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La economía

El nuevo ser humano socialista debería pensar como Lenin, actuar como Stalin y trabajar como Stajánov.

WALTER ULBRICHT

La definición de socialismo: una lucha incesante contra una serie de dificultades que no existirían en ningún otro sistema.

Chiste húngaro de la década de 1950

En el pensamiento marxista clásico, la base determina la superestructura. En otras palabras, los marxistas tradicionales creían que la forma de la economía de una sociedad —la división del trabajo, los medios de producción, la distribución del capital— determinaba su política, cultura, arte y religión. Según este modo de pensar, ningún país puede cambiar su sistema político sin cambiar primero su sistema económico.

Esa era la teoría. En la práctica, los nuevos jefes comunistas de Europa del Este se enfrentaban a un problema al estilo del de la gallina y el huevo. Creían que la economía tendría que transformarse a fin de crear una sociedad comunista. Sin embargo, sabían que no podrían transformar la economía debido a la oposición popular. Por consiguiente, durante los primeros meses que siguieron a la guerra las prioridades de los partidos comunistas fueron políticas: se establecieron las fuerzas policiales, la sociedad civil quedó controlada, los medios de comunicación fueron sometidos. Como resultado, en 1945 en Europa del Este no hubo ninguna revolución económica. En lugar de eso, se produjo una revolución institucional, tras la cual el Estado fue haciéndose con el control de la economía poco a poco. Los nuevos regímenes empezaron por las medidas que supusieron que se aceptarían más fácilmente.

El primer cambio y el más fácil de todos fue la reforma agraria. En toda la región había extensas fincas vacías y sin dueño. Las propiedades judías que habían sido confiscadas por los nazis y las propiedades alemanas que habían quedado abandonadas después de que sus dueños hubieran muerto o huido, estaban ahora en barbecho. En la parte este de Alemania, la mayoría de los terratenientes habían escapado hacia el oeste previendo la llegada de las tropas soviéticas. Como una enorme extensión de esas tierras parecía no pertenecer a nadie, pocos se opusieron cuando el Estado se apropió de ellas.

En 1945, el concepto de reforma agraria tampoco resultaba una política particularmente «comunista», y no se relacionaba necesariamente con la Unión Soviética. En Hungría, la redistribución de la tierra había sido un objetivo importante para muchos reformistas liberales antes de la guerra, y se consideraba algo muy distinto de la creación forzosa de granjas colectivas. En Polonia, tanto los comunistas como los no comunistas esperaban que el eslogan «reforma agraria» fuera popular, motivo por el que los comunistas lo habían incluido en el referéndum, aunque apenas habían pronunciado la palabra prohibida: «colectivización». Lejos de anunciar un profundo cambio económico, las primeras reformas agrarias fueron un claro intento de conseguir apoyos por parte del campesinado más pobre, como había sucedido en la URSS, donde el primer eslogan de la Revolución bolchevique había sido «¡Paz, Tierra y Pan!». Desde el mismo momento de su llegada, las tropas del Ejército Rojo habían tratado de imponer enérgicamente la misma política, confiscando tierras de los propietarios ricos y redistribuyéndolas entre los campesinos más pobres[1]. Sin embargo, en Europa del Este esa sencilla fórmula no tuvo el impacto que los dirigentes soviéticos esperaban o al que sus colegas comunistas aspiraban.

Aunque finalmente terminaría por afectar a todo el mundo, la reforma agraria en Alemania se centró inicialmente en los latifundios de los junkers, los antiguos aristócratas prusianos. Junkerland im Bauerhand —«las tierras de los junkers en manos de los agricultores»— fue el efectivo eslogan de Wilhelm Pieck para ese proyecto. El 3 de septiembre de 1945, las fuerzas de ocupación soviéticas promulgaron un decreto por el cual quedaban expropiadas las tierras de cualquiera que, en la provincia prusiana de Sajonia, poseyera más de cien acres de territorio, así como las de cualquiera que estuviera activamente relacionado con el partido nazi. El decreto afectaba a unos 7000 latifundios. A continuación, las tierras se redistribuyeron en pequeñas parcelas. Dos tercios fueron a parar a medio millón de jornaleros sin tierras, gente de ciudad desempleada y refugiados del Este. El resto quedó en manos del Estado[2].

Por supuesto, algunos de los beneficiarios de ese programa estaban muy agradecidos a los funcionarios soviéticos que lo habían puesto en marcha. Los salones municipales se adornaban con banderas y flores, se cantaban canciones, los comunistas eran elogiados. Sin embargo, esa clase de recibimiento fue poco frecuente. En la mayoría de los casos, el proceso estuvo plagado de injusticias e incongruencias. Algunas de las comisiones creadas para ayudar en la redistribución terminaron controladas por antiguos nazis. Otras comisiones utilizaron los procedimientos para saldar cuentas, o incluso para manipular la distribución de tierras en beneficio de sus miembros. En algunas áreas, la reforma agraria llevó a la ampliación de los territorios en lugar de a su reducción. Algunos «nuevos agricultores» recibieron tierras, pero no herramientas, animales de tiro ni semillas. Enseguida empezaron a pasar hambre.

No todos los que perdieron sus tierras, ni siquiera los que ocupaban los latifundios de los junkers, encajaban en el estereotipo de aristocracia altanera. Eran tantos los cabezas de familia que habían muerto o estaban en la cárcel que los comités terminaron expropiando tierras de mujeres y niños que, con ello, quedaron totalmente empobrecidos. Erich Loest, que en ese momento trabajaba como mozo de labranza en Sajonia, describiría más adelante el modo en que a dos amables y ancianas hermanas aristócratas les quitaron su finca de Sajonia. Su expulsión hizo que se ganaran las simpatías de mucha gente, sobre todo cuando fueron reemplazadas por un grupo de refugiados de Silesia que no tenían el menor interés en la preciosa casa que acababan de recibir. «No cantó ningún coro ni tocó ninguna banda —escribió Loest—. A nadie se le ocurrió colgar guirnaldas. Fue completamente distinto de lo que los pintores pintaban en las obras hechas por encargo, o lo que los escribientes inscribían.» Los silesianos echaban de menos su hogar y querían regresar a sus granjas[3]. Y como se produjeron muchas situaciones de ambivalencia similar, la adscripción al partido comunista en el campo no aumentó con la rapidez que se esperaba[4].

La reforma agraria fue recibida con sospechas aún mayores en Polonia, donde la «colectivización» tenía una connotación particularmente negativa. En la parte este del país, mucha gente tenía familia y amigos al otro lado de la frontera con la Ucrania soviética, cuyos campesinos habían experimentado primero la reforma agraria, después la colectivización y por último la hambruna. Tanto temían ese panorama que muchos campesinos polacos se opusieron a la redistribución parcial de la tierra —aun sabiendo que podrían beneficiarse personalmente— argumentando que la reforma podría convertirse en un preludio de la colectivización de todas las tierras (como, en efecto, sucedió en muchos lugares). Incluso como idea teórica, la reforma agraria nunca había sido tan popular en Polonia como en el resto de los países. Algunos intentos de reforma agraria durante las décadas de 1920 y 1930 habían fracasado en parte porque las grandes extensiones solían estar bien administradas, y muchos reformistas opinaban que las granjas pequeñas eran menos productivas[5]. En cualquier caso, la mayor parte de las vastas extensiones del país se encontraban en la zona este de Polonia, que ahora formaba parte de la Unión Soviética.

Conscientes de ello, los comunistas polacos procedieron con cautela, y al principio las parcelas pequeñas y medianas quedaron excluidas. El decreto sobre reforma agraria de 1944 exigió la confiscación inmediata de las tierras de «los ciudadanos del Reich que no sean de nacionalidad polaca», así como las de «los ciudadanos polacos que aleguen tener la nacionalidad alemana» (Volksdeutsche), «los traidores» (una designación convenientemente imprecisa) y todas las granjas que tuvieran más de cien hectáreas[6]. En total, se confiscaron unos 10 000 latifundios, y otros 13 000 vieron reducido su tamaño[7]. Alrededor del 20 por ciento de todas las extensiones agrarias quedaron afectadas.

Sin embargo, esa política —enfocada directamente a los ricos, a los alemanes y a los colaboradores— no resultó tan popular como algunos habían esperado. En mayo de 1945, Gomułka así lo reconoció en una reunión celebrada en Moscú. «En este asunto no hemos llevado a cabo una labor de agitación suficiente», explicó con delicadeza. Si bien la reforma agraria debería haber conseguido que los campesinos estuvieran agradecidos al régimen, Gomułka comentó que seguían recelosos y dispuestos a escuchar a «fuerzas reaccionarias». A fin de combatir ese problema, el partido comunista polaco había decidido alzar la voz en contra de la colectivización. «En este punto ni siquiera tiene sentido plantearse la posibilidad de granjas colectivas en Polonia, por lo que decimos claramente a los agricultores que nuestro partido está en contra de las explotaciones colectivas, que nuestro partido no se opondrá a la voluntad de la población», manifestó. El jefe de la Komintern, Dimitrov, se sintió molesto por esas declaraciones. ¿Y si algunos agricultores quisieran la colectivización?, espetó. Entonces, ¿qué sucedería? «No nos encontramos en esa situación», respondió Gomułka[8].

La reforma agraria tenía muchas más probabilidades de ser popular en Hungría, donde la economía rural seguía siendo prácticamente feudal. Aproximadamente, el 0,1 por ciento de los terratenientes seguían controlando el 30 por ciento de las extensiones agrícolas húngaras en 1939, muchos de los cuales vivían en antiguos castillos situados en enormes latifundios. Sin embargo, las granjas de muchos campesinos eran minúsculas y los agricultores, muy pobres. Los reformistas agrarios populistas habían sido muy numerosos durante el período de entreguerras en Hungría, aunque por lo general se opusieron a la colectivización de estilo soviético y propusieron la creación de cooperativas privadas que sustituyeran a los extensos latifundios aristocráticos[9].

Después de la guerra, la mayoría de los políticos húngaros habían llegado a un incómodo consenso sobre la necesidad de una reforma agraria, pero no se habían puesto de acuerdo sobre su magnitud ni sobre en qué momento llevarla a cabo. Los ocupantes soviéticos resolvieron ambos asuntos por ellos, pues obligaron al gobierno provisional a llevar a cabo la reforma agraria de inmediato, en la primavera de 1945, arguyendo que la redistribución de la propiedad animaría a los campesinos húngaros que seguían luchando contra el Ejército Rojo a deponer las armas y regresar a su país. Las autoridades soviéticas también tomaron una decisión rápida en cuanto a la magnitud de la reforma, que fue muy extensa y muy severa. El decreto sobre la reforma agraria de marzo de 1945 ordenó la expropiación de todas las propiedades —tierra, ganado y maquinaria— que ocuparan más de 570 hectáreas, junto con las extensiones pertenecientes a «alemanes, traidores y colaboracionistas». Las propiedades de la Iglesia no quedaron exentas de tal medida[10].

Todas esas propiedades se redistribuyeron entre unos 750 000 campesinos y jornaleros húngaros sin tierras. Entonces se declaró una moratoria de diez años sobre todas la ventas de terrenos para evitar que los campesinos, o quien fuera, crearan de nuevo extensos latifundios. En 1948, la reforma fue más allá: los agricultores más acaudalados perdieron el derecho a arrendar tierras a otros agricultores. Al contrario, cualquier parcela de tierra sin utilizar tenía que ser arrendada a jornaleros y a granjas colectivas a precios muy bajos[11].

Muchos campesinos agradecieron a los comunistas sus nuevas tierras. Sin embargo, muchos otros se sentían incómodos con el concepto de «propiedad de otro», especialmente porque el clero predicaba a menudo en contra de ello. Los campesinos húngaros aún guardaban malos recuerdos de la revolución comunista de Béla Kun en 1919 y, como los polacos, sabían algo de lo que había sucedido en Ucrania. András Hegedüs, el dinámico joven líder de Madisz, fue enviado a las zonas rurales del país para crear agitación en favor de la reforma y se encontró con gran variedad de reacciones, desde la gratitud a la hostilidad. En algunos pueblos le dijeron que nadie quería tierras, y en esa situación «podíamos estar seguros de que en el pueblo había un sacerdote reaccionario». En ocasiones tuvo que utilizar la fuerza. En un municipio, donde siempre lo presentaban erróneamente como «el camarada que llegó a Debrecen en avión» (en realidad, no había estado en el avión de Mátyás Rákosi procedente de Moscú), uno de los administradores locales, miembro de la nobleza, le dijo a Hegedüs que no estaba dispuesto a colaborar. «Tuve que informar de ello al mando soviético —recordó Hegedüs— que vino conmigo y quien dijo al hombre que lo colocaría contra una pared y le dispararía si no cumplía con lo que se había pedido en menos de veinticuatro horas.» En ocasiones lo amenazaron, una vez con ahorcarlo. Incluso entonces, sabía que «la cúpula del partido sobrestimaba el impacto político que la distribución de las tierras tenía sobre los campesinos[12]». En gran parte del país, la reforma agraria hizo aumentar los apoyos, no al partido comunista, sino al Partido de los Pequeños Propietarios, cuya postura en lo relativo a las zonas rurales resultaba mucho más atractiva a la nueva clase de pequeños terratenientes. Fortalecidos por la reforma agraria, se apoyaron más en su «propio» partido y en la Iglesia, y no en el grupo «más urbano» de los comunistas, aunque habían sido estos quienes habían impulsado las reformas[13].

Si bien en 1945 y 1946 no se mencionó la colectivización, los partidos comunistas de Hungría y Alemania recuperaron la idea en 1948 y 1956, respectivamente, como hicieron también otros europeos del Este, aunque nunca los polacos. Los húngaros empezaron con un programa de colectivización voluntaria, que se aprovechó de una oleada de bancarrotas agrícolas. Entre 1950 y 1953 persiguieron a los kulaks con ahínco, pidiéndoles impuestos sobre la tierra y primas de seguros muy elevadas al tiempo que los obligaron a aceptar precios bajos por sus productos. La palabra «kulak» es un préstamo del ruso que significa «campesino rico», y en húngaro suena extraña y artificial. Sin embargo, al igual que «trotskista» o «fascista», se convirtió rápidamente en un término político que también podía utilizarse para referirse a «cualquier persona que no gustara al partido comunista». Los alemanes también impusieron la colectivización «voluntaria» después de 1956, con lo que se aseguraron de que miles de alemanes del Este huyeran al Oeste. Por entonces, muchos otros refugiados económicos habían hecho lo mismo[14].

Ulrich Fest tenía solo diez años cuando terminó la guerra. Su padre había desaparecido en combate. Wittenberg, la ciudad en la que su familia había regentado una tienda de comestibles durante generaciones, se encontraba ahora en la zona de ocupación soviética. Como Fest recordó:

Allí todo estaba destruido. Los escaparates estaban destrozados y la gente se había llevado todos los comestibles de la tienda. No quedaba nada […] las puertas estaban cerradas, pero la gente se había colado escalando por los escaparates. Cerramos la entrada con listones de madera y después colocamos un panel —un panel de cristal— a modo de fachada, una especie de mirilla, en realidad […] de dos metros por metro y medio, aproximadamente. Eso se convirtió en la fachada de la tienda…[15]

Ante tal catástrofe, su madre y su abuelo supieron de inmediato lo que debían hacer: reabrieron la tienda y siguieron con su negocio. No estaban solos.

En el período de entreguerras, Europa del Este no había sido una zona tan rica e industrializada como la mitad oriental del continente[16]. Los negocios eran a pequeña escala, el comercio estaba limitado y las infraestructuras eran deficientes. Muchos estados de la región, sobre todo la Alemania nazi, habían llevado a cabo formas de corporativismo que concedían al Estado un papel destacado en las operaciones de negocios, sobre todo en los negocios importantes. No obstante, en su nivel más básico, Polonia, Hungría, Checoslovaquia y el resto de las naciones de Europa del Este habían sido sociedades reconocidas como capitalistas. Los pequeños talleres, las pequeñas fábricas y los pequeños comercios habían estado en manos privadas. Parte de la distribución al por mayor se había hecho a través de cooperativas como en Europa occidental y Estados Unidos, pero por lo general se trataba de cooperativas privadas, organizadas por los comerciantes en su propio beneficio. Todas tenían sistemas establecidos de derecho comercial, corporativo y contractual, mercados bursátiles en funcionamiento, y derechos de propiedad.

Después de la guerra, en un primer momento los pequeños negocios como el de los Fest pudieron seguir en activo. Eso no se debió a que las autoridades admiraran o apreciaran los pequeños negocios. El propio Lenin, que supo detectar la importancia de las empresas a pequeña escala para una economía de libre mercado saneada, escribió que, «desafortunadamente, la producción a pequeña escala sigue muy extendida por todo el mundo, y la producción a pequeña escala engendra capitalismo y burguesía[17]». Aunque no lo dijeran en público, la mayoría de los líderes comunistas sentían la misma aversión que Lenin hacia los negocios pequeños. En una reunión del Comité Central en octubre de 1946, por ejemplo, los dirigentes comunistas alemanes no discutieron si los comercios privados deberían pasar a ser controlados por el Estado, sino cuándo debería llevarse a cabo. Uno de los presentes argumentó en contra de actuar rápidamente: un desmantelamiento demasiado veloz del sector conllevaría caos, lo que empujaría a la gente a los brazos de los reaccionarios. Otro pidió más celeridad, arguyendo que los pequeños comerciantes estaban empezando a albergar peligrosas ideas sobre el liberalismo económico: «Tenemos que demostrar a los minoristas que una economía planificada es una forma superior de economía popular[18]».

Todos los presentes estaban claramente en contra de las empresas privadas, aunque sabían que no podía notárseles. La población podría reaccionar mal ante una nacionalización repentina de todo el comercio. Y lo más importante, todos los presentes sabían que el comercio privado seguía siendo necesario porque no había nada más. En las ruinas de las ciudades de Europa del Este, no había forma de evitar que la gente hambrienta comerciara, y en realidad no había medios alternativos para distribuir comida. En las partes más devastadas de la región, habría sido difícil organizar siquiera un sistema de racionamiento. El escritor italiano Primo Levi, tras ser liberado de Auschwitz, marchó penosamente hacia la ciudad más cercana:

El mercado de [Cracovia] había florecido como fenómeno espontáneo inmediatamente después del paso del frente y, en pocos días, había ocupado un barrio entero. Se vendía y se compraba de todo y toda la ciudad se encaminaba allí: los burgueses vendían muebles, libros, cuadros, vestidos y platería; campesinas embutidas en sus mejores galas ofrecían carne, huevos, pollos, queso; niños y niñas, con la nariz y las mejillas rojas por el viento helado, buscaban compradores de las raciones de tabaco…[19]

Sin embargo, cuando las autoridades de ocupación de toda la región empezaron a imponer el racionamiento, las leyes fiscales y la regulación, esa clase de mercado adquirió una reputación sórdida y pasó a llamarse «mercado negro». La gente que trabajaba en él dejó de ser comerciante para convertirse en estraperlista. A fin de limpiar las plazas y explanadas de lo que a sus ojos era un capitalismo turbio y descontrolado, las autoridades comunistas se dispusieron a nacionalizar el comercio minorista y mayorista de inmediato y en prácticamente todos los países de la región. En el este de Alemania, por ejemplo, las autoridades soviéticas resucitaron una cooperativa de antes de la guerra, Konsum, y la establecieron para que funcionara exactamente como una compañía estatal. En lugar de servir a sus miembros como lo había hecho antes de que los nazis la cerraran, Konsum obtuvo un acceso privilegiado a los productos al por mayor y pudo decidir a quién venderlos[20].

Aunque, en rigor, sus negocios eran legales en 1945 y 1946, los pequeños capitalistas de Europa del Este entendieron desde un buen principio que estaban operando en un entorno hostil. En el relato de Fest sobre la historia de su familia, la decisión de su abuelo de reabrir la tienda durante ese período tiene las características de una lucha heroica. Justo después de la guerra, los Fest tuvieron que pelear para conseguir remesas de harina y azúcar de las oficinas estatales (Handel und Versorgung), que, rápidamente, habían asumido la distribución de productos básicos, todos ellos asignados mediante cartillas de racionamiento. «Apenas conseguíamos suficientes mercancías para abastecer a la gente que quería comprar», recordó Fest. Así pues, él y su familia recogían las cartillas de racionamiento de sus clientes y las llevaban a Konsum, donde las utilizaban para comprar los alimentos que no habían sido capaces de conseguirles ellos. No se beneficiaban de esa actividad, que veían como un favor a sus clientes. Esperaban que los ayudara a ganarse su fidelidad y que con ello pudieran mantener la tienda abierta[21].

En la misma calle de la tienda de los Fest, un poco más abajo, el negocio de la familia de Ulrich Schneider, una tienda de ropa y productos textiles, estaba experimentando una transformación similar. La tienda de los Schneider también había sido el negocio familiar durante varias generaciones y también era el centro de enormes esperanzas y miedos. Durante los últimos días de la guerra, su padre había escondido sus existencias —abrigos, vestidos, rollos de tela— en casas y establos de amigos. Lo que quedó en la tienda fue saqueado por los rusos en mayo de 1945. El Ejército Rojo ocupó la casa familiar como sede provisional y utilizó los escaparates para colocar a sus muertos en ataúdes. Schneider y sus padres se mudaron a un apartamento de encima de la tienda. En agosto su padre —que no había formado parte del partido nazi y de algún modo había evitado el arresto y la detención por parte de los soviéticos— recibió un permiso del régimen de ocupación para retomar su negocio.

Como los Fest, los Schneider cerraron los escaparates con tablones de madera y dejaron unas pocas aberturas para que algunos de sus artículos —lo que pudieran rescatar de las buhardillas y los sótanos del vecindario— pudieran mostrarse y venderse. Sacaron varias máquinas de coser de sus escondites y empezaron a hacer arreglos y muñecas de trapo. «No había nada más que hacer», recordó Schneider.

Unas semanas después, el padre de Schneider comenzó a hacer viajes frecuentes a los montes Metálicos, la cordillera en la frontera checo-alemana, tradicionalmente la cuna de la industria textil. Aunque la región estaba a cientos de kilómetros de distancia, iba hasta allí en un carro tirado por un caballo: «Era muy duro, porque había controles por todas partes y los rusos lo retenían siempre». No tenía otras opciones porque no había otro lugar donde conseguir productos. Pero lo que traía consigo, sin duda lograba venderlo[22].

La esperanza de que la situación mejoraría fue lo que mantuvo a los Fest, los Schneider y a otros pequeños empresarios en activo durante los años 1945 y 1946. Sin embargo, en 1947 se hizo evidente que la situación no iba a mejorar. La feria de Leipzig, que se reanudó ese año por primera vez desde la guerra, resultó ser una gran decepción y marcó un momento decisivo para los comerciantes textiles como los Schneider. Aunque la feria, un acontecimiento central en la vida comercial de Alemania desde la Edad Media, fue acogida con gran revuelo y propaganda, no se vendieron tejidos de ninguna clase. En el pasado «te reunías allí con otras empresas, o te ponías al día sobre ciertos asuntos… lo que había, lo que era nuevo», explicó Schneider. Sin embargo, la feria se había convertido en un acontecimiento propagandístico, no un lugar en el que intercambiar información sobre el negocio.

El año 1947 también marcó un punto de inflexión en Polonia. Después de las elecciones parlamentarias de enero, los «victoriosos» comunistas emprendieron una serie de reformas diseñadas para aumentar el número de trabajadores industriales, que supuestamente habrían de apoyarlos en el futuro, y para reducir la industria y los negocios privados, que no los apoyaban en absoluto. Esa fue la «batalla por el comercio» que inició el ministro de Economía, Hilary Minc. Nombrado personalmente por Stalin, Minc era un comunista de preguerra que había desarrollado un gran talento para expresarse con la jerga económica marxista. «La lucha por la conquista del mercado no implica la eliminación de los elementos capitalistas de mercado —dijo en el pleno del Comité Central en abril—, tan solo implica una lucha por el control de esos elementos por parte del Estado Democrático Popular[23].» En otras palabras, habría un «libre mercado», pero se mantendría bajo el firme control del gobierno, lo que significa que, por supuesto, no sería libre.

En la práctica, Minc intentó acabar con el comercio privado, aunque nunca lo dijo. La «batalla por el comercio» adoptó la forma de una estricta regulación de precios y unos impuestos altos, junto con sanciones penales por no rellenar los impresos correspondientes, y con un extenso sistema de permisos y licencias. Todos los empresarios tenían que tener licencias que les permitieran demostrar que eran «profesionales cualificados», por confuso que eso resultara en pleno caos de posguerra. Se establecieron limitaciones en el número de personas que un empresario podía contratar, así como en la cantidad de productos que podían entrar y salir del país e incluso de Varsovia. Como en Alemania, los polacos también nacionalizaron la industria mayorista. Los negocios privados no podían comprar ni vender determinados productos, entre ellos comida, a precios al por mayor.

Oficialmente, la prensa comunista anunció a los cuatro vientos el enorme éxito de la «batalla por el comercio», y la historiografía oficial polaca siguió haciéndolo hasta la década de 1980. Sin embargo, el economista Anders Åslund observa que ese éxito fue efímero: «Es difícil sumarse al entusiasmo, puesto que la “batalla por el comercio” asestó un golpe salvaje al comercio en general». Entre 1947 y 1949, el número de empresas de comercio y distribución privadas se redujo a la mitad, y el sector estatal no fue capaz de reemplazarlas. A causa del fin de las ventas al por mayor, las tiendas y los negocios privados que quedaban, sobre todo en las pequeñas poblaciones, no tenían acceso legal a productos de ningún tipo[24]. La imposición de esas nuevas reglas era imprevisible. «De un día para otro, actividades económicas específicas perdían la base legal de su existencia», recuerda el economista[25]. Pero el resultado fue totalmente previsible: el rápido desarrollo de más mercados negros (ahora clandestinos), la distribución caótica de los productos y una escasez permanente de todo en general. Una antigua auditora de una cooperativa agrícola —una sofisticada descripción de lo que, en la práctica, era una mayorista controlada por el Estado— recuerda que era difícil saber si la escasez en su sector se debía a los robos o a la incompetencia. Parte de su trabajo consistía en revisar los libros de cuentas de las sucursales regionales de su compañía, que estaban plagados de errores: «No siempre sabía los motivos por los que faltaba dinero […] las dependientas no tenían formación, y no sabían sumar ni calcular». En 1950, la cooperativa había expulsado a los directivos «de sangre azul» de antes de la guerra y los había reemplazado por miembros de confianza de la clase obrera, en un caso por un peluquero. Como no es de extrañar, la situación no mejoró[26].

De la noche a la mañana, el imperio de la ley desapareció, puesto que, para muchos, la única manera de permanecer en el negocio era quebrantando la ley. Los pequeños empresarios dejaron de ser respetables y se convirtieron en prywaciarze: empresarios piratas, figuras semiilegales. La hija de un talentoso ingeniero que dirigía una fábrica muy pequeña en esa época recuerda que le daba vergüenza decir a sus amigos a lo que se dedicaba su padre[27]. Algunos empresarios se apartaron un poco de las normas que limitaban el número de empleados al contratar a miembros de su familia, o adaptaron las normas que limitaban el tamaño de sus negocios nombrando a familiares «propietarios». Los empresarios privados también aprendieron a evitar las grandes inversiones —atraían demasiada atención por parte de las autoridades fiscales— y a centrarse en los planes de negocios que pudieran emprenderse y finalizarse rápidamente, por si cambiaba la situación legal. Los planes a largo plazo resultaban imposibles.

Con el tiempo, los empresarios también aprendieron a trabajar juntos. Muchos pasaron a denominarse «artesanos», designación que les permitía mantener pequeños negocios y talleres sin el estigma de ser considerados «capitalistas». También formaron gremios, instituciones estatales que en ocasiones actuaban a favor de los intereses de sus miembros. Los gremios intentaron organizar que los negocios tuvieran acceso a las materias primas a los precios oficiales, controlados por el Estado. También modificaron las normas de registro para que los mecánicos de coches, fontaneros y otros pudieran convertirse en «artesanos». Un antiguo jefe gremial —en rigor, un empleado estatal— recuerda haberse «apartado un poco de las normas» en más de una ocasión, con la esperanza de que tarde o temprano el sistema mejorara: «Creía que la gente cambiaría, y que a medida que estudiara más, que aprendiera más, el sistema se volvería más inteligente». Lamentablemente, no fue así[28].

En Hungría, la nacionalización del comercio minorista se llevó a cabo más lentamente, entre otras razones porque en 1945 y 1946 el partido comunista no contó inicialmente con una mayoría parlamentaria suficiente para controlar todos los aspectos de la política económica y no fue capaz de imponer normas e impuestos severos. De todos modos, el partido inició una «guerra al comercio», no mediante normativas, sino mediante los órganos propagandísticos y la policía. En el verano de 1945, las invectivas del partido comunista contra los pequeños empresarios, los pequeños comerciantes y los mercados callejeros se volvieron aún más agresivas, hasta que fueron casi tan violentas como sus ataques a los fascistas. En julio, el jefe de la policía de Budapest declaró que pretendía «liberar a los trabajadores de Budapest de las hienas del mercado negro». En septiembre, unos seiscientos policías, acompañados de seiscientos soldados soviéticos y trescientos detectives, habían detenido a mil quinientos «estraperlistas», en su mayoría durante dos redadas llevadas a cabo en los grandes mercados callejeros de Budapest.

La campaña de propaganda en contra de los comercios pronto se extendió más allá de los mercados callejeros. A finales de julio, Szabad Nép publicó una serie de fotografías en las que aparecían trabajadores colocando vías de tranvía mientras algunas personas estaban sentadas en cafeterías cercanas, sorbiendo café; en otras palabras, disfrutando mientras la clase obrera trabajaba. Las redadas policiales en cafeterías, bares y restaurantes de Budapest no tardaron en producirse. La policía clausuró incluso el Café New York, una institución muy querida de antes de la guerra; confiscó la comida que encontró en el almacén y, supuestamente, la repartió entre los prisioneros de guerra que regresaban al país[29].

Por medio de sobornos y conexiones, algunos restaurantes permanecieron abiertos. Pero eso llevó a otra campaña y a otra serie de redadas un año después. En junio de 1946, Szabad Nép informó de que diez restaurantes «de lujo» habían sido cerrados porque «al servir los productos cárnicos más caros para satisfacer las necesidades de unos pocos ponían en peligro la paz y la calma social». Y tal vez fuera cierto: la campaña comunista pretendía ser popular, y entre algunas personas probablemente lo fuera. En una época de escasez, inflación y mucha hambre, el resentimiento hacia quienes podían comer carne debía de ser muy intenso[30].

Otros artículos intentaron que los restaurantes privados tuvieran una imagen no solo inmoral, sino también ridícula. Algunos se burlaban de la costumbre «burguesa» de dejar propina, y uno se mofó del frac, la indumentaria tradicional de los camareros de Budapest:

Este uniforme pasado de moda aún está muy extendido, los camareros aún lo llevan, como si mantuvieran el espíritu de los lacayos del pasado […] En un futuro próximo los sindicatos abolirán el uso de las chaquetas de frac por parte de los camareros […] esperemos que esta prenda incómoda y perjudicial desaparezca, y en su lugar se utilice un uniforme mejor, más apropiado, cómodo y distinguido.

La policía secreta siguió investigando los negocios privados en busca de cualquier forma de fraude o de falta. La policía detuvo al panadero de un barrio elegante al descubrir que «no añadía ni un gramo de sal» a sus panes, aunque había recibido cuatrocientos kilos de sal como parte de su ración mensual[31]. Lo consideraron sospechoso de vender sal en el mercado negro. Otro de sus objetivos fue el propietario del Baghdad Café, cuya estética se consideraba inmoral. «La entrada del restaurante conduce al visitante a un armario con espejos en la pared, junto a un cuadro en el que aparecen mujeres vestidas con trajes de noche, en posiciones eróticas, con los muslos descubiertos», observaba el informe policial. Y lo que era aún peor, «dos de los trabajadores son negros». Esta última observación descubría no solo racismo, sino una profunda desconfianza hacia un establecimiento capaz de contratar a empleados extranjeros tan exóticos[32].

Con la esperanza de conservar sus negocios, los restauradores probaron varias estrategias para mantenerse a flote. La propietaria de una cafetería se convirtió en vendedora ambulante; otros se afiliaron al partido comunista, con la esperanza de que eso los librara de sospechas políticas. Finalmente, muchos propietarios de cafeterías se ofrecieron voluntarios para ser «nacionalizados» con la finalidad de asegurarse el futuro como «directores» de sus antiguos negocios. Una de esas solicitudes, presentada por la señorita Lászlóné Göttler en 1949, suena como un anuncio de venta:

Por la presente solicito a la Dirección de la Compañía Nacional que se haga cargo de mi restaurante, en funcionamiento desde 1923 en la calle Benierky, número 19, Sashalom, y que me mantenga a mí como encargada […] Es un establecimiento de barrio que consta de un pub para el invierno y una sala aparte, una galería al aire libre, una terraza, una barra y un quiosco en el jardín. Hasta el día de hoy ha sido una fuente de considerables ingresos, se encuentra cerca de la fábrica de conservas y está libre de impuestos impagados…[33]

A algunos les salió bien. Klára Rothschild, propietaria desde 1934 del Clara Salon en Váci Utca, la calle comercial más exclusiva de Budapest, consiguió mantenerse como encargada de su tienda después de su nacionalización, en buena medida gracias a su popularidad entre las mujeres de los líderes del partido. Rothschild seguía la moda de París y la adaptaba a los gustos de Budapest. Gracias a su elevada posición social tenía permitido viajar a París para mantenerse al corriente de las tendencias francesas[34].

Con el tiempo, casi todos los restaurantes privados de Budapest se convirtieron en cafeterías «populares» o pubs «proletarios» de propiedad estatal. Los nombres también cambiaron: en lugar del New York Café, adoptaron nombres cortos, de resonancia húngara —Bufet Adam o Cafetería Rápida—, o simplemente un número. Los camareros y las propinas desaparecieron. Las colas sustituyeron el buen servicio. En una ciudad que se había alimentado de café exprés y pasteles de nata durante décadas, esos fueron cambios realmente revolucionarios.

La reforma agraria llegó en primer lugar porque se tenía por una medida popular. El comercio minorista llegó después porque los comunistas sabían que su eliminación sería impopular. Pero la industria —en particular, la industria pesada— era el primer premio. La industria siempre había interesado a los comunistas mucho más que los sectores «atrasados» como la agricultura o los sectores «irrelevantes» como el comercio al por menor. Según la visión marxista del mundo, la industria era el futuro. Las plantas siderúrgicas, las fundiciones y las fábricas de maquinaria modernizarían el país, eliminando las formas de pensar anticuadas. El objetivo de la industrialización era, en último término, político: cuando todos fueran obreros de la industria, entonces todos apoyarían al partido comunista, o eso decía la teoría. Entretanto, la destrucción de la clase de los propietarios privaría a la oposición de fuertes aliados.

Los cambios más profundos tuvieron que esperar hasta que el período de las reparaciones y los robos generalizados hubo terminado. A raíz de los pobres resultados electorales, la URSS aceptó ralentizar la marcha del cobro de las reparaciones en Hungría en 1946, y en 1948 las demandas de reparaciones disminuyeron en un 50 por ciento[35]. Las reparaciones a gran escala de Alemania también finalizaron en 1948, en gran parte gracias a los ruegos de Walter Ulbricht y de otros, conscientes de lo mucho que habían dañado la reputación del partido comunista[36]. En Polonia y en Checoslovaquia jamás había habido un reconocimiento oficial de pagos por reparaciones, por lo que tampoco hubo un reconocimiento oficial de su fin. Aun así, en 1947-1948, las modalidades más visibles de robo por parte del bando soviético y del Ejército Rojo habían cesado.

Sin embargo, el daño ya estaba hecho. En el período de posguerra, todo había estado disponible y ninguna propiedad se había considerado sacrosanta. En ese ambiente, la primera oleada de nacionalizaciones a gran escala se ganó cierto apoyo popular. Mucha gente había dejado de sorprenderse ante las confiscaciones masivas. Otros opinaban que solo la titularidad estatal podría aportar orden al caos económico. En octubre de 1945, por ejemplo, el gobierno provisional polaco nacionalizó repentinamente todas las tierras comprendidas dentro de los límites de la ciudad de Varsovia, casas y fábricas incluidas[37]. Un decreto así se habría considerado escandaloso antes de 1939 y hoy en día resultaría impensable. Pero en 1945, a muchos polacos la nacionalización de terreno urbano, en su mayor parte cubierto de escombros, les pareció una opción bastante lógica[38]. El decreto del gobierno provisional de enero de 1946, que disponía la nacionalización de todas las fábricas del país que tuvieran cincuenta trabajadores o más, tampoco encontró demasiada resistencia. De todos modos, muchas de esas fábricas no tenían propietario, y sus antiguos encargados habían muerto o huido. Cuando esos negocios pasaron a ser propiedad del Estado, la situación se volvió más estable: al menos estaba claro quién era su propietario[39].

En Alemania, en un primer momento el partido comunista recientemente unificado describió la nacionalización de la gran industria no como una política económica, sino como una muestra de política antifascista. Al igual que los junkers, los industriales alemanes fueron acusados de complicidad con el nazismo: si antes de la guerra habían poseído algo de importancia, entonces merecían perderlo. Como precaución, el partido comunista decretó que la nacionalización de la industria debería ser la política del «bloque antifascista», y ningún partido político legal tenía permitido oponerse a ella. En un principio, el líder del Partido Demócrata Cristiano de Alemania del Este, Jakob Kaiser, se mostró reacio. Aunque estaba de acuerdo con ella (más adelante se convertiría en un defensor de la nacionalización en Alemania occidental), temía que si la zona soviética implementaba la nacionalización en solitario, tal política dividiera Alemania en dos economías distintas, como finalmente sucedió. Presionado por la Administración Militar Soviética, Kaiser finalmente accedió. Como última acción de propaganda, los comunistas decidieron celebrar un referéndum sobre la nacionalización en 1946. Ansiosos por no fastidiar su referéndum, como habían hecho los polacos, limitaron el voto al estado de Sajonia, y restringieron las opciones a una pregunta: ¿los votantes querían dejar «las fábricas de los criminales de guerra y criminales nazis en manos del pueblo»? La respuesta fue positiva[40].

La nacionalización húngara se llevó a cabo por etapas. En primer lugar las minas de carbón, después los conglomerados industriales más extensos y finalmente los bancos. En marzo de 1948, el gobierno nacionalizó las fábricas de más de cien trabajadores, dejando el 90 por ciento de la industria pesada y el 75 por ciento de la ligera en manos del Estado. En 1948 quedaba muy poca industria privada importante en el país[41].

Ese «éxito» tuvo un precio político, en Hungría igual que en el resto de los países. En la práctica, la nacionalización tuvo un efecto muy insignificante en la vida diaria de los obreros: cobraban los mismos sueldos, hacían el mismo trabajo, tenían los mismos motivos de queja. ¿Qué diferencia había entre que sus capataces trabajaran para un capitalista o para el Ministerio de Industria? Fortalecido por las bondades de su causa —al fin y al cabo era un empleado «del pueblo»—, un gerente estatal podía ser aún más arrogante que un propietario particular. En lugar de conseguir que el partido comunista cobrara popularidad, con frecuencia la nacionalización creó desconfianza entre los trabajadores e incluso fue causa de algunas huelgas. El historiador Padraic Kenney describió lo que sucedió a continuación en la ciudad textil de Łódz:

En la fábrica de Jarisch, los huelguistas argumentaron acertadamente que las acciones [del director de la fábrica] perjudicaban a los trabajadores y al Estado. Al establecer unas normas demasiado elevadas, sin tener en cuenta la capacidad del trabajador o de la máquina, hizo que para muchos trabajadores resultara imposible ganar bonificaciones (que con frecuencia constituían gran parte de su sueldo). También ofendió la dignidad de los trabajadores al utilizarlos a ellos en lugar de a caballos para arrastrar carros[42].

Los conflictos en Łódz alcanzaron su punto culminante en septiembre de 1947, cuando alrededor del 40 por ciento de los trabajadores de la ciudad fueron a la huelga. No todas las fábricas de Polonia siguieron el mismo patrón. Kenney también señala que en la antigua ciudad alemana de Breslavia, poblada casi en su totalidad por refugiados, hubo muchas menos huelgas porque los lazos sociales eran mucho más flojos. Sin embargo, Łódz no fue una excepción. Los mineros y los trabajadores de las fábricas fueron a la huelga en Silesia en 1946. Una huelga en los puertos de Gdansk y Gdynia ese mismo año terminó con dos hombres muertos[43].

No fue algo inusual: la nacionalización politizó los conflictos laborales habituales en casi todas partes. Cuando los trabajadores de las fábricas estaban molestos por cuestiones de sueldo o condiciones en las fábricas de titularidad estatal, dirigían sus protestas directamente al Estado. En 1947, cuando las huelgas se desataron en Csepel, un barrio obrero de Budapest, los trabajadores secuestraron veinte camiones y condujeron hasta el centro de la ciudad para pedir que el gobierno les subiera el sueldo. Esa tarde, el ministro del Interior László Rajk fue a Csepel acompañado por el jefe del sindicato gubernamental. Los dos hombres fueron increpados por los trabajadores. La respuesta no se hizo esperar: la policía política entró de inmediato en la fábrica en huelga y arrestó a 350 personas. Poco dispuesta a asumir riesgos, después de eso la policía intensificó su confianza en sus informantes y empezó a «limpiar» también otras fábricas. Tomaron nota de las muestras de descontento —«Nos trataban mejor en la época reaccionaria anterior que ahora, en supuesta democracia», se quejó un trabajador, según los archivos policiales— y empezaron a identificar y despedir a los trabajadores «conflictivos». En 1948, la fundición de acero de Diósgyór abrió 113 procedimientos disciplinarios «políticos» solo entre mayo y junio. A partir de 1949, cualquier debate sobre la convocatoria de huelgas se consideraba un delito «antidemocrático» contra el Estado, y los trabajadores podían ser expulsados del partido solo por sugerir el asunto[44].

A la larga, la nacionalización de la economía prolongó la escasez y las distorsiones económicas provocadas por la guerra. La planificación centralizada y los precios fijos distorsionaron los mercados, dificultando el comercio entre individuos y también entre empresas. Esos problemas se vieron agravados por monedas nacionales débiles, inexistentes o que competían entre sí. En 1944 y 1945, el zloty polaco «de ocupación», el rublo soviético y el reichsmark nazi circulaban por Polonia. La levadura y el alcohol servían también como moneda en algunos lugares[45]. En su zona de Alemania, en agosto de 1945 los funcionarios soviéticos habían cerrado todos los bancos y expropiado todas las cuentas bancarias. Los propietarios de las cuentas solo tenían acceso a aquellas que contenían menos de 3000 reichsmarks. Con tales movimientos, eliminaron a los alemanes más ricos de su zona, privaron a la economía privada de capital y aceleraron la bancarrota en todos los sectores.

Como los británicos, franceses y estadounidenses, las autoridades militares soviéticas en Berlín también emitieron una nueva moneda para su zona de Alemania. La llamaron la «m-mark», decretaron que solo podría cambiarse en reichsmarks a la par, y que se utilizaría para pagar a las tropas y adquirir alimentos. Aunque nunca lo admitieron en público, empezaron de inmediato a imprimir m-marks tan rápidamente como les fue posible: 17 500 millones entre febrero y abril. Con el tiempo, los otros aliados se verían obligados a llevar a cabo una reforma monetaria en 1946, solo para evitar la hiperinflación[46].

En Hungría, la combinación de una moneda flotante, la amenaza de una nacionalización inminente, el alto coste de las reparaciones y la inseguridad económica general provocaron, durante aproximadamente un año y medio, el que tal vez fuera el período de hiperinflación más extrema que se haya producido jamás en cualquier país, y en cualquier época. En su apogeo, en el verano de 1946, el pengö húngaro se contaba en miles de millones. Su valor se reducía a la mitad a diario, y los precios cambiaban a cada hora. Un artista de Budapest, Tamás Lossonczy, llevó un diario en esa época:

Ayer, a las diez de la mañana fui al Ministerio de Cultura a recoger el dinero de un cuadro mío que habían comprado para el museo. El trato era de diez gramos de oro. De camino hacia allí, pregunté por el precio del oro a un joyero. Por la mañana, un gramo de oro estaba entre 190 000 y 200 000 millones de pengös. Un dólar equivalía a 170 000 millones de pengös.

A Lossonczy le pagaron 2 billones de pengös. Sin embargo, cuando la transacción terminó era por la tarde:

… A las dos de la tarde el precio del oro había subido a 280 000 millones y el dólar a 260 000 millones. Quería utilizar el dinero para colocar cristales en las ventanas de mi estudio, lo que costaba once dólares, lo que, según los tipos de cambio de ayer por la tarde eran 2 billones 680 000 millones, por lo que tendría una pérdida de 860 000 millones[47].

Inevitablemente, los trueques reemplazaron al dinero. Unos días después, Lossonczy registró la venta de uno de sus cuadros por «veinte kilos de harina de trigo». En agosto, el gobierno finalmente llevó a cabo una reforma monetaria. Una unidad de la nueva moneda, el florín, equivalía a 400 000 cuatrillones de pengös[48].

No todas las distorsiones se reflejaban en la inflación. Pese a la airada propaganda, las acciones policiales y la presión política, el mercado negro semilegal seguía en expansión, adoptando formas muy distintas, desde los antiguos vendedores ambulantes como los que Primo Levi vio en Cracovia, hasta sofisticadas operaciones de contrabando. En los meses que siguieron a la guerra, la mayoría de los alemanes del Este pasaban varias horas al día «trabajando» (o «comprando») en el mercado negro. Los berlineses de entonces pasaban los fines de semana en el campo, buscando comida que comprar o que intercambiar[49]. Los alimentos básicos estaban racionados en casi todas partes. Sin embargo, mientras que esto aseguraba una subsistencia básica y mantenía a la gente con vida, también implicaba que los precios del mercado negro y del mercado libre se disparaban, con lo que se creaba un descontento aún mayor. Como un agente de propaganda polaco describió: «La falta de productos y la distribución ineficiente generan mucho descontento. Un trabajador de Łódz no puede aceptar que sus hijos puedan ver pasteles solo desde lejos, y no está satisfecho de que alguien como él, que trabaja mucho, gane tan poco, mientras que algunos parásitos ganan un dineral en el mercado libre y el Estado no les quita nada[50]».

A medida que la nacionalización avanzaba, la escasez de productos empeoraba, lo que causaba dificultades a las fábricas, así como a los compradores. Presa de la desesperación, la planta química de Leuna, en Alemania del Este, empezó a cambiar fertilizante por comida:

Catorce vagones de tren cargados con patatas y verduras que tenían que ser transportadas ilegalmente fuera de la zona de Haldensleben fueron enviados de vuelta. A ningún funcionario le resultó extraño que la planta de Leuna enviara un tren entero lleno de fertilizante a modo de intercambio con los agricultores de Nordge[r]mersleben y Gro[ß S]antersleben, aunque los agricultores de esos pueblos aún no han satisfecho los pedidos obligatorios de patatas y verduras[51].

Aunque esta historia sucedió en 1947, podría haber tenido lugar en 1967, o incluso en 1987. La escasez y los desequilibrios plagaron las democracias populares desde el principio y se prolongaron hasta el final. Las economías de Europa del Este crecieron después de la guerra porque estaban empezando de cero —empezaron, literalmente, de la nada—, pero pronto quedaron rezagadas con respecto a las de Europa occidental. Y nunca lograron alcanzarlas.

Por extraño que pueda resultar, los economistas del partido casi siempre entendieron perfectamente lo que iba mal. Los documentos de archivo del Ministerio de Comercio e Industria polaco, el feudo de Minc, contienen multitud de cartas de burócratas perspicaces de todo el país: uno tras otro, explican pacientemente los efectos negativos de incrementar el control estatal. Muchos de ellos argumentan que los negocios privados eran más productivos que los negocios del mismo tipo pero de titularidad estatal. La rápida nacionalización tanto de empresas grandes como pequeñas estaba empeorando la situación económica. Una carta enviada en la primavera de 1947 al ministro de una institución llamada Oficina Central de Asesoramiento Técnico argumentó que las empresas privadas «son entidades más pequeñas que las empresas estatales […] y por consiguiente tienen la capacidad de llevar a cabo los encargos de manera más rápida y efectiva, y normalmente a precios más bajos, que las empresas estatales. Este es el resultado de que las sociedades privadas y cooperativas están interesadas directamente en los beneficios y en una rápida rotación del capital[52]».

La carta, que en realidad era una petición de clemencia para el negocio privado, también contenía una lista de productos que las empresas privadas estaban produciendo, como bombas, termómetros, piezas de maquinaria, balanzas y material para la construcción. «A modo de resumen —concluyó la Oficina Central de Asesoramiento Técnico—, confirmamos que las sociedades privadas y cooperativas nos abastecen de una gran variedad de artículos, para que podamos orientarnos mejor y con mayor rapidez en la línea de llevar a cabo la producción más rentable.»

Las empresas individuales también intentaron dar argumentos en contra de la nacionalización, y en ocasiones buscaron apoyos para su causa dentro del gobierno. En junio de 1946, los encargados de la editorial Anczyc de Cracovia, una empresa especializada en libros ilustrados de gran calidad —y propiedad de la misma familia durante setenta años—, escribieron una carta al Ministerio de Educación. En ella argumentaron que el «carácter democrático» de su empresa, el excelente trato que daba a sus trabajadores y su experiencia única en artes gráficas deberían eximirla de las leyes de nacionalización: «Ahora, cuando estamos reconstruyendo la cultura y el arte polacos […] pondremos en riesgo nuestras publicaciones artísticas y científicas ilustradas si eliminamos la influencia individual del propietario[53]». Los propietarios de Anczyc adjuntaron cartas de apoyo de varias instituciones —la Sociedad de Amantes de los Libros de Cracovia y de la Universidad Jaguelónica—, así como de sus propios empleados, quienes declararon que aunque «en principio» estaban a favor de la nacionalización, estaban convencidos de que «la titularidad privada no perjudicará nuestra situación material». Este apoyo masivo convenció al Ministerio de Educación, que transmitió la petición de la editorial a varias instituciones. Pese a todos los apoyos, sus esfuerzos resultaron en vano. Un burócrata del Ministerio de Información y Propaganda decretó que «la empresa, con el pretexto de actuar en beneficio de la industria editorial y de la alta calidad de su trabajo […] quiere mantenerse como una empresa rentable y explotar el exceso de trabajo de los trabajadores técnicos y empleados». La editorial se nacionalizó en 1949 y los bienes del dueño fueron confiscados[54].

Las muestras de que las empresas privadas podían resultar rentables y populares entre sus trabajadores resultaron igualmente molestas para los comunistas alemanes, que llevaron a cabo un estudio del sector privado en 1950 y transmitieron los resultados al departamento de economía del Comité Central. A los miembros del comité debió de resultarles una lectura deprimente. Los inspectores del partido descubrieron que la productividad era más alta en las compañías privadas que los trabajadores parecían más satisfechos en las compañías privadas, y que los propietarios particulares seguían siendo muy populares. En una empresa, el propietario «dio 12 500 marcos a sus empleados por Navidad»; otro garantizó a sus empleados una paga extraordinaria de dos semanas y un lote de comida para las fiestas, que incluía mantequilla y azúcar.

Aunque algunas de esas fábricas contenían células del partido comunista, el informe observó que en el seno de las fábricas privadas «el asunto de la lucha de clases apenas se trataba» y que los trabajadores estaban poco preparados. Sorprendentemente, uno había declarado que el propietario de la fábrica «no es un explotador, sino un emprendedor». Otro dijo que si su empresa fuera nacionalizada «ganaríamos menos y no habría fiesta de Navidad». La respuesta de los burócratas fue francamente ideológica: los miembros del Comité Central decidieron que «la labor educativa y propagandística en las empresas privadas debe mejorarse de manera sistemática». La labor sindical también debía reforzarse[55].

Su respuesta al éxito relativo del comercio minorista privado no fue distinta. No hay «comercio» en la zona soviética de Alemania, se quejó un economista en 1948, solo «distribución». Sin embargo, en lugar de crear unas mejores condiciones para el comercio —lo que habría implicado liberalizar los precios y permitir el crecimiento de un comercio minorista y mayorista privado—, el gobierno decidió crear un sustituto: una cadena de tiendas «libres» de titularidad estatal, la Handelsorganisation. En esas tiendas «HO», la gente podía comprar bienes de consumo y alimentos que no se encontraban en ningún otro lugar, sin cupones de racionamiento, a precios que, se aseguraba, eran de mercado.

La población recibió esas tiendas con sentimientos encontrados, según recogió el informe del partido. Una mujer las aprobaba porque «ahora podremos comprar alimentos básicos del día a día». Otros se quejaban de que «las tiendas son muy bonitas, pero no con esos precios», ya que «un trabajador no puede comprar nada en ellas con el dinero que gana», o de que «son solo para gente que tiene mucho dinero[56]».

Pronto se hizo evidente que ni siquiera esas tiendas libres podían competir con el sector privado, un problema que siguió intrigando a los economistas del partido. En otra reunión del departamento económico del Comité Central unos años después, el grupo analizó las cifras. El número de personas empleadas en el sector privado había caído en picado, lo que no era sorprendente teniendo en cuenta las presiones económicas y políticas que soportaban los propietarios particulares. Aun así, la facturación del sector privado estaba aumentando. Los burócratas especularon con la posibilidad de que el comercio minorista privado hubiera mantenido sus «conexiones empresariales» con la industria privada, lo que tal vez estuviera contribuyendo a que las tiendas consiguieran «productos sin control» del sector estatal. El sector privado también parecía más flexible, y tenía una base de clientes más estable.

Conclusión: debería formarse una comisión. Deberían concederse menos permisos para la creación de comercios mayoristas privados. Deberían elevarse los impuestos sobre los beneficios y el espacio comercial no podría alquilarse a empresarios particulares. El comité concluyó que el comercio minorista privado debía «rebajar su volumen de ventas en un 10 por ciento». Si la realidad no se ajustaba a la ideología, entonces lo haría por la fuerza[57]. En 1949, el Politburó de Alemania del Este decretó incluso que todas las empresas estatales tendrían, además de su cúpula económica, un subdirector responsable de política que tendría que «dar ejemplo de disciplina y vigilancia constante», mantener a los trabajadores informados sobre todos los acontecimientos nacionales y sobre la Unión Soviética: «Los empleados tienen que ser convencidos de que la victoria de las fuerzas democráticas progresistas en Alemania solo puede lograrse con el apoyo de la URSS[58]».

La respuesta no fue distinta en otras esferas, o en otros países de Europa del Este. Las peticiones de los huelguistas, el descontento de la población y los malos resultados económicos no convencieron a los comunistas para relajar el sistema. En lugar de apartarse de la ideología, reforzaron con denuedo su propaganda, incrementaron la velocidad de la «reforma» y buscaron nuevas vías para persuadir a sus compatriotas de que aceptaran las reglas del nuevo sistema. Como sucedió en el ámbito político, el fracaso generó un mayor radicalismo.

Más control, y no menos, era lo que los partidos comunistas de la región creían que terminaría con las huelgas, solucionaría las carencias y elevaría el nivel de vida hasta equipararlo con el de Occidente. Así, uno tras otro, los gobiernos de Europa del Este empezaron a diseñar planes complejos, plurianuales y centralizados al estilo soviético, fijando objetivos para todo, desde la construcción de carreteras hasta la producción de zapatos. Hungría lanzó su Plan Trienal en agosto de 1947, y anunciaría un Plan Quinquenal en 1950. Polonia también lanzó un Plan Trienal en 1947, y un Plan Sexenal en 1950. Alemania lanzó un Plan Bienal en enero de 1949 y después un Plan Quinquenal para el período de 1951-1955.

Los objetivos fijados en esos primeros planes a menudo parecían sacados de la manga, y el conocimiento sobre los mecanismos de fijación de precios era poco sofisticado, por llamarlo de algún modo. Uno de los primeros burócratas economistas de Polonia intentó llevar un control de los fluctuantes precios del carbón y el pan durante los meses previos a que entrara en vigor el primer plan, creyendo que eso lo ayudaría a fijar los precios «adecuados» para todos los productos; precios que, por supuesto, jamás tendrían que volver a cambiarse, pensó, ya que en una economía comunista no habría inflación. En un momento determinado, los polacos también se plantearon si en Polonia deberían establecer para los productos básicos los mismos precios que tenía la URSS, que en teoría ya había descubierto el secreto de fijar los precios correctamente[59].

Las cifras eran igualmente arbitrarias a escala microeconómica. Jo Langer, la mujer de un destacado comunista eslovaco, trabajaba en una empresa de exportación de Bratislava en 1948, y fue testigo de la imposición de planificación desde la base hacia arriba:

Mi primera gran sorpresa llegó cuando, en diciembre, el jefe del departamento de planificación me pidió que elaborara una tabla que mostrara exactamente cuántos cepillos de dientes (con qué clase de cerdas, de qué colores, etc.) planeaba enviar a Suiza, Inglaterra, Malta, Madagascar y otros países durante la primera mitad del año siguiente. Respondí que no tenía posibilidades de saberlo, ya que nuestros empleados eran simples mortales y como tales estaban expuestos a la enfermedad y a la muerte […] Mis objeciones se pasaron por alto y me pidió que elaborara la previsión sin demora.

Langer escribe que «con la conciencia intranquila» presentó sus estadísticas inventadas. Su jefe se quedó satisfecho:

Entonces su personal estuvo ocupado en dibujar un nuevo gráfico que resumiera datos similares recibidos de los otros departamentos. En Praga, el gráfico se incorporó a una tabla de diseño más artístico que finalmente llegó a manos de puestos superiores. Por el camino se cotejó con creaciones parecidas de otras ramas económicas, lo que finalmente dio lugar a un Plan con mayúscula: la base definitiva de nuestra economía nacional[60].

A pesar de su origen fantasioso, los comunistas tenían una gran fe en los planes, que se convirtieron en el centro de masivas campañas de propaganda nacional. Colgaron enormes pancartas en edificios y fábricas, en las que pedían a la gente «Cumplid el Plan» o «Trabajad por el Plan» o «Conseguid la victoria socialista con el Plan». La palabra Aufbau —«construcción» o «creación»— se usó con frecuencia y de manera decidida también en pósters, pancartas y panfletos. Las emisoras de radio debatían el plan hasta la obsesión. En 1948, los guionistas de la radio de Alemania del Este recibieron la orden de comentar «repetidamente» los cuatro números que se habían plasmado en el plan: el aumento del 35 por ciento en la producción, el aumento del 30 por ciento en la productividad, el incremento del 15 por ciento en los sueldos y la reducción del 7 por ciento en los presupuestos.

A fin de no aburrir a los oyentes (o, como las autoridades de la radio describieron de manera más delicada, para no «provocar apatía»), los guionistas también recibieron la orden de amenizar la repetición de esas cuatro cifras con entrevistas e informes sobre el terreno. Les sugirieron que presentaran perfiles de empresas que habían cumplido con creces sus planes de producción, y que ofrecieran una «crítica positiva» de los retrasos. Así, el éxito debía contrastar con el fracaso (fracaso reversible, por descontado), lo que supuestamente haría los programas más interesantes[61]. En las oficinas de la radio polaca, las «discusiones sobre el Plan Sexenal» aparecieron en todas las listas de las prioridades políticas de todos los programas, desde los deportivos a los culturales, de 1950 hasta 1956.

Los planes se promocionaron también como la solución a multitud de problemas. La radio de Alemania del Este dijo a sus oyentes en 1948 que se preocuparan por las reformas monetarias en Alemania del Oeste, que por entonces estaban afectando a Alemania del Este: «El cumplimiento y el sobrecumplimiento [del plan] nos llevará a buen puerto en esta problemática difícil pero necesaria sobre la reforma monetaria[62]». Además, los planes no iban dirigidos exclusivamente a la industria. «Lo que necesitamos por parte de nuestros artistas —escribió un periódico de Alemania del Este— son obras de arte que contribuyan a nuestra lucha diaria para cumplir el Plan Quinquenal[63].» Los burócratas culturales alemanes diseñaron planes anuales y trimestrales, y también emitieron informes anuales y trimestrales sobre su cumplimiento. En ellos se incluyeron los objetivos generales —«propagar el desarrollo económico y cultural en la Unión Soviética», por ejemplo—, así como otros más específicos. Un plan de 1948 obligó a que todos los museos del país diseñaran rápidamente una exposición que describiera y explicara el Plan Bienal[64].

En Polonia, la reconstrucción de Varsovia se convirtió en uno de los objetivos principales del Plan Sexenal, que se lanzó en enero de 1950. Para celebrar la ocasión, se publicó un espléndido álbum de fotos de trescientas cincuenta páginas escrito por el propio Bolesław Bierut. El álbum contenía imágenes de Varsovia tal y como estaba —con montañas de escombros, niños escondidos entre las ruinas, mujeres tendiendo la ropa en balcones destrozados—, y dibujos de cómo sería la ciudad: austeros rascacielos de arquitectura de realismo socialista, imponentes edificios gubernamentales y amplios paseos. Habría espacio para «reuniones y manifestaciones multitudinarias», palacios de deportes y parques[65].

Sin embargo, el Plan Sexenal de Polonia perdió ímpetu incluso antes de que transcurrieran los seis años. Se fue atascando hasta detenerse tras la muerte de Stalin en 1953, y mucho de lo que se había planeado jamás se terminó. Si bien la reconstrucción de la ciudad siguió adelante, muchos de los edificios del álbum de Varsovia no llegaron a construirse, mientras que otros sufrieron drásticas modificaciones. Y por ello, toda una generación posterior de varsovianos se sintió agradecida.