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Los vencedores

Durante los últimos meses bajo el régimen nazi, casi todos estábamos a favor de los rusos. Esperamos la luz del Este. Pero ha quemado a demasiada gente. Han sucedido demasiadas cosas que no se pueden entender. En las oscuras calles aún resuenan todas las noches los gritos desgarradores y angustiados de las mujeres.

RUTH ANDREAS-FRIEDRICH[1]

Los rusos […] aniquilaron a la población nativa de un modo sin parangón desde los tiempos de las hordas asiáticas.

GEORGE KENNAN[2]

En Budapest, John Lukacs vio «un océano de rusos gris verdoso, todos ellos entrando por el este[3]». En un barrio de la zona este de Berlín, Lutz Rackow vio «tanques, tanques, tanques y más tanques» y soldados caminando junto a ellos, entre ellos «amazonas con trenzas rubias[4]». Ese era el Ejército Rojo: mujeres y hombres hambrientos, enfadados, exhaustos, avezados en la lucha, algunos con los mismos uniformes que habían llevado en Stalingrado o Kursk dos años antes, todos ellos cargados con recuerdos de violencia espantosa, todos ellos insensibilizados por lo que habían visto, oído y hecho.

La ofensiva soviética final empezó en enero de 1945, cuando el Ejército Rojo cruzó el Vístula, el río que recorre el centro de Polonia. Avanzando rápidamente a través de la devastada Polonia oriental y los estados bálticos, los «Ivanes» habían conquistado Budapest después de un terrible sitio a mediados de febrero, y Silesia en marzo. Su asalto a Königsberg, en Prusia Oriental, terminó en abril. En ese momento, dos numerosas unidades militares, el Primer Frente Bielorruso y el Primer Frente Ucraniano, se encontraban en las afueras de Berlín, preparadas para el asalto final. Hitler se suicidó el 30 de abril. Una semana después, el 7 de mayo, el general Alfred Jodl se rindió sin condiciones a los aliados en nombre del Alto Mando de la Wehrmacht.

Incluso hoy en día, no es fácil determinar lo que sucedió en Europa del Este durante esos últimos cinco meses de la guerra porque no todo el mundo recuerda los acontecimientos de esos meses de batalla sangrienta del mismo modo. En la historiografía soviética, la última fase de la guerra siempre se presenta inequívocamente como una serie de liberaciones. Según el discurso habitual, las ciudades de Varsovia, Budapest, Praga, Viena y Berlín fueron liberadas del yugo de la Alemania nazi, encadenando un triunfo tras otro, los fascistas fueron destruidos, la población se alegró enormemente y se restableció la libertad.

Otros cuentan la historia de manera diferente. Durante muchas décadas, los alemanes, y en particular los berlineses, hablaron muy poco de los acontecimientos sucedidos en mayo de 1945 y posteriormente. Hoy en día, sin embargo, recuerdan a la perfección los saqueos, la violencia arbitraria y, sobre todo, las violaciones masivas que siguieron a la invasión soviética. En otros lugares de Europa del Este, se recuerda también al Ejército Rojo por sus ataques a partisanos locales que habían luchado contra los alemanes pero que no eran comunistas, y por las oleadas de violencia, tanto indiscriminada como selectiva, que llegaron a continuación. En Polonia, Hungría, Alemania, Checoslovaquia, Rumanía y Bulgaria, la llegada del Ejército Rojo raramente se recuerda como una simple liberación. Al contrario, se recuerda como el brutal inicio de una nueva ocupación.

Aun así, para mucha gente, ninguna de estas dos perspectivas opuestas ofrece la historia completa. Es cierto que la llegada del Ejército Rojo anunció la libertad para millones de personas. Los soldados soviéticos abrieron las puertas de Auschwitz-Birkenau, Majdanek, Stuthoff, Sachsenhausen y Ravensbrück. Vaciaron las prisiones de la Gestapo. Hicieron posible que los judíos abandonaran sus escondites en establos y sótanos y regresaran, lentamente, a algo parecido a una vida normal. Genia Zonabend, una interna judía, cruzó las puertas de un pequeño campo de trabajos forzados en Alemania oriental y acudió a las primeras casas alemanas que encontró para pedir comida. En todas se negaron a ayudarla hasta que un ruso que pasaba por allí oyó su historia y se aseguró de que recibiera comida e «incluso agua caliente para lavarse[5]», como la mujer recordó.

Y la ayuda soviética no se limitó a los judíos. La llegada del Ejército Rojo también hizo posible que los polacos de la parte oriental del país hablaran polaco después de años de prohibición de hablarlo en público. Los carteles con Nur für Deutsche («Solo para alemanes») desaparecieron de tiendas, tranvías y restaurantes de las ciudades polacas que habían sido rebautizadas con nombres alemanes. En Alemania, los opositores de Hitler se alegraron de la llegada de los soldados soviéticos, al igual que millones de checos y húngaros. «Salí al patio y abracé al primer soldado soviético que vi», me contó una mujer húngara. Y no fue la única[6]. Un compatriota suyo describió lo que la llegada de Ejército Rojo supuso para él y su mujer:

Sentimos que fuimos liberados. Sé que es un tópico y que esas palabras ya no tienen ningún significado, pero por mucho que lo pienso no consigo encontrar una manera mejor de describir el sentimiento que experimentamos que diciendo que fuimos liberados. Y no solo nosotros, allí sentados en el sótano, llorando y dándonos la mano, nos sentíamos así: todos tenían la misma sensación de que el mundo se convertiría al fin en otro distinto, y de que realmente había merecido la pena nacer[7].

Un hombre polaco me dijo lo mismo: «No teníamos sentimientos encontrados hacia ellos. Nos liberaron[8]». Sin embargo, incluso aquellos que más se alegraron admitieron que el Ejército Rojo dejó una increíble devastación a su paso. Cuando describen lo sucedido, muchos hablan de una «nueva invasión mongola», utilizando un lenguaje teñido de xenofobia para referirse a esa magnitud de violencia sin precedentes. A George Kennan le recordó a las «hordas asiáticas[9]». Sándor Márai comentó de ellos que eran «como una raza humana completamente distinta cuyos reflejos y respuestas no tenían ningún sentido[10]». John Lukacs recordó los «oscuros y redondeados rostros mongoles, de ojos rasgados, indiferentes y hostiles[11]».

En parte, los soldados soviéticos resultaban extraños a los europeos del Este porque parecían desconfiar de los europeos del Este, y porque se mostraron muy sorprendidos por la riqueza material de Europa del Este. Desde los tiempos de la revolución, los rusos habían oído hablar de la pobreza, el desempleo y la miseria asociados al capitalismo, y de la superioridad de su sistema. Sin embargo, nada más entrar en Polonia, en ese momento una de las zonas más pobres de Europa, encontraron a simples campesinos que tenían varias gallinas, un par de vacas y más de una muda de ropa. Descubrieron pequeñas poblaciones rurales con iglesias de piedra, calles adoquinadas y gente en bicicleta, un vehículo desconocido aún en la mayor parte de Rusia. Encontraron granjas equipadas con sólidos establos y cosechas plantadas en hileras ordenadas. Para ellos eran escenas de abundancia en comparación con la pobreza desesperada, los caminos cubiertos de barro y las minúsculas casas de madera de la Rusia rural.

Cuando descubrieron las iglesias de Königsberg, los apartamentos de Budapest y las casas berlinesas repletas de antigüedades, de mujeres «fascistas» viviendo rodeadas de lo que ellos percibían como lujos inimaginables, misteriosos retretes con cisterna y artilugios eléctricos, se quedaron sumamente asombrados: «Nuestros soldados han visto las casas de dos plantas de las afueras, con electricidad, gas, baños y hermosos jardines. Nuestra gente ha visto las casas de la rica burguesía en Berlín, el increíble lujo de los castillos, propiedades y mansiones. Y miles de soldados repiten airados las mismas preguntas cuando miran alrededor en Alemania: “Pero ¿por qué vinieron a nosotros? ¿Qué querían?[12]”».

Buscaron explicaciones. Un responsable político escribió a Moscú explicando que «esta es una agricultura de kulaks basada en la explotación del trabajo. Por eso todo tiene un aspecto tan bonito y rico. Y cuando nuestros soldados del Ejército Rojo, en particular los que son inmaduros en el sentido político y tienen una visión de la propiedad privada pequeñoburguesa, comparan sin querer una granja colectiva con una granja alemana, elogian la alemana. Algunos de nuestros oficiales incluso admiran las cosas alemanas…[13]». O quizá todo fuera robado: «Es evidente por todo lo que vemos que Hitler robó a toda Europa para contentar a sus “Fritz” manchados de sangre —escribió un soldado a su familia—. Sus ovejas son las mejores merinas rusas, y sus tiendas están atestadas de objetos de tiendas y fábricas europeas. En un futuro no muy lejano, todos estos objetos aparecerán en las tiendas rusas como nuestros trofeos[14]».

Y así, también ellos robaron. Licores y lencería femenina, muebles y vajillas, bicicletas y mantelerías que se llevaron de Polonia, Hungría, Checoslovaquia, de los estados bálticos y los países balcánicos, así como de Alemania. Los relojes de pulsera parecían tener un significado casi mítico para los soldados rusos, que se paseaban de un lado a otro con las muñecas cubiertas por seis o siete si tenían la ocasión. La emblemática fotografía de un soldado ruso izando la bandera soviética sobre el Reichstag tuvo que ser retocada para eliminar los relojes de los brazos del joven héroe[15]. En Budapest, la obsesión por ellos pasó a formar parte de la tradición local y tal vez contribuyera a forjar la percepción que se tenía del Ejército Rojo. Unos meses después de la guerra, un cine de Budapest proyectó un noticiario sobre la Conferencia de Yalta. Cuando el presidente Roosevelt levantó el brazo mientras hablaba con Stalin, varios miembros del público gritaron: «¡Vigila tu reloj![16]». Algo similar sucedió en Polonia, donde durante muchos años los niños polacos «jugaron» a los soldados soviéticos al grito de: «Davai chasyi» («Dame tu reloj»[17]). Una conocida serie infantil polaca de finales de la década de 1960 incluyó una escena en la que aparecían soldados rusos y polacos durante la guerra, acampados en edificios alemanes vacíos, que habían amasado una amplia colección de relojes robados[18].

Para muchos, esos robos presagiaron la amarga desilusión que experimentarían quienes habían esperado ansiosos la llegada de las tropas soviéticas. Márai habla de un anciano, «una venerable figura patriarcal» que recibió a su primer visitante soviético con solemnidad y le reveló respetuosamente que era judío:

El soldado ruso esbozó una sonrisa, se descolgó la metralleta, se acercó al anciano y, según la costumbre rusa, lo besó suavemente —de derecha a izquierda— en las mejillas. Le dijo que él también era judío. Durante unos segundos, estrechó efusivamente y en silencio la mano del anciano.

A continuación volvió a colgarse la metralleta al cuello y ordenó al anciano que se colocara en un rincón de la habitación con su familia y que levantara las manos hacia la pared. […] Después, el soldado ruso les robó sin ninguna prisa, a su ritmo[19].

A algunos soldados soviéticos esto les resultó sumamente perturbador. Años más tarde, el escritor Vasili Grossman dijo a su hija que el Ejército Rojo había «cambiado a peor» cuando cruzó la frontera soviética. Grossman recordó que una noche durmió en una casa alemana junto con otros soldados rusos, entre ellos un coronel «majestuoso» que tenía «un rostro ruso donde los haya» y estaba tan cansado que parecía a punto de desmayarse: «Durante toda la noche, oímos ruidos procedentes de la habitación que ocupa el agotado coronel. El hombre se marcha por la mañana sin despedirse. Entramos en su habitación: desorden total, el coronel ha vaciado los armarios como un saqueador profesional[20]».

Lo que no robaron, con frecuencia lo destruyeron. Las refriegas callejeras en Berlín y Budapest causaron mucho de lo que ahora llamaríamos «daños colaterales», pero el Ejército Rojo también participó en actos de destrucción gratuita, al parecer en su propio beneficio. En Gniezno, la cuna de la cristiandad en Polonia, los tanques soviéticos destruyeron una catedral de mil años de antigüedad que no tenía la menor relevancia militar. Las fotografías de la época (que estuvieron ocultas durante setenta años) muestran los tanques solos, en la plaza de la ciudad, disparando al antiguo edificio sin motivo[21]. Después de tomar la ciudad de Breslavia, los soldados soviéticos incendiaron deliberadamente los edificios del antiguo centro de la ciudad, destruyendo con ello la inestimable colección de libros de la biblioteca universitaria, así como el museo de la ciudad y varias iglesias[22].

Tanto los robos como la destrucción continuarían durante muchos meses, volviéndose más sofisticados con el paso del tiempo, hasta adoptar la forma oficial de «reparaciones.» Sin embargo, los robos no oficiales también siguieron produciéndose durante muchos meses. En 1946, los funcionarios de Alemania del Este todavía se quejaban de que los funcionarios soviéticos en Sajonia se habían instalado en apartamentos privados y estaban pidiendo que les hicieran llegar muebles, cuadros y objetos de porcelana pertenecientes a las colecciones estatales sajonas que se encontraban en los castillos de la zona. «Cuando se marchan, se los llevan.» El propietario del castillo Friesen, cerca de Reichenbach, se quejó de que había perdido una mesa valorada en 4000 reichsmarks (la moneda anterior a la guerra), tres alfombras por valor de 11 500 reichsmarks, una cómoda que costaba 18 000 reichsmarks y una mesa de caoba valorada en 5000 reichsmarks. No consta en ningún sitio que se le devolviera nada de ello[23].

Aún más horribles, y sin duda de mayor trascendencia política, fueron los violentos ataques sobre la población civil que empezaron mucho antes de que el Ejército Rojo llegara a Berlín. Comenzaron cuando el Ejército Rojo cruzó Polonia, se intensificaron en Hungría y alcanzaron unos niveles asombrosos cuando las tropas soviéticas penetraron en Alemania. Quienes se encontraron con ellos relatan que los insensibilizados y furiosos soldados del Ejército Rojo parecían consumidos por un deseo de venganza. Estaban enfurecidos por la muerte de amigos, esposas e hijos, rabiosos por los pueblos incendiados y las fosas comunes que los alemanes habían dejado en Rusia. En una ocasión, Grossman presenció una procesión de cientos de niños soviéticos que avanzaban hacia el este por una carretera, regresando del cautiverio alemán. Los soldados y oficiales soviéticos los observaron con gesto grave junto a la carretera, «mirándolos detenidamente a la cara». Esos hombres eran padres que buscaban a sus hijos perdidos, a los que habían deportado a Alemania: «Un coronel permaneció allí durante varias horas, erguido, con gesto severo y expresión sombría. Regresó a su coche al anochecer: no había encontrado a su hijo[24]». Es posible que la cólera del Ejército Rojo la provocaran sus propios comandantes, sus tácticas despiadadas y su constante utilización de amenazas y espías políticos, así como las propias pérdidas sufridas. La historiadora Catherine Merridale, que entrevistó a cientos de veteranos, cree que con frecuencia expresaron indignación política: «De manera consciente o no […] los soldados del Ejército Rojo pronto darían rienda suelta a la ira que habían acumulado durante décadas de opresión por parte del Estado y de violencia endémica[25]».

Las mujeres de los territorios recién ocupados fueron las más afectadas por esa ira. Mujeres de todas las edades sufrieron violaciones en grupo y algunas de ellas fueron asesinadas. Si bien es más conocido como el cronista del Gulag, el escritor ruso Alexander Solzhenitsin también entró en Prusia Oriental con el Ejército Rojo en 1945, y más adelante escribió un poema sobre esas escenas de horror:

Las paredes acallan el gemido

de la madre herida que aún respira.

Su hijita yace en el colchón, muerta.

¿Cuántos se le han echado encima?

¿Un pelotón, una compañía, tal vez?

Una niña convertida en mujer,

una mujer convertida en cadáver.

Y todo se reduce a frases sencillas:

¡No olvides! ¡No perdones!

¡Sangre por sangre! ¡Diente por diente![26]

Esos actos de venganza eran a menudo apolíticos, y no iban dirigidos necesariamente a los alemanes o simpatizantes nazis. Como Grossman apuntó: «Las jóvenes soviéticas liberadas de los campos están sufriendo mucho ahora. Esta noche, algunas de ellas están escondidas en la habitación de nuestros corresponsales. Durante la noche, nos despiertan los gritos: uno de los corresponsales no ha podido resistir la tentación». En sus memorias, Lev Kopelev, en ese momento comisario político del Ejército Rojo, narra la suerte que corrió una joven rusa que había estado en un campo de trabajos forzados en Alemania, pero a la que confundieron con una enemiga. Era «hermosa, joven, alegre, de pelo dorado que le cubría la espalda. Algunos soldados —borrachos, supongo—, que pasaban por la calle, la vieron. “Eh, Fritzie, ¡eh, zorra!”, y después la ráfaga de una metralleta por la espalda. No vivió ni una hora. No dejaba de gritar: “¿Por qué?”. Acababa de escribir a su madre diciéndole que volvería a casa[27]».

En ocasiones, las víctimas eran polacos que habían realizado trabajos forzados y que tuvieron la mala suerte de cruzarse en el camino del Ejército Rojo: «Justo en ese momento se oyó un grito desgarrador y una niña entró corriendo en el almacén, con las largas trenzas rubias deshechas, el vestido roto por el pecho, mientras chillaba en tono agudo “¡Soy polaca! ¡Virgen santa, soy polaca!”. Dos tanquistas la perseguían. Ambos llevaban el casco negro. Uno de ellos estaba brutalmente borracho[28]». Cuando Kopelev intentó intervenir —en teoría, la violación estaba penada con la ejecución en el acto—, sus compañeros lo reprendieron, quejándose de que: «Algunos comandantes […] están dispuestos a disparar contra sus propios hombres por defender a una zorra alemana». De manera similar, le reprocharon que se molestara cuando unos soldados dispararon a una anciana retrasada a la que habían tachado de «espía». «¿Es que va a volverse contra su propia gente por una asquerosa vieja alemana?[29]»

Tanto las violaciones como la violencia horrorizaron a los comunistas locales, que entendieron de inmediato cuál sería su impacto político. En público, las violaciones se atribuían a «subversivos vestidos con el uniforme soviético». En privado, los comunistas de la zona solicitaban a las autoridades que los ayudaran a hacerse con el control. Un oficial de seguridad polaco escribió al jefe de propaganda del ejército polaco en febrero de 1945 para quejarse de que las tropas del Ejército Rojo «tienen una actitud hacia los polacos que daña la amistad polaco-soviética y debilita la gratitud que la gente de Poznan sentía hacia sus liberadores […] la violación de mujeres es un hecho muy común, a veces en presencia de sus padres o maridos. Y aún más frecuentes son las situaciones en que los soldados, por lo general oficiales jóvenes, atraen a las mujeres a los cuarteles (a menudo con la excusa de que ayudarán con los heridos) y las agreden allí[30]».

Otros intentaron negar lo que estaba sucediendo. Un joven húngaro, en ese momento comunista, explicó que nunca tuvo constancia de las violaciones: «En nuestro círculo familiar se habría dicho que eran “disparates de los nazis” […] en ese momento aún estábamos convencidos de que ellos [los soviéticos] eran hombres nuevos». Sin embargo, con el paso del tiempo descubrieron que esos «hombres nuevos» no se ajustaban del todo a sus expectativas. En una época ese hombre fue responsable de un grupo de jóvenes rusos: «Por la noche solían saltar por la ventana y se marchaban a beber a algún sitio, o en busca de fulanas o lo que fuera, cosa que nos avergonzaba mucho. Ellos nos avergonzaban mucho. No lo denunciamos, pero sabíamos que ocurría…[31]».

Algunos se vieron afectados personalmente. Robert Bialek, uno de los pocos comunistas clandestinos en activo en la por entonces ciudad alemana de Breslavia, llegó a su casa después de un primer encuentro festivo con los comandantes soviéticos que habían ocupado la ciudad —como comunista quiso ofrecerles su ayuda—, y descubrió que su mujer había sido violada. Eso, para él, marcó el inicio del fin: «Los instintos salvajes de dos soldados rasos rusos hicieron que el mundo se derrumbara a mi alrededor, como no lo habían logrado las torturas nazis ni los más sutiles métodos de persuasión». Escribió que deseó «haber quedado enterrado, como tantos de mis amigos, bajo las ruinas de la ciudad[32]».

Con frecuencia se observa acertadamente que esa oleada de violencia sexual no fue planificada, ni en Alemania ni en ningún otro lugar, y no existe ningún documento en el que se «ordenaran» tales agresiones[33]. Sin embargo, también es cierto que a algunos oficiales como Kopelev o Solzhenitsin les pareció que sus superiores inmediatos no estaban excesivamente interesados en detenerlas, y era evidente que tanto las violaciones como los asesinatos indiscriminados se toleraban, al menos durante las primeras semanas de la ocupación. Si bien las decisiones dependían de los comandantes locales, esa tolerancia derivaba de las esferas más altas. Cuando el comunista yugoslavo Milovan Djilas se quejó a Stalin sobre el comportamiento del Ejército Rojo, el líder soviético cometió la vileza de preguntarse cómo era posible que él, un escritor, no fuera capaz de «entender que un soldado que ha recorrido miles de kilómetros atravesando sangre, fuego y muerte, quiera divertirse con una mujer o distraerse un poco[34]».

Esta clase de «comprensión» se vio intensificada por la propaganda soviética sobre Alemania y los alemanes, que se volvió particularmente cruel durante el ataque final sobre Berlín, así como por el deseo de humillar a los alemanes. «No contéis los días; no contéis los kilómetros. Contad tan solo el número de alemanes que habéis abatido —escribió un corresponsal de guerra en un artículo que se reimprimió con frecuencia después de febrero de 1945—: Matad al teutón: eso es lo que reza vuestra madre. Matad al teutón: ese es el grito de vuestra tierra rusa[35]

Aunque los saqueos, la violencia y las violaciones no formaban parte de un plan político, en la práctica tuvieron un impacto político profundo y duradero sobre los territorios ocupados por el Ejército Rojo. Por un lado, la violencia hizo que la gente dudara de un gobierno soviético y que desconfiara en gran medida de la propaganda comunista y la ideología marxista. Al mismo tiempo, la violencia, en particular las agresiones sexuales, asustó profundamente tanto a hombres como a mujeres. El Ejército Rojo era brutal, poderoso y no podía ser detenido. Los hombres no podían proteger a las mujeres; las mujeres no podían protegerse a sí mismas, como tampoco podían proteger a sus hijos ni sus propiedades. El horror que se había infundido no podía ser comentado abiertamente, y las respuestas oficiales eran evasivas. En Hungría, el Comité Nacional de Budapest suspendió la prohibición de abortar en febrero de 1945, aunque sin explicar los motivos. En enero de 1946, el ministro de Bienestar Social emitió un decreto de tono evasivo: «Como resultado del frente y el caos que llegó a continuación hay muchos niños nacidos en familias que no quieren ocuparse de ellos. […] Pido por la presente al departamento de orfanatos […] que considere niños abandonados a todos aquellos nacidos entre nueve y dieciocho meses después de la liberación[36]».

Incluso las respuestas individuales eran a menudo rígidas y mecánicas, y así permanecieron. ¿Qué podía decirse? Muchos años después, un pastor de Alemania del Este, habitualmente un hombre elocuente, que había vivido de pequeño la invasión soviética, aún tartamudeaba y balbuceaba cuando intentaba describir lo que recordaba de esos momentos: «Los rusos llegaron y empezaron las violaciones, fue increíble. Sencillamente, eso no se puede olvidar. Yo tenía quince años. […] Algunas mujeres se habían escondido, así que cogieron a otras, mi madre, fue muy difícil. […] Era horrible y al mismo tiempo se respiraba una sensación de alivio, de haber escapado con vida. Sentía una tensión extraña en mi interior[37]».

En la Europa ocupada por los soviéticos, las violaciones masivas se abordaron claramente y en público una sola vez. En noviembre de 1948, las autoridades de Alemania del Este organizaron un debate público sobre el asunto en la Casa de la Cultura Soviética de Berlín. La reunión estuvo motivada por el periodista Rudolf Herrnstad —en ese momento, director del Berliner Zeitung, el periódico de Berlín y más adelante director del periódico oficial del partido, Neues Deutschland— que había escrito un artículo provocador titulado «Sobre los rusos y sobre nosotros». El debate atrajo a una multitud enorme, tan numerosa que el Neues Deutschland se quejaría más adelante de que la sala era «demasiado pequeña para tratar el tema seriamente».

El propio Herrnstad abrió el debate al repetir con tono provocador la tesis de su artículo, que había aparecido en el Neues Deutschland unos días antes. Sostuvo que Alemania «no podría superar las dificultades actuales sin el apoyo ilimitado de la URSS», y optó por no mencionar el enfado y el resentimiento de la gente hacia el Ejército Rojo. Menospreció a la gente del público que habló de «su cuñado que estaba de pie a un lado de la calle y le robaron la bicicleta, y eso que había votado al partido comunista toda su vida». ¿Cómo iba a saber el ejército soviético que el hombre era comunista? ¿Por qué no estaba luchando ese hombre con el Ejército Rojo contra los nazis? ¿Por qué la clase obrera alemana en pleno se quedaba parada a un lado de la calle, literalmente, esperando a que la salvaran?

El debate se prolongó durante cuatro horas y se retomaría a la noche siguiente. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche, la atención se fue desviando gradualmente de las bicicletas robadas. En un momento crucial, una mujer se levantó y manifestó que «muchas hemos experimentado situaciones que determinan nuestra reacción cuando nos encontramos con miembros del ejército soviético». Sin dejar de utilizar eufemismos, se refirió a «ese miedo y desconfianza con las que nos dirigimos a alguien que lleva determinado uniforme». Al leer la transcripción del debate, se hace extrañamente evidente que todos entendieron de inmediato que el asunto principal no eran los robos, sino las violaciones.

Una tras otra, se presentaron justificaciones para el comportamiento soviético. Los alemanes debían aprender a utilizar la razón para dominar las emociones. Los alemanes debían continuar con la lucha de clases. Los alemanes habían comenzado la guerra. La brutalidad alemana había enseñado a los rusos a ser brutales. Sin embargo, hubo también algunos contraargumentos —algunas mujeres insistieron sobre lo mismo, otras quisieron saber cómo trataban a sus mujeres en Rusia— hasta que, finalmente, un oficial ruso se levantó y puso fin a la discusión de manera convincente. Declaró que «nadie ha sufrido tanto como nosotros: 7 millones de personas murieron, 25 millones perdieron su hogar. ¿Qué clase de soldado vino a Berlín en 1945? ¿Un turista? ¿Llegó con una invitación? No, se trataba de soldados que habían dejado atrás miles de kilómetros de territorio soviético abrasado […] tal vez encontraran aquí a sus mujeres, a las que habían secuestrado y traído aquí a trabajar como esclavas…».

Después de esa intervención, la discusión pública se dio por zanjada de manera terminante: no había respuesta a ese argumento. Las palabras del oficial ruso recordaron a todos los presentes no solo la responsabilidad alemana en la guerra y el profundo deseo de venganza del Ejército Rojo, sino el poco sentido que tenía comentar o hacer algo al respecto[38].

A eso siguió un silencio oficial. Sin embargo, el recuerdo de las violaciones masivas, del saqueo y la violencia no desaparecieron en Alemania, Hungría, Polonia, ni en ningún otro lugar. Tan solo se añadieron a «ese miedo y desconfianza con los que nos dirigimos a alguien que lleva determinado uniforme», en palabras de la mujer que alzó la voz para hablar en Berlín; un miedo que se mantuvo hasta mucho tiempo después de que cesara la violencia[39]. Con el tiempo, se hizo evidente que esa combinación curiosamente poderosa de emociones —miedo, vergüenza, ira, silencio— ayudó a sentar las bases psicológicas para la imposición de un nuevo régimen.

La violencia no fue la única causa de resentimiento. A los pocos años del término de la guerra, la Unión Soviética fomentaría la rápida industrialización de Europa del Este, pero entretanto Stalin quería compensaciones de guerra. En la práctica, esto supuso el desmantelamiento de la industria de toda la región, lo que en ocasiones tuvo consecuencias muy a largo plazo. Como las violaciones masivas, el saqueo masivo de las fábricas alemanas a menudo se interpreta como una forma de venganza más que cualquier otra cosa. Equipamiento y objetos que no podían ser de ninguna utilidad en la URSS, trozos de tuberías y maquinaria rota fueron robados junto a obras de arte, el contenido de propiedades privadas, incluso montones de documentos de archivo, tanto antiguos como modernos (los archivos del ducado de Liechtenstein, de la familia Rothschild, de los masones holandeses), que tan solo eran de utilidad a los especialistas rusos. Hombres cualesquiera, a los que reunían en la calle con ese propósito, eran obligados a empaquetar equipamiento industrial que requería un trato especializado, por lo que sin duda, muchos de esos artículos resultaron dañados.

A diferencia de los robos de relojes y bicicletas, esas compensaciones al por mayor se planearon cuidadosamente con mucha antelación, ya en 1943, si bien las autoridades soviéticas eran conscientes de las reacciones adversas que podían provocar. Justo cuando empezaba a cambiar el rumbo de la guerra, el director del Instituto Soviético de Economía y Política Mundiales, Eugene Vargas (un economista soviético de origen húngaro, también conocido por su nombre húngaro, Jëno Varga), escribió un artículo en el que anticipaba las compensaciones masivas y argumentaba que podrían «alienar a la clase trabajadora» de Alemania y de otros países si se llevaban a cabo de manera incorrecta. Vargas opinaba que los pagos en especie eran preferibles a los pagos en efectivo, los cuales tal vez implicaran a banqueros y capitalismo. También pensaba que los antiguos estados del Eje que adoptaran el comunismo de corte soviético deberían quedar eximidos de pagar cualquier clase de compensación[40]. Vargas y el ministro de Asuntos Exteriores soviético, Viacheslav Molótov, concluyeron que convenía proponer un sistema mixto de compensaciones: la confiscación de propiedades alemanas fuera del país y una reforma agrícola radical en Alemania, así como el desmantelamiento de las empresas alemanas y su población activa (que podría ser trasladada a la URSS para realizar trabajos forzados) y la reducción del nivel de vida alemán hasta ajustarlo al soviético. Tales políticas se llevaron a cabo más adelante, más o menos como las describió Vargas, en la zona soviética de Alemania[41].

El resto de los países aliados estaban al corriente de estos planes. Stalin los mencionó por primera vez en la Conferencia de Teherán, y en la Conferencia de Yalta la delegación soviética incluso propuso la desarticulación de Alemania —Renania y Baviera se convertirían en estados separados—, así como el desmantelamiento de las tres cuartas partes del equipamiento industrial alemán, del cual un 80 por ciento iría a la Unión Soviética. Se lanzó una cifra al aire —10 000 millones de dólares—, que, según Stalin, se «debía» a la URSS. Hubo una discusión moderada y Churchill señaló que las severas sanciones impuestas a Alemania tras la Primera Guerra Mundial no habían contribuido precisamente a establecer la paz en Europa. Sin embargo, Roosevelt decidió no discutir. Su propio secretario del Tesoro, Henry Morgenthau Jr., presionaba también en favor de la desarticulación y desindustrialización de Alemania, que él imaginaba que se convertiría en una sociedad puramente agrícola[42]. El asunto tampoco se resolvió en Potsdam y los debates acerca de las compensaciones continuaron a lo largo de 1947, y aunque la URSS presentó una factura por el total de la destrucción causada por los nazis en la Unión Soviética —128 000 millones de dólares, para ser exactos—, jamás se firmó un tratado al respecto.

Al final tampoco importó demasiado, puesto que ninguna potencia aliada era capaz de influir sobre lo que el Ejército Rojo hacía en su zona de ocupación alemana, ni en ningún otro lugar. En marzo de 1945, una comisión soviética ya había confeccionado una lista de bienes alemanes, y llegado el verano, unos 70 000 «expertos» soviéticos ya habían empezado a supervisar su traslado[43]. Según los datos del Ministerio de Asuntos Exteriores soviético, recogidos por Norman Naimark, 1 280 000 toneladas de «material» y 3 600 000 toneladas de «equipamiento» se habían sacado de Alemania del Este entre la invasión y principios de agosto[44]. Es posible que estas cifras también fueran algo improvisadas, como los 128 000 millones de dólares de Stalin, aunque se sabe con certeza que de las 17 024 fábricas de tamaño mediano y grande identificadas por la URSS en su zona, más de 4500 fueron desmanteladas o desplazadas. Otras cincuenta o sesenta grandes empresas permanecieron intactas, pero se convirtieron en soviéticas. Entre los años 1945 y 1947 desapareció entre una tercera parte y la mitad de la capacidad industrial de Alemania del Este[45]. En un sentido muy real, ese fue el inicio de la división de Alemania. Si bien el resto de los aliados «reclutaron» a científicos y expertos alemanes, en la zona oriental de Alemania no se llevó a cabo ningún intento de traslado comparable. Tras las compensaciones soviéticas, las economías de las dos mitades de Alemania empezaron a divergir de inmediato.

Ni siquiera todas estas cifras cuentan la historia completa. Las fábricas podían contarse, pero no había forma de calcular la cantidad de efectivo, oro o incluso productos de alimentación que salieron de la zona oriental. Los burócratas alemanes de la zona soviética intentaron seguirles el rastro. En los archivos del Departamento de Compensaciones, unas sesenta y cinco tarjetas, con entre veinte y treinta entradas por tarjeta, conforman un registro parcial. Incluyen de todo, desde «68 barriles de pintura» hasta instrumentos y lentes geodésicas del taller de óptica Zeiss de Jena. Según esos registros, el Ejército Rojo confiscó incluso la comida de los animales del zoológico de Leipzig en octubre de 1945. Unas semanas después, el Ejército Rojo confiscó también los animales, que, al parecer, se llevaron a Rusia[46].

Además de tener que entregar sus propiedades, algunas compañías se vieron obligadas a pagar los costes de transporte. Otros tuvieron que vender sus artículos muy por debajo de su precio: el propietario de una fábrica de alfombras de Babelsburg se quejó indignado de que tuvo que bajar los precios para el Ejército Rojo. Los agricultores también se quejaron de que les pidieron que vendieran sus productos a los rusos por debajo del precio del mercado, pues de lo contrario no les pagarían por lo que repartieran[47]. En ocasiones, el desmantelamiento de las fábricas iba acompañado de la deportación de sus trabajadores, a quienes se metía en trenes y se les decía que obtendrían nuevos contratos laborales a su llegada a la URSS[48]. Los propietarios de las fábricas (así como el guardián del zoológico de Leipzig) pidieron una compensación por los bienes que habían salido de Berlín, aunque sus peticiones fueron en vano. Los radioyentes escribieron cartas a la emisora Deutsche Rundfunk —uno de los pocos organismos oficiales alemanes visibles del momento— formulando las mismas preguntas: ¿cómo les resarciría la administración alemana por los bienes que les habían quitado los rusos? ¿Cuándo cobraría la gente que trabajaba para los rusos?[49]

Las propiedades privadas también desaparecieron, a menudo aduciendo que pertenecían a los nazis, fuera cierto o no. Los rusos embargaron casas en la ciudad, segundas residencias, apartamentos y castillos, y tras ellos lo hicieron también los comunistas alemanes, quienes necesitaban «oficinas centrales para el partido», residencias donde pasar las vacaciones y viviendas para su nuevo cuadro militar[50]. Ningún vehículo privado estaba a salvo, como tampoco ningún mueble. Al parecer, el propio mariscal Zhukov amuebló elegantemente varios apartamentos de Moscú con sus trofeos personales.

En ocasiones, los trabajadores alemanes trabajaban duramente para salvar sus fábricas y a menudo pedían ayuda al partido comunista con la esperanza de que interviniera ante los rusos. Los líderes del partido de Sajonia escribieron a las autoridades del partido en 1945 para quejarse por el desmantelamiento de la única empresa que proporcionaba vidrio a escala industrial para las fábricas locales. «Si la desmantelan —declararon—, muchas otras compañías se verán afectadas.» La empresa dirigió sin éxito un llamamiento a los comandantes soviéticos de la zona, así como a los líderes locales y provinciales del partido, por lo que finalmente escribió al partido comunista en Berlín con la esperanza de que interviniera en su favor. El departamento de economía del Comité Central del partido recibía multitud de cartas de ese estilo en 1945 y 1946. En la mayoría de los casos, no era capaz de proporcionar ayuda[51].

Si bien la cantidad de pagos realizados fue mayor allí, el pago de compensaciones no fue exclusivo de Alemania. Como antiguos aliados de los nazis, Hungría, Rumanía y Finlandia también tuvieron que pagar cuantiosas compensaciones en forma de petróleo, barcos, equipamiento industrial, comida y combustible[52]. La contribución húngara tuvo que ser revisada continuamente, ya que la inflación galopante de Hungría dificultaba el cálculo de los precios de los artículos. Las estimaciones actuales descubren pagos (en dólares estadounidenses de 1938) de 300 millones a la URSS, 70 millones a Yugoslavia y 30 millones a Checoslovaquia. En otras palabras, las compensaciones abonadas desviaron un 17 por ciento del producto interior bruto húngaro en 1945-1946, y otro 10 por ciento en 1946-1947. En años posteriores, los pagos por compensaciones supusieron anualmente alrededor del 7 por ciento del PIB hasta que finalizaron en 1952[53].

La ocupación soviética conllevó también otros costes. El solo hecho de tener que alimentar y alojar al Ejército Rojo supuso una carga enorme para los húngaros, quienes en el verano de 1945 se quejaron de que el coste ascendía ya al 10 por ciento del presupuesto del gobierno y les había dejado «las tiendas de comestibles totalmente vacías». Los húngaros también alojaron y alimentaron a unos 1600 funcionarios aliados no militares —soviéticos, estadounidenses, británicos, franceses— cuya manutención también tuvo un coste nada desdeñable. Entre los gastos que los funcionarios británicos y estadounidenses presentaron a sus anfitriones húngaros estuvieron las facturas detalladas de «coches, caballos, clubes, vacaciones, casas, partidas de golf y pistas de tenis». Un puñado de facturas de floristerías provocó un gran escándalo en 1946, cuando los detalles de estos gastos aparecieron en el periódico del partido comunista, Szabad Nép («El pueblo libre»): miembros de las delegaciones británica y estadounidense enviaron una gran cantidad de flores a sus novias húngaras y esperaban que el gobierno húngaro pagara por ellas[54].

La delegación soviética no se vio implicada en ningún escándalo similar porque los funcionarios soviéticos no presentaban facturas. Trataban cuanto les rodeaba como si fuera su botín, confiscaban comida, ropa, tesoros eclesiásticos y piezas de museo. Tenían por costumbre abrir las cajas fuertes de las oficinas y cajas de almacenamiento cerradas con llave para llevarse montones de moneda húngara, el pengó, que entonces carecía de valor. Un caso conocido fue el de una fábrica de bombillas angloestadounidense que los oficiales soviéticos desmantelaron pese a las protestas de los húngaros, y el contenido de la cual fue enviado a la URSS. Durante este período de compensaciones «salvajes», se desguarnecieron aproximadamente cien fábricas.

Aún más complicado fue el asunto de las propiedades alemanas en Hungría, que, según el Tratado de Potsdam, tenían que ser cedidas a la URSS. Aunque se elaboró una lista inicial —primero veinte grandes fábricas y minas, después cincuenta compañías más—, no fue fácil determinar lo que era o no era «alemán» en Hungría. En la práctica, se confiscaron compañías austríacas y checas, así como otras que tenían algunos accionistas alemanes, si bien no eran necesariamente mayoritarios. Las propiedades de los judíos que con anterioridad habían sido confiscadas por los alemanes fueron confiscadas también por los rusos. Los rusos argumentaron que tenían un derecho moral sobre esas propiedades, puesto que «esas compañías pertenecían a la maquinaria bélica alemana y cumplieron su objetivo de destruir la Unión Soviética[55]». No fue hasta 1946, con la inflación descontrolada y la estabilidad económica del país amenazada, cuando las peticiones de compensaciones a Hungría empezaron a disminuir y finalmente cesaron.

Sin embargo, los países del Eje no fueron los únicos que pagaron un alto precio por la ocupación. Aunque pocos lo sabían en ese momento, Polonia, haciendo caso omiso de los acuerdos internacionales, también tuvo que pagar compensaciones. Los archivos militares soviéticos contienen registros del desmantelamiento y el transporte, entre otras cosas, del contenido de una fábrica de tractores cercana a Poznan, de una fábrica metalúrgica en Bydgoszcz, y de una imprenta en Torun, todas ellas situadas en regiones de Polonia que no habían pertenecido a Alemania antes de la guerra. La justificación para esas confiscaciones —que se trataban de propiedad «alemana»— es sumamente discutible si se tiene en cuenta que gran parte de las propiedades «alemanas» en Polonia habían sido confiscadas (igual que en el caso de Hungría) con anterioridad a polacos o judíos[56].

Gracias a los recientes descubrimientos obtenidos de archivos, ahora se sabe que la URSS también planeó cuidadosamente el desmantelamiento y traslado de propiedades «alemanas» de la Alta Silesia, que había formado parte de la Polonia de preguerra (Baja Silesia, que curiosamente se encuentra en el norte, había pertenecido al Reich alemán de preguerra). En febrero de 1945, Stalin ordenó una comisión que investigara y creara un inventario de las propiedades «ganadas» en la guerra, con la intención de llevárselas a la Unión Soviética. En marzo, la comisión ya había ordenado el desmantelamiento y traslado del contenido de una planta siderúrgica y una fábrica de tubos de acero, así como los hornos y las máquinas herramienta de otras fábricas de Gliwice y los alrededores, que formaban parte de la Polonia de preguerra. Una sola fábrica de acero de Ucrania recibió la carga de treinta y dos trenes —1591 vagones— llenos de equipamiento.

En los meses siguientes, el Ejército Rojo procedió a vaciar fábricas de lugares tan alejados de la frontera alemana como Rzeszów, en la parte sudeste de Polonia. Se desmantelaron varias centrales eléctricas, casi siempre sin el conocimiento de las autoridades polacas. Henryk Rózanski, el por entonces viceministro de Industria, recordó más adelante que los rusos se llevaron vías ferroviarias y trenes polacos: «Se inició una especie de juego que consistía en pintar y repintar los símbolos de los trenes; un juego que provocó un serio conflicto entre los trabajadores ferroviarios rusos y polacos». En una ocasión, Rózanski viajó a Katowice, donde la gente del lugar le dijo que el Ejército Rojo estaba llevándose el contenido de una fábrica de óxido de zinc. Rózanski se presentó allí sin avisar y se encontró con maquinaria y hornos desperdigados sobre la nieve.

Se quejó a las autoridades soviéticas locales: al fin y al cabo, aquella era una fábrica polaca que se encontraba en un territorio que había pertenecido a Polonia antes de la guerra. Jamás había sido de propiedad alemana. Nunca había formado parte de ningún tratado de compensación. Sin embargo, sus quejas fueron desoídas. Puede que Polonia fuera un aliado, pero a ojos de los soviéticos seguía siendo un país enemigo[57].

La entrada del Ejército Rojo en Europa del Este en 1944 y 1945 no estuvo planeada cuidadosamente, y nada de lo que vino a continuación —la violencia, los robos, las compensaciones, las violaciones— formaba parte de un plan a largo plazo. La presencia de la Unión Soviética en la región fue sin duda el efecto secundario de la invasión de la Unión Soviética por parte de Hitler, de las victorias del Ejército Rojo en Stalingrado y Kursk, y de la decisión de los aliados occidentales de no seguir avanzando hacia el este cuando tuvieron la ocasión. Sin embargo, es incorrecto suponer que los dirigentes de la Unión Soviética no habían contemplado una invasión militar de la región, o que se mostraron indiferentes ante tal oportunidad. Al contrario, ya habían intentado derrocar el orden político en Europa del Este, y en más de una ocasión.

Si bien los soldados del Ejército Rojo se quedaron impresionados por la relativa riqueza de Europa del Este, a los fundadores de la Unión Soviética no les habría sorprendido lo más mínimo, pues ellos conocían muy bien la región. Lenin vivió durante varios meses en Cracovia y en el campo polaco[58]. Trotski pasó muchos años en Viena. Todos ellos seguían la política alemana muy de cerca, y todos consideraban la política de Alemania y de Europa del Este de vital importancia para su propia política.

Para entender el motivo, sirve de ayuda saber un poco de filosofía y un poco de historia, ya que los bolcheviques leyeron las obras de Lenin y Marx, no como se leen hoy en día, como textos incluidos en un curso universitario, o como una de las muchas teorías que existen sobre la historia, sino como un hecho científico. Contenida en la obra de Lenin (y desarrollada por Trotski), se encontraba una teoría muy clara e igualmente científica sobre las relaciones internacionales, que venía a sostener algo así: la Revolución rusa era la primera de muchas revoluciones comunistas; otras llegarían muy pronto, en Europa del Este, en Alemania, en Europa occidental, y después por todo el mundo. Y una vez que el mundo estuviera gobernado por regímenes comunistas, podría realizarse la utopía comunista.

Seguro de este futuro halagüeño, el propio Lenin se refirió a las rebeliones que se avecinaban con convicción e incluso con insensata indiferencia: «Zinoviev, Bujarin y también yo pensamos que en Italia la revolución debería estimularse de inmediato —escribió en una nota a Stalin en julio de 1920—. Mi opinión personal es que, a este fin, Hungría debería sovietizarse, y tal vez también Checoslovaquia y Rumanía. Tenemos que considerarlo detenidamente[59]». Un año antes, se refirió al «desmoronamiento mundial de la democracia burguesa y el parlamentarismo burgués» como si fuera un hecho inminente[60].

Los bolcheviques no tenían intención de sentarse a esperar que esas revoluciones tuvieran lugar. Como vanguardia revolucionaria, esperaban facilitar la agitación venidera mediante la propaganda, los subterfugios e incluso la guerra[61]. En la primavera de 1919 habían establecido la Internacional Comunista, conocida popularmente como la Komintern, un organismo dedicado a derrocar los regímenes capitalistas, según las directrices leninistas, tal como se apunta en ¿Qué hacer? (la furiosa denuncia que Lenin hizo de la democracia social y el pluralismo de izquierda, publicada en 1920[62]). En la práctica, como ha escrito Richard Pipes, la Komintern constituyó una «declaración de guerra a todos los gobiernos existentes[63]».

En el caos que siguió a la Primera Guerra Mundial en Europa, la posibilidad de que todos los gobiernos existentes llegaran a desmoronarse no parecía en absoluto descabellada. Durante los primeros años de inestabilidad, parecía incluso que las profecías de Marx hubieran de cumplirse primero en su país. El Tratado de Versalles y sus sanciones punitivas crearon un descontento inmediato en Alemania. Los camaradas alemanes, en ese momento miembros del partido comunista más numeroso y sofisticado del mundo, intentaron utilizar eso a su favor sin dilación. En 1919, los comunistas alemanes llevaron a cabo una serie de levantamientos en Berlín. Semanas más tarde, dos veteranos de la Revolución rusa ayudaron a liderar una rebelión en Munich que proclamó la efímera e improbable República Socialista Bávara. Lenin reaccionó con entusiasmo ante tales acontecimientos. Enviados oficiales soviéticos fueron destinados al Sóviet de Obreros de Bavaria, y llegaron allí justo antes de que se desmoronara.

Estas rebeliones en Alemania no fueron fruto de la casualidad. Un final igualmente caótico de la Primera Guerra Mundial conllevó un ascenso igualmente efímero del poder comunista en Hungría, otro país que había sido severamente castigado por un acuerdo de posguerra por el cual perdieron dos tercios de su territorio. Al igual que los levantamientos alemanes, la breve revolución marxista en Hungría tuvo también profundas conexiones soviéticas. Su líder, Béla Kun, había participado activamente en la Revolución rusa, había fundado la primera delegación extranjera en el seno del partido comunista soviético e incluso había entablado amistad con Lenin y su familia. Kun se marchó a Budapest en 1919 a petición de Moscú. Su breve pero notable rebelión sangrienta imitó la revolución bolchevique en muchos aspectos. Entre otras cosas, los 133 días de la República Soviética Húngara conllevaron la aparición de matones con chaquetas de cuero que se hacían llamar «los chicos de Lenin», la transformación de la policía en la «Guardia Roja» y la nacionalización de escuelas y fábricas. Sin embargo, Kun resultó ser un dirigente político descuidado, igual que había sido un conspirador descuidado (una vez se dejó un maletín lleno de documentación secreta del partido en un taxi de Viena). La República Soviética Húngara terminó de manera deshonrosa, con la invasión por parte del ejército rumano y la fundación de un régimen autoritario dirigido por el almirante Miklós Horthy[64].

De vuelta en Moscú, los bolcheviques consideraron tales contratiempos como algo temporal. Argumentaron que, por supuesto, las fuerzas reaccionarias se volverían más fuertes frente al poder creciente de la clase obrera. Por supuesto, los imperialistas y los capitalistas lucharían con uñas y dientes para salvarse de la destrucción. Según la sorprendentemente flexible teoría marxista-leninista, el creciente poder de la contrarrevolución tan solo reflejaba la fuerza de la marea revolucionaria. Cuanto mayor fuera la oposición, más probabilidades había de que el capitalismo finalmente fracasara. Tenía que ser así: Marx lo había anunciado. Zinoviev, el primer dirigente de la Komintern, estaba tan seguro de que esa ola revolucionaria estaba a punto de nacer que en 1919 predijo: «Dentro de un año ya habremos olvidado que Europa tuvo que luchar una guerra por el comunismo, porque dentro de un año toda Europa será comunista[65]».

Lenin también estaba seguro. En enero de 1920, justo cuando la Guerra Civil rusa empezaba a tocar a su fin, aprobó un plan para atacar la Polonia «burguesa» y «capitalista». Aunque había razones políticas, históricas e imperiales para el conflicto —la nueva frontera entre Polonia y Rusia había convertido antiguas tierras zaristas en territorio polaco, y las tropas polacas ya estaban luchando para conseguir más territorio de Ucrania—, el verdadero casus belli era ideológico. Lenin creía que la guerra llevaría a una revolución comunista en Polonia y, a la larga, a revoluciones comunistas en Alemania, Italia y en todas partes, de modo que ordenó la creación de un comité revolucionario polaco (PolRevKom), que habría de empezar a prepararse para hacerse con el poder en la Polonia soviética. Los delegados del Segundo Congreso de la Internacional Comunista en Moscú ese verano celebraron los informes diarios sobre las victorias bolcheviques, que se marcaban en un mapa colgado en la pared, junto a un trono Romanov desechado[66]. En Londres, el por entonces secretario de Estado Winston Churchill predijo con actitud pesimista que «la nación polaca emergería como un anexo comunista del poder soviético[67]».

Para la inmensa sorpresa de todos, la guerra terminó con la derrota decisiva de los bolcheviques. El momento crucial llegó en agosto de 1920 en la batalla de Varsovia, recordada aún por los polacos como «el Milagro en el Vístula». Los polacos no solo forzaron la retirada del Ejército Rojo, sino que capturaron a unos 95 000 soldados. El resto escaparon hacia el este en lo que enseguida se convirtió en una desbandada. El joven Stalin desempeñó un papel menor en ese fracaso: como comisario político del frente sudoeste, dificultó las comunicaciones durante el contraataque polaco. Sin duda alguna, durante toda su vida sintió rencor hacia los «señores polacos» y los «aristócratas blancos» que habían infligido un golpe tan duro al Ejército Rojo[68].

Fue solo después de esa vergonzosa derrota cuando los bolcheviques concluyeron que aún no había llegado el momento adecuado para la revolución. Lenin observó con amargura que los obreros y campesinos polacos no se habían levantado contra sus explotadores, sino que «dejaron que nuestros valientes soldados murieran de hambre, les tendieron una emboscada y los golpearon hasta la muerte[69]». Quedó para Stalin, el sucesor de Lenin, el deber de explicar esa derrota con una nueva interpretación de la teoría marxista. En 1924 anunció a bombo y platillo que entonces era posible conseguir «el socialismo en solo un país». Por muy banal que pueda sonarnos hoy en día, en la época supuso un cambio fundamental en el pensamiento revolucionario, así como el inicio de la ruptura de Stalin con su acérrimo rival internacionalista, León Trotski.

También marcó el comienzo de un cambio en las relaciones de la Unión Soviética con el mundo exterior. A raíz del anuncio de Stalin, los países occidentales empezaron a expandir sus relaciones con Moscú. El Reino Unido garantizó reconocimiento diplomático a la URSS en 1924. Nueve años después, el nuevo presidente de Estados Unidos, Franklin Roosevelt, también estableció relaciones diplomáticas con la Unión Soviética. En parte, se dejó convencer por Walter Duranty, el corresponsal prosoviético en Moscú del que se supo que (de forma voluntaria) no informó sobre la terrible hambruna de Ucrania el año anterior. Duranty aseguró a Roosevelt que, como había escrito en The New York Times, «la palabra “bolchevique” ha perdido aquí gran parte de su antiguo misterio y terror[70]». La URSS se estaba volviendo «normal»; y lo más relevante, parecía haberse asentado dentro de sus fronteras.

Sin embargo, la revolución internacional no se había abandonado. Tan solo se había pospuesto. Y en 1944, la Unión Soviética se estaba preparando para reanudarla.