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La violencia

Está bastante claro: tiene que parecer democrático, pero todo debe quedar bajo nuestro control.

WALTER ULBRICHT, 1945[1]

Desde el principio, la Unión Soviética y los partidos comunistas de Europa del Este persiguieron sus objetivos mediante la violencia. Controlaban los «ministerios de poder» del Interior y Defensa de todos los países, y utilizaban a los efectivos de la policía y a los ejércitos incipientes en su favor. Después del final de la guerra, no había la violencia masiva e indiscriminada del Ejército Rojo durante su marcha hacia Berlín, sino que se trataba de una violencia política mucho más selectiva y cuidadosamente dirigida: detenciones, palizas, ejecuciones y campos de concentración. Todo ello dirigido a un número relativamente pequeño de enemigos reales, presuntos, imaginados y futuros de la Unión Soviética y los partidos comunistas. Pretendían destruirlos físicamente y crear la sensación de que cualquier forma de resistencia armada era inútil[2].

Por supuesto, no era eso lo que decían. Al menos al principio, el NKVD y las nuevas fuerzas policiales secretas declararon en voz alta la guerra a los vestigios del fascismo, mientras que los agentes soviéticos y los partidos comunistas locales dirigían su más violenta propaganda contra los colaboradores y colaboracionistas nazis. En eso no se diferenciaron de los gobiernos nacionales restaurados de Francia, los Países Bajos y el resto de la Europa anteriormente ocupada[3]. Pero en todos los países ocupados por el Ejército Rojo, la definición de «fascista» se volvió más amplia con el tiempo, y se expandió hasta incluir no solo a colaboradores nazis, sino a cualquiera que no contara con la aprobación de los ocupantes soviéticos y de sus aliados locales. Con el tiempo, la palabra «fascista», al más puro estilo orwelliano, se utilizó para describir a los antifascistas que también eran anticomunistas. Y cada vez que la palabra expandía su significado, se llevaban a cabo detenciones.

Algunos de esos «fascistas» habían sido identificados con anterioridad. El historiador Amir Weiner señala que el NKVD había estado elaborando listas de «enemigos» potenciales en Europa del Este —en Polonia y en los estados bálticos en particular— durante muchos años (aunque Weiner establece una distinción entre el «excelente» conocimiento de Polonia por parte del NKVD y su sumamente pobre «entendimiento» histórico y cultural[4]). Recopilaban los nombres de periódicos, espías y diplomáticos. Cuando no disponían de nombres, el NKVD preparaba listas de la «clase de gente» que debería ser detenida. En mayo de 1941, el propio Stalin proporcionó una lista de estas para los recién ocupados territorios de Polonia oriental. Exigió la detención y el exilio no solo de «miembros de organizaciones contrarrevolucionarias polacas», sino también de sus familiares, así como de las familias de antiguos oficiales del ejército polaco, antiguos policías y antiguos funcionarios[5].

No todas las detenciones tenían lugar de inmediato. En varias ocasiones, Stalin ordenó a los comunistas de Europa del Este que procedieran con cautela mientras establecían el nuevo orden social. El por entonces pequeño partido comunista polaco recibió un mensaje de Moscú en la primavera de 1944 en el que se ordenaba a sus líderes que trabajaran con todas las fuerzas democráticas («todas» aparecía subrayado) y dirigieran su propaganda a los «miembros ordinarios» de otros partidos más «reaccionarios[6]». La política inicial de Stalin era andarse con cautela, para no molestar a los aliados y para ganarse a la gente mediante la persuasión, furtivamente. Ese es el motivo por el que se celebraron elecciones libres en Hungría, por el que algunos partidos políticos independientes fueron tolerados en todas partes y por el que, ya en 1948, Stalin pidió a los comunistas de Alemania del Este que siguieran una «política oportunista» que implicaría «avanzar hacia el socialismo no de manera directa, sino en zigzag y dando algún rodeo». Para su horror, Stalin llegó a sugerirles que tal vez deberían admitir a ex nazis en sus filas[7]. El modelo de «frente nacional» se había inculcado a todos los comunistas locales que habían llegado en avión de Moscú o a pie con el Ejército Rojo: no debían utilizar eslóganes comunistas, no debían hablar de la dictadura del proletariado y no debían hablar sobre coaliciones, alianzas ni democracia.

Pese a esas moderadas intenciones, la violencia se aceleró con rapidez, no siempre de manera intencionada. A menudo, las órdenes de avanzar despacio no podían cumplirse porque los soldados y funcionarios soviéticos no estaban preparados intelectual ni psicológicamente para las consecuencias de una política de esa clase. Para un oficial soviético, educado en escuelas bolcheviques e instruido en el Ejército Rojo o el NKVD, cualquier participante activo de cualquier grupo político que no fuera el partido comunista era, por definición, un sujeto sospechoso, probablemente un espía o un saboteador. Los miembros del Politburó en Moscú podían hablar en teoría sobre la creación de «democracias sociales», pero los administradores soviéticos sobre el terreno eran con frecuencia incapaces de tolerar algo que no fuera un Estado totalitario. Reaccionaron horrorizándose de manera instintiva cuando los ciudadanos recién liberados empezaron a ejercer la libertad de expresión, de prensa y asociación que la retórica del nuevo régimen parecía prometerles.

La violencia también se aceleró porque las expectativas de los nuevos administradores militares y de los comunistas locales se vieron truncadas rápidamente. Tras lo que el Ejército Rojo consideraba su marcha triunfal a través de Europa, los comunistas locales esperaban que la clase obrera se uniera a la revolución. Y cuando eso no sucedió, montaron en cólera con frecuencia ante el «incomprensible espíritu de resistencia e ignorancia total» de sus compatriotas, como lo expresó un funcionario del partido de Varsovia[8]. Su frustración, unida a la fuerte disparidad de las culturas soviética y de la Europa del Este, también alimentó directamente la violencia política.

En algunos países no hubo un momento inicial de ocupación «liberal». En Polonia, la Unión Soviética trató al Ejército Nacional polaco y en particular a sus divisiones de partisanos de la mitad oriental del país con intensa hostilidad desde mucho antes de que terminara la guerra. La primera invasión y ocupación soviéticas de la parte oriental de Polonia en 1939 habían llegado acompañadas de detenciones y deportaciones masivas de comerciantes, políticos, funcionarios y sacerdotes polacos. La violencia culminó en el tristemente famoso asesinato de por lo menos 21 000 oficiales del ejército polaco en los bosques de Rusia occidental, una tragedia que se conoce como «la matanza de Katín», por la población en que se descubrió la primera fosa común. Entre las víctimas de Katín había muchos reservistas que, como civiles, habían trabajado de médicos, abogados y profesores universitarios: una vez más, la élite intelectual y patriótica polaca. El Ejército Nacional polaco, los exiliados y la cúpula de la resistencia conocían bien esa historia: el descubrimiento por parte de los nazis de una de las fosas comunes de Katín en 1941 había provocado una ruptura total en las relaciones diplomáticas entre el gobierno polaco en el exilio y la URSS.

No obstante, en la época de la segunda invasión soviética en 1944, el Ejército Nacional no era una organización fundamentalmente anticomunista. Por definición, era antinazi y antifascista, habiéndose constituido en 1942 como el brazo armado del movimiento de resistencia polaco, el Estado clandestino polaco. El antifascismo era prácticamente el único sentimiento político que unía a sus soldados, entre los cuales se encontraban miembros de los partidos socialista, socialdemócrata, nacionalista y de los campesinos. En su momento de mayor grandeza, el Ejército Nacional contaba con unos 300 000 partisanos armados, lo que lo convertía en el segundo mayor movimiento de resistencia de Europa después de los partisanos yugoslavos, por lo menos hasta que la resistencia francesa se expandió después del día D. El Ejército Nacional dependía legalmente del gobierno constitucional polaco en el exilio en Londres, lo que le proporcionaba legitimidad y continuidad con la Polonia de preguerra, algo de lo que no gozaba ninguno de los movimientos de resistencia más pequeños del país[9].

El propio Ejército Nacional actuaba sobre la base de que sus dirigentes desempeñarían un papel fundamental en la formación del gobierno provisional de posguerra, igual que los seguidores de Charles de Gaulle en Francia. Sus soldados se veían a sí mismos, con razón, como aliados, junto con Gran Bretaña, Francia y la URSS. Ante la inminente llegada del Ejército Rojo, el Ejército Nacional tomó la determinación de movilizarse contra los alemanes en retirada e iniciar una cooperación táctica con el Ejército Rojo. Las unidades del Ejército Nacional estaban sometidas a la orden de no luchar contra las tropas soviéticas desde octubre de 1943, cuando el comandante del Ejército Nacional había solicitado que el gobierno exiliado en Londres tomara una decisión «históricamente transparente» sobre el asunto[10]. Los líderes partisanos del Ejército Nacional habían recibido instrucciones de presentarse a las tropas del Ejército Rojo y de ayudar a los soldados soviéticos tanto como les fuera posible en su lucha contra los alemanes[11]. También debían concentrar sus esfuerzos en liberar ciudades, a fin de ostentar cierta ventaja política más adelante[12].

Algunos de los encuentros iniciales transcurrieron sin complicaciones. En marzo de 1944, oficiales de patrulla de reconocimiento del Ejército Rojo se encontraron con sus homólogos de la 27.ª División de Infantería del Ejército Nacional de Volinia, y convinieron en colaborar en la liberación de Kovel, parte de la Polonia de preguerra, hoy en la parte occidental de Ucrania. Los polacos accedieron a subordinarse al mando operacional soviético durante la batalla, y los soviéticos accedieron a dejarles munición y a reconocer su independencia política. Durante tres semanas, soldados polacos y soviéticos lucharon codo con codo, tomaron varias poblaciones y sufrieron multitud de bajas[13].

Si los objetivos políticos soviéticos hubieran sido distintos, ese podría haberse convertido en un modelo de cooperación para el futuro. Sin embargo, terminó mal. En julio, el comandante de la división polaca reiteró su deseo de seguir trabajando con el Ejército Rojo, pero manifestó que no cooperaría con el nuevo comité de liberación nacional polaco, de orientación comunista, en Lublin. La cooperación tocó a su fin. La división se vio rodeada de inmediato por tropas soviéticas, que la desarmaron. Algunos de sus miembros fueron enviados a campos de trabajos forzados, otros fueron detenidos[14]. Cooperación, traición, desarme, detención: la mayoría de los posteriores encuentros entre el Ejército Rojo y el Ejército Nacional siguieron exactamente el mismo patrón[15].

Cuando el Ejército Rojo llevó a cabo la segunda invasión de Polonia durante la primavera y el verano de 1944, sus interacciones con el Ejército Nacional fueron de gran interés para la cúpula soviética. Lavrenti Beria, el brutal y artero jefe del NKVD, presentaba detallados informes diarios sobre la situación en Polonia a Stalin, utilizando un lenguaje que parecía elegido a propósito para alarmar al líder soviético. El 29 de junio de 1944, por ejemplo, Beria entregó a Stalin una lista de «bandas polacas» (la palabra «banda» tenía una connotación de algo levemente delictivo) que se estaban preparando para pasar a la acción en «Bielorrusia occidental» (antes la parte oriental de Polonia, el territorio ocupado por la URSS desde 1939). Esas bandas, escribió, «están organizadas según los mismos principios que la Polonia de preguerra» (la Polonia de preguerra había sido capitalista, «aristocrática» y hostil a la URSS). Observó veladamente que mantenían «una conexión directa con los círculos militares del gobierno polaco en Inglaterra», y en una nota posterior señaló que a veces incluso se reunían con enviados de Londres (lo que significaba que debían ser instrumentos de influencia occidental). Calculaba que había entre 10 000 y 20 000 hombres armados en la zona y desconfiaba profundamente de todos ellos[16].

Beria también observó que las «bandas» parecían estar preparando una importante ofensiva contra los alemanes, lo que resultó ser cierto. A finales de junio, los soldados del Ejército Nacional en antiguos territorios polacos se estaban preparando para la Operación Tempestad, una serie de alzamientos cuyo objetivo era liberar las ciudades polacas de la ocupación nazi antes de la llegada del Ejército Rojo. El más famoso de ellos fue el Alzamiento de Varsovia, pero también se planearon alzamientos a escala menor en Vilna y Lvov (o Wilno y Lwów, como las llamaban los polacos). Beria estaba también en lo cierto al suponer que los dirigentes del Ejército Nacional se mantenían en contacto con Londres. Si bien su comunicación con el mundo exterior era primitiva e irregular, las unidades de partisanos de los bosques orientales se consideraban a sí mismas parte de un ejército regular, controlado por el gobierno polaco en el exilio londinense. También suponían que al término de la guerra los territorios polacos ocupados por la URSS en 1939 regresarían a la soberanía polaca, y que se restablecerían las fronteras que tenía el país antes de la guerra.

Con el tiempo, los comunicados de Beria fueron más lejos. No solo insinuaban veladamente que el Ejército Nacional era una fuerza de capitalismo aristocrático, sino también que sus líderes estaban colaborando con los alemanes. Utilizando un término propio del espionaje, escribió a Stalin que los «centros» del Ejército Nacional en Varsovia y Vilna «trabajan al servicio de los alemanes, se arman a expensas de los alemanes y promueven la agitación contra los bolcheviques, los partisanos [comunistas] y los koljoses, asesinando a los comunistas que quedan en los territorios de Bielorrusia occidental[17]». Beria desconfiaba profundamente de las intenciones del comandante local en Polonia oriental, el general Alexander Krzyzanowski, más conocido en ese momento y desde entonces por su seudónimo Wilk («lobo»). Beria escribió en julio que el general Wilk era una figura sospechosa que había llegado a la región «de manera ilegal» desde Varsovia durante el período de ocupación alemana. Y lo que era aún peor, uno de sus subordinados se había identificado ante el Ejército Rojo y había pedido a los comandantes soviéticos colaboración en la liberación de Vilna. Beria consideró escandalosa esa petición —«¡los polacos creen que tienen derecho a tomar Vilna!»— y se quejó de que «este ejército polaco desorienta a la población». Según explicó, la gente de esa región debería llevarse la impresión de que debía su liberación a la Unión Soviética, y no a Polonia[18].

Algunos argumentos del ataque de Beria contra el general Wilk suenan a ciertos. Muchos grupos de partisanos polacos en las regiones de los alrededores de Vilna, así como en Bielorrusia y Ucrania occidentales, sospechaban abiertamente de los comunistas, y no sin razón. Esos eran los territorios que la URSS ya había ocupado y aterrorizado entre 1939 y 1941, los territorios de los que medio millón de polacos habían sido deportados al exilio y campos de concentración soviéticos. Los supervivientes estaban resentidos, eran conocedores de la matanza de Katín y, sin duda, creían que tenían derecho a recuperar Vilna, que había sido una ciudad polaca durante muchos siglos y en ese momento se encontraba dominada por una mayoría étnica polaca. No les avergonzaba utilizar los depósitos de armas que los alemanes habían dejado al marcharse, si con ello podían ayudar a liberar su país antes de la llegada del Ejército Rojo.

Sin embargo, decir que los batallones del Ejército Nacional trabajaban «al servicio de los alemanes» era ridículo. El general Wilk, que había combatido a los alemanes desde 1939, no era en absoluto fascista. Ni él ni ningún otro alto cargo dio órdenes de oponerse al Ejército Rojo, en ese momento o más adelante. La aversión de Beria hacia hombres como Wilk era ideológica, y tal vez también una cuestión de egolatría. Detestaba la idea de que unos advenedizos polacos no comunistas pudieran cuestionar a los oficiales soviéticos.

Esa actitud se reflejaba a lo largo de toda la cadena de mando. En un informe enviado al cuartel general en julio, un comandante soviético del Primer Frente Bielorruso dio parte de un encuentro con un «partisano» polaco —como Beria, entrecomilló la descripción—, quien, para sorpresa del comandante soviético, se había comportado como su igual. Señaló que el polaco le había dicho que era «capitán comandante de una división» y que le había pedido armas y ayuda. Unos días después, otro informe de campo describió un encuentro con otro grupo de partisanos polacos que habían atrapado a varios pilotos estadounidenses a los que habían derribado. Los polacos se negaron a entregar a los pilotos al Ejército Rojo cuando se lo ordenaron. «Esos no son partisanos —se quejó el coronel de campo—, ¡son divisiones polacas leales al gobierno polaco en Londres![19]» En realidad, eran ambas cosas. Sin embargo, el coronel no era capaz de ampliar sus miras para incluir a un partisano que no fuera un partisano soviético.

Hacia mediados de verano, toda intención de cooperación se había abandonado y la URSS empezó a tratar abiertamente al Ejército Nacional como a una fuerza hostil. A mediados de julio de 1944, Beria informó a Stalin de que había enviado a 12 000 soldados del NKVD para que «tomen las medidas chequistas necesarias» —es decir, para que utilizaran los métodos de la policía secreta— a fin de arrancar a los partisanos del Ejército Nacional que quedaban en el bosque y «apaciguar» a la población que los había estado alojando y alimentando[20]. Como se ha comentado, también envió al general Iván Serov al mando de todos ellos. Serov ya había supervisado la deportación de «elementos peligrosos» de Polonia oriental y los estados bálticos en 1939-1941, y había organizado la brutal deportación de toda la población tártara de Crimea en 1944. La «pacificación» de naciones pequeñas era su especialidad[21].

Serov actuó con rapidez. El 17 de julio, comandantes del Ejército Rojo, actuando según sus órdenes, invitaron al general Wilk a una reunión. Nada más llegar, lo desarmaron y detuvieron. Durante los dos días siguientes convocaron, desarmaron y detuvieron a muchos de los hombres de Wilk. El 20 de julio, el Ejército Rojo ya había detenido y desarmado a 6000 partisanos del Ejército Nacional, entre ellos a 650 dirigentes[22]. Atraídos por la promesa de apoyo y mejores armas, a casi todos los cogió desprevenidos. El 14 de julio, por ejemplo, a Henryk Sawala, un joven guerrillero partisano, se le dijo que su unidad se uniría a una nueva división polaco-soviética. Su comandante le explicó que recibirían formación durante seis semanas. Después, proseguirían en su avance junto al Ejército Rojo, con el apoyo de la artillería y los tanques soviéticos. Contento ante tal expectativa, Sawala se presentó el 18 de julio ante los oficiales soviéticos que él creía que liderarían esa nueva división. Fue detenido de inmediato.

«Nos recibió un grupo de cincuenta soldados [del NKVD] y nos desarmaron», relató más adelante. Algunos de sus compañeros partisanos se opusieron a la detención, prefiriendo «morir con honor». Sin embargo, como estaban en inferioridad numérica, la mayoría decidieron evitar una matanza innecesaria y entregaron las armas de inmediato. Todos ellos, incluido Sawala, fueron conducidos, bajo vigilancia armada y sin comida, a un campo temporal a unos cuarenta kilómetros de Vilna. Mientras la batalla se prolongaba en el oeste, esos partisanos preparados —hombres que habrían estado encantados de luchar contra los alemanes en retirada— se vieron obligados a vivir hacinados durante días, sin hacer nada: «Dormíamos los unos junto a los otros como sardinas en lata —recordó—, comiendo tan solo pan y arenques[23]».

Finalmente, los convocaron a una reunión y les propusieron un trato. Un soldado vestido con el uniforme del ejército polaco —Sawala recordó que «era difícil entenderlo porque utilizaba más palabras rusas que polacas»— los exhortó a incorporarse a la división polaca del Ejército Rojo y a rechazar al «traicionero» gobierno de Londres. Jerzy Putrament, un escritor comunista polaco, se levantó y repitió el mismo mensaje. La respuesta no fue positiva. Los partisanos arrojaron barro a la cara de Putrament y pidieron el regreso de su comandante. El agitador que hablaba mal en polaco abandonó entonces su tono educado y les espetó que todos ellos terminarían «partiendo piedras» en algún lugar si no se unían al Ejército Rojo de inmediato. Ahora furiosos, la mayoría de los hombres se negaron a hacerlo. Como era de esperar, los deportaron más hacia el este, a campos de trabajos forzados para prisioneros de guerra. A algunos los enviaron aún más lejos, al sistema del Gulag. Sawala terminó en un campo de Kaluga, al sudoeste de Moscú[24]. El ataque al Ejército Nacional se vio complementado con violencia dirigida a cualquiera que pudiera simpatizar con la difícil situación del Ejército Nacional, incluidos los familiares. En total, el NKVD detuvo entre 35 000 y 45 000 personas en los antiguos territorios orientales de Polonia durante los años 1944-1947[25].

Mientras se adentraban en territorios que incluso la URSS reconocía como polacos, los comandantes soviéticos no dejaron de recelar del Ejército Nacional ni de sus dirigentes. Al contrario, a medida que avanzaban por Polonia, los rusos se volvieron más crueles, más contundentes y efectivos. Cuando llegaron a la ciudad de Poznan, en la parte occidental del país, necesitaron tan solo una semana para detener a decenas de miembros del Ejército Nacional, encarcelarlos y someterlos a interrogatorios y torturas brutales. Después de eso, el NKVD llevó a cabo ejecuciones colectivas de miles de personas en los bosques de las afueras de la ciudad[26]. Al mismo tiempo, el Ejército Nacional dejó de tratar al Ejército Rojo en su avance como a un aliado en potencia, y los partisanos del Ejército Nacional dejaron de identificarse ante los nuevos invasores. Algunos abandonaron las armas y se integraron en la población civil. Otros se quedaron en el bosque y esperaron a ver qué sucedía a continuación.

Las historias sobre lo sucedido en Polonia oriental llegaron rápidamente a Varsovia. Si bien los líderes del Ejército Nacional en la capital polaca mantenían tan solo un contacto esporádico con Londres, y aunque sabían poco acerca de cómo se estaba desarrollando la guerra, sí estaban al corriente de que el Ejército Rojo estaba deteniendo y desarmando a sus camaradas. En una atmósfera de confusión y pánico, el 1 de agosto iniciaron el valiente pero desastroso Alzamiento de Varsovia en un intento por derrocar a los nazis y liberar Varsovia antes de que el Ejército Rojo llegara a la parte central de la ciudad. Los alemanes contraatacaron brutalmente. Aviones británicos y estadounidenses, en su mayoría tripulados por aviadores polacos y sudafricanos, dejaron caer comida y munición para los rebeldes, aunque no fue suficiente para garantizarles el éxito. El Ejército Rojo, por entonces justo al otro lado del río, se apostó en la periferia de la zona este y no hicieron nada. Stalin denegó el permiso a los aviones aliados cargados con ayuda para los rebeldes para aterrizar en territorio soviético[27].

Aunque Stalin más adelante fingiría no saber nada del alzamiento, los espías del Ejército Rojo observaron el combate en Varsovia con gran atención y llevaron a cabo un estricto seguimiento del sentir de la población. A principios de octubre, cuando la rebelión se acercaba a su terrible y trágico final, un coronel del Ejército Rojo describió la situación en uno de los muchos informes detallados que llegaron a Moscú. Aunque cientos de miles de personas habían muerto y, en la práctica, la ciudad había dejado de existir —cuando el alzamiento hubo terminado, los alemanes dinamitaron sistemáticamente los edificios que habían quedado en pie y trasladaron a los supervivientes a campos de trabajo forzado—, su principal preocupación fue la relación entre lo que quedaba del Ejército Nacional y la mucho más pequeña Guardia Popular, la Gwardia Ludowa, el brazo armado del partido comunista. Se quejó de que el primero no compartía armas con la segunda. Y lo que era aún peor, los dirigentes del Ejército Nacional estaban difundiendo propaganda negativa sobre la URSS:

En comunicados, enfatizan la ayuda insignificante que los rebeldes han recibido en cuanto a lanzamientos de suministros desde el aire por parte de los soviéticos, y al mismo tiempo elogian los esfuerzos angloamericanos. Así, queda claro que esta organización está preparando acciones contra el Ejército Rojo. […] También se están difundiendo rumores de que el Ejército Polaco [las tropas polacas bajo mando soviético] está formado por espías soviéticos que nada tienen en común con los intereses nacionales polacos[28].

Cuando el alzamiento hubo terminado —después de que Varsovia quedara destruida, los líderes del Estado clandestino polaco estuvieran muertos o en campos de prisioneros alemanes, y unas 200 000 personas fueran asesinadas—, el tono de los informes de los oficiales de rango superior al cuartel general y el de los informes de Beria a Stalin se volvió más severo. El 1 de noviembre, Beria presentó un informe a Stalin en el que describía «la actividad antisoviética de las organizaciones revolucionarias de bandidos polacos blancos nacionalistas», en referencia a la cúpula del Ejército Nacional[29]. Ese mismo mes, los altos cargos soviéticos recomendaron «incrementar las medidas de represión» contra todos los miembros armados del Ejército Nacional. Tropas del Ejército Rojo fueron retiradas del frente, se procuraron más efectivos del NKVD y también fuerzas de la nueva policía secreta polaca fueron enviadas a enfrentarse, literalmente, a la resistencia polaca[30]. Gracias, sobre todo, a los refuerzos del NKVD, 3692 miembros del Ejército Nacional quedaron arrestados en la tercera semana de noviembre de 1944. El 1 de diciembre, la cifra ascendía a 5069[31].

El crudo enfrentamiento en la capital radicalizó a la población polaca. Muchos de los que habían esperado un final romántico y triunfal de la guerra ahora se sumieron en el nihilismo. En años posteriores, el Alzamiento de Varsovia se recordaría a menudo como un heroico último asalto en favor de la independencia de Polonia, y sus líderes se convertirían en héroes, primero de la resistencia anticomunista, y después del Estado poscomunista. La Varsovia contemporánea está llena de monumentos al levantamiento, y las calles y plazas de Varsovia llevan los nombres de sus líderes y combatientes. Sin embargo, en el invierno de 1944-1945, cuando se hizo evidente la realidad de la destrucción de la ciudad y a medida que aumentaba la brutalidad del Ejército Rojo, todos consideraron que el alzamiento había sido un terrible y desastroso error. Andrzej Panufnik, un músico y compositor muy patriótico, había estado fuera de la ciudad cuidando a su madre enferma cuando se produjeron los hechos. Cuando su padre regresó de la ciudad y empezó a describirle el «valiente sacrificio de hombres, mujeres y niños», Panufnik «tuvo el convencimiento de que el Alzamiento había sido un error terrible basado en la falsa esperanza de que los rusos acudirían al rescate[32]». Szymon Bojko, un polaco que servía en la División Kosciuszko, la división polaca del Ejército Rojo, llegó a la ciudad en los últimos días del alzamiento y la vio arder desde el otro lado del río. «Experimenté una sensación de desastre —recordó después—. Nada político. Solo un mal presentimiento[33].» En palabras del historiador Andrzej Friszke, el fracaso creó «un profundo pesimismo, una crisis de fe en Occidente, y la cruda evidencia de la dependencia que el país tenía de Rusia[34]

El pesimismo se volvería aún más profundo unos meses después, cuando la noticia del acuerdo de Yalta llegó a Polonia. Los polacos analizaron minuciosamente el lenguaje impreciso del tratado, en particular la petición de unas «elecciones libres y sin obstáculos» que no podrían ser controladas ni impuestas. Yalta se entendió, entonces y más adelante, como una traición occidental. Finalmente, la realidad se hizo evidente: los aliados occidentales no iban a ayudar a Polonia. El Ejército Rojo se mantendría en el poder en el Este[35].

Después de Yalta, los líderes del Ejército Nacional jamás volvieron a tener la misma autoridad. Tras el alzamiento, la organización había reconstruido sus estructuras bajo el liderazgo del general Leopold Okulicki. Sin embargo, sin los aliados occidentales y sin las decenas de miles de jóvenes combatientes que habían muerto en Varsovia, muchos polacos perdieron la fe en su capacidad de luchar contra la URSS. Consciente de haber perdido su legitimidad, Okulicki disolvió oficialmente el Ejército Nacional en enero. En su último mensaje, profundamente emotivo, pidió a sus soldados que no perdieran la fe:

Intentad ser los guías de la nación y los creadores de un Estado polaco independiente. En esta actividad, cada uno de nosotros debe ser su propio comandante. Con la convicción de que obedeceréis esta orden, de que os mantendréis leales solo a Polonia, a fin de facilitar vuestro futuro trabajo, y con la autorización del presidente de la república polaca, os eximo de vuestro juramento y disuelvo las filas del [Ejército Nacional][36].

Tras haber pedido a sus compatriotas que renunciaran a su pertenencia a la resistencia, el propio Okulicki se retiró. El resto de los dirigentes del Ejército Nacional también se mantuvieron ocultos, a la espera de un futuro mejor. Sin embargo, ese futuro no llegó. A finales de febrero, el NKVD estableció contacto con Okulicki y sus comandantes, y los invitó a una reunión con el general Serov en la periferia de Varsovia. Conscientes de que la policía secreta soviética conocía sus identidades, convencidos de que el Tratado de Yalta obligaba a la Unión Soviética a incluir a algunos no comunistas en el nuevo gobierno polaco, y con la esperanza de una salida mejor, asistieron a ella.

Ninguno de ellos regresó. Al igual que el general Wilk antes que ellos, dieciséis hombres fueron detenidos, trasladados a Moscú, encarcelados en la Lubianka (la prisión más conocida de la Unión Soviética) y acusado con arreglo a las leyes soviéticas de «preparar un alzamiento armado contra la URSS en alianza con los alemanes». En otras palabras, fueron acusados de tendencias «fascistas». La mayoría de ellos fueron condenados a largas penas en campos de concentración. Tres de esos hombres, entre ellos Okulicki, terminaron muriendo en prisión.

Las detenciones cumplieron el doble objetivo de dar una lección a la resistencia polaca y comunicar al mundo exterior las intenciones soviéticas. También enviaron un mensaje a los comunistas polacos, algunos de los cuales habían confiado ganarse a los partidarios del Ejército Nacional de manera legítima. En notas que escribió más adelante, Jakub Berman señaló que las detenciones habían «sorprendido y preocupado» a sus camaradas, que habían planeado debilitar a los dirigentes del Ejército Nacional mediante una política de «divide y vencerás», obligándolos a pelearse entre sí de manera que, al final, Okulicki y el resto se hubieran vuelto impopulares. Sin embargo, la detención de los dieciséis hombres unió a una gran parte de la sociedad en contra de los comunistas[37].

El repentino secuestro de la cúpula de la resistencia polaca también provocó la primera ruptura seria en la alianza entre la URSS y las potencias anglosajonas. En una carta dirigida a Roosevelt, Churchill describió esas detenciones como un momento decisivo: «Este caso debe servirnos para establecer las bases entre nosotros y los rusos sobre el significado que debe atribuirse a términos como democracia, soberanía, independencia, gobierno representativo y elecciones libres y sin restricciones[38]». Como los acontecimientos posteriores demostrarían, Churchill hizo bien en cuestionar la interpretación que los rusos hicieron de las palabras que componían el acuerdo de Yalta, el cual pasó rápidamente de parecer impreciso a no tener ningún sentido.

Después de la detención de la cúpula del Ejército Nacional, parte de la población polaca decidió que no le quedaba otra cosa que hacer sino aprender a vivir bajo un régimen de corte soviético. Sin embargo, otros sacaron la conclusión opuesta y decidieron que no quedaba otra cosa que hacer sino luchar. En la primavera de 1945, un numeroso grupo de partisanos antinazis y anticomunistas, las Fuerzas Armadas Nacionales (Narodowe Siły Zbrojne, o NSZ), una agrupación nacionalista a la derecha política de la resistencia, había decidido tomar ese camino. En lugar de seguir las órdenes del Ejército Nacional de terminar con la lucha, sus dirigentes decidieron continuar batallando. Mientras el grueso del Ejército Rojo avanzaba hacia el oeste en dirección a Alemania, se reagruparon en los bosques de Polonia oriental, en particular alrededor de Lublin y Rzeszów, donde se entregaron a la nueva lucha[39]. Su objetivo, tal como se desprende de manera bastante detallada de un documento de la policía secreta polaca, era «la matanza de los trabajadores del Departamento de Seguridad Pública», mediante «desapariciones silenciosas (ahogamientos, secuestros, torturas) o disparándoles directamente[40]».

En el vacío que se produjo tras la disolución del Ejército Nacional empezaron a formarse nuevos grupos. El más famoso fue Wolnosc i Niezawisłosc —»Libertad e Independencia»—, más conocido como WiN. Jan Rzepecki, su líder, había sido oficial del Ejército Nacional. A diferencia del Ejército Nacional de línea predominante, él y sus colegas decidieron permanecer en la clandestinidad tras el fracaso del Alzamiento de Varsovia. Mantuvieron sus identidades en secreto, siguieron observando las estrategias de conspiración y se comunicaron mediante códigos y contraseñas. Su intención era permanecer como organización civil, aunque mantuvieron el contacto con partisanos armados de toda clase. Hasta octubre de 1946 subvencionaron un periódico, Polska Niezawisła («Polonia Independiente»), cuyo director defendía que los polacos no deberían sentirse tentados a aceptar un statu quo que él definía como «terror soviético[41]». El NKVD identificó y detuvo a Rzepecki poco después, en noviembre de 1945. Lo interrogaron y lo obligaron, o convencieron, para que revelara el nombre de sus colegas. Lo dejaron libre con la condición de que persuadiera al resto de los miembros de la resistencia de que revelaran su identidad, lo que algunos hicieron.

Empezando de cero, WiN se reconstituyó una vez más. Su «Segunda Ejecutiva» despegó en diciembre de 1945 y duró casi un año, manteniendo cierta comunicación con el mundo exterior a través de largas cadenas de correos y mensajeros que se pasaban notas inescrutables de uno a otro durante muchas semanas. Finalmente, después de que una mujer que trabajaba para WiN fuera capturada en la frontera y descubrieran que llevaba un mensaje cifrado, la cadena se deshizo y los cabecillas fueron de nuevo capturados y torturados para conseguir más nombres. Con el tiempo se constituyeron una Tercera Ejecutiva y una Cuarta Ejecutiva, pero la policía secreta polaca se infiltró en ambas desde el principio, probablemente siguiendo un plan soviético (los bolcheviques habían creado una falsa «oposición» rusa durante la década de 1920 para atraer también a espías extranjeros). Después de que la Cuarta Ejecutiva fuera disuelta, la policía secreta creó su propia pseudo-WiN, que mantenía el contacto con extranjeros ingenuos, así como con aquellos polacos que estaban en la inopia e ignoraban que la «organización clandestina» era una operación policial. WiN existió en ese estado lamentable hasta 1952, aunque algunos de sus antiguos miembros lograron vivir escondidos durante largos períodos.

La historia de WiN se utiliza a menudo como ejemplo de lo inútil de la resistencia anticomunista en el período inmediatamente posterior a la guerra, y sin duda en la época se percibió así. Sin embargo, también es posible considerar la triste historia de WiN como un testimonio del deseo de resistencia de los polacos. Unos 10 000 miembros de la organización fueron detenidos, torturados y encarcelados. Otros cientos fueron ejecutados. Pese a la presión a la que estaba sometido el grupo, y pese a la obsesión con que sus miembros fueron perseguidos, en su momento de máximo apogeo WiN tuvo entre 20 000 y 30 000 miembros[42].

Entre los grupos de resistencia polacos de posguerra, WiN era poco usual por su tamaño y por el hecho de mantener algunos vínculos teóricos con la cadena de mando del antiguo Ejército Nacional. La mayoría de los otros grupos eran muy pequeños y a menudo estaban constituidos en su totalidad por jóvenes que se inspiraban en una idea del Ejército Nacional, al que no habían podido unirse por motivo de su edad, o que se hacían llamar NSZ sin saber en realidad lo que era esa organización ni lo que representaba. Un grupo de partisanos de trece miembros que se bautizó como Juventudes del Ejército Nacional empezó a reunir armas en los bosques al sur de Cracovia después de 1945, por ejemplo, y estuvo practicando con ellas en secreto hasta que todos sus miembros fueron detenidos en 1950[43].

Mientras las tropas soviéticas avanzaban hacia el oeste para el asalto final de Berlín, la situación se volvió todavía más complicada. Cuando el Ejército Rojo abandonaba una región, a menudo sucedía que grupos partisanos de todas las tendencias políticas volvían a instalarse en ella: grupos de las NSZ, ex soldados del Ejército Nacional, partisanos ucranianos que luchaban por la independencia de Ucrania. Todos ellos resueltos a combatir contra el Ejército Rojo y sus aliados polacos, aunque a veces se enfrentaban también entre sí. A pesar del caos, algunos permanecieron fieles a los ideales de la vieja resistencia. Otros pasaron a depender de los robos para mantenerse con vida y degeneraron en bandas semidelictivas. Entre ellos estallaban con frecuencia violentas batallas, sobre todo entre polacos y ucranianos.

Si bien la URSS había «pacificado» la zona oriental de Polonia en el verano de 1944, a la primavera siguiente el este se vio sacudido por lo que, en rigor, debería describirse como una guerra civil. Para los comunistas y sus aliados, las poblaciones y los bosques de los alrededores de Lublin se volvieron inseguros, y durante un tiempo incluso la propia ciudad fue una zona peligrosa. Según un informe presentado en mayo de 1945, el trabajo de «todos los órganos de partido y del gobierno» se había detenido por completo en la zona. En cuatro distritos locales, la policía había dejado de existir, bien porque los partisanos la habían desarmado, o porque directamente habían asesinado a sus miembros[44]. Poco después, a Stalin, que aún celebraba la rendición alemana, se le informó, en términos sumamente alarmistas, de que «en Polonia la resistencia contraria al Estado continúa activa en todas partes[45]». Otros cinco regimientos del NKVD, además de un batallón motorizado, fueron debidamente convocados para ayudar una vez más a la desventurada policía secreta polaca[46].

En agosto de 1945, el ministro de Seguridad Pública, Stanisław Radkiewicz, asistió a una reunión regional del Departamento de Seguridad en Lublin y escuchó algunas verdades dolorosas. Un alto cargo de seguridad de la zona calculó que no más del 20 por ciento de la población de su distrito apoyaba al nuevo régimen. Otro explicó que no habían conseguido introducir a ningún agente en el movimiento partisano anticomunista armado porque «no quieren cooperar». Otros opinaron que la situación mejoraría porque los campesinos se habían cansado de ayudar a los partisanos, algunos de los cuales robaban comida a menudo. Sin embargo, todos los presentes estuvieron de acuerdo en que las «bandas» seguían siendo un problema importante. Algunas se escondían en los bosques, otras trabajaban en las granjas durante el día, pero «cuando se daban la señal acordada, se reunían y llevaban a cabo un acto delictivo[47]». Agredían a menudo a policías de seguridad, miembros del partido comunista y otras personas que colaboraran con ellos.

Sin embargo, aunque continuaba con su lucha, la resistencia armada parecía ser consciente de su trágica situación. Sus miembros estaban exhaustos tras la larga batalla con los alemanes. Muchos llevaban ya cinco o seis años viviendo en los bosques. Con frecuencia muy jóvenes, habían perdido meses o años de escolarización. Sabían que la rendición significaba el fin de su sueño de independencia nacional, pero también eran conscientes de que estaban luchando contra un enemigo nuevo y más indeterminado. En el ejercicio de sus funciones, se les pedía que asesinaran no a ocupantes alemanes, sino a comunistas y policías polacos. A algunos de ellos, tales obligaciones les parecieron fratricidas y quisieron abandonar la causa. A otros les sentó mal su abandono. En 1946, una banda armada dio una paliza a dos maestros de escuela, ambos antiguos miembros del Ejército Nacional, acusándolos de «colaboración» por el hecho de haber vuelto a su vida cotidiana[48]. Finalmente, decenas de miles aceptaron la primera de una serie de «amnistías», entregaron las armas y regresaron a la vida civil.

A muchos, la experiencia les marcó amargamente. Lucjan Grabowski, el joven guerrillero de la región de Białystok, permaneció con su unidad del Ejército Nacional hasta que le pidieron que asesinara a uno de sus miembros acusado de traición. Como sospechaba que el hombre era inocente, se negó a cumplir la orden. «Fueron tiempos terribles, de hermanos matándose entre sí por cualquier razón.» Finalmente, «empecé a cobrar conciencia de algunos hechos a los que hasta entonces no había prestado atención y en los que no había pensado demasiado. Muchos de mis amigos, antiguos partisanos, se habían marchado a Occidente. Otros habían empezado a ir a la universidad, o estaban terminando en el instituto y trabajando. Y yo seguía luchando, por quinto año consecutivo». Grabowski entregó las armas junto a otros cuarenta hombres, en su mayoría de WiN. Todos tenían lágrimas en los ojos: «Salimos del edificio de la policía secreta sin armas, y siendo personas distintas a las que habíamos sido unas horas antes[49]».

Otros siguieron luchando. Grupos reducidos de hombres —una o dos docenas— permanecieron en los bosques durante muchos años. Un pequeño grupo de partisanos de las NSZ se entregó en 1956, tras la muerte de Bolesław Bierut. Michał Krupa, que actuaba en solitario, permaneció escondido hasta que finalmente lo localizaron y lo detuvieron en 1959[50]. Sin embargo, muchos de los que continuaron combatiendo lo hicieron conscientes de que era en vano.

Entre ellos se encontraba un dirigente de la resistencia conocido con el seudónimo Mewa. Según la policía de seguridad polaca que rastreó sus movimientos, Mewa, que luchó con el Ejército Nacional durante la guerra, había regresado a la lucha armada en 1945, presa de la desesperación y la desilusión: mostraba tendencias suicidas y un perfil psicológico sobre él aseguraba que «quiere morir». Muchos de los trescientos miembros de su banda —algunos antiguos miembros del Ejército Nacional, algunos desertores de la división polaca del Ejército Rojo— se sentían del mismo modo. La mayoría de ellos procedían del sudeste de Polonia, y tenían la moral por los suelos. En mayo de 1945 celebraron una misa al aire libre y prometieron lealtad al gobierno polaco en el exilio en Londres: un gobierno que ni sus aliados ni nadie reconocía como legítimo, como todos los presentes sabían muy bien.

A partir de ese momento, el grupo de Mewa fue decreciendo lentamente. En los meses siguientes, muchos de los hombres de Mewa regresaron a las granjas de sus familias o decidieron abandonar la zona y dirigirse a los antiguos territorios alemanes, ahora parte de la Polonia occidental, a fin de comenzar una nueva vida. Algunos de los que se quedaron empezaron a robar a la población ucraniana, que en ese momento aún constituía un porcentaje elevado de los habitantes del sudeste de Polonia. En más de una ocasión, incendiaron aldeas ucranianas, que quedaron reducidas a cenizas. El documento de archivo sobre sus acciones dice mucho acerca de su desesperación. En enero de 1945 atacaron al director de una fábrica, un comunista polaco, y robaron 100 zlotys. En abril robaron dos caballos. En julio asesinaron a un campesino ucraniano y arrojaron el cadáver al río. A finales de 1945, la policía local estaba trabajando con empeño, si bien no muy competentemente, para disolver el grupo de Mewa. Infiltraron a dos agentes en la banda, y pronto descubrieron que uno se había vuelto en su contra y que el otro había sido descubierto y asesinado. Su cuerpo también fue arrojado a un río. Durante el año y medio que estuvo activo, el grupo llevó a cabo 205 ataques y asesinó a muchos funcionarios comunistas locales hasta que finalmente, en julio de 1947, Mewa fue capturado. Como él mismo debía de suponer, lo condenaron a muerte[51].

Una década después, la ambigüedad de ese momento fue capturada a la perfección en Cenizas y diamantes, el clásico del cineasta Andrzej Wajda sobre este período. La película narra la historia de un partisano enfrentado a un dilema: tiene que elegir entre una joven a la que acaba de conocer y el asesinato político que le han ordenado que cometa. Elige el asesinato, pero mientras lo lleva a cabo recibe un disparo. En la escena final, sale corriendo, tropieza y finalmente muere en un campo lleno de basura. La metáfora fue lo suficientemente clara para el público polaco: las vidas de los jóvenes que se habían unido a la resistencia habían terminado en la montaña de basura de la historia.

Si bien resulta difícil calcular cifras precisas, el propio NKVD estimó que en 1945, solo entre enero y abril, arrestó a unas 215 540 personas en Polonia. De esa cantidad, 138 000 fueron alemanas o Volksdeutsche, gente de la zona que aseguraban ser de ascendencia alemana. En ese período de cuatro meses, detuvieron también a unos 38 000 polacos, que fueron enviados a campos de concentración de la URSS. Unos 5000 murieron «en el transcurso de la operación y la investigación[52]». Entre ellos debieron de encontrarse miles de hombres de Mewa que lucharon hasta el final, conscientes de que perderían.

Una vez finalizada la guerra no hubo una resistencia continua ni armada a la ocupación soviética de Alemania del Este. Hitler había esperado que la hubiera: antes de suicidarse exhortó a los alemanes a luchar hasta la muerte, a incendiar ciudades, a sacrificarlo todo en una última lucha violenta. También ordenó a la Wehrmacht que creara batallones de jóvenes que habrían de llevar a cabo una lucha partisana contra el Ejército Rojo tras su muerte.

Esos batallones de jóvenes eran los «Hombres Lobo», que aparecieron con tanta frecuencia en la propaganda nazi y en la aliada, pero que en realidad fueron tan mitológicos como su nombre daba a entender. Tras la muerte de Hitler y la derrota de Alemania, simplemente se disolvieron: se había roto el hechizo. Erich Loest, más adelante un destacado novelista de Alemania del Este, era un joven líder de las Juventudes Hitlerianas de veinticinco años y un oficial subalterno de la Wehrmacht cuando lo reclutaron para el movimiento de los Hombres Lobo. Le informaron sobre su nueva función durante las últimas semanas de la guerra e incluso recibió instrucción como guerrillero a fin de prepararlo para la ocupación rusa. Sin embargo, cuando los rusos entraron en Mittweida, su ciudad natal en Sajonia, la lucha de la resistencia era lo último que le ocupaba el pensamiento. En lugar de combatir contra el Ejército Rojo, su familia lo ayudó a huir a la granja de su tía al oeste, donde podría rendirse con toda seguridad a los estadounidenses.

En los años inmediatamente posteriores a la guerra, Loest jamás comentó su formación como Hombre Lobo —«No soy estúpido», me dijo—, y nunca lo detuvieron. Otros tuvieron menos suerte. Durante los últimos días de la guerra, las SS ordenaron a todos los adolescentes de Mittweida que asistieran a una conferencia sobre los Hombres Lobo. No se impartió formación ni se hizo ningún juramento, pero sí se pasó una lista de asistencia entre los presentes. Las autoridades soviéticas encontraron la lista después del final de la guerra. «No había habido nada más que esa conferencia, pero todos fueron detenidos. Detenidos durante un año», explicó Loest[53].

La base legal para esas detenciones fue la orden 00315 de la Administración Militar Soviética, emitida el 18 de abril de 1945. Ese mandato ordenó el internamiento inmediato, sin investigación previa, de «espías, saboteadores, terroristas y activistas del partido nazi», así como el de aquellas personas que mantuvieran dispositivos de impresión y radiodifusión «ilegales», personas que poseyeran armas, y antiguos miembros de la administración civil alemana. La orden se asemejaba a las regulaciones establecidas en las otras zonas de ocupación aliada, en las que los nazis «activos» también eran interrogados masivamente[54]. La diferencia entre la zona soviética y otras zonas era de grado: en la práctica, el orden soviético posibilitaba detener a casi cualquiera que ostentara una posición de autoridad, hubiera sido o no nazi. Policías, alcaldes, empresarios y agricultores prósperos eran buenos candidatos, pues no podían haber tenido tanto éxito a menos que hubieran colaborado.

En el momento de la Conferencia de Potsdam a principios de agosto, la definición de quién podía ser recluido se había ampliado aún más. En un feo palacio Hohenzollern rodeado de verdes jardines, los aliados —Stalin y ahora Harry Truman y Clement Attlee (tras la muerte de Roosevelt y la derrota electoral de Churchill)— emitieron una nueva declaración que establecía que «dirigentes nazis, simpatizantes nazis influyentes y altos cargos de organizaciones e instituciones nazis, así como cualquier otra persona peligrosa para la ocupación o sus objetivos será detenida y recluida» (la cursiva es mía[55]). Para la URSS, esa era una formulación ideal: «Cualquier otra persona peligrosa para la ocupación o sus objetivos» constituye, sin duda, una categoría muy amplia, y podía ampliarse para incluir a quienquiera que el NKVD aborreciera por cualquier motivo.

Como era de prever, el Ejército Rojo estableció tribunales militares y juicios sin abogados ni testigos que continuaron durante varios años. Estos eran totalmente distintos a los juicios de Nuremberg, que crearon de manera conjunta todos los aliados para juzgar a los líderes nazis de más alto rango, y estaban al margen de la ley internacional. En ocasiones, las condenas se dictaban en base al artículo 58 del código penal soviético, el estatuto utilizado para detener a los presos políticos en la Unión Soviética y que tampoco guardaba ninguna clase de relación con la ley alemana. A veces, las sentencias se traducían al alemán, pero se escribían en alfabeto cirílico, de modo que los acusados no las podían leer. A menudo, los presos se veían obligados, tras recibir duras palizas y otra clase de torturas, a firmar documentos que no entendían. Wolfgang Lehmann, a los quince años, firmó un documento en el que se declaraba que había hecho volar dos camiones, aunque en el momento no supo lo que firmaba. Otros juicios se celebraron en Moscú, donde los presos fueron condenados in absentia por jueces soviéticos. Semanas después descubrirían lo que había sucedido[56].

Algunos de los detenidos efectivamente habían sido nazis, aunque no necesariamente figuras importantes. Se llevaron a cabo muy pocos esfuerzos para separar a los verdaderos criminales de los burócratas u oportunistas de poca monta. Sin embargo, además de a los nazis, las detenciones pronto alcanzaron también a miles de personas que eran demasiado jóvenes para haber sido nazis —Manfred Papsdorf fue detenido cuando tenía trece años—, y a muchas otras que, como los adolescentes de Mittweida, tan solo eran culpables de haber estado en el lugar equivocado en el momento equivocado[57]. Unos cuantos fueron detenidos por mostrar un entusiasmo excesivo por la liberación. En 1945, Gisela Gneist tenía quince años y estaba embelesada por la idea de democracia, una palabra que oía a menudo en la radio de las Fuerzas Armadas estadounidenses. Gneist vivía en Wittenberg y estaba resentida con los soldados soviéticos de su ciudad, algunos de los cuales habían establecido un burdel en el piso superior de su edificio. Gneist deseaba algo mejor y junto a otros adolescentes creó un «partido político», con sus códigos secretos elementales. No tenían ni idea del peligro potencial, ni una ideología muy elaborada. «Mi idea de libertad —recordó— era que la gente debería poder expresarse libremente. No sabía lo que era el comunismo, nunca había oído hablar de él[58]

Gneist fue detenida en diciembre de 1945, junto a una veintena de «compañeros de partido», todos adolescentes. La metieron en una «celda sin ventanas» junto a otras veinte mujeres, algunas de las cuales habían ido a la escuela con ella. El retrete era una botella de leche. Había bichos por todas partes, y piojos. Un funcionario soviético la interrogó en ruso durante varios días seguidos, en presencia de un traductor muy poco competente. También la golpeó en la espalda y en las piernas hasta hacerle sangre. Gneist, que aún no había cumplido los dieciséis años, finalmente confesó: admitió haber formado parte de una «organización contrarrevolucionaria». Un tribunal militar la declaró culpable en enero de 1946 y la condenó, como si fuera una auténtica criminal de guerra, a una pena de encarcelamiento en Sachsenhausen[59].

Por muy sorprendente que pueda resultar a quienes no estén familiarizados con este curioso giro de la historia, Sachsenhausen, un famoso campo de concentración nazi, experimentó una metamorfosis después de la guerra y tuvo una segunda vida, como sucedió también con el igualmente famoso campo de concentración de Buchenwald. Las tropas estadounidenses que liberaron Buchenwald en abril de 1945 habían obligado a los ciudadanos más destacados de Weimar a pasear por los barracones del campo y observar a los supervivientes famélicos, las fosas comunes y los montones de cadáveres apilados como leña junto a ellas. Cuatro meses después, las tropas soviéticas que posteriormente se hicieron con el control de la región de Weimar habían vuelto a instalar a prisioneros en esos mismos barracones, y finalmente los enterraron en fosas similares. Llevaron a cabo la misma práctica en muchos lugares. Auschwitz fue otro de los muchos campos de trabajos forzados de Polonia que se reutilizó de algún modo después de la guerra[60].

Los rusos rebautizaron el campo de Buchenwald como «Campo Especial Número Dos», y Sachsenhausen se convirtió en el «Campo Especial Número Siete[61]». En total, habría diez campos construidos o reconstruidos en la Alemania ocupada por los nazis, además de varias prisiones y otros lugares de encarcelamiento menos formales. Estos no eran campos comunistas alemanes, sino más bien campos soviéticos. La administración central del Gulag del NKVD los controlaba a todos directamente desde Moscú, en algunos casos hasta los últimos detalles. El NKVD enviaba instrucciones desde Moscú sobre cómo celebrar la festividad del 1 de mayo en sus campos alemanes, por ejemplo, y seguía muy de cerca la condición «político-moral» de los guardias[62]. Todos los altos mandos de los campos eran personal militar soviético, aunque en algunos también había empleados alemanes, y los campos estaban diseñados siguiendo el modelo soviético. Un interno de Kolymá o de Vorkutá se habría sentido de inmediato como en casa.

Sin embargo, los campos especiales alemanes no eran campos de trabajos forzados al estilo de los que el NKVD dirigía en la propia Unión Soviética. No estaban vinculados a fábricas ni a otros proyectos de construcción, como solían estarlo los campos soviéticos, y los prisioneros no salían a trabajar. Por el contrario, los supervivientes a menudo describen el insoportable aburrimiento que sufrían al tener prohibido trabajar, salir de los barracones, caminar o moverse. En el campo de concentración de Ketschendorf, los internos suplicaban que les dejaran trabajar en las cocinas para realizar alguna actividad (y, por supuesto, para tener acceso a más comida[63]). En Sachsenhausen había dos zonas, y solo en una de ellas tenían permitido trabajar. Esa era, con mucho, la preferida de los prisioneros[64].

Los campos especiales tampoco eran campos de exterminio al estilo de los construidos por los nazis. No había cámaras de gas, y no enviaban a los prisioneros a Sachsenhausen para ser asesinados de inmediato. No obstante, eran sumamente letales. De las aproximadamente 150 000 personas que fueron encarceladas en campos del NKVD en Alemania del Este entre 1945 y 1953 —de las cuales 120 000 eran alemanas y 30 000 ciudadanos soviéticos—, alrededor de una tercera parte murieron de inanición y enfermedad[65]. Los prisioneros eran alimentados con pan negro y húmedo, y con una sopa de col tan desagradable que Lehmann, a quien más adelante enviaron al Gulag, recordó que «en Siberia, la comida era mejor y más frecuente[66]». No había medicamentos ni médicos. Los piojos y otros parásitos contribuían a la rápida propagación de las enfermedades. En el invierno de 1945-1946 hizo tanto frío que en la zona de mujeres de Sachsenhausen las prisioneras quemaban listones de las camas para entrar en calor[67]. Como ocurrió en tantas instituciones penales soviéticas, los prisioneros no morían asesinados, sino porque eran desatendidos, porque nadie les prestaba atención y, en ocasiones, porque se olvidaban de ellos.

El objetivo explícito de los campos especiales soviéticos en Alemania oriental no eran los trabajos forzados o el asesinato, sino el aislamiento: los campos especiales estaban destinados a apartar a la gente sospechosa del resto de la sociedad, al menos hasta que los nuevos ocupantes soviéticos se hubieran situado. Se consideraban una medida preventiva más que punitiva, diseñada fundamentalmente para mantener aislada a la gente que pudiera oponerse al sistema, y no para encarcelar a quienes ya lo habían hecho. En el Gulag soviético se permitía cierto grado de contacto con el mundo exterior, y los internos podían incluso recibir visitas de vez en cuando. En cambio, durante los tres primeros años de existencia de los campos alemanes de posguerra, los prisioneros no podían enviar ni recibir cartas, y no tenían acceso a ninguna información del mundo exterior. En muchos casos, sus familiares no sabían qué les había sucedido ni dónde estaban. Simplemente habían desaparecido.

Con el transcurso del tiempo, las condiciones fueron mejorando, en parte gracias a la presión exterior. La desaparición repentina de tantos jóvenes desesperó a sus familiares, que bombardearon a los funcionarios con peticiones de información. Por lo general, las autoridades alemanas no eran de gran ayuda. En 1947, un funcionario de la zona avisó a los familiares de la región de Turingia que «tal vez descubrirían algo más si le preguntaran al fiscal ruso en Weimar[68]». Los funcionarios soviéticos remitían a su vez las peticiones a la cadena de mando y, en medio del caos general, la gente se perdía. Un estudiante alemán desapareció en 1945 y, finalmente, sus padres lo encontraron en 1952[69]. Eso sucedió cuatro años después de que la Administración Militar Soviética en Alemania hubiera accedido a permitir que los prisioneros comunicaran su paradero a los miembros de su familia[70]. En ese mismo año, el NKVD había elevado la cuota de alimentos para los campos a fin de reducir la alta tasa de mortalidad y de aplacar a los dirigentes de Alemania del Este que pedían cambios a las autoridades soviéticas[71].

Esas detenciones, junto a la detención de soldados de la Wehrmacht en la Unión Soviética (algunos permanecerían allí hasta la década de 1950), se convirtieron en una importante fuente de conflicto entre la población y las nuevas autoridades. Sin embargo, también contribuyeron a crear una nueva serie de normas en cuanto a comportamiento público. La mayoría de los recién liberados alemanes no eran comunistas y no sabían qué esperar de las fuerzas de ocupación soviéticas. La detención y el encarcelamiento de miles de jóvenes debido a la más remota sospecha de cualquier forma de política «antisoviética» marcaron de inmediato la pauta para otros. Para muchos fue una primera lección sobre la necesidad de censurarse en público. Si una adolescente como Gisela Gneist podía ser detenida por hablar sobre democracia, entonces una implicación política más seria conllevaría sin duda una pena mucho mayor.

Los ex prisioneros y sus familiares estaban todavía más asustados. Tras su liberación, raramente hablaban de lo que les había sucedido. Lehmann, que había estado en el campo alemán de Ketschendorf y en el Gulag soviético, no le comentó a su mujer que había estado en ellos hasta después de 1989[72]. El uso de una violencia selectiva y la creación de campos para enemigos potenciales del régimen también formaron parte de una política soviética más amplia. El Ejército Rojo y el NKVD sabían que en sociedades tan vacilantes e inestables como las que constituían la Europa del Este en la época de posguerra, las detenciones masivas podrían resultar contraproducentes. Sin embargo, las detenciones dirigidas cuidadosamente a gente que se expresara sin reservas podrían tener una repercusión mucho mayor: si detienes a una de esas personas, otras diez quedarán atemorizadas.

Los rusos que llegaron a Budapest en enero de 1945 sabían muy poco acerca de la nación cuya capital acababan de conquistar. La mayoría de ellos supusieron que habían llegado a un país habitado en su totalidad por colaboradores nazis —Hungría había sido un aliado de Alemania durante la invasión de la URSS—, y con frecuencia les costaba creerse que los trataran como a liberadores. Como en Alemania, seguían órdenes de detener a todos los fascistas a los que pudieran identificar. Sin embargo, mientras que en Alemania habían buscado a Hombres Lobo y en Polonia habían perseguido al Ejército Nacional, en Hungría parecían no saber cómo identificar con exactitud a un fascista.

Como resultado, las primeras detenciones que llevaron a cabo en Hungría fueron con frecuencia arbitrarias. Paraban a hombres por la calle, les decían que se los llevarían a hacer unos «trabajitos» —malenkaya rabota en ruso, una expresión que se «hungarizó» como málenkij robot— y se los llevaban en convoyes. A continuación se adentraban en territorio de la Unión Soviética y no regresaban hasta al cabo de muchos años. Al principio daba la impresión de que cualquiera serviría. Un testigo presencial de una población del este de Hungría recordó que a los pocos días de haber entrado en su ciudad, los soldados empezaron a reunir a gente: «No solo hombres, sino también muchachos, niños de dieciséis o diecisiete años, incluso a uno de trece. Por mucho que gritáramos y suplicáramos, ellos no reaccionaban, tan solo nos apuntaban con sus armas y ordenaban a la gente que saliera de sus casas, a veces sin llevarse nada, ni ropa, ni comida, tal como estaban en ese momento. […] No sabíamos adónde se los llevaban, ellos solo decían “málenkij robot, málenkij robot[73]”».

A algunos se les consideraba sospechosos porque parecían adinerados o porque poseían libros. George Bien, en ese momento un joven de dieciséis años, fue detenido junto a su padre porque tenía una radio de onda corta. Lo interrogaron como a un espía, lo obligaron a confesar y a firmar un documento en ruso de treinta páginas, del que no entendió una sola palabra. Bien terminó en los campos de Kolymá y no regresó a su país hasta 1955[74].

Las tropas soviéticas también parecían haber recibido órdenes de buscar a alemanes, quienes, según sus informaciones, debían de ser bastantes. En la práctica, esto se tradujo en que a todos aquellos cuyos nombres sonaban alemanes (muy comunes en los antiguos territorios de los Habsburgo) los trataban de inmediato como criminales de guerra. József Révai, que se convertiría en uno de los comunistas húngaros más importantes, se quejó a Rákosi a principios de enero de que los soldados rusos parecían tener un «cupo» que debían cubrir, y que se llevaban como a alemanes a «personas que no sabían ni una palabra de alemán; gente que era probadamente antifascista estaba internada[75]». El resultado de esas políticas fue que entre 140 000 y 200 000 húngaros fueron detenidos y deportados a la URSS después de 1945. La mayoría de ellos terminaron en los campos del Gulag[76].

Muchos otros se quedaron en Hungría. El internamiento —encarcelamientos sin juicio— se había convertido en algo común en Hungría a finales de la década de 1930, pero ahora se había extendido. Los «tribunales populares» se crearon para juzgar, sentenciar y en algunos casos ejecutar a colaboradores nazis. Algunos de esos juicios se convirtieron en importantes actos públicos, con la esperanza de concienciar a los húngaros sobre los crímenes del pasado. Incluso en ese momento, muchos se dieron cuenta de que los húngaros de a pie los descalificaban como ejemplo de «justicia de los vencedores». Unos años después, algunos de los veredictos serían anulados con el argumento de que había llegado la hora de abandonar el «carácter de represalia de los castigos[77]».

Tampoco se percibían como justos. Si bien las decisiones sobre los internamientos y los juicios estaban nominalmente bajo control húngaro, en general se asumía que el NKVD tenía influencia en los tribunales. A. M. Belianov, el oficial soviético en quien se había delegado la responsabilidad de supervisar los asuntos de seguridad en Hungría, reprendió en una ocasión a un político húngaro por la lentitud con que se desarrollaban los juicios: «Instó a que los tribunales populares trabajaran con mayor rapidez, los criticó por negociar y hablar demasiado. Quería que anunciaran el veredicto justo después del alegato de la acusación. Le dije que había estudiado el sistema judicial soviético y que, en casos políticos, a los testigos se les escuchaba públicamente en los tribunales. Él sonrió de mala gana y me mostró sus grandes dientes amarillos, que eran como los de un tigre…[78]». El Ejército Rojo también celebraba sus propios juicios cerca de Viena, en una elegante villa en la ciudad vacacional de Baden. Allí no se fingía la soberanía húngara: los tribunales militares soviéticos simplemente condenaban a húngaros por delitos políticos acogiéndose al artículo 58 del código penal soviético, igual que en Alemania[79].

La cifra de acusados fue muy elevada y la naturaleza de los cargos muy amplia. Mediante una serie de nuevos decretos, las nuevas fuerzas policiales húngaras habían recibido la orden de detener, entre otros, a antiguos miembros de movimientos de extrema derecha, incluido el movimiento fascista de la Cruz Flechada, que había gobernado Hungría durante la etapa final de la guerra, de octubre de 1944 hasta marzo de 1945; a militares que habían servido a las órdenes del almirante Horthy, el dirigente autoritario en la Hungría de entreguerras, desde 1920 hasta la toma de poder por parte de la Cruz Flechada; así como a propietarios de bares, estanqueros, barberos y todos aquellos que —según otra formulación irremediablemente amplia— «debido a su contacto regular con el público eran los principales difusores de propaganda fascista» (la cursiva es mía). En la práctica, cualquiera que hubiera trabajado para cualquiera de los gobiernos de preguerra, o que hubiera elogiado esos partidos, a sus dirigentes o políticos, corría un serio riesgo. El NKVD, junto con la nueva policía de seguridad, consiguió también listas de jóvenes que habían sido miembros de la levente, organización paramilitar de jóvenes del almirante Horthy, y empezaron a localizarlos, como ya habían hecho con las Juventudes Hitlerianas y los presuntos Hombres Lobo en Alemania. En total, las policías de seguridad húngara y soviética internaron a unos 40 000 húngaros entre 1945 y 1949. Solo alrededor de Budapest, el nuevo régimen construyó dieciséis campos de internamiento con una capacidad de 23 000 prisioneros[80].

No todos los que fueron detenidos habían colaborado con los nazis. Al contrario, desde el momento en que el Ejército Rojo entró en Hungría, la nueva policía secreta húngara —respaldada, por supuesto, por el partido comunista húngaro y sus mentores soviéticos— empezó a localizar e identificar una clase distinta de «fascistas». Aunque durante la guerra la resistencia húngara nunca fue tan numerosa ni estuvo tan bien organizada como la polaca, hubo células de oposición antialemana incluso en las esferas más altas de la sociedad. Inmediatamente después de la guerra (mucho antes de lo que suele recogerlo la cronología húngara), el NKVD y la policía secreta húngara convirtieron a esos antifascistas en un objetivo. Eran demasiado independientes, creían en la soberanía nacional y sabían cómo crear organizaciones clandestinas. Muchos apoyaban al Partido de los Pequeños Propietarios, que desempeñó un papel importante en el gobierno provisional y terminó ganando las elecciones de 1945.

En una Europa del Este de posguerra verdaderamente democrática, se habrían convertido, como el Ejército Nacional polaco, en la élite política. Sin embargo, incluso antes de que el gobierno húngaro estuviera por completo bajo el control comunista, los antiguos miembros de la resistencia antialemana sabían que estaban siendo vigilados. István Szent-Miklósy, miembro de una de estas agrupaciones secretas, escribió más adelante que sus amigos y él «nos sentíamos en cierto modo perseguidos, pero no encontrábamos ninguna razón concreta para ello», justo después de haber terminado la guerra. A diferencia de sus homólogos polacos, estos no eran partisanos armados: el grupo de Szent-Miklósy, según él mismo escribió, no tenía «una estructura formal, ni listas de nombres, juramentos, emblemas, carnets, unas normas claramente definidas, ni siquiera una filosofía integral[81]». Muchos habían formado parte de grupos anteriores como la Comunidad Húngara, una sociedad secreta antifascista (y también antisemítica) o el Movimiento por la Independencia Húngara, que era más un círculo de debate antialemán que una organización de resistencia bien establecida. Entre los miembros del grupo había algunos de los fundadores del Partido de los Pequeños Propietarios de posguerra, y como tales intentaban colaborar con un régimen que creían que podría llegar a convertirse en una democracia. Con el tiempo, el grupo se redujo a un puñado de amigos vagamente antisoviéticos que se reunían en casa de uno u otro para compartir inquietudes.

Finalmente se convirtieron en objeto de especial interés no por algo que hubieran hecho, sino porque la policía se hizo con un escrito en el que se resumían sus actividades de resistencia durante la guerra. Entonces los vigilaron aún más de cerca, como Szent-Miklósy describió:

A principios del otoño [de 1946] mi vecino subarrendó la habitación contigua a mi salón a la sección Político-Militar. Desde allí hicieron un agujero en la pared y colocaron un micrófono. Como el agujero quedó detrás de mi pesado sofá colonial holandés, el auricular no captaba las voces de mi habitación con gran claridad. Entonces adaptaron mi teléfono para que transmitiera las voces, y colocaron otro micrófono en el vestíbulo donde, en un sofá Biedermeier, se sentaba la hija adolescente de nuestros vecinos con su pretendiente, un agente de la MPS [policía militar] disfrazado de estudiante universitario[82].

Szent-Miklósy fue detenido en diciembre de 1946. Lo llevaron a la sede central de la policía secreta en la calle Andrássy, donde lo torturaron. Lo obligaron a permanecer de pie, con la frente apoyada en ángulo contra la pared y los brazos extendidos durante horas, y a gritar: «He asesinado a mi mujer y a mi madre», quienes, según le informaron, también habían sido detenidas. Lo juzgaron junto a otro numeroso grupo de conspiradores. Todos fueron acusados de hacer campaña en favor del derrocamiento del «Estado democrático» y encarcelados durante diez años. Durante el juicio, Szent-Miklósy llegó al punto de «confesar» delitos que no había cometido. Su detención fue una suerte de ataque preventivo característico de la época: ni él ni su círculo habían hecho nada relevante, pero las autoridades temían que pudieran hacerlo.

Poco después se produjo un ataque preventivo similar contra el clero librepensador. La víctima principal de esa ofensiva fue un monje franciscano carismático y enérgico, el padre Szaléz Kiss. El padre Kiss dirigía un numeroso y conocido grupo de jóvenes cristianos llamado Kedim, en la ciudad de Gyöngyös, a tan solo ochenta kilómetros al este de Budapest, y en sus inmediaciones. A lo largo del año 1945, la nueva policía secreta húngara empezó a prestar especial atención a Gyöngyös porque los comunistas habían obtenido unos resultados particularmente malos allí en las elecciones de ese año, y porque el Partido de los Pequeños Propietarios, de base campesina, los había obtenido especialmente buenos.

Sus mentores soviéticos se interesaron todavía más cuando, a principios de septiembre de 1945, unos individuos armados asesinaron a varios soldados del Ejército Rojo destacados en la región. Obligada a reaccionar de algún modo, la nueva policía secreta húngara inició una de sus primeras importantes investigaciones. Detuvieron y arrestaron a unas sesenta personas, entre ellas miembros adolescentes del Kedim, y las interrogaron exhaustivamente. Su objetivo era establecer una red elaborada de conexiones: entre Kedim y el Partido de los Pequeños Propietarios, entre el Partido de los Pequeños Propietarios y las «potencias anglosajonas», entre la embajada de Estados Unidos y el padre Kiss, y entre el padre Kiss y los jóvenes que, presuntamente, asesinaron a los soldados rusos. Al juntarlos, en teoría esos vínculos dejaban al descubierto un «grupo simpatizante con el terror fascista» que, al menos en la imaginación de la policía secreta, estaba intentando reinstaurar el antiguo régimen.

El registro de esos interrogatorios, bien preservados en un archivo de Budapest, no es de lectura fácil. Uno de los principales sospechosos, un joven estudiante de derecho llamado Jószef Antal, en un primer momento lo negó todo. Más adelante hizo una confesión larga y confusa, probablemente después de haber sido torturado. Antal, de quien un amigo dijo que «había participado en la resistencia contra la ocupación alemana», constituyó un vínculo fundamental en esa red, puesto que trabajaba en la sede del Partido de los Pequeños Propietarios y conocía al padre Kiss. En su enrevesada declaración recordó una conversación con un político del Partido de los Pequeños Propietarios acerca de la «guerra por venir» entre Rusia y las potencias anglosajonas, y dio la impresión de que había empezado a organizarse para ese «conflicto armado» en colaboración con el padre Kiss. Se hace alusión a pistolas y granadas guardadas en las oficinas del Partido de los Pequeños Propietarios, así como a un almacén de armas «en un castillo» que el padre Kiss conocía[83].

Inmediatamente después, Antal se retractó de su confesión. Sin embargo, la policía obtuvo una declaración igualmente enrevesada de Otto Kizmann, un miembro de Kedim de diecisiete años que confesó haber asesinado a un soldado ruso. Kizmann, que probablemente también fue torturado, fue mucho más lejos. Declaró que el padre Kiss «nos enseñó las tarjetas de visita de personas influyentes que nos traerían armas», que el sacerdote «nos dijo que consiguiéramos nosotros mismos las armas hasta que llegaran los envíos extranjeros», y que les había dicho que «asesinar a un ruso no era pecado». Relatos igualmente salvajes fueron arrancados de un amigo de Kizmann, László Bodnár, también de diecisiete años, quien afirmó que el padre Kiss habría prometido que los ayudaría a huir de Hungría en avión[84].

El padre Kiss no confesó ninguno de esos improbables delitos. Al contrario, dijo a sus interrogadores: «Hice todo lo posible para convencer a los jóvenes de que escondieran las armas y no cometieran asesinatos, porque es el delito más espantoso». Dijo también que en una ocasión se había reunido con un representante de la embajada estadounidense, un hombre que le había dado algunos periódicos de su país. Jamás había recibido, ni intentado recibir, ningún arma estadounidense. De todos modos, fue condenado a muerte, al igual que Kizmann, Bodnár y un muchacho de dieciséis años. Las sentencias se ejecutaron en diciembre de 1946. Otros miembros de la «conspiración» fueron a la cárcel y, en algunos casos, a campos de prisioneros de la Unión Soviética.

La «conspiración del padre Kiss», como la detención de Gisela Gneist en Alemania o de los dieciséis dirigentes del Ejército Nacional en Polonia, fueron un presagio de lo que estaba por llegar. La investigación que se llevó a cabo estuvo claramente inspirada por las autoridades militares soviéticas, como sucedería con tantas investigaciones posteriores. Como era común en las investigaciones soviéticas, se establecieron conexiones entre distintas organizaciones —Kedim, el Partido de los Pequeños Propietarios, la Iglesia, la embajada de Estados Unidos—, basándose en encuentros fortuitos, relaciones distantes o la imaginación de los investigadores. La sombra del «fascismo» se cernía sobre todos aquellos atrapados en la red. Las víctimas fueron en su mayoría jóvenes adolescentes y veinteañeros, un grupo de edad que seguiría despertando un enorme interés para la policía secreta de todo el bloque en años venideros.

En la primavera de 1946, en el momento de la sentencia, el caso recibió una enorme publicidad. El 4 de mayo, el periódico del partido comunista húngaro, Szabad Nép, publicó una fotografía del padre Kiss esposado, bajo el titular «Conspiradores fascistas confiesan y se declaran culpables de asesinatos». El editorial que lo acompañaba llevaba por título simplemente «Ahorcadlos[85]». El caso también apareció en la prensa no comunista, pero tratado con más cuidado. En un primer momento, Kis Újság («Pequeña gaceta»), el periódico del Partido de los Pequeños Propietarios, en esa época el partido más numeroso en el Parlamento húngaro, se limitó a publicar el comunicado de prensa oficial de la policía. Al día siguiente se hizo eco de las palabras del líder del Partido de los Pequeños Propietarios y primer ministro húngaro, Ferenc Nagy, quien declaró que «si se demuestra que la información publicada en los comunicados oficiales de la policía es cierta, aunque sea parcialmente, entonces exigimos que se lleve a cabo la más estricta investigación y que los culpables reciban el más duro de los castigos[86]». Al cabo de unos días, Nagy se refirió al incidente de un modo menos ambivalente, señalándolo como «conspiración fascista». Hubo de pasar mucho tiempo antes de que alguien se atreviera a sugerir públicamente que ese episodio pudo no ser en absoluto cierto.

Se produjeron otros casos, cada uno de ellos acompañado de propaganda igualmente morbosa, y sostenido sobre evidencias igualmente ambiguas. Los internamientos llegaron en oleadas consecutivas, de 1945 en adelante, sin descanso. Primero fue el turno de los «criminales de guerra», fascistas y cualquiera de quien se sospechara que lo fuera; a continuación, el del personal militar y civil del régimen de Horthy; después, el de miembros de partidos políticos legales, en particular del Partido de los Pequeños Propietarios; posteriormente, el de los socialdemócratas; por último, el de los propios miembros del partido comunista. Aunque la definición de «enemigo del Estado» cambió con el tiempo, los mecanismos para ocuparse de esos enemigos quedaron establecidos desde un buen principio[87].

En teoría, en 1946 Hungría —como Checoslovaquia o Alemania del Este en ese mismo momento— era una democracia. El gobierno estaba dirigido por la mayoría del Partido de los Pequeños Propietarios, que no eran comunistas. Gobernaban en coalición con comunistas, socialdemócratas y otros. Sin embargo, el partido comunista húngaro, y no el Estado húngaro, ejercía el control de los órganos de seguridad, igual que el partido comunista checoslovaco lo hacía sobre los órganos de seguridad checos, el partido comunista alemán manejaba los órganos de seguridad de Alemania del Este y el partido comunista polaco a los órganos de seguridad polacos. En toda Europa del Este, su control sobre la policía secreta otorgaba a los partidos comunistas minoritarios una influencia desproporcionada sobre los acontecimientos políticos. Mediante el uso selectivo del terror, conseguían enviar claros mensajes a sus oponentes, así como a la población en general, sobre la clase de comportamiento y la clase de gente que habían dejado de ser aceptables en el nuevo régimen.