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Los enemigos internos

El partido promete solo una cosa: después de la victoria, un día en que ya no pueda perjudicar, el material de los archivos secretos se hará público. Entonces el mundo sabrá qué había detrás de esa farsa de títeres…

ARTHUR KOESTLER, El cero y el infinito, 1941[1]

Una persona que está siendo golpeada ofrecerá la confesión que los agentes que lo interrogan quieran, reconocerá ser un espía inglés o estadounidense, o lo que quieran oír. Pero de esa forma jamás será posible saber la verdad.

LAVRENTI BERIA, en una reunión secreta
del Politburó después de la muerte de Stalin
en 1953, documentos de archivo publicados después de 1991[2]

Los «clérigos reaccionarios» fueron objetivos evidentes en la obsesiva atmósfera de la fase final del estalinismo. Sin embargo, hubo muchos otros enemigos potenciales. Tras una serie de huelgas y desastres económicos, la policía secreta polaca decidió que necesitaba «un estudio exhaustivo de la población activa obrera y a todos los niveles de la administración […] información relativa a las influencias políticas que podían encontrarse entre la población activa, en el pasado y en el presente». Rebuscaron en sus archivos e identificaron veinticinco categorías de «enemigos». En ellas se incluía a cualquiera que hubiera estado en el Ejército Nacional, que hubiera participado de un modo mínimamente activo en el movimiento democrático de preguerra o en otro partido político, o que hubiera servido en las fuerzas armadas polacas en el extranjero. Muchos de los que habían sido liberados de la cárcel en 1947 o que habían aceptado la amnistía después de la guerra se convirtieron de inmediato en sospechosos. Finalmente, la lista llegó a contener cuarenta y tres categorías. En 1954, según Andrzej Paczkowski, el «registro de elementos criminales y sospechosos» constaba de 6 millones de nombres, o dicho de otro modo, uno de cada tres adultos. En 1948 había 26 400 presos políticos en el país; a mediados de la década de 1950, 35 200, y en 1954, 84 200 encarcelados por toda Polonia[3].

En el resto del bloque, se desplegaron procedimientos similares. En Hungría, la policía secreta siguió centrada en los enemigos «potenciales». En Alemania del Este, la Stasi trató de identificar espías occidentales, reales o imaginarios. En Checoslovaquia, la policía persiguió a todos aquellos que se hubieran opuesto al golpe de Estado de 1948, o a cualquiera sospechoso de haberse opuesto. Los rumanos iniciaron una operación especial en mayo de 1950, dirigida a los ministros que pudieran quedar del gobierno de 1919-1945, entre ellos hombres muy ancianos, así como a los sacerdotes católico-romanos y greco-católicos[4].

En esta segunda oleada de investigaciones y arrestos, los campesinos y propietarios de tierras fueron también víctimas frecuentes. En el otoño de 1952, la policía secreta arrestó a decenas de miles de campesinos polacos que no habían cumplido los requisitos de la entrega obligatoria de grano[5]. Entre 1948 y 1953, unos 400 000 campesinos húngaros fueron arrestados por no cumplir sus cuotas de producción, y nada menos que 850 000 fueron multados[6]. En 1949, casi 3000 propietarios de tierras fueron expulsados de sus propiedades en cuestión de minutos para imponer la colectivización[7].

Sin embargo, los arrestos de estilo soviético crearon problemas de estilo soviético: ¿dónde deberían mantener a esos enemigos tan poco dignos de confianza? En Polonia, las autoridades se limitaron a permitir el hacinamiento en las prisiones, con lo que las condiciones se deterioraron rápidamente. Wacław Beynar, un ex guerrillero del Ejército Nacional, fue arrestado en 1948 y trasladado a una celda asfixiante de la prisión de Rakowiecka, en Varsovia. El ambiente en la celda era tan húmedo que los prisioneros, entre ellos muchos veteranos del Alzamiento de Varsovia, se quitaban las camisas y las agitaban en alto para crear la ilusión de que corría la brisa. No había retrete en la celda, y los sacaban solo dos veces al día a hacer sus necesidades, un sistema que pronto se convirtió en una forma de tortura para quienes sufrían diarrea por culpa de la comida de la cárcel. Durante los interrogatorios, Beynar fue golpeado «de manera primitiva», con puñetazos en la cara, patadas en el costado, y le anunciaron una condena de muerte, que él escuchó sin inmutarse: «No podía creerlo, que yo era un criminal».

Finalmente, Beynar fue indultado de la pena, sentenciado a una larga condena de cárcel y enviado a Wronki, una prisión mucho más grande cerca de Poznan que albergaba a unos 4000 «criminales», en su mayoría políticos. A llegar, «todos llorábamos como niños», recordó, aunque el preso que sufrió más fue uno que había estado en el campo de Dachau. Para él, aquello fue como un déjà vu[8]. Otro compañero de cárcel fue Stanisław Szostak, al que detuvieron junto al general Wilk en las afueras de Vilna en 1944, y volvieron a detenerlo en Szczecin en 1948, y lo metieron en una celda con colaboradores nazis. Wronki, recordó, estaba «plagada de piojos, no corría el aire, era caliente en verano y fría en invierno». Ni Beynar ni él saldrían de allí hasta 1956[9]. El castillo de Lublin, una imponente estructura medieval que se había utilizado como prisión de emergencia y lugar de ejecución de soldados del Ejército Nacional en 1944 y 1945, también siguió abierto hasta 1954. Se creía que su penumbra, suciedad y silencio incrementaban el terror de los prisioneros[10].

No todos fueron a prisiones de su país. Decenas de miles de polacos fueron enviados directamente al Gulag, al igual que sucedió a muchos alemanes. Muchos de estos últimos habían sido apresados por el NKVD —con frecuencia en las calles de Berlín Oeste— y sometidos a juicios en la URSS. Varios cientos de casos de alemanes detenidos en Alemania después de la guerra, juzgados en Moscú y allí ejecutados han sido documentados desde entonces[11]. Los húngaros adoptaron también otra práctica penal soviética y empezaron a enviar a antiguos aristócratas, oficiales de antes de la guerra, antiguos terratenientes y «gente de poca confianza en asuntos de política» que vivían cerca de la frontera austríaca o yugoslava de Hungría no a prisión, sino al exilio en pequeños pueblos del este del país. Esa política de traslado tuvo dos ventajas adicionales: dejó libres grandes apartamentos en ciudades importantes para las nuevas legiones de burócratas del partido que necesitaban alojamiento adecuado, y proveyó a las comunidades rurales de una nueva fuente de mano de obra no cualificada, aunque no necesariamente productiva[12]. En Rumanía, una política similar provocó el traslado de unas 44 000 personas que vivían cerca de la frontera rumano-yugoslava. Familias enteras fueron subidas a trenes, trasladadas a una región escasamente poblada, la estepa de Baragan, y abandonadas en los campos para que se valieran por sí mismas[13].

Otras terminaron en campos de concentración. En 1949, los campos del Gulag del NKVD en Alemania (descritos en el capítulo 5) se habían desarticulado porque estaban atrayendo demasiada atención por parte de Occidente y creando mala publicidad para el régimen de ocupación soviético. Sin embargo, sobre la misma época otros gobiernos de Europa del Este fundaron nuevos sistemas de campos. Aunque no formaban parte del Gulag soviético, sí siguieron su modelo. Como en la URSS, los presos tenían que trabajar a cambio de comida y se suponía que debían resultar «útiles» a la economía.

Entre 1949 y 1953, el régimen checoslovaco mantuvo un grupo de dieciocho de esos campos cerca de Jáchymov, en el noroeste de Bohemia, donde los presos trabajaban en minas de uranio, extrayendo materia prima para el nuevo programa de armas nucleares soviético. Los presos no recibían ropa ni protección especial para combatir la radiación, y la tasa de mortalidad era elevada[14]. El régimen rumano también creó una red de campos, los más conocidos de los cuales se construyeron a lo largo del canal Danubio-mar Negro, un proyecto de construcción respaldado por la Unión Soviética, de dudosa rentabilidad económica. En su apogeo, el canal «empleó» a unos 40 000 presos, aproximadamente una cuarta parte de los 180 000 reclusos rumanos[15]. El régimen búlgaro también construyó varios campos de trabajos forzados notablemente crueles (y los mantuvo durante los años sesenta y hasta bien entrada la década de 1970, cuando hacía ya tiempo que la mayoría de los campos soviéticos habían sido desarticulados)[16]. Pese a su orientación política «antiestalinista», la Yugoslavia de Tito también construyó campos, entre ellos uno en una isla del Adriático, donde el agua escaseaba y la principal tortura era la sed[17].

Incluso en esta lista de instituciones siniestras, Recsk, el campo de trabajos forzados más conocido de Hungría, ocupa un lugar especial. El internamiento —el encarcelamiento sin juicio— había sido una característica del sistema húngaro desde el principio, y se habían construido campos de internamiento en los alrededores de Budapest y de otras ciudades importantes[18]. Sin embargo, en 1950-1951, el régimen consideró que esos arreglos temporales no eran lo bastante severos ni lo bastante seguros para ocuparse de los criminales políticos más peligrosos. En busca de una solución mejor, la cúpula húngara pidió consejo a Rudolf Garasin.

Tras sus hazañas durante la guerra como guerrillero parcialmente exitoso (descritas en el capítulo 4), Garasin había regresado a la Unión Soviética. Allí, según su biografía oficial, trabajó como subdirector de una imprenta estatal hasta 1951, cuando, de manera repentina, volvió a Hungría y ocupó una serie de altos cargos en el gobierno, primero en el Ministerio de Justicia y después en el Ministerio del Interior[19]. En un cuestionario interno del partido, más adelante se describió con un poco más de detalle y declaró haber sido «comandante de una unidad de construcción militar siberiana en los bosques de los alrededores de Novosibirsk» durante los primeros años de la década de 1940, una época en la que «la construcción en los bosques de los alrededores de Novosibirsk» era llevada a cabo casi exclusivamente por el Gulag soviético[20]. En los archivos gubernamentales húngaros, su nombre también aparece relacionado con Mátyás Rákosi, con quien discutió «la situación en los campos de trabajo» en varias ocasiones. En junio de 1953, por ejemplo, envió a Rákosi un informe que contenía estadísticas e información sobre la gente que había sido internada, así como sobre el número de personas empleadas por la dirección del campo[21].

Si bien nunca se manifestó públicamente, los miembros destacados del partido, los funcionarios gubernamentales y los presos consideraban que Garasin era el hombre que había «importado» las técnicas del Gulag soviético a Hungría[22]. Su reaparición en Budapest en 1951 coincidió con la creación de una nueva Junta Directiva de Obras Públicas —el acrónimo húngaro es KÖMI— en diciembre. Se suponía que ese nuevo departamento debía apoyar «por una parte, los intereses de la economía popular, y por otra parte, los intereses de la imposición del cumplimiento de la ley[23]». En otras palabras, al igual que el Gulag soviético, la KÖMI pretendía crear compañías rentables que utilizaran la mano de obra prisionera en fábricas, canteras y proyectos de construcción. Al principio el departamento formaba parte del Ministerio de Justicia, igual que Garasin. En 1952, tanto Garasin como el departamento fueron trasladados al Ministerio del Interior. En enero de 1953, la KÖMI «empleaba» ya a unos 27 000 presos.

Recsk fue solo uno de los campos del imperio de Garasin, un amplio departamento que también incluía campos de tránsito y de internamiento famosamente desorganizados en Kistarcsa, Kazinbarcika y Tiszalök. Pero Recsk tenía a los presos más prominentes y distinguidos, y la existencia de Recsk siempre estuvo envuelta en el secreto más absoluto. No se le adjudicó un número oficial, como a los otros campos, y los presos tenían prohibido el contacto con el exterior. Hay muy pocos documentos disponibles sobre los primeros tiempos del campo, probablemente porque quien tomó la decisión de construirlo fue János Kádár, el posterior dirigente de Hungría[24].

Recsk también se convirtió, en la memoria nacional del país, en un símbolo, no solo de secretismo, sino de los absurdos giros que el destino tenía preparado para la población durante la fase final del estalinismo. Recsk tuvo una existencia breve —abrió en 1950 y fue desarticulado en octubre de 1953—, pero durante ese período acogió a personas condenadas por motivos políticos, económicos, o por ningún motivo en particular. Muchos de los presos eran del Partido de los Pequeños Propietarios o socialdemócratas, en particular socialdemócratas que se habían opuesto a la fusión de su partido con el partido comunista. Otros eran antiguos aristócratas, o gente con contactos en el extranjero, aunque fueran contactos muy remotos. Un preso, Aladár Györgyey, era un estudiante de historia del arte que durante un tiempo entabló amistad con un estudiante de intercambio francés[25]. Otro hombre fue enviado al campo después de que su coche chocara con el de Rákosi. Llegaba tarde a una boda y conducía con prisa[26]. György Faludy, el poeta húngaro, fue enviado a Recsk después de regresar al país tras su exilio en Estados Unidos. Participó activamente en el Partido Socialdemócrata, trabajó para su periódico, allí se relacionó con varias personas que se vieron arrastradas a los juicios amañados de la época, y fue condenado acusado de ser un espía estadounidense[27].

Como en las oleadas de detenciones anteriores, un elevado número de reclusos de Recsk habían sido miembros de la resistencia antifascista durante la guerra. Uno de ellos, miembro de un grupo que en 1944 rompió con el régimen húngaro para combatir contra los alemanes, fue golpeado durante un interrogatorio por un guardia que le gritó: «Alguien que fue capaz de organizar una conspiración en 1944 fácilmente será un enemigo del pueblo después de 1945[28]». El régimen quiso quitárselos de encima antes incluso de que hubieran empezado a plantearse retomar la lucha.

En comparación con los enormes campos soviéticos a la sombra de los cuales fue construido, Recsk era muy pequeño. En su momento de máximo funcionamiento, albergaba solo a 1700 presos, y muchos de los edificios del campo o cercanos a él —en los que vivían los empleados, por ejemplo— no eran más que amplias casas de labranza que habían quedado abandonadas antes de la guerra. El propio campo se encontraba en una parcela de bosque que se había limpiado; la cantera estaba a un corto paseo de distancia; los guardias vivían en una pequeña casa en las proximidades. El día que lo visité, en 2009, no quedaba gran parte de los barracones. Un par habían sido reconstruidos para crear el museo del lugar, pero el resto han desaparecido, y su presencia se reduce a una señal en el mapa. Los arqueólogos de la zona han marcado también los otros lugares importantes —el lugar que ocupaba la celda de castigo, los cimientos de los otros barracones, la entrada al campo—, pero la impresión más abrumadora es la que produce el barro, el mismo barro del que Faludy dijo que era tan denso que los hombres perdían las botas en él.

Al igual que los campos soviéticos que le sirvieron de modelo, Recsk fue construido desde cero por los prisioneros, quienes entonces cortaban madera y trabajaban en la cantera para «ganarse» la comida, que comían de pie, al aire libre, bajo el sol, la nieve o la lluvia, como Faludy también recordó:

Nos tomábamos la media pinta de café de cebada que nos daban para desayunar, la sopa y las verduras que nos daban para almorzar, y las verduras de la cena de pie, en la ladera que había frente a la cocina del campo, donde los calderos y los cocineros se protegían de la lluvia bajo una lámina de chapa ondulada sostenida sobre cuatro postes. Bebíamos la sopa caliente, pescábamos con la cuchara las verduras (y automáticamente contábamos los pequeños pedazos de carne de caballo que añadían tres veces a la semana)…[29]

Como en el Gulag, en Recsk había una jerarquía —los antiguos socialdemócratas recibían un trato mejor que los antiguos miembros de los partidos de centro-derecha, por ejemplo, y algunos presos tenían permitido colaborar y convertirse en capataces. Los presos los llamaban nachalniks, palabra rusa que significa «jefe». También como en el Gulag, había sofisticados sistemas de control y castigo. Con frecuencia, los presos tenían que esperar de pie a que los contaran, hiciera el tiempo que hiciese. Eso solía durar bastante, porque los guardias tenían un conocimiento muy precario de los números. Quienes desobedecían alguna de las normas podían ser trasladados a un barracón de castigo y privados de comida, o podían ser obligados a pasar la noche tumbados sobre una tabla en una celda «húmeda», en la que el agua penetraba por los lados, a veces hasta llegar a la altura de la rodilla. A fin de observar todas esas innovaciones soviéticas, y en teoría para ofrecer sugerencias de mejora, los asesores soviéticos visitaban periódicamente el campo, al igual que Rákosi. Como en la URSS, se ocuparon de crear una realidad ficticia: lavaron a los presos, ordenaron el lugar e incluso plantaron flores alrededor del perímetro del campo.

Cuando el Gulag empezó a desarticularse tras la muerte de Stalin, también Recsk dejó de funcionar después del fallecimiento del líder soviético. La recompensa de Garasin —o tal vez su castigo— por haber importado un campo de concentración de corte soviético a Hungría fue convertirse, durante los años siguientes, en el embajador húngaro de Mongolia. Sus archivos del partido contienen peticiones de ayuda a sus camaradas húngaros; necesitaba dinero para someterse a operaciones de garganta que solo podían realizarse en Moscú, y su pensión era muy baja. El día de su septuagésimo cumpleaños, alguien escribió una carta para recomendar que el Politburó húngaro le concediera una medalla. Poco después murió[30].

En la lista de «enemigos» que Bolesław Bierut envió a Viacheslav Molótov en la primavera de 1949 había una categoría muy especial: «los miembros del partido excluidos del partido». A principios de 1950, esa categoría de enemigo cobró una importancia mucho mayor. En todo el bloque, el partido comunista y a veces los líderes militares se convirtieron en el centro de sospechas y arrestos, y de juicios amañados. Hasta entonces, leales miembros del partido y generales condecorados resultaron ser traidores o espías. Entre los comunistas con un largo historial de lealtad que ahora entraban en esa categoría se encontraban László Rajk, el ministro del Interior húngaro, y Gábor Péter, el fundador y jefe de la policía secreta; Rudolf Slánský, secretario general del partido comunista checo; Władysław Gomułka, secretario general del partido comunista polaco; Paul Merker, miembro destacado del Politburó de Alemania del Este; y Ana Pauker, la ministra de Asuntos Exteriores rumana. También habría víctimas albanesas y búlgaras.

El espectáculo de la revolución devorando a sus hijos no era nuevo. Precisamente, las mismas obsesiones habían consumido a la cúpula soviética a finales de la década de 1930, el período de la Gran Purga y el Gran Terror. A los diplomáticos, observadores y periodistas que fueron testigos de los juicios amañados de ese período —con las humillantes confesiones de revolucionarios admirados internacionalmente como Lev Kámenev, Grigori Zinoviev y Nikolái Bujarin—, les habían parecido un espectáculo grotesco, la prueba de que las ansias locas de poder de Stalin no conocían límite. Fitzroy Maclean, un diplomático británico que presenció el juicio de Bujarin, describió los hechos representados como «confesiones públicas fantásticas, orgías de autohumillación» acompañadas de los «desvaríos sanguinarios del fiscal». Una tras otra, aquellas figuras destacadas comparecieron ante el tribunal, con los ojos vidriosos, y confesaron «un largo catálogo de improbables fechorías[31]».

Se han escrito multitud de libros que han intentado explicar la lógica subyacente a los juicios amañados de 1936, 1937 y 1938. Obviamente tuvieron como objetivo crear terror político, pero el momento en que se produjeron, los métodos y las políticas siguen creando polémica. Las teorías abundan. Mucho después de haber huido de Alemania del Este, Wolfgang Leonhard —entonces el profesor Leonhard— abordó el asunto en una famosa conferencia anual en la Universidad de Yale, como parte de su curso sobre historia soviética. Entre las posibles explicaciones para la Gran Purga, Leonhard mencionó la locura de Stalin, el histórico miedo de Rusia a una invasión extranjera y un pico de manchas solares muy activas durante la década de 1930[32]. Durante su transcurso, los juicios de 1949 y 1950 en Europa del Este arrojaron algo de luz sobre los juicios anteriores celebrados en Moscú. Por lo menos, el hecho de que estuvieran cuidadosamente orquestados en colaboración con los asesores soviéticos, y que imitaran a los juicios de Moscú anteriores demuestra que Stalin consideró esos juicios un éxito político, una táctica que merecería la pena repetir en sus nuevos estados clientelares.

Sin duda, ambas series de juicios marcaron momentos similarmente decisivos en las respectivas historias de la Unión Soviética y Europa del Este. En Rusia a finales de la década de 1930 y en Europa del Este a finales de los años cuarenta, la política económica del partido estaba fracasando, y los propios miembros del partido se estaban desilusionando. Los juicios desviaron la culpa de los múltiples fracasos económicos de Stalin (en los años treinta) y de los pequeños Stalin (en los años cuarenta). Al mismo tiempo, libraron a los líderes del partido de sus enemigos internos más peligrosos al aterrorizar a los posibles adversarios del partido y conseguir silenciarlos. Los juicios amañados tuvieron también una función pública, además de lo que pudieran lograr en los círculos internos: como prácticamente todas las instituciones estalinistas, tuvieron un propósito educativo. Si la Europa comunista no había superado a la Europa capitalista, si los proyectos de infraestructura presentaban fallos o sufrían retrasos, si el suministro de comida era insuficiente y el nivel de vida bajo, los juicios amañados tenían una explicación para todo ello: los espías extranjeros, los saboteadores nefandos y los traidores que se hacían pasar por leales comunistas habían secuestrado el progreso.

Los agentes de la policía secreta soviética estuvieron implicados en los juicios amañados de Europa del Este desde el principio. Una plétora de pruebas documentales y de los casos que se tenía conocimiento demuestran sin lugar dudas que los funcionarios de Moscú ordenaban los arrestos, ayudaban a elegir a las víctimas y organizaban los interrogatorios. En el congreso del partido comunista checoslovaco en mayo de 1949, Fiodor Bielkin, el general en jefe del NKVD en Hungría, se llevó a un lado al ministro de Defensa húngaro, Mihály Farkas, y le dijo que Moscú «había llegado a la conclusión de que Rajk era el rezident [jefe de espías] en Hungría de una organización trotskista europea que estaba en contacto con los americanos». Con esa jerga del partido le transmitió el mensaje de que «los documentos del juicio amañado ya se estaban preparando[33]».

En Polonia, el destino de Gomułka se pronosticó en un memorando de abril de 1948 preparado para Mijaíl Suslov, el secretario del Comité Central soviético, titulado «Sobre la orientación ideológica antimarxista en la cúpula del Partido Obrero Polaco». Los autores, tres burócratas soviéticos del partido especializados en ideología, se quejaron de las «tendencias nacionalistas» de algunos comunistas polacos que «guardaban silencio sobre las experiencias y los logros de la Unión Soviética» y «pasaban por alto las enseñanzas leninistas-estalinistas». Identificaron a Gomułka como el líder de esa tendencia, desestimaron con desprecio su noción de «marxismo polaco» y se quejaron sobre su rechazo categórico a colectivizar la agricultura polaca. De hecho, consideraban a Gomułka sospechoso de «desviacionismo a la derecha», otra forma de decir «titoísmo», lo que en sí mismo era otra forma de insinuar que tal vez no fuera lo bastante leal a la URSS. Temían que el Partido Obrero Unificado pudiera estar acercándose a la «socialdemocracia», y expresaron una gran preocupación sobre la dirección ideológica del ejército polaco, cuyos líderes tampoco fueron nunca lo bastante prosoviéticos para el gusto de Moscú, aunque el general Rokosovski estuviera entonces firmemente al mando[34].

Al quedar enterado de esas conclusiones, Gomułka visitó Moscú en diciembre para argumentar tales acusaciones. Después escribió su infame memorando (citado en el capítulo 6) en el que se quejó de que el partido comunista polaco había sido tomado por judíos y declaró que siempre había visto a la Unión Soviética como «el mejor amigo de Polonia» y a Stalin como un gran «maestro[35]». Pese a esos esfuerzos, los colegas más cercanos de Gomułka pronto fueron arrestados —entre ellos, el general Marian Spychalski, también miembro del Politburó—, al mismo tiempo que un numeroso grupo de oficiales del ejército polaco. Bierut siempre mantuvo a Stalin informado sobre la evolución de sus casos. El propio Gomułka fue arrestado en 1951[36].

Los ideólogos soviéticos prepararon un documento similar sobre el partido comunista checoslovaco, que también enviaron a Suslov en 1948. Titulado «Sobre varios errores del partido comunista en Checoslovaquia», este documento es más amplio, más teórico y más laberíntico que su equivalente polaco, e identifica problemas profundos en muchas esferas. Sin embargo, lanza alguna pullas a Slánský, acusándolo de haber cometido errores en la captación de miembros para el partido comunista[37]. Ese documento preparó el terreno para el mensaje de Stalin a Klement Gottwald, enviado vía emisario en julio de 1951, en el que ordenaba con firmeza al jefe del partido comunista checoslovaco que arrestara a Slánský[38]. Eso resultó sumamente incómodo para Gottwald: el partido comunista checoslovaco acababa de lanzar una campaña nacional para celebrar el quincuagésimo cumpleaños de Slánský. Una mina de carbón había cambiado de nombre y, con gran orgullo, había adoptado el de «mina del guerrillero Slánský», y otras fábricas reclamaban el mismo privilegio[39].

Como no confiaba en que sus colegas de Europa del Este estuvieran haciéndolo bien, Moscú envió a agentes de la policía secreta soviética —Byelkin a Budapest y Alexander Beschasnov a Praga, donde la policía local se había estado oponiendo a los «consejos» soviéticos sobre ese y otros asuntos— para que dirigieran las investigaciones[40]. Los acompañaron equipos de consejeros preparados para planear y orquestar los juicios. En Praga, Beschasnov y su grupo vivieron juntos en una casa de las afueras, donde emplearon a cuatro traductores a tiempo completo y desde donde enviaron informes frecuentes a Stalin[41]. En Budapest, los investigadores húngaros estuvieron siempre acompañados de mentores soviéticos. Cuando un oficial polaco llegó de Varsovia para que los húngaros le informaran sobre sus «progresos», se quedó sorprendido por la presencia de un general pelirrojo del NKVD, recién llegado de Moscú, que parecía saber mucho más que los húngaros sobre «los motivos reales de todo este asunto», aunque no se dirigió directamente a los polacos durante el tiempo que pasaron allí[42].

Las identidades de los arrestados y la naturaleza de sus supuestas conspiraciones también estaban en consonancia con las obsesiones de Stalin en ese momento. Si bien no había unas normas fijas, ciertas personas tenían más posibilidades de ser arrestadas que otras. Los «desviacionistas derechistas» y «titoístas» en potencia como Gomułka eran sospechosos. También lo eran los «desviacionistas izquierdistas», también llamados «cosmopolitas» o «sionistas»; en otras palabras, judíos. Como hemos comentado, esta última categoría de enemigo ocupaba el primer lugar en la paranoia de Stalin tras el establecimiento del Estado de Israel en 1948, momento en el cual inició una extensa campaña contra los judíos soviéticos. Los médicos judíos —quienes, supuestamente, estaban intentando matar o envenenar a los líderes del partido— se convertirían en una de sus obsesiones durante los últimos años. En Europa del Este es posible que tuviera también motivaciones más pragmáticas. Él y sus secuaces estaban seguros, no sin motivo, de que la persecución de los comunistas judíos sería bien recibida por todo el mundo.

Los comunistas que habían pasado la guerra fuera de Moscú, ya fuera en sus países de origen o en Europa occidental, se convirtieron también en objetivo. Cualquiera que tuviera alguna conexión con partidos comunistas extranjeros, cualquiera que hubiera combatido en las Brigadas Internacionales de la Guerra Civil española, y cualquiera que tuviera lazos familiares en otro país corría también el riesgo de ser considerado un desviacionista izquierdista o derechista. Rajk había luchado en España y había pasado la guerra en Budapest. Merker, un judío que esperaba el fin de la guerra en México, era otro objetivo evidente. Gomułka había pasado la guerra en Varsovia (que fue cuando Bierut estuvo conspirando contra él: ya en junio de 1944, le había dicho a la cúpula de la Komintern que Gomułka no estaba cualificado para ser secretario del partido comunista y había pedido ayuda a Moscú para que lo reemplazaran)[43].

Las perspectivas soviéticas no siempre se siguieron con precisión. En todo el bloque, los líderes también intentaban ganar tiempo, alteraban las órdenes y organizaban arrestos y juicios de acuerdo con sus propias necesidades políticas. Gottwald retrasó el arresto de Slánský hasta que él mismo se sintió amenazado. El juicio de Gomułka nunca se llevó a cabo: aunque se alegró de detener al popular jefe del partido, Bierut jamás lo torturó ni lo sometió a un juicio amañado, pese a las presiones a las que se vio sometido. Tal vez temió que Gomułka pudiera salir reforzado, y no perjudicado, de un juicio amañado, y tal vez dudó que su rival, en muchos sentidos una figura más segura, pudiera ser obligado a confesar crímenes imaginarios. Bierut quizá temiera las consecuencias a largo plazo de la destrucción de Gomułka, igual que da la impresión de que Gottwald temió las consecuencias a largo plazo de la desaparición de Slánský. Aunque ninguno de los dos tuvo nunca ningún reparo en arrestar y torturar a sacerdotes o altos cargos militares, el asesinato del secretario general del partido comunista —puesto que ocupaban Gomułka y Slánský en ese momento— podría resultar sumamente peligroso para todos. Cualquiera de ellos podría ser el próximo, como observa un historiador húngaro: «Cuando el hacha se dirigió a la cabeza del partido, el movimiento desencadenó en los otros líderes del partido […] un mecanismo de defensa, cuyo objetivo era la supervivencia[44]».

En Alemania del Este, la cúpula tenía otras razones para dudar y, de hecho, los altos mandos comunistas alemanes se libraron en gran medida al principio, cuando los arrestos comenzaron por todo el bloque. En ese momento, el Consejo de Control Aliado aún tenía una presencia importante en Alemania y los acontecimientos de Berlín estaban en el punto de mira de las noticias internacionales. Más adelante, después del establecimiento oficial de Alemania del Este —la República Democrática Alemana— empezó una purga tardía en el partido. Aproximadamente, una decena de comunistas alemanes fueron detenidos, y varios de ellos fueron finalmente ejecutados. Pero como tanto a la cúpula soviética como a la de Europa del Este les preocupaba cómo serían recibidas en Alemania del Oeste, nunca se llevó a cabo un juicio amañado. Aparte de la posible mala publicidad, el «éxito» de tales juicios dependía de la creación y descripción de una conspiración, y en ese momento había demasiados comunistas alemanes viviendo en Occidente que serían capaces de distinguir una «conspiración» artificiosa y declararla una farsa.

Sin embargo, incluso los países que nunca celebraron juicios amañados se prepararon para ellos, y llevaron a cabo arrestos e interrogatorios bajo dirección soviética. A medida que progresaban las investigaciones, se requería más coordinación internacional. La policía secreta soviética consideraba que, para ser exitosos, los juicios requerían una trama compleja, una conspiración que implicara a muchos actores, de modo que los asesores soviéticos presionaron a sus colegas de Europa del Este para que vincularan a los traidores de Praga, Budapest, Berlín y Varsovia en una sola historia. Para ello, necesitaban a una figura central, alguien que hubiera conocido a algunos de los protagonistas y que, de manera plausible, o relativamente plausible, pudiera ser acusado de haber captado a todos ellos. Finalmente encontraron a un hombre que cumplía esos requisitos: un licenciado en Harvard y funcionario del Departamento de Estado estadounidense, un hombre algo excéntrico llamado Noel Field.

Durante toda su vida, Field fue un hombre conocido. Desde entonces, se le ha descrito como espía estadounidense, agente, agente doble y provocador enviado por la CIA para provocar confusión entre los comunistas de Europa del Este[45]. En su declaración de «rehabilitación» de 1954 —descubierta recientemente por la historiadora húngara Mária Schmidt—, Field declaró simplemente ser comunista y trabajar con el NKVD. Algunos otros documentos demuestran lo mismo. Field escribió que llevaba trabajando en secreto para la URSS desde 1927, viviendo «una vida ilegal totalmente separada de mi vida oficial», y que se había relacionado con otros miembros del partido comunista estadounidense, entre ellos Alger Hiss y Whittaker Chambers[46].

Aunque también conocía a Allen Dulles —un agente de inteligencia estadounidense en Suiza durante la guerra y más adelante el director de la CIA— y era posible que hubiera mantenido contacto con él, no existen pruebas de que Field se convirtiera en un agente estadounidense como los fiscales húngaro, checo y polaco alegarían. Sin embargo, desde el punto de vista soviético, Field era la víctima perfecta. Había abandonado el Departamento de Estado en 1936. Había pasado la guerra en Ginebra, trabajando para el Comité de Servicio Unitario, una organización que ofrecía ayuda a los refugiados que habían huido de Hitler. Naturalmente, muchos de esos refugiados eran comunistas y tenían amigos y conocidos por toda Europa del Este.

Curiosamente, Field cayó en manos soviéticas porque quiso sacar provecho de esos amigos y conocidos. En la primavera de 1949, Field estaba desempleado y temía regresar a Estados Unidos, donde su nombre ya se había mencionado durante las sesiones públicas sobre Alger Hiss. Viajó de Berlín Este a Praga y a Varsovia, al parecer en busca de trabajo, mientras los unitarios estaban cerrando su oficina suiza[47]. Regresó a Praga en mayo, e inmediatamente desapareció. Su mujer, Herta, fue a buscarlo, y en agosto también desapareció. El hermano de Field, Hermann, y su hijastra, Erica Wallach, también desaparecieron, él en Varsovia y ella en Berlín Este.

Las tendencias comunistas de Field no evitaron que los fiscales soviético y de Europa del Este tejieran una elaborada red de teorías alrededor de él y de su familia, ni que inventaran historias sobre él que rayaban en lo fantástico. En realidad, para hacer justicia a este extraño fragmento de la historia de Europa del Este sería necesario un libro tan extenso como este. Bastará con decir que, después de 1949, el hecho de conocer a Field o de haber coincidido con él brevemente era suficiente para incriminar a cualquiera que viviera en la Europa comunista, por muy alto que fuera el rango que ostentara o por excelentes que fueran sus conexiones. Incluso a quienes no fueron arrestados les alcanzó la sombra de Field. Jakub Berman, el jefe de ideología de Polonia —solo por detrás de Bierut en la jerarquía del partido comunista—, vivió durante años siendo objeto de fuertes sospechas porque su secretaria, Anna Duracz, había coincidido con Field en una ocasión.

El arresto de Field en Budapest desencadenó una rápida sucesión de acontecimientos. Poco después de su encarcelación se produjo el arresto y el interrogatorio de Tibor Szónyi, un activista antinazi que había vivido en Suiza durante la guerra y había conocido a Field y a Rajk. Los investigadores húngaros se sintieron satisfechos porque aquello implicaba a Rajk, junto a muchos otros, por asociación. Once alemanes del Este que supuestamente habían conocido a Field fueron arrestados en Berlín en 1950, incluido Merker. Dos años después, cuando Slánský y trece colegas confesaron titoísmo, sionismo, traición y conspiración, también se afirmó de ellos que habían estado organizados por el «conocido agente» Noel Field.

Aunque él era la figura central en el caso, Field nunca fue juzgado. Sin embargo, otros confesaron, en público y con profusión de detalles, que habían sido guiados por su malvada mano. En su juicio, Szónyi declaró que Field y Dulles lo habían convencido para imponer un «espíritu chovinista y proamericano» en la diáspora húngara en Suiza[48]. Rajk confesó que Field, Tito y él habían planificado el asesinato de la cúpula húngara. Béla Szász confesó una absurda conspiración que implicaba a una niñera danesa a la que conocía superficialmente y a un inglés al que había visto una vez mientras estaba en el exilio, en Argentina. Su culpabilidad quedó demostrada por el hecho de que había pasado brevemente por Suiza durante la guerra, si bien nunca se reunió allí con Field ni nunca oyó hablar de él[49]. Gejza Pavlik, un checo arrestado por los húngaros en 1949, confesó que se había unido a un numeroso movimiento trotskista organizado por Field y la CIA que estaba planeando introducirse en la cúpula del partido comunista checoslovaco[50]. En Praga, Slánský confesó que, bajo la influencia de Field, había «permitido que elementos hostiles se introdujeran en los niveles más altos del Comité Central» y que había organizado un «centro en contra del Estado» con el apoyo de masones, sionistas y titoístas, entre otros. Otto Šling, un jefe del partido regional checo, confesó haber trabajado para el servicio secreto británico desde la guerra. Bedrích Geminder, el jefe del departamento internacional del partido, confesó que mantenía contactos con «diplomáticos israelíes». Que fueran realmente diplomáticos, y no espías, importaba muy poco. En un mundo en el que Field era un cerebro criminal, cualquier cónsul extranjero, por inexperto que fuera, era un peligroso agente secreto[51].

Los asesores soviéticos escribían los guiones de esos juicios amañados y ayudaban a «convencer» a las víctimas para realizar las confesiones necesarias, utilizando técnicas que habían puesto en práctica con anterioridad. El arte de forzar confesiones ya estaba perfeccionado en el sistema soviético, donde los «métodos habituales», como los describió un informe posterior, empezaban con «un interrogatorio interminable a la víctima, y mientras que los funcionarios trabajaban por turnos, él o ella tenía permitidos muy pocos momentos de descanso». Además de eso se daban también «palizas, tortura por hambre o sed, encierros en la habitación oscura, se inculcaba el miedo sobre la situación de la familia del preso, se producían enfrentamientos sutilmente orquestados, se utilizaba a soplones, se colocaban micrófonos ocultos en las celdas y muchos otros métodos retorcidos[52]». Casi siempre se hacía referencia a esa clase de tortura mediante eufemismos. Bierut y su adlátere, Berman, a menudo ordenaban a la policía que creara «las condiciones necesarias para que digan la verdad[53]». A los interrogadores checos les dijeron que «la gente de esa clase es muy obstinada y no podemos darle tiempo para que se prepare para los juicios[54]».

Los métodos precisos variaban de una persona a otra y de un caso a otro. A Szász lo obligaron a permanecer de pie «siete veces, veinticuatro horas», y durante su encarcelamiento le rompieron cinco costillas. «Ya fuera cumpliendo órdenes o simplemente por diversión, me utilizaban para aliviar el aburrimiento. Me ordenaban que me quedara inmóvil, después me gritaban o pateaban la puerta, y con la excusa de que me había movido, se abalanzaban sobre mí y empezaban a darme patadas por todas partes…[55]» Las diligencias de los interrogatorios polacos contienen registros de guardias que quemaban las manos o los pies de los presos, les arrancaban el pelo, los obligaban a arrodillarse y mantener los brazos en alto durante horas, o los obligaban a sostenerse sobre una pierna también durante horas[56]. Al general Spychalski lo encerraron desnudo en una celda oscura, húmeda y cubierta de moho[57]. La policía checa se ensañó de tal modo con una embarazada que la mujer perdió el bebé. A otra mujer checa, también embarazada, la obligaron a dormir sin ropa, sin colchón y sin manta durante diez días. Cuando pidió que la viera un médico, le dijeron que «sería mucho mejor si no trajera al mundo a otra bestia como yo[58]».

Los interrogatorios también estaban diseñados para «romper» a la víctima psicológicamente. A los presos les enseñaban fotografías de sus mujeres en prisión, o les decían que sus hijos sufrirían si no confesaban, o los convencían para que depositaran su confianza en un interrogador «amable» o en un compañero de celda en apariencia comprensivo. En el caso de los comunistas de Europa del Este, a los interrogadores les resultaba particularmente efectivo volver al pasado una y otra vez. Se retomaban continuamente incidentes que habían sucedido décadas atrás. Los años que el sospechoso había pasado en la resistencia se comentaban con detalle, al igual que sus experiencias durante la guerra. Esa obsesión con el pasado era deliberada, como István Rév ha observado de manera brillante. Al fin y al cabo, nadie que hubiera estado en la resistencia comunista podría estar totalmente seguro de lo que había sucedido durante esos años de conspiración. Jamás podría estar seguro sobre con quién había hablado realmente, o sobre qué juegos secretos se habían puesto en marcha sin su conocimiento:

Si la investigación de los juicios políticos comenzaba con preguntas relacionadas con el reclutamiento de los acusados para su incorporación a las filas de la policía política «fascista» no era solo por cuestiones de precisión cronológica, sino para que los acusados se sintieran inseguros e indefensos. El propio acusado jamás ha estado en posesión de todos los hechos relevantes; la lógica de la ilegalidad solo proporcionaba información parcial y fragmentaria, abierta siempre a la duda. […] Jamás podía estar totalmente seguro, no podía responder claramente a todas las preguntas, todas sus actuaciones previas podían ser presentadas y descritas de un modo nuevo[59].

A casi cualquiera que hubiera trabajado alguna vez en la clandestinidad podían hacerle dar un traspié, confundirlo o engañarlo. Casi cualquiera estaba expuesto a que lo hicieran sentir culpable por algo que podía haber dicho sin pensar, o hecho sin querer. Algunos lo manifestaron abiertamente, en ese momento o más adelante. Durante su largo interrogatorio, Gomułka fue acosado con infinidad de preguntas repetitivas. Día tras día, mes tras mes, le pedían que relatara las mismas historias una y otra vez, desde ángulos distintos, y cada vez con interrogadores distintos, todos ellos preocupados por incidentes «controvertidos» que habían sucedido en un pasado por entonces lejano. Le preguntaban cómo había conocido a alguien en concreto, cuándo fue la primera vez que había oído el nombre de determinada gente. Le pedían que recordara hechos que habían ocurrido diez años atrás. En ocasiones invertían todo un día en hablar de una sola persona o un solo hecho[60].

En varias ocasiones le hicieron preguntas sobre Spychalski, que había sido el líder de la milicia comunista durante la guerra y en virtud de ese cargo había dirigido una operación contra el Ejército Nacional, supuestamente en colaboración con la Gestapo. Le preguntaron sobre unos comentarios recientes que, presuntamente, Spychalski había hecho sobre la necesidad de liberar al ejército polaco de asesores soviéticos. También lo interrogaron con sumo detalle sobre el asesinato del comunista Marceli Nowotko, que ocurrió durante la ocupación nazi y que probablemente fue llevado a cabo por uno de los camaradas comunistas de Nowotko. Gomułka también fue acusado de contratar conscientemente a gente «que no era de fiar». A modo de respuesta, dijo a sus interrogadores que lo había hecho porque creía que esas personas que no eran de fiar eran agentes soviéticos y se sintió obligado a aprovechar sus talentos.

El interrogatorio le pasó factura. Los interrogadores de Gomułka lo describieron al principio como «tranquilo». Sin embargo, después se volvió «atrevido» y «llorón». De vez en cuando escribía cartas de tono lastimero al Comité Central: «A día de hoy sigo sin conocer los motivos de mi arresto o el estado de mi causa, aunque ya han pasado once meses desde que me pusieran en aislamiento». A continuación se quejaba de dolor en las piernas, falta de ejercicio y atención médica deficiente. Escribía cartas de lamento a su hijo y se preguntaba si lo habrían olvidado: «Tarde o temprano sufriré una crisis nerviosa». Todo eso se comunicó a Moscú. Más adelante, cuando Stalin ya había muerto y Gomułka fue liberado —a su debido tiempo sucedería a Bierut como jefe del partido comunista—, Nikita Jruschov preguntaría con amabilidad sobre el estado de salud de Gomułka, e incluso se ofrecería para enviar a médicos soviéticos que lo ayudaran en su recuperación.

Detrás del «atrevimiento» y el «llanto», sin duda había miedos mucho mayores. Gomułka conocía el comunismo lo suficiente para saber que la tortura y la muerte podían llegar a continuación. Sin embargo, según él mismo, y según otras versiones de los interrogatorios de Slánský, Spychalski y otros, también se hace evidente que el recuerdo del pasado —de un pasado de conspiración, turbio y confuso— le creó un trauma emocional y psicológico aun cuando no fue víctima de ningún maltrato físico. Al parecer, los camaradas soviéticos habían entendido que podían conseguir que la gente con la que trataban se sintiera insegura, incómoda e incluso culpable por sus vidas. Eso sucedía así tanto a quienes habían sido arrestados como a los que no; o a los que todavía no. Antes de ser encarcelado, el comunista checo Oskar Langer dijo a su mujer: «Tal vez estos hombres no sean culpables en el sentido corriente de la palabra. Pero ahora mismo el destino y los intereses de los individuos tienen una importancia secundaria. Lo que está en juego es nuestro futuro, y tal vez el futuro de la humanidad[61]». Quizá en un plano superior, que los mortales no eran capaces de entender, los arrestos fueran de algún modo necesarios. «A oscuras —escribió Rév— siempre es difícil explicar las actuaciones de manera clara, pues nadie sigue las reglas normales.»

Otros también se sentían intranquilos. En realidad, una siniestra sensación de déjà vu invadía a comunistas, simpatizantes comunistas y antiguos simpatizantes comunistas tanto en Europa del Este como del Oeste. Arthur Koestler, el escritor germano-húngaro, se quedó llorando junto a su radio, en Londres, «afectado» durante dos días por las confesiones públicas de su viejo camarada Otto Katz, juzgado en Praga[62]. Él y otros habían presenciado todo eso antes, pero muchos habían reprimido esos malos recuerdos en aras de la lucha contra el fascismo. Ahora la duplicidad del régimen soviético los miraba directamente a los ojos una vez más. Y una vez más, todas las consignas del partido resultaban vacías e inquietantes. «Mi vida se acerca a su fin —dijo la víctima checoslovaca, Geminder—, y lo único que puedo hacer es emprender un camino de verdad y así salvar al partido. […] Camino hacia la horca con pesadumbre, pero relativamente tranquilo […] el aire se vuelve más puro y se aparta un obstáculo en el victorioso camino hacia el socialismo. El partido siempre tiene razón…[63]»

El impacto político de los arrestos y las condenas de altos cargos comunistas entre 1949 y 1953 no es fácil de medir. En esa época, los juicios amañados eran un espectáculo familiar en Europa del Este. Los soldados del Ejército Nacional en Polonia se habían sometido a ellos; sacerdotes y pastores se habían sometido a ellos; el propio cardenal Mindszenty había confesado públicamente haber planeado desatar la Tercera Guerra Mundial. Sin embargo, la imagen de los heroicos líderes de la nación confesando delitos absurdos en público causó a los ciudadanos una sensación de miedo y confusión[64]. Si las acusaciones no eran ciertas, entonces eso significaba que el partido había alcanzado nuevos niveles de paranoia. Pero si lo eran, entonces en el país se habían introducido enemigos y espías. Incluso entre los miembros de la policía secreta las confesiones produjeron una extraña mezcla de miedo e incredulidad. El interrogador de Szász llamaba jocosamente a la porra con la que golpeaba a los presos «el educador de la gente», y sin embargo su cinismo se mezclaba con «una especie de fe ciega, fanática y sentimental[65]».

A largo plazo, los juicios plantearon dudas sobre la formalidad e incluso la cordura de la cúpula comunista, aunque no necesariamente se expresaran en la época. Un historiador cuenta la historia de dos hermanas húngaras, ambas leales comunistas, que cada una por su lado empezaron a desencantarse con el régimen durante los juicios. Pese a vivir en el mismo apartamento, cada una estaba convencida de que la otra seguía creyendo en el régimen, y ambas seguían repitiendo las consignas estalinistas, incluso la una a la otra, igual que hacían cuando estaban fuera de casa[66]. Al igual que los acusados, la población también debía actuar como si creyera en la verdad de lo que se decía, aunque en realidad tuviera sus dudas.

A corto plazo, los arrestos de importantes comunistas contribuyeron a la paranoia generalizada que alcanzó nuevas cotas en 1949, permaneció elevada hasta la muerte de Stalin en marzo de 1953 y tuvo un relevante impacto sobre la población, la cúpula y la policía secreta. Como se suponía que los acusados eran espías extranjeros, sus arrestos estuvieron acompañados de una oleada de propaganda antioccidental y antiestadounidense especialmente feroz. En 1952, el departamento de propaganda del Comité Central del partido comunista polaco entregó un panfleto a agitadores del partido que contenía algunos discursos. Uno de ellos, utilizando un lenguaje típico de la época, proclamaba que «los imperialistas americanos están reconstruyendo la Wehrmacht neonazi y preparándola para invadir Polonia», mientras que la Unión Soviética estaba «ayudando a desarrollar tecnología, cultura y arte polacos[67]». Sobre la misma época, los activistas de Alemania del Este también recibieron panfletos con las instrucciones sobre cómo explicar correctamente la política de Alemania occidental a su audiencia de Europa del Este:

Pero ¿quiénes son esos políticos «alemanes»? Son capitalistas monopolistas cuyas propiedades fueron confiscadas en la República Democrática Alemana, junto con sus compinches en Alemania occidental. Son los junkers que perdieron sus tierras y se trasladaron a Alemania occidental. Creen que pueden recuperar sus propiedades mediante otra guerra. Ellos son los criminales de guerra y militaristas que sueñan con nuevas hazañas de «heroísmo», y los lacayos de los angloamericanos, como Adenauer, Blücher, Kaiser, Schumacher, etc[68].

Tanto los propagandistas polacos como los alemanes recibieron instrucciones sobre cómo llevar a cabo la «batalla contra el escarabajo», campañas nacionales para conseguir eliminar de las cosechas polacas y alemanas una plaga de escarabajos de la patata de Colorado que invadió Europa central ese verano; un azote del que tanto Trybuna Ludu como Neues Deutschland culparon directamente a Estados Unidos: los pilotos estadounidenses, dijeron, habían lanzado miles de esos parásitos desde sus aviones sobre Alemania del Este, y estos habían seguido su camino hacia el este. Se pidió a los escolares polacos que formaran brigadas para encontrarlos, atraparlos y matarlos, y los trabajadores de las fábricas pasaban los fines de semana en los campos buscándolos[69]. Los alemanes del Este, que les dieron el nombre de Amikäfer, o «escarabajos Ami» (por americanos), invitaron a periodistas extranjeros de China, Polonia, Checoslovaquia, Francia e Italia a observar los daños causados por los Amikäfer. A continuación, los periodistas y sus colegas alemanes firmaron una nota de protesta conjunta: «Los escarabajos de Colorado son más pequeños que las bombas atómicas, pero también son un arma del imperialismo estadounidense contra la pacífica población obrera. Nosotros, periodistas al servicio de la paz, condenamos por la presente este nuevo método criminal de los belicistas americanos[70]».

Si bien ese lenguaje ahora suena ridículo, en su época tuvo consecuencias reales y trágicas. En Hungría se culpó furiosamente de la escasez de comida no a los escarabajos, sino a los kulaks, campesinos acaudalados que, supuestamente, estaban escondiendo sus productos para debilitar al régimen. «Los enemigos del Estado intentan evitar que hagamos pan para toda la nación», declaró un noticiario de 1950. Ese mismo año, se inició una elaborada causa contra un campesino que encendió un pequeño fuego en el campo para cocinarse la comida, tiró la olla y no pudo controlar las llamas. Aunque nadie resultó herido y la cosecha no sufrió daños, el campo del hombre se quemó. El fiscal de la zona investigó el caso y en un principio se sintió inclinado a considerarlo un accidente.

Sin embargo, el fiscal cambió de opinión cuando, en plena noche, recibió la visita de unos agentes de la policía secreta que le comunicaron que el caso implicaba a un kulak, un delito de incendio provocado y un delito contra el Estado. A la mañana siguiente, funcionarios del Ministerio de Justicia también fueron a verlo para decirle que tenía tres días para finalizar el proceso, que estaba siendo observado muy atentamente por los más altos mandos. En medio de ese estallido de publicidad a nivel nacional, el hombre fue condenado con gran rapidez. Oyó una condena de pena de muerte que se ejecutó de inmediato. Como su hija recordó: «Cuando entramos en la sala del tribunal vimos cómo preparaban la horca para esa tarde[71]». Era evidente que las autoridades habían estado esperando un caso así, como se desprende de la correspondencia personal de Rákosi durante ese período. Desde 1948 se había estado quejando de condenas excesivamente benévolas para los campesinos acusados de delitos como la acumulación de alimentos o la matanza ilegal de animales. «Debemos tener en cuenta la extracción social en esos veredictos», escribió en una nota dirigida a Ernó Geró[72].

En ese período, la formación temprana de la policía secreta de Europa del Este finalmente empezó a dar sus frutos: les habían enseñado que todas las organizaciones independientes eran sospechosas por definición, que probablemente todos los contactos extranjeros implicaban espionaje, y ahora las pruebas en las esferas más altas demostraban que esas advertencias habían sido acertadas. Después de cada arresto de un alto cargo comunista, los familiares, colegas, jefes y empleados de la víctima pasaban a ser sospechosos, y muchos eran arrestados. Tras el arresto de Pál Justus, un socialdemócrata que estaba implicado en el juicio de Rajk, la policía secreta fue, uno tras otro, por la mujer de Justus, su secretaria, sus amigos, y después por los conocidos de sus amigos, entre los cuales estaba György Faludy. «Irán también a por usted, camarada Faludy», le dijo su chófer con frialdad, y unos días después así sucedió[73]. Casi todo el mundo creía que podría ser acusado, y casi todo el mundo tomó medidas para demostrar su inocencia. En las oficinas del periódico donde trabajaba Faludy, el personal se había reunido para escuchar la lectura de la sentencia de Rajk en la radio:

Esas quemas de herejes se consideraban ocasiones festivas y alegres, y en cierto sentido lo eran: representaban los puntos culminantes a largas semanas de incertidumbre, y ponían fin a las campañas de arresto de manera que todo el mundo podía sentirse a salvo al menos durante unas semanas, hasta que empezara una nueva oleada de arrestos. Pero si al hereje que moría en la hoguera todos lo tenían por un fiel creyente, el público —es decir, todo el país— se sentía implicado en la misma sospecha, por lo que era conveniente estar presente en esas reuniones colectivas junto a la radio y en la posterior reunión del partido a menos que se quisiera ser acusado de complicidad[74].

Incluso aquellos que no fueron arrestados se convirtieron en unos parias. Jo Langer estaba de vacaciones fuera de Praga cuando se enteró de la detención de su marido. Sus compañeros de viaje enseguida mostraron «impresión, curiosidad, solidaridad, ayuda, abrazos con lágrimas en los ojos, sí. No muchas palabras. Sobre todo, ningún comentario. Estábamos seis en el hotel cuando recibí la llamada, todos buenos amigos. Pero en un momento así, y en esa época, ¿quién se atrevía a fiarse de otras cinco personas? Como tampoco podíamos fiarnos de las paredes». En los meses y años siguientes, Langer perdió su trabajo, su apartamento, y a la mayoría de sus amigos. Ella y su hija pequeña sobrevivieron a duras penas. Solo unos pocos valientes estaban dispuestos a hablarle a la mujer de un enemigo del Estado[75].

A principios de la década de 1950, en otras palabras, se habían creado ya las circunstancias favorables para que la policía secreta de la región finalizara la labor que había empezado en 1945: la eliminación de todas las instituciones sociales o civiles que aún seguían en funcionamiento, así como de cualquiera que simpatizara con ellas. Entre aquellos que finalmente fueron destruidos se encontraban los masones húngaros.

Los masones tenían raíces profundas en Europa del Este, donde habían estado vinculados desde hacía tiempo a proyectos de modernización y, en un principio, a la Ilustración. La primera logia húngara se inauguró en 1749 —la masonería se importó al país simultáneamente desde Polonia y Francia— y los masones constituyeron una fuerza importante en la Revolución húngara de 1848. Tratados con escepticismo en el período de entreguerras y prohibidos por los nazis, los masones se habían mantenido inactivos hasta 1945, cuando un grupo de ellos fundó la primera logia después de la guerra. Los setenta y seis nuevos miembros eran, en palabras de un miembro actual, «burgueses comunes»: médicos, abogados, profesores de universidad, funcionarios. Con la bendición del alcalde provisional, también él masón, recuperaron su antiguo edificio, una construcción espléndida en el centro de Budapest[76]. Por definición, era una organización internacional, y recibían ayuda del exterior. Empezaron a organizar conciertos, conferencias y actos benéficos.

A finales de 1950, la organización había dejado de existir. Había sido prohibida y la policía secreta había saqueado el edificio y confiscado sus libros y sus cuadros[77]. Ya se estaban llevando a cabo importantes investigaciones sobre las actividades de todos los masones más destacados. De estas, la más importante y exhaustiva fue la investigación de Géza Supka, gran maestro de la logia principal de Budapest. Supka, que en 1950 tenía sesenta y siete años, había tenido una carrera larga y admirable. Licenciado en Arqueología, había sido el director del Museo Nacional, miembro del Parlamento y el fundador de una destacada publicación literaria y, después de la guerra, también de un periódico centrista de breve andadura. Dedicó gran parte de su vida a causas benéficas y patrióticas.

No obstante, a ojos de los servicios de seguridad, Supka representaba una peligrosa amenaza a la seguridad nacional húngara. En su extenso y detallado expediente policial, un resumen de su vida escrito en 1950, se le describe como a «un representante de los intereses anglosajones en Hungría» y como a un traidor que planeaba derrocar el régimen: «Según los informes de nuestros agentes, Supka había recibido una nota en agosto de 1949 del conde Géza Teleki en Estados Unidos en la que le aconsejaba que mantuviera contacto frecuente con las personalidades políticas en las que ambos pudieran confiar tras el cambio de régimen. Supka establece contactos extensos a tal fin…[78]».

Durante los años anteriores, la policía secreta húngara había detenido e interrogado a muchos de los amigos y conocidos de Supka. Muchos de ellos habían colaborado, como recoge el informe policial. Un periodista que había trabajado para su periódico fue amenazado —o torturado— para que declarara que Supka era un «hombre de los americanos», que había estado reclutando «simpatizantes para su movimiento» desde 1944, que leía con frecuencia periódicos extranjeros y que después de la guerra había visitado a menudo la embajada estadounidense «para hablar con su jefe». El periodista declaró que había visitado la embajada de Estados Unidos en compañía de Supka, y que había observado que Supka mantenía unas relaciones sospechosamente buenas con todos allí. Y aún más grave, «tengo conocimiento de su participación en cócteles con los anglosajones». Sobre la misma época, la policía secreta empezó a abrir el correo de Supka, a copiar las cartas y colocarlas de nuevo en sus sobres. Entre las «pruebas» copiadas que había contra él se encontraban notificaciones procedentes de París sobre la renovación de sus suscripciones a revistas.

Sin embargo, el elemento más angustioso del expediente lo constituye una serie de informes frecuentes, casi diarios, de alguien muy cercano a Supka. Aunque su nombre no aparece en el expediente policial, el informante debió de ser un amigo íntimo o un secretario personal, ya que el conocimiento de los movimientos de Supka, de sus conversaciones y pensamientos es muy preciso. Supka confió muchas veces en ese informante, que después pasó informes completos a las autoridades. El informe resultante proporciona de manera involuntaria una visión de la vida de un hombre que sabe que está en peligro, que sabe que está siendo vigilado, pero que mantiene una fe ingenua en la buena voluntad de la gente cercana a él, incluido el informante.

A medida que el ambiente de Budapest se volvía más sofocante, Supka, en un principio, se planteó emigrar. «Los cambios políticos tardarán en llegar», dijo al informante el 20 de diciembre de 1949, y se preguntó si debería marcharse del país, como algunos de sus amigos estaban haciendo, entre ellos el vicepresidente del banco nacional. Sin embargo, no estaba seguro, y temía solicitar un pasaporte, ya que eso atraería la atención de las autoridades. El informante envió esa información al agente que se ocupaba del caso de Supka, quien le ordenó que regresara «para descubrir el contenido exacto de la conversación entre él y ese vicepresidente del banco, y al mismo tiempo vigilar a Supka e informar en cuanto observe que lleva a cabo algún preparativo para emigrar».

El informante obedeció. También siguió informando sobre la opinión de Supka acerca de una gran variedad de asuntos. En enero, Supka le dijo que estaba decepcionado con la diplomacia estadounidense en China, que era demasiado indecisa: él había esperado que los estadounidenses fueran más firmemente anticomunistas. Sin embargo, se alegró del nombramiento del general Bradley como sustituto de Eisenhower porque Bradley era masón como, según dijo, también lo eran Truman y MacArthur. (El funcionario encargado del caso Supka añadió aquí una anotación: «Todos estos informes sustentan nuestra creencia de que Supka mantuvo un estrecho contacto con agentes de las potencias imperialistas».)

Supka también dijo al informante que Hungría tenía dos vínculos fuertes con Occidente: la Iglesia y la masonería. Tenía confianza en que esta última podría eludir la vigilancia por parte de la policía secreta. Sin embargo, unos días después el informe recoge que «cuando nuestro agente se marchó a las doce menos cuarto de la noche, un joven desconocido de la embajada británica llegó al apartamento de Supka, y le llevó un boletín y algunos periódicos…». El funcionario se aferró a ese detalle como prueba de su teoría: «Supka es el representante más destacado de las potencias imperialistas en Hungría. En base a su declaración, concluimos que el centro de su actividad es el movimiento masón […] la persona llegada de la embajada del Reino Unido demuestra que Supka mantiene vínculos directos y frecuentes con las potencias occidentales».

A principios de la primavera de 1950, el informante empezó a ofrecer detalles de los pensamientos y movimientos de Supka casi a diario. Supka dijo al informante que estaba preparado para que lo detuvieran en cualquier momento, y que ya se había puesto en contacto con amigos bien relacionados que esperaba que lo ayudaran si finalmente sucedía. Le dijo que sabía que habían eliminado su nombre de listas de invitados, puesto que la gente estaba empezando a desconfiar de él, y que sabía que estaba siendo vigilado. Sin embargo, había decidido no emigrar, por razones de edad y de salud, y pidió al informante que lo ayudara a evitar un arresto que le parecía inevitable. Estaba intentando conseguir un destino académico en una alejada zona rural, y tal vez el informante podría ayudarlo a encontrar un lugar apropiado.

En julio, Supka y el informante comentaron la situación en Corea y el hecho de que varios masones hubieran sido arrestados. En septiembre comentaron el acuerdo Iglesia-Estado y la posibilidad de una guerra estadounidense en Europa. En junio de 1951, Supka dijo al informante que la policía había visitado su casa y confesó que volvía a temer que lo deportaran. Entre otras cosas, también discutieron la deserción de Gyula Schöpflin, el antiguo director de la radio, a Gran Bretaña, el juicio de Rajk, sobre el cual Supka tenía muchas dudas, y el estado de salud de Supka, que no era bueno. Aun así, Supka recibía muchas visitas. La mujer de la limpieza proporcionó todos los nombres al informante, que los pasó al funcionario encargado de su caso.

Después de eso, Supka cayó en una depresión, pues temía su arresto. Obtuvo unos informes médicos de un doctor, con lo que esperaba conseguir evitar ser detenido o deportado. Intentó comunicarse con conocidos en la cúpula del partido comunista. Se puso en contacto con un par de masones que parecían haber hecho las paces con el régimen —uno de ellos vestía un traje nuevo y conducía un coche también nuevo— y les comentó los rumores de que a la gente como él la estaban enviando a trabajar a granjas colectivas de la Unión Soviética. En agosto de 1952 dijo al informante que ya pocas veces salía de su apartamento. Supka no quería ver el mundo del presente, declaró el informante en su informe a la policía secreta, porque se había vuelto totalmente distinto de lo que había imaginado:

Añadió que a menudo se preguntaba si había valido la pena luchar contra tantas cosas, ahora que sabía que todo terminaría de ese modo. Tiene casi setenta años y es incapaz de adaptarse a las condiciones actuales. Esto hace que todo aquello en lo que creía sea irrelevante. Aún cree en la libertad, y aunque está al corriente de lo que sucede en Estados Unidos, sabe que en Inglaterra la libertad civil sigue viva. Cree que no verá el día en que estalle la Tercera Guerra Mundial que creía inevitable, pero está convencido de que un mundo construido sobre la libertad, no la falsa libertad de la falsa Revolución de Octubre, llegará algún día. Su mayor pena es que se prohibiera la logia masónica, lo que para él supuso un serio ataque a la libertad civil. […] Durante toda su vida ha sido un hombre antirreligioso y anticlerical, pero, aun así, no podía estar de acuerdo con la persecución a la Iglesia y a los sacerdotes […] sus simpatías estaban con los perseguidos.

Aunque fue imposible una celebración colectiva, los amigos de Supka fueron a visitar al antiguo gran maestro en pequeños grupos el día de su septuagésimo aniversario. Después de eso cayó enfermo con frecuencia, según los informes del informante, aunque aún gustaba de discutir sobre política. Géza Supka murió en mayo de 1956, cinco meses antes de la Revolución húngara. Unas cuatrocientas personas asistieron a su entierro. Como el informante describió, «hubo varias coronas y algunas personas dejaron hojas de acacia sobre ellas, símbolo de la masonería…».