principios de la genética[47]. Los Jóvenes Pioneros Alemanes también participaban en clubes de técnicos y de jóvenes naturalistas, todos ellos creados para guiar a los niños por caminos profesionales que pudieran ser útiles al partido[48].

Pero el verdadero premio para los entregados educadores comunistas eran las vacaciones de verano, dos largos meses de inactividad que ofrecían atractivas posibilidades a quienes querían influenciar a los jóvenes. En los campamentos de verano, los jóvenes no solo estaban lejos de sus familias y de otras influencias reaccionarias, sino que se encontraban en un ambiente que, en teoría, el partido y los movimientos de jóvenes podían controlar hasta el último detalle. Por supuesto, los campamentos de verano no eran nada nuevo en esa parte del mundo. Sin embargo, en Europa del Este, solo el Estado estaba autorizado para organizar campamentos de verano para jóvenes; y el Estado se los tomaba tremendamente en serio. En Alemania, los campamentos de verano tenían la importancia suficiente para ser debatidos en el Politburó y el Comité Central. En Polonia, el Ministerio de Educación estableció una Comisión sobre el Asunto de las Vacaciones de Verano de Niños y Jóvenes en 1948[49].

Al principio, solo podían optar a esas experiencias los niños con una ideología más correcta. Durante los primeros años que siguieron a la guerra, alrededor de solo un 10 por ciento de los niños alemanes asistieron a campamentos de verano. Sin embargo, el Politburó alemán pronto se dio cuenta de que eran los niños que tenían una ideología «incorrecta» los que más necesitaban los campamentos, en los que podrían enseñarles «a establecer una firme amistad con todos los seres humanos amantes de la paz, en particular con las gentes de la gran Unión Soviética y con el mejor amigo y profesor de todos los niños, el gran Stalin». Así pues, en 1949 los comunistas alemanes lanzaron una nueva campaña —Frohe Ferientage für alle Kinder («Vacaciones Felices para Todos los Niños»)— y obligó a las compañías estatales a patrocinarla. Llegado el verano de 1951, sobre el 75 por ciento de los niños de la zona soviética de Alemania asistían a alguna clase del programa de verano de varios días.

Una vez que esos campamentos estuvieron en funcionamiento, no se dejó ningún detalle al azar. En Alemania, el Consejo Central de la Juventud Libre Alemana y el Comité Central del partido comunista redactaron las directrices a seguir por los directores de los campamentos. Estos organismos lo decidieron todo, desde el número de horas que debían pasar haciendo natación durante las tres semanas de campamento (dieciocho) hasta el número de horas que debían pasar cantando (dos y media). Los asistentes serían instruidos en las virtudes del Plan Quinquenal, y aprenderían la historia de la Komsomol, la asociación de jóvenes soviéticos, «la vanguardia de la juventud democrática mundial». Se organizarían lecturas en grupo de Así se templó el acero, una novela del escritor soviético Nikolái Ostrovski. Los días comenzarían con gimnasia y con un pase de lista matinal, y algunos días deberían observarse ceremonias especiales: el 18 de julio, el día de las Brigadas Internacionales; el 6 de agosto, el aniversario del bombardeo de Hiroshima; el 18 de agosto, el día que Ernst Thälmann había sido asesinado en Buchenwald[50].

Los juegos tradicionales —el pilla-pilla, el escondite, el capturar la bandera— también se adaptaron a la nueva era. En 1950, por ejemplo, un observador describió así un juego en un campamento de verano alemán:

Los niños y las niñas estaban escondidos en las pendientes, debajo de los arbustos y árboles, y avanzaban a gatas, camuflados. […] Dio la casualidad de que nos encontramos con una líder de los Pioneros que llevaba un brazalete rojo y le preguntamos a qué estaban jugando los niños. Nos explicó que estaban divididos en dos ejércitos, el Ejército Popular y el ejército capitalista. Señaló el estandarte de la Juventud Libre Alemana clavado en lo alto de una montaña, que iba a ser conquistada por el ejército capitalista. […] En otra colina, el «Ejército Popular» gritaba al ejército capitalista: «No luchéis para los capitalistas, pasaos al Ejército Popular», y consignas similares. Durante la batalla tenían que arrancar los brazaletes de sus oponentes. Un pionero que no llevara su brazalete se consideraba muerto.

Más adelante, el director de un campamento explicó que esos juegos de guerra preparaban a los niños para «luchar por la paz»: «¡Los niños deben saber defenderse![51]».

Sin embargo, las enseñanzas no se limitaban al ámbito de los juegos. Sobre la misma época, el consejo central del movimiento de jóvenes húngaro también dio instrucciones a los directores de los campamentos de verano en Hungría. Entre otras cosas, les aconsejó sobre los métodos correctos para tratar con los campistas rebeldes. Esos grupos debían disolverse, pero «no con violencia». A fin de ganarse el respeto de los campistas, los líderes de cada grupo deberían dar ejemplo: todas las mañanas deberían levantarse y vestirse antes que nadie.

Si todo lo demás fracasaba, entonces deberían aplicarse castigos; pero solo castigos que, como defendía Makárenko, tuvieran un impacto positivo en todo el grupo. El castigo de la «excomunión» estaba muy recomendado, por ejemplo: si un campista se negaba a participar en actividades en grupo, los otros debían negarse a llamarlo «camarada» y a hablar con él. Esa presión del grupo no solo conseguiría que el campista recalcitrante cambiara de opinión y volviera a unirse al grupo, sino que los otros se darían cuenta de que ser llamado «camarada» era un gran honor, y se esforzarían para ser merecedores del título[52].

A medida que los campamentos se extendían, la calidad disminuyó. Una cosa era declarar que todos los niños debían asistir a los campamentos de verano, y otra muy distinta construirlos y ofrecerlos sin haber formado a los instructores con suficiente antelación. La inspección de algunos campamentos de verano diurnos en zonas rurales de Hungría en 1950 puso de manifiesto que, aunque en teoría los niños estaban ocupados desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, en la práctica se marchaban a su casa mucho antes. Algunos se marchaban antes de almorzar. Cuando los directores del campamento estaban preparando la importantísima ceremonia del arriado de bandera al final del día, «ya no quedaba nadie». Los inspectores se quejaron de que los directores del campamento no tenían organización ni iniciativa: «En ninguno de esos campamentos vimos actividades de grupo bien organizadas, ni se dedicaban horas a la educación». Y lo que era aún peor, algunos directores «no entendían la importancia de luchar contra los clérigos reaccionarios […] el director de un grupo tocaba el órgano en la iglesia». La solución que se propuso fue: «una educación más ideológica[53]».

Como resultado de esos problemas, las oportunidades de empleo para los activistas jóvenes y entusiastas eran prácticamente ilimitadas, aunque el trabajo no fuera sencillo. Krzysztof Pomian era el director de los jóvenes comunistas polacos en Mokotów, un barrio de Varsovia, a principios de la década de 1950:

El hecho de ser un líder de juventudes implicaba reuniones interminables, que se prolongaban hasta bien entrada la noche, incluso para los niños. Reuniones, sesiones de canto en grupo, marchas, manifestaciones, comprobar si todos habían asistido a la celebración del Primero de Mayo, a la del 22 de julio. […] Quienes asistían a esas reuniones con sentido de la responsabilidad se las tomaban muy en serio, otros se las tomaban con cierta cautela. […] Camisas verdes, corbatas rojas, cantar el «Himno de la Juventud» antes de las clases: todo ello era más fácil para mí porque procedía de una familia comunista, y la «liturgia» comunista obligatoria no me molestaba tanto como a otros[54].

Aun así, quienes se ceñían a las normas podían mantenerse como «líderes de juventudes» durante muchos años. Honecker finalmente dimitió como líder de la Juventud Libre Alemana en 1955, a los cuarenta y tres años, tras lo cual se integró perfectamente en la cúpula del partido comunista de Alemania del Este. Józef Tejchma, un activista de la Unión de Jóvenes Polacos desde 1948 hasta 1956, cuando tenía veintinueve años, se convirtió en ministro de Cultura en 1974. András Hegedüs, quien asistió a las reuniones fundacionales de las juventudes comunistas húngaras en 1945, fue nombrado, de manera inesperada, primer ministro de Hungría una década después, justo antes de verse obligado a huir del país tras la Revolución húngara. Para quienes estaban dispuestos a acatar las normas del juego, las recompensas podían ser altas, como también el precio que pagar[55].

Los niños y los jóvenes ofrecían las perspectivas más atractivas para los propagandistas del partido: eran, literalmente, el futuro del partido. Sin embargo, los activistas del partido también sentían que tenían la misión especial de ganarse a los obreros de la industria, los hombres y mujeres (pero mayoritariamente hombres) en cuyo nombre se había llevado a cabo la revolución. A fin de concienciar a la clase obrera, convirtieron las fábricas y los lugares de trabajo también en centros para la educación ideológica, utilizando algunas de las técnicas —conferencias, estandartes, carteles, concentraciones— que habían utilizado en las escuelas. A finales de la década de 1940, el propio trabajo se había redefinido como una actividad política. El hecho de trabajar en una fábrica, particularmente en la industria pesada, se convirtió en una forma de servicio, no solo al Estado o a la economía, sino al propio partido.

De hecho, la ideología llenó un vacío muy importante en la economía de la época. En las fábricas de titularidad estatal, un mejor rendimiento no comportaba un aumento de sueldo; los sueldos los determinaban los burócratas del gobierno central y no había incentivos para rendir más o mejor. La tentación de no trabajar —o de trabajar lentamente y mal— era muy fuerte. Los nuevos encargados de las fábricas sabían que tenían que encontrar la manera de motivar a la gente, y lo hicieron relacionando el rendimiento de los individuos directamente con el Plan Quinquenal o Sexenal: las industrias tenían una «norma» diaria o cuota, las fábricas tenían una cuota diaria, los trabajadores tenían una cuota diaria, y los trabajadores cobrarían en función de si alcanzaban o no esa cuota. También se enfrentarían en «competiciones socialistas», trabajando a toda prisa no solo para alcanzar sus cuotas, sino para rebasarlas, y así cumplir con creces el plan nacional.

Una vez más, esa idea no era nueva. Las competiciones socialistas se habían utilizado en la Unión Soviética antes de la guerra en respuesta a los trabajadores igualmente desmotivados, la baja productividad y la necesidad urgente de crecimiento económico. Al igual que sus homólogos de Europa del Este a finales de la década de 1940, los líderes soviéticos de principios de los años treinta estaban deseosos de demostrar la superioridad de su modelo económico, el cual aún creían que pronto dejaría atrás al Occidente capitalista. A fin de motivar a su aletargada clase trabajadora, los propagandistas soviéticos se habían centrado en un selecto grupo de individuos altamente eficientes (o supuestamente altamente eficientes). Se trataba de los «trabajadores de choque», los Héroes del Trabajo. Extraían más carbón, producían más barras de hierro y construían más kilómetros de carretera que nadie. Su modelo era Alexéi Stájanov, un minero del Donbass que el 31 de agosto de 1935 supuestamente extrajo 102 toneladas de carbón en cinco horas y cuarenta y cinco minutos, catorce veces la cuota de producción que tenía asignada. La hazaña de Stájanov llegó a oídos de Stalin, y a partir de entonces se convirtió en una figura de culto. Había artículos, libros y carteles sobre Stájanov, además de calles Stájanov y plazas Stájanov. Una población ucraniana pasó a llamarse Stájanov en su honor. Los Héroes del Trabajo también cambiaron su nombre por el de estajanovistas, y en toda la Unión Soviética se celebraban competiciones estajanovistas.

Los comunistas de Europa del Este habrían conocido el culto a Stájanov, y algunos de ellos imitaron ese modelo con gran precisión. El Stájanov de Alemania del Este fue Adolf Hennecke, un minero del carbón que asombró a sus camaradas en 1948 cuando extrajo el 287 por ciento de su cuota de producción. La cifra estaba muy lejos de la alcanzada por Stájanov —no podía esperarse que un alemán superara a un ruso—, pero, de todos modos, el nombre de Hennecke pronto apareció en carteles y panfletos. El 13 de octubre, aniversario de su gran hazaña, fue durante varios años una fiesta nacional.

Polonia también tuvo a su «trabajador de choque» minero, Wincenty Pstrowski. Alcanzó el 273 por ciento de su cuota en 1947, y después se granjeó el afecto de las autoridades al proponer un reto: «¿Quién puede extraer más carbón que yo?». Pstrowski fue una figura bastante menos relevante que Hennecke. Aunque tenía un pasado ideológico limpio —había emigrado de Polonia durante la guerra y se había afiliado al partido comunista en Bélgica—, no era un propagandista en quien se pudiera confiar plenamente. En las reuniones públicas solía rememorar lloroso sus años en el exilio en lugar de aleccionar a la entusiasta multitud sobre las bondades de la entrega en el trabajo. Y aún peor, murió de manera inesperada en 1948, probablemente a causa de una intervención dental que salió mal. (Había querido salir mejor en las fotografías, pero al parecer se le diagnosticó septicemia cuando su cirujano le extrajo demasiados dientes de una sola vez.)[56] Después de su muerte, los polacos inventaron un breve poema sobre él:

Chcesz sie udac na sad boski

Pracuj tak jak górnik Pstrowski.

Una traducción aproximada sería: «Si quieres un atajo al cielo, trabaja tan duro como el minero Pstrowski», lo que en polaco rima. Los húngaros compusieron versos parecidos sobre su «trabajador de choque» más famoso: «Ya no me interesan las chicas, ahora prefiero mirar a Ignác Pióker». Pióker fue un trabajador de fábrica que logró el 1470 por ciento de la cuota en 1949, y en 1951 ya había terminado su Plan Quinquenal personal, con cuatro años de antelación[57]. Pero no todos estaban satisfechos. Durante un tiempo, algunos trabajadores de Europa del Este compitieron entre sí para alcanzar los logros de Hennecke, Pstrowski y Pióker, y no solo en las fábricas. En Alemania, un historiador relata que:

… una muchacha de diecisiete años clasificó 20 000 cigarrillos en un solo día, superando la marca anterior de 14 000. Un joven de dieciséis años instaló 20 tubos de radio por hora. Un revisor de tren encabezó el «Movimiento 500», por el cual todas las locomotoras tenían que recorrer 500 kilómetros cada día. Un supervisor de camiones lo superó: inició el «Movimiento 100 000», por el cual los camiones recorrerían 100 000 kilómetros sin ser reparados. Y hay que mencionar también el «Movimiento 4000», que reclutó a vacas Heroínas del Trabajo que contribuían con 4000 litros de leche cada año[58].

Como los planes y las cuotas existían en todos los ámbitos, los «trabajadores de choque» se encontraban, o se creaban, en una gran variedad de campos y profesiones. En Alemania del Este se celebraban competiciones académicas Hennecke entre escolares y concursos Hennecke entre estudiantes universitarios, quienes rivalizaban entre sí para terminar sus estudios en un tiempo récord[59]. Había también «brigadas de héroes», como la «brigada de jóvenes» húngara de la fábrica siderúrgica de Sztálinváros, que producía con tanta rapidez que se quedó sin ladrillos. Cuando se dieron cuenta de que necesitaban 14 000 ladrillos más, los jóvenes activistas vinculados a la brigada salieron a su rescate: «Vieron el problema y movilizaron a jóvenes de otras partes de la obra […] de las 10.30 de la mañana a las 2.30 de la madrugada la brigada transportó ladrillos hasta allí donde se necesitaban, hundiéndose en el barro hasta las rodillas, bajo una fuerte lluvia. Eso ayudó a la brigada a cumplir su promesa y a terminar un mes antes[60]».

Durante un breve período de tiempo, los Héroes del Trabajo fueron también un grupo privilegiado que tuvo un papel importante en la historia comunista. Los trabajadores exitosos recibían elogios a nivel local y a veces también nacional, no solo por establecer récords, sino por conseguir grandes cosas en beneficio de toda la sociedad —o, cada vez más, en beneficio del partido—, y las recompensas eran más que materiales. Sus nombres aparecían en señales y vallas publicitarias. Eran elogiados en los periódicos y en la radio, y aparecían en acontecimientos públicos, en noticiarios y desfiles. A veces recibían beneficios inesperados, como una trabajadora polaca de la industria textil recordó:

En 1950 o 1952… no recuerdo cuándo exactamente… me eligieron como la mejor estajanovista de mi fábrica. Cumplí el 250 por ciento de mi cuota. […] Un día fui a trabajar, por supuesto vestida con ropa de diario, porque no vas a trabajar con la ropa del domingo. Y me dieron una nota que decía que iba a ir al baile estajanovista. Dije que no iría porque no iba arreglada, pero me ordenaron que fuera. Así que fui con los otros. Fue una experiencia increíble: yo, una simple trabajadora del departamento de costura, visité al propio presidente Bierut. Bierut nos dio la bienvenida, y nos dio las gracias por nuestro trabajo. Recibí una carta de recomendación. Volvimos a casa por la mañana. Mi madre empezó a gritar que dónde había estado. Le enseñé la carta, pero no me creyó. ¡Lloré y traté de convencerla de que había estado en Varsovia con Bierut! Al cabo de un rato empezó a creerme. Y cuando empezó a creerme, se sintió orgullosa, muy orgullosa[61].

Sin embargo, en términos económicos, el movimiento de los «trabajadores de choque» fue un fracaso. Para empezar, creó incentivos perversos: los trabajadores competían para terminar rápidamente y pasaban por alto la calidad. Como resultado, «las competiciones socialistas» nunca consiguieron una economía más productiva, ni en la Unión Soviética ni en ningún otro lugar. El historiador de la economía Paul Gregory considera que en la URSS el movimiento estajanovista no tuvo impacto alguno en la productividad laboral: el coste de los caros premios y los sueldos más elevados para los estajanovistas anuló cualquier ganancia que pudiera haberse obtenido mediante los esfuerzos sobrehumanos de los trabajadores[62].

En términos políticos, el impacto del movimiento fue más desigual. En algunos lugares, las cuotas diarias se convirtieron en una manzana de la discordia, especialmente cuando empezaron a aumentar con mayor rapidez que los sueldos y que el nivel de vida, de modo que el partido tuvo que inventarse nuevas tácticas para detener las quejas. En 1952, una gran fábrica de Budapest pidió a los activistas del partido que aleccionaran a sus empleados sobre «cómo vivían los trabajadores durante el régimen de Horthy», «lo que les deparará el futuro» y «las consecuencias de la situación internacional y la lucha por la paz». Los trabajadores oyeron que en el pasado habían sucedido cosas mucho peores, que la vida ahora era mucho mejor y que en el futuro serían mucho más ricos, una vez que se hubiera derrotado el capitalismo[63].

En Alemania, el partido rebatió algunas de las quejas sobre las elevadas cuotas utilizando Betriebsfunk, emisoras de radio en el lugar de trabajo. Los activistas del partido ayudaron a los trabajadores a escribir y organizar programas de radio, que después se emitían en los grandes complejos industriales mediante sistemas de altavoces. En una reunión organizada para discutir la iniciativa de la Betriebsfunk en 1949, los burócratas de la radio alemanes convinieron que esas emisiones eran de suma importancia. «Debemos encontrar el lenguaje adecuado para llegar a la gente que trabaja duro», observó uno de ellos; tal vez quienes habían «perdido la confianza en la radio» opinarían de otro modo cuando escucharan informes de sus propias empresas. Se elaboraron planes para organizar emisiones durante la hora del almuerzo y después del trabajo para los trabajadores que esperaban el transporte que los llevara a casa. La idea era que «los logros de los trabajadores deberían ser reconocidos y repetidos a diario» (aunque algunos pensaban que «un contenido demasiado político era un error», incluso en la Betriebsfunk, y que por lo tanto deberían emitirse también música y programas de entretenimiento ligero)[64].

Sin embargo, el movimiento sí obtuvo algún logro político. En la URSS, Stalin había utilizado a los «trabajadores de choque» como herramienta para reemplazar a la clase de técnicos y directivos. En una conferencia pronunciada durante el Congreso Estajanovista en 1935, había pedido a los «trabajadores de choque» allí reunidos que «aplastaran el conservadurismo de algunos de nuestros ingenieros y técnicos» y que «dieran vía libre a las nuevas fuerzas de la clase obrera[65]». Muchos de esos «ingenieros y técnicos» fueron culpados posteriormente del fracaso del sistema para producir un rápido crecimiento económico y terminaron en el Gulag. En Europa del Este, los movimientos cumplieron una función igualmente revolucionaria, aunque ligeramente distinta. En la práctica, solían enfrentar a los trabajadores más jóvenes e inexpertos pero más «ideologizados» contra los capataces mayores y más cualificados. Los trabajadores de más edad recordaban las condiciones de antes de la guerra, que aunque no habían sido necesariamente mejores, tampoco habían sido necesariamente peores. Algunos habían formado parte de movimientos sindicales auténticos, y sabían que los sindicatos dirigidos por el Estado, en deuda con el gobierno y por lo tanto con los jefes de las fábricas, no eran en absoluto lo mismo.

En muchas fábricas, los trabajadores mayores pronto se mostraron contrarios a las competiciones de trabajo, porque sospechaban, con razón, que estaban diseñadas para que todos trabajaran más por el mismo sueldo. Esa hostilidad se refleja en la biografía oficial de Jószef Kiszlinger, un estajanovita húngaro que entró en conflicto directo con los trabajadores mayores: «A veces trabajaba con un cuchillo distinto y conseguía rebasar su cuota. Los mayores lo atacaban: “¿Es que estás loco? ¡Nos estás desautorizando!”. Incluso un responsable sindical fue a advertirle: “Ten cuidado, hijo. No es una buena idea. No vayas a por un porcentaje demasiado alto”[66]».

Una mujer joven que se entregó a las competiciones en el complejo industrial de Eisenhüttenstadt en Alemania —«siempre hacíamos todo lo que podíamos, para así ganar», dijo a un entrevistador— también encontró hostilidad por parte de sus colegas masculinos de mayor edad. Uno de ellos le dijo que si a los directores de la fábrica les diera por plantar árboles «tú serías la primera a la que colgarían en uno de ellos[67]». No es de extrañar que los jóvenes entusiastas que transportaron voluntariamente ladrillos por el barro hasta las 2.30 de la madrugada se convirtieran rápidamente en individuos molestos. Sus esfuerzos sentaban el precedente que los otros tendrían que seguir.

Ese conflicto generacional había sido creado de manera deliberada, y se mantuvo también deliberadamente mediante la propaganda. La industrialización avanzaba con rapidez, y el partido tuvo que integrar a miles de trabajadores inexpertos y en su mayoría agrícolas como mano de obra. En Budapest, Szabad Nép publicó que «en el movimiento estajanovista había aparecido una nueva clase de trabajador: habían aparecido las primeras señales de la nueva clase obrera comunista. […] Del ejercicio de su vida diaria, las masas trabajadoras aprenden la verdad de lo que la teoría nos cuenta, que la construcción del socialismo […] está vinculada a un aumento del bienestar de los trabajadores[68]».

En 1950, muchos de los que se habían negado a participar en las competiciones estaban desapareciendo. En Hungría, una investigación llevada a cabo en septiembre sobre el «sabotaje» en la industria de la construcción concluyó que cientos de trabajadores mayores eran los responsables del derrumbamiento de un dique: se tendría que limpiar la industria de «elementos enemigos[69]». En 1951, unos doscientos cincuenta «capataces de antes de la guerra» habían sido apartados deliberadamente de sus puestos de trabajo también en Varsovia. Fueron sustituidos por colegas más jóvenes y más ideologizados. El partido esperaba que, a su debido tiempo, fueran también de más confianza.

Si la propaganda para los jóvenes no cesaba al final de la jornada escolar, la propaganda dirigida a los adultos tampoco terminaba al final de la jornada laboral. En las fábricas más grandes se organizaban clubes para después del trabajo, «casas de cultura» y salidas al teatro para los jóvenes trabajadores. En muchos lugares de trabajo se organizaban también debates y conferencias sobre temas políticos. Sin embargo, además de esos acontecimientos y reuniones más mundanas, el partido también planeó multitud de conmemoraciones, festivales, fiestas y aniversarios diseñados para educar a la población en general y para asegurarse de que la población estuviera ocupada durante el poco tiempo libre del que disponía.

A finales de la década de 1940, todos los países comunistas habían establecido un calendario oficial, una lista de días festivos diseñada para sustituir a las fiestas de los santos patrones y las festividades religiosas tradicionales. El Primero de Mayo, el aniversario de la Revolución de Octubre (7 de noviembre) y el cumpleaños de Stalin (21 de diciembre) eran comunes para todos. Cada país tenía también sus propias fiestas, como el 22 de julio en Polonia, la fecha en que el Comité Polaco de Liberación Nacional había publicado su manifiesto; el 16 de abril en Alemania, el cumpleaños de Ernst Thälmann; el 19 de marzo y el 4 de abril en Hungría, que marcaron, respectivamente, el inicio de la Revolución húngara de 1919 y la finalización de la conquista soviética de Hungría en 1945. Cada país celebraba también el cumpleaños de su propio líder. Todas esas celebraciones se festejaban con desfiles y a menudo incluían carrozas, música y exhibiciones gimnásticas, además de banderas, estandartes, conferencias, ediciones especiales de los periódicos y programas especiales en la radio, para cuya organización había que invertir bastante tiempo y energía.

Algunas de esas ocasiones se habían diseñado de manera deliberada para desplazar antiguas celebraciones. En Polonia, el Primero de Mayo entraba en conflicto directo con el 3 de mayo, el aniversario de la firma de la primera constitución democrática del país en 1791. En Hungría, el 19 de marzo, el aniversario de la revolución comunista de 1919 entraba en pugna con el 15 de marzo, el aniversario de la revolución de 1848. Las celebraciones ilegales de las fiestas «inapropiadas» se convirtieron en una característica de la vida pública y una forma de oposición de baja intensidad en ambos países durante muchos años.

La participación en las fiestas «apropiadas» estaba recompensada: las celebraciones del Primero de Mayo a menudo incluían salchichas gratuitas para quienes participaran en el desfile. Sin embargo, el comportamiento de aquellos que intervenían en esos acontecimientos se vigilaba con gran atención. Según un inspector que asistió a varias conmemoraciones del cumpleaños de Mátyás Rákosi en 1950, en ocasiones los resultados eran dispares. En una reunión de los Jóvenes Pioneros, un niño húngaro, abrumado por la intensidad de la propaganda, rompió a llorar y gritó que «no tenía padre, pero aunque lo tuviera querría más al camarada Rákosi». Sin embargo, en otro mitin oyeron a un niño decirle a otro que «ojalá Rákosi nunca hubiera salido de la cárcel». El comentario se transmitió al director de su escuela, quien habló con los padres del niño y con los patronos de los padres. Ambos niños fueron expulsados de los Jóvenes Pioneros y es de suponer que tuvieron que encontrar otras actividades a las que dedicarse cuando salían de la escuela[70].

Se diseñaron planes especiales para los aniversarios de cifra redonda. El sexagésimo aniversario de Rákosi en 1952 se celebró con una biografía encargada a tal efecto, que rápidamente fue traducida a varias lenguas, como también con múltiples ceremonias y una exposición especial que contenía fotografías del líder cuando era joven, cuadros sobre los acontecimientos relevantes de su vida y regalos para el líder de parte de su agradecido pueblo, como elaborados bordados campesinos, objetos de cerámica, tallas y muñecas[71]. El sexagésimo aniversario de Bolesław Bierut en 1952 también requirió la publicación de una biografía, así como una antología poética. Hubo promesas de honrarlo con una mayor producción en las fábricas, y de todo el país llegaron cartas de felicitación al líder. Se llevaron a cabo ceremonias muy elaboradas, como las que se celebraron en dos fábricas que habían decidido llevar el nombre de su líder. Un pueblo de montaña (Bierutowice) hizo lo mismo. En la ceremonia principal en Varsovia, la fotografía de Bierut fue colocada entre los bustos de Lenin y Stalin[72].

Para la celebración del sexagésimo aniversario de Walter Ulbricht en 1953 se desarrollaron planes igualmente elaborados. Se decidió que se publicarían tres volúmenes con sus discursos, se esculpirían dos bustos, se venderían estampas con su retrato en las tiendas, un número especial de Neues Deutschland contendría artículos y mensajes de felicitación, lo nombrarían ciudadano de honor de Leipzig, y por la noche tendría lugar una espléndida cena[73]. Lamentablemente para Ulbricht, Stalin murió antes de esa celebración, por lo que muchos de los actos fueron cancelados cuando los asesores soviéticos de Alemania del Este se quejaron de los excesos. (Uno de ellos protestó diciendo que Lenin había celebrado su quincuagésimo aniversario «invitando a algunos amigos a que fueran a cenar a su casa».)[74]

Los regímenes también planearon celebraciones de temática más universal. Hubo desfiles, carrozas, espectáculos y discursos en honor de figuras culturales más ancianas o más universales, con el objetivo de llegar a un público más amplio y de apelar al orgullo nacional. Cuando el partido comunista alemán cayó en la cuenta de que el 28 de agosto de 1949 no solo se cumplía el bicentenario del nacimiento de Johann Wolfgang von Goethe, uno de los escritores más venerados de Alemania, sino que daba la casualidad de que Goethe había nacido en Weimar, una ciudad de Alemania del Este, el partido, el Ministerio de Cultura e incluso la Stasi iniciaron una campaña casi desesperada para reivindicar que esa aristocrática figura de la Ilustración era una suerte de protocomunista. Planearon con meticulosidad un elaborado festival diseñado para mostrar a Occidente que a los comunistas les importaba más la alta cultura que a los capitalistas, para demostrar a su pueblo que los comunistas eran verdaderos patriotas alemanes y para implicar en el mayor número de actos al mayor número de gente distinta como fuera posible.

Su intención última no era solo organizar un festival para intelectuales, sino inspirar un entusiasmo masivo. En un discurso pronunciado ante el Comité Central en febrero de 1949, un burócrata de la cultura explicó que las celebraciones en honor a Goethe «contribuirían a la educación democrática de nuestro pueblo» y tendrían también un «efecto propagador» más allá de las fronteras: «En esta zona oriental no solo queremos ser un ejemplo político y económico, sino también un modelo cultural para una [futura] Alemania unificada». El partido, concedió, no sería capaz de «guardar silencio sobre las contradicciones en la vida y la obra de […] quien es la más grande figura de Alemania». Desafortunadamente, Goethe había tenido sus dudas con respecto a la Revolución francesa, y a las revoluciones en general. Aun así, «si miráis en la obra de Goethe veréis que siempre trabajó en favor del materialismo dialéctico [marxista], sin darse cuenta de ello[75]». La Administración Militar Soviética aprobó las celebraciones, y de hecho tenía bastante experiencia en esa clase de actos[76]. La URSS había adoptado un culto hagiográfico de Pushkin, el poeta ruso del siglo XIX, a quien, sin duda, los bolcheviques le habrían causado horror.

Los festivales culturales no eran nada nuevo en Alemania. Sin embargo, en ese en particular todo parecía excepcionalmente fastuoso, sobre todo teniendo en cuenta la pobreza en la que vivían la mayoría de los alemanes en esa época. Las celebraciones arrancaron con un decreto del Politburó el 8 de marzo. A eso le siguieron conferencias en el Teatro Nacional, recitaciones de la poesía de Goethe, interpretaciones de las obras de Goethe, conferencias sobre el legado de Goethe, discursos conmemorativos sobre la grandeza de Goethe, y una semana festiva en Weimar[77]. Se celebró un evento especial para los jóvenes, organizado por y para la Juventud Libre Alemana, que incluyó un largo discurso de Honecker y un discurso aún más largo de Grotewohl —la versión impresa ocupa ochenta páginas— que instó a la juventud alemana a «finalizar la magnífica obra de Goethe». Un premio Goethe fue a parar a manos del escritor Thomas Mann, cuya controvertida presencia en Weimar se consideró un golpe propagandístico fundamental para Alemania del Este, aunque él se encargó de pronunciar exactamente el mismo discurso en el festival Goethe de Alemania del Oeste en Frankfurt. La radio de Alemania del Este aprovechó la ocasión para anunciar a bombo y platillo su presencia, y le hizo llegar los mejores deseos de parte de los «jóvenes pioneros y trabajadores», como también las gracias de parte de varios dignatarios, entre ellos el alcalde de Weimar (aunque, más adelante, Mann escribió una carta al alcalde en que, deliberadamente, se declaró feliz de ser ciudadano de honor de la ciudad y legítimo ciudadano de Estados Unidos, como lo era por entonces)[78].

El momento más estético del festival fue el desfile con antorchas de la Juventud Libre Alemana, un espectáculo verdaderamente teatral: cientos de jóvenes con antorchas recorrieron las atestadas y oscuras calles de Weimar hasta llegar al monumento de Goethe y Schiller, donde dejaron las antorchas sobre las piedras. Ese acto asombró a muchos tanto en Alemania del Este como en Alemania del Oeste, puesto que las Juventudes Hitlerianas también habían gustado de los desfiles con antorchas[79]. No obstante, el evento se consideró un enorme éxito educativo y propagandístico, y tras él se planearon festivales de naturaleza similar. En 1950 se organizó un Año Bach (el gran compositor había vivido durante muchos años en la ciudad de Alemania del Este de Leipzig) y un Año Beethoven en 1952 (un asunto más delicado, ya que nació en la ciudad de Bonn, en Alemania del Oeste), así como un Año Karl Marx en 1953 y un Año Schiller en 1955.

En Polonia, los entusiastas de la música empezaron a planear su propio festival, un Año Chopin, justo al término de la guerra. Al principio, el Instituto Chopin de antes de la guerra se ocupaba de los actos. Pero cuando finalmente se celebró, también en 1949 —cuando se cumplían cien años de la muerte de Chopin— el festival estaba bajo el firme control de un «comité honorario» cuyo presidente simbólico era Bierut. Casi tan espléndido como el Año Goethe, las celebraciones del Año Chopin incluyeron la publicación de nuevas ediciones de las partituras de Chopin, una nueva biografía especializada, una nueva biografía popular, colecciones de ensayos sobre Chopin, álbumes de fotografías, y reparaciones en el pueblo natal del compositor, en Zelazowa Wola. Para las masas hubo conciertos de «obreros y campesinos», grabaciones destinadas a los centros culturales de las fábricas y conciertos de radio[80]. Cada municipio formó un «comité Chopin». Los actos más importantes fueron las competiciones nacionales Chopin, así como la tradicional competición internacional, la primera que se celebraba en Polonia desde la guerra. Pianistas de talento procedentes de todo el mundo llegaron a Varsovia, y atrajeron a un público multitudinario.

Las emociones que experimentaban los admiradores de Chopin eran contradictorias, como también debieron de serlo las de los alemanes que adoraban a Goethe. Por un lado, Chopin era un auténtico héroe nacional y los nazis habían restringido su música, que se había interpretado en cientos de conciertos secretos durante la guerra. Millones de personas se sintieron entusiasmadas al verla nuevamente celebrada. Por otro lado, el régimen explotó los actos para conseguir el máximo apoyo popular, y muchos tenían dudas acerca de la conclusión de la competición. Los jueces anunciaron dos ganadores: un ruso y un polaco[81]. Sentimientos aún más encontrados acompañaron a las celebraciones del ciento cincuenta aniversario del nacimiento de Adam Mickiewicz, el poeta nacional de Polonia que había escrito numerosas obras en contra de los rusos. Algunos de sus poemas se leyeron en voz alta y se representaron algunas de sus obras. Sin embargo, otras fueron prohibidas, y al régimen le costó reunir a la misma multitud entusiasta que había asistido a los actos de celebración de la figura de Chopin[82].

Sin embargo, la cultura nacional no fue el único tema central en los actos multitudinarios. Las actividades deportivas eran una de las prioridades de los comunistas y también habían estado completamente monopolizadas por el Estado. Los comunistas alemanes habían eliminado de manera sistemática los grupos deportivos no comunistas, y en 1948 ya no quedaba ninguno, tras haber sido declarados «una forma de actividad infantil ilegal[83]». Los únicos clubes deportivos legales en Alemania del Este eran los que estaban controlados por el Estado, y estos adquirieron una formalidad casi paramilitar. Un directivo de la Juventud Libre Alemana declaró en 1951 que el deporte podía convertir a los niños en «seres humanos sanos, fuertes y decididos que aman su patria y que están preparados para trabajar y defender la paz»; en otras palabras, soldados[84]. En 1952, a los Jóvenes Pioneros Alemanes también se les pidió: «Fortaleced vuestros cuerpos para la construcción del socialismo y la protección de vuestra patria[85]». El movimiento de juventudes húngaro inició una campaña con el fin de «estar preparados para el trabajo y la batalla», en la que prometieron proporcionar material deportivo a las escuelas y reconstruir un nuevo estadio para los niños y jóvenes de Isla Margarita, en el centro de Budapest[86].

Los partidos comunistas también descubrieron muy pronto el valor propagandístico de las competiciones deportivas internacionales. En las décadas siguientes, los alemanes del Este en particular serían famosos por sus salvajes academias de entrenamiento, su utilización de sustancias destinadas a mejorar el rendimiento y su asalto militar a los Juegos Olímpicos. Sin embargo, la utilización del deporte en la propaganda comunista es anterior al escándalo de las masculinas nadadoras de Alemania del Este. Ya en 1946, dos periodistas deportivos del partido, un checo y un polaco, concibieron la idea de la Carrera por la Paz, una competición de ciclismo de Praga a Varsovia. La primera competición tuvo lugar en 1948, y el entusiasmo era obligatorio: mucho antes de que se celebrara, los líderes comunistas checos y polacos instruyeron a los líderes del partido de las localidades por las que pasarían los ciclistas para que movilizaran a espectadores. La Carrera por la Paz, explicaron, debía «atraer la atención y el interés» de gente que no se sentía atraída por «otras formas de propaganda», demostrar el «aumento del nivel de vida de las masas y el crecimiento de la economía nacional», y convertirse en «un símbolo de colaboración fraternal entre las naciones amantes de la paz, y de la amistad polaco-checa en particular».

Durante los primeros años de lo que se convirtió en una carrera anual, los ciclistas inauguraban la competición participando en un desfile del Primero de Mayo. La carrera empezaba el día 2 de mayo. Los comentaristas deportivos resaltaban la naturaleza «colectiva» de una carrera ciclista, durante la cual en ocasiones los participantes se sacrificaban por la gloria del equipo. A fin de dar más credibilidad al acontecimiento como competición «internacional», los ciclistas de la Unión Soviética y de las otras democracias populares también fueron invitados a participar, y en 1952 la ruta se alargó para incluir también a Alemania del Este. Los organizadores pretendían que la Carrera por la Paz compitiera en prestigio con el Tour de Francia —una competición que los comunistas checos, polacos y alemanes consideraban vulgar y comercializada—, pero nunca lo consiguieron, en parte porque la Carrera por la Paz nunca pudo ofrecer premios tan atractivos[87].

La historia de la carrera ilustra también el modo en que la politización de un acontecimiento deportivo podía resultar contraproducente. Un participante de la Carrera por la Paz se quejó de que cuando los ciclistas entraron en territorio checo los medios de comunicación checos pasaron por alto el «internacionalismo» de la competición, la información «adquirió elementos de chovinismo checo» y los ciclistas de otros países fueron abucheados. Y ese no fue un incidente aislado. A principios de la década de 1950, Rákosi tuvo que explicar a Yuri Andrópov, el embajador soviético en Budapest, por qué los deportistas soviéticos fueron abucheados durante una competición internacional de atletismo en la ciudad, aun cuando ganaron. Con delicadeza, Rákosi argumentó que se debía al «fervor de los aficionados»: era natural que los espectadores húngaros consideraran a la URSS su rival más importante, y que les interesaran más las competiciones en las que participaban deportistas soviéticos. La explicación no satisfizo a Andrópov, quien temía que los abucheos pudieran «servir como pretexto a los periodistas de países capitalistas para crear una imagen falsa de los sentimientos de la población húngara hacia la URSS». Lo único que Rákosi pudo ofrecerle fue, de nuevo, más educación ideológica: le prometió sin demasiada convicción que el Comité Central «tomaría todas las medidas necesarias para reforzar la educación de los deportistas húngaros[88]».

La cultura y el deporte, las canciones y los bailes, las concentraciones y las reuniones, todo ello tuvo cabida en el calendario de la fase final del estalinismo. Sin embargo, hubo un acontecimiento que lo combinaba todo. Se trataba del Festival Mundial de Jóvenes y Estudiantes, una reunión bienal que se celebró primero en Praga en 1947, y después en Budapest en 1949. Aunque esos dos festivales supusieron un gran despilfarro teniendo en cuenta las condiciones de la época, el tercero —que pasó a llamarse Festival Mundial de Jóvenes y Estudiantes por la Paz—, celebrado en Berlín, superó con mucho a los dos anteriores. Podría decirse incluso que el festival de jóvenes de Berlín Este marcó el punto culminante de la fase final del estalinismo: en uno de los momentos más tensos de la guerra fría, se convirtió en el centro de la propaganda soviética y de Europa del Este, y colocó a Alemania del Este en la escena internacional por vez primera.

Desde el principio, el festival de Berlín se concibió como un acontecimiento a gran escala. Como un preocupado analista occidental señaló, el festival preveía llenar dieciséis teatros de Berlín, con una capacidad total de 20 000 personas; 103 salas de cine, en las que cabrían 40 000; el novísimo estadio Walter Ulbricht, que acogería a 60 000; y el novísimo estadio de natación, que ofrecía cabida a 8000 personas más. Los actos al aire libre se celebrarían en cuarenta plazas y parques[89]. A fin de hacer sitio a la multitud de manifestantes que se esperaba, las autoridades de Berlín retiraron un enorme montón de escombros del centro de la ciudad. También renovaron algunos de los monumentos de Unter den Linden y prepararon el Museo de Berlín para que acogiera una importante exposición de la República Popular China. Equiparon hoteles, albergues juveniles y casas particulares con 120 000 colchones para hospedar a los visitantes procedentes del extranjero. Los alemanes del Este —al menos 80 000— fueron alojados en tiendas de campaña[90].

La Stasi también se preparó con antelación. En mayo, la policía empezó a vigilar con atención el «ambiente» en torno a la organización del festival. Recopilaron las comunicaciones de los informantes y examinaron las cartas de quinientos estudiantes y cuarenta profesores de la Universidad de Rostock, y las de ochocientos estudiantes y cien profesores de la Universidad de Jena para hacerse una idea acerca de lo que se decía sobre el acontecimiento[91]. En junio, la Stasi dio a conocer la Operación Amanecer, una acción policial diseñada para vigilar y controlar a los participantes de Alemania occidental. El equipo Amanecer —encabezado por el propio ministro de Estado, Erich Mielke— se encargaría de llevar a todos los delegados de Alemania occidental de la frontera a los campamentos de recepción donde se inscribirían, y de allí a los campamentos de reunión, donde se alojarían. En los campamentos de reunión, funcionarios de la Stasi —haciéndose pasar por conductores, personal del servicio de comida y organizadores— empezarían de inmediato a captar a posibles agentes secretos y a protegerse de los espías[92]. Otros informantes recibieron la orden de descubrir «qué miembros de los partidos políticos de la burguesía se reunían con quién», y de observar «si los sacerdotes intentan evitar que la gente participe o si se oponen al Festival Mundial en sus sermones[93]». Se recogerían estadísticas durante los preparativos del festival y se redactarían informes semanales, parcialmente en clave. Cada estado de Alemania occidental recibiría un nombre en clave (Schleswig-Holstein era Mercurio, Baja Sajonia era Júpiter, Renania del Norte-Westfalia era Marte, y así todos)[94]. Además, el ministerio enviaría más contingentes de policías armados a quienes, curiosamente, se les ordenó que llevaran sus cepillos de dientes, cuchillas de afeitar e instrumentos musicales[95].

Toda esa meticulosa preparación en cierto sentido mereció la pena. El Tercer Festival Mundial fue una maravilla de planificación y organización de las masas. Hubo ceremonias de inauguración y clausura, un día de Solidaridad con las Jóvenes («porque son defensoras activas de la paz») y una «manifestación de las juventudes alemanas contra la remilitarización de Alemania[96]». Pablo Neruda asistió, y también su amigo Bertolt Brecht. Un noticiario que se creó para promocionar el festival muestra a los participantes soltando palomas. Se rindió un homenaje especial a la delegación de Corea del Norte, y el locutor del noticiario explicó que «la juventud mundial quiere mostraros, pueblo valiente, que estamos con vosotros». Durante otra ceremonia se dejaron flores sobre las tumbas de los soldados soviéticos en Berlín («Los jóvenes de todo el mundo dan las gracias a la Unión Soviética»). En la ceremonia de inauguración hubo banderas, manifestantes y exhibiciones coreografiadas a una escala que no se había visto en Alemania desde la guerra[97].

Para quienes ya eran entusiastas de los regímenes comunistas, el festival de jóvenes de Berlín fue una experiencia gloriosa, casi de euforia. Un funcionario de la Juventud Libre Alemana recordó el desfile inaugural décadas después: «Fue una experiencia extraordinaria, la gente que bajaba por Unter den Linden, por Friedrichstraße, que vinieron de distintas partes de la ciudad, de todas partes, fue una experiencia extraordinaria[98]». Jacez Trznadel, un joven escritor polaco, recibió cartillas de racionamiento para comprarse un traje nuevo y poder asistir al festival junto a otros miembros de la «joven generación literaria». Encontró un Berlín que era «pobre y gris, aún lleno de escombros, pero engalanado para la ocasión con banderas rojas». Aparte de eso, recordó poco más, solo «un retrato de Stalin en el cielo, y una joven alemana con la que intercambiamos direcciones […] había tal sentimiento de euforia[99]». Hans Modrow recordó haberse emocionado con la ceremonia de clausura, en la que participaron cientos de personas de todo el mundo. Modrow también formó parte de un grupo entusiasta de la Juventud Libre Alemana que decidió internacionalizar aún más el festival: enlazaron los brazos, caminaron hasta la frontera e iniciaron una pelea con la policía de Berlín Oeste. Mucho tiempo después, Modrow consideró que esa experiencia trascendental había reforzado su sentido de la rectitud, así como su fe en el nuevo régimen[100].

Sin embargo, para quienes tenían dudas, bien acerca de Alemania del Este o del comunismo, el festival no presagió nada bueno. Tan poco tiempo después de la guerra, a algunos les resultaba extraño ver a jóvenes alemanes desfilando en uniforme, realizando a la perfección coordinados ejercicios gimnásticos y gritando al unísono. Un joven activista polaco, Józef Tejchma, recordó que la ceremonia de inauguración había provocado en él admiración y algo parecido al miedo: «Me causó una enorme impresión, como una máquina inmensa, una explosión de energía […] todo ese orden, ese germanismo […] tuve la impresión de que esos jóvenes tenían un enorme poder, que actuaban de acuerdo con un planteamiento muy concreto». Aunque se sintió «admirado porque pudiera haberse organizado algo así», también sintió inquietud[101]. Werner Stötzer, más adelante un conocido escultor de Alemania del Este, tuvo sentimientos aún más encontrados. Junto con Modrow, Stötzer formó parte del grupo de la Juventud Libre Alemana que avanzó hasta la frontera, un acto que él recordó de manera distinta a Modrow. Todo empezó con un ambiente distendido, escribió Stötzer en sus memorias, pero entonces el estado de ánimo cambió:

De repente uno de los mayores empezó a darnos órdenes. Sucedió rápidamente, la gente estaba confusa, pero antes de entrar en una calle amplia formamos una especie de compañía. Los que llevaban la pancarta se la echaron al hombro como si llevaran los últimos cinco años practicando en secreto y la multitud dejó de caminar tranquilamente y empezó a avanzar con paso firme. Cuando me di cuenta de que estaban marchando ya era tarde, e hice un «¡Vista a la izquierda!». Las piernas rectas de los que tenía detrás me patearon la espalda, me sentí inseguro, tropecé, y entonces algunos conocidos que tenía a izquierda y a derecha me gritaron «imbécil», «estúpido», «cabrón». Y justo antes de llegar al frente me echaron a patadas de la concentración, y me sentí muy abatido y corrí a la estación de tren de Friedrichstraße […] y fui hasta Berlín Oeste sin billete[102].

Como los comunistas polacos habían aprendido durante su primer referéndum, más propaganda no resultaba necesariamente más convincente. Y más jóvenes cantando, más pancartas, más desfiles y más exhibiciones gimnásticas coordinadas no resultaban necesariamente más tranquilizadores para los alemanes ni para el resto del mundo.