Los comunistas
Quienquiera que te difame, querrá desacreditarnos, al Partido y a la clase obrera […]
Aquellos que sean tan estúpidos y ciegos que no lo entiendan, serán víctimas del enemigo […]
Tú te alzas en la cumbre de nuestro Partido.
Poema escrito en honor a Walter Ulbricht[1]
Hubo un tiempo en que sus nombres aparecían en pancartas rojas y sus retratos se llevaban en las manifestaciones. Ninguna oficina gubernamental estaba completa sin sus fotografías colgadas de la pared. No podía celebrarse ninguna fiesta nacional sin ellos. Inspiraban sobrecogimiento y miedo. Incluso sus amigos más íntimos medían sus palabras cuando ellos entraban en una habitación. Sin embargo, en ninguno de sus respectivos países aquellos hombres a los que a veces se llamó «los pequeños Stalin» —Walter Ulbricht en Alemania del Este, Bolesław Bierut en Polonia, Mátyás Rákosi en Hungría— son admirados hoy en día. Ni siquiera en su momento de mayor influencia ostentaron un poder absoluto. Los cultos que se crearon alrededor de esas figuras fueron simples versiones descoloridas del culto que se creó alrededor del propio Stalin. Sus camaradas a menudo lo saludaban como «el gran genio, el continuador de la causa inmortal de Lenin», algo que nunca se dijo de los imitadores que Stalin tenía en Europa del Este[2]. No obstante, ningún análisis de la Europa del Este de posguerra estaría completo sin un breve examen de los hombres cuyos nombres y rostros fueron alguna vez omnipresentes en sus respectivos países.
De los tres, probablemente Walter Ulbricht fuera el menos prometedor de joven. Hijo de un sastre humilde, Ulbricht abandonó pronto la escuela y se convirtió en ebanista. Se unió a la Asociación para la Enseñanza de Jóvenes Obreros, un club socialista de los que disuadían de beber y jugar a las cartas al tiempo que fomentaban los debates concienzudos y las salidas de domingo al campo. Los miembros del club solían atarse pañuelos rojos a los bastones y cantar canciones marxistas mientras caminaban por los senderos. Al parecer, esa temprana experiencia inculcó al futuro secretario general del partido comunista una moralidad sexual puritana, casi fanática, y un profundo respeto por los libros largos y pesados[3].
Como el resto de su generación, Ulbricht fue llamado a filas en 1915. Pero desertó en 1918 —detestaba «el ambiente militar» y se sintió profundamente impactado por la breve revolución obrera que presenció en Leipzig ese año. Sobre la misma época, descubrió el marxismo. Como escribe uno de sus biógrafos: «Ahí encontró una fórmula sencilla y convincente que le permitió categorizar y explicar todo lo que había aprendido, oído y visto. Ahí estaba “la verdad”: la verdad que las clases dirigentes se habían propuesto eliminar y ocultar a la gente[4]».
Ulbricht mantendría esa fe tan clara y sencilla durante el resto de su vida. Cuando los juicios amañados de Moscú empezaron a finales de la década de 1930, él apoyó ardorosamente la persecución de los «espías trotskistas del fascismo nazi» por parte de Stalin. Jamás le importó el hecho de que muchos de sus camaradas alemanes terminaran en el Gulag, y tal vez no fuera un hecho fortuito. Ulbricht se benefició directamente de la detención de muchos comunistas destacados —hombres con más educación y experiencia—, ya que su desaparición facilitó su propio ascenso al poder. En 1938, tras una serie de detenciones especialmente salvajes, se convirtió en el representante alemán del partido comunista en la Komintern y se trasladó a Moscú.
Incluso después de la firma del pacto Hitler-Stalin en 1939, él mantuvo su apoyo a Stalin. Ese momento provocó una grave crisis entre los comunistas alemanes, la mayoría de los cuales eran declarados y fervientes antinazis. Ulbricht fue uno de los pocos que no titubeó. Aun después de que Stalin enviara a varios cientos de comunistas alemanes a campos de concentración hitlerianos a petición de Hitler, Ulbricht siguió haciendo campaña contra el antifascismo «primitivo», con lo que quería decir que el antifascismo no admitía matices como pactos con los fascistas. Tal vez fuera entonces cuando se ganó la confianza del dictador soviético.
Sin duda, no fue su carisma lo que le llevó a alzarse con el poder. Un oficial nazi que se encontró con él en un campo soviético recordó que si bien «hay comunistas capaces de comportarse bastante bien en compañía de oficiales […] los apparátchiks del partido como Ulbricht, con sus rígidos monólogos “dialécticos”, son simplemente insoportables[5]». Elfriede Brüning conoció a Ulbricht antes de la guerra en las reuniones del partido que sus padres organizaban en el local de detrás de su tienda. «Siempre tenía prisa y nunca mantuvo una conversación personal con nosotros —escribió en sus memorias—. “Te entraba frío solo con mirarlo”, decía mi madre[6].» Ulbricht no era capaz de mantener charlas triviales, y más adelante se dedicó a recitar monólogos sobre temas como «la felicidad de la juventud» (tal vez ligeramente más entretenidas que sus famosos largos discursos, que dedicaba a temas como «El cometido de los departamentos políticos de las estaciones de máquinas y tractores» y «El cometido de los miembros del sindicato en la construcción democrática de la economía», que posteriormente fueron publicados en extensos volúmenes[7]). Sin embargo, como se sabía tácitamente que Ulbricht era el hombre de la URSS en Alemania, su autoridad no se puso en cuestión hasta la muerte de Stalin.
Con el transcurso de los años, Ulbricht correspondió a la confianza que los dirigentes soviéticos habían depositado en él. Durante el primer período de la ocupación soviética de Alemania, Ulbricht no toleró ninguna discusión acerca de las violaciones y los saqueos por parte del Ejército Rojo. Según uno de sus colegas, «la carga de trabajo de Ulbricht sorprendía incluso a sus enemigos. No dejábamos de preguntarnos: “¿Cómo puede Ulbricht ocuparse de todo?”. Doce o catorce, a veces dieciséis horas al día…». Sin embargo, poco a poco empezaron a darse cuenta de que «no era tan impresionante», puesto que «al parecer, recibía directrices generales por parte de los soviéticos; y su habilidad consistía en aplicar tales instrucciones a áreas específicas[8]». Hacia el final de su vida, llegó a imitar a Stalin incluso en su estilo personal, y sus fiestas de cumpleaños se celebraban con pompa, solemnidad y poemas dedicados a su gloria. Si la imitación es la forma más sincera de halago, entonces Ulbricht fue un gran halagador.
Comparado con Ulbricht, Bolesław Bierut fue un personaje mucho más turbio; tan opaco que ni siquiera su lugar de nacimiento se conoce con certeza. Es probable que procediera de la parte oriental de Polonia, una región que formó parte del Imperio ruso hasta 1917, y al parecer asistió a una escuela de habla rusa. Al igual que los padres de Stalin, los de Bierut deseaban que su hijo se convirtiera en sacerdote. Sin embargo, después de participar en las huelgas que estallaron por todo el Imperio ruso en 1905, fue expulsado de la escuela y tuvo que empezar a trabajar. Algunas fuentes apuntan a que es posible que perteneciera a la masonería, pero otras lo niegan. En lo que todas están de acuerdo es en que se afilió al partido en un momento muy temprano, y en que asistió a la Escuela Lenin de la Komintern en Moscú durante la década de 1920. No ocupó una posición destacada en el partido comunista polaco antes de la guerra, y apenas era conocido en su propio país. Así, como Ulbricht, se convirtió en un agente de confianza de la Komintern y viajó en representación del partido comunista soviético por Austria, Checoslovaquia y Bulgaria. En un momento determinado llegó incluso a convertirse en miembro dirigente del partido comunista búlgaro. Su trabajo en Sofía, como en cualquier otro lugar, consistió supuestamente en asegurarse de que los dirigentes comunistas locales acataban la disciplina estalinista. De que era un agente pagado prosoviético, no cabe la menor duda[9].
Sin embargo, el auténtico misterio acerca de Bierut tiene que ver con sus actividades durante la Segunda Guerra Mundial. Se sabe que estuvo en Varsovia en 1939, que huyó a la URSS tras la invasión alemana y que vivió en Kiev hasta mayo de 1941. Ese era un lugar poco habitual para un comunista polaco en esa época: la mayoría de ellos se habían trasladado a las regiones recientemente sovietizadas de Ucrania occidental y Bielorrusia occidental, donde recibían importantes cargos políticos o culturales, o bien a otras zonas de la URSS. Después de 1941, los hechos se vuelven aún más oscuros. Una biografía confidencial de Bierut reunida por el departamento internacional del partido comunista soviético en 1944 sostiene que desde el momento en que Hitler invadió la URSS, «se carece de información acerca de Bierut[10]». Un comunista polaco que lo conoció en Varsovia durante la guerra también recordó que «no sabía nada de su pasado. Tan solo apareció allí[11]».
Es probable que Bierut se encontrara en Białystok cuando Hitler inició la invasión de la Unión Soviética en junio de 1941, y es probable que de allí viajara a Minsk. Sin embargo, a partir de entonces se le pierde la pista. Tuvo una novia y un hijo en Minsk, después de haber abandonado a su mujer y a sus hijos tiempo atrás, como hicieron tantos otros revolucionarios. También trabajó para el gobierno municipal nazi, donde probablemente —aunque no forzosamente— fuera un agente soviético. Los rumores sobre el hecho de que Bierut había colaborado con la Gestapo, e incluso de que pasó parte de la guerra en Berlín, hace mucho tiempo que circulan[12]. Igual que las teorías de que Bierut fue tan solo un simple empleado del NKVD soviético, la policía secreta, desde el principio al final de su carrera[13].
Tal vez ambas creencias sean ciertas: es posible que Bierut cambiara de bando unas cuantas veces. Es sabido que Stalin era partidario de ascender a quienes tenían un grave defecto de carácter o guardaban algún secreto, supuestamente porque le gustaba disponer de todos los medios posibles para controlar a sus subordinados. Y como Stalin tenía poca fe en los comunistas polacos en general, es probable que prefiriera a un posible colaborador como Bierut a un verdadero creyente como Ulbricht. Cualquiera puede perder la fe en el comunismo, pero el chantaje es para siempre.
Fuera cual fuese la razón, Bierut mantuvo relaciones inusualmente buenas con los dirigentes soviéticos, así como contactos que no eran necesariamente evidentes o no estaban al alcance de otros. Desde el punto de vista soviético, podían estar seguros de la sumisión de Bierut. El estadista británico Anthony Eden presenció un encuentro entre Bierut y Stalin y describió al comunista polaco como «servil». Władysław Gomułka —el rival de partido más importante de Bierut— sostiene haber visto a Stalin gritando a Bierut «¡Qué clase de putos comunistas sois vosotros!», o palabras similares, en octubre de 1944, cuando al parecer Bierut se atrevió a sugerir que un ataque generalizado a la resistencia polaca antinazi tal vez fuera una buena idea. Algunos comunistas polacos querían incluso actuar conjuntamente con los partisanos polacos no comunistas, pero a Stalin no le gustó en absoluto la idea y, por consiguiente, tampoco le gustó a Bierut, quien acató las órdenes de Stalin acerca de la eliminación de la resistencia en tiempo de guerra, así como su petición de una purga interna en el partido en 1949, de la eliminación del cuerpo de oficiales polacos y de la imposición del realismo socialista sobre artistas y arquitectos polacos. En realidad, no hay prueba alguna de que Bierut contradijera a Stalin en algún asunto.
Mátyás Rákosi, el tercer «pequeño Stalin», comenzó de manera bastante distinta a sus homólogos. Ulbricht fue un obrero, Bierut fue (probablemente) un campesino, pero Rákosi fue el hijo de un comerciante judío de poca monta. También recibió una educación relativamente buena. Nacido en un municipio de habla húngara de lo que ahora es Serbia, fue el cuarto hijo de una familia de doce, según su autobiografía. Su padre se arruinó cuando él tenía seis años y la familia se trasladó varias veces a partir de ese momento. Objeto de burla por parte de sus compañeros de escuela por ser pobre, el joven Rákosi se sintió atraído por la izquierda radical desde su infancia. Durante la adolescencia, el director de la escuela a la que asistía le prohibió pronunciar discursos políticos. Rákosi se enorgullecía de sus «espantosos modales». Utilizaba expresiones deliberadamente groseras para ofender a la gente, en particular si creía que pertenecían a la clase alta[14].
Tras un breve período de servicio militar y un par de años como preso político en Rusia, en 1918 Rákosi ayudó a fundar el partido comunista húngaro. En 1919 era uno de los líderes de la efímera República Soviética Húngara. De algún modo, durante los tres meses de vida de ese régimen, se convirtió en comandante en jefe de la Guardia Roja, comisario de productividad y vicecomisario de comercio. Después del fracaso de la República Soviética Húngara, emigró a Austria y posteriormente a Moscú, donde en 1921 mantuvo un breve encuentro con Lenin. Más adelante, ese acontecimiento se transformaría en el mito de que Rákosi fue «amigo y colaborador» de Lenin[15].
Al igual que Bierut y Ulbricht, Rákosi colaboró estrechamente con la Komintern durante la década de 1920 y viajó por toda Europa en representación de la organización y de la policía secreta soviética. En 1924 —descubriendo un sentido del humor que rara vez exhibía— regresó a Budapest disfrazado de mercader de Venecia. Allí ayudó a reorganizar el partido comunista, prohibido desde su desastroso período en el poder en 1919. Tras su detención en 1925, se convirtió en el centro de atención en un célebre juicio que recibió mucha publicidad. Pese a la campaña internacional que se llevó a cabo en favor de su liberación, Rákosi pasó los siguientes quince años en la cárcel, donde aprendió ruso y enseñó marxismo a otros reclusos.
Finalmente, obtuvo permiso para viajar a la Unión Soviética en 1940, cuando tras el pacto Hitler-Stalin, el régimen autoritario húngaro permitió que algunos presos comunistas viajaran a la URSS. Allí lo recibieron como a un héroe e incluso apareció junto a Stalin en la celebración de ese año de la Gran Revolución de Octubre. Muy pronto se convirtió en uno de los directores de la Radio Kossuth, que ya estaba emitiendo propaganda comunista en Hungría, y reanudó una estrecha relación con los dirigentes de la Komintern[16]. Totalmente cómodo e integrado en la URSS, llegó incluso a casarse con una fiscal soviética, una mujer yakuto cuyo primer marido había sido oficial del Ejército Rojo[17].
La carrera de Rákosi como el «pequeño Stalin» de Hungría se asemeja a la de sus colegas dictadores en otro sentido. Rákosi descubrió pronto que la única manera de seguir adelante y mantenerse en lo alto era acatando servilmente las órdenes de Stalin. Durante el período de posguerra, el partido comunista húngaro no tomó ninguna decisión importante sin la aprobación soviética, como Rákosi no tuvo reparos en admitir. En sus memorias se sinceró al escribir, por ejemplo, que Stalin le había pedido que se mantuviera al margen de las negociaciones que constituyeron el primer gobierno de posguerra en 1945, argumentando que Rákosi estaba demasiado vinculado al gobierno de 1919 —en otras palabras, era «demasiado» comunista— y también porque era judío, hecho que sus adversarios políticos podrían utilizar contra él. Rákosi no rebatió ningún punto[18].
Sin lugar a dudas, estos tres hombres fueron muy distintos en carácter y en estilo personal. Rákosi, expresivo y parlanchín, había sido una figura pública conocida —aunque no demasiado querida— en su país durante muchos años. Bierut era un absoluto desconocido para la mayoría de los polacos, incluidos la mayoría de los comunistas polacos. Ulbricht era un rostro conocido, aunque no demasiado popular dentro del partido comunista alemán, y no era muy conocido fuera de él.
Sin embargo, tal como revelan sus biografías, los tres tenían algunas cosas en común. Todos habían colaborado estrechamente con la Komintern. Todos habían sobrevivido a la guerra, ya fuera huyendo a Moscú o con la ayuda de Moscú. En la jerga que más adelante se volvió popular, todos fueron «comunistas de Moscú», es decir, comunistas de formación soviética, distintos de los comunistas que habían forjado sus carreras en sus propios países, o de los comunistas que habían pasado la guerra en Europa occidental o Norteamérica. Desde el punto de vista soviético, los dos últimos grupos eran menos de fiar: era probable que hubieran adoptado opiniones sospechosas o establecido contactos de poca confianza durante los años pasados fuera de la URSS.
Los «comunistas de Moscú» desempeñarían un papel fundamental en la formación de los primeros gobiernos de posguerra por toda Europa. Klement Gottwald, el «pequeño Stalin» checoslovaco, había sido un dirigente de la Komintern, igual que Josip Tito, el dirigente partisano yugoslavo que se convirtió en el dictador de Yugoslavia. Georgi Dimitrov, el «pequeño Stalin» de Bulgaria, fue un dirigente de la Komintern durante casi una década. Tanto Maurice Thorez, el líder del partido comunista francés durante y después de la guerra, como Palmiro Togliatti, quien desempeñó las mismas funciones en Italia, fueron también «comunistas de Moscú». Ambos estaban muy vinculados a los asuntos de la Komintern y, si se hubiera presentado la ocasión, habrían sido las marionetas designadas por Stalin en Europa occidental. Hubo una o dos excepciones: el partido comunista rumano de posguerra estuvo dirigido por Gheorghe Gheorghiu-Dej, un «comunista local» que, sin embargo, siempre se mostró dispuesto a hacer lo necesario para demostrar su lealtad a Stalin.
Si bien eran sus nombres y sus rostros los que aparecían de manera destacada en las pancartas y los carteles de la época, la mayoría de los pequeños Stalin estuvieron rodeados de otros comunistas de Moscú que reafirmaron sus opiniones y velaron por ellos en beneficio de Moscú. Los dos adláteres más destacados de Bierut, Jakub Berman y Hilary Minc —el primero encargado de ideología y propaganda, el segundo al mando de economía—, terminarían por alinearse en contra de los comunistas de «Varsovia» o «nacionales», como Gomułka. En Hungría, Rákosi también encabezó una troika de comunistas de Moscú. Los otros dos miembros eran József Révai y Ernó Geró, también encargados de ideología y economía, respectivamente. Mihály Farkas, ministro de Defensa entre 1948 y 1953, fue otro compañero destacado. A la larga, también todos ellos se volvieron en contra de los comunistas «de Budapest».
En Alemania, el colega más importante de Ulbricht, Wilhelm Pieck, tenía un largo historial en la Komintern, ya que había sido secretario general de la organización entre 1938 y 1943. Desde los primeros días de la ocupación soviética, los comunistas alemanes que regresaron pronto a Berlín, en aviones salidos de Moscú o en compañía de tropas del Ejército Rojo, siempre tuvieron un estatus superior al de los comunistas alemanes que se refugiaron en Francia (donde muchos fueron acosados por las autoridades francesas), Marruecos (merodean al fondo de las imágenes de la película Casablanca), Suecia (donde Brecht vivió durante una temporada), México (en aquella época muy cordial con los comunistas) y Estados Unidos. Los dirigentes soviéticos los consideraban más dignos de confianza que a los comunistas alemanes que se habían quedado en Alemania para luchar contra los nazis. Ni siquiera los alemanes que habían sufrido como presos políticos en los campos de concentración de Hitler gozaron jamás de la confianza de las autoridades de ocupación soviéticas. Parecía que el mero hecho de haber estado en la Alemania nazi los hubiera hecho perder valor a ojos de los soviéticos.
Por toda Europa del Este, los comunistas de Moscú estaban unidos, no solo por una ideología común, sino por un compromiso común hacia el objetivo a largo plazo de la Komintern de una revolución a escala mundial, a la que seguiría una dictadura del proletariado internacional. Aunque la declaración de Stalin de «socialismo en solo un país» había puesto fin a la guerra abierta entre la Unión Soviética y Europa occidental, no le impidió a él ni a sus servicios secretos tramar un cambio violento, si bien utilizando espías y subterfugios en lugar del Ejército Rojo. De hecho, la década de 1930 —la «década baja y deshonesta» de W. H. Auden— fue un período de trapicheos sumamente creativos para la política exterior soviética. En el Reino Unido, los agentes soviéticos reclutaron a Guy Burgess, Kim Philby, Donald Maclean, Anthony Blunt y (probablemente) a John Cairncross, el grupo tristemente llamado los Cinco de Cambridge. En Estados Unidos reclutaron a Alger Hiss, Harry Dexter White y Whittaker Chambers.
En por lo menos un sentido, estos agentes angloestadounidenses tenían algo en común con los comunistas moscovitas de Europa del Este: todos ellos estaban dispuestos y ansiosos por trabajar con el NKVD. Como lo estaban también la mayoría de los comunistas europeos de la época. En eso no fueron ninguna excepción. Si bien al volver la vista atrás percibimos que su vinculación con la policía secreta soviética empañó la imagen de los partidos comunistas estadounidense y europeos, en ese momento no preocupó a los líderes de esos partidos. En términos generales, aquellos en Occidente que creían en la conveniencia de una revolución mundial también pensaban que esa revolución sería liderada por el partido comunista soviético y, por lo tanto, facilitada por la policía secreta soviética. Incluso el partido comunista de Estados Unidos aceptó dinero de la URSS, en ocasiones a través de la Komintern[19]. Muchos intelectuales de izquierda de la época se reunían a sabiendas con agentes del NKVD de manera frecuente, casi sistemática[20]. No había nada deshonroso, como sí lo habría en años posteriores, en aceptar el «Oro de Moscú» o en hacer algún que otro favor a los agentes secretos del NKVD, que más adelante se convertiría en el KGB. Para quienes estaban totalmente entregados a la causa, los objetivos de la URSS, de la Komintern, de los espías de la URSS y de sus propios partidos comunistas nacionales les habrían parecido del todo intercambiables.
Los hombres y las mujeres que se convertirían en los líderes de la Europa del Este de posguerra estaban unidos no solo por la ideología del movimiento comunista internacional, sino también por su cultura peculiar y sus estructuras rígidas. Fueran cuales fuesen sus orígenes nacionales, en la década de 1940 la mayoría de los partidos comunistas europeos habían copiado ya la organización estrictamente jerárquica y la nomenclatura bolcheviques. Todos ellos estaban dirigidos por una secretaría general y un organismo dirigente llamado «departamento político» o Politburó. El Politburó controlaba a su vez el Comité Central, un grupo más numeroso de apparátchiks, muchos de los cuales terminarían especializándose en determinados asuntos. El Comité Central supervisaba los comités regionales, que a su vez supervisaban las células locales del partido. Todos los de abajo informaban a los de arriba, y todos los de arriba, en teoría, sabían lo que estaba sucediendo abajo.
Quienes vivían en la URSS eran especialmente sensibles a las normas de tal jerarquía. Para los que estaban a su favor, las recompensas eran generosas. Los exiliados políticos —polit-emigrants en la jerga bolchevique— durante las décadas de 1920 y 1930 habían sido una «casta privilegiada»:
Vivíamos en nuestro propio mundo, sujetos de un Estado dentro de un Estado. Recibíamos alojamiento gratuito en los hoteles, generosas pagas mensuales y ropa también gratis. Hablábamos en conferencias en clubes de fábricas y escuelas, después de las cuales nos ofrecían un banquete. Había fiestas y divertimentos gratuitos. Aquellos polit-emigrants que estaban enfermos como resultado de sus sufrimientos en prisiones fascistas y capitalistas eran enviados a hospitales exclusivos y a sanatorios en el mar Negro. Y cuando regresaban, gracias a su estatus especial y privilegiado, las muchachas rusas revoloteaban alrededor del polit-emigrant por motivos materiales[21].
Los comunistas extranjeros de más alto rango —altos oficiales de la Komintern, líderes de partidos comunistas locales— se alojaban en el perfectamente equipado hotel Lux, cercano al Kremlin. Sus hijos iban a escuelas especiales. Markus Wolf, más adelante el jefe de espías más famoso de Alemania del Este, y Wolfgang Leonhard, más adelante su más notable desertor, asistieron al mismo instituto de Moscú para hijos de comunistas alemanes. Los que tenían un estatus ligeramente inferior conseguían empleos en periódicos en otras lenguas, o en el Socorro Rojo Internacional, que contribuía con campañas de apoyo a los comunistas encarcelados en prisiones occidentales. Otros trabajaban en centrales y fábricas desperdigadas por todo el país.
Aun ocupando posiciones de altísimo nivel, e incluso estando bien considerados, esos extranjeros privilegiados dependían por completo de la buena voluntad de sus anfitriones soviéticos, y de los caprichos de Stalin en particular. El diario de Dimitrov, el dirigente búlgaro de la Komintern, ilustra esta enorme dependencia con una reiteración casi cómica. Durante más de una década, hizo constar con pedantería cada uno de los encuentros y conversaciones que mantenía con Stalin, incluido el momento en que llamó a Stalin y el generalísimo colgó el auricular en cuanto reconoció la voz de Dimitrov[22].
Como otros, Dimitrov era consciente de que su posición privilegiada tal vez no durara demasiado, y para algunos no duró. A finales de la década de 1930, cuando Stalin centró sus purgas en los altos cargos del partido comunista soviético, los comunistas «internacionales» en Moscú también sufrieron. En el punto álgido de paranoia por parte del NKVD, los extranjeros de la Unión Soviética se convirtieron en los objetivos más directos. El partido comunista polaco, en el que Stalin nunca había confiado realmente (había nombrado a un agente del NKVD para que se ocupara de sus asuntos en Moscú), estaba aplastado casi por completo. Al menos treinta de los treinta y siete miembros del Comité Central del partido fueron detenidos en Moscú, y la mayoría de ellos fueron asesinados o murieron en el Gulag. El propio partido se disolvió aduciendo que estaba «saturado de espías y elementos provocadores[23]».
Muchos otros destacados comunistas extranjeros fueron detenidos también en Moscú, entre ellas la madre de Leonhard, y todos temían ser el siguiente. En su autobiografía, cuidadosamente revisada, Markus Wolf escribió que sus padres estaban «angustiados» por las detenciones: «Cuando una noche llamaron inesperadamente a la puerta, mi padre, un hombre por lo general tranquilo, se levantó de un salto y soltó una violenta maldición. Cuando descubrió que el visitante era un vecino que había ido a pedirles algo, recuperó el savoir-faire, pero las manos siguieron temblándole durante por lo menos media hora[24]». En los hoteles y residencias donde se alojaban los extranjeros, las detenciones se produjeron por oleadas: hubo una «noche polaca», una «noche alemana», una «noche italiana», y así sucesivamente. Tras estas, los pasillos del hotel Lux adquirieron una atmósfera «asfixiante», en palabras de la comunista alemana Margarete Buber-Neumann. «Antiguos amigos de acción política no se atrevían a visitarse los unos a los otros. Nadie podía entrar ni salir del Lux sin un pase especial, y se tomaba buena nota del nombre y los detalles de quienes lo hacían. Todos los teléfonos del hotel estaban controlados por la policía secreta desde la centralita, y oíamos regularmente el revelador “clic” cuando encendían el mecanismo de control…[25]» Buber-Neumann fue detenida y enviada al Gulag en 1938, un año después de que su marido fuera detenido y ejecutado.
Si bien dentro de la Unión Soviética su existencia era precaria, lo cierto es que, durante la década de 1930 los comunistas comprometidos no estaban necesariamente más a salvo en sus respectivos países. Durante el período de preguerra, las autoridades locales solían percibir a los comunistas europeos como claros agentes de una potencia extranjera (y, por supuesto, algunos lo eran). Tras la invasión bolchevique de Polonia en 1920, el partido comunista polaco fue prohibido y muchos comunistas polacos pasaron largos períodos en prisiones polacas: una auténtica suerte, aunque en ese momento no lo supieran, ya que se encontraban a salvo de Stalin. Lo mismo sucedió en Hungría, donde el régimen autoritario de entreguerras dirigido por el almirante Miklós Horthy persiguió al partido comunista por sus vínculos con agentes soviéticos, por el recuerdo del golpe comunista fracasado de 1918 y por las desastrosas políticas de la breve dictadura de Béla Kun. En la resistencia ilegal, los comunistas húngaros escaparon a la ley y desarrollaron lo que un veterano definió como «una organización jerárquica, severa y dura», que toleraba muy poca democracia o discrepancia interna. Además, «esa clase de organización se idealizaba y admiraba[26]».
Por el contrario, el partido comunista alemán fue una fuerza poderosa y legal en Alemania después de 1918, y en su momento de mayor influencia logró alcanzar casi el 10 por ciento del voto nacional. Después de que Hitler ascendiera al poder en 1933, los comunistas alemanes fueron detenidos, expropiados y perseguidos como en cualquier otro lugar. Muchos pasaron la guerra en campos de concentración y muchos no sobrevivieron. Ernst Thälmann, el carismático líder del partido, fue detenido en 1933 y asesinado en el campo de Buchenwald en agosto de 1944. Si hubiera sobrevivido, sin duda los «comunistas de Moscú» habrían desconfiado de él. En 1941, Stalin le dijo a Dimitrov que Thälmann «se está sintiendo atraído por todos los bandos […] sus cartas muestran la influencia de la ideología fascista», juicio que no evitó que Thälmann se convirtiera en uno de los héroes-mártires de la Alemania del Este de posguerra[27].
Pese a estos obstáculos, el movimiento comunista internacional floreció en gran parte de Europa durante la década de 1930, y fue en ese período cuando los intelectuales de Europa del Este comenzaron a unirse al partido en mayor número, lo que se debió en gran parte a la falta de otras opciones. Para cualquiera que viviera en Europa del Este, la mitad occidental del continente resultaba atractiva. Estaban horrorizados por la ascensión al poder de Hitler y Mussolini, y por la incapacidad de sus propios líderes de hacer frente a cualquiera de ellos. Les repelía la debilidad y la estrechez de miras de Inglaterra y Francia, ambas naciones económicamente deprimidas y ambas gobernadas en aquel momento por hombres que estaban a favor de aplacar el fascismo. Después de 1933, la Komintern también había estado presionando a los partidos comunistas legales para que entraran a formar parte de «frentes populares», movimientos que unirían a los comunistas, socialdemócratas y otros izquierdistas contra los movimientos de derecha que estaban alcanzando el poder por toda Europa y que parecían tener éxito. Una coalición de Frente Popular gobernó Francia de 1936 a 1938, y otro Frente Popular se presentó a las elecciones de 1936 en España. Estas dos coaliciones, al igual que sus equivalentes en Europa del Este, contaban con el respaldo de la URSS.
Al mismo tiempo, fueron muchos los que terminaron desilusionados por su política nacional, tradiciones nacionales y literatura nacional. La historiadora Marci Shore ha analizado la evolución de algunos poetas polacos desde la vanguardia artística a la izquierda política, o más bien desde las afirmaciones «Dios ha muerto» o «El realismo está acabado» a la creencia de que el comunismo soviético llenaría el vacío resultante. En 1929, el poeta Julian Tuwim —con anterioridad miembro de la centro-izquierda patriótica— se sintió profundamente desilusionado por el modo en que el patriotismo estaba siendo explotado en beneficio de la élite gobernante. Así pues, exhortó a sus compatriotas:
Tirad las armas al suelo.
El petróleo es suyo, la sangre es vuestra.
Id de capital en capital,
y quejaos a gritos:
«Señores de la nobleza, no nos engañan».
No se trataba de un cri de coeur marxista: Tuwim pretendía que su poema fuera una afirmación del pacifismo. Sin embargo, iba en esa dirección, y eso ayuda a explicar la razón por la que Tuwim colaboraría, hasta cierto punto, con el régimen comunista después de la guerra[28]. Wanda Wasilewska, una de las dirigentes comunistas polacas durante la guerra, experimentó una evolución similar sobre la misma época. Su padre había sido ministro durante uno de los gobiernos polacos de entreguerras, y siendo muy joven, Wanda empezó a participar activamente en grupos socialistas mayoritarios. Fue más adelante, después de que la tambaleante democracia de Polonia se hundiera y diera lugar a una dictadura de poca monta, cuando se volvió una auténtica radical. Decepcionada con el fracaso de la política democrática centrista, participó con entusiasmo en una huelga de maestros, perdió su trabajo y se unió al movimiento[29].
La descripción que Shore hace de este entorno se centra en Polonia, pero la misma evolución puede observarse en muchos otros países europeos, tanto orientales como occidentales. La decepción por el fracaso del capitalismo y la democracia empujó a muchos europeos a la extrema izquierda en la década de 1930. Muchos llegaron a sentir que sus opciones se limitaban a Hitler por un lado, y al marxismo, por el otro: una polarización que estuvo fomentada y alentada por parte de seguidores de ambos bandos. El comunismo alcanzó incluso cierto grado de distinción vanguardista entre los nihilistas, existencialistas o intelectuales alienados de cualquier otra clase. La figura intelectual más sobresaliente de la época, Jean-Paul Sartre, fue un entusiasta simpatizante del partido. Ni siquiera él logró obligarse a profundizar demasiado en la brutalidad del régimen soviético. «Igual que usted, encuentro intolerable la existencia de esos campos —le dijo a Albert Camus hablando del Gulag soviético—. Pero igualmente intolerable encuentro el uso que la prensa burguesa hace de ellos a diario[30].»
Hasta 1939, no resultaba muy difícil que cualquier antifascista comprometido y vagamente izquierdista apoyara a la Unión Soviética sin necesidad de pensar demasiado en ello. Sin embargo, ese año la política exterior soviética volvió a cambiar —radicalmente—, lo que hizo mucho más difícil simpatizar de manera irreflexiva con el partido. En agosto, Stalin firmó su pacto de no agresión con Hitler. Como se menciona en la introducción, los protocolos secretos de ese pacto dividieron Europa del Este entre los dos dictadores. Stalin se quedó con los estados bálticos y el este de Polonia, así como con la parte norte de Rumanía (Besarabia y Bucovina). Hitler recibió la parte oeste de Polonia y se le concedió permiso para ejercer su influencia en Hungría, Rumanía y Austria sin objeción por parte soviética. A raíz de ese pacto, Hitler invadió Polonia el 1 de septiembre de 1939, y Francia e Inglaterra le declararon la guerra a Alemania. Menos de tres semanas después, el 17 de septiembre de 1939, Stalin invadió también Polonia. La Wehrmacht y el Ejército Rojo se encontraron frente a frente cada uno en su nueva frontera, se dieron la mano y convinieron coexistir en paz. De la noche a la mañana, los partidos comunistas de todo el mundo recibieron la orden de atenuar sus críticas al fascismo. Hitler no era exactamente un aliado, pero tampoco tenía que ser un enemigo. Así pues, los camaradas considerarían que se trataba de una guerra «entre dos grupos de países capitalistas» que están «haciendo la guerra por sus propios intereses imperialistas». Los frentes populares, que solo habían «servido para mejorar la situación de los esclavos bajo un régimen capitalista», debían abandonarse por completo.
Este cambio táctico supuso un duro golpe a la solidaridad comunista. El partido comunista alemán era implacablemente antifascista, y muchos de sus miembros no podían aceptar la idea de llegar al más mínimo acuerdo con Hitler. El partido comunista polaco estaba escindido entre quienes se alegraban de la invasión soviética del este de Polonia —un cambio que había creado empleo y oportunidades para mucha gente— y quienes se horrorizaban de que su país hubiera dejado de existir. En el resto de Europa muchos comunistas se sentían sumamente desconcertados por el nuevo lenguaje que se suponía que debían adoptar en respuesta a esos acontecimientos. La propia Komintern vacilaba sobre su declaración, y redactó y volvió a redactar el borrador de sus nuevas «tesis» tantas veces que un miembro del Politburó se quejó mordazmente argumentando que «¡a estas horas el camarada Stalin ya habría escrito un libro entero![31]». En Moscú se llevaban a cabo grandes esfuerzos para mantener la moral. Hay indicios de que en febrero de 1941 Ulbricht celebró una reunión del partido comunista alemán en el hotel Lux de Moscú, donde animó al público al predecir, entre otras cosas, que la guerra terminaría con una oleada de revoluciones leninistas. El cometido de los comunistas alemanes en Moscú, les dijo, era prepararse para esa posibilidad[32].
Sin embargo, la Unión Soviética y la Alemania nazi fueron, durante veintidós meses, auténticos aliados. La URSS vendía petróleo y grano a Alemania, y Alemania vendía armas a la URSS. La Unión Soviética ofreció a los alemanes la utilización de una base submarina en Múrmansk. El pacto Hitler-Stalin resultó incluso en un intercambio de prisioneros. En 1940 sacaron a varios cientos de comunistas alemanes de los campos del Gulag donde habían estado internados y los llevaron a la frontera. Margarete Buber-Neumann fue uno de ellos. En la frontera, escribió la mujer, aquellos curtidos comunistas alemanes intentaron congraciarse con sus viejos enemigos: «Los hombres de las SS y la Gestapo levantaron los brazos haciendo el saludo de Hitler y empezaron a cantar “Deutschland, Deutschland über Alles”. Vacilantes, nuestros hombres hicieron lo mismo, pero hubo algunos que no levantaron el brazo ni cantaron. Entre estos estaba el judío de Hungría[33]». La mayoría de esos comunistas leales terminaron en prisiones y campos de concentración nazis. A Buber-Neumann la enviaron directamente de la frontera a un campo de concentración, Ravensbrück, donde pasó el resto de la guerra. Así pues, se convirtió en una doble víctima, condenada tanto al Gulag soviético como a un campo de concentración nazi. Las historias como esta se olvidaron rápidamente en Europa occidental, donde «la guerra» era la guerra contra Alemania. Sin embargo, en Europa del Este se recordaron siempre a la perfección.
Paradójicamente, la invasión de Hitler de la Unión Soviética en junio de 1941 devolvió las esperanzas al movimiento comunista internacional. Con Stalin convertido ahora en enemigo declarado de Hitler, los partidos comunistas de Europa del Este (y del Oeste) volvieron a compartir una causa común con la Unión Soviética. En la URSS, el entusiasmo hacia los comunistas extranjeros también regresó —ahora eran posibles aliados, la quinta columna dentro de la Europa ocupada por los nazis— y las tácticas de Stalin cambiaron para adaptarse a las nuevas circunstancias. Una vez más, el movimiento comunista internacional recibió la orden de unirse con los socialdemócratas, centristas, y en esa ocasión también con los capitalistas burgueses a fin de crear «frentes nacionales» para derrotar a Hitler.
Se trazaron planes para devolver a los comunistas leales a sus países de origen, aunque no todos esos primeros esfuerzos resultaron muy exitosos. A finales de 1941, el Ejército Rojo ayudó al primer grupo de «comunistas de Moscú» a entrar en la Polonia ocupada por los nazis, donde, con equipos de radio y los contactos proporcionados por el NKVD, fundaron un nuevo Partido Obrero Polaco (Polska Partia Robotnicza, o PPR) en enero de 1942[34]. Rápidamente se pelearon entre ellos y con el resto de la resistencia, y es probable que colaboraran con la policía secreta alemana durante al menos una operación contra el Ejército Nacional, el brazo armado de la resistencia polaca. Uno de ellos asesinó a otro en un incidente notoriamente enrevesado. Finalmente perdieron el contacto por radio con Moscú[35]. Durante el período de silencio radiofónico eligieron a su nuevo líder, Władysław Gomułka, que no se ganó la confianza de Moscú ni entonces ni más adelante. Preocupada, la Unión Soviética envió a otro líder. Sin embargo, se hirió al lanzarse en paracaídas sobre el país y terminó disparándose. Así, Gomułka permaneció como el líder de facto del Partido Obrero Polaco durante la guerra, al menos hasta que Bierut pudo regresar a Polonia a finales de 1943.
Ahora que la Unión Soviética necesitaba con urgencia formar nuevos cuadros, de repente la Komintern se convirtió nuevamente en una institución importante. Por razones de seguridad, su oficina central se trasladó a la lejana Ufa, la capital de Bashkortostan, provincia de Asia central, donde una nueva generación de agentes de la Komintern podrían ser formados sin temor a ser atacados o bombardeados. Muy por detrás de las primeras líneas, la URSS empezó a prepararlos para el mundo de posguerra. Esa no era la primera vez que la Komintern emprendía una tarea así: una comisión especial del Politburó, de la que formó parte Stalin, había supervisado la organización del primer centro de instrucción de la Komintern en 1925 en Moscú. Para los primeros participantes se establecieron unos requisitos muy elevados. Tenían que saber inglés, alemán o francés; tenían que haber leído las obras más importantes de Marx, Engels y Plejánov, y tenían que aprobar un examen preparado por la Komintern, así como superar una revisión de antecedentes muy rigurosa. «Es algo muy importante —señalaron agentes de la Komintern en ese momento—, ya que todo el valor de la universidad se perderá si no se selecciona a los sujetos adecuados[36].»
Desde el principio, los cursos ahondaban en el marxismo —el materialismo dialéctico, la economía política, la historia del partido comunista ruso—, aunque también intentaban incluir formación «práctica», en ocasiones con resultados cómicos. Un intento de enseñar a los estudiantes acerca de la vida en las fábricas soviéticas («para que aprendieran la dictadura del proletariado desde dentro») terminó mal cuando la fábrica elegida, especializada en metalurgia, no pudo ofrecer empleos a los estudiantes sin formación, la mayoría de los cuales no hablaban ruso. Como resultado, estos se convirtieron en objeto de burla y en una distracción para los trabajadores[37]. Y lo que era aún peor, casi cada partido comunista nacional tenía sus escisiones y divisiones, y siempre había alguien que argumentaba que las circunstancias locales de su país hacían imposible seguir la línea soviética. Los registros internos de la Komintern a partir de los años treinta están llenos de acusaciones y contraacusaciones. Algunos estudiantes habían «ocultado aspectos de su pasado», o bien sus orígenes burgueses, lo que los convertía en «gente inapropiada para liderar un movimiento obrero». De manera decepcionante, pocos resultaron revolucionarios modélicos[38].
En 1941, la Komintern era una organización más experimentada, y en el período que siguió a la invasión alemana el reclutamiento de nuevos estudiantes siguió algunos patrones determinados. Los líderes de partido extranjeros en Moscú emprendieron de inmediato el complejo proceso de localizar a sus camaradas en los escondites, campos de refugiados y prisiones en los que se habían refugiado de la guerra, como también en campos de concentración y prisiones soviéticas. Quienes habían sido detenidos o habían pasado años en el Gulag solían ser reinsertados de inmediato, sin hacerles preguntas, siempre que se les encontrara con vida.
Los líderes alemanes Ulbricht y Pieck fueron particularmente diligentes para localizar a viejos camaradas repartidos por la Unión Soviética, ya fuera dentro o fuera del Gulag. Entre ellos descubrieron que se encontraba el joven Wolfgang Leonhard, al que habían deportado a Karaganda, en Kazajstán, al principio de la guerra, junto con muchos otros residentes de Moscú, donde lo consumió la inanición. De manera inesperada, una carta lo citó en Ufa en julio de 1942, sin más explicación. A partir de ese momento, casi todos los aspectos de su primer encuentro con la Komintern durante la guerra se vieron envueltos en un tupido manto de misterio. La entrada a la oficina principal estaba flanqueada por enormes columnas, pero no había ningún cartel en la puerta, «nada que indicara que ese era el edificio donde se encontraba la oficina central de la Komintern». Nada más entrar, le ofrecieron comida —daba la impresión de que gran parte de los camaradas que llegaban allí llevaban muchos días sin comer—, que engulló en silencio. A continuación mantuvo una breve reunión con el jefe de los mandos, quien le dijo, sin darle más explicaciones, que seguiría viajando: «Le notificaré su destino».
Durante los días siguientes se encontró con multitud de viejos amigos, la mayoría hijos de comunistas alemanes como él, a los que había conocido en escuelas de Moscú a lo largo de los años y en reuniones de la Komsomol, la organización juvenil del partido comunista. Ninguno de ellos hablaba de su pasado reciente ni de sus planes de futuro, ni siquiera utilizaba el que Leonhard sabía que era su verdadero nombre. «Poco a poco descubrí que aquí dominaban principios distintos: era evidente que todo aquello de lo que no se hablaba abarcaba un campo mucho más amplio.» Al cabo de unos días fue informado, nuevamente de manera abrupta, de que había llegado el momento de partir. Sin darle otra explicación, lo subieron a un barco, cruzaron un río, lo metieron en un camión y finalmente le ordenaron que bajara y echara a andar. Por fin llegó a unos viejos edificios pertenecientes a una granja y descubrió que se trataba de la escuela de la Komintern. En el más estricto secreto, comenzó su formación[39].
Durante los meses siguientes, Leonhard y sus compañeros atendieron las clases habituales —sobre marxismo y materialismo histórico—, en las que se hacía hincapié en la historia de los partidos comunistas de sus respectivos países y la historia de la Komintern. Tenían acceso a informes secretos y a documentos que no estaban disponibles para todo el mundo en la Unión Soviética. A causa de la enorme importancia de sus futuras misiones, los estudiantes recibían también literatura nazi y fascista de la que no conocían nada ni habían oído hablar hasta ese momento. La finalidad de ello era ayudarlos a comprender mejor a sus enemigos, como Leonhard recordó: «A menudo, uno de nosotros tenía que exponer frente al grupo varias doctrinas de la ideología nazi, mientras que otros eran los encargados de atacar y rebatir los argumentos nazis. El estudiante que tenía que exponer los argumentos nazis tenía que presentarlos de la manera más clara y convincente posible, y su rendimiento se valoraba más positivamente cuanto mejor lograba representar el punto de vista nazi[40]».
Si bien tenían permitido leer literatura nazi, siempre los mantuvieron alejados de los escritos de disidentes o de comunistas antiestalinistas: «Mientras que el resto de los seminarios alcanzaban por lo general un notable nivel de discusión, el seminario sobre trotskismo se limitaba a condenar furiosamente a los partisanos[41]».
Hubo varias de esas escuelas durante la guerra, no solo para comunistas, sino también para oficiales polacos que habían sido reclutados para la División Kosciuszko, la división de habla polaca del Ejército Rojo, así como para oficiales alemanes a los que habían apresado y que estaban siendo «reeducados». Un notable número de políticos que más adelante desempeñarían un papel primordial en los estados comunistas de posguerra estudiaron en ellas o enviaron a ellas a sus hijos. El hijo de Tito, Zarko, fue compañero de Leonhard, por ejemplo, como lo fue también Amaya Ibárruri, la hija de la comunista española Dolores Ibárruri, más conocida como la Pasionaria, una famosa oradora de la Guerra Civil española.
A algunos de los profesores de esas escuelas les esperaban carreras igualmente ilustres. Jakub Berman, más adelante jefe de seguridad, ideología y propaganda en Polonia, enseñó a comunistas polacos en Ufa a partir de 1942. Entonces, como haría también después, Berman se esforzaba mucho en acatar la línea del partido. Entre otras cosas, en esa época mantuvo un estrecho contacto con Zofia Dzerzhinskaia, la esposa polaca del conocido fundador de la policía secreta, Feliks Dzerzhinski (que también era polaco). La mujer actuó como una especie de madrina para los comunistas polacos de la Unión Soviética, y Berman conservó cuidadosamente copias de sus cartas a ella. Si bien están escritas con fría formalidad y no resultan demasiado informativas, sí que arrojan algo de luz sobre cómo debió de ser la vida en Ufa durante la guerra. Berman dijo a Dzerzhinskaia que a menudo asistía a escuchar a otros conferenciantes, como Pieck, de Alemania, Togliatti, de Italia, o la Pasionaria, de España. Seguía atentamente los acontecimientos en Varsovia («es con gran entusiasmo que seguimos las noticias sobre la heroica batalla en el país»). Con ocasión del vigésimo quinto aniversario de la URSS, informó a Dzerzhinskaia con solemnidad de que la Unión Soviética «es para nosotros el mejor ejemplo de cómo organizar en el futuro el mismo estilo de vida en nuestro país[42]».
Berman también le dijo que estaba impartiendo cursos sobre «la historia de Polonia, la historia del movimiento obrero polaco», e instruyendo a jóvenes comunistas polacos sobre política contemporánea. No eran asignaturas sencillas, puesto que Stalin había disuelto el partido comunista polaco en 1938 y asesinado a muchos de sus líderes. (Más adelante, la historia oficial del partido explicaría que el partido comunista polaco «fue creado sobre una base de marxismo-leninismo, pero no consiguió acabar con las tendencias faccionalistas»[43].) El sustituto del partido, el Partido Obrero Polaco de Gomułka, era aún muy pequeño, pues se había fundado en 1942. En otra serie de cartas dirigidas a su camarada Leon Kasman, Berman se mostró más abierto sobre las «dificultades» que esos hechos presentaban para cualquiera que intentara enseñar la historia del comunismo polaco. Obviamente, era necesario andarse con pies de plomo cuando se discutía sobre la década de 1930, ya que era imposible mencionar el papel de Stalin en la disolución del partido, y más imposible aún mencionar su animadversión hacia Polonia[44].
Nada de esto evitó que Berman hiciera todo lo que estaba en sus manos para adoctrinar a jóvenes polacos y enseñarles cómo defender la Unión Soviética. En cierto momento incluso dijo a Dzerzhinskaia que había pedido a sus alumnos que escucharan las emisiones del movimiento de resistencia polaco antinazi y anticomunista, el Ejército Nacional, para que fueran capaces de «rebatir» sus argumentos. Mientras que a comunistas alemanes como Wolf y Leonhard les enseñaban a rebatir la propaganda nazi, los comunistas polacos se estaban preparando para la llegada de la lucha ideológica contra los líderes de la resistencia polaca establecida. En una de sus notas a Dzerzhinskaia, Berman se preguntó si sería posible encontrar «elementos sanos» —es decir, futuros colaboradores— entre los dirigentes campesinos e incluso entre los demócratas nacionales de extrema derecha. «Por esta razón —explicó a Dzerzhinskaia—, es absolutamente necesario, creo, continuar las tácticas del frente unido.» El partido comunista polaco no debía mostrarse tal y como era demasiado temprano. Primero tendría que encontrar aliados y colaboradores, y solo más adelante podría promover reformas al estilo soviético.
No era el único en hacer planes de ese estilo. Sobre la misma época, los líderes soviéticos también estaban preparando promover de nuevo los «frentes unidos», gobiernos de coalición que podrían gobernar de inmediato tras la liberación, por toda Europa del Este. En su largo memorando de 1944 a Molótov, el ministro de Asuntos Exteriores soviético, Iván Maiski había especulado que las revoluciones proletarias podrían producirse en el plazo de unos treinta o cuarenta años. Sin embargo, hasta entonces recomendaba mantener Polonia y Hungría débiles, tal vez dividir Alemania —«a la larga contribuiría al debilitamiento de Alemania»— y, en último lugar pero no menos importante, asegurar que los comunistas locales trabajaran conjuntamente con otros. «Es en beneficio de la URSS», concluyó, que los gobiernos de posguerra «se basaran en el principio de una amplia democracia, en el espíritu de la idea de los frentes nacionales[45]».
Naturalmente, la palabra «democracia» no debe tomarse literalmente, pues Maiski también dejó muy claro que esos gobiernos creados «en el espíritu de los frentes nacionales» no serían capaces de tolerar la existencia de partidos políticos que mostraran la más mínima hostilidad hacia el socialismo. En la práctica, esto significó que en algunos países (él menciona Alemania, Hungría y Polonia) tendrían que utilizarse «varios métodos» de influencia externa para evitar que tales partidos ganaran poder. Nunca explicó cuáles serían esos métodos.
Perseguidos tanto en el este como en el oeste, comunistas europeos de todas las tendencias llegaron a vivir una cultura de conspiración, secretismo y exclusividad. En sus países de origen trabajaban en células, se conocían por seudónimos y se comunicaban mediante contraseñas y mensajes que escondían en lugares secretos. En la URSS se guardaban sus propias opiniones, se abstenían de criticar al partido y revisaban sus lugares de alojamiento en busca de micrófonos ocultos[46]. Dondequiera que estuvieran observaban una «rígida etiqueta» que el escritor Arthur Koestler ha descrito de maravilla en sus novelas y en sus memorias. Koestler, gran parte de cuya obra de ficción y no ficción describe su relación con el comunismo, se sintió atraído hacia el partido alemán durante la década de 1930, entre otras razones porque también le atraían el secretismo, la conspiración y la intriga: «Incluso un contacto muy superficial bastará para que el ingenuo no iniciado crea que los miembros del partido llevan una vida fuera de la sociedad, imbuida constantemente de misterio, peligro y sacrificios constantes. La emoción de estar en contacto con este mundo secreto es considerable, incluso para la gente de mentalidad en otros sentidos adulta y nada romántica. Más poderoso aún es el halago de ser considerado merecedor de cierta confianza, de que nos permitan llevar a cabo servicios de poca importancia para esos hombres perseguidos que viven en un peligro constante[47]».
El encanto de una existencia elitista, combinado con el acceso a privilegios y a una información exclusiva, siguió siendo durante décadas una parte importante de la atracción que generaba el comunismo. En su escuela especial de la Komintern, Wolfgang Leonhard leyó por primera vez los mismos telegramas de alto nivel que circulaban entre los jefes del partido y se dio cuenta de que contenían mucho más que la propaganda que se transmitía a las masas: «Recuerdo a la perfección la sensación con la que sostuve uno de esos boletines de información secreta entre la manos por primera vez. Experimenté gratitud por la confianza depositada en mí, y una sensación de orgullo por ser uno de esos funcionarios lo bastante maduros desde el punto de vista político para que me confiaran el conocimiento de otros puntos de vista[48]».
Sus experiencias del terror —detenciones y purgas masivas, acompañadas de rápidos cambios tácticos— tuvieron también un profundo impacto sobre los comunistas europeos. En la escuela de la Komintern de Ufa, Leonhard fue humillado cuando lo obligaron a hacer una absurda declaración pública de autocrítica. Mientras reflexionaba sobre la experiencia, y sobre el comportamiento petulante de algunos de sus camaradas —en particular, de una mujer alemana llamada Emmi, que más tarde se convertiría en la mujer de Markus Wolf—, de repente se preguntó: «¿Es nuestra relación en la escuela tal como debería ser entre miembros del partido? Entonces me vinieron a la cabeza otros pensamientos críticos, que ya había tenido antes, durante el período de las purgas. Recordé conversaciones delicadas y tuve miedo de mí mismo. Si ya había expresado pensamientos críticos como ese, ¿cómo terminaría todo? Decidí que en el futuro tendría mucho más cuidado con lo que dijera, y que diría siempre lo mínimo necesario[49]».
Esa clase de experiencias terminaron por convencer a Leonhard de abandonar Europa del Este y de, finalmente, dejar el partido. Sin embargo, otros que fueron humillados de manera similar no se marcharon ni lo abandonaron. Tampoco se ablandaron ni se volvieron más compasivos a causa de sus experiencias traumáticas. Lejos de volverse más humildes tras los sufrimientos experimentados durante la guerra, ya fuera en campos hitlerianos o en prisiones occidentales, los comunistas que permanecieron en el partido a menudo se entregaron con mayor fervor a la causa[50].
Muchos de los que sobrevivieron físicamente a las purgas de la URSS —y desde el punto de vista intelectual sobrevivieron a los cambios de política— se encontraron tras la guerra no solo con una sensación incrementada de lealtad tribal, sino con un sentimiento de mayor dependencia de la Unión Soviética. Y quienes siguieron como miembros leales del partido durante las detenciones, los salvajes cambios de táctica y la confusión de la década de 1930, a menudo se erigieron como auténticos fanáticos: totalmente leales a Stalin, deseosos de seguir el liderazgo soviético en cualquier dirección, obedecieron todas las órdenes que recibían si con ello servían a la causa[51].