NOTAS DE VALENTÍN ALSINA AL LIBRO

CIVILIZACIÓN Y BARBARIE[*]

NOTA 1

Pág. 27 - renglón 41. - «En Corrientes, los campesinos»… etc. - Puede Ud. añadir, en comprobación de los renglones anteriores, que en Corrientes, aunque se habla castellano, todas, todas las clases, hablan también el guaraní. De ahí viene que las clases bajas, al hablar castellano, usen sólo del pronombre , y no del usted, desconocido en el guaraní.

NOTA 2

47 - 42. - «En aquel momento, ha recorrido en su mente, diez mil estancias de la pampa»… etc. - Ante todo, una advertencia indispensable, que servirá como de introducción.

Al tirar estas Notas, amigo mío, ha sido en el concepto de que Ud. me ha de permitir la más completa franqueza en la exposición de mis juicios, sean ellos exactos o desacertados. ¿Me engaño en aquel concepto? Pues entonces no siga adelante, y haga pedazos desde ahora este papel. ¿No me engaño? Pues entonces le diré que en su libro, que tantas y tan admirables cosas tiene, me parece entrever un defecto general —el de la exageración: creo que tiene mucha poesía, sino en las ideas, al menos en los modos de locución—. Ud. no se propone escribir un romance, ni una epopeya, sino una verdadera historia social, política y hasta militar a veces, de un período interesantísimo de la época contemporánea. Siendo así, forzoso es no separarse en un ápice —en cuanto sea posible— de la exactitud y rigidez histórica; y a esto se oponen las exageraciones. Éstas tienen que ser en Ud. una necesidad: ¿sabe por qué? porque creo —aunque puedo estar muy engañado— que es Ud. propenso a los sistemas; y éstos, en las ciencias sociales como en las naturales, no son el mejor medio de arribar al descubrimiento de la verdad, ni al recto examen, ni a la veraz exposición de ella. Desde que el espíritu esté ocupado de una idea anterior, y se proponga hacerla triunfar en la demostración, se expone a equivocaciones notables, sin percibirlo. Entonces el escritor, en vez de proceder analíticamente, en vez de examinar cada hecho en sí mismo, para ver lo que de él se deduzca, y de este conjunto de deducciones y observaciones sacar, recién a lo último, una deducción general, o resultado; en vez de este proceder, emplea el sintético: esto es, sentada una idea jefe, recorre cuantos hechos se le presentan, no para examinarlos filosóficamente y en sí mismos, sino para alegarlos en prueba de su idea favorita, para formar con ellos el edificio de su sistema. De aquí nace naturalmente que, cuando halle un hecho que apoye sus ideas, lo exagere y amplifique; y cuando halle otro que no se encuadre bien en su sistema, o que lo contradice, lo hace a un lado, o lo desfigura o lo interpreta: de aquí nacen las analogías y aplicaciones forzadas; de aquí los juicios inexactos o parciales acerca de los hombres y sucesos; de aquí las generalizaciones con que, de un hecho individual, y tal vez casual o insignificante en sí mismo, el escritor deduce una regla o doctrina general. Todo eso es una necesidad en los sistemas: hay que tributarles muchos sacrificios. Ud. se propone mostrar la lucha activa entre la Civilización y la Barbarie; la lucha cuyos gérmenes venían de largos años atrás, y la cual, de largos años atrás, existía sordamente: la lucha entre las campañas y las ciudades, y en la que, por una ley necesaria, y casi por una especie de fatalismo, aquéllas triunfaron y debían triunfar. —Creo que algo de exacto hay en el fondo de esta idea, sin que en mi humilde opinión lo sea en todo. Más adelante, algo diré sobre esto. Aquí anticiparé que tal vez ese resultado no se ha debido tanto a un orden dado de cosas, de ideas o sentimientos en las campañas, cuanto a mil acasos y accidentes, a hechos en sí insignificantes, a la ignorancia e inestudio de nuestro estado social, y a multitud de errores políticos y militares. Digo esto aquí, únicamente por explicar mi pensamiento acerca del efecto que en las inquisiciones históricas producen las exageraciones, consecuencias necesarias de los sistemas previos. Así: lo que Ud, expone sobre el gaucho baqueano, malo, rastreador, etc., aunque sea necesario al sistema de Ud., tal vez no sea exacto en la latitud y generalidad que Ud. lo presenta. De ningún modo digo que esos hechos no sean exactos, y especialmente los prodigios (no merecen otro nombre) del rastreador; bien que yo jamás había oído cosa ni medio parecida. Digo solamente que en Europa, al leer esas páginas, y aun al leerlas en América quien no sea argentino, creerán que esas calidades son generales, o al menos comunes, en el gaucho argentino; en rigor, son excepciones, rarezas. Ud. hace de esos caracteres excepcionales una especie de clase, y esto es lo que creo no ser exacto; y después, en los detalles, las necesidades de su sistema le arrastran a las exageraciones. Sirvan de ejemplo las palabras que hacen el texto de la presente Nota: «En aquel momento (vaya Ud. contando las hipérboles) ha recorrido en su mente diez mil estancias de la pampa: ha visto y examinado todos los caballos que hay en la provincia, con sus marcas, colores, señales particulares, y convencídose de que no hay ninguno que tenga una estrella en la paleta»… Lo de Napoleón, que Ud. añade, es tan cuento tártaro como tantas otras cosas: no sería lo más asombroso la memoria de Napoleón, cuanto que hubiese tenido ocasión, motivo, interés y 18 o 20 años desocupados, para oír, una a una, las historias de 200.000 hombres: y con todo, más fácil sería que un general conociese a 200 y la historia de cada uno, que el que un gaucho —a no convertirlo Ud. en viento— sepa lo que Ud. dice, cuando a cada instante nacen y se marcan animales; y en fin, aunque esto fuese humanamente posible, sería una excepción estupenda. Repito que sólo por vía de muestra me he fijado en esta pequeñez. De todos modos: en la historia, no me gustan los prodigios, aunque sean ciertos; y yo suprimiría el mil. Considere Ud. que sobrado admirable sería el gaucho que en un momento hiciera todo eso, respecto de los miles de caballos que, al menos en la provincia de Buenos Aires, pueden contener diez estancias: y considere también que una pampa en que hubiese 100 estancias (no las hay en la provincia) ya no sería pampa.

NOTA 3

«Rosas aún hoy… corre sobre dos caballos, alza un peso fuerte del suelo, en la velocidad de la carrera»… —Así será: pero yo jamás he oído de Rosas, ni de nadie, esa gran prueba, y deseara verlo para creerlo. El maximum que he oído es alzar, en la velocidad de la carrera, un sombrero. Pero sea de ello lo que sea, no es cierto que aún hoy (en 1845, ni después) Rosas haga esas pruebas. Desde 1835, lo más que se le ha visto es galopar un poco, al ir o volver de la quinta.

NOTA 4

61 - 8. - «eran otros tantos bandidos comandantes»… —Pancho, envenenado por Rosas, no era comandante, sino coronel de un cuerpo veterano (blandengues, de Bahía Blanca). Celarrayán, su sucesor, ídem; ninguno de los dos era bandido, y aun Celarrayán, que más bien era hombre decente, murió de resultas de la conspiración en que estaba contra el tirano. — Molina manda una división de indios cuando Rosas lo hizo envenenar. No sé si Pajarito y Arbolito tenían el título de comandantes, pero no tenían mando. De todos modos, aunque esos cinco hombres hubieran sido comandantes, bueno fuera advertir que no eran comandantes de campaña (cosa muy distinta), como se creerá al leer eso, pues de comandantes de campaña va Ud. hablando allí. Por lo demás, en tiempo de Rosas éste no ha dado el cargo de comandante general de campaña a hombres vulgares, ni no vulgares: no lo ha habido: lo más que ha habido, en cortos intervalos, ha sido comandantes del sud o del norte: nunca uno general, como él.

NOTA 5

«de Rivadavia, que creó el Banco Nacional, y que en su lenguaje pomposo decía: dentro de 6 años, deberemos 60 millones: lo que no estorbó que al año siguiente de renunciar la presidencia, estuviese a punto de morirse de hambre en Europa»… — Desearía mucho una explicación de Ud. sobre esto. No entiendo absolutamente el sentido de esas palabras de Rivadavia, que yo ignoraba. Tampoco entiendo si, con lo de lo que no estorbó, etc., ha querido Ud. significar que él robó —lo que sería falso— y que eso no estorbó su ulterior pobreza. En lo demás, advertiré dos cosas. Una, que Rivadavia, al año siguiente de renunciar la presidencia, esto es, en 1828, no estaba en Europa sino en Buenos Aires, de donde salió en 1829, en mayo creo; y en Europa, ignoro que estuviese a punto de morirse de hambre, aunque creo que padeció apuros, por incuria, o lo que sea, de sus apoderados; era hombre de regular fortuna heredada. — La otra, que él no creó el Banco Nacional. En su primera administración, de 1821 a 24, esto es, en la del gobernador Rodríguez, y cuando él era ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores, don Manuel José García, de Hacienda, y el general don Francisco Cruz, de Guerra, se creó el Banco Provincial o de Descuentos; y mucho después, en principios de 1825, el Congreso convirtió a ese Banco o lo fundió en el Nacional que creó: pero a esa fecha don Bernardino estaba en Europa. Una digresión, ya que toco esta ausencia. — Rivadavia se fue a Europa apenas dejó de ser ministro por el cese legal de Rodríguez, y de paso, se le dio una misión extraordinaria cerca de los gobiernos de Inglaterra y Francia (llevando de secretario a don Ignacio Núñez). A Rodríguez sucedió Las Heras, con quien siguió García de ministro de Gobierno, Relaciones Exteriores y Hacienda. Rivadavia se negó obstinadamente a seguir por un motivo, no sé si acertado, pero que le honra. Estando al concluir el período de Rodríguez, emitió la doctrina, y la hizo sostener en el Centinela, diario oficial, que entonces daba dicho Núñez, doctrina que la oposición apoyó, de que para consolidar las instituciones, y hacer prácticos los principios, Rodríguez debía no ser reelecto, o renunciar si lo era, y que todo el gobierno debía ceder su puesto a otros. Por eso no quiso seguir. Siento tener que añadir que, a mi juicio, no por eso debió irse a Europa, donde ya había estado lo bastante, de 1814 a mediados de 1821. Ese inútil viaje fue tal vez un deplorable desacierto. ¿No cree Ud. que, si en vez de ir a Europa, va a recorrer las provincias, a adquirir relaciones personales, a hacerse conocer y amar personalmente (y lo hubiera logrado, pues, por más que Ud. oiga, era en su trato privado, franco, festivo, atractivo), y en fin, a estudiar y conocer el país, que no conoció nunca, otra, y muy otra, hubiera sido la suerte de su posterior presidencia? — Siempre, siempre lo he creído así.

NOTA 6

107 - 20. - «no tiene aún diarios»… —Esto arroja la idea de que, hasta 1845, en que Ud. escribe, Córdoba no había tenido diarios todavía, y no es así. Desde 1826 tuvo la… de oposición a la presidencia, dado por el sobrino de Bustos. En 1830 y 31, bajo Paz, tuvo la Aurora. A la caída de Paz, tuvo a Córdoba Redimida, y otros, aunque fugaces. ¿No sería mejor decir: no tiene hoy, hace 15 años, diarios?

NOTA 7

«La Universidad es un claustro, en que todos llevan sotanas y manteos»… —Si esto ha sucedido bajo los federales, nada digo. Pero cuanto a lo pasado, eso no es cierto, ni aun respecto de un tiempo (1817 adelante). En tiempos muy antiguos, los estudiantes de afuera concurrían, me dicen, a la Universidad con ciertas capas cortas —por lo que se les llamaba capistas—; pero en mi tiempo, y aun creo que desde la revolución, concurrían vestidos como les daba la gana. Los colegiales, de los dos colegios, concurríamos de opa, beca y bonete clerical: pero en el colegio —al menos los de Montserrat— vestíamos como y del color que queríamos: para la calle el traje era negro: mas era levita, corbata, sombrero como cualquier ciudadano, etc. Jamás vi allí tales sotanas ni manteos. — Por lo demás: la Universidad no era, ni podría ser, un claustro, ya se tome esta voz en el sentido figurado, ya en el recto. Tal vez Ud. confunde a la Universidad con los Colegios (en los cuales había ciertas instituciones realmente claustrales): pero son cosas muy distintas.

NOTA 8

108 - 10. - «cúpulas y torres de los muchos templos»… — Podría creerse que son más de los que son. Yo recuerdo 7: Catedral, San Ignacio, San Roque, dos conventos de frailes y dos de monjas; y aun estos últimos, sólo eran capillas sin torres.

NOTA 9

108 - 27. - «Hacia los años de 1816»… hasta música. — Confusión — Cuando en 1809 se quitó la Universidad a los frailes, y se dio a los clérigos, el Deán Funes fue Rector de aquélla y del Colegio de Montserrat (cargos muy distintos). Las reformas que hizo en la Universidad, en 1810 (época en que mi hermano estaba en Montserrat), por medio del reglamento que le encomendó el claustro, fueron casi insignificantes: al menos no fueron las que Ud. le atribuye en sus Recuerdos de Provincia. Las matemáticas se reducían a la aritmética; y no hubo la cultura de las bellas letras, que dice el Deán en su Ensayo. En el Colegio de Montserrat, sí, las hizo muy buenas (y de entonces data el levita). — Años después, estando él en Buenos Aires, presentó el gobierno —no sé si por encargo de éste o espontáneamente— un nuevo plan de estudios universitarios, que fue aprobado y que se empezó a ejecutar en 1816. En él entraban, es cierto, matemáticas y física experimental (la anterior siempre se había enseñado allí), que yo estudié; pero no entraban, como Ud. lo dice, los idiomas vivos, el derecho público, ni la música (ni menos la esgrima, como Ud. dice también en los Recuerdos). Quien informó a Ud, equivocó las especies. — En 1818, un francés transeúnte dio en el Colegio de Montserrat (que siempre debe Ud. no confundir con la Universidad) unas cuantas lecciones particulares, a unos pocos colegiales (entre ellos, a Pascual Echagüe) de esgrima, y a otros de piano; y aun todo eso sólo duró unos pocos días. Esto es cuanto hubo a este respecto. — Y añadiré una reflexión: — Ud., cuando trata de deprimir a Córdoba, deprime a la Universidad hasta los suelos, hasta suponerla un claustro, y vestida de sotana y manteo; y cuando trata —especialmente en los Recuerdos— de exaltar al Deán, supone a la Universidad un establecimiento casi europeo: ¿No hay contradicción en esto? Ni una ni otra cosa es cierto. — En fin: en la Universidad jamás se enseñó ni idiomas vivos, ni derecho público, ni dibujo, ni esgrima, ni música, al menos hasta 1819: ignoro lo posterior. Lo único que sé es que, años después, por 1824 o 25, se introdujo en Montserrat el gusto y estudio de la música. Lo atribuyo al Rector del Colegio, el muy respetable doctor don José María Bedoya, que es de una familia orgánicamente música. Él y su hermano Elías —concolega mío— creo están hoy en Chile, y puede Ud. informarse de ellos… Y ya que nombro al doctor Bedoya, permítame Ud. que consagre aquí un renglón en justo honor de él. En mi tiempo era vice-rector de mi colegio y catedrático de matemáticas y física en la Universidad. Es de los hombres más beneméritos de la República, por cuanto consagró su vida a la enseñanza de la juventud. Se formó en esas ciencias por sí solo casi. Hombre de talento y estudiosísimo, había nacido para aquel destino; y su emigración es una de las varias grandes pérdidas que el país debe al régimen actual de la barbarie. Nunca olvidaré que el doctor Bedoya me distinguió, ni tampoco el oportunísimo regalo de un capote, que me hizo en un invierno.

NOTA 10

«Córdoba que no ha tomado parte en la revolución». — Con dureza trata Ud. a esa pobre ciudad de Córdoba, e inmerecida; al menos Ud. no cita hechos que justifiquen su severo y harto general aserto. Recordar el crimen posterior de Bustos, en 1820, sería una impertinencia; ese crimen prueba otras cosas pero no aquello. — Que en 1810, Liniers y otras categorías, casi todas españolas, obraran como tales, no es extraño; y el que entonces se concentrasen en Córdoba, no debe imputarse a godismo del Pueblo, como tampoco el que apareciera el acróstico, que Ud. copia, y que pudo ser obra de un solo individuo. Esas pruebas son indignas de la circunspección de la historia, para justificar una acusación, tan positiva o general. Lo que Ud. refiere en sus Recuerdos, acerca de los resultados que en aquellos primeros días obtuvo la influencia del ilustre patriota Deán Funes, está diciendo que, aun entonces, podían allí más los patriotas que los godos. Había familias godas, como las hubo en todas las provincias, sin excluir Buenos Aires, y era natural. Después de libertada de Liniers y compañía, ¿cuál hecho ha revelado oposición, o disidencia de Córdoba, respecto a la revolución? Lo ignoro y desearía saberlo. ¿Qué hizo Córdoba de menos que cualquier otra provincia de aquellas donde no llegaron los ejércitos españoles? ¿Qué hicieron éstas más que Córdoba? Ella recibió con decisión al primer ejército patrio, y presentó cuanto pudo. Desde 1810, dio numerosos soldados: desde 1810 dio muchos hombres jóvenes, que llegaron a ser excelentes oficiales: dio a Vélez, que murió heroicamente en el Desaguadero, a Leí va, a Bustos, a Julián y José Ma. Paz, a J. G. Echavarría (muerto por la libertad en 1831, como lo dice Ud. más adelante), a mi defendido coronel Rojas, que empezó de soldado, a Dehesa y otros que ahora no recuerdo. Córdoba envió sus diputados a la primera Junta, y los envió después a todos los cuerpos nacionales. ¿De qué otro modo quiere Ud. que una provincia tomase parte en la revolución? ¿De qué otro modo la tomaron las demás? Creo que aquel aserto sería inexacto aun respecto de las tres provincias del Paraná; y note Ud. una cosa en que quizás nadie se ha fijado aún, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes son las que menos soldados dieron a la guerra de la libertad e independencia: ninguna de ellas produjo tampoco un hombre sobresaliente en los ejércitos, en las letras, ni en los congresos. Y aun así, ¿osaría Ud. decir que no tomaron parte en la revolución? ¡Y lo dice de Córdoba! Crea Ud. que este aserto me habría asombrado si no viera en él el efecto de los sistemas. Era necesario en su plan deprimir a la doctoral y clerical Córdoba.

NOTA 11

109 - 35. - «Robespierre y la Convención (son en Buenos Aires al principio de la revolución) los modelos»… — Este concepto demanda la idea de que Buenos Aires acudió al resorte del terror; y esto no es así, — Jamás un pueblo hizo una revolución tan grande con menos violencias. Si las hubiera habido entonces, quizás Rosas no se hubiese afianzado después. — Me explicaré: — La República Argentina tiene altísimas glorias militares y especialidades que la diversifican de los demás Estados de América. Ha sido el único Estado que ha tenido tres guerras serias exteriores (inglesa, española, brasilera), saliendo en todas con honor: el único de cuyo seno han brotado otros Estados: el único que llevó sus armas a mil leguas de distancia (pues aunque después Colombia le imitó, Colombia no era un Estado, sino tres): el único que no ha recibido ni pedido auxilio a otros: el único que ha sitiado por años una verdadera plaza fuerte, y tomádola: el único que ha dado y ganado verdaderas batallas navales (contra españoles y brasileros): el único que no ha visto a hijos suyos figurar entre las notabilidades de los ejércitos españoles (a diferencia de Bolivia, Perú, Ecuador, Nueva Granada y México, que han tenido primeros magistrados, que antes figuraron en aquéllos, más o menos tiempo: v. g.: Santa Cruz, Gamarra, Flores, Obando, Herrán, Mosquera, Iturbide, Santa Ana, etc.): el único que no ha visto de prisionero a ningún general en jefe suyo, aunque ha hecho prisioneros a algunos del enemigo: el único que no ha visto su territorio subyugado, y mucho menos a su capital ocupada por las armas españolas. Esta última circunstancia es la que hace más directamente a mi objeto actual. En efecto: si antecedentes tan gloriosos infundieron la loca presunción de que, en un país tan patriota y belicoso, eran imposibles la tiranía y los tiranos, el haberse visto libre siempre de venganzas españolas y de reacciones cruentas, hizo de Buenos Aires un niño miedoso, cuando le sonó la hora de presenciarlas y sufrirlas — Ud. sabe los fusilamientos, horrores y represalias que tenían lugar en otras partes, en los primeros años de la revolución, con motivo de las ocupaciones y reocupaciones sucesivas del país y de las capitales, por parte de los realistas y de los patriotas. Si Buenos Aires hubiera pasado por esa desgracia, o por la del imperio feroz de algún gobierno o caudillo indígena, menos sensación le habrían causado los posteriores horrores de Rosas. En Buenos Aires no hubo jamás un solo día de terror: no vio una sola ejecución verdaderamente revolucionaria, y menos horrible. La de Liniers y compañía fue muy lejana, casi en la pampa. En Buenos Aires se persiguió a los españoles con prisiones, o destierros o multas; pero no hubo nunca persecución sanguinaria. La única ejecución numerosa fue la de Álzaga y demás conspiradores, en 1812: pero eso no era persecución, ni sistema, y aun siéndolo, su objeto sería aterrar a españoles; mas la Convención y Robespierre acerraban a sus compatriotas. ¿Halla Ud. analogía entre una y otra cosa? A esa ejecución precedió la convicción del crimen y audiencia en sumario; y Ud. sabe que lo que aterra son los fusilamientos arbitrarios, no los actos de una evidente justicia. Después se fusiló a dos españoles más (Viola y Telechea), acusados de conspiración — aunque creo que esto no se les probó acabadamente. Éstos fueron los últimos fusilamientos de españoles. De un pueblo así, no puede decirse que tenía por modelo a Robespierre. Esto hasta cuanto al punto de esta Nota: pero seguirá en cuanto a lo que he indicado de que en Buenos Aires nunca hubo, hasta Rosas, terror. Las demás ejecuciones que hubo por efecto de nuestras disensiones fueron, respectivamente, bien pocas. En 1815 se fusiló injusta e ilegalmente al extranjero pero patriota Payardel. En 1818, se fusiló, previo juicio, a dos franceses, Robert y Lapresse. En 1823» a un conspirador y a un revolucionario a mano armada (García y Peralta), también previo público juicio por los tribunales ordinarios. En 1828, a Dorrego, sin juicio. En 1829, al teniente coronel Mesa, tomado en armas, previo juicio. — Así: en todas las indicadas ejecuciones políticas, desde 1810, la mayor parte legales y justas, de individuos, no de masas, la mayor parte con observancia de formas, no amontonadas tampoco, sino diseminadas en el largo espacio de 18 años, no había ciertamente motivos de terror ni actos feroces y brutales. Muchos se admiran de que Buenos Aires haya temblado y degradádose tanto ante el puñal de Rosas: pero no reflexionan que, según lo que dejo indicado, ese pueblo ni noción verdadera tenía de lo que era terrorismo: y por eso dije que si él hubiera presenciado en la revolución escenas de sangre y de barbarie, quizá Rosas no se hubiera afianzado; pues el terror —que ha sido gran resorte y sostén de éste— no habría producido efectos tan intensos.

NOTA 12

110 - 20. - «El año 20 se empieza a organizar la sociedad… y el movimiento continúa hasta que Rivadavia se pone a la cabeza del gobierno»… — En 1820, y gran parte del 21, no se empezó ninguna organización, ni hubo movimiento alguno. Lo único que hubo o se obtuvo, desde octubre de 1820, con el triunfo del gobernador Rodríguez, fue quietud y orden; pero se siguió vegetando, hasta agosto de 21, en que aquél formó el indicado ministerio Rivadavia-García-Cruz.

NOTA 13

Id - 22. - «Hasta este momento, Rodríguez y Las Heras, han estado echando los cimientos»… — ¿Hasta cuál momento? ¿Hasta el en que Rivadavia se pone a la cabeza del gobierno, esto es, hasta el en que entró de ministro en 1821? — Ud. ve, por lo que acabo de decir, que, hasta 21, no había cimientos echados por Rodríguez, y menos por Las Heras. Y si Ud. aludiese con aquella expresión al momento en que se puso, en 1826, a la cabeza del gobierno nacional, tampoco sería exacto; pues era él mismo, y no aquellos dos gobernadores, quien había echado los cimientos. — En una palabra: la administración Rodríguez, y su dicho ministerio, empezó la obra, en 1821 hasta 24, en que la continuó la administración Las Heras-García. A fines de 25, se declaró al Brasil la guerra, cuya dirección encargó el congreso al gobierno provincial de Las Heras, que la empezó. Después, en febrero de 26, el congreso nombró de Presidente del Estado a Rivadavia, y no pudiendo funcionar allí dos gobiernos distintos a un tiempo, hubo que hacer cesar —un poco ilegalmente— el provincial antes de vencer Las Heras sus tres años. — Durante la presidencia, continuaron, a pesar de la guerra, el mismo movimiento e ideas iniciadas en 1821. Renunció Rivadavia en julio de 27, y el congreso nombró un Presidente provisorio (el doctor Vicente López), que sólo duró dos o tres semanas, entrando entonces el gobierno provincial de Dorrego, del modo y por los motivos que diré en la Nota 26.

NOTA 14

«Voltaire había desacreditado el cristianismo: se desacreditó también en Buenos Aires». — Ha largos años que acerca de esto, como de ciertas doctrinas filosóficas, enseñadas en Buenos Aires, he oído muchas absolutas, muchas pedanterías, muchas exageraciones y muchas tonterías, proferidas con aire de magisterio. — Ud. se refiere a los primeros tiempos de la revolución, a los anteriores, a 1820. — Veamos. — No creo aluda Ud. a opiniones individuales que hubiese en Buenos Aires como en todas partes: eso no justificaría su aserto. Precisamente ha de haber aludido o a hechos públicos, o bien a actos gubernativos. ¿Y cuáles fueron? Los ignoro totalmente. Ninguna ley, decreto, ni medida de las autoridades, podrá invocarse en apoyo de aquel tan extraño aserto. Tampoco se citará ningún libro o publicación hecha allí, destinada a desacreditar al cristianismo, — Cuanto a la enseñanza en el Seminario, único establecimiento de ella entonces, nos educaba más bien, para la Iglesia. — Cuanto a Córdoba, excusado es decir que, en los estudios universitarios, nada había de anti-católico y menos aun de anti-cristiano. En 1819, es verdad, el ilustrado cordobés Lafinur dictó en Buenos Aires una ideología, afectada de cabanismo; pero también fue acremente impugnado. ¿Hay en todo esto algo que importe descrédito del cristianismo? Tan lejos de poder decirse que en aquellos años imperaban las de un ultra-catolicismo. ¿Quién, por ejemplo, osaba hablar entonces de libertad de cultos? ¿Sabe Ud. la doctrina que en 1819 se me enseñó a , acerca de esta materia, al dictarse Ethica o Filosofía Moral, del padre jesuita Jacquier, que escribió en Roma, autos designados por el Deán Funes, en el plan de estudios de 1816? Pues oiga esta tesis: Impiísima atque etiam humane societati perniciossima est cujus cumque false relijionis… tolerantia. ¿Creerá Ud. que en 1817 o 18, a virtud del dictamen o censura del anciano clérigo y patriota boliviano, doctor Iriarte, el Directorio prohibió el libro Celibato de los Clérigos?…

Aunque lo dicho basta al objeto preciso de esta Nota, añadiré que tampoco en los tiempos posteriores al año 20, hubo tal desacreditamiento. En 1822, se hizo la reforma eclesiástica, que no puede mirarse como descrédito del cristianismo, ni aun del catolicismo. Ignoro las opiniones individuales de Rivadavia: pero en sus actos públicos prestó siempre el más constante homenaje a las ideas religiosas: lo manifestó el restablecimiento del Seminario o Colegio de Estudios eclesiásticos, las Conferencias del clero que decretó y otros varios actos; y ello es que jamás estuvo el culto más extendido y atendido que después de la reforma eclesiástica. En 1824, en tiempo no de Rivadavia, sino de García, el clérigo español doctor don Manuel Agüero dictó en la Universidad una ideología más audaz que la de Lafinur, y en la que llamaba a Jesucristo el filósofo de Nazareth. El gobierno no se mezclaba en eso, porque, con razón o sin ella, entendía de ese modo la libertad de enseñanza; y en esta libertad estaba el antídoto. Así es que el Rector de la Universidad (doctor Sáenz), que también era catedrático, y otros, combatían a Agüero, y la discusión se entablaba. ¿Cómo pudo haberse desacreditado el cristianismo desde los primeros años de la revolución, cuando recién en 1825 fue posible que la Sala de la provincia de Buenos Aires sancionase, para la provincia, la libertad de cultos? ¿cuando recién en 25 también el doctor don Julián S. de Agüero, en El Nacional (periódico que él y otros y yo dábamos), pudo abogar de frente en favor de la tolerancia religiosa en la República, por medio de artículos que el Times de Londres aplaudió? Rivadavia y Agüero no osaron nunca, aunque lo deseaban, promover la disminución de días festivos (hecha después por Rosas), por no chocar ciertas ideas. Juzgue Ud., pues, si en tal país pudo haberse desacreditado desde el principio, ni de hecho ni por sistema, nada menos que el cristianismo, al menos con actos públicos y menos gubernativos: aserto singular, que equivale a decir que se acreditó el ateísmo o el deísmo; pues es claro que, si Buenos Aires combatía al cristianismo, no había de ser para sustituirle el bramismo, ni el hebraísmo, ni el islamismo.

NOTA 15

«las tomó de Pradt»… — La canción fue compuesta en principios de 1813, cuando aún no había escrito Pradt. — Sus Seis Meses, su Europa y América, fue lo primero que se conoció y tradujo en Buenos Aires en 1818, creo.

NOTA 16

111 - 33. -«Rivadavia, pues, continuaba la obra de Las Heras»… — Esto demanda una rectificación o aclaración, que Ud. hará fácilmente en vista de las Notas 12 y 13.

NOTA 17

113 - 4. - «Un unitario no cree en tal triunfo» etc., etc. — Al menos cuanto a lo pasado de 1831 a 1841, esto es ciertísimo por lo que he observado en otros y en mí mismo. — Después creo haber curado de esa manía y estar en guardia contra su reaparición.

NOTA 18

119 - 1. - «era en 1825, cuando el gobierno de Buenos Aires invitó a las provincias a reunirse en Congreso»… — Esa invitación no fue en 1825, sino en 1823. — Podría limitar a esto la presente Nota: pero quiero consignar aquí ciertas noticias correlativas. — Después de la tormenta general de 1820, todas las provincias, incluso la de Buenos Aires, que tenía la manía de que un congreso era un sánalo todo, convinieron formarlo; y en 1821, se empezó a reunir en Córdoba, y fueron allá los diputados de Buenos Aires (uno de ellos Juan Cruz Varela). Entró Rivadavia de ministro; y uno de sus primeros pasos fue proponer a la Sala de R. R. que Buenos Aires no concurriese a ese congreso. Su idea fundamental era que primero debía Buenos Aires, y todas las provincias, tratar de organizarse, formar sus rentas, darse instituciones, etc. (y observe Ud., para lo que diré más adelante, que esto era apoyar el federalismo), y después vendría por sí mismo el momento de reunirse. Hubo en la Sala larguísima discusión y grande oposición: pero al fin, ayudado Rivadavia de la elocuencia y luces del diputado doctor don Julián S. de Agüero (que desde 1820 había empezado a distinguirse en la Sala), triunfó. — Los diputados de Buenos Aires fueron retirados, y esto trajo la dispersión de los demás: cada provincia encargó a Buenos Aires las relaciones exteriores, y varias de ellas procuraron arreglarse imitando a Buenos Aires. En 1823, Rivadavia despachó una misión especial (al respetable Deán, doctor Zavaleta, llevando de secretario al doctor Francisco Jil) a fin de que fuese por las más de las provincias a ver si querían ya congreso, cuáles eran sus ideas de organización nacional, etc., etc.: todas pidieron congreso. Después, en tiempo de Las Heras, además de decretar el pago por Buenos Aires del viático y dietas de todos los diputados provinciales, García pasó circulares a los gobiernos, de prevenciones, advertencias, consejos, etc. — Se hizo todo, en fin, para que la nueva reunión fuese debidamente hecha y fructífera. De estas resultas fue que, con la mejor cordialidad, unión e intención, y bajo los más bellos y prometedores auspicios, se abrió el congreso el 16 de diciembre de 1824. La invitación al efecto, pues, no pudo ser hecha en 1825. — … Concluiré esta Nota con un recuerdo, aunque extraño al asunto de ella, justísimo. — Mi amigo el mencionado doctor Jil, colegial conmigo en el Seminario en 1815, era uno de los mejores talentos que Buenos Aires haya producido. Después de aquella misión pasó a Europa; y cuando Rivadavia y don Ignacio Núñez regresaron de allá y se ratificó el tratado con la Inglaterra, él fue nombrado Encargado de Negocios y vino a ser el primer agente público de la República reconocida, que cruzase sus manos con el rey de la Gran Bretaña. Poco después casó allí con una inglesa; y muy joven murió en 1829, de una enfermedad hereditaria, que acabó en Buenos Aíres con toda su numerosa familia. Crea Ud. que el país hizo una gran pérdida. — Para en todo tiempo, bueno es saber que entre los papeles de mi amigo, el dicho don Ignacio Núñez (otro talento: escribió el libro Las Provincias del Río de la Plata y ahora tres o cuatro años, murió en Buenos Aires, de resultas del bárbaro tratamiento de Rosas y de pesadumbre por el estado del país), se ha de hallar manuscrita, pues no se ha publicado, la extensa Biografía que escribió del doctor Jil. En 1831 me la pasó y yo le hice varias correcciones y adiciones.

NOTA 19

119 - 15. - «A esta sazón se preparaba la, república para la guerra del Brasil»… — A esta sazón se refiere a la época de dicha invitación; y entonces, en 1823, no se preparaba la República para esa guerra. Se preparó en fines de 1825, mucho después de constituido el congreso.

NOTA 20

123 - 10. - «En 1820, aparecieron en Buenos Aires con Rosas los Colorados de las Conchas»… — El cuerpo con que Rosas apareció, en efecto, el 5 de octubre, y que existía desde muchos años antes, era el 5° Regimiento de milicias de campaña, compuesto de las de Cañuelas, Ranchos, Monte y Lobos: su mando lo dio entonces Rodríguez a Rosas: vistió de colorado: de ahí su nombre de colorados de Rosas; pero ese color era entonces indiferente y accidental, sin significado alguno y usado por otros. Los colorados de las Conchas era otro cuerpo muy distinto: eran milicias de Conchas, San Isidro, etc. Desde muchos años antes de 1820 vestían de colorado. Fue el mejor y más valiente cuerpo de milicias de campaña que tuvo Buenos Aires, y el único de ellos que se distinguiese en las guerras contra Santa Fe: el único de milicias también que hiciese la campaña del Brasil: de ahí la gran amistad de Lavalle con su coronel, y que éste fuera también de los de 1° de diciembre. Su coronel era Vilela, el que fue después sorprendido en San Calá, y asesinado por Oribe en Tucumán con Avellaneda y otros.

NOTA 21

123 - 16. - «Al principio fue una divisa»… etc. — En los renglones siguientes se confunden algo las épocas, — Muy a principios de 1832, dio Rosas un Decreto diciendo que, concluida ya la guerra civil en la República, se usase la cinta como signo de uniformidad o unión, etc.: ella tenía únicamente «Viva la federación»: pero el Decreto, redactado con moderación y sin odios ni insultos, no la imponía a todos, sino solamente a empleados y a ciertas clases, abogados, médicos, etc. Era muy chiquita; idéntica a la de la legión de honor francesa; de ojal a ojal del fraque, y no en el sombrero. En ese año mismo, ya empezó la cinta a caer en desuso, Rosas tenía tolerancia. Podría referir a Ud. un pasaje que me ocurrió con él, con quien yo, sin cinta, me hallé súbitamente hombro con hombro. Lo prudenció, y se limitó a volver a publicar el Decreto. — Concluido su gobierno, la cinta casi desapareció en 1833 y 1834. — Cuando iba a volver al gobierno en 1835, él o sus palaciegos la renovaron y empezaron a usarlas colgantes, larguitas —así las llamaban— y en esos mismos días en que él iba a entrar, empezaron a aparecer, por primera vez, los chalecos colorados. Durante su gobierno, la cinta, como el chaleco, se hizo universal, aumentó sus dimensiones, se extendió al sombrero, y se le añadió el retrato y los mueras… Lo de los vergajazos que Ud. dice, no sucedió entonces sino en 1839, al fin de cuyo año, también, empezó recién a usarse la voz salvajes.

NOTA 22

«Facundo… enemigo de la presidencia, que lo ha comisionado para deponer a Madrid». — No extraño el error de Ud. al atribuir esa orden a la presidencia; pues el mismo Madrid había caído en él. Madrid ha escrito sus Memorias desde 1811 a 1847 (y en ellas impugna asertos de Ud). Yo he sido el único que las he leído aquí; y eso ha sido una gran fortuna para él; porque las he castigado de muchos errores, omisiones, confusión de datos, etc. — Ha oído y aceptado, con la más completa docilidad, todas mis correcciones, observaciones y hasta reprobaciones. Él también decía que la presidencia dio aquella orden. No es así: fue García, en el gobierno de Las Heras. — Madrid se quejaba mucho en sus Memorias de aquella orden; pero creo le convencí de su justicia y de la absoluta necesidad de ella. Lo envía el gobierno a levantar el 15 de caballería de línea para la guerra al Brasil: llega a Tucumán, y lo primero que hace, por razones buenas o malas (malas, según sus mismas Memorias), es derribar al gobierno legal de López y entrar en su lugar. Ese atentado —que tantas complicaciones y males trajo— comprometía altamente al gobierno de Buenos Aires, a quien desde antes, y siempre, se acusaba de querer dominar a las provincias, y forzosamente creerían todos que era mandado para eso. El gobierno tuvo que dar una satisfacción al país, y desvanecer esos conceptos en una Circular en que condenó fuertemente el hecho e invitó, no a Facundo individualmente, sino a las provincias circunvecinas a Tucumán, a contener a Madrid. — Esto fue lo que hubo. Estoy ciertísimo de ello; pues con motivo de la guerra al Brasil, el congreso acababa de establecer oficinas — además de las provinciales — del interior y de relaciones exteriores; y yo, que desde 1821 estaba en el Ministerio de Hacienda, pasé a la nueva y nacional del interior, y en este carácter, redacté la Circular mencionada. Ahora, bien. Esto fue en fines de 1825, y en esa época aún no existía la presidencia… Esto, sin embargo, no quita que después fuese Facundo enemigo de ésta, y que, habiéndose declarado Tucumán y Madrid por ella, Facundo volviese otra vez contra Madrid.

NOTA 23

125 - 14. - «Por este tiempo, una singular cuestión… hasta y rentados los sacerdotes». Confusión. — Por este tiempo fue, no la cuestión, muy distinta y muy posterior, de libertad de cultos, sino de supresión de los conventos: supresión que era una parte de la reforma eclesiástica propuesta por Rivadavia a la Sala y sancionada en 1822, época en que Facundo era cero. La reforma trajo grandes discusiones; pero apoyada, entre otros, por altas notabilidades eclesiásticas (por el Deán Zavaleta, el canónigo don Valentín Gómez, el cura de la Catedral, don Julián Segundo de Agüero), fue adoptada por la Sala… Haré aquí una digresión. — La reforma no trajo, en efecto, bulla ni desorden alguno en Buenos Aires: pero después dio pretexto al bribón de Rosas para una asonada armada contra el gobierno. En la noche del 19 de marzo de 1823, Buenos Aires fue invadido por las milicias de Cañuelas, al mando de su comandante Hilarión Castro, compadre de Rosas, por instigación de éste, el cual (el astuto bribón) se fue días antes, con ciertos pretextos, a Santa Fe, a esperar allí el resultado. El grito de los sublevados era: ¡Viva la religión! Llegaron hasta la plaza mayor, y fueron rechazados, muriendo algunos y prendiéndose después a algunos complicados que fueron pública y solemnemente juzgados (y de aquí procedió el fusilamiento de Peralta, indicado en la Nota 11). — Y ya que toco esto, añadiré, de paso, que en tiempo de la presidencia, en 1826, Rosas armó otra sublevación en la campaña, y también se fue antes a Santa Fe; pero se le desgració, porque reventó desordenadamente en Lujan, y el coronel Izquierdo la sofocó a sablazos: los cabecillas corrieron a guarecerse en la estancia de Rosas. El gobierno anduvo muy negligente, o miró esto con desprecio… Vuelvo a mi asunto. Cuanto a la libertad de cultos, ella fue propuesta por el gobierno de Las Heras a la Sala Provincial en 1825. La oposición —liberal en todo el país— fue quien la resistió, pero fue fácilmente vencida en la discusión, y la ley se sancionó, por supuesto, para sólo la provincia de Buenos Aires. En el mismo año, el congreso aprobó el tratado con Inglaterra, en que se otorgó a los británicos esa libertad, por supuesto en toda la República. Todo esto no trajo la menor novedad, y el bajo pueblo vio con indiferencia la construcción del primer templo protestante. Esto es lo que hay a este respecto; y con arreglo a ello, puede Ud. rectificar los renglones que hacen el asunto de esta Nota. No hay ley nacional, que conceda en general esa libertad.

NOTA 24

135 - 1. - «La Presidencia ha caído en medio de los silbos y rechiflas de sus adversarios». — Todo lo contrario. Cayó, o más propiamente, quiso desaparecer, llenando de asombro y de respeto a sus adversarios. Dejemos a un lado el examinar si la renuncia fue o no un paso acertado: pero Rivadavia fue movido a ella por el más puro patriotismo, tal vez mal entendido. Nadie, nadie sospechaba de tal renuncia. Yo mismo me retiré ese día de la oficina, y a la noche, en mi casa, vine a saberla. No la esperaba nadie, porque el gobierno era fuerte. Tenía gobernadores enemigos; pero también los tenía amigos, entre ellos, el respetable de Salta, general Arenales. En la provincia de Buenos Aires todo marchaba en orden, regularidad y progreso, y hasta los recientes triunfos de Rauch sobre los indios habían consolidado más al gobierno. Contaba con la gran mayoría del congreso. No sólo todos los cuerpos de la guarnición, sino todo el ejército en campaña contra el Brasil, lo apoyaba: la escuadra al mando de Brown, por supuesto. Durante ese gobierno, y sólo durante él, es que se habían obtenido los triunfos terrestres y navales. En este estado, rechaza con indignación y energía la Convención de Paz que había firmado en el Janeiro el plenipotenciario argentino (el ex-ministro García), faltando abiertamente a todas sus instrucciones: el congreso lo apoya unánimemente; y acto continuo, dice Rivadavia: ahora es preciso hacer nuevos esfuerzos para continuar la guerra, y que para ello concurran los contingentes de todas las provincias; y puesto que muchas de éstas se hallan en disidencia, y dicen que por mí no concurren; y puesto que hay ciudadanos que tienen influjo en ellas, vengan a ocupar mi puesto, sígase con rigor la guerra, y sálvese el honor nacional. — Había en este hecho, amigo mío, mucho de nuevo entre nosotros, para que no sorprendiese: había en sus motivos mucho de noble y magnánimo, para que pudiera excitar silbos y rechiflas.

NOTA 25

«Desde los tiempos de la presidencia… los coroneles Suárez y Necochea, mandados al Monte, a levantar sus regimientos», etc.… — El fondo del pensamiento de que, desde esos tiempos, empezó a haber en el Monte otra autoridad, etc., es ciertísimo; pero no lo es que Necochea fuese mandado nunca allí. No salió de Buenos Aires, se formó allí un cuerpo cuyo mando se le dio; pero después, en tiempo de Dorrego —con quien no estaba conforme—, en 1828, habiéndose dado una ley que quitaba el voto a los soldados, pasó a la Sala una nota fuertísima: no le hicieron caso; se indignó, renunció y se fue a Chile. — En cuanto a Suárez, cierto es que se le envió al Monte como al coronel Lavalle a Chascomús — a formar sus cuerpos: pero esto fue no sólo mucho antes de los tiempos de la Presidencia, sino aun antes de la guerra brasileña. En los tiempos de la presidencia, estos dos jefes jamás estuvieron en la provincia de Buenos Aires, sino en el ejército de campaña.

NOTA 26

136 - 32. - «Dorrego… trata de atraerse a los unitarios a quienes ha vencido… Los unitarios se le ríen en sus barbas» etc., etc.… — Prescindo de que el modo con que Rivadavia dejó la presidencia, y otras cosas que indicaré más abajo, muestran que Dorrego no venció a nadie, sino que espontáneamente se le dejó el campo. — Voy a otra cosa más importante, y que me ha llamado mucho la atención: pero tendré que tomar las cosas de bien atrás, y que tocar muchos puntos. — Esta nota, pues, no será corta: pero ella mostrará a Ud. la completa falsedad de aquel aserto en sus dos partes: la atracción y la repulsa.

No sé si Rivadavia la acertó o no en renunciar: pero estoy convencido de que, de renunciar, la erró en el modo de hacerlo. Pudo hacerlo de modo que, muy legalmente, y sin oposición ni aun de la oposición, habría dado garantías al país, e impedido la exaltación de Dorrego: esa exaltación que fue causa o al menos ocasión de todas las desgracias posteriores, y que Ud. atribuye a una victoria de él. Me explicaré. — Cuando Rivadavia subió a la presidencia, su primer paso fue proponer la ley de capitalización, que, tras prolongados debates, fue sancionada por el congreso. Por ella, la ciudad de Buenos Aires se declaró capital del Estado; y de consiguiente, al puerto, con siete leguas a la redonda, se declararon nacionales; formándose del resto de la provincia dos provincias, al sud y norte. Cesaron, pues, en Buenos Aires la sala provincial y el gobierno provincial. El grito constante de la oposición contra la presidencia, su gran caballo de batalla, había sido esa ley de capitalización. A las provincias les decía la oposición que la ley daba a Buenos Aires la preponderancia: a la provincia de Buenos Aires le decía, por el contrario, que ella había sido despedazada, muerta y enterrada; que había desaparecido, a pesar de que una ley anterior del congreso (la cual es cierta) había declarado que, mientras no se diese la constitución (y no estaba dada cuando se dictó esa ley), cada provincia seguiría rigiéndose por sus propias instituciones. Bien pues. Ya que esa ley era tan mala, si Rivadavia, puesto que creyó de su deber renunciar, propone previamente el restablecimiento del orden de cosas existentes antes de esa ley, y que, de consiguiente, se reinstalase la misma junta provincial que había entonces, y el mismo gobernador provincial Las Heras, u otro que aquélla eligiese, claro es que la oposición, lejos de poder decir no, hubiera tenido, a pesar suyo, que apoyar la proposición, y hasta aplaudirla como una victoria de ella. Mas aquella junta y aquel gobierno eran opuestos al partido de Dorrego: y de consiguiente, por este arbitrio, tan leal y lógico, Dorrego no hubiera arribado al gobierno. Mas Rivadavia no hizo esto: renunció, sin adoptar una sola medida preparatoria que desviase los males e inconvenientes del cambio súbito que debió prever operaría su renuncia. Siempre he creído —y buenas polémicas he sostenido sobre esto— que ése fue uno de los errores más trascendentales de aquel hombre, por otra parte tan ilustre, tan digno de ser querido y venerado. No hizo sino retirarse a la vida privada, y dejar todo montado sobre un pie que era insostenible desde su renuncia. Así es que todo se derrumbó instantáneamente, desordenadamente y sólo de hecho. El congreso, después de admitir la renuncia, y de establecer el efímero e insostenible gobierno presidencial provisorio del doctor López, y viendo que su constitución era desechada por varias provincias a pesar de cuantas concesiones y medidas decretó (entre ellas enviar, a cada provincia disidente, miembros de su seno, respetables acreditados, conciliantes, para explicar la constitución, persuadir, aconsejar, oír y desvanecer objeciones y recelos, etc., etc.), el congreso, repito, se disolvió, decretando la reunión de una Convención en Santa Fe. — Naturalmente hubo que procederse en la provincia de Buenos Aires a elecciones generales para formar su Sala. En estas elecciones, los unitarios no se ingerieron [sic] en lo menor, ni directamente, ni por la prensa; no se hallará ni un solo renglón de ellos de entonces; porque, amigo mío, la resolución de dejar franco el campo al otro partido, era, se lo afirmo a Ud., leal, decidida y sincera. Ni era lógico tampoco que los unitarios intentasen entonces hacer una oposición sin objeto alguno; pues el objeto de toda oposición es desviar a sus adversarios, para ocupar el poder; y los unitarios no podían ambicionar un poder, que en esos mismos días habían abandonado. Así es que las elecciones se hicieron muy pacíficamente, y por supuesto, salieron electos (entre ellos, mi suegro), no los del partido de Dorrego, que propiamente no lo tenía, sino los adversarios de todos los matices que tenía el sistema anterior; y esta junta eligió de gobernador (agosto 1827) a Dorrego, encargándosele después por las provincias la dirección de las relaciones exteriores (como se había hecho con los anteriores gobiernos provinciales), la dirección de la guerra brasileña, etc.…

Haré aquí una digresión acerca de este personaje. — Dorrego era un valiente que había peleado y derramado su sangre por la independencia, y poseía además cualidades recomendables: pero carecía de antecedentes políticos. De resultas de los sucesos del año 20 —en los cuales, siendo gobernador interino 2 o 3 meses, no hizo un papel muy lucido, especialmente saqueando espantosamente a San Nicolás de los Arroyos. — De resultas de esos sucesos, estaba fuera del país, y regresó en virtud de la ley de olvido, que en 1822 propuso e hizo aceptar Rivadavia. En 1823, con motivo de la asonada de 19 de marzo, de que he hablado en la Nota 23 (el gobierno residía en esos días en los ministros, por delegación de Rodríguez, que había salido a una expedición al sud, contra los indios), Rivadavia puso en él su confianza, y le dio el mando de una fuerza para perseguir y capturar en el norte de la campaña a ciertos cómplices notorios de la asonada. Salió Dorrego, y más bien favoreció la evasión de aquéllos: hecho que en un particular es loable, pero no en un subordinado que pudo no encargarse de la comisión, si ella no era de su agrado, en vez de aceptarla para burlarla. — Desde entonces, se echó Dorrego en la oposición, que ya empezaba a existir como entidad. Esta oposición se formó no sólo de los descontentos que hace todo gobierno (el doctor Gamboa, por ejemplo, a virtud de una fuerte exposición del Rector de la Universidad, contra un acto de insubordinación escolar de él, el gobierno ordenó su expulsión —opositor desde entonces), sino principalmente de los muy numerosos que naturalmente hicieron las tres grandes reformas de 1821 y 22 —la civil, la eclesiástica y la militar. — Esos hombres eran favorecidos en su muy peligrosísima oposición por la plenísima libertad y completas garantías que allí imperaban. Algunos eran opositores por amor propio, por novelería, por figurar. De este número era un excelente talento, el joven Saravia, concolega mío en el Seminario, que daba el Teatro de la Opinión (que continuó después el apreciable don Agustín Wright, opositor también, el mismo que, representante de Rosas en 1838, hubo de ser degollado de resultas de la cuestión francesa). — Por sentado, Saravia fue posteriormente federal. Pero hizo un viaje a algunas provincias: vio, palpó las cosas; regresó, y en la Academia de Jurisprudencia trabajó una disertación para probar que la federación era imposible, ruinosa, etc. Era como gala el ser opositor, como muestra de independencia y liberalismo; ¡sentimientos que después, bajo Rosas, cuando hubieran sido oportunos, justos y de aplicación, no han dado síntomas de vida! Esa oposición en aquellos años —1821 a 25— era una ridiculez: era un partido sin doctrina, sin un gran principio que se propusiese hacer triunfar; era oposición a personas, y nada más. Por fin, después, cuando se echó sobre la carpeta la cuestión ¿unidad o federación? ya fue otra cosa: ya entonces pudo esa oposición proclamar algo, dignificarse algo, señalarse un rumbo, y darse existencia moral, diciendo federación. Pero en los años anteriores la tal oposición era un guirigai, un conjunto de aspiraciones, odios y resentimientos personales. En esos años, ni aun las voces unidad, federación, federales, unitarios, se oían en Buenos Aires: no las hallará Ud. en ningún diario de entonces. Todas las cuestiones rodaban sobre asuntos de la provincia: ninguna se refería al resto de la república, ni a organización nacional. Los dos partidos se designaban únicamente por ministerial y de oposición; entrando en el primero lo principal del comercio, del clero, de la milicia, de los hombres de letras, y además, la inmensa mayoría de los jóvenes, que siempre se entusiasma por lo nuevo y bueno. Cuando después el congreso empezó a tratar la cuestión de unidad o federación, aquella denominación desapareció para sustituirla la que ha prevalecido hasta hoy —la de unitarios y federales. Los ministeriales dijeron unidad, y, por consecuencia forzosa, los opositores dijeron federación; si aquéllos hubieran proclamado federación, éstos, no lo dude Ud., habrían gritado unidad. Esto es natural: está en la esencia de los partidos y del corazón. En esa oposición, pues, de 1823, en esa oposición sin bandera ni programa —a no serlo a oponerse a todo, todo, como constantemente lo hizo, hasta a la libertad de cultos—, se lanzó Dorrego. — Yo creo que en esto no hizo sino ceder a una necesidad irresistible de su organismo; era vivo, activo, fogoso, inquieto y conocido, aun como militar, por díscolo. Pero sea de esto lo que sea, entró después a la Sala, y tenía por socios al doctor Díaz Vélez, al doctor Ugarteche, a Moreno y a otros hombres no vulgares. Dorrego no tenía instrucción para poder ser cabeza de un partido parlamentario, aunque, gracias a un destierro en Estados Unidos, la tenía mayor que la común en nuestros militares. Tenía una elocuencia fácil e impetuosa, pero deslucida por las chocantes muecas de una gesticulación sumamente movible, y por ese hablar precipitadísimo que puede imponer al soldado, pero que en un parlamento toma el aire de lo que llamamos charlatanería o locuacidad… No me fijo en que esa oposición siempre fue batida: eso no es extraño, pues estaba en gran minoría. Después se fue Dorrego a Bolivia, como Ud. sabe, a intrigar con Bolívar, y en su tránsito de ida y vuelta, se puso de acuerdo con los gobiernos de algunas provincias para oponerse al sistema o gobierno de sus adversarios. Vino al congreso, como diputado por Santiago, y su conducta allí fue cual había sido en la Junta. Pero jamás, ni en el congreso, ni en la Junta, hizo Dorrego un discurso notable, ni presentó un proyecto, una idea original, una alta concepción de aquellas que revelan al hombre político o al verdadero jefe de un partido político. A excepción de su verbosidad, nunca sobresalió en nada del común de los opositores o federales del congreso. ¿Cree Ud. que un hombre así pudiera vencer parlamentariamente a la presidencia, es decir, al partido unitario? Pues nada más que ésos, amigo mío, eran los fastos o antecedentes políticos del coronel Dorrego, cuando subió al gobierno provincial… Cierro aquí esta digresión y continúo.

El principal ministro que entonces nombró Dorrego fue Moreno, para gobierno y relaciones exteriores; hombres de luces, pero de pasiones profundamente rencorosas. El primer paso del nuevo gobierno fue una Circular reservada a las provincias, repitiendo contra la presidencia vulgaridades e imputaciones que parecían artículos de diario. Yo, que en esos días hacía de oficial mayor de gobierno, por haber renunciado don Ignacio Núñez, que lo era bajo la presidencia, al ver eso, renuncié. Pero al fin esa circular era ignorada. Mas lo malo fue que, repentinamente, el 27 de septiembre pasó el gobierno a la Sala un famoso Mensaje, reproducción extensísima de la circular, y que no era sino una furiosa acusación del congreso, de la presidencia y de su partido. ¿Qué remedio entonces? Los unitarios, que, con la mejor buena fe, dejaban desocupado el campo, que en nada se ingerían, que nada trataban, que no habían escrito ni un renglón, que ni periódico tenían, que veían rotas así las paces o armisticio, o especie de transacción celebrada, y que se sentían súbitamente acometidos, ¿qué quería Ud. que hiciesen? ¿se dejarían calumniar? ¿No debían defenderse en la vía legal? — Provocados, pues, pública y oficialmente alzaron el guante, y armados de hechos y razones, bajaron a la arena de la polémica. Empezaron vindicándose ante el país, en una larga Refutación (obra del doctor Agüero) del Mensaje. El diario oficial, el Correo [que daba Cavia (a) Don Magnífico, a quien Moreno había llevado de oficial mayor a su ministerio], emprendió a refutar, con diez veces más extensión, la Refutación. Estaba en su derecho; pero ya tiene Ud. renovada ahí la lucha entre ambos partidos; y como un error trae otro, y un exceso otro exceso, esa lucha, que empezaba por la pluma, que enconaba los ánimos y que forzaría al partido que tenía el poder a recurrir a medidas injustas, esa lucha vendrá a acabar con la lanza y con el entronizamiento de un Rosas. ¿No ve Ud. aquí la marcha constante de todos los partidos? ¿la explicación naturalísima de los sucesos posteriores, que, iniciados en sólo el recinto de aquel pueblo, se repercutirían después en sus consecuencias por todos los ángulos de la República? ¿Y quién arrojó la primer piedra? ¿Fueron acaso los unitarios? — Pero adelante.

Al mismo tiempo que Dorrego rompía tan injusta e impolíticamente con los unitarios, empezaba a malquistarse con Rosas, y con cierto partido o círculo de éste. Esta desinteligencia solapada fue creciendo, hasta el extremo de revelarse en la prensa: y el Correo empezó a hablar fuertemente hasta contra los Anchorenas, llamándolos de ideas antiguas, avaros, etc.; al mismo tiempo que Dorrego, con su irreflexión y violencia característica, no se recataba de proferir amenazas contra el pícaro gaucho. He ahí ya tres partidos pugnando ¿por algún principio o teoría? No: por… por qué sé yo. En esta época ya no se trataba ni aun mencionaba la federación ni la unidad; ya no había sobre ello cuestión alguna en la república: por odios personales, por pasiones, por efecto de una política indiscreta. Esa desinteligencia entre los federales habría llegado —como la posterior de 1833— a rompimiento armado si el incidente que ahora mencionaré no hubiera venido a forzarles a unirse.

Entre tanto: empeñada la batalla entre federales y unitarios (sigo usando de estas voces sólo por brevedad y no como propios, hablándose de esta época) por la prensa, aquéllos debían ser vencidos y lo fueron; no tenían plumas comparables a las de éstos. Al paso que el Tiempo (periódico serio que entonces entabló y siguió Juan Cruz Varela) los atacaba con el raciocinio, el Granizo los despedazaba del modo más temible para un partido, esto es, por el ridículo. El Diablo Rosado, el Hijo Mayor de él, el Hijo Menor y una cáfila de Diablos fueron apareciendo. Y sepa Ud. que cada periodiquín de éstos que los unitarios emitían contra Dorrego, era un motivo de loco júbilo para Rosas; él mismo, estregándose las manos de gusto, me lo dijo en marzo de 1828. — No pudiendo los federales competir por la prensa con los unitarios, acudieron al poder que poseían. Promovieron que se diese ¡y al fin la dieron! una ley restrictiva de la libertad de imprenta, y destinada principalmente a estorbar ese ridículo que los mataba. Apenas se supo o asomó esta idea, creció la indignación de los unitarios. ¿Y cómo no? Sus contrarios habían gozado la más amplia libertad y ahora en el poder, esos hombres que habían llamado malvados, tiranos, déspotas a todas las liberalísimas administraciones precedentes, restringían el ejercicio de un gran derecho, porque no podían resistir en la pugna que habían tenido la irreflexión de abrir. Una medida de éstas causaba entonces cuarenta veces más excitación y escándalo, que causan hoy cuarenta asesinatos de Rosas: tal era la fuerza de las ideas y hábitos de liberalidad contraídos en los ocho años precedentes.

Sin embargo, quedaba a los unitarios otra vía legal, y acudieron a ella. Se acercaban las famosas elecciones de 4 de mayo (1828), y se propusieron trabajar. Lo hacían con tal éxito, que los divididos federales se alarmaron; y éste fue el incidente que les hizo volver a unirse, para poder contener al enemigo común. Pero a pesar de esa unión, y a pesar de los grandes recursos y resortes que en tales casos posee la autoridad, y que fueron puestos todos en acción, era tan numeroso y poderoso el partido unitario que la autoridad tuvo que acudir a las más escandalosas ilegalidades y tropelías para impedir su derrota. Grandes excesos se cometieron en aquel día. — Lavalle, que casualmente había venido con licencia del ejército, y que ya era coronel mayor o general, presenció uno de ellos en la parroquia del Colegio, y hasta hubo de patear a un capitán de cívicos que quiso asaltar la mesa que los federales habían perdido. Dorrego le ordenó regresar inmediatamente al ejército. Obedeció: pero calcule Ud. qué ideas se formaría él de la administración de Dorrego; calcule cómo iría el corazón de ese joven, entonces tan altivo; calcule los sentimientos que llevaría al ejército… Todavía quedaba otra vía legal —el derecho de petición— y se acudió a ella. Por primera vez se vio en Buenos Aires ejercer ese derecho solemnemente, ordenadamente, públicamente y sólo por hombres que sabían lo que hacían. Cuando el proyecto de capitalización de 1826, Rosas promovió en la campaña, y como a escondidas, una representación al congreso contra el proyecto, y envió comisionados a varios partidos a conquistar firmas: pero esta representación raquítica de firmas, unas desconocidas, y otras de hombres sin discernimiento, en nada es comparable a la de 1828… Recordaré, con este motivo, que un juez de 1ª instancia de Chascomús (doctor Campana, camarista después en Montevideo), creyendo absurdamente que eso era ilegal y anárquico, prendió al comisionado de Rosas y dio cuenta. El gobierno lo levantó por las tres Marías y le hizo sentir su atentado contra un acto perfectamente legal y lícito. Y con aviso en los diarios. — Se elevó a la Sala la respectiva petición que está en el Tiempo —con más de quinientas firmas de sólo la ciudad; figuraba lo más respetable de todas las clases: todas las firmas eran conocidas, y no se admitió ningún peticionario que no supiese firmar. ¡La Sala la miró con el mayor desprecio y hasta con encono!

Poco después se ofreció una elección parcial de dos diputados en la parroquia de la Concepción; la ganaron los unitarios; y en el acto la anuló la Sala. Se ofreció otra parcial de dos también en la campaña, en San Pedro (y en este instante no recuerdo si fue en ésta o en la de la Concepción que los candidatos unitarios eran el doctor Gallardo y el ilustrado presbítero don Valentín San Martín, muerto emigrado en Montevideo, en 1843, creo) la ganaron los unitarios; pero en la Sala, el fraile Grela sacó una carta que dijo ser de San Pedro, y en la que se decía que se habían cometido ilegalidades, y esto bastó para frustrar la elección.

Después hizo la Sala en la ley electoral ciertas alteraciones que creyó convenirle; y fue entonces que Necochea le pasó la nota indicada en la Nota 25.

La indignación y exasperación habían llegado a su colmo, y se agravaron con escenas ocurridas en las calles y cafés, que sería largo referir. — Periodista unitario hubo uno que daba El Liberal, costeado por el general Alvear, a quien súbitamente le echaron en la calle un puñado de ají en los ojos. Extráñese, pues, que en este estado de cosas, estado que, comparado con el actual de Rosas, sería envidiable, pero que, comparado con el de las administraciones precedentes, como entonces se comparaba, y sólo con él podía entonces compararse, venía a ser o a aparecer de insoportable opresión; extráñese que, en este estado de fermentación, y cuando se cerraban así todas las vías legales a un partido pujante, y que algunos merecimientos tenía para el país; extráñese, digo, que regresando entonces de la Banda Oriental el primer cuerpo del victorioso ejército nacional, al mando de Lavalle, y esparciéndose además el rumor de que Dorrego iba a disolverle, temeroso de él, extráñese que amaneciera el día 1º de diciembre, para alumbrar una revolución, destinada a derribar a Dorrego y su partido…

Así, es preciso, amigo mío, juzgar a esa revolución: no mirarla aisladamente y sólo en relación con las leyes que violaba, sino también en relación con los antecedentes, con los hechos, con las violaciones de ley y de derechos que la provocaron, o que al menos le dieron pretextos muy plausibles. Por mucho menos se hace una revolución.

La de 1º de diciembre era justificada; mas no por esto osaré decir que fue conveniente. Tal vez si los unitarios tienen la virtud de sufrir dos meses más sin salir del terreno legal, Dorrego, combatido legalmente por ellos y hostilizado sordamente por Rosas, sin apoyo ni prestigio, cae por sí mismo, y cae para siempre, porque cae entre el desprecio y el ridículo de tener que confesar su nulidad. La revolución le dio importancia. Su gobierno no la tenía, no había echado raíces, no había contraído méritos para con el país. En su tiempo, no se proclamó ningún principio, no se planteó ni intentó ninguna reforma, ninguna mejora, ninguna institución. Glorias militares, ninguna, absolutamente ninguna procuró a la república; pues todos, todos los triunfos navales y terrestres, fueron del tiempo de la presidencia. La celebración en agosto de la paz con el Brasil, con la que tontamente se ha metido tanta bulla, queriéndola presentar como una conquista de Dorrego, se debió a esos triunfos anteriores y a las atenciones europeas que habían sobrevenido al emperador. Dorrego no tuvo en eso más parte que la material de nombrar los plenipotenciarios, pues hasta la base —independencia de la Banda Oriental— fue la misma que, a indicación de la Inglaterra, había sentado Rivadavia en las instrucciones que meses antes había dado a García, y que éste desatendió de un modo tan extraordinario e inaudito. — La revolución, además, vino a alarmar y adunar a todos los enemigos de los unitarios y… Pero observo que me he distraído. Basta ya de esa revolución, y torno al objeto de esta Nota.

Tal es, mi amigo, la historia oficial del gobierno de Dorrego, en su relación con los unitarios, desde el instante de su instalación en 1827, hasta la aurora de diciembre en 1828. — Y pregunto al buen juicio de Ud. ¿ve Ud. en esa conducta, o política, o sistema, o como Ud. quiera llamarle, algo que sea tratar de atraerse a los unitarios? ¿No ve, por la inversa, la guerra más fuerte y tenaz? ¿Se atrae así a un partido? Tan cierto es el tal atraimiento, como la tal risa de los unitarios en sus barbas. No es esto decir que los unitarios no se le hubieran reído, ni tampoco que se le hubieran reído, si Dorrego hubiera procurado eso, no lo sé: es decir únicamente que es falso, y cien veces falso que lo procurase. Puede ser que haya procurado atraerse a Pedro, Juan o Diego (y aun eso lo ignoro), pero eso sería atraerse individualidades, y aquí hablamos del partido, que es cosa muy distinta.

Mi amigo: muchos años después de estos sucesos, estando aquí en Montevideo, oí por primera vez esa singular especie de que Dorrego buscó a los unitarios y que éstos le repelieron: me llené de sorpresa, y no he podido atinar con el origen de semejante cuento. Mucho después, hablando aquí de cosas pasadas con nuestro común amigo el doctor don Vicente F. López, me repitió eso mismo y procuró sostenérmelo; pero no pudo. La cuestión, cual yo la siento, es sencillísima, a saber: sáqueseme un hecho público ¡uno solo! que revele en Dorrego esa política, y además, concílieseme con ésta todos los que dejo mencionados. Esto dije al doctor López. — Puede ser que, como su padre fue ministro de Dorrego en los últimos meses, concibiese esa idea, nada extraña por cierto en un hombre moderado y de luces, y que nada había tenido de federal, y que de ahí brotase lo de que ella se llevó a ejecución. A ejecución digo, porque tampoco bastaría probar que existió ese pensamiento; pues Ud. no habla de un nuevo pensamiento o intento, sino que afirma que él se realizó, desde que afirma que los unitarios se le rieron a Dorrego. Puede ser también que éste, u otro que no sea el doctor López, tuviese esa idea: puede ser todo lo que se quiera a este respecto. Lo que yo digo decididamente es que esa idea, si existió, no se tradujo en hecho alguno; y que, por el contrario, ahí están todos esos hechos numerosos, notorios, oficiales, para deponer de la acerba y jamás interrumpida hostilidad que el gobierno del coronel don Manuel Dorrego creyó deber declarar y sostener, de todos modos y bajo todos aspectos, contra ese partido unitario, al que se dice que trató de atraerse.

NOTA 27

137 - 13. - «salían 700 coraceros, mandados por 14 oficiales generales»… No es así. — Ud. ve que además de que quizás ni en toda la república existiría tal número de oficiales generales, un oficial general no había de mandar hombres. — Salieron el coronel mayor Lavalle, y sus cinco o seis coroneles y comandantes de escuadrón. Iban de aficionados, pero sin mando alguno, el brigadier Martín Rodríguez, único oficial general, y el general Madrid.

NOTA 28

137 - 33. - «¿Hizo mal Lavalle?» — Desde el primer instante que yo supe por mi suegro el fusilamiento de Dorrego, lo reproché, y he permanecido en este juicio. Por supuesto que con arreglo a la justicia común, eso no admite cuestión: fue la justicia política lo que consultó Lavalle. El publicista Beccaria, que con tanto ardor levantó la voz contra la pena capital, sólo dos casos exceptúa; y el primero es precisamente un caso análogo al en que se halló Lavalle, a quien el grande asesino Rosas osa llamar asesino. Pero la aplicación de esa justicia, que en rigor no es sino el cálculo de la conveniencia pública, exige esencialmente exactitud y acierto en ese cálculo: si esto falla, falta la justicia. Esto sucedió a Lavalle. En este oficio modelo que pasó —pues en laconismo, fuerza y dignidad en el decir, yo no he conocido entre nosotros una pluma comparable a la de Lavalle—, en que echa sobre sí solo la sangre de su víctima, a la que, muy al revés de Rosas, se guarda de insultar, en ese oficio, apelando a la historia, no viene a hacer otra cosa que invocar la justicia política, la conveniencia política. Pero en esto se engañó. Creyó que acabando con la persona de Dorrego, desviaba el único óbice al bien público, tal cual él lo entendía; y su cálculo falló en esto. Si en vez de fusilarle, le suelta, y le envía a reunirse en Santa Fe con Rosas, con quien estaba malísimamente, Rosas habría quedado a un lado. No sólo habría así Lavalle neutralizado la resistencia sino imposibilitádola. Dorrego, presentándose en Santa Fe, solo, derrotado, y debiendo su libertad a la generosidad de su enemigo, habría caído, no sólo en descrédito sino en ridículo: y entonces hubiera sido facilísimo obtener de él, en un arreglo, cuanto se hubiese creído conveniente en pro de esa conveniencia pública. Mas su inútil ejecución hizo de él un mártir, y casi un héroe; manchó una revolución justificada; bonificó la causa contraria; aumentó el número de enemigos y libró a Rosas de un rival, o al menos de un superior incómodo e intolerable para él. — En fin, acerca de ese hecho, bueno es repetir siempre que él fue personalísimo de Lavalle, por su orden: nadie se lo aconsejó. — Cuando se publiquen las dichas Memorias en Madrid, Ud. verá, entre muchos interesantes detalles sobre este suceso, que Lavalle ni siquiera hizo saber su intención a ninguno de los que lo rodeaban, y que, después de muerto Dorrego, recién les dijo algo sobre ese particular.

NOTA 29

138 - 21. - «allanar (con la muerte de Dorrego) el único obstáculo que, según ellos (los unitarios), se presentaba para la suspirada organización de la república»… — Mi convicción es que, ni al hacerse la revolución del 1º de diciembre, ni, por consiguiente, al matar a Dorrego, pensó nadie en la organización de la república. Se miró a Dorrego como a un mal gobernante de la provincia de Buenos Aires, y de ahí únicamente nacieron aquellos dos hechos. Nadie acordó entonces de unidad ni federación: en los diarios de aquellos días no hallará Ud. esas palabras, ni lo de organizar la república: no hubo un solo grito de ¡viva la unidad o los unitarios! Algo más tarde, cuando la lucha empezó a formalizarse, empezaron a aparecer las voces federales y unitarios. El Manifiesto (obra, creo, del doctor Gallardo) que se dio para justificar la revolución, y que es donde debe buscarse los motivos y objetos de ésta, no recuerdo que dijese que ella se hacía con fines de organización general: todo lo que en él se alegaba, concernía a intereses y cuestiones exclusivamente de la provincia. — Esto no quita, sin embargo, que, si la revolución triunfa, se hubiese facilitado o aproximado esa organización: mas ésta, de todos modos, sólo habría sido entonces uno de los resultados, pero no el objeto de la revolución. Ésta parecía afectada —permítame Ud. la expresión— de una especie de egoísmo provincial. — Éste es al menos el juicio que yo, partidario de ella, he formado.

NOTA 30

139 - 19. - «Vencido en varios encuentros (López solicita en vano una paz tolerable… Rosas pide se le permita trasladarse al Brasil, Lavalle se niega a toda transacción…» — Muchas inexactitudes hay en esto. Rosas, es verdad, estaba en Santa Fe, amilanado, acobardado y ocupado en leer comedias; y sin los estímulos de López, a nada se hubiera movido: no osó venir, como debió, a ponerse a la cabeza de las montoneras del Sud, y sólo regresó a la sombra de López. También es verdad que, si se le hacen proposiciones, hubiera entrado por todo: pero entre tanto, yo ignoro que él propusiera transacción alguna, y, por consiguiente, que Lavalle la desechase: para trasladarse al Brasil, no necesitaba permiso de nadie. — Cuanto a López, ni en la provincia de Santa Fe, ni en la de Buenos Aires, hubo con él encuentros ningunos, a excepción de la batalla del Puente de Márquez. Antes de esta batalla, no solicitó paz ninguna: después de ella, hizo aberturas; y Lavalle no se negó a toda transacción, sino que exigió que preliminarmente saliese del territorio de la provincia.

NOTA 31

139 - 21. - «¿No veis al unitario todo entero?» — Muy cierto es que Lavalle y demás ardientes jóvenes que estaban con él, despreciaban al gaucho como soldado, y no dudaban del triunfo. Razón tenían para creer que con aquellos escuadrones, aunque diminutos, pero tan superiores como fieles y entusiastas, se llevarían a todos por delante, como en efecto sucedió, y hubieran triunfado definitivamente, a no ser por causas que más adelante apuntaré. Pero no convengo en que ese orgullo y confianza fuesen una peculiaridad del unitario. Esos sentimientos, amigo mío, en circunstancias como las de aquellos jóvenes, eran naturalísimos: los mismos habría tenido un federal, un monarquista, un francés o un turco: son los del militar, sea o no unitario.

NOTA 32

139 - 24. - «Si Lavalle hubiera… conservado el puerto en poder de los hombres de la ciudad»… — No entiendo absolutamente esto. Tocante al puerto y demás, todo siguió provincialmente, como en tiempos de Dorrego, sin la más pequeña alteración en nada. Ya dije que al hacerse la revolución no se pensó en nada nacional; ni aunque se hubiese pensado, todo eso no era para aquellos días.

NOTA 33

141 - 42. - «rechazado aquí (el general Paz), desairado allá»… — Completamente falso. El general Paz llegó escapado, a la Colonia, el 3 o 4 de abril de 1840. Yo en mi tránsito de Montevideo al ejército de Lavalle en Entre Ríos. Salía yo de una gravísima enfermedad, que casi me llevó. La Comisión Argentina, de que yo hacía parte, y Mr. Martigny me exigieron que fuera en una comisión. No me paré en sacrificios y fui. Hallé a Lavalle al frente de Echagüe, a quien había antes batido en Don Cristóbal, y a quien tenía sitiado y acorralado entre los zanjones y asperezas del Sauce Grande. Llegué a la Colonia el 7. Estuve con él y me dio carta para Lavalle, ofreciendo sus servicios. Estuve con Lavalle en su tienda de campaña, del 3 al 4 de mayo, como 20 horas, y regresé a Montevideo en comisión. Lavalle le contestó inmediatamente y con efusión, y me leyó la carta, tan lacónica y bien escrita como todo lo que escribía: «Venga Ud., mi querido amigo (recuerdo que le decía), a ocupar el puesto que merece». Este puesto era el de jefe de Estado Mayor. A Lavalle le vino como caída del cielo la evasión de Paz; pues, precisamente, jefe de Estado Mayor era lo que no tenía, y de ello se me quejó mucho esa misma noche que dormí con él (durante la cual, por esa falta, ocurrió allí un incidente). Entre tanto: el buque de vela en que yo venía a Montevideo y que debía tocar en la Colonia, para dar la carta al general, tuvo malos vientos: pero nos alcanzó una ballenera a remo, en que venían del ejército para Montevideo varios individuos. Era tal mi ansiedad por hacer llegar pronto la carta al general Paz, y por que partiese pronto, para el ejército, pues venía yo penetradísimo de la gran falta que allí hacía, que, por ganar días, me desprendí de la carta y la recomendé a uno de aquellos (Azcazubí) para que, tocando la ballenera en la Colonia, se la diese. — Mi buque ya no tuvo que tocar allí. Llegué aquí el 17, y supe que no se halló al general en la Colonia, pues hacía días que había ido a Mercedes, a presentarse al Presidente Rivera; pero que su hermano, el señor don Julián, había recibido la carta, y encargádose de remitírsela. La recibió en efecto el general (y debe conservarla). Volvió a la Colonia: le escribí yo, volviendo a manifestarle los deseos de Lavalle, y rogándole fuese pronto: nos canjeamos algunas cartas, que conservo. Pero el general tenía algunos inconvenientes, que su excesiva delicadeza le impedía exponer netamente (falta de fondos para su tan trabajada y desvalida familia). Cuando penetramos esto, la Comisión Argentina se apresuró a vencer en lo posible el inconveniente, y no contenta con esto, otro de sus miembros, el anciano y respetable doctor Agüero, se embarcó para la Colonia, a fin de arrancar de allí al general, y acompañarle él mismo al ejército, y así se hizo. ¡Con toda esta decisión y sacrificios nos hemos conducido en todo aquí! La desgracia fue que en todas estas andanzas se habían perdido dos meses; y cuando Paz y Agüero llegaron a Punta Gorda (12 leguas más abajo de la Bajada), hallaron que se acababa de dar la acción del Sauce Grande (16 de julio), y que Lavalle estaba embarcando su ejército para caer sobre la provincia de Buenos Aires. En esta nueva situación y cuando Lavalle debía o fracasar en la intentona, o si lograba desembarcar y hacerse de caballos, obrar rápidamente sobre Buenos Aires (¡al menos así se creyó y debió creerse!), ya no era tiempo, ni lugar, ni se trataba de organizar el ejército. Entonces Paz, no sólo era menos necesario en el ejército, sino que era indispensable en Corrientes. Llegaba lo más a propósito imaginable, para templar o consolar a Ferré, gobernador de Corrientes. Hacía meses que éste estaba mal con Lavalle, pues se oponía a que en ningún caso pasase el ejército el Paraná, y hasta se había venido al efecto (por agua) al puerto de la Bajada, y allí estaba, desde fines de marzo, en un buque francés (de lo cual nació que se me enviase a mí en abril a verme con ellos, por la relación que con ambos tenía, Ferré es primo hermano carnal mío: es hijo de una hermana de mi padre). Aunque por motivos largos de referir, Lavalle creyó inconveniente que yo pasase hasta el puerto de la Bajada, y más útil que regresara en el acto con cierto encargo. La oposición de Ferré al tránsito del Paraná era tan fuerte, que Ud. sabe que cuando, no obstante, el tránsito se verificó, declaró desertor a Lavalle: disparate e injusticia, que yo fui el único que impugné aquí en Montevideo por la prensa, a pesar de mi relación con Ferré. Crea Ud. que sí sucedió el milagro de que no obstante la oposición de su gobernador y su presencia allí cerca, no quedase un correntino que, con el mayor gusto, no se embarcase en Punta Gorda y no siguiese a Lavalle al otro lado. Esto se debió únicamente al ciego entusiasmo y pegazón a su persona, que este hombre tenía el don especial de saber inspirar siempre a sus soldados. Entre tanto: como aquella oposición de Ferré se fundaba (y cuanto a esto no dejaba de tener razón) en que el tránsito dejaba a Corrientes descubierta, indefensa, y a merced del ejército de Echagüe existente en Entre Ríos (quien en efecto la invadió dos meses después, y tuvo que retroceder ante los reclutas de Paz), es por eso que el arribo de Paz a Punta Gorda, en las circunstancias indicadas, era una gran fortuna: es por eso que venía a ser mucho más útil y hasta indispensable en Corrientes, para organizar allí fuerzas, defenderla, como lo hizo, y contentar o satisfacer a Ferré —que le recibió con los brazos abiertos— y de todo esto nació que allí conviniesen ambos generales en que mientras el uno invadía a Buenos Aires, el otro pasara a Corrientes… Hé bien: en todo esto ¿dónde está el rechazo y los desaires? ¿cuándo? ¿cómo? ¿por quién? — Borre Ud. eso, amigo mío: porque a más de ser una mentira, es una ingratitud y una injusticia. No sé contra quién se dirija ella: pero contra alguno o algunos ha de ser; pues claro es que alguno o algunos han de haber sido los rechazantes y desairantes.

NOTA 34

141 - 43. - «que ha visto sucumbir ya dos ejércitos»… — Cuando, como acabo de decirlo, pasó Paz a Corrientes, esta provincia no había perdido hasta entonces sino un ejército —el de Pago Largo.

Nota 35

142 - 22. - «la cuestión… se ha convertido al fin en cuestión… entre la Pampa por un lado, y Corrientes, el Paraguay, el Uruguay, el Brasil, la Inglaterra y la Francia por otro: debido todo esto a un pobre proscrito, que ha andado quince años mendigando por todas partes el permiso de ganar una batalla»… — Mi amigo: esto ya pasa de hipérbole, — El esclarecido general Paz, a quien pocos aprecian y respetan tanto como yo, tiene en sí mismo y en sus hechos, sobradas glorias y méritos para que sea necesario atribuirle lo que no haya sucedido. Dejemos a un lado que en 1845, época en que Ud. escribe eso, el Brasil no obraba nada contra Rosas. Pero no es cierto tampoco que la intervención de Inglaterra y Francia, que en efecto tuvo lugar ese año, fuese debida, y debida exclusivamente, al general Paz: y eso es lo que Ud. sienta, desde que dice que todo esto fue debido a él. Tal vez quiso Ud. decir que todos esos sucesos vinieron a coincidir con la nueva posición que acababa de asumir en Corrientes el general; a combinarse del modo más feliz, y tal que, sin los funestos errores de Madariaga, el hábil general habría redimido al país (como, sin los de Ferré, lo habría hecho antes, en 1842). Esto sería verdad: pero esto es muy distinto de aquello; pues el general no tuvo parte en la producción de esos sucesos. — No la tuvo en que se realizase la intervención europea. — Cierto es que en 1845, el Paraguay firmó una alianza debida a Paz: pero desde años antes, y sin intervención de éste, se contaba con el Paraguay. — El Uruguay, sabe Ud. que declaró la guerra a Rosas en 1839, cuando Paz estaba aún detenido en Buenos Aires. — Si Corrientes estaba en acción en 1845, se debía a Madariaga, que triunfó y la redimió en 1843, estando Paz en Montevideo… No es menos hiperbólico lo de los quince años mendigando el permiso, etc, — Esto es olvidar que el general estaba en libertad sólo desde abril de 1840; y es contradecirse con lo que Ud. mismo acaba de sentar, y con razón, en la página anterior; esto es, que anduvo diez años de prisión en prisión (desde mayo de 1831), — No pudo, pues, escribirse en 1845, que, a esa fecha, hacía 15 años que andaba mendigando el permiso de ganar una batalla. ¿Dónde? ¿ante quién?

NOTA 36

142 - 31. - «castrado» — Castrador es como le llamaba el bestia de Rosas. Probablemente, o a él mismo le ha repugnado esta salvaje e insulsa tontería, pues hace años que ya no la dice; o vería que la tal voz no hallaba aceptación.

NOTA 37

149 - 18. - «las matanzas de septiembre», de octubre de 1840 y de abril de 1842.

NOTA 38

158 - 4. - «Lavalle no obstante su valor, que ostenta en el Puente de Márquez, y en todas partes, no obstante sus numerosas tropas»… Debo hablar de esta batalla, que es tan común suponer perdida por Lavalle: lo cual creo nace en las provincias. 1º Del bombástico y falso parte que López dirigió a Santa Fe, y en que contaba, el necio, que había triunfado, y que Lavalle se había refugiado en las quintas de Buenos Aires, etc.: parte que circuló en las provincias, donde, por la total incomunicación con Buenos Aires, no había cómo ir a la otra parte. Cuando después de bastante tiempo, se conoció en Buenos Aires ese parte, Ud. no puede figurarse la sorpresa que causó la imprudencia de López. — Uno de los jefes de Lavalle, el coronel Frolé, francés, oficial científico, publicó en el acto unas observaciones, marcando los desatinos y sandeces de López. 2º De que, como la causa se perdió, y al enemigo le convenía atribuirse ese triunfo, siguió éste repitiendo la expresión derrota del Puente de Márquez, que quedó consagrada, sin que nadie pudiese o se cuidase de levantar la voz en contrario; pues después de Frolé, nadie se ha tomado el trabajo de escribir sobre esto. Lo haré yo brevemente y sentaré hechos. — Las fuerzas de Lavalle no eran numerosas: serían 1.500 hombres de las tres armas; y las de López y Rosas, 8.000. La pérdida fue la de la caballada, que dejó a retaguardia; pues aquellas nubes de cosacos lo rodearon por todas partes, y la arrebataron, desordenando, allí, a los Húsares, los cuales se replegaron sobre las quintas de San José de Flores, y no tuvieron parte en la acción. Se peleó todo el día: un solo escuadrón de Lavalle no fue desordenado: cargas sobre cargas, en todas direcciones: se llevaban todo por delante: pero las nubes se abrían, vagaban en todo, y si se ponía a tiro, las otras dos armas las alejaban en el acto. Ésa fue la batalla del Puente de Márquez, a siete leguas de Buenos Aires: — y primer hecho: Lavalle quedó en el campo de batalla, — Segundo hecho: Lavalle no tuvo prisioneros, ni pérdidas de hombres: al menos oficiales, creo que no murió uno solo; lo cual no sucede en una derrota. — Tercer hecho: el vencedor López envía en seguida un parlamento (que entró de noche hasta el fuerte de Buenos Aires, y en cuya comitiva iba el entonces muchachón, hermano de López y después gobernador de Santa Fe), proponiendo la paz y el derrotado le responde que, ante todo, abandone el territorio de la provincia. — Cuarto hecho; sea por esto, o porque temió que una división que se mandaba por el Paraná le tomase la retaguardia, o cayera sobre su Santa Fe, se retira de la provincia, quedando solo Rosas con las milicias o gauchaje de Buenos Aires. — Quinto hecho: Lavalle, que se había situado, no en las quintas, y mucho menos en el recinto de la ciudad (donde Ud., renglones más abajo, le supone encerrado), sino en los Tapiales, a cuatro leguas, permanece allí durante los meses ulteriores, hasta que celebra la paz; sin que los tales vencedores osaran, no digo buscarle allí y acabarle, lo cual les sería muy fácil, puesto que lo habían derrotado en el Puente, pero ni siquiera acercarse jamás. Durante todo este tiempo y desde que Lavalle salió de Buenos Aires contra Dorrego, en principios de diciembre de 1828, residió en Buenos Aires un Gobierno Delegado por Lavalle, el cual era gobernador provisorio, nombrado por la ciudad el 1º de diciembre. Los gobernantes delegados fueron, primero, Brown, y después, Rodríguez. Los principales ministros de ellos, fueron el doctor Díaz-Vélez, el general Paz, S. Carril y el general Alvear. — Sexto hecho: el americano Rosas, después de vencer en el Puente, implora el auxilio de la marina militar francesa, para que ataque a sus enemigos, entre el Paraná, etc., etc. — Séptimo hecho: como en Buenos Aires, sitiado y circundado por las montoneras, no había carne para el consumo, Lavalle, por varias veces, tomaba su caballería, se internaba algunas leguas, los vencedores le abrían cancha, juntaba ganado, especialmente de la Estancia de Rosas, sita en el Pino, a nueve leguas de Buenos Aires. Pero esto no era saqueo ni confiscación. No. Esos ganados se entregaban en Buenos Aires a una comisión (uno de sus miembros, doctor Lino Lagos, estuvo ahora poco en Valparaíso, ido de aquí). Ésta corría con su distribución y venta, y el dinero se entregaba a los dueños. La mujer de Rosas recibió muchas cantidades. Rosas hacía así un buen negocio; pues sin trabajo, ni costos, vendía haciendas al buen precio consiguiente al estado de sitio. Así notará Ud. que a pesar de tantos insultos que posteriormente Rosas vertía contra Lavalle, no osó decir que éste hubiera robado, saqueado, ni atacado la propiedad de nadie. Y la traía con mucha calma a Buenos Aires. ¿Qué mejor ocasión para cargar y ultimar hombres ya vencidos, en campo raso, y enteramente separados de su infantería y artillería? Pero basta de esto: hasta fastidio me causa hablar de semejante cuento.

NOTA 39

158 - 6. - «sucumbe al fin de la campaña»… — Esto necesita largas explicaciones; porque aquí hay verdad en el fondo de la idea, e impropiedad o equívoco en la palabra. Muchas ideas y sucesos se enlazan con esto; y esta Nota será, probablemente, la más extensa de todas.

Renglones antes observa Ud., con exactitud, los efectos que produjeron en Facundo «tropas disciplinadas y dirigidas por las máximas estratégicas, que el arte europeo ha legado a los militares de las ciudades». Bien: pues Lavalle, en 1829, no peleó jamás gauchamente, ni montoneramente, sino según el arte estratégico europeo, empleado en Ituzaingó, y siempre con tropas disciplinadas. El inesperado desenlace que tuvo la cuestión no debe, pues, buscarse en nada de eso, ni, por consiguiente, en que Lavalle fuese oficial de caballería, como conjetura Ud. renglones más abajo: lo mismo habría sucedido, aunque lo hubiese sido de otra arma. Tampoco debe buscarse en esa especie de ley oculta, que, según el sistema de Ud., debía a la larga dar el triunfo a las campañas pastoras sobre las ciudades. Yo no creo en tal fatalismo, al menos en la generalidad en que Ud. parece reconocerlo. Que a la corta o a la larga debía haber colisión entre ambas fuerzas, sí; pero no que precisamente, ni aun probablemente, debiese vencer el gaucho. Algunas veces pueden triunfar las campañas sobre las ciudades, del mismo modo que algunas veces, entre dos ejércitos, vence aquel que menos probabilidad tenía de vencer; sin que de tales sucesos, explicables por causas o diferencias accidentales, pueda deducirse una regla general. Creo, por el contrario, que si alguna regla pudiera establecerse en esto, es la de que, por lo común, deben triunfar, tanto a la corta como a la larga, las ciudades sobre las campañas: hablo especialmente, no de las ciudades mediterráneas, sino de las riberanas. Los grandes resultados obtenidos en 1829 y 30 por el hábil Paz en Córdoba, a pesar de ser ciudad mediterránea, están deponiendo contra la teoría de Ud.; y si esa causa se perdió allí en 1831, esto se debió exclusivamente: 1º A los accidentes e ineptitud de jefes que facilitaron los triunfos de Quiroga en los ríos 4º y 5º y en Rodeo del Medio. 2º Al accidente extraordinarísimo de la boleadura del general: y 3º A que se dirigieron sobre Paz las fuerzas, no meramente de las campañas pastoras, sino las de las ciudades litorales, especialmente las de la ciudad de Buenos Aires; Rosas envió tropas veteranas y jefes veteranos. Si la guerra fuera hoy lo que era en los antiguos tiempos, pudiera tal vez sostenerse la teoría de Ud.; mas en el estado actual de aquel arte, lo natural es que la ciencia, la civilización, los recursos triunfen, a la corta y a la larga, de las campañas que nada de eso tienen. El poder de las ciudades marítimas es inmenso; y una prueba ilustre de ello, es la actual resistencia de la heroica e inimitada Montevideo; y eso que no es gauchaje ni montonera lo que Montevideo tiene a su frente. Además: para poder sentarse la teoría de Ud. como doctrina general y segura, sería preciso que en esa lucha obrasen, de un lado, exclusivamente las campañas, y del otro exclusivamente las ciudades: y esto ni ha sucedido, ni sucederá jamás. Siempre hubo a favor de las ciudades, hombres de las campañas o gauchos; y a favor de las montoneras, hombres y elementos de las ciudades: la tercerola, la lanza del montonero, son un producto de las ciudades, un producto de las artes, de la civilización. Mas si los grandes poderes de ésta no son aprovechados, y si, por el contrario, se obra de un modo que parece dirigido a inutilizarlos, entonces se rompe el equilibrio de las pasiones; entonces la ciudad ya no obra como ciudad; y si cae, no por eso puede decirse que cae a virtud de una ley necesaria, sino a virtud de su inhabilidad, o de sus errores, o de su incuria. Entre tanto: el escritor lejano, que no está, ni puede estar, al cabo de los detalles, sólo ve el hecho en grande, sólo ve el resultado. ¿Quién triunfó? la campaña: y sobre este dato levanta el edificio de su sistema, atribuyendo el resultado, no a las causas, que, para producirlo, han venido encadenándose en progresión, sino a ciertas ideas, al poder de la barbarie, y a otras. No niego que éstas concurran y coadyuven; pero no son esencialmente determinantes, ni principales.

La causa del 1º de diciembre sucumbió porque no bastaba, para su triunfo, el valor, ni aun la buena dirección meramente militar (admitiendo que haya habido): se necesitaba, además, querer y saber aprovechar sus inmensos recursos; se necesitaba buena dirección política y gubernativa; se necesitaba constancia, firmeza y otras calidades que Lavalle no poseía. Este hombre, cuya memoria es para mí muy querida, tan valiente, tan desinteresado, tan buen padre de familia, de tantos servicios, de deseos tan puros y patrióticos, de sentimientos tan caballerosos, de buen talento, de buena dicción, no tenía, sin embargo, otras varias dotes, indispensables para constituir un hombre público, una cabeza de gobierno o de revolución, y mucho menos en circunstancias difíciles. A veces era dócil, pero generalmente obraba por sí solo y a despecho de sus amigos: si se le hacían observaciones, decía que se le quería trabar o dominar: se aburría o amilanaba ante las dificultades o contrastes: sobre todo —y éste era, a mi juicio, su más visible y más funesto defecto—, no tenía perseverancia, ni fijeza en sus planes y resoluciones, que variaba de un día a otro, con admirable facilidad. En 1839, aquí en Montevideo, cuando se trataba de que emprendiese el obrar contra Rosas, como al fin lo emprendió con tanto mérito y heroísmo, y le doy este nombre porque el 2 de julio en que aquí se embarcó, fue, a mi ver, el más meritorio y glorioso de Lavalle, más que el de Riobamba —cuando de eso se trataba, repito, Lavalle era, poco más o menos, el mismo hombre de 1829, con la misma versatilidad en sus resoluciones. Tal vez nadie, aquí, estaba tan al cabo, como yo, de sus ideas y secretos. El mismo hombre encontré en Entre Ríos, cuando en 1840 fui a conferenciar con él: y esto explicará a Ud. su conducta posterior en la provincia de Buenos Aires y en las interiores. Ahora no puedo sino hacer estas indicaciones: la prueba de todas ellas necesitaría muchos pliegos de papel. Si llego a escribir mis Apuntes Biográficos, que he prometido a Ud., entraré probablemente en menudencias y explicaciones, sobre cosas y puntos ignorados de Ud. y de casi todos, y los cuales no le dejarán duda de la verdad de lo que aquí siento. Sólo anticiparé, respecto de la grande empresa iniciada en 1839, que ella fue de tanta más abnegación cuanto que Lavalle la acometió sin ninguna fe en el éxito. ¡Qué había de resultar! La acometió, como indicaré después, por compromiso de honor y patriotismo, cual el que sabe que va al sacrificio: la acometió de súbito, sin elementos y contrariado por la autoridad: la acometió en una volcánica erupción de los más nobles y generosos sentimientos excitados con la noticia del asesinato de los Mazas, que recibió el 1º de julio: noticia que le hizo llorar como no he visto jamás llorar a un hombre… Pero me distraigo. En mis apuntes biográficos, si soy tan feliz que pueda organizados, se hallarán muchos detalles, no sólo acerca de puntos y materias que ya he tocado y tocaré en las presentes Notas, sino también acerca de muchos otros, que no pueden encuadrarse ni aun mencionarse en éstas. Esos Apuntes y estas Notas contendrían entonces porción de noticias e informes, que explicarían muchas cosas de la historia de los últimos treinta años. Esos detalles, o son ignorados por los hombres que hoy viven, o están olvidados o confundidos. Sea por ignorancia, o por incuria, o por lo tedioso de esta tarea, o por no renovar recuerdos penosos, el hecho es que nadie ha cuidado ni cuida de consignarlos al papel: y entre tanto, estoy muy penetrado de que, sin ellos, la historia se expone a formar juicios grandemente equivocados.

No era fácil, pues, que saliese avante una causa, que estaba en las manos, exclusivamente de un hombre así. Pero sigamos.

Sea por no comprometer el secreto, o porque Lavalle, conociendo bien el estado de la opinión, no dudase que el pueblo le aprobaría, o porque creyese no necesitar de nadie para hacer una revolución, sobrándole con sus jefes y soldados, en lo que tenía razón, si en una revolución no hubiese que buscar sino el éxito material y del primer día, ello es que muy contados, quizá ni una docena, estaban en el secreto: yo no supe una palabra hasta después de hecha. No apruebo ni repruebo ese modo de proceder: él tendría sus ventajas, pero también tenía un inconveniente, que fue necesario y perjudicial. En efecto: esa famosa revolución de 1º de diciembre, amigo mío, se hizo sin más objeto, al menos por entonces, que el vago y general ¡abajo Dorrego! Se hizo, pero sin ninguna idea política fija —no se asombre Ud.—, sin ningún plan formado, sin haber antes combinado ni convenídose en una marcha, principio, ni administración. El naturalísimo ¿y qué hacemos en seguida? parece que no entró en las previsiones de nadie. No dude Ud. de esto: le hablo por lo que mis ojos vieron muy adentro.

Advierta Ud. que en la mañana del 2 de diciembre, Lavalle, a quien yo no conocía aún, ni él a mí, me envió a llamar a mi casa, para que, mientras se nombraban ministros, me encargase, en calidad de oficial mayor, del despacho de todos los ministerios. Me resistí muchísimo, entre otros motivos, por mi posición especialísima (yo vivía con mi suegro, que era enteramente del otro coronel, como dice Moratín): pero tanto hizo, que cedí, aunque advirtiéndole que sólo sería por pocos días. Así verá Ud. en el Registro Oficial y diarios de la época, que los primeros decretos o actos del gobierno de Lavalle sólo llevan la firma de éste y la mía. En esa misma noche del 2, ya vi en el Fuerte una cosa (omito detalles que sólo en mis Apuntes pueden entrar) que me volteó el alma a los pies.

Al fin: se nombró de Ministro General al doctor Díaz-Vélez (el que había figurado en la oposición). Esta elección se me debió a mí: ella fue muy acertada y muy desacertada: tengo la firme convicción de que hice con ella mucho mal y un gran servicio. Estas paradojas, sólo en mis Apuntes pueden tener la larguísima explicación que necesitan. Anticiparé únicamente que esa elección llegó a ser inevitable; porque —tampoco se asombre Ud.— ¡no había a quien nombrar! Esto solo ¿no le envía ya a Ud. la idea de un completo desacuerdo, de un completo desquicio, efecto de la ninguna combinación previa? Pues esto, como digo a Ud., sucedía ya en la noche del 2. — En fin: el 4 o 5, vi en Lavalle cierta cosa que me acabó de desazonar: y así es que el 10, apenas llegó la noticia de la victoria de Navarro, y cuando mi retirada del Fuerte no podía ya atribuirse a temor, tomé mi sombrero, y callado, me fui a mi casa; sin que las cartas, ruegos y promesas de Díaz-Vélez porque no le abandonase, fuesen parte a moverme. Pero ya Ud. comprenderá si en esos ocho días habría yo podido ver y observar lo bastante para formar el juicio que he emitido.

Este desconcierto y falta de plan con que se inició la nueva administración, prosiguió sin interrupción hasta el fin, hasta el desenlace. ¿Debía esperarse algo bueno? No es esto sólo. Sale Lavalle a campaña, dejando de delegado a Brown; vence en Navarro el 9; fusila a Dorrego el 13; hace una inútil y larga correría por el sud; vuelve a Buenos Aires; se prepara y emprende su no menos inútil campaña contra Santa Fe, dejando de delegado a Rodríguez mientras a su espalda, en la provincia de Buenos Aires, empiezan a pulular las montoneras (a las cuales sólo el coronel Suárez había logrado antes darles un excelente golpe en las Palmitas); es totalmente inútil esa campaña a Santa Fe, pues López es intangible como sombra fugaz, y no se le puede pillar a tiro; las montoneras que crecen en la campaña de Buenos Aires, y que obtienen algunas ventajas, inducen a Lavalle a desprenderse de los Húsares de Rauch, que retrocede, y por una fatalidad, es deshecho y muerto en Polvaredas; obliga este contraste a Lavalle a retroceder desde Santa Fe, separándose allí de Paz, que sigue para Córdoba, con el 2º cuerpo del ejército nacional; viene Lavalle a Buenos Aires; sale a campaña; logra pillar en la Matanza al cuerpo principal de la montonera, al mando de Prudencio Rosas, y en número de 4.000 hombres, y en el acto la carga y deshace, aunque ella va a reunirse por ahí; llegan después de Santa Fe López y Rosas, que reúnen entonces bajo su mando todas las montoneras; síguese inmediatamente la dicha acción del Puente de Márquez; y poco después, como he dicho, retírase López a Santa Fe, quedando Rosas en la campaña y Lavalle en los Tapiales. — Hé bien: desde mediados de abril, en que sucedió esto último, hasta el 24 de junio en que se firmó la primera Convención, ¿qué hizo Lavalle o el gobierno delegado? ¿qué proyectaron? ¿qué plan o combinación formaron? No se hizo más que enviarse a los Húsares por agua, no sé a qué, a San Nicolás de los Arroyos, y enviarse la división que he mencionado en la Nota anterior, división de enganchados en su mayor parte, y la cual, aunque debía atacar o amenazar la ciudad de Santa Fe, no hizo más que desembarcar en un pueblo de la provincia de Buenos Aires y saquearlo. ¡Pobre causa!

Lavalle, a mi ver, estaba, o desanimado de la empresa, al mirar a toda la campaña sublevada y cuánto había que trabajar para domarla; o estaba fastidiado y cansado de aquel género de guerra, nuevo para él. Su inacción, de que participaba el gobierno, y que era necesariamente letal en guerras de ese carácter, no se explica, como lo pretenden algunos, con la falta de la caballada perdida en el Puente de Márquez. No tendría caballos para hacer una campaña: pero para alguna operación suelta, para un golpe de mano sobre Rosas, cuyo cuartel general estaba generalmente a sólo 4 o 5 leguas de los Tapiales, los tenía, como lo muestran las incursiones y arreos de ganados que hacía. Sobre todo: si no las tenía, ¿qué hacía él o el gobierno para procurárselos, cuando no faltaba el dinero al efecto? Nada. Si no podía procurárselos en la provincia, muy fácil era hacerlo en la Banda Oriental, mucho más cuando Lavalle tenía entonces grande amistad con Rivera.

Había otro árbitro. — El armamento de la mayor parte del gauchaje no nacía de ideas, ni de pasiones, ni de sistema, ni de amor a Rosas, sino que sucedió lo que era natural. La campaña quedó entregada a sí misma; se armaron al principio algunos centenares, que tal vez lo harían impulsados de aquellos sentimientos; pero la mayor parte se armaron o acudieron después porque se les ordenó, por novelería, por la regla de ¿dónde vas, Vicente?, porque, en fin, no había entonces otra cosa en qué ocuparse en la campaña. Era la primera vez que ésta se declaraba contra la ciudad; pero entonces no mediaba ese espíritu de venganza, esas pasiones enconosas, que después supo criar Rosas, y que pueden suplir en el soldado la falta de paga y de todo otro estímulo, e inducirle a sufrir con firmeza los trabajos y privaciones. Así es que, en junio, los gauchos empezaban a aburrirse de una guerra tonta, monótona y reducida a correrías y griterías. Además: sufrían ya muchas privaciones, resultado de la interdicción del tráfico con la ciudad: estaban bloqueados: los vicios se habían concluido en la campaña: no había trabajo ninguno en ella: el gauchaje que vive de salarios, estaba pobrísimo. Todas estas circunstancias hacían fácil el ganarse a cualquiera de los muchos caudillejos que rodeaban de cerca a la ciudad, y con los cuales se estaba casi al habla: ganarlo para que proporcionase caballos, o al menos ganado. ¡Pero ni siquiera se intentó!

Un solo caudillejo que se le hubiera defeccionado a Rosas, lo habría hecho temblar; pues la desconfianza es una de las calidades más pronunciadas de su carácter. Rosas conocía lo penoso y crítico de su posición: no divisaba desenlace alguno favorable para él: hubiera entrado por cualquier arreglo prudente, que salvase, con los suyos, su persona y su amor propio: cuanto a los bienes, no había que hablar; no corrían riesgo alguno. Él vivía mártir, temiendo defecciones, temiendo sorpresas o golpes de mano, con el alerta en la boca, y lleno de precauciones y cautelas. Y tenía razón, pues nunca pudo él esperar tan incomprensible y prolongada inacción e incuria de sus contrarios, que tenían tantos elementos y medios de dañarle. Toda la ciudad estaba pronunciada, y algunos encuentros de sangre sostuvieron los aficionados. Todos estaban sobre las armas, hasta franceses y españoles, mulatos y negros libres, compadritos, artesanos, hacendados, propietarios, comerciantes, etc.; y todos con la mejor buena fe y decisión, dispuestos y prontos para todo. En una ciudad tan populosa, fácil era haber hecho enganchamientos para aumentar la caballería con algunos escuadrones; más fácil aun era sacar, sin tocar a la esclavatura, dos o tres mil infantes que no serían por entonces veteranos, pero que en breve (o si no, véase lo hecho en Montevideo en 1843) podrían batirse, y que, sobre todo, tales cuales entonces eran, eran muy capaces de hacer frente a montoneras indisciplinadas y malamente armadas. ¿No sacó Rosas de Buenos Aires, en 1831, a los cívicos, y los envió nada menos que hasta Córdoba? Había entusiasmo, había hombres, había fondos, había los grandes recursos de un Buenos Aires, estaba libre el puerto, las costas dominadas, se contaba con una marina militar, fuerte y decidida, ¿No cree Ud. que había sobrado? Pero nada se hizo, nada se proyectó, nada se aprovechó: se vegetaba, se iba con el día. ¿Qué más? Actualmente hace dos años que el asediado Montevideo se provee del ganado del Brasil: cien veces más fácil y pronto era proveer a Buenos Aires de ganado de la Banda Oriental, comprándolo en la Colonia o Vacas, sin tener para ello el gobierno que hacer otra cosa que estimular el interés individual. Pues ni en esto se pensó; y en vez de eso, tenía Ud. al gobernador y general del ejército, que debía ocuparse de batir al enemigo, convertido en abastecedor.

De este modo, ¿cómo no se había de perder la causa, amigo mío? ¿Y cómo atribuir esa pérdida a un poder oculto, creciente, invasor y barbarizado, inherente a las campañas pastoras, cuando se están tocando las muy diversas causas de ella? Sin embargo: tan robusta era la vitalidad de esta causa, que ella, aun en junio, no estaba, ni remotamente, perdida. Para perderla, era todavía preciso que Lavalle saliera de su inacción, a fin de obrar, no por ella, sino contra ella, aunque sin preverlo ni quererlo. — Estaban en Buenos Aires don Manuel J. García, don Tomás Guido, don Mariano Sarratea y otros hombres de respeto (Rivadavia y Agüero, disgustados de lo que veían, se habían ido a Europa, desde abril, creo). Aunque la mayor parte de ellos no eran amigos de la causa por motivos que sería largo explicar (entre ellos, ilusiones que se formaban acerca de lo que era el buen paisano de Rosas), con todo, tampoco eran verdaderos enemigos; y a ellos se agregaban algunos que lo eran realmente, como Álzaga, Arana, etc. Los principales componían un círculo medio, casi una tercera entidad. Quizás conociendo el estado moral de Lavalle y el de Rosas, o quizás por sugestión de éste, con buena o con mala fe, ello es que emitieron la idea de transacción. Lavalle la adoptó, con la imprudencia de no ocultar su ansia por ella, al punto de no querer comisionados al efecto, sino hacerlo por sí mismo: se rodeó de esos individuos; no consultó con sus amigos de la ciudad, ni aun con ninguno de los jefes de su ejército; tomó sólo su escolte, y fue y se metió en el cuartel general Rosas (estancia de Miller), donde ya habían ido los individuos dichos. — Rosas sabía que Lavalle iba: y el miedoso o suspicaz gaucho, quién sabe si no temió a Lavalle con sólo su escolta; o si no desconfió algún lazo de aquellos mismos individuos. Ello es que no le esperó: había ido, decían, no sé a qué diligencia. — Lavalle se echó a dormir, tal vez en la misma cama de Rosas, y durmió con la tranquilidad que en su casa. — Vino Rosas; y cuentan que se paró y estuvo contemplando en su sueño a aquel hombre singular. ¡No lo haría yo! (estaría tal vez diciendo entre sí). — Hay en ese rasgo de Lavalle, en esa confianza, algo de característico, de noble e imponente. Allí se redactó y firmó prontamente, el 24 de junio, entre «el general don Juan Lavalle, gobernador y capitán general provisorio de la provincia de Buenos Aires, y el comandante general de campaña, don Juan Manuel de Rosas», esa convención que Ud., por no estar en pormenores, dice que tenía todos los vicios de una capitulación. También Madrid había escrito en sus Memorias que Lavalle capituló, sin otro fundamento, según me ha explicado, que el de que así lo oyó decir en las provincias. ¡Así se propagan y arraigan los falsos testimonios históricos! Lo esencial de ese pacto fue que se harían elecciones generales para representantes (los cuales, consiguientemente, nombrarían al gobernador propietario); que ambas partes se someterían, con sus fuerzas, al nuevo gobierno; y que nadie sería molestado por sus hechos u opiniones, siendo inexorables en esto las autoridades, etc. — Lo demás era subalterno.

Vino Lavalle a Buenos Aires y vino muy creído de la buena fe de Rosas, y muy alucinado por él, muy persuadido también de que iría él, Lavalle, a dar una sableada a López, a quien tenía ganas. Rosas posee admirablemente el don de engañar: bien que esto es muy fácil, respecto de caracteres abiertos y nobles, que todo lo revelan y que miden a los demás por sí mismos. A las corporaciones que fueron a felicitarle, les dijo que había hecho la paz, porque de seguir la guerra, sería preciso que una mitad de la población degollase a la otra, con otras hipérboles, así. En su proclama dijo que había desdeñado una victoria, que habría completado la ruina pública: que había consentido en todo lo que se le había pedido, si ello no le alejaba del objeto por que había peleado: que había jurado olvidarlo todo (vea Ud. si puede decirse que capituló quien así hablaba a presencia de Rosas): que, en fin, en sus enemigos (en Rosas) sólo había encontrado porteños verdaderos. ¡A fe que el gaucho —que se reiría grandemente de aquella candidez— se ha guardado siempre de hacer ni el más pequeño elogio de su magnánimo enemigo!

Entre la convención y las elecciones, medió un mes. En este intermedio, Lavalle no quiso oír a sus amigos, y se aisló enteramente. Hizo más. Tan creído estaba del cumplimiento de la convención por Rosas, y tan lo miraba ya como amigo, que, antes de ver si la cumplía, le abrió el parque y le proveyó de armamento. El guachaje, con sus divisas y plumas, entraba y salía libremente de Buenos Aires y se proveía de todo. El descontento era grande, en la ciudad y en el ejército. Las clases inferiores vieron todo concluido, y empezaron a salirse y reunirse a Rosas. Éste, además, se apresuró, en ese intermedio, a formar, con la esclavatura de la campaña (que en la ciudad había sido tan respetada), un numeroso cuerpo de infantería de línea, al mando de un excelente jefe —el coronel J. Olazábal. Éste fue uno de los jefes del 1º de diciembre, pero meses después excitó fuertes sospechas —no me consta si justas o no—, le quitaron el mando del cuerpo, y se pasó a Rosas. Allí estuvo sin destino, pues Rosas no tuvo infantería hasta la época de que voy hablando. — Después, en 1833, fue uno de los principales enemigos de Rosas, y murió emigrado aquí, en 1841.

Aquel descontento nacía, a mi juicio: 1º De que en la persuasión que había de que se podía vencer totalmente a Rosas, y en las exageraciones de que siempre adolecen los partidos, toda concesión se miraba como perjudicial e indebida: se quería mucho más de lo obtenido; 2º De que la mala impresión que causó el primer conocimiento que se tuvo de la convención, y la conducta de Lavalle en ella, retraída, personal y arbitraria, fue ásperamente agravada después con la lejanía en que se puso del partido, y con sus demás procederes; 3º De que no se vio, o al menos no se quería decir, que la convención era, en sí, buena. — No sé si yo fui el primero en verlo: pero sí sé que fui el primero que tuvo el coraje de decirlo por la prensa. Era tal el disgusto y tal la manía de que todo estaba perdido, que lo de las elecciones sólo causaba risa y desprecio; se miraban con total indiferencia, y nadie pensaba en eso, sino en dejar el campo libre al partido de Dorrego, o sea de Rosas, el cual, engreído, se ponía en agitación. Este desaliento me desesperaba. — Escribí, pues, un largo comunicado (que publicó El Tiempo y que conservo). Quizás hice un mal: quizás abrí algo los ojos a Rosas sobre la importancia real de lo que había firmado, y produje o robustecí su resolución de no cumplirlo. ¿Pero qué otro medio había de sacudir los ánimos que el de la prensa? Manifesté, sin herir en lo menor a Rosas, que en la convención no había concesión más importante a éste que el reconocerle el carácter de comandante general de campaña, que investía en tiempo de Dorrego; pues lo de que él nombraría (mientras se elegía al gobernador) a los empleados policiales en la campaña; lo de que se reconocerían los grados de sus oficiales, y los documentos que él había firmado para el sostén de sus fuerzas, todo eso (además de ser una confesión de que la superioridad y legitimidad no estaban de su parte, pues en tal caso serían redundantes esas concesiones) era, respectivamente, pequeño y subalterno: Que entre tanto: en todo lo demás, en lo concerniente a la cuestión política, que era lo importante, no había obtenido nada de lo que pretendía —castigar a los decembristas, vengar la muerte de Dorrego, restablecer las cosas sobre el pie antiguo, y, por consiguiente, la Junta vieja (la que había el 1º de diciembre): Que, al contrario, reconocía la justicia de la revolución, desde que reconocía al gobernador de la provincia, nombrado en aquel día: Que el objeto de la revolución fue ¡abajo Dorrego! y establecer otra administración; y este objeto estaba enteramente salvado en la convención, desde que se pactaba que se hicieran elecciones: Que así venía a estar en nuestras manos el que hubiese una buena Sala, la que elegiría al gobernador, y hubiese, por consiguiente, la apetecida buena administración: Que, por lo mismo, lejos de abandonamos a los brazos de la muerte, era entonces que debíamos huir del mortífero ¿qué me importa? que se predicaba y ponernos todos en pie, y trabajar ardientemente en las elecciones, etc., etc, — Esto, que dije extensamente, lo dije, no meramente por animar y estimular, sino, además, con la misma íntima convicción en que aún hoy me hallo, de que aquella convención, lealmente ejecutada, era honrosa y útil. ¡Ni cómo adivinar que Lavalle consentiría su infracción y pactaría otra cosa! — Pero no anticipemos.

Esta publicación fue de grande efecto. Los hombres empezaron a reflexionar y a sacudir su letargo y apatía… Hice más. En mi estudio (que tenía en sociedad con mi querido y único amigo de mi vida, el distinguido y finado doctor Belgrano. Pocos hombres han reunido más bellas calidades que este amigo de mi corazón. El apreciable doctor Aberastain puede informar a Ud. si me equivoco. ¡Oh! Entre los muchos contrastes de mi vida, figura principalmente el de su pérdida. Si llego a escribir mis Apuntes, muchos renglones consagraré a su digna memoria) con el doctor Roig, mendocino, y con Lorenzo Torres (hoy tan federal), convoqué, y se empezaron a hacer las reuniones previas, todas las posteriores, que se fueron aumentando. Allí se discutió, organizó y dispuso todo; los hombres fueron entrando en calor; y a los pocos días, por medio de las comisiones subalternas o parroquiales que instituimos, tuvimos a todo Buenos Aires en movimiento. Formada nuestra lista, enviamos a Lavalle una comisión (en que figuraba su hermano don José, que hoy está aquí), para mostrársela y saber si podríamos contar con la cooperación de la autoridad, por medio de la policía y demás. Contestó que deseaba triunfásemos; pero que él, a virtud de lo convenido con Rosas, no podía apoyar lista alguna, y sería neutral en la lucha. ¿Ha oído Ud. cosa igual? A pesar de ese abandono por parte del gobierno, y de que, llegado el día de las elecciones, Rosas inundó con sus cosacos armados las parroquias de los suburbios, con todo, en todas ellas, les ganamos muy lejos las elecciones.

La causa, pues, estaba así salvada, o al menos no estaba perdida. Pero Rosas, a pesar de que tenía seguro el equilibrar la Sala por medio de las elecciones de la campaña, donde, por supuesto, se nombraría a quienes él quisiese, sin embargo, se alarmó con aquel resultado y con todo lo que él significaba: refunfuñó, amenazó con renovar las hostilidades y al fin, al cabo de muchos días, declaró que no pasaba por el resultado de aquellas elecciones. Bien conocía él las disposiciones de Lavalle, y bien sabía que tanto como él había ganado en ese intermedio, moral y materialmente, otro tanto había perdido Lavalle. — Con todo, aun así, si Lavalle sacude su sopor, vuelve a sus amigos, forma una resolución vigorosa y, afianzado en esa escandalosa violación de un pacto tan solemne y tan reciente, da un grito enérgico de guerra, no dudo de que la ciudad y el ejército hubieran vuelto a seguirle; mucho más cuando, desde julio, se había sabido la victoria de Paz en la Tablada; la lucha habría sido entonces más difícil, pero no dudoso su resultado, si se aprovechaban los elementos que he indicado, que siempre existían, y que, si era necesario, podrían aumentarse con la esclavatura, imitando a Rosas.

¡Pero no era Lavalle el hombre de las circunstancias! Estaba materialmente hastiado y rabiando por zafar a todo trance de su posición y no tuvo dificultad en firmar el 24 de agosto una segunda convención, por la cual, dejándose a un lado las elecciones hechas, ambos contendientes nombraron por sí un gobernador provisorio —el general Viamont—, el cual, al cabo de un tiempo, debía convocar a elecciones, etc…

Entonces sí que el descontento subió de punto, y se dio todo por perdido, y empezó la emigración. Los jefes del ejército pateaban de ira; y crea Ud. que, a no ser el poder de la disciplina y del respeto, hubieran ocurrido sucesos bien serios.

Con todo, aun había un remedio, pero no de paliativos, sino heroico: había un gran plan —cuyas ideas supe después eran las mismas de Alvear, y que sería largo explicar. Años después, en 1834, Quiroga oía, abriendo tamaños ojos, la exposición de ese plan; y a Prudencio Rosas, que interrumpió al expositor para impugnar el plan, le dijo: «Cállese Ud., só m… Ud. entiende de esto tanto como su hermano. Dice bien el señor. Si hacen eso c… nos j… y jamás levantamos cabeza». Pero necesitaba una voluntad firme. Se le presentó a Lavalle por escrito, y anónimamente (de letra mía desfigurada); no hizo sino sonreír.

Instalado Viamont, que nombró de ministros a los dichos García y Guido y al coronel Escalada, ambas partes pusieron a su disposición las respectivas fuerzas; y ya Ud. calculará la sinceridad con que lo haría Rosas. El nuevo gobierno tenía el carácter de moderado y conciliador, y además, por su personal, era bueno: pero sea simpatía o necesidad, tenía que inclinarse algo hacia el otro partido y que contentar al incontentable Rosas. Lavalle seguía en la ciudad al mando de los mismos cuerpos que antes; lo cual siempre era una garantía, aunque débil: pero sea intención o no, el gobierno hacía cositas que le iban disgustando y exasperando; hasta que, habiendo sido estropeado uno de sus soldados por varios soldados de Rosas, pasó al gobierno una nota de queja, en la que además renunció, y acto continuo, abandonó el país y se vino a la Colonia, donde se fijó. Los cuerpos de caballería fueron disueltos y los jefes emigraron.

Entonces concluyó todo. El partido contrario, dueño del campo, empezó a gritar (claro es que por sugestión de Rosas) ¡nada de elecciones! (como estaba pactado) ¡junta vieja! ¡junta vieja! El gobierno quería ser fiel al pacto, que era el título de su creación, y resistió: pero al fin, sin fuerza alguna propia, tuvo que decir amén: y en efecto, el 1º de diciembre, volvió a reunirse la Junta de Dorrego, la cual, el 8, nombró gobernador a Rosas…

¡Así terminó por entonces, amigo mío, la vida pública de don J. Lavalle! ¡Así se cerró, al año exacto, el período abierto el 1º de diciembre de 1828! ¡Así se inició la vida gubernativa de don Juan Manuel Rosas!…

A vista de todo lo que precede, Ud. dirá si es exacta y propia la expresión Lavalle sucumbe, en el sentido militar en que Ud. la emplea: y, lo que es más importante, podría apreciar las verdaderas causas de un desenlace, tan más allá de todas las previsiones.

Excusado es decir que el nuevo poder —que proclamó que los tratados sólo son trampas para atraer y agarrar tigres— naturalmente interpretó las convenciones y los sucesos como le dio la gana. Dijo que el olvido, pactado respecto de todos, era un generoso perdón a los decembristas: dijo que ganaron completamente la batalla del Puente de Márquez: dijo… ¡Qué no dijo! esas cosas, dichas y repetidas cien veces, sin que hubiese ni pudiese haber allí una sola voz que se alzase públicamente para protestar o desmentirlas, miradas después con indiferencia, u olvidadas entre el cúmulo de los eventos posteriores, pasaron al fin a figurar en el catálogo de estos hechos históricos e irrecusables, que, juntamente con las falsas creencias que producen, se fijan perdurablemente en la conciencia y en las tradiciones de los pueblos.

et voilà justement comme on écrit l’histoire!

NOTA 40

159 - 13. - «Me ha batido en regla». — Esto es cierto. — Rosas procuró neutralizar la profunda impresión que causó la noticia de la gran victoria de Paz en Oncativo, diciendo que la debió a una felonía; y por eso, no sólo hizo que su Comisión Mediadora (Cernadas y Cavia) publicase una exposición en este sentido, sino que preparó a Quiroga fugitivo un gran recibimiento público; cual si hubiese vencido. — Quiroga extrañó y se disgustó de esa recepción triunfal. Los adulones, creyendo complacerle, le dijeron que había sido vencido sólo por el proceder desleal de Paz. A eso contestó con aquellas palabras, y las repetía con ardor. El gran defensor que tuvo Paz fue Quiroga. Esto es tan honroso al defensor como al defendido.

NOTA 41

159 - 16. - «El general Mansilla le amenaza». — No oí jamás de tal suceso, ni lo creo por parte de Mansilla. Lo que sí hubo fue que, no entonces tampoco, sino mucho después, en 1834, ocurrió el pasaje con el boticario (Bosch), que usted menciona más adelante (en la página sin número, anterior a la 243). — El boticario —que le impuso— le dijo, entre otras cosas, ¿qué se ha creído Ud., que está en La Rioja?

Nota 42

160 - 11. - «En la Villa de Río Cuarto…» etc., etc. — En esta página está invertido el orden cronológico y geográfico. — Naturalmente, primero sucedió la toma de esa Villa, y después la derrota de Pringles.

NOTA 43

160 - 30. - «y Lavalle lo ha tenido a su lado…» — ¿Pero cómo fue que ese traidor en 1831, vino después a estar con Lavalle en 1840, y a morir gloriosamente en Montevideo? — Para llenar este notable vacío acerca del coronel Prudencio Torres, bueno sería indicar que, concluida la guerra en las provincias, vino a Buenos Aires. Allí, cuando quebraron entre sí los federales, en 1833, Torres perteneció a los de Balcarce. Por supuesto que pertenecería no por convicción, ni por opinión, pues en esto era un dromedario, tan grandote como valiente, sino por algo personal, o porque lo emplearían. Cayó como valiente, y emigró como tantos otros. Ahí me lo tiene Ud. ya enemigo de Rosas. Se perdió en la obscuridad; pero cuando en 1839 trató Lavalle de atacar a Rosas, estuvo pronto. Siguió con él la caravana toda, con la mayor fidelidad y cariño; pues Lavalle tenía un no sé qué, que hacía que sus subalternos se le pegasen. Muerto Lavalle, volvió aquí. Sobrevino la invasión de Oribe; y bajo Paz, peleó aquí con admirable arrojo. Murió en 1843, de un balazo en la frente.

NOTA 44

185 - 18. - «la organización unitaria que Rivadavia había querido dar a la República»… — Mi amigo: en éste y en otros varios asertos análogos, que no son de Ud. solo, sino de muchos, y que, aun hoy mismo, y aquí en Montevideo, oigo usar y repetir, hay grande inexactitud: inexactitud que produce en la mente una falsa representación de uno de los hechos más prominentes de nuestra historia política. Sea por error, o porque Rivadavia figuró tan notablemente en el partido unitario, o porque, como Presidente, tuvo que llenar su obligación, o sea por evitar circunloquios, ello es que existe la costumbre de personificar a la unidad de Rivadavia, y hasta es común el mencionar una supuesta unidad de Rivadavia. Esto podría tolerarse sólo como modismo de lenguaje, como figura retórica. Yo no dudo que la opinión individual de Rivadavia sería por la unidad, aunque casualmente nunca le oí hablar sobre esto: pero sería la opinión de uno de tantos. — Mas cuando se dice que él quería dar una organización unitaria, ¿no se arroja con esto el concepto de que él era el único, o al menos el principal, de los que eso querían? ¿no se arroja el de que la idea de unidad era nueva, o que fue importada por él, o de que él la promovió? ¿no se arroja el de que él impuso, o pretendió imponer, su opinión a la nación? ¿no arroja el de que él era un jefe de partido, o al menos un entusiasta, un apóstol de esa doctrina? Indudablemente: y sin embargo no es así. — Voy, según mi costumbre, a los hechos.

Si alguna idea existió siempre, y estaba arraigada en el país, era la de unidad. Ud. sabe que, hasta el año 20, la República no tuvo otra clase de gobierno. Ese sistema admite modificaciones: mas la idea general — unidad no era nueva: lo que sí lo era, era la de federación, cuyo mecanismo —aunque algunos gritaban federación— era desconocida de la inmensa mayoría.

Ya dije que el primer paso de Rivadavia, en 1821, fue el de oponerse a la reunión de un congreso y predicar el aislamiento por algunos años. ¿Puede Ud. conciliar este hecho con el concepto que aquellos asertos hacen formar de Rivadavia? — Siguió gobernando; y durante los tres años de su ministerio, jamás los diarios de Buenos Aires hablaron de unidad ni federación, jamás. — Despachó la misión Zavaleta, de que he hablado en la nota 18, a informarse, a saber, a allanar tropiezos: pero el gobierno de Buenos Aires no abrió opinión alguna sobre la forma de gobierno, ¿Procedería así un promotor de la idea? Concluye Rodríguez: y Rivadavia, como he dicho, se va a Europa, precisamente al reunirse el congreso, y cuando era la ocasión de trabajar para la adopción de la idea. ¿Es conciliable esto con aquello? — Reunido en congreso constituyente, a fines de 1824, empeñó en 1825 la cuestión, con motivo de que la comisión encargada de redactar un proyecto de constitución propuso, con mucho juicio, y el congreso decidió, que, para no trabajar una constitución que quizás sería inútil, si después en su discusión resultaba desechada la base sobre que ella se hubiese levantado, era mayor que antes el congreso diera la base; esto es, que discutiese y decidiese previamente la cuestión aislada ¿unidad o federación? Así se hizo. La discusión fue solemne, y se decidió la unidad. ¿Se hizo esto acaso por sugestión, por influencia, o al menos en virtud de razones alegadas por Rivadavia? No: pues entonces hacía meses que él estaba en Europa.

Muy posteriormente, cuando Rivadavia ya había regresado y estaba de Presidente, la comisión concluyó su trabajo, su proyecto de constitución unitaria. A esa fecha, el personal del congreso se había aumentado considerablemente, casi doblado. — Las Heras había propuesto y el congreso adoptado este aumento. Era el cuerpo nacional más numeroso que jamás tuvimos: el más respetable e ilustrado. Muchos diputados provinciales, que llegaban medio retobados y como mirando de soslayo» llenos de desconfianzas, tonterías, y preocupaciones contra Buenos Aires, se fueron despejando, viendo, tocando y desengañando. Otros (entre ellos el respetable canónigo de Salta, Dr. Gorriti), que a la abertura del congreso por novelería, o por sistema, o por convicción, o por efecto de aquellas preocupaciones, eran opositores, se declararon después por la unidad; como también se declararon — y no recuerdo ahora una sola excepción — todos los de Córdoba. — He bien. Constituido así el congreso, y presentado el mencionado provecto de constitución, la oposición salió con que se discutiese otra vez la base. Esto era impropio e ilegal, desde que ya estaba sancionada: pero la mayoría, aunque hizo esta misma observación, con todo, no opuso dificultad, Se abrió, pues, una segunda discusión. Ésta fue mucho más encarnizada y prolongada que la primera y concluyó por la unidad.

¿Qué hacía entre tanto el furibundo unitario Rivadavia, el supuesto padre, el supuesto patriarca de la unidad? ¿Qué sostenía? Su ministro Agüero dijo en el congreso: «Lo que más conviene a la República es el sistema de unidad de régimen: si el congreso cree lo mismo, debe proclamarlo así: pero si las provincias contestan ¡federación, federación! ¿qué remedio? entonces debemos repetir ¡federación, federación!» — En estas ideas, moderadas y sensatas, ¿reconoce Ud. a un entusiasta protagonista político? ¿A un jefe de partido?

Pero más. En medio de aquella ardiente discusión, he aquí que la Presidencia aparece súbitamente presentando un proyecto de adición al de la comisión: proyecto que, estableciendo los Consejos de Administración provinciales y sus atribuciones, daba a los intereses locales toda la protección que pudieran tener en un sistema federativo. Él fue aceptado por ambos lados del congreso e incorporado en la constitución, formando uno de sus capítulos. De este modo, la rigidez centralista del congreso fue moderada, en todo lo posible y adaptada a nuestro estado de atraso, por el pensamiento federal de Rivadavia, resultando de todo una organización templada y mixta.

Ésa fue la constitución que dio el congreso, compuesto de 72 diputados, y que fue sujeta además a la revisación y aprobación individual de las provincias. Rivadavia no hizo más acerca de ella que llenar su obligación como poder ejecutivo, cual lo hubiera hecho sin dificultad si el congreso hubiese votado la federación. Ella fue obra del congreso, no de él; sin que esto quite que él opinara y procurara lo que el congreso: y ella hubiese hecho el bien de la República o al menos nos hubiese librado de las dictaduras y de todos los desastres ulteriores, si en la oposición y en algunos gobernadores hubiese habido buena fe y verdadero deseo de organización nacional.

Pero, en fin: a vista de todo esto, ¿por qué se ha de decir que Rivadavia quiso dar una organización unitaria, en vez de decir que lo quiso el congreso, esto es, que lo quiso la nación, desde que del modo más público, solemne, meditado y libérrimo, lo quisieron sus representantes legítimos?

¿Por qué se ha de decir que era de Rivadavia una forma de gobierno nacional, que estaba en los hábitos, en las tradiciones, en los intereses de la nación y en el pronunciamiento de sus representantes? ¿No es esto injuriar de cierto modo a la nación, y amenguar y rebajar la importancia y conveniencia de esa forma de gobierno, personificándola y reduciéndola a los estrechos límites del saber y patriotismo de un solo individuo? Así me parece.

Ya que he hablado de esto, agregaré que otra locución, también muy común, sobre la cual tampoco se ha reflexionado, y que igualmente arroja una idea falsísima, es la empleada cuando, queriendo atacar a Rosas, se dice, por ejemplo, que nadie es más unitario que él, que él ha realizado la unidad, etc., etc, ¿Por qué principio de verdad ni de justicia se ha de decir que Rosas es unitario (y hasta en el capítulo 9º lo titula Ud. así), en vez de sólo proclamar que es absoluto y despótico? ¿Sería exacto ni conveniente el decir a nuestros pueblos que en Rusia, Turquía, Marruecos, etc,, impera la unidad, y que aquellos gobiernos son unitarios? En nuestros pueblos esas voces tienen ya una acepción determinada y concreta: ellos, al oírlas, traen al momento a la memoria la unidad y unitarios que han conocido: viene forzosamente a su espíritu el sistema de gobierno nacional de los unitarios. Sírvase Ud. reflexionar un instante, y verá que el decir que Rosas ha realizado la unidad de Rivadavia, o no es decir nada o es asegurar que lo que Rivadavia, el congreso, el partido unitario, querían plantear en la República, era ese mismo sistema que después ha planteado Rosas: no hay medio. ¡Y cuánta falsedad, injusticia e ingratitud no envuelve semejante aserción!

NOTA 45

«Facundo, después de haber derrotado a la Presidencia»… Eso mismo dijo Ud. antes, de Dorrego. — Cuanto a Quiroga, sus hechos en 1827 tuvieron sin duda grave importancia para la suerte de la República: pero creo que lo que dejo dicho en varias Notas, y especialmente en la 24, convencerá a Ud. de que Quiroga no derrocó a la Presidencia. Su triunfo sobre Madrid contribuiría a la resolución de Rivadavia; pero por sí solo, eso era pequeño para producirla.

NOTA 46

187 - 21. - «desempeñándolo hasta 1832 con la regularidad» etc., etc.… En toda esta página hay muchos errores. — 1º Rosas no solicitó las extraordinarias desde los principios, sino después de mediados de 1830, a pretexto de la próxima guerra con Paz. — 2º Sus partidarios de la ciudad, ni de la campaña no opusieron a éstos resistencia alguna, al menos pública y sabida. — 3º No empleó para ello ruegos, ni seducciones: no lo necesitaba: bastaban el espíritu e interés de partido: era vivo el odio a los unitarios, y graves los cuidados que inspiraba el victorioso Paz: se las dieron con la mejor voluntad. — 4º Concluida la campaña, nadie le exigió se desnudase de las extraordinarias: lo que hizo la Sala fue darle el grado de brigadier. — 5º Tampoco al vencerse los tres años, hubo tal exigencia expresa para que diese cuenta del uso que había hecho de ellas, ni la dio nunca, ni, por consiguiente, pudo esa supuesta cuenta satisfacer a todos. — Se equivocan tal vez las especies. Pidió facultades extraordinarias en 1830, y la Sala de sus amigos se las dio con mucho gusto: concluyó la campaña, pero nadie se acordó de pedirle dicha cuenta, ni menos de pedir su cese: él tampoco se acordó de devolverlas espontáneamente, mas se acordó muchísimo de procurar continuasen por más años. Así: en fines de 1832, al vencerse sus tres años, pasó a la Sala una nota exponiendo que, para hacer las reformas y arreglos que el país necesitaba, era necesario fortificar la acción del gobierno (no decía la mía sino en general; pero al buen entendedor), que tuviese más duración y fijeza, etc. — Esta Nota se pasó a una comisión, la cual presentó un osado proyecto que, en rigor, establecía por cinco años la dictadura (Quizás sería en esa ocasión que Rosas diría lo del chicote y demás que Ud. refiere) — (la que después se estableció en 1835). — Entonces se abrió la memorable discusión en que, por primera vez, tuvo la Sala el mérito y coraje de hablar medio claro, y de repeler in totum el proyecto. Rosas se voló pero tuvo que tragarla. Se le reeligió, y no quiso, y se fue a la expedición del Sur a fin de tener siempre un ejército y ved venir: entonces se eligió a Balcarce, y siguió lo demás que Ud. sabe. — Hay también otro grande error al sentar que fue prudente y moderado el uso que hizo de la dictadura. Lo fue si Ud. lo compara con lo que ha hecho en su segunda dictadura, pero no lo fue así de un modo absoluto. Prescindo de varios hechos e incidentes: pero ¿y el bárbaro fusilamiento en San Nicolás y el Salto de tantos oficiales prisioneros y aun ciudadanos? ¿y el fusilamiento arbitrario, sin sombra de juicio, de Cos, en San José de Flores? ¿y la gran multitud de desterrados, presos y empontonados, en 1831? ¿y los 19 hombres a quienes la justicia ordinaria seguía causa, arrebatados a los jueces, conducidos a Flores y fusilados todos juntos por su orden? ¿Y el atroz y felónico fusilamiento de Montero? Y note Ud. la agravante circunstancia de que, cuando se cometió a sangre fría este gran crimen, recién empezaba su gobierno, fue en enero de 1830, cuando todavía no tenía facultades extraordinarias. Así es que Ud. debe testar lo de que gobernó con la regularidad que podría haberlo hecho otro cualquiera. Jamás ningún otro había hecho todo eso, ni la vigésima parte de eso; y si alguno lo hubiera hecho, habría sido en ello tan despótico y asesino como Rosas lo fue.

NOTA 47

191 - 18. - «Facundo acierta a pasar» etc.… — No fue exactamente así ese pasaje, acaecido muy cerca de donde yo me hallaba, y el cual no me parece que se publicó en los diarios. Un hombre con cuchillo en mano no quería entegarse a un sereno (no a cuatro celadores): pasa Quiroga, embozado, como siempre, en su poncho, se para a oír o ver; y súbitamente arroja su poncho, y, sin dar tiempo al hombre, se echa sobre él, lo abraza e inmoviliza. Desarmado, él mismo lo conduce a la policía, sin haber querido dar su nombre al sereno (era de noche), como tampoco lo dio en la policía: pero un subalterno de allí lo conoció, y por ahí se supo.

NOTA 48

192 - 11. - «No han quedado hechos ningunos que acrediten que Quiroga», etc., etc. —No han quedado hechos públicos o impresos, ni eso era posible ni prudente en Buenos Aires, tratándose de algo contra Rosas: pero han quedado muchos, privados, de los cuales unos son sabidos, y otros no. Estoy al cabo de varios: pero tal vez ni en mis Apuntes Biográficos podría yo revelar secretos, que, además de poder comprometer a algunos, no son míos. — En la gran tertulia de juego — donde ocurrió el incidente mencionado con Prudencio Rosas, sobre el gran plan de 1829 — menos se ocupa a veces Quiroga del juego que de política, y frecuentemente se le escapaban expresiones contra Rosas, y contra los que habían derribado a Balcarce. No son sabidas las ideas con que fue y las con que volvió del viaje que hizo al Sur a verse con Rosas. — Pidió y se le facilitó la constitución del congreso de 1827, que decía no conocer, aunque se había declarado contra ella; como pidió y se le facilitaron los diarios de sesiones del congreso. Sea novelería, inquietud de carácter, antipatía o rivalidad con Rosas, convicción, originalidad, deseo de figurar siempre, o lo que sea, ello es que se preparaba a hacer que las provincias — que proclamarían antes una amnistía plena — promoviesen la idea de organización nacional — a la que Rosas se le había opuesto en 1832 resucitando la constitución de 1827, etc. Pero no crea Ud. que Quiroga obraba en esto por sí solo, — No. En Buenos Aires había personas que habían logrado atraerle primero y después dominarle, fascinarle. En esto no había ni podía haber engaño ni hipocresía por parte de él; porque eso no habría tenido objeto, ni entraba en su carácter. Era dirigido y se dejaba dirigir. La gran dificultad estaba en contener o remediar los efectos de sus arranques, de sus jactancias, de sus imprudencias (no hubiese perecido si hubiese seguido haciendo caso de lo que se le decía): pero, en general, él oía mucho, deseaba imponerse de todo, y sobre todo, seguía los consejos con admirable docilidad. Un ejemplo. El gobierno dictó acerca de los fondos públicos —que él había comprado en gran cantidad— cierta medida que le dañaba; y en el primer ímpetu, y sin consultar con quienes debía, hizo escribir y envió a la Gaceta un fuerte comunicado —que se dio— contra el gobierno: imprudencia que dichas personas le reprocharon, y que él reconoció… Pero antes de seguir adelante, amigo mío, detengámonos aquí un momento para contemplar ese fenómeno. El absolutísimo Gran Señor de las Provincias, avezado a dictar sin contradicción sus voluntades, ¡no acude ahora a su habitual ultima ratio, sino a los medios de la razón y civilización! ¡acude, por primera vez de su vida, a la prensa, a la opinión pública, para defender, bajo su firma, sus derechos o intereses individuales! ¿Es una revolución que han sufrido sus ideas? ¿Es la fuerza del ejemplo y de la civilización que le rodea? No lo sé: pero ahí está el hecho, — Sigo… El comunicado llamó mucho la atención y alarmó al gobierno (era el de mi suegro), tanto más cuanto que él ponía al claro lo que todos se decían en voz baja y los rosistas negaban; es decir, que Quiroga estaba mal con ellos. — El jefe de Policía, Mansilla, se afanó por neutralizar ese efecto; rogó y suplicó a Quiroga para que diese, al menos, cuando no una retractación de ciertos conceptos, una explicación, etc… Lo echó a pasear: pero habiendo informado de esto a dichas personas, éstas no sólo se lo desaprobaron también, sino que se apresuraron a aconsejarle que lo hiciera, y pronto, y le manifestaron las razones. Él refunfuñó: pero se sometió y obedeció y lo hizo todo ad pedem littere. Vio a Mansilla, dijo que lo había pensado más en calma, etc. En fin; Mansilla redactó lo que quiso, y se publicó. ¡Un Quiroga dando satisfacción por la prensa! Ante pruebas prácticas así, ¿cómo dudar de su buena fe? — Por lo demás: dejemos a un lado al tonto de Mansilla, que quedó más orondo que un pavo real, creyendo que aquello era un triunfo de su influencia o habilidad diplomática sobre el indomable Quiroga; y preguntemos ¿qué poder es ése que ha convertido en cera a un bronce? El tiempo lo dirá quizás. Baste con esto para el objeto de la presente nota. — Sólo me resta advertir que lo dicho en ella no es, como ya Ud. lo alcanzará, para publicarse, por ahora es sólo aquí para entre los dos, y para guía de Ud.

NOTA 49

«desde su campamento en la Matanza…» — En varias producciones de Ud. he visto mencionar eso de un campamento, unas veces en la estancia de Rosas, del Pino (sita en el Partido de la Matanza, a nueve leguas de Buenos Aires), y otras en Flores (a una legua). — No es cierto —. A su regreso del Sur, disolvió el ejército, esto es, los veteranos fueron a las fronteras, y las milicias a sus casas; y ¿1 se vino solo, y se estuvo en su estancia del Pino primero, y en Flores después, en casa de su compadre y exsocio Terreros —y note Ud. que, al decir yo esto, prescindo de lo que se me aseguró, sobre que lo más de ese tiempo estuvo en la ciudad, oculto en su casa, en que había un Altillo, donde tenía su mesa de escribir, y sus comunicaciones las databa del Alto Redondo, como indicando algún punto de la campaña. ¡En qué no ha mentido, y con qué no se ha divertido este hombre! — Entre tanto: aquello no quita que sea muy cierto y notorio lo que Ud. dice sobre la anarquía que desde el Pino fomentaba en la ciudad y sobre la obsesión y coacción que ejercía en el gobierno. Aquí para entre los dos. Supe por mi suegro que ella llegó a tal grado, que ni él mismo pudo al fin soportarla, y quebró con Rosas, ¡élí Mediaron los Anchorenas, y en breve se reconciliaron en Flores. Todo esto fue muy reservado e ignorado. Yo revelé algo de ello, después de muerto mi suegro, en una publicación que hice aquí, en principios de 1839, probando que fue Rosas quien asesinó a Quiroga… Aprovecharé la ocasión para decir que mi suegro y yo estuvimos siempre encontrados en opiniones. Yo le veía casi todas las noches: pero ni entonces, ni aun cuando vivimos juntos, aunque hablábamos de política, jamás tuvimos el menor disgusto, ni aun una simple disputa. A veces — v. gr.: en elecciones — trabajábamos cada cual por su aquel. Vez hubo (en 1834 con motivo de la venida de Rivadavia a Buenos Aires, y de su instantánea expulsión, arbitraria e ilegal, ordenada por el gobierno de Viamont), en que sostuvimos una polémica por la prensa; pero en el trato privado, nada. ¿No es esto singular? Creo que no se dará otro caso igual. Quiere decir que no es imposible que sean buenos amigos dos personas, divididas profundamente en política; pero que se conocen, se aprecian y se respetan, con tal de que haya prudencia, y observancia de las conveniencias. Siempre hubo entre ambos no sólo excelente inteligencia, sino mutuo y verdadero cariño, acreditado con hechos por ambos varias veces. Era un excelente hombre. Lo que hay es… Dejemos eso… En los últimos tiempos de mi residencia en Buenos Aires, ya él solía hacerme lo que jamás había hecho, esto es, algunas confianzas, algunos desahogos. Pero la exactitud demanda no decir que tuviese tal campamento (voz que Ud. repite pág. 193, reng. 42). No lo necesitaba: bien sabía él que su campamento era toda la campaña: no tenía más que dar una orden.

Diré también aquí que fue por este tiempo que se organizó la Sociedad Popular Restauradora. Ignoro si fue invención de Rosas: lo cierto es que en el acto se aprovechó de ella; siendo singular que en esos días (mediados de 1834), don Nicolás Anchorena la atacase y estigmatizase por la prensa. Tomó el sobrenombre de Más Horca; a cuyo respecto, lo que tengo por más auténtico es que un joven (Ochoteco), natural de Buenos Aires, criado en España, que acababa de llegar de allí (y que en sus gracejos, modales, y en todo, era un verdadero andaludllo), dio la idea de tal nombre, o refirió — tal vez de buena fe y sin intención — que, cuando la exaltación en España en 1822 o 23, cuando la época del período terrorista el Zurriago, se formó allí, o hubo de formarse, una sociedad con ese lema; y que entonces los restauradores de Buenos Aires se lo apropiaron. Como en la pronunciación vulgar, se confunde con mazorca, y como, además, a pocos podría ocurrirse que hubiese la ferocidad de llamarla Más Horca, creo que de ahí nació que tantos creyesen y escribiesen mazorca, y que, de consiguiente, hallasen la plausible explicación de la unión. No es indiferente el uso de estas voces. Nada tendría de reprobable ni horrible una sociedad cuyo emblema fuese el inocente de la unión: ipero cuánto no dice por sí solo el grito — ¡quiero más horca!

NOTA 50

193 - 32. - «todos se encogen de hombros…». Creo útil se advierta, pues es circunstancia agravante — que todos se excusaban, esto es, te* mían a Rosas, a pesar de ser íntimos amigos suyos. Pacheco, su subalterno, que acababa de acompañarle al Sur; su compadre Terreros, su pariente F. Anchorena, etc. — Bueno es también advertir que al fin se acudió al doctor Maza, no como a doctor Maza, sino únicamente en su carácter de Presidente de la Sala. Se encargó provisoriamente el gobierno al Presidente.

NOTA 51

Somos 29 de octubre de 1850. — Mi amigo: — Desgraciadas están estas Notas. — Me las pidió Ud. y se las ofrecí en enero de 1846; pero poco después sobrevino aquí una revolución, y las cosas siguieron empeorando tanto, que jamás estuvo el espíritu en aptitud de contraerse a nada de esto. En junio de 1848, empecé con el Comercio: menos entonces, — Lo que precede, lo escribí en julio último, en que me procuré unas semi-vacaciones: pero tuve que suspender —como ignoro cuándo podré continuarlas y concluirlas, y se presenta hoy tan segura ocasión de enviarlas, allá van. — Aún me falta mucho.

He omitido — y lo mismo haré eir lo que me falta, varias pequeñeces, pues sería nunca acabar. — Espero se dignará Ud. disculpar, ahora y después, ya mi prolijidad — indispensable para rectificar ideas —, ya la rigidez con que no he querido dejar pasar errores — al menos los reputo tales — acerca de los hechos como acerca de los juicios. Ya dije que creía que Ud. no quería escribir un romance, sino una historia; y para escribir históricamente, para reformar su libro como Ud. piensa hacerlo, es inevitable todo aquello.

No conozco a nadie que quiera o pudiera escribir estas Notas; es decir, que esté tan al cabo de tantos pormenores (y aun los expuestos, y que expondré, son pocos respecto de los que entrarán en mis Apuntes Biográficos), o al menos, que los tenga tan presentes.

Es posible, sin embargo, que, acerca de menudencias o detalles, yo también haya incurrido en algunos errores; pues cuanto dejo escrito, y escriba después, lo he escrito y escribiré, sin registrar un solo papel, y fiado únicamente en mi excelente memoria; pero juzgo que serán pocos. — De todos modos: ruego a Ud. que al menos, en cuanto a mí sinceridad, a mi buena fe, a mi intención, me haga la justicia de no abrigar género alguno de duda.

VALENTÍN ALSINA