Justifiqué al doctor Wolf, diciendo a todos que estaba enfermo de los nervios, y le ocurría esto a veces. Pagué las consumiciones y me encaminé con él a la salida. Estábamos en el corazón del Soho londinense, en pleno siglo XX, y no era cosa de sentir miedo. Pero Wolf iba musitando por el camino, resistiéndose a salir:
—Era uno de ellos… Lo juro, Bellamy… Un hombre-lobo… Vi su cara velluda, su mirada ardiente, fija en nosotros…
—No creo que nos siguieran hasta aquí, doctor —rechacé vivamente. Llegamos a la puerta en medio de la curiosidad ajena, y le apremié, mientras abría—: Vamos, todos nos están mirando. Es mejor salir de aquí, ir a cualquier otro lugar… Y en otra ocasión, procure dominarse, doctor.
—No…, no pude —casi sollozó ahogadamente—. Era una faz horrible… Están aquí. Nos rodean, Bellamy. Escape usted, antes de que sea demasiado tarde…
—No pienso escapar. Tengo un arma en mi casa y volveré por ella.
—Todo será inútil —jadeó—. Ellos nunca mueren… Son una maldición viviente… y así lo seguirán siendo, por los siglos de los siglos… Se dice que eran practicantes satánicos en el pasado… y sufrieron un castigo…
Estábamos ya en el pasaje, bajo la luz lunar. Algunas nubes blancuzcas corrían por el cielo, ahora, velándola de vez en cuando. Pero seguía siendo una noche fría y brillante. En el suelo, el agua crujía, hecha escarcha. La temperatura debía ser muy baja ahora.
Caminamos hasta el Bentley. Yo miraba en torno, precavido. No vi sino a tres o cuatro transeúntes presurosos, pero ninguno de ellos se salía de lo normal. Me pregunté si aquel hombre atormentado no habría visto alucinaciones. Un rostro pegado a un vidrio de color puede prestarse a confusiones, sobre todo si uno vive obsesionado por una idea fija como aquélla.
—¿Se cree capaz de conducir, doctor? —le pregunté—. Podría llevarle yo hasta mi casa. Si quiere, pase la noche allí. Tengo una habitación para huéspedes, y es una vivienda sólida, llena de seguridad.
—No hay nada seguro para ellos —se quejó Wolf—. Pero sí, se lo ruego, lléveme allá o adonde sea… Estoy cansado de huir, de huir siempre… para nada.
Tomé sus llaves del coche, le acomodé en el asiento inmediato, y conduje el «Bentley» a través del Soho, hacia mi casa. En ningún momento vi en las cercanías a persona sospechosa alguna. Aún así, el doctor Wolf temblaba violentamente a mi lado. Y yo mismo pese a todo posible razonamiento, me sentía preocupado, inquieto, lleno de angustiosa tensión.
La luna redonda, grande, lívida, pareció acompañarnos fielmente durante todo el viaje por la ciudad tranquila y sin tránsito. Y la verdad es que no me pareció muy buena compañía…
* * *
Se tomó dos tabletas sedantes antes de dormir. Ofrecía un lastimoso aspecto el doctor Wolf, cuando tomó uno de mis pijamas y se acostó, pálido y tembloroso. Rechazó toda oferta de bebidas o alimentos que le hice. Era evidente que no tenía sed ni apetito.
Abrí mi gaveta, extrayendo la pistola automática de que me había provisto últimamente. Era una «Beretta» especial, calibre 38. Un arma sólida, segura y contundente. Pero me preguntaba si las armas serían eficaces contra los poderes de las tinieblas, más allá de este mundo.
De cualquier modo, puse el arma a mi alcance y me sentí mejor. Comprobé que la puerta de mi casa estaba bien cerrada, ajusté el pestillo, revisé los postigos de las ventanas, bien ajustados, y me puse a fumar, sentado en la cama. Repasé cuanto dijera Wolf esa noche.
El doctor había creado una auténtica vacuna para la inmunidad contra la mordedura de un ser demoníaco: el hombre-lobo de Transilvania. El virus que transmitía la mordedura y succión de uno de aquellos licántropos horribles, se anulaba con la Fórmula Roja, compuesta por sangre humana, animal… y de hombre-lobo.
Pero este producto estaba en poder de ellos, de los lobos humanos que habían salido de Transilvania, dispersándose por el mundo. Su contagio produjo nuevos seres monstruosos, que defendían a la extraña comunidad.
Lamenté no haberle preguntado algo: la posible identidad de otros hombres-lobo. Especialmente, de aquella mujer-lobo citada por el doctor Lennox tan insistentemente. Acaso el doctor Wolf sabía o sospechaba su identidad…
Pero el doctor Wolf dormía ahora profundamente. Podía oír su respiración profunda, entrecortada, inquieta. Quizá su sueño también lo fuese. Una pesadilla repleta de feroces, dantescos hombres-lobo, ávidos de sangre humana…
Gracias a esa fórmula salvadora, estaban evolucionando peligrosamente hasta no mostrarse como monstruos sino en un determinado instante de crisis. Si controlaban el poder de su naturaleza satánica, si podían doblegar las fuerzas salvajes de su lado animal, y controlarlas mentalmente, serían una amenaza pavorosa para el mundo entero. Y lo peor es que nadie aceptaría semejante historia, bajo pretexto alguno.
Aspiré hondo. Por el momento, nada podía hacerse, salvo intentar dormir, esperar al nuevo día y buscar, con el doctor Wolf, una solución satisfactoria a todo aquello.
Apagué el cigarrillo, cerré el interruptor de la luz de mi mesilla, y me acosté, dispuesto a dormir profundamente, pese al plenilunio, la historia alucinante de Wolf y todo lo que yo había presenciado en Colchester aquel fin de semana.
El sueño me sorprendió gratamente, apenas mi cansado cuerpo se estiró en el lecho, confortable y cálido en aquella fría noche de invierno sin brumas.
Desperté sobresaltado.
No sabía la causa, pero desperté de forma brusca, repentina. Miré en la oscuridad la esfera luminosa de mi reloj. Eran solamente las tres y diez de la mañana. Apenas si llevaba dos horas dormido.
Me incorporé en el lecho, aguzando mi oído en la oscuridad. Traté de oír la respiración profunda del durmiente, pero no escuché nada. Toda mi casa estaba en absoluto silencio.
El doctor Wolf debía haberse tranquilizado, bajo la acción del reposo y los sedantes. No había por qué preocuparse. Podía seguir durmiendo. A pesar de mi sobresalto.
Me tendí de nuevo en la cama, arropándome. Cerré los ojos.
El crujido llegó del gabinete. Fue apenas un roce en el suelo y en un mueble. Un roce sutil, ligero. Abrí los ojos. Un sudor frío humedecía repentinamente mi piel. Contuve el aliento.
El crujido se repitió. Hundí las manos bajo la almohada. Toqué la fría tela. Y el helado acero de mi pistola. La oprimí con fuerza. Todo mi cuerpo estaba en tensión.
De súbito, me incorporé. Di la luz, alzando el arma, dispuesto a todo.
No había nadie. Ni en mi alcoba, ni en la amplia zona visible del gabinete.
—¡Doctor! —llamé con voz grave—. ¿Está despierto?
No hubo respuesta. Mi corazón palpitaba con fuerza. Me puse en pie, descalzo. Caminé por la alfombra, con tremenda decisión. Estaba dispuesto a enfrentarme con cualquier cosa, por mala que fuese.
Salí del gabinete, desierto y silencioso ahora. Lo crucé, decidido. Di la luz de la alcoba vecina, la que dispuse para mi huésped.
Estaba dispuesto a todo. Menos a lo que vi allí.
Mi cabeza dio vueltas. Sentí que un frío glacial me invadía, agarrotando mis músculos y erizando mis cabellos.
—Doctor Wolf… —susurré—. ¡No, Dios mío…!
Los ojos desorbitados y vidriados del doctor, desde mi lecho para invitados, me contemplaban sin ver. La faz era una horrenda máscara lívida, surcada por los hondos desgarrones sangrientos, que se extendían hasta su torso. Algo brutal, demoledor, había abierto su garganta en forma espantosa. El pecho era un mar de sangre. Las manos engarfiadas, se aferraban a las sábanas, inútilmente, en una crispación final.
Su muerte me recordó la de su colega, Lennox. Eran como un calco una de otra.
Pero esta vez había sucedido en mi casa, cerrada herméticamente a todo posible intruso.
En ese instante sentí tras de mí el jadeo ronco, el roce apagado en el suelo… y un fétido vaho caliente rozó mi nuca.
Me sentí invadido por todo el horror del mundo.
No estaba solo en casa. Y sabía lo que iba a encontrarme, cuando me volviese…
A pesar de todo, me volví.
Y me vi frente a frente con la pesadilla espantosa, delirante. Con el horror viviente, que tanto había temido afrontar…
Mitad humano, mitad lobo… El monstruo estaba allí. Contemplándome malignamente. Goteando sangre de sus fauces babosas. Enrojecidas sus velludas zarpas.
Pero no era un hombre-lobo.
Era, quizá, el ser de quien tanto me previno Lennox: ¡la mujer-lobo>!
Sus ropas femeninas se desgarraban bajo la presión de un cuerpo musculoso, velludo, salvaje y maloliente. El hocico de la fiera se adelantaba, humeando carne y sangre humanas…
Unos ojos rabiosamente sanguinolentos, se clavaban, voraces, en mí. La fetidez de su aliento producía náuseas. Una falda ridícula, para aquellas piernas peludas y deformes, una blusa reventada por el torso velludo de una loba…
—¿Quién eres? —musité—. ¿Quién eres tú, realmente?
Estaba dispuesto a apretar el gatillo. A disparar el arma. Y lo hice.
Lo hice cuando ya la mujer-lobo, con un rugido salvaje, bestial, se precipitaba sobre mí, las zarpas por delante, sus fauces terroríficas bien abiertas, los colmillos afilados centelleando a la luz de la habitación trágica.
La «Beretta» emitió un estampido seco, brusco. Partió la bala. Cayó sobre mí el corpachón velludo de la hembra-lobo.
Aullé enloquecido de dolor, cuando sus afilados, puntiagudos colmillos babeantes, se clavaban en mi torso, y la sangre brotó, tumultuosa, de la feroz dentellada que traspasaba mi pijama y mi epidermis.
Vi el boquete de bala en su velludo cuerpo, justo en el punto donde debía hallarse un corazón que ya no sabía yo si era humano o animal… o ninguna de ambas cosas, para ser sólo una víscera diabólica.
Sus rugidos hacían temblar los muros. Me incorporé hasta ponerme de rodillas, sujetando con una mano crispada mi honda herida del pecho. El dolor, la sangre, todo podía soportarse, a cambio de ver agonizar a la mujer-lobo, en cuyas fauces pude haber terminado mi vida.
—Lo siento —dije—. Seas quien seas, tuve que hacerlo.
El ser, mitad humano, mitad animal, me contemplaba con rabia, con exasperación. Pero todo ello iba cediendo. Los ojos perdían su furia, volvíanse mansos y serenos… La piel se transmutaba… El vello cedía, desapareciendo lentamente. Despacio, las gotas de sangre oscura fluían de su corazón y se desprendían entre el vello rojizo, que iba dejando ver ya las formas de unos senos hermosos y femeninos, tremendamente humanos…
Las fauces se agitaron. Modularon sonidos más suaves, entre ronquidos agónicos. Y yo pude entender entre aquellos jadeos, palabras audibles, en una voz que no me era nada extraña.
—¿Por qué…? ¿Por qué lo hiciste…? Esa bala de tu pistola era…, era…
—Sí —afirmé roncamente—. Era de plata. La hice moldear especialmente para un trance así. Estaba en la recámara. A punto de ser disparada. Si la maldición es real, si el mito terrible existe…, también lo demás tenía que ser cierto. La bala de plata… termina con los hombres-lobo. Y con las mujeres-lobo…
—Claude —susurró la hembra-lobo, provocándome un escalofrío—. Claude, no…
La miré, alucinado. El vello se perdía ya. Las zarpas eran menos femeninas, delicadas. El rostro se moldeaba bajo el pelo hirsuto que parecía esfumarse por arte de magia…
La muerte traía la serena paz eterna a aquella criatura atormentada, presa de la más tremenda maldición de todos los tiempos.
Y yo, ahora, pude identificar aquel rostro trémulo, lloroso, crispado. Aquel cuerpo bien formado, semidesnudo entre las ropas que su vello lobuno desgarrase.
—No es posible… —musité, angustiado—. ¡VALERIE…!
Era ella. Valerie Ashton. Mi prometida.
Ella afirmó, débilmente. Sonrió con dulzura. Me miró tiernamente. Con amor, creo.
—Gracias… Gracias, Claude, mi vida… —la oí susurrar, ya totalmente humana. Ya era ella de nuevo—. Gracias por esta paz, por este reposo eterno que me concedes… Siento que todo… fuese así… para nosotros…
Y murió.
Murió dulcemente, casi sin sentirlo. La contemplé, alucinado, bañado en sudor frío, corriendo la sangre de su dentellada final sobre mi torso.
—Lo has logrado, Claude Bellamy —dijo la voz—. Lograste matar a la mujer-lobo que tenía por misión volverte uno de los nuestros. Pero ella triunfó, a pesar de todo. Te mordió, Bellamy… Ahora… ¡eres tú también un hombre-lobo!
Me volví, horrorizado, sintiendo un fuego ardiente que hervía en el fondo de aquella dentellada terrible, cuyo significado había llegado a olvidar.
El hombre-lobo estaba agazapado en el gabinete. Avanzaba hacia mí. No parecía dispuesto a atacarme. Ni siquiera estaba totalmente transformado. Pese a su vello, a la mirada terrible de sus ojos sanguinolentos, casi bestiales ya, pude reconocerle.
Y mi horror no tuvo límites.
—Usted… —susurré—. Valerie… y usted… eran los licántropos de Colchester… LORD ASHTON…
—Sí —afirmó el aristócrata, cada vez más cubierto de rojo e hirsuto vello en sus manos y rostro—. Ella y yo, Claude… Has matado a mi hija. Pero ahora, tú eres ya de los nuestros. ¡Perteneces al pueblo de los hombres-lobo, Bellamy!
Y reía. Reía, con sonidos guturales, que poco a poco, se hicieron escalofriantes aullidos, como de un perro rabioso.
Yo, lentamente, empecé a perder la noción de cuanto me rodeaba. Se nubló mi vista. Intenté recuperar mi pistola, pero yacía lejos de mi mano.
Y caí.
Caí inconsciente, sobre el cadáver hermoso de Valerie Ashton, la mujer a quien yo había tenido que matar, como una liberación para ella.
Una liberación que, al mismo tiempo, era mi condenación eterna. La maldición de los hombres-lobo había caído sobre mí inexorablemente.
Antes de perder totalmente el sentido, supe que ahora, yo… era un hombre-lobo como ellos.
Creo que un ser humano jamás habrá sentido tanto horror.
Y tanta impotencia ante lo inevitable.