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La limpieza étnica

El partido bolchevique es un modelo del partido de la auténtica clase obrera internacional. Desde el día de su creación, ha luchado contra toda forma de nacionalismo.

Panfleto educativo, publicado en Moscú en 1950

Volví a mi pueblo natal por primera vez en 1965. En el pasado conocía todos sus caminos, hasta el último árbol torcido. Durante los primeros minutos, no supe lo que estaba mirando. Las lágrimas afloraron a mis ojos, y durante un largo rato no fui capaz de decir palabra. Habían destrozado nuestra hermosa Nietreba y habían plantado un bosque…

IVÁN BISHKO, ucraniano deportado de su pueblo en 1946[1]

Uno de los mitos que el movimiento comunista internacional propagó sobre sí mismo fue el de su indiferencia hacia las distinciones étnicas y nacionales. Los comunistas eran internacionalistas por definición, «soldados de un único ejército internacional», sin divisiones nacionales entre ellos. Raphael Samuel, hijo de un combativo comunista británico y más adelante también miembro del partido, describió el comunismo de su infancia como «universalista»:

Aunque teníamos en cuenta las peculiaridades nacionales (en las que creíamos solo a medias), considerábamos que la transición del capitalismo al socialismo sería «idéntica» en cuanto a contenido en todos los países. El comunismo, al igual que la cristiandad medieval, era uno e indivisible, una hermandad internacional de fe…[2]

En realidad, no hubo un líder en tiempo de guerra tan dispuesto a manipular y fomentar los conflictos nacionales como Stalin, con la excepción, por supuesto, de Hitler. Lenin nombró a Stalin «Comisario de Nacionalidades» en 1917, y el futuro generalísimo adquirió una experiencia e interés en el asunto que jamás perdió. Desde la década de 1930 en adelante, dirigió oleadas de terror contra los grupos étnicos minoritarios que vivían en la URSS, entre ellos polacos, chechenos, tártaros de Crimea, alemanes del Volga y, en los últimos años antes de su muerte, judíos. Tras la invasión nazi de 1941, también recurrió en gran medida a los símbolos nacionales y nacionalistas rusos —uniformes tradicionales del ejército, la Iglesia ortodoxa— para inspirar a los ciudadanos soviéticos «internacionalistas» a luchar contra los alemanes. Entendía a la perfección los usos políticos del nacionalismo: los emotivos llamamientos a la defensa de la patria inspiraron a los soldados del Ejército Rojo mucho más de lo que lo habría hecho cualquier mensaje formulado con un lenguaje marxista internacionalista.

El conflicto étnico se recogía también en el acuerdo firmado por los tres dirigentes aliados en Potsdam en julio de 1945. Una generación posterior de líderes europeos reaccionaría con horror ante la noción de «limpieza étnica». Sin embargo, Stalin, Truman y Attlee fomentaron decididamente el traslado masivo de poblaciones. El acuerdo de Potsdam solicitaba de manera poco contundente el «traslado a Alemania de la población alemana […] que se encontraba en Polonia, Checoslovaquia y Hungría», una frase que afectaba a millones de personas[3]. Cuando aceptaron desplazar la frontera de Polonia con la URSS hacia el oeste, aceptaron también tácitamente que se produciría un traslado de millones de polacos a Polonia desde Ucrania, y de millones de ucranianos a Ucrania desde Polonia. Aunque el traslado de húngaros desde Checoslovaquia y de eslovacos desde Hungría no constaba en los acuerdos de Potsdam, la comunidad internacional no puso objeción cuando se produjeron. Por su parte, la Unión Soviética ya había sido responsable de la deportación masiva de unas 70 000 personas de origen étnico alemán de Rumanía a la URSS en enero de 1945, seis meses antes de que se firmara el Tratado de Potsdam[4].

La única estipulación adicional que se hizo en Potsdam fue que «todos los traslados que se produzcan deberán llevarse a cabo de manera ordenada y humana». Sin embargo, cuando se hubo firmado el tratado, esos traslados de población «ordenados y humanos» ya habían degenerado en desplazamientos masivos de personas caóticos y crueles. El conflicto étnico —violento, profundo y enconado, entre muchos grupos distintos en muchos países— fue el verdadero legado de Hitler en Europa del Este, hasta tal punto que cualquier debate sobre la expulsión de los alemanes de Polonia occidental, los Sudetes, Hungría y Rumanía después de 1945 tiene que iniciarse recordando lo que había sucedido durante los cinco años anteriores. Insisto: el objeto de la ocupación alemana de Polonia había sido destruir la civilización polaca, convertir a los polacos en una fuerza de trabajo analfabeta y eliminar la clase polaca instruida. Los polacos habían sido deportados de ciudades históricamente polacas como Poznan y Łódz, así como de Gdynia, la nueva ciudad portuaria que el Estado polaco había construido en los años veinte. Habían sido reemplazados por colonos alemanes, se habían convertido en ciudadanos de segunda clase, en algunos lugares habían perdido el derecho a hablar en polaco en la calle o de enviar a sus hijos a escuelas polacas. Miles de ellos terminaron trabajando como mano de obra esclava en Alemania o como presos en uno de los muchos campos de trabajo esclavo que los alemanes habían construido con ese propósito en territorio polaco.

La ocupación del territorio checo fue más suave, aunque también sumamente degradante. Por todo el país, retiraron estatuas y monumentos históricos, asesinaron a líderes locales y se mofaron del concepto de nación. La ocupación alemana de Hungría al finalizar la guerra fue más corta, aunque también muy cruel. Incluso los primeros períodos de incómoda colaboración entre Hungría y Alemania y entre Rumanía y Alemania resultaron humillantes para esas poblaciones, puesto que la colaboración con los alemanes había evolucionado rápidamente en dominación por parte de los alemanes. En todas partes, el Holocausto dejó un terrible legado de culpa y odio, tanto entre judíos como no judíos.

Las tensiones de posguerra fueron peores en las regiones donde la población local de origen alemán había ayudado a los nazis a mantenerse en el poder. El partido nazi había fundado en secreto el fascista Partido Alemán de los Sudetes, que obtuvo el 85 por ciento de los votos de la población de origen alemán en las elecciones checas de 1938. Los agradecidos alemanes de los Sudetes habían dado una entusiasta bienvenida a sus nuevos dirigentes nazis tras la división del país en el marco del acuerdo de Munich más adelante ese año, hecho que ofendió a los checos del país[5]. Algunos de los alemanes que habitaban la ciudad polaca de Bydgoszcz —alrededor de una quinta parte de la población de preguerra— ayudaron activamente a los nazis en la matanza de los ciudadanos más destacados de la ciudad en 1939, entre ellos sacerdotes, profesores e incluso boy scouts. Con ello no se ganaron demasiadas simpatías tampoco después de la guerra[6].

Como resultado de esa historia reciente, el deseo de venganza por parte de los europeos del Este contra la población alemana que vivían entre ellos era comprensible, tal vez incluso justificable. Sin embargo, no siempre fue justo. No todos los alemanes habían sido nazis, y no todos ellos habían atacado a sus vecinos. Muchos habían vivido en paz junto a checos o húngaros, y habían sido buenos ciudadanos de Checoslovaquia y Hungría durante siglos. Otros, como los habitantes de la Baja Silesia y Prusia Oriental —territorios que indiscutiblemente formaron parte de la Alemania de preguerra y que ahora pertenecían a Polonia—, vivían en ciudades y pueblos que habían sido parte de estados alemanes durante siglos.

Para muchos individuos, la pérdida de sus casas, muebles, ganado y reliquias familiares supuso una tragedia de la que jamás se repusieron. Sin embargo, las personas de etnia alemana no eran tratadas como individuos. Eran tratadas como alemanes. Gerhard Gruschka, un joven silesiano que se había negado a unirse a las Juventudes Hitlerianas porque interfería con sus deberes como monaguillo, fue encerrado en un campo de trabajos forzados cercano a Katowice donde los comandantes polacos lo obligaban a cantar la canción de Horst Wessel mientras ellos lo abucheaban[7]. La población de etnia alemana de Hungría que había sido obligada a unirse a la Wehrmacht en contra de su voluntad al finalizar la guerra recibió las mismas órdenes de expulsión arbitrarias que quienes se habían unido voluntariamente a las SS en 1943[8]. Herta Kuhrig, hija de un comunista alemán de los Sudetes, fue expulsada de su patria junto a las hijas de fascistas alemanes[9]. No se establecían distinciones entre claros colaboradores y antifascistas declarados, algunos de los cuales habían sufrido la misma discriminación que la población local.

Conscientes de lo mucho que los odiaban, los primeros alemanes abandonaron Europa del Este apresuradamente, mucho antes de que comenzaran las expulsiones. No hubo la más mínima organización en ese traslado masivo de personas, muchas de las cuales huyeron de sus hogares despavoridos, tras lo cual se vieron implicadas de inmediato en la batalla, o presa del frío y el hambre. Decenas de miles intentaron escapar cruzando el mar Báltico, pero murieron ahogados cuando los aviones aliados hundieron los barcos en que viajaban. Los 100 000 alemanes que vivían en la ciudad de Łódz —la mayoría de ellos colonos recientes— empezaron a marcharse de la ciudad a pie o a caballo la mañana del 16 de enero de 1945, por carreteras y campos cubiertos de nieve. Muchos se vieron atrapados en el bombardeo soviético de la ciudad que comenzó ese mismo día[10]. Unos días después, la condesa Marion Dönhoff empezó a prepararse para abandonar su antigua propiedad familiar en Prusia Oriental. La mayoría de sus vecinos aún no se habían marchado: esperaban la orden de evacuación nazi, que jamás llegó. Mientras el Ejército Rojo se aproximaba con sorprendente velocidad, los prusianos del Este empezaron a cargar sus pertenencias en carros y a lanzarse a las calles de Preußisch Holland (ahora Pasłek), como Dönhoff recordó: «La ciudad parecía una plataforma giratoria atascada. Los carros habían salido de dos extremos y obstruyeron los accesos de manera que no había forma de ir hacia atrás ni hacia delante». Ella se llevó tan solo «una alforja con productos de tocador, vendas y mi antiguo crucifijo español». Comió en su casa por última vez, se levantó, dejó la comida y los platos sobre la mesa y salió a la calle. No se molestó en cerrar la puerta con llave. Nunca volvió a su casa[11].

Las verdaderas expulsiones de los alemanes, cuando comenzaron unos meses después, no estuvieron mucho más organizadas. Los checos hablan de la primavera de 1945 como la época de expulsiones «salvajes», una palabra que no consigue capturar la profundidad emocional asociada a esos desalojos masivos. El presidente checoslovaco de preguerra, Edvard Benes, había abogado por la deportación de la población de etnia alemana de su país desde que se exiliara en Londres en 1938. Durante siete años, viajó a Moscú, Londres y Washington intentando vender esa idea. También fomentó la deportación de alemanes de Hungría (en parte para hacer sitio a los húngaros que esperaba expulsar de su propio país). Sin embargo, pese a las discusiones elevadas y todos los preparativos —y a pesar de la instrucción sobre la manera «ordenada y humana» en que debían llevarse a cabo los traslados que estaba a punto de darse en un palacio de Potsdam— la primera oleada de expulsiones de los Sudetes se llevó a cabo como una vorágine de furia, venganza, nacionalismo y cólera popular.

En un comunicado de radio emitido en Brno el 12 de mayo de 1945, justo después de la rendición nazi, Benes declaró que los alemanes habían dejado de comportarse como humanos durante la guerra, y que como nación «deben pagar por ello con un enorme y severo castigo. […] Debemos liquidar el problema alemán de manera definitiva». A raíz de esta declaración, los checoslovacos causaron disturbios en el centro de Brno, exigiendo que los colaboradores alemanes fueran entregados a la policía. Unos días después, el reciente Comité Nacional de Brno desalojó a la fuerza a más de 20 000 hombres, mujeres y niños de sus hogares y los obligó a marchar hacia la frontera austríaca a pie, con las pertenencias que fueran capaces de cargar[12]. Cientos de ellos murieron antes de llegar. Según las estadísticas checas, 5558 alemanes se suicidaron solo en 1946[13].

Sobre la misma época, las expulsiones espontáneas empezaron también en la parte occidental de Polonia, cerca de Poznan, desencadenadas por la escasez de vivienda, así como por un deseo de venganza. En la región todavía vivían muchos alemanes, cada vez más polacos regresaban a sus casas, los edificios estaban destruidos. En Wielkopolskie, la región circundante a Poznan, los primeros administradores locales que aparecieron en escena fueron agentes de la policía secreta comunista. Seleccionaban a deportados alemanes, los subían a camiones y los enviaban a los campos de tránsito organizados apresuradamente, donde permanecían hasta que lograban organizar el transporte para trasladarlos a Alemania. No era el momento de mostrar buenos sentimientos. Los soldados polacos y la policía de seguridad tenían instrucciones de celebrar «la expulsión de la escoria alemana de tierras polacas. […] Cada uno de los funcionarios, cada uno de los soldados debe ser consciente de que hoy está cumpliendo una misión histórica, que varias generaciones han estado esperando[14]».

En este período temprano, cuando los sentimientos estaban todavía a flor de piel, las poblaciones locales a menudo se vengaban implementando la misma clase de leyes y restricciones que los alemanes les habían impuesto a ellos. En el verano de 1945, los checos obligaban a los alemanes a llevar brazaletes blancos marcados con la letra «N» —de Nemec, que significa «alemán» en checo—, les pintaban esvásticas en la espalda y les prohibían sentarse en los bancos de los parques, caminar por la acera y entrar en cines y restaurantes[14]. En Budapest, grupos de supervivientes judíos atacaron y golpearon a antiguos funcionarios fascistas que iban de camino o regresaban de procesos por crímenes de guerra, y en un par de ocasiones estuvieron a punto de lincharlos[16].

Los polacos obligaron a los alemanes a hacer trabajos forzados —como los que ellos habían realizado durante la ocupación nazi—, a veces en antiguos campos de concentración nazis. En algunos casos, ahora eran antiguos prisioneros los que controlaban a antiguos guardias, y los golpeaban y torturaban del mismo modo que ellos habían sido golpeados y torturados. Como un historiador polaco escribe, la utilización que se hizo durante la posguerra de esos campos, aunque ahora pueda escandalizarnos, tenía mucho sentido en la época: estaban intactos en un momento en que pocas cosas lo estaban. En realidad, se les dieron múltiples usos, uno detrás de otro[17]. Más de 11 000 prisioneros —en su mayoría polacos, y algunos soviéticos, entre ellos cientos de niños— vivieron en un pequeño campo de trabajos forzados nazi en la ciudad de Potulice, cerca de Bydgoszcz, por ejemplo, hasta enero de 1945. Inmediatamente después de su liberación, el campo fue ocupado por soldados rusos, que utilizaron los barracones, así como las pieles de la curtiduría donde los prisioneros habían trabajado durante la guerra reparando botas. Unas semanas después, el primer comandante polaco del campo después de la guerra, Eugeniusz Wasilewski, encontró a varios soldados que seguían viviendo allí cuando se apoderó de la propiedad en el mes de febrero. Les pidió que hicieran sitio para los alemanes y colaboradores nazis —entre ellos, los antiguos guardias y comandantes alemanes del campo de Potulice—, a los que acababa de detener.

Wasilewski, antes de la guerra miembro de la marina mercante y, al parecer, un miembro poco entusiasta del partido comunista, pasó a dirigir el campo hasta el mes de julio. La mayoría de sus empleados eran ex prisioneros, y muchos de ellos querían venganza. Según todas las informaciones, Wasilewski intentó evitar los malos tratos más atroces en Potulice, y un ex prisionero convertido en guardia se quejó de que era demasiado poco severo: «En mi época las cosas estaban peor». Sin embargo, el campo pasó de 181 prisioneros a 3387 durante los siete meses en que él estuvo al mando, y las condiciones empeoraron de manera inevitable[18]. Una epidemia de tifus estalló después de que Wasilewski se marchara en noviembre, y en los años siguientes los empleados del campo fueron acusados de fraude, desatención y alcoholismo[19]. Durante los cinco años de la existencia del campo, casi 3000 alemanes murieron de hambre y enfermedad.

Aunque no hay registros de archivo de tales abusos en Potulice, antiguos guardias y prisioneros también han descrito, en entrevistas y memorias, escenas de tortura y abusos allí y en otros campos destinados a los deportados alemanes. A los alemanes les negaban comida, los golpeaban, les vertían excrementos en la cabeza, les arrancaban los dientes de oro a la fuerza y les quemaban el pelo. Los obligaban a repetir «Soy un cerdo alemán» y a exhumar los cadáveres de prisioneros soviéticos y polacos asesinados recientemente. La comandante de la prisión de Gliwice, Lola Potok —una mujer judía que había sobrevivido a Auschwitz pero había perdido a la mayor parte de su familia, entre ellos su madre, sus hermanos y un hijo pequeño—, interrogaba a los alemanes sobre su afiliación nazi, y los azotaba tanto si confesaban como si no, argumentando que si no admitían su colaboración estaban mintiendo. Según su propio relato, tras varios meses «se recuperó», recuperó la compostura y empezó a tratar a los alemanes como a seres humanos. No lo hizo porque los perdonara, sino porque no quería volverse como ellos, explicó[20].

Con el tiempo, las expulsiones de los alemanes de Polonia, Hungría y Checoslovaquia —y más adelante también de los húngaros de Checoslovaquia— se volvieron más ordenadas. El presidente checoslovaco emitió los Decretos de Benes, que dieron un barniz de legalidad a lo que habían sido expulsiones espontáneas. Esos decretos autorizaron la confiscación de propiedades alemanas y húngaras en Checoslovaquia; la expulsión de residentes alemanes y húngaros; el reasentamiento de checos y eslovacos en territorio alemán y húngaro; y la retirada de la nacionalidad checoslovaca a alemanes y húngaros. Cuando esos decretos obtuvieron el carácter de ley, los traslados se volvieron más regulares, se proporcionó comida y los expulsados recibieron permiso para llevarse muebles y ropa. Se crearon comisiones para abordar asuntos espinosos sobre la propiedad y la identidad. Este último era particularmente serio en las regiones de Polonia de etnias mixtas, donde los alemanes «polonizados» casados con mujeres polacas a menudo querían quedarse en el país, como fue también el caso de otras minorías étnicas como los casubianos y masurianos, cuyos miembros habían sido considerados «alemanes» por los nazis.

Más confusa era la situación de aquellas personas que durante la guerra se habían declarado Volksdeutsche, «de origen alemán», una categoría inventada especialmente para los habitantes de origen étnico germánico aunque no necesariamente alemanes de la Europa ocupada por los nazis. Los Volksdeutsche eran rumanos, húngaros, checos, polacos u otros con nombres de sonoridad alemana y tal vez antepasados alemanes. Ello no implicaba necesariamente que supieran alemán, y la mayoría de ellos no habían estado en Alemania. Cuando los nazis les pidieron que firmaran en las listas de Volksdeutsche, es probable que lo hicieran con orgullo étnico, pero es igualmente probable que lo hicieran por miedo, o tan solo motivados por el deseo de que los trataran mejor. Algunos fueron intimidados. En Polonia, una comisión decidió en noviembre de 1946 «rehabilitar» a los Volksdeutsche y permitirles volver a ser «polacos», pero solo si podían demostrar que habían firmado la lista de Volksdeutsche bajo coacción, y solo si se habían comportado «de manera conforme a su origen polaco» durante la guerra. Aun así, de vez en cuando la policía de seguridad autorizaba redadas de Volksdeutsche y los obligaba a trabajar en campos de trabajos forzados junto a verdaderos alemanes[21].

En Hungría, donde mucha gente tenía apellidos de sonoridad alemana, la única institución que realmente sabía quién había firmado la lista de Volksdeutsche era la Oficina del Censo, y al principio su director se negó a proporcionar esa información. Incluso después de recibir una visita de la policía secreta húngara en abril de 1945, los empleados de la Oficina del Censo se opusieron: la oficina nunca había proporcionado ningún dato, ni para investigaciones criminales, ni durante la guerra, ni siquiera cuando el gobierno de ocupación alemán había intentado descubrir la identidad de los judíos en 1944. Finalmente, la oficina transigió después de que la policía secreta detuviera a diez de sus empleados, y de que les comunicaran que las autoridades soviéticas de la zona estaban implicadas en esas detenciones y estarían encantadas de llevar a cabo cuantas fueran necesarias[22].

Cuando hubo terminado, el reasentamiento de las poblaciones alemanas de Europa del Este constituyó un extraordinario desplazamiento masivo, probablemente el mayor de toda la historia europea. A finales de 1947, alrededor de 7,6 millones de «alemanes» —entre ellos gente de origen étnico alemán, Volksdeutsche y colonos recientes— habían salido de Polonia. Unos 400 000 de ellos murieron en el camino de regreso a Alemania, de hambre, por enfermedad, o porque se encontraron atrapados en el fuego cruzado del frente que avanzaba[23]. Otros 2,5 millones habían salido de Checoslovaquia y otros 200 000 fueron expulsados de Hungría[24]. Poblaciones alemanas también fueron deportadas, o se marcharon voluntariamente, de Ucrania, los estados bálticos, Rumanía y Yugoslavia. En total, unos 12 millones de alemanes abandonaron Europa del Este en el período de posguerra y se reasentaron en Alemania oriental y occidental.

Tras la caminata, una vez al otro lado de la frontera, los refugiados alemanes no recibieron una calurosa bienvenida. Allí donde se asentaran, ya fuera en la zona de ocupación oriental u occidental, enseguida formaron una clase marginada. Hablaban dialectos orientales, tenían costumbres y hábitos distintos y, por supuesto, no poseían capital de ninguna clase. En 1945, no había habido tiempo de crear servicios para ellos, y muchos terminaron vagando sin rumbo en busca de comida. Epidemias de tifus y disentería arrasaron la población de expulsados y se extendieron al resto. Este problema fue tan grave en la zona soviética que las autoridades solicitaron a los dirigentes locales que por lo menos mantuvieran a los desplazados en un único lugar y evitaran «que la población siguiera vagando». Los representantes de las zonas británica y estadounidense también solicitaron que cesaran las expulsiones o que, por lo menos, se ralentizaran[25].

Al volver la vista atrás, a menudo se culpa a los gobiernos que expulsaron a los alemanes del caos inicial y de los miles de muertes. Sin embargo, la responsabilidad debería estar más repartida. Por supuesto, las expulsiones jamás se habrían producido sin la guerra, sin la invasión alemana de la región y sin el brutal maltrato al que Alemania sometió a la población de Europa del Este. Las cifras fueron también altas porque un elevado número de «colonos» alemanes se habían trasladado a la región durante la guerra y, sin duda, muchos de los alemanes candidatos a la expulsión en 1945 no tenían familia ni raíces en la región. Entre los expulsados de Polonia se encontraban personas de origen étnico alemán —a veces de Alemania, a veces de otras partes de Europa— que se habían instalado en casas y granjas polacas o judías tras el asesinato o el desalojo de sus propietarios. Los funcionarios alemanes o empresarios alemanes y sus familias, muchos de los cuales se habían aprovechado de los privilegios que tenían a su alcance en la Europa ocupada por los nazis, también se vieron obligados a marcharse. No tenían ningún derecho moral sobre las tierras o propiedades polacas, aunque algunos después se consideraron «expulsados» y por consiguiente «víctimas». Erika Steinbach, una política alemana que más adelante se convertiría en la dirigente de la Bund der Vertriebenen, la poderosa y relevante organización de expulsados, era hija de un cabo alemán, originario de Hesse, que estuvo destinado en la ciudad polaca de Rumia durante la guerra. Su familia había sido «expulsada» —o más bien huyó— porque eran ocupantes, y regresaron a su Hesse natal, donde Steinbach creció[26].

La política de expulsión también contó con la entusiasta aprobación de todos los aliados occidentales, que habían pensado mucho en ella incluso antes de la Conferencia de Potsdam. En 1944, Churchill había dicho en la Cámara de los Comunes que «la expulsión [de los alemanes] es el método que, hasta ahora, en cuanto hemos podido ver, será el más satisfactorio y duradero» para alcanzar la paz futura. Roosevelt también aprobó la política de limpieza étnica, y citó los intercambios de población entre Turquía y Grecia en los años 1921-1922 como precedente[27].

Sin embargo, las expulsiones también contaron con el pleno apoyo de la Unión Soviética. En una conversación privada mantenida durante la guerra, Stalin había aconsejado a la cúpula checoslovaca que los «echaran a todos [a los alemanes de los Sudetes]. Así aprenderán lo que significa gobernar a otros». También aconsejó a los polacos «crear las condiciones necesarias para los alemanes que quieran escapar[28]». Y lo más importante, los policías polacos, checoslovacos, rumanos y húngaros que organizaron las deportaciones de alemanes contaban con el apoyo soviético y trabajaban en territorios que, en rigor, estaban controlados por el Ejército Rojo. Stalin sabía que tanto los polacos como los checoslovacos habían hablado de expulsar a los alemanes antes del final de la guerra, y ya habían ayudado a los rumanos. Pero la decisión de trazar nuevamente las fronteras de Polonia, reemplazando los territorios orientales ocupados por la Unión Soviética por tierras anteriormente alemanas en el oeste, implicó que los polacos no tuvieran otro remedio que seguir llevando a cabo las expulsiones, y a una escala mucho mayor de lo que nadie habría imaginado: al final, la expulsión de los alemanes solo fue posible con la ayuda soviética.

El Ejército Rojo también fue el responsable directo de las expulsiones y deportaciones de alemanes de Rumanía y Hungría. La persecución de los alemanes en Hungría tuvo su origen en una orden soviética del 22 de diciembre de 1944 que obligaba a todos los alemanes en Hungría a presentarse al frente para realizar trabajos forzados. Los preparativos para una deportación a gran escala comenzaron en febrero de 1945, cuando la delegación soviética de la Comisión de Control Aliada ordenó al Ministerio del Interior que «preparara una lista de todos los alemanes que vivían en Hungría» (la orden que llevó al enfrentamiento con la Oficina del Censo y a la detención de sus administradores[29]). Llegado ese momento, el NKVD ya había llevado a cabo la deportación de los alemanes de Rumanía[30].

Además, la expulsión de los alemanes gozó de una innegable popularidad en todos los países donde se efectuó, hasta el punto de que los partidos comunistas locales rápidamente asumieron su control —y finalmente se atribuyeron el mérito— allí donde les fue posible. El partido comunista polaco se ganó una credibilidad muy necesaria a partir de su papel protagonista en las deportaciones, e incluso llegó a ganarse cierta aprobación comedida por parte de la derecha política, que había abogado durante mucho tiempo por la creación de un Estado polaco «homogéneo», siendo la homogeneidad un objetivo político muy aceptable en la Europa de esa época[31]. El historiador Stefan Bottoni también considera que la doble estrategia del partido comunista rumano en relación con las minorías rumanas —un trato severo a los alemanes combinado con esfuerzos para integrar a las comunidades húngara, eslava y judía— también lo ayudó a ganar legitimidad[32].

La implicación comunista checoslovaca en las expulsiones fue incluso más popular y posiblemente más importante, puesto que logró que el partido pareciera seguir una línea convencional. Al fin y al cabo, la policía tan solo defendía con excepcional vigor una política gubernamental popular. Klement Gottwald, el secretario general del partido comunista checoslovaco, llegó al punto de pedir a la nación que se vengara, no solo por la guerra reciente, sino por la batalla de la Montaña Blanca de 1620, en la que Bohemia había sido derrotada por el Sacro Imperio Romano y sus aliados, en su mayoría alemanes: «Debéis prepararos para el castigo de Montaña Blanca, para el regreso de las tierras checas a la población checa. Expulsaremos para siempre a todos los descendientes de la nobleza alemana extranjera…[33]». El periódico regional del partido comunista eslovaco utilizó una retórica similarmente nacionalista contra sus minorías húngaras, a veces esforzándose por darle un acento marxista: «Las ricas y productivas áreas del sur de Eslovaquia, de donde los señores feudales húngaros los expulsaron obligándolos a desplazarse a las montañas, serán devueltas al pueblo eslovaco[34]».

Todas las instituciones que se crearon ad hoc para facilitar la deportación de los alemanes pronto demostraron tener otros usos. En Polonia, muchos de los campos de deportación que se construyeron o adaptaron para contener a los expulsados alemanes se transformaron con el tiempo en campos o prisiones destinadas a los oponentes del régimen. En Checoslovaquia, el partido comunista creó una organización paramilitar para que ayudara con las expulsiones: la misma organización paramilitar que ayudaría al partido comunista a dar su golpe de Estado en 1948[35]. En un sentido muy literal, las expulsiones sentaron las bases institucionales para la imposición del terror que llegaría un año o dos después.

Como sus policías habían organizado las expulsiones, los partidos comunistas locales a menudo se vieron en la afortunada posición de redistribuir las propiedades alemanas. Apartamentos, muebles y otros bienes cayeron de repente en sus manos, y todos ellos podrían ser bien utilizados como regalos a simpatizantes del partido. Los alemanes también dejaron tras de sí granjas y fábricas que podrían ser nacionalizadas de inmediato, para satisfacción de la población, y controladas por funcionarios checos o polacos. Estas confiscaciones masivas ayudaron a preparar el terreno desde un punto de vista psicológico para que la población aceptara una nacionalización más generalizada, que no tardaría en llegar. Muchos habían observado con satisfacción a los alemanes perder sus casas y negocios, y sentían que era «justo» apoderarse de propiedades de los enemigos de la nación. Así pues, ¿por qué no iba a ser «justo» apoderarse de propiedades de los enemigos de la clase obrera?

Gracias a los esfuerzos de organizaciones relevantes y poderosas de antiguos expulsados alemanes, la expulsión de los alemanes se ha convertido, en años recientes, en el ejemplo más conocido y debatido de limpieza étnica en la Europa de posguerra. Sin embargo, este fue tan solo uno de los muchos proyectos de limpieza étnica masiva que se llevarían a cabo después de la guerra.

Casi exactamente al mismo tiempo que los alemanes eran expulsados de Silesia y los Sudetes, se estaba produciendo otro intercambio de población en la frontera polaco-ucraniana. Curiosamente, los acuerdos que rigieron este intercambio —la segunda mayor serie de deportaciones después de la guerra— no se firmaron entre Polonia y la Unión Soviética, sino entre Polonia y la República Soviética de Ucrania, una entidad que en ese momento carecía de soberanía, en particular en asuntos de relaciones internacionales. Un historiador ucraniano considera que esto fue algo deliberado. Si los otros aliados se hubieran opuesto a los traslados de poblaciones —o si la violencia asociada a ellos se hubiera desbordado— Stalin siempre habría podido negar cualquier responsabilidad legal: «No fuimos nosotros, fueron los ucranianos[36]».

Como Stalin sabía muy bien, en ese momento se estaba librando una encarnizada guerra étnica en el sudeste de Polonia y el oeste de Ucrania. Este no es el lugar para una discusión extensa sobre los aciertos y los errores de ese conflicto en particular: bastará con decir que tuvo sus orígenes en la arraigada rivalidad económica, religiosa y política que se había visto exacerbada y distorsionada por la ocupación nazi y dos invasiones soviéticas, en 1939 y de nuevo en 1943-1944. Tampoco contribuyeron a la paz y a la armonía en Polonia oriental y Ucrania occidental los partisanos de distintas nacionalidades —polacos, judíos, ucranianos, soviéticos— y de distintas convicciones políticas que rivalizaban para hacerse con el poder. La violencia alcanzó su máximo nivel de horror y tragedia en la región de Volinia, anteriormente polaca y ahora ucraniana, en 1943, cuando los partisanos ucranianos alineados con el Ejército Insurgente Ucraniano (Ucrainska Povstanska Armia, o UPA) fueron conscientes de que los alemanes estaban perdiendo y de que el Ejército Rojo se acercaba. Creyeron que podía estar llegando el momento de establecer su propio Estado. El dirigente local, Mykola Lebed, instó a sus seguidores a «limpiar todo el territorio revolucionario de población polaca». En el verano de 1943, sus hombres —muchos de los cuales habían presenciado o habían participado en las deportaciones soviéticas de polacos en 1939 y en el asesinato de judíos durante el Holocausto— mataron salvajemente a unos 50 000 polacos, casi todos civiles, y obligaron a decenas de miles a marcharse de Volinia[37].

Quienes llevaron a cabo la masacre ese verano habían asimilado tanto las lecciones nazis como las soviéticas, como ilustra a la perfección la descripción que una adolescente polaca hace de una ejecución masiva en su pueblo. A ella, su hermana, sus dos hermanos y sus vecinos los habían reunido en un bosque a las afueras de su pueblo de Volinia y les habían ordenado que no se movieran de allí. Lo que siguió fue trágicamente similar a muchas otras ejecuciones masivas que habían ocurrido en esa región tan solo unos meses antes:

Me tumbé como si fuera a dormir. Tenía una bufanda larga y me cubrí la cabeza con ella, para no ver nada. Los disparos estaban cada vez más cerca y esperé la muerte. Pero entonces oí que los disparos volvían a alejarse, y que no me habían alcanzado […] [mi hermana y yo] nos levantamos y vimos que nuestros hermanos, de nueve y trece años, tenían heridas de bala en la cabeza. Aún hoy tengo cargo de conciencia porque les dije que se quitaran el sombrero, tal vez si los hubieran llevado puestos habrían sobrevivido. […] [Pero después] ¿adónde ir? Avanzamos entre los arbustos en dirección a Lubomal. Nos encontramos con una anciana ucraniana que iba con una niña. Mi hermana le preguntó si nos llevaría a su casa con ella, pero no quiso. […] Por suerte, la casa más cercana estaba cerrada y vacía, así que bebimos agua del abrevadero y seguimos nuestro camino. Mi vida errante acababa de comenzar[38].

Los polacos se vengaron. Un partisano polaco, Waldemar Lotnik, recordó uno de esos contraataques que tuvieron lugar ese mismo verano: «Habían asesinado a siete hombres dos noches antes; esa noche asesinamos a dieciséis de los suyos, entre ellos un colegial de ocho años […] éramos trescientos y no encontramos resistencia ni sufrimos bajas. La mayoría de nosotros conocíamos a mucha gente de Modryn, así que sabíamos quiénes eran los partidarios de los nazis y quiénes los nacionalistas ucranianos. Los escogimos». Una semana después, los ucranianos reaccionaron, incendiaron una aldea, violaron a todas las mujeres y asesinaron a todos aquellos que no lograron escapar. Los polacos contraatacaron de nuevo, en esa ocasión acompañados por hombres «tan llenos de odio por haber perdido a generaciones de sus familias en los ataques ucranianos que juraron que responderían con “ojo por ojo, diente por diente”, y mantuvieron su palabra[39]».

Teniendo en cuenta esta historia reciente, así como que la realidad de los cambios fronterizos tardó algún tiempo en asumirse, no sorprende que tanto polacos como ucranianos se opusieran a la deportación. Al principio, los bandos soviético y polaco convinieron que el intercambio de población sería estrictamente voluntario, y varias personas de ambos bandos se subieron voluntariamente a trenes en los que cruzaron la frontera en el otoño de 1944. Pero llegó el invierno, el grueso del Ejército Rojo se desplazó hacia el oeste para la batalla final de Berlín, y los voluntarios empezaron a escasear. Los partisanos del Ejército Nacional polaco, creyendo que la URSS pronto se vería obligada a devolver antiguos territorios polacos a Polonia —sin duda estaba a punto de estallar otra guerra mundial—, siguieron conspirando en Ucrania occidental durante 1945. «El territorio de Ucrania occidental no permanecerá en manos de la Unión Soviética, fue y será territorio polaco —dijo un habitante de Polonia a un informante del NKVD—. América jamás se lo permitiría a la Unión Soviética, porque al principio de la guerra declaró que Polonia sería la misma que había sido hasta 1939. Y, por consiguiente, no merece la pena trasladarse [a Polonia][40]

Enfrentándose a esa negativa y consciente del conflicto étnico que seguía activo, Stalin endureció su política hacia los ciudadanos de origen étnico polaco que vivían en las antiguas regiones polacas de lo que era ahora la República Soviética de Ucrania. Nikita Jruschov, el entonces secretario del partido comunista ucraniano, escribió a Stalin en septiembre de 1944 proponiéndole cerrar todas las escuelas y universidades polacas de Ucrania occidental, prohibir todos los libros de texto polacos, y empezar a reunir a polacos para que trabajaran en proyectos industriales en otras zonas de la URSS[41]. Como resultado de estas políticas (como también del fracaso estadounidense de salir al rescate, y el fracaso del estallido de la Tercera Guerra Mundial), finalmente los polacos empezaron a tomar medios de transporte en dirección al oeste. Aunque el NKVD seguía identificando y arrestando a miembros de las organizaciones de «polacos blancos» en territorio soviético todavía en febrero de 1946, al parecer esas fueron las últimas células de resistencia declarada[42]. En octubre de 1946, según documentos soviéticos, 812 668 polacos habían salido de la Ucrania soviética en dirección a Polonia[43]. En total, 1 496 000 polacos abandonarían la URSS en dirección a Polonia, procedentes de Lituania y Bielorrusia, además de Ucrania[44].

Esto supuso un importante cambio cultural: los polacos que salieron de Lituania, Bielorrusia occidental y Ucrania occidental abandonaron pueblos y ciudades que habían sido de habla polaca durante siglos. Muchos se desplazaron a pueblos y ciudades en los que, durante siglos, se había hablado alemán. La antigua Universidad Jan Kazimierz de Lwów, ahora llamada Lvov, dejó atrás sus edificios y trasladó los libros y profesores que quedaban a Breslavia, ahora Wrocław, donde se instaló en lo que permanecía en pie de la igualmente antigua universidad de esa ciudad. Campesinos que habían cultivado la notoriamente fértil «tierra negra» de Ucrania se encontraron reasentados en el territorio mucho más arenoso de Silesia, que requería maquinaria compleja y métodos de cultivo distintos. Algunos polacos reasentados entraron en casas alemanas en las que las teteras estaban aún sobre los hornillos, o en las que los antiguos propietarios, como la condesa Dönhoff, no se habían molestado en lavar los platos después de la última comida.

Posteriormente, el gobierno polaco desarrollaría una elaborada mitología sobre esa «tierra recuperada» (ziemie odzyskane, expresión que en polaco suena muy similar a «tierra prometida», ziemia obiecana) y sobre los reyes eslavos que habían gobernado allí durante la Edad Media. Sin embargo, muchos de quienes llegaron a la «tierra recuperada» se sintieron como intrusos. Sus primeras cosechas se malograron, puesto que no estaban acostumbrados a las nuevas condiciones. Se resistían a hacer inversiones, ya que temían el regreso de los alemanes. El hecho de que polacos de toda Polonia viajaran a las antiguas ciudades alemanas en 1945 y 1946 para robar lo que los alemanes hubieran dejado atrás es significativo: ese no es el modo en que la gente trata el lugar que considera su hogar.

Los ucranianos que se encontraban en el lado occidental, polaco, de la nueva frontera estaban incluso más airados y se resistían más a marcharse. Después de haber oído historias sobre la hambruna ucraniana de 1932-1933, planeada por Stalin para, en parte, sofocar el nacionalismo ucraniano, la mayoría de ellos no depositaban grandes ilusiones en el régimen soviético. No querían marcharse a la Ucrania soviética y algunos de los que se fueron no tardaron en intentar regresar. Durante 1945 y 1946, partisanos del Ejército Insurgente Ucraniano, así como de la Organización de los Nacionalistas Ucranianos (Organizatsia Ukrainskij Natsionalistiv, u OUN), asaltaron las oficinas de repatriación, causaron daños en las carreteras y vías de tren por las que habían de pasar los deportados e incluso incendiaron pueblos a los que habían ido a vivir polacos procedentes de Polonia[45].

Los comunistas polacos contraatacaron. En abril de 1945, el grupo de operaciones especiales de Rzeszów, que incluía a miembros de la milicia, la policía, la policía secreta y el ejército polaco, emprendió un plan de deportaciones forzosas con la intención de «limpiar» de ucranianos cinco regiones polacas. Sus esfuerzos resultaron vergonzosamente infructuosos. El apoyo local al Ejército Insurgente Ucraniano y a la Organización de los Nacionalistas Ucranianos fue tan fuerte que en un momento dado los dirigentes de Rzeszów pidieron a los jefes de su policía secreta «más aviones de reconocimiento». Ya que no lograban atrapar a ucranianos por tierra, pensaron que tal vez se les diera mejor localizarlos desde el aire[46].

En 1947, el gobierno polaco ya no estaba interesado en una simple limpieza étnica de la región. Se enfrentaba a una crisis mucho más crucial: tenía que preservar su poder en el sudeste de Polonia. La administración local era imposible, y en algunos lugares los partisanos ucranianos habían aunado fuerzas con lo que quedaba de WiN, el movimiento de independencia polaco[47]. En marzo, los partisanos ucranianos provocaron una crisis al asesinar al viceministro de Defensa de Polonia, el general Karol Swierczewski, tras una batalla en la que participaron unos 150 partisanos armados con artillería y ametralladoras. Después de eso, los periódicos comunistas polacos prácticamente estallaron de indignación con manifestaciones de carácter étnico nada internacionalistas, en las que tildaban a los ucranianos de «verdugos», «bandidos», «carniceros» y «mercenarios extranjeros», y los acusaban de haber asesinado a un aguerrido hijo de la nación polaca con «balas fascistas[48]» (aunque Swierczewski fue durante mucho tiempo oficial del Ejército Rojo y uno de los comunicados internos sobre su muerte menciona «informar a su familia en Moscú»[49]).

A raíz de ese asesinato, el régimen polaco finalmente se movilizó para deportar a los ucranianos, no a la Unión Soviética —allí podrían causar problemas—, sino a antiguos territorios alemanes del norte y el oeste de Polonia. Anunciando a bombo y platillo su intención de llevar «seguridad» a la parte este del país —un objetivo que, sin duda, la mayoría de los polacos aprobaban—, a finales de abril iniciaron la Akcja Wisła, la Operación Vístula, una importante operación militar en la que participaron cinco divisiones de infantería, 17 000 soldados, 500 miembros de la milicia, zapadores, pilotos y tropas del Ministerio del Interior. Divisiones militarizadas del NKVD soviético y el ejército checoslovaco proporcionaron apoyo a lo largo de las fronteras[50]. A finales de julio, esta enorme fuerza había conseguido desalojar a unos 140 000 ucranianos de sus casas, los había subido a furgones mugrientos y los había trasladado a las zonas del norte y el oeste de Polonia. Fue un proceso sangriento y tormentoso, tanto como los asesinatos de Volinia tres años antes. Un ucraniano, en esa época un niño, recuerda que los soldados polacos interrumpieron la boda de su primo:

De repente, los soldados rodearon la casa donde celebrábamos el banquete y la incendiaron con bombas. Asesinaron al novio y a varios invitados que no pudieron escapar; arrojaron los cuerpos ensangrentados a un carro que ya contenía los que habían asesinado en Zagrod. Cuando estaban a punto de marcharse, la novia apareció de repente, con su vestido blanco y el velo. Les suplicó que le dejaran el cuerpo de su marido, Iván. Los soldados rieron, le ataron las muñecas con una cuerda, la ataron al carro y partieron. Al principio, la joven corrió, después se cayó y fue arrastrada por el suelo de tierra. Los soldados le dispararon y finalmente cortaron la cuerda y la dejaron en la carretera[51].

Sin su red de apoyo entre el campesinado ucraniano, los partisanos ucranianos no pudieron mantener la resistencia. A los que no asesinaron, los capturaron, interrogaron, y a menudo torturaron en Jaworzno, otro antiguo campo nazi que hasta entonces se había utilizado para recluir a los alemanes (como muchos campos nazis, tuvo una vida larga y cumplió muchas funciones). Los ucranianos se dispersaron por toda Polonia. En la década de 1990, una vez conocí a un grupo de sus descendientes que vivían cerca de Ełk, en la región de los lagos de Masuria. Apenas hablaban ucraniano. Como las autoridades polacas dictaron que ninguna población del país podía contener más de un 10 por ciento de ucranianos, poco a poco habían ido perdiendo su lengua, su cultura y sus señas de identidad.

Unas semanas después de que terminara la Operación Vístula, la Unión Soviética inició una acción similarmente brutal sobre los territorios colindantes con la Ucrania soviética. Durante unos pocos días de octubre de 1947, la policía secreta soviética detuvo a 76 192 ucranianos en Ucrania occidental y los deportó al Gulag[52]. Varios historiadores han barajado la posibilidad de que las dos operaciones estuvieran relacionadas. Ambas estaban destinadas a destruir para siempre la comunidad ucraniana occidental, sumamente orgullosa y cohesionada, y que había mostrado tanta resistencia ante polacos y rusos por igual. La Operación Vístula se aseguró de que ningún ucraniano soviético que se librara de la detención pudiera utilizar Polonia como refugio seguro[53]. Ambas operaciones fueron populares. Los campesinos polacos a los que los partisanos ucranianos habían atormentado quedaron encantados de verlos partir, y agradecidos a las tropas soviéticas y polacas que los habían dispersado.

La Operación Vístula fue un ejemplo especialmente brutal de intercambio de población dentro de un país, pero no fue el único. Cuando el gobierno checoslovaco fracasó en su intento de conseguir la aprobación de los aliados, tanto en Potsdam como en la posterior Conferencia de Paz de París, para deportar a los húngaros de Eslovaquia, recurrió a una solución similar. Sobre el papel, no se produciría la deportación de los húngaros de Eslovaquia, sino tan solo un intercambio de población «voluntario». A fin de fomentar esas partidas «voluntarias», a los húngaros de Eslovaquia se les privó de la ciudadanía, del derecho de utilizar su lengua en lugares oficiales y del derecho de asistir a oficios religiosos en húngaro. Entre 1945 y 1948, unos 89 000 húngaros fueron «convencidos» así de abandonar Eslovaquia y marcharse a los Sudetes, donde reemplazaron a los alemanes, o de cruzar la frontera hasta Hungría. Unos 70 000 eslovacos llegaron procedentes de Hungría en su lugar[54].

De fuera de la región no llegó una sola palabra de protesta. Un historiador húngaro ha manifestado que se debió a que «el destino de la minoría húngara no interesaba a nadie[55]». A decir verdad, el destino de ninguna de las minorías interesó jamás a nadie. El mundo apenas se había enterado de la guerra étnica entre Polonia y Ucrania, y aún menos de la Operación Vístula. Tampoco tuvo noticia de los 100 000 húngaros que huyeron o fueron expulsados de Rumanía, de los 50 000 ucranianos que se marcharon de Checoslovaquia en dirección a Ucrania o de los 42 000 checos y eslovacos que regresaron de Ucrania a Checoslovaquia después de la guerra[56].

Llegado el año 1950, no quedaba mucho de la Europa del Este multiétnica. Tan solo perduraba la nostalgia; la nostalgia ucraniana, la nostalgia polaca, la nostalgia húngara, la nostalgia alemana. En 1991 fui a visitar una minúscula aldea cercana a la ciudad de Zablocko, en Ucrania occidental. Allí habitaba una pareja ucraniana que en 1945 había vivido atemorizada por las visitas nocturnas de partisanos de toda clase, angustiada por la lucha y cansada de la guerra. Deseosos de un poco de paz, decidieron abandonar su querido pueblo a orillas del río San, en Polonia oriental. Cargaron sus pertenencias a un carro y emprendieron el camino hacia el este. Finalmente se instalaron en una casa de madera en lo alto de una montaña, hasta hacía poco propiedad de una familia polaca, y allí se quedaron. Medio siglo después, su nieta, que jamás había visto Polonia, aún suspiraba por ir allí. «¿Es tan rica y hermosa como dicen?», me preguntó.

Al final, la mayoría de los deportados alemanes fueron a Alemania, los polacos fueron a Polonia y los ucranianos pudieron ir a la Ucrania soviética. Sin embargo, los judíos de Europa del Este, ya desplazados en lugares ocultos, campos de concentración y en el exilio, no tenían una tierra natal a la que pudieran volver en 1945. Los que regresaron a sus antiguos hogares encontraron destrucción física, devastación psicológica, y cosas aún peores. En realidad, su destino después de la guerra resulta incomprensible si no se tiene en cuenta que regresaron a ciudades y pueblos que habían estado —y seguían estando— sumidos en la violencia étnica, política y criminal.

Acostumbrados a la idea de que tras la liberación llegó la paz, son muchos los europeos occidentales a quienes les cuesta asumir esa realidad. Tampoco resulta fácil seleccionar los mitos y sentimientos que se han asociado al asunto de la experiencia judía en la Europa del Este de posguerra en los años transcurridos desde entonces. Todas las polémicas sobre la cuestión étnica durante la posguerra se ven inflamadas, de tiempo en tiempo, por políticos contemporáneos que quieren utilizar el pasado para influir sobre el presente. Las asociaciones de antiguos expulsados desempeñaron un papel fundamental y en ocasiones incómodo en la política de Alemania occidental durante las décadas de 1970 y 1980 —incluido el momento crítico de 1989—, y a veces hicieron campaña a favor de un cambio en la frontera polaco-alemana y de que les devolvieran sus hogares. Polacos y ucranianos se pelean de vez en cuando por el recuerdo del Ejército Insurgente Ucraniano, al que los primeros consideran asesinos y los segundos veneran ahora como luchadores por la libertad. En 2008, las tensiones entre Eslovaquia y Hungría alcanzaron tal extremo que los húngaros, enfadados por la detención de activistas húngaros en Eslovaquia, llegaron a bloquear varios pasos fronterizos en señal de protesta.

Sin embargo, no hay polvorín emocional mayor que la historia de los judíos en la Europa del Este de posguerra, y en particular la de los judíos en la Polonia de posguerra. La enmarañada relación de los judíos de Europa del Este con el comunismo de la Europa del Este constituye una parte importante de la cuestión: algunos judíos desempeñaron un papel relevante en varios de los partidos comunistas de la Europa del Este de posguerra, y por ello se les consideró beneficiaros de los nuevos regímenes, aunque otros judíos sufrieran a manos de esos mismos regímenes. En ocasiones, los europeos del Este y los judíos se han enzarzado en una suerte de martirologio competitivo. Los primeros lamentan el hecho de que el mundo conozca el Holocausto, pero no su propio sufrimiento a manos tanto de los nazis como de la Unión Soviética. En ocasiones, los segundos han interpretado todo debate sobre el sufrimiento que cualquier otro grupo padeció durante la guerra como un desprecio de su experiencia excepcionalmente trágica. Ha habido polémicas sobre dinero, propiedad, culpa y responsabilidad.

Un ejemplo de cómo se interpretan estas emociones surgió en la década de 1990, cuando un fiscal de lo que se convirtió en el Instituto Polaco de la Memoria Nacional se dispuso a investigar el inusual caso de Salomon Morel, quien —todos están de acuerdo en ello— fue un judío polaco y partisano comunista. De febrero a septiembre de 1945, Morel fue también el comandante de Zgoda, un campo de trabajos forzados para alemanes en la población de la Alta Silesia de Swietochłowice, en lo que había sido un campo satélite de Auschwitz. Después permaneció como empleado de la policía secreta polaca y finalmente se convirtió en coronel y comandante de una prisión de Katowice. Morel emigró a Israel a principios de la década de 1990.

En cuanto al resto de la vida de Morel, casi todo se presta a discusión. Según los investigadores y fiscales polacos, Morel se incorporó a la policía de seguridad polaca después de la guerra. Primero trabajó en la cárcel del castillo de Lublin, donde ayudó en los interrogatorios a los dirigentes del Ejército Nacional polaco. Después lo trasladaron a Zgoda. Durante su ejercicio allí, se hizo famoso por su crueldad con los prisioneros, en su mayoría alemanes, y entre los que se encontraban mujeres y niños. Les negaba la comida, permitía que sus condiciones de higiene se deterioraran, los torturaba por placer y a veces los golpeaba hasta la muerte. Como resultado de las lamentables condiciones, una epidemia de tifus azotó el campo en verano y alrededor de 1800 prisioneros murieron. Según documentos de archivo, el Ministerio del Interior declaró a Morel responsable de la epidemia, por lo que cumplió un arresto domiciliario de tres días y se le privó de parte de su sueldo.

En 2005, un fiscal polaco, tras decidir que Morel era culpable de crímenes de guerra, envió una solicitud de extradición —una de varias— al Estado de Israel, donde Morel vivía entonces. A modo de respuesta, el fiscal recibió una carta furiosa del Ministerio de Justicia israelí. Según la carta, Morel no era un criminal de guerra, sino una víctima más de la guerra. Había presenciado el asesinato de sus padres, hermano y cuñada a manos de un agente de la policía polaca durante la guerra. Su hermano mayor había sido asesinado por quien la carta describe como «un polaco fascista». Según el funcionario del ministerio israelí, el campo de Swietochłowice, cuando él lo dirigía, no contenía más de seiscientos prisioneros, todos ellos ex nazis. Las condiciones de higiene eran satisfactorias. El juicio del funcionario israelí no estaba motivado por hechos, sino por emociones: Morel, declaró, había sufrido «delitos de genocidio cometidos por los nazis y sus colaboradores polacos», el caso contra él estaba motivado por el antisemitismo polaco y no sería extraditado[57].

El intercambio de cartas provocó una fuerte animadversión entre ambas partes. Los polacos sentían que los israelíes estaban ocultando al clásico criminal comunista. Los israelíes sentían que los polacos estaban atacando a la clásica víctima judía. Y, sin embargo, la historia de Morel no era en absoluto clásica. Lejos de convertirse en un «símbolo» de injusticia para polacos o israelíes, la historia de su vida debería haberse tratado como una excepción.

Para empezar, la historia de Morel es excepcional porque, a diferencia de muchos judíos de Europa del Este, sobrevivió al Holocausto. No es fácil determinar con exactitud hasta qué punto es extraño, puesto que no disponemos de cifras exactas de los supervivientes. No todos los judíos se registraron como tales en la Europa del Este de posguerra, y no todos quisieron estar en contacto con organizaciones judías. Muchos se habían cambiado el nombre para pasar por «arios», y lo mantuvieron después de la guerra. Pero según las mejores estimaciones, parece que menos del 10 por ciento de los 3,5 millones de judíos que habían vivido dentro de las fronteras de la Polonia de preguerra sobrevivieron a la guerra. Puede que 80 000 sobrevivieran en la Polonia ocupada por los nazis. El resto habían pasado la guerra en la Unión Soviética, y cuando la guerra terminó, la mayoría regresaron a sus casas. En junio de 1946 había unos 220 000 judíos dentro de las fronteras polacas de posguerra. Eso constituía, en la época, menos del 1 por ciento de la población total de Polonia, que ascendía a unos 24 millones[58].

Los cálculos son todavía más difíciles de realizar en Hungría, donde había una larga tradición de asimilación judía, matrimonios mixtos y conversiones. Como resultado, las cifras de judíos húngaros en 1945 varían considerablemente, de 143 000 hasta 260 000. De nuevo, esto suponía un pequeño porcentaje de la población total húngara, de 9 millones de personas. Pero como las deportaciones nazis durante el último período de la guerra, incluido el famoso traslado masivo a Auschwitz, habían afectado principalmente a los judíos de las provincias, casi todos los judíos húngaros que quedaban vivían en Budapest[59]. En la ciudad, que entonces tenía unos 900 000 habitantes, los judíos eran una minoría muy visible que se hacía oír. Con sus redes familiares y profesionales intactas, los judíos húngaros empezaron rápidamente a desempeñar un papel importante en la vida pública. No fue el mismo caso en Polonia, como tampoco lo fue en Alemania. Solo unos 4500 supervivientes judíos permanecieron en la zona de ocupación soviética de Alemania tras la guerra, una fracción minúscula de una población de 18 millones. Eran, y siguieron siendo, casi invisibles[60].

Salomon Morel fue también atípico por el hecho de que permaneció en Europa del Este después de la guerra. La inmensa mayoría de los judíos que regresaron a sus países después de la guerra se quedaron solo el tiempo necesario para descubrir si sus familiares seguían vivos y para comprobar lo que quedaba de sus pertenencias. La mayoría se sintieron desconsolados por lo poco que encontraron. En un memorando de 1946, las autoridades judías polacas explicaron que muchos judíos se estaban marchando del país sobre todo porque, sencillamente, les resultaba imposible vivir en pueblos o ciudades que se habían convertido en «los cementerios de sus familias, parientes y amigos[61]». Algunos se marcharon porque tenían parientes en el extranjero, con frecuencia los únicos parientes que seguían vivos. Otros, en particular aquellos que habían tenido experiencias de guerra en la URSS, se marcharon porque odiaban el comunismo y temían, con razón, que los negociantes y comerciantes judíos no tendrían futuro en un Estado comunista.

Sin embargo, otros partieron por miedo. Polonia, Hungría, Checoslovaquia y Alemania oriental, como el resto de Europa del Este, eran lugares violentos después de la guerra. Resultaba peligroso ser un funcionario comunista, peligroso ser anticomunista, peligroso ser alemán, peligroso ser polaco en un pueblo ucraniano, peligroso ser ucraniano en un pueblo polaco. También podía resultar peligroso ser judío. Algunos judíos fueron bien recibidos en sus lugares de origen tras la guerra, y tratados con justicia y amabilidad. Un judío polaco que se había unido al Ejército Rojo regresó a su hogar y recibió la bienvenida de vecinos que lo alimentaron y lo protegieron de las unidades locales del Ejército Nacional, que estaban dando caza a comunistas. Otros judíos polacos con conexiones con el partido comunista ayudaron a rescatar a partisanos gentiles del Ejército Nacional del NKVD. Emil Sommerstein —un activista sionista que fue liberado del Gulag soviético en 1944 a condición de que se uniera al gobierno provisional polaco como ministro de Asuntos Judíos— actuó en secreto para enviar a correos del Ejército Nacional a Londres disfrazados como judíos ortodoxos[62].

Existen también pruebas tanto anecdóticas como de archivo acerca de ataques brutales y mortales a judíos en los meses y años inmediatamente posteriores a la guerra en Hungría y Polonia —como también en Checoslovaquia y Rumanía—, si bien no existe acuerdo sobre su magnitud. Las cifras de «muertes judías» en Polonia durante ese período oscilan entre 400 y 2500[63]. Este desacuerdo estadístico tal vez no sorprenda, puesto que, para empezar, no hay un consenso sobre cuántos judíos habían sobrevivido, pero refleja un conjunto de incertidumbres más profundas. Con algunas importantes excepciones, esos ataques fueron aislados y, a diferencia de los ataques a los alemanes en Polonia o a los húngaros en Eslovaquia, no formaron parte de una política gubernamental oficial. Algunos estuvieron motivados por el regreso de los judíos a las casas ocupadas por otras personas, algunos por disputas políticas, y no siempre estuvo claro de qué clase fue cada uno de ellos. Los judíos que regresaron y reclamaron sus casas, ¿fueron asesinados por sus propiedades, o por ser judíos? Los judíos que se unieron a los servicios de seguridad, ¿fueron asesinados por ser comunistas o por ser judíos? ¿Los robos a judíos fueron actos de antisemitismo o delitos comunes?

Menos ambiguos, al menos en este sentido, fueron los disturbios de carácter antisemita, en ocasiones llamados pogromos, que también tuvieron lugar en ese período. Desde 1945 en adelante, estallidos de violencia antijudía recorrieron las ciudades polacas de Rzeszów, Cracovia, Tarnów, Kalisz, Lublin, Kolbuszowa y Mielec; en las ciudades eslovacas de Kolbasov, Svinna, Komarno y Teplicany; así como las de Ózd y Kunmadaras en Hungría[64]. Sin lugar a dudas, los dos disturbios más destacados ocurrieron en Kielce, Polonia, el 4 de julio de 1946, y en la ciudad húngara de Miskolc unas semanas después, entre el 30 de julio y el 1 de agosto.

En Kielce, el motivo aparente del disturbio —por difícil que resulte creer que algo así fuera posible en el siglo XX— fue un rumor de calumnia de la sangre. Un niño polaco, probablemente para evitar el castigo por haber llegado tarde a casa, dijo a sus padres que los judíos lo habían secuestrado con la intención de realizar con él un ritual de sacrificio. Según dijo, lo habían retenido en el sótano del edificio del Comité Judío de Kielce, una especie de residencia y centro cívico en el que en ese momento vivían varias decenas de supervivientes judíos. Su padre, borracho, informó a la policía local, y la policía inició solemnemente la investigación. Sin embargo, aunque los ocupantes del edificio explicaron a la policía que el edificio no tenía sótano, por lo que difícilmente habrían podido retenerlo allí, los rumores empezaron a extenderse por toda la ciudad.

Una multitud se congregó frente al edificio del comité. Allí llegó también una unidad del ejército: cuarenta soldados del Cuerpo de Seguridad Interna. Para sorpresa de los líderes judíos que había en el edificio, los soldados abrieron fuego, no contra la multitud amenazante, sino contra los judíos. Y en lugar de dispersar a la multitud, se unieron a ella, junto con policías y miembros de la milicia ciudadana. Cuando terminaron su turno, los trabajadores de una fábrica de la zona también se sumaron. Durante ese día asesinaron a judíos en distintas partes de la ciudad, en las afueras y en trenes cuyos pasajeros judíos tuvieron la trágica suerte de llegar a Kielce en ese momento. Al anochecer había por lo menos cuarenta y dos personas muertas y decenas de heridos. Hasta hoy, este sigue siendo el peor estallido de violencia antisemita en la Europa del Este de posguerra[65].

Si bien hubo rumores de calumnia de la sangre en Miskolc en los días previos a los disturbios —y aunque una serie de historias sobre niños judíos y cristianos habían desencadenado la violencia en Kunmadaras y Teplicany—, el ataque de Miskolc estuvo motivado en realidad por la detención de tres estraperlistas, dos de los cuales eran judíos. La historia de su detención se propagó rápidamente por la ciudad, posiblemente gracias a la policía, y la mañana del 31 de julio había una multitud esperando a los hombres, que iban a ser escoltados de una cárcel de la localidad a un campo de internamiento. La multitud llevaba carteles en los que se leía: «Muerte a los judíos» y «Muerte a los estraperlistas». Cuando los prisioneros aparecieron, la turba se abalanzó sobre ellos, mató a uno y golpeó al otro hasta el punto de que tuvieron que llevarlo al hospital. El tercero —que no era judío— consiguió escapar.

Esa tarde, la policía, que había estado especialmente distraída durante el disturbio de la mañana, detuvo a dieciséis personas por el linchamiento público. Indignada por las detenciones, otra multitud enfurecida asaltó y ocupó la comisaría de policía al día siguiente. En esa ocasión, un agente de la policía judío fue asesinado.

Estos dos acontecimientos fueron recibidos con auténtica sorpresa e indignación, y recibieron mucha atención nacional y, en el caso de Kielce, también internacional. Los pogromos dieron lugar a nuevas oleadas de emigración. Como explicó un judío que vivía en Łódz en esa época: «Aunque sentíamos que nuestra existencia estaba anclada en arenas movedizas, no permitimos que esa sensación afectara a nuestra conciencia. Queríamos volver a vivir como seres humanos. El pogromo de Kielce nos despertó de nuestras ilusiones. No podíamos quedarnos allí ni un momento más[66]».

La población no judía también estaba molesta. Intelectuales y políticos de todas las tendencias escribieron angustiados textos de repulsa en los que lamentaron esos vestigios de antisemitismo, tan repulsivos en países en los que el recuerdo del Holocausto estaba aún tan fresco. El Estado polaco realizó una investigación judicial y llevó a algunos de sus autores a juicio, y como resultado hubo nueve sentencias de muerte. En Hungría, el Comité Central del partido comunista debatió abiertamente el antisemitismo, probablemente por primera y última vez, el día después del disturbio de Miskolc[67]. Sin embargo, los resultados de las posteriores pesquisas policiales e investigaciones internas no satisficieron a nadie.

En ambos casos, elementos del régimen fueron en parte responsables. En Kielce, la policía y los servicios de seguridad no solo fracasaron a la hora de evitar el disturbio, sino que se unieron a la multitud, junto con el ejército: la participación policial había desatado la violencia de la muchedumbre. En Miskolc, es probable que la policía local diera el chivatazo a la gente de que los especuladores estarían en el centro de la ciudad, y sin duda desaparecieron cuando empezó la violencia. Y lo más importante, Rákosi, aunque era judío, había estado en Miskolc tan solo una semana antes, el 23 de julio, cuando pronunció un discurso en un acto multitudinario y denunció a los especuladores: «Quienes especulan con el florín, quienes estarían dispuestos a minar las bases económicas de nuestra democracia, deberían ser condenados a la horca». Además, el partido comunista húngaro colgó carteles y distribuyó folletos con caricaturas de «especuladores» que parecían caricaturas de judíos[68]. Al parecer, el partido pretendía dirigir la ira popular sobre la hiperinflación y las malas condiciones económicas hacia los «especuladores judíos», y desviarla del partido comunista[69].

En ningún caso existen evidencias de archivo de una planificación cuidadosa elaborada con anterioridad, y mucho menos de una coordinación internacional, como algunos han apuntado. Aunque hubo agentes y asesores soviéticos en ambas ciudades —un agente del NKVD soviético estuvo incluso presente en los disturbios—, y pese al hecho de que esos pogromos tuvieron lugar en el mismo período, no es posible por ahora establecer una participación soviética directa en su organización[70]. Tampoco está claro que los comunistas rusos o locales sintieran que los disturbios les habían beneficiado. Aunque tanto las autoridades húngaras como polacas cargaron la culpa a los movimientos anticomunistas y a la Iglesia —una calumnia que en ese momento pareció calar hondo—, en sus debates internos reconocían los disturbios como señales de su propia debilidad. Al fin y al cabo, en Kielce las distintas divisiones de los servicios de seguridad habían discutido entre sí, no habían obedecido órdenes y no habían sido capaces de controlar a la muchedumbre, lo que decía muy poco a favor de su competencia. Tras los disturbios, varios líderes del partido locales perdieron su trabajo[71]. Los comunistas húngaros también estaban incómodos por los hechos de Miskolc. Rákosi culpó de los disturbios a «la infiltración fascista en nuestro partido», y prometió evitar que se extendiera[72].

Sin embargo, es innegable que ambas series de disturbios contaron con bastante apoyo popular. Como si estuvieran en la oscura Edad Media, los rumores de que los judíos estaban asesinando a niños cristianos o de que los especuladores judíos estaban robando a los campesinos cristianos de repente se afianzaron en varias ciudades de provincias de Europa del Este, pese a que sus compatriotas contemplaban la situación horrorizados. Hay quien ha apuntado que la explicación de ese momento de locura es económica: el historiador polaco Jan Gross señala que los asesinatos masivos de los judíos durante la guerra creó «un vacío social que fue llenado de inmediato por la pequeña burguesía polaca autóctona[73]». Inseguro sobre su estatus, temeroso de perder lo que había ganado hacía tan poco y amenazado por los regímenes comunistas, ese estrato social, conjetura Gross, dirigió toda su ira hacia los judíos que regresaron. Sin duda hubo algo de eso, y muchos presenciaron el mismo fenómeno en otros países. Heda Kovály, una superviviente judía, regresó a la casa solariega de su familia en Checoslovaquia en 1945: «Llamé a la puerta y, al cabo de un rato, un hombre gordo y sin afeitar gritó: “¡Así que has vuelto! ¡Oh, no! ¡Lo que nos faltaba!”. Di media vuelta y me adentré en los bosques. Pasé las tres horas que faltaban hasta que llegara el próximo tren en dirección a Praga paseando sobre el musgo, bajo los abetos, escuchando los pájaros[74]». Temiendo una reacción negativa de la población, en Hungría el partido comunista se negó a recomendar la devolución de los bienes judíos. En marzo de 1945, Szabad Nép recomendó a los judíos que mostraran «comprensión» hacia los gentiles que ahora ocupaban sus apartamentos, aunque esos gentiles fueran colaboradores del régimen fascista. Funcionarios del partido en Budapest también sugirieron que los judíos que regresaban deberían «llegar a un acuerdo» con los habitantes de sus casas, algo que, teniendo en cuenta las circunstancias, era sin duda imposible[75].

Otros creen que tanta animosidad tuvo que deberse a algo más profundo que una simple competencia económica. Como el historiador polaco Dariusz Stola señala, los polacos —igual que los checos, húngaros, rumanos y lituanos— habían visto, oído e incluso olido el Holocausto hasta un punto inimaginable en Europa occidental, incluida Alemania:

La reacción psicológica a esa clase de experiencia es complicada y completamente irracional; el recuerdo es una suerte de convulsión, los sentimientos asociados son intensos y están descontrolados, y, lo más importante, no son necesariamente sentimientos de pena o compasión […] No soy psicólogo, pero me inclino hacia esta teoría, porque no veo ninguna otra explicación para determinadas formas de comportamiento execrable, por ejemplo, cuando alguien lanza una granada contra un orfanato de niños judíos[76].

Stola se refiere aquí a un infame incidente: la noche del 12 de agosto de 1945, un asaltante desconocido lanzó una granada contra un orfanato judío en el pueblo de Rabka, y después siguió disparando durante dos horas. Sorprendentemente, no hubo muertos. Sin embargo, poco después cerraron el orfanato y trasladaron a los niños[77].

La explicación de Stola, aunque fue expresada en 2005, no está tan alejada de las opiniones de muchos intelectuales polacos de la época. En 1947, Stanisław Ossowski, un reputado filósofo y sociólogo, llegó a la misma conclusión. Escribió: «La compasión no es la única respuesta imaginable a la desgracia padecida por otros […] Aquellos para quienes el destino tiene reservada la aniquilación, fácilmente pueden resultar repugnantes y por tanto quedar al margen de las relaciones humanas». También observó, como otros han hecho desde entonces, que quienes se habían beneficiado de algún modo material de la destrucción de los judíos solían sentirse incómodos o incluso atormentados por la culpa, por lo que intentaron legitimar sus acciones: «Si la desgracia de una persona beneficia a otra, surge la necesidad de convencerse a uno mismo, y a los demás, de que el desastre estaba justificado desde un punto de vista moral[78]».

Fuera cual fuese el motivo de la hostilidad persistente, sin duda contribuyó a convencer a los judíos para abandonar Europa del Este y emigrar a Estados Unidos, Europa occidental y, sobre todo, a Palestina. Unos 70 000 salieron de Polonia en dirección a Palestina durante los tres meses posteriores a los disturbios de Kielce. Recibieron la ayuda y el apoyo de varias organizaciones sionistas, fundadas o apoyadas por grupos de Palestina o Estados Unidos, que se habían establecido con ese propósito. Conforme a las condiciones de ese acuerdo, los judíos polacos cruzaron los pasos fronterizos acordados de Silesia, después continuaron a pie y en camiones de transporte a través de Checoslovaquia y finalmente llegaron a uno de los puertos mediterráneos, donde se embarcaron rumbo a Palestina (aunque algunos se echaron atrás y se quedaron en otros países[79]).

Con el transcurso del tiempo, estos desplazamientos masivos empezaron a avergonzar al régimen polaco —la inmigración a Palestina, país bajo mandato británico, seguía siendo ilegal, y la prensa británica había empezado a hacerse eco del asunto—, y se detuvo durante un breve período de tiempo. Sin embargo, cuando se hubo establecido el Estado de Israel, los judíos volvieron a tener permiso para marcharse, en buena parte porque el Estado polaco, que entonces estaba inmerso en el proceso de imponer la centralización económica, estuvo más que contento de librarse de los pequeños empresarios de la comunidad judía. A fin de promover la emigración, el nuevo gobierno de Israel negoció también un convenio comercial ventajoso para el gobierno polaco, con el que le garantizaba una entrada de divisas estables. El gobierno rumano cerró un trato similar con Israel, y es probable que la Unión Soviética aprobara ambos acuerdos[80]. En Hungría, el Comité Judío Estadounidense de Distribución Conjunta —una importante organización benéfica sionista— pagó al gobierno húngaro 1 millón de dólares sobre esa misma época. A cambio, 3000 judíos húngaros pudieron partir hacia Israel de manera inmediata[81].

Entre bastidores, varios estados de Europa del Este se mostraron incluso más favorables, mucho más de lo que sus dirigentes reconocerían más adelante. Todos ellos, con la excepción de Yugoslavia, habían votado en favor de la partición de Palestina en 1947: en ese momento, la Unión Soviética apoyó la creación del Estado de Israel, en buena parte porque Stalin creía que Israel no tardaría en unirse al bando comunista. En Europa del Este también se respiraba entusiasmo hacia Israel, tanto que a finales de 1947 los gobiernos polaco, checoslovaco y húngaro abrieron campos de entrenamiento para la Haganá, la organización paramilitar judía que constituyó el núcleo de lo que más adelante se convertiría en las Fuerzas de Defensa israelíes. La policía secreta y el ejército húngaros entrenaron a unos 1500 judíos húngaros, y entretanto alrededor de 7000 judíos polacos viajaron a Bolków, una pequeña población de Silesia, donde recibieron entrenamiento tanto del Ejército Rojo como de soldados del ejército polaco, y finalmente también de luchadores de la Haganá. En ese momento, el programa contaba con apoyo local y nacional. En junio de 1948, el Comité Central del partido comunista polaco asignó al grupo «una determinada cantidad de armas y un terreno de entrenamiento para la instrucción militar». En Bolków, la instrucción se llevaba a cabo al aire libre, los voluntarios marchaban por el pueblo cantando, y cuando los reclutas se marcharon a Palestina, vía Praga y Marsella, «hubo flores y pancartas […] incluso los polacos simpatizaron con su lucha por la libertad», explicó un ex recluta. El programa duró hasta principios de 1949, y estaba destinado a tener beneficios a largo plazo: la policía secreta polaca tenía listas de quienes habían asistido a los cursos de instrucción. Y a los que eran miembros del partido comunista les pidieron que colaboraran como informantes «incluso después de marcharse a Israel[82]».

Cuando Israel se convirtió en Estado, los viajes dejaron de ser clandestinos. En 1948, la agencia de viajes del Estado polaco, Orbis, organizó el primer trayecto de tren regular, de nuevo vía Checoslovaquia, Austria e Italia. Después de uno o dos viajes exitosos (una vez que los judíos quedaron convencidos de que «realmente iban a Israel, y no a Siberia»), el número de solicitudes para emigrar volvió a aumentar[83]. Las cifras descendieron nuevamente a principios de la década de 1950, casi con toda seguridad por la presión soviética: el apoyo inicial de Stalin a Israel había derivado hacia la sospecha y la paranoia. No obstante, en 1955 no quedaban más de 80 000 judíos en Polonia: más de dos tercios de los supervivientes se habían marchado. Las cifras fueron similares en otros países de Europa del Este. Entre 1945 y 1957, el 50 por ciento de los judíos rumanos salieron de su país, junto con el 58 por ciento de los judíos checoslovacos y el 90 por ciento de los judíos búlgaros. Entre un cuarto y un tercio de los judíos húngaros también se marcharon de Hungría[84].

De los que se quedaron, un número desproporcionado decidió hacerlo porque eran comunistas, porque tenían grandes expectativas puestas en el régimen comunista, o porque tenían trabajo en el aparato de Estado comunista. Es lógico: en una época en que se arrestaba y asesinaba a anticomunistas de toda clase, los judíos anticomunistas se marcharon de Europa del Este. Y este es el último hecho insólito sobre Salomon Morel: fue excepcional porque era un judío que no solo se quedó, sino que se incorporó a la policía de seguridad. Muy al contrario de la creencia popular en Europa del Este, la mayoría de los judíos polacos no se incorporaron a la policía secreta. ¿Cómo podrían haberlo hecho? La mayoría de ellos se habían marchado o estaban planeando marcharse del país.

Es cierto que un reducido número de judíos ocupó puestos muy prominentes, de gran responsabilidad, tanto en el partido comunista como en el aparato de seguridad de Polonia. Entre ellos estuvieron Jakub Berman y Hilary Minc, los máximos asesores de Bolesław Bierut en asuntos de ideología y economía, respectivamente; Julia Brystiger, que dirigió del departamento de la policía secreta dedicado a la penetración de la Iglesia católica; Józef Rózanski, el despiadado y principal interrogador de la policía secreta, y su segundo, Adam Humer; el hermano de Rózanski, Jerzy Borejsza, un escritor que llegó a controlar gran parte de la industria editorial de posguerra; y Józef Swiatło, un agente de alto rango de la policía secreta que más adelante desertó. Este relevante grupo jamás constituyó una mayoría. La mejor estimación, según el historiador Andrzej Paczkowski, los sitúa sobre un 30 por ciento de la cúpula de la policía secreta durante el período de los primeros años de posguerra. Después de 1948, la cifra descendió todavía más. De cualquier modo, sin duda atrajeron un porcentaje desproporcionado de resentimiento anticomunista[85].

En Hungría, la situación fue diferente porque todos los destacados comunistas húngaros —Rákosi, Geró, Révai— eran de origen judío, como muchos de los fundadores de la policía política y del Ministerio del Interior, entre ellos Gábor Péter. Sin embargo, no está nada claro que en Hungría los judíos apoyaran a los comunistas. Solo una cuarta parte de la población judía votó al partido comunista en las elecciones de 1945. Y aunque el número de líderes visibles judíos del partido siguió siendo elevado durante los primeros años de posguerra, el porcentaje de judíos en el aparato estatal empezó a disminuir después de 1948, cuando el partido comunista húngaro —como el partido comunista de Alemania del Este y el partido comunista rumano— se dispuso a reclutar a miembros de bajo rango del régimen anterior, en particular policías, en un claro intento de conseguir mayor popularidad en ese entorno y de combatir el estereotipo de los comunistas como «élite», «extraños» o, desde luego, «judíos». («En realidad no son malos tipos —dijo Rákosi a un periodista estadounidense, refiriéndose a antiguos miembros del partido fascista—. Nunca estuvieron en activo. Lo único que tienen que hacer es firmar una promesa, y los dejamos entrar.»[86])

Y lo más importante, la presencia de judíos en posiciones destacadas en los partidos comunistas de Europa del Este no produjo en ningún lugar una serie de políticas que pudieran considerarse «projudías». Al contrario, los comunistas, incluidos los comunistas judíos, tenían sentimientos encontrados con respecto a la historia y a la identidad judías, incluso mientras se producía el Holocausto. Durante su estancia en Moscú en 1942, Jakub Berman empezó a oír historias horribles sobre lo que estaba sucediéndoles a los judíos de Varsovia. Cuando le llegara el momento, su hermano sería gaseado en Treblinka. Sin embargo, se armó de valor para evitar la pena: los verdaderos comunistas no podían permitir que los nazis definieran sus políticas. En una de las cartas que escribió a Leon Kasman —que también era judío—, advirtió a su amigo que no se dejara desviar ni distraer por la tragedia que estaba teniendo lugar. «La situación de los judíos en Polonia es terrible —escribió—. Sin embargo, a mi parecer, no se puede poner demasiado esfuerzo en ello […] porque, aunque la cuestión de la movilización de las masas judías en Polonia para que adopten una postura de lucha activa en contra del ocupante es importante y válida, […] deberíamos dirigir nuestra atención hacia otras cosas[87]».

Después de la guerra, esta ambivalencia no hizo sino aumentar. En 1945 y 1946, Rákosi estaba preocupado por el hecho de que demasiados juicios antifascistas se centraban en «gente que había hecho algo a los judíos[88]», lo que tal vez no resultara popular. Rákosi solía incluir comentarios de carácter antisemita en las conversaciones, y en una ocasión ofendió al portavoz del Parlamento, Béla Varga, hasta tal punto que Varga le espetó: «Su madre era judía y no reniega de ella». También se atrevía a pronunciar negaciones categóricas. Cuando el primer ministro del Partido de los Pequeños Propietarios, Ferenc Nagy, hizo un comentario durante una reunión del Consejo de Ministros sobre el elevado número de judíos entre los políticos húngaros después de la guerra, Rákosi observó con serenidad que el partido comunista no tenía ese problema: «Afortunadamente, todos nuestros líderes son católicos[89]». Incluso Alemania del Este, con una comunidad judía casi inexistente, hizo distinciones desde un buen comienzo entre los honores conferidos a antiguos «luchadores contra el fascismo», refiriéndose en su mayoría a comunistas, y antiguas «víctimas del fascismo», refiriéndose en su mayoría a gitanos y judíos. En palabras de Jeffrey Herf, «los viejos estereotipos antisemitas del judío como capitalista y debilucho pasivo seguirían persistiendo en el contundente discurso comunista del antifascismo de Alemania del Este[90]».

Parte de esta turbulenta relación entre los comunistas de Europa del Este y los judíos de Europa del Este podría atribuirse al antisemitismo de la gente, incluso al antisemitismo de la gente judía. Parte de este reflejaba el antisemitismo del propio Stalin, que se volvió más profundo con el tiempo y culminó en una purga de judíos soviéticos que ocupaban cargos importantes, y que llevó a cabo poco antes de morir. Sin embargo, en el nivel más profundo, la inquietud de la gente con respecto a los judíos y la «judeidad» reflejaba las inseguridades del partido comunista sobre su popularidad. Conscientes de que muchos de sus compatriotas los consideraban ilegítimos —conscientes de que los consideraban agentes soviéticos, para ser más precisos—, hicieron uso de símbolos nacionales, religiosos y étnicos tradicionales para obtener más apoyo. Tal fue el caso durante 1945 y 1946, cuando aún creían que tenían una oportunidad de ascender al poder a través de las elecciones. Mientras Rákosi desataba su retórica contra el estraperlo y los judíos, el partido comunista húngaro también defendía la celebración anual de la «revolución burguesa» de 1848, por lo que insistió, para consternación de algunos antiguos miembros del partido, en que sus seguidores llevaran banderas nacionales húngaras, además de las banderas rojas del partido. Como Rákosi explicó: «Aún tenemos un problema con nuestro carácter patriótico. Muchos camaradas temen que nos estemos desviando del camino marxista. Tiene que hacerse hincapié de manera efusiva en que elegimos el estandarte rojo y la bandera nacional […] la bandera nacional es la bandera de la democracia húngara[91]».

Los comunistas alemanes hicieron lo mismo y resucitaron la bandera de la Alemania imperial aun cuando todavía no había finalizado la guerra, con el fin de atraer a ex soldados a su causa. También dirigieron la mirada al pasado para honrar a héroes tradicionales alemanes; por ejemplo, celebraron un Año Goethe en Weimar en 1949 y organizaron una competición cuatrienal en honor a Bach en Leipzig. Los polacos también organizaron un Año Chopin en 1949. En agosto de 1944, Edward Osóbka-Morawski, el dirigente del gobierno provisional de Lublin, llegó a celebrar una misa pública en honor del «milagro del Vístula», la victoria polaca sobre los bolcheviques en las afueras de Varsovia en 1920, una fiesta nacional de un evidente cariz antirruso. El ya de por sí extraño acontecimiento se tornó aún más extraño por la presencia del general Nikolái Bulganin, en ese momento el representante del Sóviet de Comisarios del Pueblo, y más adelante primer ministro soviético[92].

La indulgencia comunista del antisemitismo formaba parte de esta manera de pensar. Muchos esperaban que pasando por alto o incluso flirteando con el antisemitismo, su partido parecería más «nacional», más «patriótico», menos soviético, menos extraño y más legítimo. En Polonia, la tesis de que la impopularidad del partido se debía a la presencia de «demasiados judíos» tuvo su origen en el propio partido. En 1948, cuando ya había perdido apoyo, Władysław Gomułka, el líder de los comunistas polacos durante la guerra y el gran rival de Bierut, escribió un largo memorando a Stalin en el que mantenía que los judíos del partido comunista estaban dificultando que el partido ampliara su base: «Algunos de los camaradas judíos no sienten ningún vínculo con la nación polaca ni con la clase obrera polaca […] o mantienen una actitud que podría describirse como de “nihilismo nacional”». Como resultado, declaró: «Considero absolutamente necesario no solo detener el crecimiento del porcentaje de judíos en el aparato del estado y del partido, sino también hacer disminuir lentamente ese porcentaje, en particular en los niveles más altos de ese aparato[93]».

Como el sentimiento antialemán en los Sudetes, las emociones contra los ucranianos en Polonia y el sentimiento antihúngaro en Eslovaquia, finalmente el antisemitismo se convirtió en una herramienta más, en otra arma dentro del arsenal del partido. En este sentido, la historia de posguerra de los judíos pertenece al mismo capítulo que los métodos más enérgicos de limpieza étnica. En su búsqueda de la popularidad, los partidos comunistas estaban dispuestos a exagerar el odio hacia los alemanes, hacia los húngaros, los ucranianos y, aun en la región más devastada por el Holocausto, el odio hacia los judíos. El partido comunista polaco retomaría este asunto más adelante, cuando expulsó a la mayoría de sus miembros judíos en 1968.

¿Y Salomon Morel? Al final resultó ser una figura «clásica» de este período en un único sentido: como mucha gente que experimentó los horrores de la guerra y la confusión de los años de posguerra, desempeñó papeles distintos en distintos relatos nacionales en momentos distintos. Fue una víctima del Holocausto, un criminal comunista, un hombre que perdió a toda su familia a manos de los nazis y un hombre consumido por una furia sádica contra los alemanes y los polacos: una furia que tal vez, o tal vez no, tuviera su origen en su condición de víctima, y que quizá estuviera relacionada con su comunismo, o quizá no. Fue profundamente vengativo y violento en grado sumo. Recibió medallas del Estado polaco comunista, fue perseguido por el Estado poscomunista polaco y defendido por el Estado israelí, pese a que no había expresado ningún interés en trasladarse a Israel hasta medio siglo después de la guerra, y aun entonces no lo hizo hasta que empezó a temer que pudieran procesarlo. Al final, la historia de su vida no demuestra nada sobre los judíos ni sobre los polacos. Solo demuestra lo difícil que resulta juzgar a la gente que vivió en la parte más destrozada de Europa durante las peores décadas del siglo XX.