—Es una hermosa y fría noche. La luna llena brilla como si fuese de plata.
Me estremecí. Luna llena…
—Es raro —comentó otro socio—. ¿De veras no hay niebla, mi querido Horace?
—Palabra que no. Ni la más leve bruma. Es un frío seco e intenso. No parece una noche de invierno en Londres, palabra.
—Me hubiera gustado más la niebla —comenté entre dientes.
—¿Cómo? —se asombró Horace Willoughby, del Instituto—. ¿Es posible que prefiera la niebla, maloliente y molesta, a esa hermosa noche despejada que tenemos?
—El frío seco me irrita —pretexté.
—Debe ser algo hermoso pasear bajo la luna esta noche —me replicó otro socio del club—. ¿Quieres que vayamos andando hasta Trafalgar Square?
—No, gracias —corté, seco—. Cuando la temperatura es tan baja, prefiero tomar en seguida mi coche e ir directamente a casa.
La conversación languideció. Poco después, se ausentaban todos ellos, y se iban andando bajo la luna, tal como dijeron.
Yo tardé un poco más en abandonar el círculo. No me gustaba la idea de verme bajo la luna llena, en las calles de Londres. Y ni siquiera sabía por qué.
Ellos tenían razón. La luna era redonda, grande y brillante. Nunca había visto una noche tan despejada y limpia, durante muchos años de residencia en la ciudad. No me gustó. Tenía algo de anormal, de ilógico. No mentí antes, al decir que prefería la tradicional niebla, aunque mis compañeros no lo entendieran.
Di unos pasos por la amplia acera. Muy pocos. Me detuve, contemplando fijamente la pálida redondez lunar, allá en el cielo, encima de Londres. Recordé muchas cosas. Y ninguna demasiado agradable, la verdad…
El Big Ben emitió las campanadas lentas y solemnes, que se esparcieron por la gélida noche invernal. Eran ya las once. Aquella noche, la tertulia en el club había durado algo más de la cuenta.
Caminé hacia mi «Morris», detenido cerca del edificio respetable del que yo era socio, como miembro del Instituto de Biología. La mayor parte de sus socios éramos investigadores y científicos de diversas instituciones londinenses. No acostumbraba a ir con mucha frecuencia últimamente. Aquella noche había sido una rara excepción. Pero lo cierto es que había frecuentado más de lo normal el club en las últimas semanas, esperando acaso una visita que nunca llegó.
Aquella tarjeta del doctor Wolf no era asunto claro, ni mucho menos. Yo le había dado ya, en vano, muchas vueltas en mi mente.
¿Cómo supo el doctor Wolf que a mí me interesaba verle? Y, sobre todo, ¿cómo sabía él de la existencia de un hombre llamado Claude Bellamy, miembro de aquel círculo social?
Para mí todo eso constituía un perfecto misterio, tan inquietante como aquel ambiguo término utilizado en su tarjeta: «Nos veremos pronto, señor Bellamy». ¿Era una promesa, una advertencia… o una amenaza?
Lo cierto es que el caballero —alto, grave y elegante, a juicio del conserje Matthews— no volvió por el club, desde entonces. Y que cuantas veces visité yo el edificio de Newgate donde residía, encontré el mismo cartelito. Seguía ausente, al parecer.
No sé por qué había vuelto a pensar en el doctor Wolf, precisamente esta noche de luna llena, de cielo despejado y frío, de gélida claridad lechosa en todo Londres, sin vestigio alguno de niebla.
La noche del plenilunio, en suma.
Llegué a mi coche y tomé la llave. Abrí la portezuela.
—Disculpe, señor Bellamy. ¿Puede concederme unos minutos de su tiempo?
Me sobresalté. Giré la cabeza, hacia el punto inmediato, donde había sonado la voz masculina, profunda y correcta. Encontré la figura erguida, a contraluz, con la luna a sus espaldas y, por ello mismo, el rostro en la sombra.
Era un hombre alto, de abrigo largo y oscuro, con cuello de pieles, sombrero también de tonalidad oscura, y tal arrogancia en la postura, que incluso llegaba a parecer rígido. Llevaba las manos en los bolsillos. Su aliento formaba un tenue vaho en el aire helado de la noche. También lo formó el mío cuando respondí, algo seco, poniéndome en guardia:
—¿Me conoce tal vez, caballero?
—Sí, señor Bellamy —afirmó mi interlocutor—. Le conozco. Pero usted no me conoce a mí.
—Lo suponía, pese a que no veo su rostro…
—Mi rostro no le aclarará nada —la voz parecía risueña ahora—. Pero, naturalmente, debe verlo usted, en buena lógica. Disculpe si me hallo a contraluz… Eso tiene fácil arreglo.
Giró en torno mío, con paso lento y seguro. Sin prisas. Le miré pensativo. Ahora, la luna le daba de lleno. Su rostro enjuto, y de facciones angulosas, me pareció perfectamente normal. Era el de un hombre de mediana edad, buena apostura, mirada inteligente y aguda, expresión cortés, pero fría, y dueño sin duda de una cultivada educación. Lucía una bien recortada barbita rubia, algo canosa, bajo sus delgados y apretados labios.
—Tuvo usted razón —admití—. No le conocía de antes, a menos que le haya olvidado.
—Nunca me vio personalmente, es verdad. Yo soy el doctor Wolf, señor Bellamy.
Había empezado a sospecharlo. No me sorprendió demasiado. «Alto, grave, elegante…». Como Matthews, el viejo conserje, lo definiera justamente. Así era el doctor Morgan Wolf. Pero no me podía fiar de todo eso. Aquel hombre, en buena lógica, no tenía razón alguna para venir a verme. Y no tenía por qué conocerme.
—Es un placer —dije, con sequedad—. Le imaginaba de vacaciones.
Un destello agudo cruzó por los oscuros ojos del hombre. Su boca se curvó en un amago de sonrisa. Luego, se encogió de hombros.
—Oh, ese cartel en mi consultorio… —se inclinó, confidencialmente—. Hace unos meses que me tomé esas largas vacaciones. Motivos de salud, oficialmente.
—¿Y la causa real…? —indagué.
—Asuntos privados de suma importancia —él me miró, fijo—. Usted no parece sorprendido.
—No lo estoy demasiado. Lo esperaba. Es lo que usted anunció en su tarjeta.
—No me fue posible venir a verle antes —sonrió y elevó su mirada al cielo, clavándola enigmáticamente en la redonda luna llena—. Es una hermosa noche, señor Bellamy, ¿no es cierto? Nada frecuente en nuestro húmedo y brumoso clima…
—Nada frecuente —convine—. Es noche de plenilunio, doctor Wolf.
Nuestras miradas se encontraron. Asintió con calma, como entendiendo lo que yo sugería.
—Como ve —dijo inesperadamente—, no hay nada que temer de mí. No soy ningún ser abominable…, aunque me ilumine el plenilunio.
—Ya veo —asentí—. ¿Qué quiere de mí, doctor Wolf?
—¿Y usted de mí, señor Bellamy? —fue su suave, pero fría respuesta—. Tengo entendido que me buscaba…
—Me pregunto cómo ha podido llegar eso a su conocimiento…
—Dejémonos de rodeos, señor Bellamy. Usted ha sido amigo de otro amigo mío: el doctor Lennox, mi colega. ¿Cierto o no?
—Cierto. ¿Fueron realmente amigos, aparte de colegas?
—Lo fuimos, sí. Teníamos diferente concepto de la profesión, eso es cierto. Pero nunca rompimos nuestra buena amistad por esa razón.
—Doctor Wolf, usted no puede saber, en buena lógica, que yo me interese por usted. Tampoco parece fácil que esté enterado de que conocí al doctor Lennox, puesto que él ha muerto y la única vez que le mencionó a usted fue cuando agonizaba. Estábamos solos los dos en ese instante. ¿Cómo pretende justificar su conocimiento de los hechos, por lo tanto?
Si creía desaliñar así al doctor Morgan Wolf, estaba muy equivocado. Me miró larga, intensamente, sin mover un solo músculo del rostro. Luego, su voz grave sonó pausada, sin la menor alteración perceptible.
—Señor Bellamy, ¿me tiene usted miedo acaso?
—¿Miedo? ¿Yo? —dudé, al repetir la pregunta, y lo cierto es que no estaba demasiado seguro de la respuesta cuando la di. Pero la di, y con firmeza—. En absoluto, doctor. No creo tener miedo a nada. Ni a nadie. Ni tan siquiera a la luna llena… y a los licántropos.
Creo que se estremeció levemente, y sus ojos pestañearon por primera vez. Era una señal de emoción, pero podía estar fingiendo. Yo no podía fiarme de él en absoluto.
—Entonces, señor Bellamy. ¿Por qué no charlamos en otro lugar más adecuado? —miró en torno, como si de repente las bien iluminadas y frías calles del Londres invernal fuesen un lugar erizado de invisibles peligros.
—Donde usted quiera —afirmé—. Aunque supongo que a estas horas no elegirá usted su consultorio…
—No, esté seguro de eso —se apresuró a negar vivamente—. Allí, no… Venga. Tengo mi propio coche aparcado allá, al final de la hilera. Puedo llevarle a un local donde tomemos una copa… y charlemos.
—¿Del doctor Lennox, por ejemplo? —indagué, seco.
—Del doctor Lennox, por ejemplo —asintió, con un profundo suspiro—. Y del hombre-lobo, si lo desea.
Parecía desenmascararse bruscamente ante mí. Contemplé el disco lunar, pensativo. Sin saber la razón, tuve cierto miedo súbito. A algo que estaba más allá de Wolf y de mí mismo. A algo que, sin embargo, presentía cerca de mí, invisible y siniestro. Pese a ello, afirmé.
—Está bien —dije—. Vamos adonde usted diga, doctor.
* * *
Su coche era un tradicional «Bentley» de modelo anticuado, pero potente motor, color negro, y asientos tapizados de un vivo color rojo oscuro.
Condujo hasta un tranquilo pasaje del Soho, el Bridle Lane, no lejos de Carnaby y su mundo multicolor y psicodélico. En él, había un pequeño y pintoresco local abierto, de vidrieras emplomadas, color caramelo, madera rústica, farolas amarillas de la luz tenue, atmósfera neblinosa por el humo del tabaco y motivos de decoración tradicionalmente centroeuropeos. El nombre del establecimiento me resultó significativo, en su viejo cartelón de hierro, sobre la estrecha puerta de entrada: CERVECERÍA TRANSILVANIA.
—Transilvania… —comenté con una suave risa—. Eso ya no existe actualmente, doctor.
—No, no existe con ese nombre. Es Rumanía, señor Bellamy. Los Cárpatos y todo eso… Tierra de extrañas tradiciones y supersticiosas leyendas.
—Tierra de vampiros —le recordé, irónico—. Y no creí que hablásemos de vampiros precisamente…
—Todas las leyendas nacen y mueren en regiones de Europa, mi querido amigo —suspiró él—. Pero de cualquier modo, lo que tenemos que hablar se relaciona directamente con la sangre… No todo el vampirismo se reduce a Drácula y su estirpe…
No le entendí muy bien, pero le seguí hasta una mesa arrinconada, junto a una columna y allí nos sentamos. Una rolliza rubia de acento bávaro, nos sirvió dos jarras de espumeante cerveza. Obviamente, allí no se servía otra bebida.
—Bien —miré fijo al doctor Wolf, tras un largo trago del dorado líquido—. Ya estamos en un sitio donde charlar. Empecemos, ¿qué es lo que va a relatarme, doctor Wolf?
—Todo —suspiró él.
—¿Todo? —no quité de él mi mirada penetrante—. ¿Qué quiere decir?
—Usted lo sabe, Bellamy. Usted vio morir a Lennox. Tuvo que ver la verdad.
—La vi —asentí gravemente—. Él le mencionó a usted. Y a la fórmula.
—¡La fórmula! —noté una convulsión en Wolf. Desvió su mirada de mí, angustiado al parecer. Quiso beber cerveza y derramó líquido sobre su oscuro abrigo de cuello de pieles—. La maldita Fórmula Roja…
—Eso dijo Lennox aquella noche —afirmé—. ¿Qué significa todo eso, doctor? ¿De qué está usted huyendo?
—Tal vez de mí mismo —jadeó—. Y de algo de lo que no puedo evadirme: la maldición.
—¿Qué maldición, doctor Wolf? —insistí, inclinándome hacia él.
—La del hombre-lobo —jadeó, roncamente.
Y la luz del humoso local, reveló el brillo del sudor en su rostro crispado. Confieso que no estaba preparado para tal escena. Esperaba un doctor Wolf frío, distante, maligno y solapado. Parecía, sin embargo, un hombre asustado. Sólo eso.
—Todo este tiempo he tenido la convicción de que usted estaba detrás de todo esto, de que usted mismo es un hombre-lobo —acusé en voz baja, con dureza—. Su nombre, su relación con Lennox, su ausencia del consultorio…
—Ahora ya sabe que estaba equivocado —musitó—. No soy hombre-lobo. Mi apellido tuvo la culpa de todo. Fue el principio de esta maldición. Siempre me intrigó el asunto de los hombres-lobo. Y quise ir lejos en él. Hasta que supe que era demasiado lejos…
—¿Dónde empezó todo, doctor? —quise saber.
—En ese lugar que usted afirmó que no existe ya como tal: la Transilvania tradicional, amigo mío. Los Cárpatos, ciertas regiones rumanas, junto a los Alpes Transilvanos… Antes perteneció esa región a Hungría. Es un lugar del mundo donde el tiempo parece haberse detenido. Todavía se cuelgan ajos y muérdago en las puertas. O se llevan cruces de madera contra los vampiros. Aún se habla del conde sanguinario que dio motivo a la leyenda de Drácula, y cosas así. Allí, todo es posible. O, cuando menos, lo parece: mujeres-gato, maldiciones, superstición, terror… Muertos que no reposan, cuerpos vacíos de sangre… y hombres-lobo. La leyenda comienza allí. El plenilunio, la bala de plata, el hombre mordido por un hombre-lobo…
—Sé todo eso —afirmé—. He leído mucho últimamente. No hay nada científicamente probado.
—Claro que está científicamente probado —jadeó—. No en los libros, sino por mí.
—Doctor Wolf, yo no soy un profano en ciertas materias —le recordé.
—Lo sé. Es usted un investigador, un ensayista, un biólogo notable. Sé todo eso. No pretendo burlarme de usted. Yo…, yo, señor Bellamy…, fui mordido por un hombre-lobo.
Le miré. No. No se burlaba de mí. Su voz era fría, grave, rotunda. No hallé en su tersa piel vestigio alguno de vello sospechoso. No había en su físico nada lobuno. Había puesto las manos sobre la mesa, al hablar. Manos largas, afiladas, pálidas y sensitivas. Nada de garras bestiales.
—No entiendo —comenté—. Si existen los hombres-lobo y usted fue mordido…, tendría que ser uno de ellos.
—Yo fui uno de «ellos», señor Bellamy —me dijo fríamente.
—Según las tradiciones de esos países que usted cita, sólo una bala de plata puede matar al hombre-lobo —le recordé, escéptico.
—Es verdad —dijo, con un estremecimiento—. Lennox mismo… volverá de la tumba. Usted lo sabe. Yo lo sé.
Me estremecí. La idea de que Lennox volviese después de la autopsia, saliendo de su sepultura, no era nada agradable ni confortante para nadie.
—También sabemos que el que ha sido mordido por uno de ellos, pasa a ser a su vez hombre-lobo. Hoy hay plenilunio. Le iluminó a usted la luna, doctor. ¿Cómo se lo explica?
—Ésa fue mi obsesión durante años —suspire—. Evitar que la mordedura del hombre-lobo fuese definitivamente fatal. Y lo peor es que… lo conseguí.
—¿Lo peor, ha dicho? —sacudí la cabeza—. Sería un hallazgo científico increíble probar la existencia del licántropo. Pero aún lo sería más conseguir la inmunidad para el mordido. Eso significaría que el contagio no se produciría.
—Bellamy, usted no lo entiende —miró con inquietud en torno—. Cuando descubrí eso… salvé mi persona de la maldición terrible. Pero firmé mi sentencia de muerte.
—¿Qué quiere decir? —le apremié.
—He sido perseguido, acosado. He viajado por muchos países, siempre huyendo de ellos…
—¿Ellos? —pregunté, tenso.
—Ellos, sí… El pueblo licántropo… —se cubrió el rostro demudado con manos trémulas—. ¡Oh!, ¡Dios, si hubiera visto reunida a esa gente, en una noche de luna llena, allá en los Cárpatos…! Aullando, babeando, dando zarpazos al aire, cohabitando hombres-lobo y hembras-lobo, en el aquelarre más dantesco jamás imaginado… Mi piel se cubre de sudor helado al recordar cosas así, Bellamy… Están más allá de la razón, más allá de todo lo imaginable, y de todo lo que explica su biología, amigo mío…
—Un pueblo de hombres-lobo… —musité, estremecido—. Cielos, qué horrible jauría…
—Es una maldición ancestral, perdida en la noche de los tiempos… Nadie sabe cómo empezó. Pero el ritual salvaje les une, les agrupa, como fieras auténticas… Luego, pasa el plenilunio… y vuelven a ser personas normales. Como usted, como yo…
—… O como Lennox —le recordé.
—Sí, o como Lennox. Él fue víctima de ellos… Le mordieron, inoculándole su maldición.
—¿Y… la Fórmula Roja? —pregunté.
—Ésa…, ésa es la única manera de salvarse de la maldición, Bellamy —me confesó roncamente—. Por desgracia, ya no me pertenece.
—¿Qué quiere decir?
—La fórmula me ha sido robada… Las muestras de ella también… Ahora las poseen ellos.
—¿Para qué pueden querer los lobos humanos esa fórmula adversa?
—Porque utilizada íntegramente, produce el milagro; el que usted ve en mí, Bellamy. El poder del hombre-lobo se extingue totalmente, Pero utilizada solamente en dosis reducida, permite al hombre-lobo, en sus momentos de crisis, cuando la metamorfosis es ya inevitable, dominar su cerebro, controlar sus fuerzas, seguir siendo humano a la vez que lobo…, hasta que la furia criminal se debate, inexorable, arrollándolo todo. Paulatinamente lograrán, estoy seguro de ello, ser a la vez lobos y hombres, sin que se advierta su condición. ¡Y eso será espantoso, porque su fuerza destructora y su salvajismo animal serán los mismos, pero guiados por una inteligencia fría y calculadora, y con una apariencia que podrán alterar a voluntad!
Era una horrenda posibilidad de que extendieran su número por doquier, sin ser siquiera advertidos, salvo en momentos contados, cuando así lo desearan. Como una legión escalofriante de nuevos Jekyll, con míster Hyde bien vivo y consciente dentro de ellos, para causar el mal y derramar sangre. Sangre humana…
—¿Por qué ese nombre de… Fórmula Roja, doctor Wolf? —le pregunté.
Y él me dijo:
—Porque…, porque está obtenida de la sangre. Sangre humana y sangre de lobo. Con una dosis de sangre de hombre-lobo, tratada convenientemente. Usé…, usé mi propia sangre entonces, Bellamy… —me mostró la profunda huella cárdena, en su vena del brazo, con un gesto sencillo—. Es como una vacuna. Pero puede ser el arma terrible que ellos necesitan para extenderse, para destruirlo todo bajo su furia criminal y feroz, de bestias despiadadas y de seres humanos diabólicamente perversos.
La historia del doctor Wolf era increíble. Había buscado yo un culpable, y hallaba una víctima. Aún ignoraba algunas cosas. Y se las expuse acremente ahora, mientras él hundía su cabeza entre ambas manos, abatido.
—Sigo sin saber cómo conoció mi nombre, mi interés en el tema… —musité.
—Lennox —dijo él en un susurro—. Lennox luchaba por salvarse. Pobre amigo mío… No logró la dosis de vacuna y de inmunidad, sino la que ellos quisieron darle, para que fuese un hombre-lobo experimental… Él me llamó desde la residencia de lord Ashton… el mismo día de su muerte… para informarme de que temía lo peor. Dijo que sólo confiaba en usted. Y que si algo sucedía, me pusiera en contacto con Claude Bellamy, el biólogo.
—Esa llamada le costó quizá la vida —me estremecí—. Fue atacado por otro hombre-lobo… o por una mujer-lobo.
—Hay de todas clases entre nosotros, Bellamy —susurró el doctor Wolf—. El pueblo maldito de los hombres-lobo llegó a Londres. Quizá yo tuve la culpa. Y ahora es demasiado tarde. No tengo medios de combatirle. Y sé que me persiguen… Usted mismo podría ser ahora un hombre-lobo…
—No —negué—. No lo soy. Pero…, ¿podría ser alguien de los que nos rodean, aunque haya plenilunio?
—Si ha tomado las suficientes dosis de la fórmula, puede controlar a voluntad la metamorfosis terrible durante cierto tiempo. Pero, inexorablemente, esta misma noche sucederá lo que marca su sangre maldita: se convertirán en lobos todos ellos. En bestias de aspecto casi humano… Y comenzarán su orgía de sangre.
—¿Sangre? —le miró gravemente—. ¿Aludía usted a eso cuando habló de… de vampiros?
—Sí, Bellamy. En el fondo, no se diferencian demasiado. Sólo que ellos se conforman con poca sangre de cada víctima suya, al clavarles sus dentelladas feroces. Si les faltase ese alimento, se volverían, inexorablemente, sólo bestias, animales sin raciocinio. Y ellos no quieren ser sólo lobos. No desean renunciar a su inteligencia humana, que les proporciona esa perversión malévola, sensual, sinuosa, del goce con la destrucción ajena, con la sangre derramada, con la muerte feroz de sus víctimas… Tienen lo peor de cada naturaleza suya, Bellamy; la maldad del ser humano, y la barbarie de la bestia…
Repentinamente, el doctor Wolf emitió un grito ronco, se volvió mortalmente lívido, y se incorporó, derribando su jarra de cerveza y señalando trémulo al exterior, a la ventana de vidrios emplomados, color caramelo.
—¡Allí, Bellamy! —aulló—. ¡Mire eso! ¡Ese rostro en los cristales…!
La gente se volvió toda hacia nosotros, dejando sus conversaciones y sus jarras de cerveza. En el silencio, yo busqué ávidamente aquella cara que veía Wolf en la ventana…
No había nadie en el exterior.