Le solté rápidamente. Retrocedí, incrédulo, como sacudido por un mazazo.
—Se lo avisé —jadeó él—. Nunca debió hacerlo. Apague esa luz, se lo ruego…
Nos quedamos mirando, estupefacto yo, dolido y como crispado él. Me pareció increíblemente inofensivo. Pero era, o parecía, aquello que yo negué toda mi vida, y que sin duda hubiera seguido negando hasta el fin de mis días: un hombre-lobo.
Me eché a reír bruscamente. Él pareció perplejo. Entre el vello cobrizo y rígido de su rostro, sus ojos pequeños, porcinos, brillaron asombrados, entre rojas estrías sanguinolentas que tenían siniestramente sus globos oculares. El brazo que yo sujetara, se encogía. Aún así, era visible el vello abundante y fétido, entre su guante gris, de piel, y su manga de la chaqueta oscura, cruzada y sobria.
—¿De qué se ríe ahora? —balbució.
—De la broma —dije, entre risas.
—¿Broma? —repitió, como un murmullo.
—Naturalmente —dominé mi hilaridad con dificultades—. ¿Supone que voy a tragarme semejante píldora, amigo? Ahora veo claro todo este juego… El doctor Lennox, una burla de mal gusto… El realista y lógico Claude Bellamy se asusta por un momento ante un «auténtico» hombre-lobo… ¡Menudas risas mañana, en la cacería, en el almuerzo en el coto, en la cena incluso…!
—Se equivoca, señor Bellamy —protestó, grave su tono, el desconocido—. No soy ningún bromista…, por desgracia para mí. Mire esto.
E inesperadamente, se despojó de sus guantes. Bajo ellos aparecieron dos zarpas velludas, de engarfiadas uñas, duras como las de un feroz animal selvático. Miré su morro húmedo y oscuro, babeante como sus fauces. Los colmillos asomaban entre sus fauces al hablar, en un asombroso juego de ficción que me maravilló.
—Vaya, es toda una obra maestra de caracterización —dije, riendo—. ¿La alquiló en la utilería de la Hammer?[1]
—Señor Bellamy, estoy intentando decirle, desesperadamente, que no soy ningún bromista, que esto que ve es real… —gimió—. ¿Cómo podría convencerle?
—Así —reí—. No hay máscara capaz de resistir esto.
Aferré su rostro velludo, sus fauces, su morro, sus orejas, con ambas manos. Tiré brutalmente de todo ello, para arrancarle la caperuza o máscara imitando al hombre-lobo de marras.
No logré nada. Se quedaron en mis dedos cerdas hirsutas, rojizas. Él emitió un ronco gruñido inhumano, y hasta me mostró sus colmillos, rabiosamente. Luego retrocedió manoteando, en tanto yo, perplejo, contemplaba aquellos pelos arrancados de cuajo de una piel palpitante, viva, cálida…
Luego, señaló al balcón.
—¿Lo ve? —sollozó—. ¿Lo ve, señor Bellamy? ¡Perdió su tiempo y el mío! ¡Ya no puedo ayudarle en nada! ¡La luna va a salir… y resultaría espantoso que yo me quedara con usted un instante más! ¡Pero guárdese de mí y de otras personas… especialmente de una mujer…! ¡Una mujer… que también es hembra-lobo…!
Emitió un espeluznante alarido salvaje, el de una verdadera bestia herida, se tapó los ojos con sus zarpas peludas… y cruzó la habitación, derribando la lámpara, cuya bombilla estalló con fuerza, apagándose, abatiendo el sillón y una mesita, y arrancando de cuajo una cortina del balcón, envuelto en la cual se fue contra la vidriera, que desgajó brutalmente, zambulléndose en el exterior, con formidable estrépito.
Afuera aullaban los perros mastines, en su encierro, insistentemente. Sus ladridos se hicieron ahora más imperativos y exasperados. Corrí al balcón tras el ser evadido de mi alcoba. Solamente pude descubrir, huyendo hacia los frondosos jardines de la residencia de lord Ashton, una figura encogida, envuelta en la cortina todavía. Se perdió entre la espesura.
Arriba, en el cielo, una gran luna redonda, plateada, había surgido un momento antes de entre las nubes, e iluminaba nítidamente el paraje.
* * *
—Pues sí, mi querido Bellamy —dijo el doctor Lennox—. Parecen pelos de lobo. Y lo son. ¿Dónde los encontró?
—En el alféizar de mi ventana —mentí, mientras los ojeadores iniciaban su operación de buscar al zorro en el bosque. Los clarines de llamada a la caza, eran notas vibrantes, doradas, en los bosques de lord Ashton. La estampa de las casacas rojas y los caballos enjaezados, digna de un cuadro tradicional de los tiempos victorianos.
—Pues tenga cuidado, mi querido amigo —rió el doctor, devolviéndome aquel manojo de pelos, que guardé cuidadoso en el sobre de color ocre—. Evidentemente, debe haber lobos por aquí, aunque no lo pensé seriamente.
—O bien hombres-lobo —reí entre dientes, mirándole con sarcasmo.
—Es una posibilidad —me miró seriamente ahora—. Anoche era plenilunio, ¿lo sabía?
—Sí —y añadí, rápido—. Lo vi antes de dormir. La luna era llena.
—¿Padece de insomnio, Bellamy? Se fue usted a dormir muy pronto. La luna no salió anoche hasta casi las once y media… —su mirada interrogante y burlona seguía fija en mí.
—Entonces debí verlo al despertar a medianoche —pretexté, encogiéndome de hombros—. Me acostumbro a dormir en seguida. Sobre todo, en vísperas de cacería.
El doctor Lennox no dijo nada más. Espoleó a su caballo y se lanzó en pos del zorro a quien perseguíamos. Los ladridos de los perros, lanzados por el bosque tras de su presa, me hicieron regresar mentalmente a la noche anterior.
Pelos de lobo… El doctor Lennox podía decirlo por bromear. Pero ya antes, el propio lord Ashton había identificado el origen de aquel vello. Con mi anfitrión me inventé un pretexto diferente, relacionado con la biología de los mamíferos cánidos y todo eso. Pero ambos habían coincidido: era pelo de un auténtico lobo.
Y yo sabía que procedía del rostro de un ser humano.
¿O quizá sólo medio humano?
Mi razón, sin embargo, seguía negándome esa evidencia demostrada de un modo casi alucinante la noche anterior. Me resistía a aceptarlo. No era posible. No existían hombres-lobo, estaba seguro de ello.
—Pero mi querido Bellamy, ¿qué hace aquí parado? Así nunca avistará a nuestro zorro…
La voz me hizo girar la cabeza, sobresaltado. Era curioso. Ella, otra vez. Siempre aparecía inesperadamente. Carol Gordon. La hermosa, rubia amazona Carol Gordon, realmente insultante de atractivo en aquel caballo indómito, negro, lustroso, inquieto bajo el peso de su jinete. Carol Gordon, a quien la casaca roja y el atavío de jinete cazador sentaba maravillosamente bien. Bajo la gorrita negra de visera, sus ojos azules reían joviales, exuberantes de vida como ella misma. Sostenía la fusta en su mano enguantada, y el pantalón blanco y las botas de montar no hacían sino realzar la firmeza de sus bellas piernas y muslos.
Había surgido entre los árboles, deteniendo su montura junto a la mía. Cambiamos una mirada risueña. Sonreí, inclinando la cabeza.
—Tiene toda la razón, Carol —admití—. ¿Vamos allá?
—¡Vamos, cazador! —me alentó ella.
Y juntos emprendimos el galope a través del bosque, en pos de la zorra.
Era una tontería, pero impensadamente, mientras cabalgaba junto a Carol Gordon, unas palabras del misterioso visitante nocturno golpearon mi mente:
«—¡Guárdese de mí… y de otras personas! ¡Especialmente de una mujer! ¡Una mujer… que también es hembra-lobo…!».
* * *
La escalera estaba desierta.
Posiblemente, todos dormían. No había ruidos en la mansión señorial de lord Ashton. El día había sido duro y ajetreado. Estábamos necesitados de descanso. Sólo que yo no quería descansar. O tal vez no podía…
Miré el largo corredor artesonado, rico en cuadros de cacerías, y en retratos de los antepasados de lord Ashton. Las luces brillaban en las paredes de madera rústica, lo mismo que en la escalera descendente y abajo, en el suntuoso vestíbulo.
La caza del zorro, el ágape al aire libre, el regreso a la casa, la cena y los licores, habían mermado nuestras energías. Yo sentía sueño, dolor muscular, irritación en los ojos. Pero no podía ni quería dormirme. No aún.
Afuera, al menos, no parecía existir el peligroso presagio para los hombres-lobo. La noche no sólo estaba intensamente nublada, con un cielo encapotado y sombrío, sino que soplaba un aire frío, invernal, que hacía crujir los arbustos del amplio jardín o se filtraba, sibilante, dentro de la casa, por cualquier rendija. Ese aire, además de frío, era intensamente húmedo. La radio y la televisión habían coincidido en sus boletines del tiempo: se aproximaba un fuerte temporal. Lluvia, aparato eléctrico y todo eso. Que yo supiera, los licántropos no elegían noches así para atacar. Sencillamente porque en ellos no se operaba la metamorfosis si no existía luna llena bien visible.
Ésa, cuando menos, había sido siempre la ingenua tradición. Las palabras del doctor Lennox, hombre de ciencia, habían venido a darle a ello un tinte casi solemne. Y, además, estaba mi fantástico visitante de la noche anterior, el hombre-lobo de palabra amistosa y de trato cortés…
Y ahí era donde empezaban mis dudas, donde se confundía mi mente. Si un hombre se podía transformar en lobo, y ya era mucho suponer…, ¿por qué continuaba conversando correctamente con los demás, sin emitir gruñidos ni atacar salvajemente a su presunta víctima?
Eso era algo que no entendía. Y quería entenderlo.
Por ello había salido de mi alcoba en plena noche. Mientras todos parecían dormir, reposar del fatigoso día de caza, esperando al siguiente y último del week-end, antes de regresar a la cotidiana vida londinense, yo había saltado de mi cama, me había enfundado el batín de seda, y descendía al piso bajo. En busca de algo.
En busca de algo que encontraría en la biblioteca, sin duda alguna.
Un libro.
Solamente eso: un libro.
Mientras había estado tomando el aperitivo con lord Ashton, esa misma noche, antes de la cena, mis ojos se habían fijado, por encima de la copa de oporto, en el lomo de un volumen, situado en la letra L de las amplias y repletas estanterías del aristócrata: Licantropía. Leyenda y análisis de un fenómeno nunca comprobado.
Éste era el libro que yo buscaba. Un volumen de oscuro, fuerte, casi significativo color rojo…
* * *
Licantropía. Éste era el volumen.
Tendría unas quinientas páginas, con numerosas ilustraciones. Algunas, extraídas de los subproductos de Hollywood sobre el tema. Hombres-lobo, metamorfosis extrañas, reproducidas por artistas desde el medioevo hasta nuestros días…
Magia, brujería, alquimia, zoología, animalismo… y, finalmente, el mito: el hombre-lobo en sí.
Me acomodé en una butaca, frente al hogar. El fuego de la chimenea apenas si era ya un montón de pavesas y cenizas con rescoldos. El reloj de pie, en su rincón, desgranaba lentamente los minutos, y marcaba, en su dorada esfera de caracteres romanos, exactamente la una y veinte minutos de la madrugada.
Aun sin apenas lumbre en el hogar, se estaba allí muy confortablemente. Arrellanado en el asiento, leí los pasajes del libro que me atraían especialmente con un influjo casi magnético.
Mis amigos y mis admiradores de ensayos biológicos, se hubieran quedado de una pieza, viendo al muy realista y positivista Claude Bellamy, estudiando un tema tan disparatado y falto de lógica como aquél.
Y, sin embargo, yo había visto con mis propios ojos a un auténtico hombre-lobo…
¿O fui víctima de un engaño perfecto, incluso demasiado perfecto para ser engaño?
La respuesta, posiblemente, estaba en aquel libro. Era de un autor, destacado en el estudio de las Ciencias Ocultas. Pero quizá el enigma no tuviera respuesta…
Encontré el tema en el último tercio del volumen. Tras hablar de los supuestos casos de licantropía producidos en Europa central, casi siempre basados en leyendas, supersticiones populares o en la existencia de hombres atrasados mentales, velludos y deformes, a los que el miedo de las gentes atribuyó facultades diabólicas, se enfrentaba con el mito, sin evasivas. Y hablaba de él en estos términos:
… De ser ciertos los casos de licantropía en los humanos, esto es, la conversión de un hombre en un monstruo mitad hombre mitad lobo, con la apariencia de este animal, con su vello hirsuto, su aire feroz y sus colmillos y fauces, agresivo y cruel como el más sanguinario animal, tendríamos como únicos hechos ciertos, repetidos hasta la saciedad por profanos, por el populacho, por gentes de toda condición social, e incluso a veces, excepcionalmente, por personas cultas, instruidas y de inteligencia avanzada, que un elemento es básico en esa horrible metamorfosis: la luna llena.
El origen de la leyenda, pues, es perfectamente absurdo, puesto que los rayos lunares no pueden tener en el ser humano otra influencia que la puramente psíquica, ya demostrada en ocasiones, de alterar el equilibrio mental de personas sensibles, nerviosas, irritables, y muy especialmente, de personas neuróticas o esquizofrénicas. En su condición puramente magnética, la luna, como influye en las mareas, pongamos por caso, podría influir en la mente humana, pero no en una transformación física como la estudiada aquí. Por ello, insisto, volvemos a la superstición de las gentes simples e ignorantes, que acaso vieron a personas anormales, a epilépticos y casos parecidos, agravarse hasta extremos increíbles bajo la luz lunar, y ello dio pie a la leyenda.
De todos modos, insistimos en que el supuesto hombre-lobo, sólo podría convertirse en tal clase de atroz criatura, de ser cierta la leyenda, bajo la luz lunar… y siempre que anteriormente hubiera sido inoculado del mal, por la mordedura de otro hombre-lobo, o cosa parecida. Así, tendríamos a ese ser eternamente condenado a transformarse en noches de luna llena, para volver a la normalidad en el resto de los días. La fábula es interesante y pintoresca, pero no puede pasar de ser justamente eso: una fábula.
Sin embargo, algún científico ha afirmado que existen tales entes monstruosos, y que cuando la transformación se opera en ellos, dejan de poseer toda humana condición para ser sólo bestias feroces y astutas. Antes, mientras son humanos, luchan por evitar lo que es ya inevitable en su naturaleza, pero apenas aparecen los primeros rastros de vello en sus manos y rostro, ya dejan de ser humanos, pierden su voz normal, sus reacciones civilizadas, para ser sólo animales que rugen y muerden… Al volver a la normalidad, recuerdan con horror lo que hicieron y lo que fueron, pero nada pueden hacer, los desventurados, por impedirlo ya, a menos que alguien les mate a tiros. Y, según se dice, solamente una bala de plata en el corazón, puede acabar con el hombre-lobo, puesto que, en caso contrario, resucita de su muerte aparente, para seguir atacando a los humanos, ya transformado eternamente en lobo o en vampiro…
Cito aquí este pasaje pretendidamente serio, con muchas reservas. Estoy seguro de que todo forma parte del mito. Y seguiré creyéndolo… en tanto no vea ante mí a un auténtico hombre-lobo, cosa que jamás me ha sucedido, por supuesto. Ni creo que llegue a sucederme jamás…
Ahí terminaba la alusión a las características del hombre-lobo. Me quedé perplejo, abstraído, sintiendo un extraño frío hurgando mi espina dorsal. El fuego se había extinguido ya totalmente, y en la biblioteca comenzaba a hacer frío. O tal vez era yo quien lo tenía en esos momentos, por razones ajenas al clima reinante.
Yo sí había visto un hombre-lobo. Y casi podía jurar que era real, auténtico.
Por otro lado, algo estaba en desacuerdo con el mito y sus términos conocidos de siempre. Por ello había consultado aquel libro. Estaba seguro de que algo andaba mal en mi rara y alucinante experiencia de la noche anterior.
Porque yo estuve hablando con aquel hombre-lobo. Y él era un ser humano en palabras, en reacciones y sentimientos… hasta que apareció la luna llena en el cielo. Pero es que antes de aparecer esa luna redonda, tras las nubes, mi visitante ya tenía el vello, las zarpas, los colmillos y fauces de un lobo… pero obraba y hablaba como un ser humano.
Eso no encajaba en la tradición. ¿Por qué?
Sabía que algo me había intrigado esa noche, y era tal circunstancia. Suponiendo que mi visitante fuese un ser contaminado por la mordedura de otro hombre-lobo, y ya era mucho suponer…, ¿por qué se transformó en bestia humana, y sin embargo siguió siendo consciente de sus actos, y me advirtió amistosamente del peligro que existía?
No. Eso no encajaba en la leyenda de los hombres-lobo de centroeuropa.
Y, sin embargo, había sucedido así. Contra toda tradición y antecedente. Contra lo que parecía ser ritual de la diabólica maldición de los licántropos…
Cerré el libro, con un suspiro. Me sentía tremendamente ridículo. Yo, Claude Bellamy, leyendo cosas así. Yo, un biólogo realista y frío… ¡estudiando la leyenda de los hombres-lobo…!
En pleno siglo XX, en una finca señorial británica, durante unos días de vacaciones, cacerías, buen yantar y degustación de los mejores vinos y del viejo whisky escocés de lord Ashton, en sus barricas de roble de la gran bodega…
No tenía sentido. Era absurdo. Pero… me sentía preocupado. Lo seguiría estando, mientras no supiera dónde terminaba la verdad y empezaba la fantasía, respecto a aquel increíble visitante de madrugada, de fauces babeantes, hocico húmedo, ojos enrojecidos y crueles, piel cubierta de hirsuto vello rojizo, de auténtico lobo…
Y, además, estaba aquello otro. Su extraña insinuación. La advertencia de una determinada mujer. Una mujer que era hembra y lobo a la vez…
El roce húmedo en mi nuca, el aliento, el contacto mojado, me hizo pegar un respingo, con un escalofrío que me sacudió como un trallazo helado.
Al mismo tiempo, afuera, restalló el primer estampido de la tormenta. Un trueno demoledor, formidable, que agitó los vidrios y los muros de la casa, haciendo oscilar violentamente las luces eléctricas. Luego comenzó a llover de forma ruidosa y torrencial.
Me volví, sintiendo erizados los cabellos de mi nuca, allí donde alguien me había rozado con su aliento húmedo y cálido…
—¡Valerie! —exclamé, aliviado, y también hondamente sorprendido—. ¿Qué haces tú aquí a estas horas?
Valerie Ashton me miró con sus grandes ojos, dulces y risueños, inteligentes y maliciosos a la vez. Parecía sobresaltada y confusa por lo anormal de mi reacción. El volumen sobre licantropía yacía a mis pies, abierto, mostrando su encuadernación roja.
—Acabo de llegar —suspiró—. Una avería en el coche demoró mi viaje… Creo que no es un recibimiento demasiado cálido el que ofreces a tu prometida, Claude querido…
Y tenía toda la razón del mundo.