CAPÍTULO III

El «Rolls Royce» último modelo, aparecía en el claro en forma de herradura, ante la mansión campestre de lord Ashton. A su sobriedad habitual de líneas, unía las últimas innovaciones de diseño y técnica. Pero eso no le impedía sufrir averías, como a cualquier otro coche más humilde. Comparado con mi «Morris», por ejemplo, le hacía a uno sentir complejo de inferioridad. Pero, repito, no estaba libre de averías. Y serias, además, como la que le ocupaba.

Delante, como un contrasentido, estaba la furgoneta todo-terreno que, conducida por un lugareño en buenas relaciones con el dueño de la finca, había remolcado hasta allí el soberbio «Rolls» de Valerie Ashton.

—Eso tiene gracia —comenté, dando una suave palmada afectuosa a la carrocería gris plata del «Rolls».

—Pues yo no se la veo por ningún lado —protestó Valerie, muy indignada.

—Deberías llevar con el equipaje una bicicleta. Y cuando ocurra algo así, podrás llegar a tu destino más fácilmente —insinué, irónico.

—Eso sí que es gracioso —refunfuñó ella, arrugando el ceño—. ¿Ese sentido del humor te lo ha contagiado el ambiente? ¿O tuviste suerte en la caza del zorro, esta mañana?

—La misma suerte de siempre —me lamenté—. Tres veces pasó ante mi fusil, sin que atinara a darle caza.

—¿Quién lo hizo, por fin? ¿Papá, o el doctor Lennox?

—Frío, frío —reí—. El sexo débil nos da lecciones a todos. Fue Carol la cazadora que cobró la pieza.

—Carol… —un relampagueo de ira cruzó los ojos de Valerie. Sus labios se apretaron, con expresión de disgusto—. Ella tenía que ser…

—Toda una mujer, ¿no crees? —comenté, sin dejar de observarla de reojo, ya a refugio de la lluvia torrencial, en el porche de la casa, mientras los relámpagos iluminaban el cielo nublado, tan negro y sombrío que la luna llena de aquella noche era pura hipótesis, invisible por completo a nuestros ojos.

—Sin duda. Carol Gordon es toda una mujer. En muchos sentidos —indicó, sarcástica.

—Si la hubieses visto cabalgar… Era como una walkiria wagneriana. Parecía haber nacido pegada a la silla del caballo…

—Yo juraría que nació pegada a los pantalones de algún hombre rico —dijo secamente la joven.

—Vaya, eso suena fuerte, ¿no crees? —vacilé, irónico.

—Sabes que tengo razón. Persigue indignamente a papá. Porque es lord Ashton y porque tiene fortuna. Su porte de gran dama es pura farsa.

—Tu padre es un hombre atractivo, Valerie. Tal vez se enamoró de él.

—Papá le lleva casi treinta años. No creo en esa clase de amores.

—¿No te gustaría que Carol Gordon fuese tu madrastra futura, Carol Ashton? —insinué, malévolo, adoptando mi mejor aire ingenuo.

Ella me fulminó con su mirada. Vi reflejado en sus ojos pardos, tormentosos, el zigzag lívido de un rayo. Sus labios se entreabrieron para disparar unas pocas palabras furibundas:

—Antes de eso, sería capaz de matarla, Claude —dijo con acritud.

Y dio media vuelta, airada, metiéndose en la casa, mientras el diluvio golpeaba despiadadamente la carrocería gris-plata del «Rolls».

Yo la seguí, pensativo, diciéndome que Valerie estaba muy agresiva esa noche. No supe si por la tormenta, por la avería del coche, o por la cacería en la que Carol Gordon, la rubia y esplendorosa Carol Gordon, fue protagonista principal.

Al pasar ante la iluminada puerta de la biblioteca, ya descendía lord Ashton, envuelto en un batín color ocre, de seda, al encuentro de su hija, cuya llegada había revolucionado la casa entera, casi a las dos de la madrugada, coincidiendo con el temporal.

Valerie se detuvo de pronto, mirando al interior de la biblioteca con curiosidad. Me echó una ojeada de soslayo, puso una mano pálida y aristocrática en mi brazo, y me señaló, pensativa:

—Tu libro se quedó en el suelo, Claude —seguí ahora su mirada hasta el volumen rojo, caído en la alfombra.

—Cierto —asentí, algo nervioso—. Iré a ponerlo en su sitio. No podía dormir, y bajé a leer un poco. Creo que presentía la tormenta, y mis nervios lo acusaban.

—Ya —Valerie Ashton me miró, antes de ir al encuentro de su padre. Y al alejarse, soltándome el brazo, le oí susurrar—: Pero no creo que el tema de los hombres-lobo sea lo más adecuado para calmar los nervios una noche de temporal…

—No pude responder nada a eso. Ya Valerie estaba en brazos de su padre, explicándole lo sucedido con su coche. Entré en la biblioteca con lentitud y me incliné sobre el volumen abierto, de roja piel. Lo tomé, cerrándolo. Empecé a incorporarme. Entonces vi las piernas de mujer frente a mí. Y los zapatos de tacón. Elevé los ojos.

Llegué hasta unos muslos firmes y bien torneados. La bata era mínima, más corta que una falda a la última moda de Carnaby Street. Permitía admirar las piernas más bellas que recordaba haber visto en mucho tiempo.

Luego, mis ojos se encontraron con un seno agresivo, una sonrisa maliciosa, una cabellera rubia, abundante. Carol Gordon, la cazadora del zorro aquella mañana, me sonrió, llevándose un dedo a los carnosos labios, en demanda de silencio y discreción. Estaba en pie, junto al ventanal, entre éste y las estanterías. Un cortinaje y el saliente de madera de los estantes bibliotecarios, la cubrían a la vista de quien estuviese fuera de la estancia.

—¿Ocurre algo? —musité, en tensión. Y caminé con el volumen hacia el lugar de emplazamiento inicial. Al hacerlo, pasé junto a Carol. Sus pechos me rozaron. Añadí, en un murmullo apagado—: ¿Qué hace usted aquí ahora, Carol?

—No hable —susurró—. Ocurre algo en esta casa. Se lo diré luego. Guarde ese libro. No creo que convenga andar exhibiéndolo por ahí… precisamente ahora.

«Precisamente ahora…».

Carol Gordon sabía que el libro era de licántropos. También lo sabía Valerie. Las mujeres eran muy observadoras.

Lo extraño era la alusión de Carol, oculta en la biblioteca, sin saber siquiera sus motivos: no era conveniente, según ella, andar leyendo aquel libro, precisamente ahora.

La cabeza empezaba a darme vueltas. Me sentía como preso en una tupida malla pegajosa, como una telaraña mortal. No entendía nada. Lo que solamente veinticuatro horas era un disparate ridículo, un tema de conversación en la reunión de sobremesa, se estaba convirtiendo, paulatinamente, en una pesadilla obsesiva, que sentía materializarse en torno mío de modo inexorable.

Volví a mirar a Carol. Desde su rostro rodeado del rubio nimbo de su cabello, hasta sus bonitas piernas desnudas, bajo el corto batín de tejido translúcido, amoldado a sus formas exuberantes.

Ella volvió a indicarme silencio con un dedo en sus labios. Sonrió al apoyar yo la mano en el interruptor de la luz, y asintió.

Luego apagué la lámpara central, la soberbia araña de veinticuatro brazos en forma de cirios, perdidos entre irisados cristales de roca.

Cerré tras de mí. En la biblioteca oscura se quedó el libro de licantropía. Y también Carol Gordon, misteriosa como nunca. Me pregunté qué estaría haciendo allí. Pero no di con ninguna respuesta razonable. Y tuve que olvidar el asunto, porque Valerie y su padre estaban en el vestíbulo esperándome. Sir Richard Hobson, con su inseparable bastón negro, de empuñadura de plata, descendía por las escaleras del vestíbulo, mascullando una retahíla de maldiciones entre dientes, a medio vestir.

Afuera, el tronar era ya un tamborileo constante, haciendo vibrar los muros. Las luces seguían oscilando, a cada trallazo del rayo en la negra noche lluviosa.

—¿Qué mil diablos sucede ahora, para que le despierten a uno a semejante horas? —se lamentó sir Richard, ya junto a ellos.

—Solamente un temporal muy ruidoso —reí entre dientes—. Y Valerie que ha llegado, aunque… tarde.

—Siempre amable, mi querido Claude —Valerie me dirigió una mirada aviesa, y luego terminó riendo, encaminándose a mis brazos—. Pero te quiero, tonto. Te quiero de corazón, aunque a veces resultes ligeramente insoportable.

Nos besamos. Después de todo, ella sabía cómo era ella. Nos comprendíamos perfectamente. Al abrazarla contra mí y tocar sus labios húmedos, con los míos resecos, nuestros ojos se encontraron en un impacto mudo, muy cerca unos de otros. En su fondo se reflejó el fulgor de un relámpago, el filtrarse por un ventanal del vestíbulo. Los hermosos ojos de Valerie parecieron, por un momento, del lívido color fantasmal de la tormenta, del rayo en el negro intenso de la noche.

La luz de ese relámpago hizo oscilar violentamente las luces mientras restallaba el trueno, tan próximo que nos ensordeció a todos.

En el parpadeo de la luz, vi tras Valerie, erguida en las escaleras, con su boca sin sonidos, con sus enormes y bellos ojos elocuentes y lejanos, a Dorothy Fletcher, la muchacha muda, mirándome fijamente, con una extraña expresión…

Llevaba un largo deshabillé blanco, que parecía hacerle flotar, fantasmal, en los escalones. La miré y me miró.

En ese momento se extinguieron todas las luces de la casa.

Y en la oscuridad repentina, en alguna parte, un aullido bestial, inhumano, rasgó las tinieblas. Luego alguien, un ser humano, gritó en la agonía desgarradoramente…

* * *

Fue un momento de terrible confusión.

La oscuridad era total, salvo los centelleos allá afuera, tras las vidrieras del vestíbulo. La lluvia caía torrencialmente sobre el extenso jardín, tamborileando, ruidosa en la hojarasca y en los techos del edificio y los cobertizos anexos.

Yo tenía entre mis brazos el cuerpo esbelto y cálido de Valerie, que temblaba, oprimiéndose contra mí en la sombra. Recordaba vagamente la silueta blanca, espectral, de Dorothy Fletcher, la muchacha muda, erguida en la escalera. Incluso creía avistarla borrosamente, al reflejo de la tormenta eléctrica, allá frente a mí.

Lord Ashton y sir Richard estaban cerca de mí. Carol Gordon, oculta en la biblioteca, por razones misteriosas.

Y en alguna parte, al hacerse la oscuridad y estallar una chispa eléctrica no lejos de la casa, alguien había gritado como se grita al morir.

Y junto a ese grito de muerte, se había percibido algo más terrible todavía: un rugido animal indescriptible. Algo que yo hubiera jurado procedía de la garganta de una bestia salvaje y feroz: quizá de un lobo.

O… de un hombre-lobo.

—¿Qué ha sido eso? —se escuchó la voz jadeante de lord Ashton, cerca de mí.

—Claude, ese aullido… —oí musitar a Valerie, entre unos escalofríos—. ¿Qué clase de animal… pudo emitirlo?

—No sé —susurré—. Pero habrá que averiguarlo, y pronto. La persona que gritó parecía realmente en apuros. Lord Ashton, ¿dónde están los interruptores de la luz del edificio?

—Atrás, en el acceso a las bodegas —me informó el noble—. Pero hay un sistema automático que presta luz de emergencia cuando se sufre una avería como ésta…

—¿Y cuánto tarda en funcionar ese sistema automático?

—Ya tendría que estar funcionando…

—Entonces, no esperaremos a ver si se hace la luz o no. Traiga lámparas eléctricas y armas.

—¿Armas? —se asombró Lord Ashton.

—Eso dije, sí —afirmé secamente—. Armas de caza. Posiblemente haya que cazar esta noche algo más que un zorro, lord Ashton.

—No le entiendo, mi querido Claude…

—Dejemos ahora la charla. La luz no vuelve —aparté suavemente de mí a Valerie, pero sin soltarla del todo—. Vamos, hay que buscar.

—Buscar… ¿qué? —refunfuñó sir Richard.

—El motivo de ese grito… y el origen de ese aullido.

Otros huéspedes del padre de Valerie aparecían ya por doquier. Vi linternas pequeñas, de bolsillo, danzando en la sombra. Otros prendían fósforos o encendedores de gas. Porter, el mayordomo de la casa, apareció con un candelabro de seis brazos, y otras tantas velas ardiendo. Todo ello nos prestó una claridad difusa, espectral. Pero no mejoró grandemente el clima de rara tensión que vivíamos.

Lord Ashton dijo algo a Porter. Éste asintió, regresando en seguida con un par de rifles de precisión, calibre 44, y dos revólveres «Colt» cargados. Yo tomé un revólver, lord Ashton un rifle, y otros huéspedes nos imitaron, aunque en pleno desconcierto. Traté de poner cierto orden en el grupo.

—Yo les guiaré —dije—. Vamos inicialmente a ver si reparamos la avería en el fluido eléctrico. Pero algo sucede fuera de esta casa. No sé lo que ello sea, ciertamente. No les extrañe si algún merodeador peligroso anda por la finca. Si se ven forzados a ello… disparen. Incluso a matar. Pero no cometan trágicos errores.

—Habla usted de un merodeador —dijo lord Ashton—. ¿Qué clase de merodeador, Claude?

—No lo sé —me encogí de hombros, sin atreverme a anticipar acontecimientos. Y añadí, precavido—: Incluso sería posible que se tratase de algún animal salvaje. La tormenta pudo asustarle y traerlo aquí.

—¿Un jabalí, un zorro…? —sugirió sir Richard, ceñudo, flotante su pálido rostro en la penumbra del vestíbulo iluminado por velas.

—O tal vez un lobo —dije secamente.

Valerie me miró, sorprendida. Su voz serena no tardó en replicarme:

—Aquí no hay lobos, Claude. Y tú lo sabes.

—Cierto —admití—. Era sólo una remota posibilidad. Vamos ya.

Solté a Valerie, que seguía mirándome con franca extrañeza. Lord Ashton y otros me siguieron. La posesión del revólver de chato cañón y seis balas en el cilindro me daba cierta confianza, aunque nunca he sido partidario de las armas de fuego. En realidad, era como si muchas cosas empezasen a cambiar en mí. Y ni siquiera sabía aún por qué.

No era cómodo ni fácil abandonar la casa. La lluvia formaba una cortina densa, ruidosa. El suelo formaba una enorme laguna, donde los pies se hundían, chapoteando. Y pronto se empapaba uno bajo el azote del aguacero. No llevábamos prendas adecuadas para semejante intemperie, aunque Porter, siempre eficiente, había traído consigo unas lonas impermeabilizadas. Yo rechacé la que me correspondía, y opté por desafiar el temporal sin protección alguna.

Rodeamos el edificio. Llevaba a bastantes amigos y compañeros de week-end tras de mí, dispuestos a lo que fuese. Yo me adelanté, a grandes zancadas, buscando el acceso a las bodegas, entre el edificio principal y el cobertizo destinado a garaje. Más allá quedaban las caballerizas y las dependencias de servicio de la propiedad.

Encontré pronto el alto poste y la caja metálica, con el distintivo de alta tensión y un aviso pidiendo precauciones a quien manipulara en todo ello. Contemplé la tapa abierta, los interruptores, el automático…

Sentí un escalofrío. Ciertamente, los fusibles estaban quemados por algún chispazo eléctrico. Pero eso no era todo. Alguien había arrancado brutalmente el sistema automático, desgarrando cables y conexiones… y dejando tres o cuatro regueros de sangre goteante, de un violento rojo oscuro.

Era igual que si la zarpa de un monstruo hubiera caído sobre el interruptor, en el momento del estallido eléctrico, inutilizando el automático y dejando sobre el muro de ladrillo aquella huella sangrienta y estremecedora.

Dirigí mi lámpara eléctrica, que sujetaba en la mano zurda, sosteniendo en la diestra el revólver, hacia la escalera que conducía a las bodegas. La puerta metálica estaba abierta, algo más allá de la caja de fusibles y conexiones del tendido eléctrico rural. El viento y la lluvia la hacían oscilar, chirriante, golpeando de modo lúgubre sobre el marco también metálico, aplicado al muro de ladrillos.

Dudé un momento. Miré atrás. Había perdido momentáneamente de vista a mis compañeros. Yo iba solo ahora, en vanguardia. No resultaba muy tranquilizador seguir adelante, sin esperar a los demás. Y menos con lo que reveló, de súbito, en tierra, mi lámpara eléctrica.

El pequeño círculo de lechosa luz siguió el reguero de oscuros goterones rojos.

Una pista de sangre…

Me incliné. Toqué con un par de dedos una de aquellas manchas redondas. Al retirar la mano, vi manchas rojas en mi piel. La sangre estaba fresca. Era reciente…

Me decidí. Aunque un silencio enervante presidía la oscuridad, allá ante mí, acaso mi prontitud en acudir pudiera salvar una vida humana. Cuando menos, debía intentarlo.

Y lo intenté.

No esperé a nadie. Avancé, cruzando el umbral en sombras, tras empujar con mi pie la chirriante puerta metálica. Me encontré ante una escalera angosta, por la que descendí, con rapidez, pero sabiendo siempre dónde ponía el pie. Me precedía el cerco de luz de la lámpara, revelándome los escalones por los que iba hacía la bodega donde lord Ashton guardaba su mejor oporto, su más viejo whisky y sus selectos vinos en polvorientas botellas.

Las gotas de sangre continuaban en tierra, descendiendo ante mí. Al fin, la lámpara centró su luz en un charco oscuro, viscoso y repulsivo. La sangre coagulada brilló mortecina al recibir la luz.

Levanté poco a poco ese círculo de claridad… y le vi.

Estaba allí, tendido, jadeante. Con un jadeo ahogado, que era todo un estertor agónico. Me quedé petrificado por el horror.

Un horrible zarpazo le había desgarrado el cuello de lado a lado. La sangre corría sobre sus ropas y sobre su piel. Otro zarpazo le arrancó un ojo, vaciándole la cuenca, de la que colgaba ahora un amasijo sanguinolento. Estaba muriéndose, encogido contra el muro de ladrillos, no lejos de una barrica de roble destinada al whisky. Las telarañas de la bodega se adherían a su vello rojo e hirsuto.

Porque aquel ser agonizante que me contempló desde la oscuridad con su único y terrible ojo encendido, babeantes sus fauces, centelleando sus colmillos bajo el morro húmedo y negro… era un hombre-lobo.

El mismo hombre-lobo que me visitó la noche antes en mi alcoba.