CAPÍTULO IV

Me incliné junto a él. Traté de entender. Mi mente era una pura confusión.

—¿Qué ha sucedido? —musité—. ¿Quién hizo esto? Era lógico pensar que usted…, quienquiera que sea… es el que atacaría a los demás…

Su ojo ileso me contempló, implorante. Quiso decir algo. No pudo sino emitir un ronco gruñido animal, entre burbujas de sangre. Su baba goteó ahora roja, desde las calientes y fétidas fauces. El cuerpo vestido de hombre, con ropas oscuras, se agitó en el suelo, erizado su espeso y duro vello rojo.

—Cuidado con… ella… —creí oírle susurrar, con voz inhumana, entre borbotones de sangre.

—¿Ella? —musité—. ¿Quién?

—La mujer-lobo… —farfulló, entre gruñidos de animal moribundo—. Cuidado…

—¿Quién es ella? —le apremié, nervioso, aferrándole aquellas zarpas velludas, que hubieran podido destrozarme, aquellas orejas triangulares, que emergían horriblemente de su ancha faz peluda—. ¿Quién? Dígalo pronto. ¿No ve que se muere?

—Muero… Sí… Muero por… esa maldita… fórmula…

—¿Fórmula? —insistí—. ¿Qué fórmula?

—La… la Fórmula Roja… del doctor Wolf —sollozó, extrañamente humano casi, vomitando sangre de nuevo. Elevó sus zarpas hacia mí, me miró con su ojo terrible, sanguinolento… Luego lo elevó hacia atrás, a algún punto a mi espalda. Y siseó—: Ella… ella viene, lo intuyo… Puedo… olfatearla… ¡Es ella, la mujer-lobo…! ¡La culpable de todo…! ¡Bellamy, no se fíe…!

Volvió a vomitar sangre. Se convulsionó. Sus zarpas se clavaron en mi brazo, desgarrando mi manga. Me aparté, soltándome de aquella presión terrible, que casi tocaba mi piel, a través de las ropas.

Su ojo se vidrió. Se quedó rígido. El hombre-lobo murió entonces.

Me quedé anonadado. Mentalmente, creí oír el eco vacío y distante de sus últimas y extrañas palabras:

«—Ella viene… Puedo olfatearla… Es ella, la mujer-lobo… ¡La culpable de todo! ¡Bellamy, no se fíe…!».

Giré la cabeza, sobresaltado, logrando arrancar mi brazo a la presión salvaje de ambas zarpas peludas. Miré hacia arriba. Una voz femenina llegó hasta mí:

—¡Claude! ¡Claude! ¿Estás ahí?

Era Valerie, mi prometida.

* * *

Subí lentamente, sintiendo un extraño sabor amargo, y un profundo, sutil, escalofrío sacudiendo mi cuerpo. Me encaré a Valerie Ashton, erguida en el umbral, revólver en mano, pálida y serena. También vi a lord Ashton, intentando reparar la avería, ayudado por Porter, que llevaba encima una lona impermeable.

Me enfrenté a ella, impresionado, tembloroso en el fondo. Tratando de ver en sus ojos un rastro demoníaco de aquella maldición alucinante que podía hacer de una hermosa criatura una loba humana, presta a la metamorfosis horrible.

—Valerie, ven conmigo —susurré—. Verás algo abajo… Algo espantoso…

—¿Qué ha sucedido exactamente? —quiso saber ella, mirándome asustada.

Y emprendió carrera hacia abajo, antes de que yo pudiera evitarlo. Pero mis ojos se quedaron fijos en las personas más próximas a Valerie. A quienes yo no había prestado atención un momento antes, quizá porque la propia cortina de lluvia las envolvía, difuminando sus siluetas.

Muy cerca de Valerie había estado, en todo momento, Carol Gordon… y la silenciosa e intrigada Dorothy Fletcher.

Las miré en silencio. Me sentí lleno de horribles dudas. Pero eso era mejor que sentir sospechas atroces sobre una sola persona, y que esa persona fuese mi prometida.

¿Carol, Valerie, Dorothy?

Las tres estaban cerca cuando el hombre-lobo de abajo me dijo que «ella», la mujer-lobo, se acercaba, y él podía olfatearla… ¿Cuál de ellas?

—Esto estará en un momento —jadeó lord Ashton, con disgusto—. Pero ¡diablo! Aparte de la descarga eléctrica que ha provocado el cortocircuito, alguien destrozó la caja automática. Y por las trazas, debió ser un animal salvaje, bastante grande. Como un lobo…, aunque aquí no haya lobos.

Yo estaba preocupado por Valerie. Si ella era inocente en todo aquel horror, su enfrentamiento a una realidad tan espantosa, podía producir en ella un impacto demasiado atroz. Corrí en pos de ella, mientras respondía al comentario de lord Ashton.

—Me temo que nos enfrentamos a algo mil veces peor que un lobo vulgar.

Encontré a Valerie, demudada, estremecida, en la escalera descendente. Apoyaba contra el muro su rostro pálido, desencajado. La oí sollozar:

—Dios mío, es terrible. Terrible… Nunca vi nada igual, Claude…

—Ni yo —confesé aturdido. La rodeé con mi brazo—. No debiste precipitarte en bajar. Yo te hubiera explicado primero…

—Claude, ¿es que el mismo diablo anda suelto por este lugar? —musitó Valerie.

—Podría jurar que sí. El más siniestro e increíble diablo que uno pueda imaginarse… Trataré de explicarte algo de todo esto, aunque dudo que yo mismo lo entienda.

—Ha sido espantoso… Como…, como si un gorila le hubiese atacado.

—¿Un gorila? —asentí, sombrío—. Sí, parece obra de un monstruo así, pero dudo que fuese realmente un simio el culpable, Valerie. Vamos, yo te explicaré…

—Cielos, pobre… Pobre doctor Lennox… —lloriqueó, inesperadamente.

—¿Lennox? —la miré, perplejo, sin entender—. ¿Dijiste… doctor Lennox? ¿Qué tiene él que ver en esto?

—Pero, Claude, por Dios, ¿no has reconocido acaso a ese pobre hombre asesinado…? —me miró ella con estupor—. Está claro que es Lennox, ¿no?

—¿Lennox? —Creí estar a punto de volverme loco—. Pero ¿qué dices, Valerie?

Dirigí de golpe mi linterna al ser de abajo, al hombre-lobo asesinado. En ese momento, me sentí más cerca de la demencia que nunca. Lancé una imprecación, y mi mano tembló, haciendo oscilar la luz por los muros, entre telarañas y barricas de vino y licores.

Pero ya había visto lo bastante.

Mi luz había iluminado lo suficiente. Vi de nuevo el cadáver encogido, junto al charco de sangre, con la garganta destrozada, el ojo vaciado…

Valerie tenía razón. El cadáver era el del doctor Lennox.

* * *

La luz había vuelto a la residencia de lord Ashton.

El automático de emergencia pudo ser reparado, a la espera de que al otro día pudieran reparar la avería principal.

Se alejaba la tormenta, con un lejano, sordo tamborileo. Lloviznaba aún, con gotas gruesas y lentas, cediendo el torrencial aguacero anterior. Y allí estábamos nosotros. Todos nosotros, en el salón principal, rodeando la larga mesa de los ágapes brillantes y sociales.

Ahora no había canapés ni ponche en la mesa. Sólo un bulto cubierto con una sábana. Un cadáver. Un hombre muerto, destrozado a zarpazos por alguien. Alguien que ni siquiera era humano. Que no podía ser humano.

Contemplé la forma, dibujada nítidamente bajo la sábana. Recordé las palabras del doctor Lennox, la noche antes: «Yo he visto a un hombre-lobo, Bellamy. Le asegura que existen. Toda su ciencia está equivocada».

Luego, la visita nocturna. Y había sido el doctor Lennox…, bajo la envoltura siniestra de un monstruo.

Había vuelto a verle con su apariencia lobuna. Agonizando en la bodega. Y ahora, yacía allí, rígido, enfriándose bajo la sábana. Pero volvía a ser el doctor Lennox, simplemente. Si yo hubiera dicho a todos los presentes que vi aquel cuerpo con apariencia de lobo humano, me hubieran tomado por loco.

Yo mismo llegué a dudar, a no creer en mí mismo, a pensar si estaría demente o sufriría alucinaciones…, hasta que vi mi chaqueta desgarrada, ensangrentada, con la huella de unos garfios clavados en el tejido hasta casi arañar mi piel…

No era ninguna alucinación. Yo vi y toqué a un hombre-lobo: al doctor Lennox que, una vez muerto, volvía a ser un ser normal.

Recordé…

Una bala de plata… La mordedura de un hombre-lobo… La maldición, hasta más allá de la propia tumba… Me llevé ambas manos a las sienes. Me toqué, casi rabioso. Tenía fiebre. Y me palpitaban las venas.

—Tiene mala cara, Claude. ¿Por qué no se retira ya a descansar?

Me volví. Siempre aparecía así… Sin ruido. Como un fantasma. Pero sus formas distaban mucho de ser fantasmales. Como siempre, era una auténtica walkiria wagneriana.

—Sí, creo que debo dormir un poco, Carol —suspiré—. Tal vez cogí frío bajo la lluvia. En realidad, todos debemos dormir. No servimos de mucha compañía al doctor. Él ya no necesita a nadie.

—Seguro que no —la mirada de Carol se clavó en la figura tapada. Creí notar un estremecimiento en su arrogante, sinuosa figura—. Los muertos nunca necesitan a nadie, Claude… si están realmente… muertos.

La miré con sobresalto.

—¿Qué quiere decir? —indagué.

—Nada —respondió suavemente. Volvió su rostro hacia mí. Me sonrió, enigmática—. Ha sido una extraña noche… Valerie llegó tarde, con su coche averiado… Usted olvidó un libro en la biblioteca. Luego, llegó la tormenta, el apagón… y la muerte. Me pregunto qué seguirá después.

—¿Tiene que seguir algo? —dudé.

—La historia no puede terminar aquí —replicó ella.

—Seguro que no —admití—. Scotland Yard llegará a la finca e iniciará sus investigaciones.

—Scotland Yard… —dijo, despectiva—. Hay cosas de las que la policía no sabe gran cosa, Claude.

—¿Qué cosas? —me interesé.

—Las que están más allá del entendimiento humane y de la razón —me respondió, con tono profundo—. Licantropía, por ejemplo…

—¿Lo dice por aquel libro? —rechacé, tratando de mostrarme indiferente—. Era una simple consulta sin trascendencia. Sabe cómo soy yo, Carol. No creo en cosas sobrenaturales. Todo tiene su explicación natural.

—¿Todo? —insistió ella, con rara entonación.

—Sí —afirmé, aunque interiormente sabía que no estaba siendo demasiado fiel a mí mismo.

Pareció que iba a responder algo. Pero se limitó a sonreír de un modo extraño, enigmático. Sus ojos brillaron, burlones. Luego se alejó, no sin recomendarme trivialmente:

—Hágame caso, Claude. No tiene buen aspecto.

Me quedé junto al ventanal. El cadáver del doctor Lennox reposaba en la mesa, como algo increíble. La gente hablaba en murmullos. El fin de semana y las cacerías se habían echado a perder definitivamente, y todos lo sabíamos. El regreso a Londres se imponía.

Encendí un cigarrillo. Fumé pensativo. Había allí muchas cosas difíciles de entender. Tal vez demasiadas.

Si Lennox era un hombre-lobo, ¿quién pudo asesinarle tan ferozmente? ¿Otro hombre-lobo acaso?

La idea me sacudió como un calambre. Aprensivo, miré en torno mío. Lennox había sido aparentemente normal durante muchas noches y días. Y sin embargo…

¿Alguno de los que me rodeaba era el asesino del doctor y, por tanto, un licántropo infernal, sujeto a la rara maldición de los hombres-lobo? Él lo había dicho; una mujer-lobo… Había una hembra que era también monstruo. Y allí, en la casa, solamente había tres mujeres: Valerie, Carol y Dorothy…

Recordé vagamente otra cosa: las extrañas palabras de Lennox, al morir.

«La Fórmula Roja… del doctor Wolf…».

Doctor Wolf… Doctor lobo… Y una fórmula: la fórmula roja…

¿Qué significaba todo eso?

Algo me apartó esas ideas de la cabeza. Giré el rostro, alarmado. Sentí que mis cabellos se erizaban en la nuca.

El ventanal…

Estaba a mis espaldas. Amplio, goteando agua de lluvia, empañado a medias por la diferencia con el exterior.

Setos, arbustos, oscuridad, gotas, de lluvia, Y aquel roce…

Estaba seguro. Había oído un roce en el exterior. Podía ser el viento en los setos o en las copas de los árboles. O una rama, golpeando los vidrios.

O podía ser… el asesino.

El dueño de aquellas zarpas monstruosas y demoledoras. El ser de pesadilla que desgarró el automático de la luz, el cuello y el ojo del doctor Lennox…

Pegué mi rostro al vidrio. Sentí su humedad fría contra mi nariz, mi boca, mi frente. Me hizo bien. Era un fresco alivio a mi fiebre. Traté de ver algo en la noche negra y nubosa, triste y fría. Si había alguien allá afuera, oculto, agazapado entre los arbustos, un diabólico ser condenado a poner su mente humana al servicio del instinto y la furia animal en que una maldición ancestral le convertía a veces… no llegué nunca a descubrirlo.

El frío roce en mi mano, me hizo girar, casi con un respingo de sobresalto. Me controlé en el acto, ante la sonrisa trémula y triste de la muchacha. Dorothy Fletcher aparecía angelical incluso ahora, en aquella fantasmal reunión de madrugada en torno a un cadáver horriblemente destrozado, que la sábana envolvía en aquella mesa destinada a fiestas y reuniones de sociedad.

—Dorothy… —musité, tranquilizándome. Estudié su boca muda, apretada—. ¿Asustada, acaso?

Asintió con la cabeza, despacito. Creí leer ese miedo en sus ojos abiertos. No podía hablar, pero su gesto siempre era elocuente. Yo la entendía sin palabras.

—No debe temer nada —le dije, oprimiendo su mano con calor—. Acostumbran a suceder cosas así en estas regiones. Un animal salvaje se acercó a la finca y atacó al doctor. Eso es todo.

Ella dudó. Movió la cabeza de lado a lado, sin quitarme la mirada de encima. Me sentí incómodo. No se creía mucho esa versión de los hechos. Señaló al exterior, a través del ventanal. Sus ojos revelaron aún más inquietud.

—¿Afuera? —creí interpretar. Y ella asintió. Negué, rápido—. No, no hay nada ni nadie. No existe peligro alguno para nosotros, puede estar segura, Dorothy. Usted estudia Biología. Usted sabe que no existen cosas que no sean perfectamente naturales. Un ser humano no haría ese destrozo a un hombre. Por tanto, no hay asesinato. Y no hay criminal. De modo que tampoco existe merodeador alguno. Sólo un animal salvaje, al que hay que dar caza, como sea.

Ella reflejó una enorme interrogante en su gesto y ademán. La entendí. Preguntaba, sin palabras, qué clase de animal podía, en aquella región, atacar de ese modo a un hombre.

Hubiera querido tener una respuesta, pero es difícil convencer a una mujer que estudia. Traté de salirme por la tangente, con una explicación evasiva, al tiempo que iniciaba mi retirada.

—No sé qué animal pudo ser, Dorothy. Eso, lo dirá la autopsia. Es posible que, pese a no ser región de lobos, uno de ellos atacase al doctor. O acaso un animal escapado de un circo o de un zoo, no sé… Scotland Yard resolverá eso en breve, va lo verá.

Ella se quedó muy dubitativa, mirándome con reproche, como acusándome de embustero. Sentí vergüenza de ello, porque, en realidad, tenía mucha razón aquella muchacha desprovista de voz.

Caminé hacia la escalera, decidido. Sir Richard, apoyado en su bastón, maldecía entre dientes por la mala noche que estaba pasando, y por haber ahuyentado el sueño de aquella serie de sucesos desagradables. Pero el viejo aristócrata decía todo eso con un alto vaso mediado de whisky sin hielo en su mano.

Pasé junto a él sin hacerle caso. Pero sir Richard Hobson me retuvo, malicioso.

—Cuidado, mi joven amigo —masculló—. Si Valerie le ve demasiado a menudo con esa joven señorita Fletcher, es capaz de sentir celos. No me diga que porque ella es muda, no hay motivo para celos. ¿Ha visto algo más perfecto que una mujer sin la facultad de la palabra?

Rió su propio chiste como sí realmente tuviera gracia. Hice una sonrisa de circunstancias y me escabullí.

—Me duele mucho la cabeza, sir Richard. Voy a descansar un poco, si es posible. Aquí no hacemos ya gran cosa por el pobre doctor…

—Cierto. Pero me siento desvelado. —Y nervioso tomó un trago de su «medicina» escocesa—. Más tarde me iré a descansar, aunque no duerma. Ese pobre Lennox… ¿Recuerda cómo hablábamos anoche de los hombre-lobo y todas esas paparruchas? Pues su final no se diferencia mucho del que él nos contó sobre aquella víctima del hombre-lobo… Mi querido Bellamy, ¿usted cree en los licántropos?

Le miré ceñudo. Sacudí negativamente la cabeza, iniciando el ascenso de la escalera.

—No —negué—. No puedo creer en cosas así, sir Richard. Ya sabe mi modo de ser y de pensar.

—Oh, sí, ya sé. El hombre que sólo acepta lo natural. No sería mala cosa que existiera algo fantástico y aterrador. Un buen susto iría bien a algunas personas. Sin ir más lejos, a esa jovencita muda con quien hablaba… ¿Sabe que Dorothy Fletcher se quedó muda a causa de una terrible impresión, hace años…?

Subí, sin responderle. No, no sabía eso. Carol Gordon no me había explicado las causas de su mudez. Pero si un susto la dejó sin voz, resultaba dudoso suponer que otro mayor le devolviese tal facultad. Y, ciertamente, la posibilidad de una impresión terrorífica era bastante previsible ahora…

Llegué a la planta alta. No había nadie arriba. Todos seguían en torno al cuerpo de Lennox, como hipnotizados. Caminé corredor adelante. Me detuve ante una de las puertas entornadas. Era el dormitorio de Lennox, bien lo sabía yo. Sacudí la cabeza. Pobre doctor…

Me acerqué, por simple curiosidad. Empujé la puerta, que cedió con un leve chirrido. Di la luz.

Me eché atrás estupefacto. Mi cuerpo sufrió, una vez más, la helada convulsión del temor a lo inexplicable…

Todo estaba revuelto, removido, desgarrado. Ropas de cama, ropas del doctor, equipaje, muebles… Como si una fiera monstruosa hubiera pasado por allí a zarpazos.

Y al fondo, la ventana abierta se asomaba, con sus vidrios rotos, a la noche sombría, goteando aún la lluvia allá afuera…