Retrocedí, angustiado. Cerré de nuevo la puerta.
No quería avisar a nadie de lo sucedido. Eso sería provocar nuevas confusiones. Era mejor que lo descubriesen por la mañana. Y que la policía se las arreglase con aquel enredo.
Indudablemente, el visitante de la alcoba de Lennox era un ser rabioso y desesperado, En mi rápida, atónita ojeada, había llegado a ver el desgarrado colchón, las ropas desgarradas, el destrozo total, la convulsión, de muebles, objetos, cortinas, marcos, espejos…
Entré en mi habitación, lamentando no haberme quedado con el revólver de lord Ashton. Cerré, girando la llave y asegurando el pestillo. Atranqué los postigos de la ventana, eché las cortinas y me sentí más tranquilo. De mi equipaje, obtuve una navaja, no demasiado grande, y la puse bajo mi almohada. Me sentía, por primera vez en mi vida, terriblemente inseguro.
Por fortuna, la ventana que destrozara el hombre-lobo —ahora sabía que fue el doctor Lennox, en su otra personalidad de licántropo humano—, había sido reparada convenientemente aquel día, y era una posible defensa contra algo o alguien que pudiera acecharme allá afuera, en la noche oscura y fría.
Caminé hacia el armario, alto y amplio. Lo examiné atentamente, y me sentí más tranquilo. Luego, fui al lavabo de porcelana. Eché agua de la jarra de loza en la palangana… y el objeto cayó junto con el chorro de líquido frío.
Dejé la toalla y el jabón. Me quedé mirando aquello que se hundía ahora en el agua del anticuado y pintoresco lavabo de lord Ashton.
Era un envoltorio en oscuro plástico bien atado y adherido. Impermeable, desde luego. Tenía el tamaño de la mitad de una pitillera. Me quedé contemplándolo, perplejo. No sabía cómo pudo llegar allí, pero evidentemente no me pertenecía. Extraje el paquetito del agua. Desprendí el plástico, sujeto con adhesivo. Dentro, había otro plástico. Y por fin, dentro de él, una agenda de tapas de piel marrón.
No era mía. Ni recordaba haberla visto nunca.
La abrí. Me sorprendió la nota escrita en las guardas de la agenda, con letra menuda:
Por si algo me sucede a mí. Dr. L.
Lennox… Era su agenda. La hojeé, perplejo. Había direcciones, teléfonos… Clientes y más clientes de Londres. También figuraba allí lord Ashton. Y yo. Y sir Richard, y muchas otras personas conocidas. Incluida Carol Gordon, en el apartado de la letra G.
Me pregunté por qué estaba allí, en mi alcoba, esa agenda. Por qué, precisamente, Lennox tuvo que dejármela a mí, y tan escondida. Arrugué el ceño. Recordé algo. Y busqué la página destinada a la letra W.
Lo encontré. El corazón me dio un vuelco. Estaba subrayado en rojo:
DOCTOR MORGAN WOLF
MEDICINA GENERAL Y LABORATORIO DE ANÁLISIS
NEWGATE STR., 136. – CITY, LONDRES
El doctor Wolf. Lo había citado antes de morir. Él… y su fórmula roja. No sabía lo que podía significar aquello, pero el resto de la agenda no reveló nada subrayado ni especial.
Una idea fantástica asaltó mi mente. La alcoba del doctor Lennox había sido removida terriblemente. Unas zarpas feroces lo destrozaron todo. ¿Era un acto vandálico, puramente salvaje, propio de una bestia enfurecida… o algo más? Como la búsqueda furibunda de algo que no fue hallado…
—Esta agenda, por ejemplo… —musité para mí, pensativo.
Y quizá la agenda por una sola razón: el nombre y dirección de un tal doctor Morgan Wolf, en la City londinense.
* * *
Leí el rótulo adherido sobre la puerta.
Ausente por vacaciones
—Hum… —medité, apartando mi mano del timbre de la casa—. Extraña época para que un médico se marche de vacaciones…
Me quedé estudiando la placa de metal dorado con el nombre del doctor, en la fachada victoriana del bello edificio de la City, en la calle Newgate, no lejos del famoso Old Bailey.
—¿Ocurre algo, querido? —preguntó Valerie, desde el interior del automóvil.
Me volví. Moví la cabeza, pensativo, regresando hasta ella, con rápida zancada.
—No está nuestro hombre —dije—. Se ausentó por vacaciones.
—Vaya… —suspiró ella—. Un viaje perdido.
—Eso es. Sigamos hacia Trafalgar. Aprovecharé el viaje para charlar con unos amigos del Instituto.
Ella asintió poniendo en marcha su «Rolls». No me gustaba viajar en él. Prefería mi sencillo «Morris», pero Valerie había insistido en acompañarme aquella neblinosa tarde londinense, a visitar al doctor Wolf. Justamente a los dos días de los trágicos sucesos de la mansión de lord Ashton, en Colchester.
No sabíamos nada sobre las pesquisas de Scotland Yard, pero yo estaba seguro de que no pondrían gran cosa en claro. Los invitados habíamos sido autorizados a volver a la capital, tras tomarnos declaración un afable caballero de bombín y abrigo negro, altamente británicos, llamado superintendente Asper, de New Scotland Yard. Le respondimos lo que sabíamos sobre los hechos —yo ocultando gran parte de la verdad, por un lado para evitar bromas de mal gusto y posibles burlas, y por el otro para no comprometerme demasiado en el asunto—, y ahí terminó todo. Ellos se quedaron en Colchester. El doctor Lennox había sido enterrado tras la autopsia y el resultado de ésta era para mí un completo misterio, por el momento. Los periódicos, por respeto a lord Ashton, y gracias a las influencias de éste en los círculos londinenses, publicaron pequeñas reseñas perdidas en su página de sucesos, sin dar más publicidad al asunto.
Y ahora, tras pensarlo mucho y decidirme a visitar al doctor Wolf, mi viaje había sido un completo fracaso. Pero yo seguía opinando que no era época adecuada para tomarse vacaciones de ningún género en un consultorio y laboratorio londinense. Estaba entrando el invierno y abundaban los casos de gripe, resfriados y complicaciones similares. Un médico no cometería el error de perderse tal fuente de ingresos fácilmente.
—Pareces muy preocupado estos días, Claude —me dijo, de repente, Valerie, doblando por Ludgate hacia el Strand.
—¿Preocupado? —hice un gesto que pretendió ser indiferente—. Oh, no, quizá ese mal trago del fin de semana en vuestra casa… Se me pasará pronto, Valerie.
Ella no dijo nada. Condujo hacia Aldwich, en silencio. De repente, prosiguió, al detenerse ante un semáforo:
—¿Eres cliente habitual del doctor Wolf?
—No —negué, algo sorprendido—. Ni siquiera soy cliente suyo.
—¿Entonces…?
—Era cuestión profesional —me evadí—. Algo relacionado con un estudio biológico de ciertos gérmenes patógenos…
—Creí que en esas cuestiones, en el Instituto teníais al doctor Jameson.
Maldita sea, tenía toda la razón. Valerie no era tonta, ni mucho menos. Mi excusa había resultado lamentable. Traté de arreglarlo como pude. No quería que ni ella misma supiera nada de mi interés en los asuntos del doctor Lennox.
—Jameson me habló precisamente del doctor Wolf. Por eso quería comprobar una serie de datos. Volveré la próxima semana, por si hay más suerte.
Seguimos la marcha, entre el tránsito del Strand. No podía saber si Valerie había aceptado como verosímil mi frágil explicación, pero si no era así, tampoco lo expuso. Se limitó a conducir hasta cerca de Trafalgar Square. Ya entonces, me preguntó:
—¿Vas al Club alguna vez?
—Sí —asentí—. Quiero ver a unos amigos. ¿Tú vas de compras?
—Sí, aprovecharé la tarde, ya que estoy metida en pleno laberinto —rió, aludiendo a los problemas del tránsito londinense—. ¿Podrás acompañarme después a cenar y al teatro?
Vacilé. No había nada que me impidiese ir con ella esa noche adonde decía. Pero se me había metido en la mente una idea obsesiva sobre ciertas cosas, y quería dedicar mi tiempo a investigar acerca del doctor Lennox. Si me hubiera preguntado alguien la razón, no hubiera sabido qué responder.
—Me temo que no me sea posible —rechacé, con toda mi diplomacia—. De todos modos, si quieres telefonear más tarde al club, podré decirte si…
—No, es igual —cortó, algo fría—. No tienes que preocuparte. Iré yo sola o buscaré a alguna amistad que me acompañe. No es necesario que pierdes tu tiempo conmigo.
—Valerie, ése no es modo de decirlo —me quejé—. Tengo un asunto profesional que resolver y debo de…
—No me des explicaciones, Claude —me contempló con frialdad, deteniendo el coche ante la familiar fachada de piedra del club—. Hemos llegado, cariño. Llámame tú cuando creas que dispones de algún tiempo libre para dedicármelo a mí. Buenas tardes.
—Valerie, espera —bajé a la acera y me incliné hacia la portezuela—. Yo…
Ella no aguardó más. Arrancó rápidamente y se perdió entre el denso tránsito del Strand, dejándome con la palabra en la boca.
Miré al «Rolls» plateado que se alejaba. Así era Valerie Ashton. Después de todo, la culpa era mía. Debí aceptar su invitación. Pero había algo que me torturaba. De haber ido con ella a cenar y luego al teatro, estaba seguro de que todo hubiera sido peor. Me hubiese notado ausente durante la cena, y no habría escuchado una sola palabra de la obra teatral.
Entré en el club. Estaba dispuesto a saber, de una vez por todas, si existían los hombres-lobo. Y si había alguna explicación a todo cuanto había sucedido en la mansión campestre de lord Ashton, aquel trágico fin de semana.
Me esperaba una sorpresa considerable en el club. Y el conserje, el buen Matthews, se encargó de dármela.
—Preguntaron esta mañana por usted, señor Bellamy —dijo, desde su asiento.
—¿De veras? —le miré intrigado—. ¿Quién era?
—Un caballero a quien no había visto antes por aquí.
—Vaya… ¿Le dijo lo que quería?
—No —negó Matthews—. No me dijo nada, señor.
—Pero, al menos, le diría quién era…
—Me entregó esta tarjeta para usted. Y me dijo que estaba seguro de verle a usted muy pronto…
Me tendió un pequeño sobre cerrado. Sin prestarle gran importancia, di las gracias a Matthews, y entré en los salones confortables, de espesa alfombra y cómodos sillones, rasgando el sobrecito, para extraer una tarjeta de visita impresa, en la que solamente se había añadido algo manuscrito rápidamente:
Nos veremos pronto, señor Bellamy
El nombre impreso en la tarjeta, me dejó atónito:
DOCTOR MORGAN WOLF