CAPÍTULO PRIMERO

—¿Hombre-lobo? —solté una carcajada—. ¡Cielos, qué tontería!

—¿Tontería? —mi interlocutor me contempló fijamente—. No debería hablar así de lo que desconoce, señor Bellamy.

—He leído y estudiado suficientemente los fenómenos biológicos para rechazar de lleno semejante posibilidad —afirmé.

—Hay cosas que están más allá de la Biología, señor Bellamy. Y de toda Ciencia dominada por el hombre. ¿No está de acuerdo conmigo?

—No, no del todo —rechacé con una sonrisa—. Todo tiene siempre su lógica explicación, su razón plausible. Se habla de cosas sobrenaturales, sin pararse a averiguar si aquello que nos parece fuera de este mundo no responde, en el fondo, a una ley perfectamente natural y comprensible.

—¿Sólo cree en todo aquello racional y probado por medio de la lógica?

—Mientras no se me demuestre lo contrario, amigo mío, no puedo creer en nada que se aparte de esa fría razón.

—¿No acepta, pues, la existencia de…, de vampiros, pongamos por caso?

—¿Vampiros? —reí de nuevo, sacudiendo la cabeza—. Oh, no, no. En absoluto.

—¿Ni en zombies, o muertos vivientes?

—No, tampoco. Dicen que existen ritos de magia negra para hacer levantar a los difuntos, pero nunca asistí a una ceremonia parecida.

—Ver para creer. Es su norma, ¿verdad, señor Bellamy?

—No por completo —me encogí de hombros—. Puedo creer algo que no he visto, siempre que alguien de confianza me asegure haberlo presenciado… y me explique cómo pudo suceder.

Mi interlocutor me contemplaba fríamente. Vi en sus ojos una expresión maliciosa al inclinarse hacia mí, serena, fríamente incluso. Su voz sonó grave, rotunda:

—Yo…, yo vi a un hombre-lobo, señor Bellamy —declaró.

—¿De veras? —enarqué las cejas. No reí, porque hubiera sido una descortesía. Le estudié en silencio, esperando alguna aclaración más. Al no formularla él, me creí obligado a seguir con mis preguntas—: ¿Está seguro de ello?

—Por completo. Lo vi con mis propios ojos. Y no fue una alucinación.

—Ya —me pasé la mano por el mentón, pensativo. Traté de ser razonable—. ¿Cómo era ese hombre-lobo?

—Vestía como usted o como yo, señor Bellamy. Pero el propio vello hirsuto y duro había desgarrado sus ropas horriblemente, haciendo brotar aquella pelambrera maloliente. El rostro era espantoso. Más de fiera que de hombre. Un auténtico monstruo. Rugía, en vez de hablar o gritar. Y sus manos eran zarpas peludas, de engarfiadas uñas…

Cerró los ojos, respirando hondo, como si le resultara doloroso recordar el trance. Yo le estudié en silencio. El doctor Lennox era una persona completamente convencida de lo que decía…, o el mejor actor del mundo. Estaba pálido, respiraba aguadamente, y un sudor leve humedecía su piel, haciendo brillar la frente, bajo los cabellos canosos, pulcros y bien peinados.

Mis ojos fueron a la tercera persona que formaba nuestra reducida tertulia. Evidentemente, al muy honorable sir Richard Hobson, el tema de la conversación le resultaba altamente desagradable, y no se recató en manifestarlo así, con unos impacientes golpecitos de su bastón de empuñadura de plata, sobre el alfombrado suelo del gabinete.

—Mis queridos amigos, creo que deberían hablar de otro asunto menos ingrato. Chicas, por ejemplo —insinuó el rubio y atildado aristócrata, torciendo sus delgados labios en un mohín de evidente disgusto.

—¿Chicas? —el doctor Lennox resopló, como si saliera de un trance, y abrió los ojos, clavándolos atentamente en sir Richard—. Por favor, no debió mencionar eso… Aquella pobre chica… Usted me ha hecho recordarlo.

—Recordar, ¿qué? —le pregunté, curioso.

—Lo que le sucedió a aquella pobre chica… cuando el hombre-lobo la encontró…

—¿Ya volvemos sobre eso? —suspiró sir Richard.

—No puedo evitarlo… —se estremeció el doctor—. Fue todo demasiado terrible.

—Bien, terminemos con el tema —sugerí, intrigado—. ¿Qué le sucedió a esa chica, doctor?

—Cayó en las garras del licántropo. Algo espantoso. Gritaba de un modo horrible, se debatía entre las garras de aquella criatura, mitad bestia, mitad hombre. Y en la cual, desgraciadamente, parecían aunarse los peores y más bajos instintos de cada uno. No fue posible salvarla. Estaba despedazada, sin un solo jirón de ropa en su cuerpo, ferozmente mordida por los colmillos del hombre-lobo, tras unos ultrajes indescriptibles.

Confieso que, pese a mi escepticismo, me estremecí un instante. El relato era demasiado repugnante, por fantástico o imaginativo que resultase, para no herir una sensibilidad normal, pese a que la razón me decía que todo eso era imposible, o cuando menos, tan improbable como para no admitir una sola palabra del suceso, pese a la convicción puesta en su descripción por el doctor Stuart Lennox.

—Doctor, ¿seguro que no tuvo una pesadilla, causada por una mala digestión? —aventuré con una sonrisa.

—Puede creerlo o no, señor Bellamy —pareció ofenderse el doctor ante mí ironía—. Pero fui testigo de todo ello. Lo único que me fue dado hacer tras aquello, fue disparar mi arma sobre aquel monstruo. Lo herí y escapó, con un rugido inhumano, adentrándose en el bosque, con su víctima. Me fue imposible seguirle. Pero al día siguiente, apenas clareó, seguí las huellas de sangre, hasta encontrar el cuerpo sin vida de la muchacha. Volví con ella al cercano pueblo, donde la gente se persignó, amedrentada. Todos sabían que era el hombre-lobo, pero nadie lo admitió así. Yo podía leerlo en sus ojos, en sus gestos. Sin embargo, cuando llegó la policía, dijeron que algún lobo debió atacar a la joven, destrozándola. Yo hubiera querido decir otra cosa, pero me di cuenta de que me encerrarían por loco si lo hacía, y preferí callar.

—¿Y el hombre-lobo herido?

—Nunca di con él. Las gentes del lugar me dijeron que no habría muerto. Sólo una bala de plata, en su corazón, acaba con un hombre-lobo, según la tradición. Mi bala era de níquel normal, y no espero que resultara milagrosa.

—Según eso, su hombre-lobo debió sanar… y ahora andará por esos mundos, atacando brutalmente a las gentes —señaló sir Richard, con un gesto de asco—. Cielos, qué fea historia la suya. Verdadera o no, ha logrado quitarme el apetito. Y, lo que es peor, me ha producido náuseas. Si no piensan variar el tema, creo que me iré a jugar una partida de bridge con lord Ashton, caballeros…

—No será necesario, sir Richard —suspiré, incorporándome—. Es tarde y mañana debo madrugar. De modo que será mejor dejarles a ustedes en amable charla. Yo me retiro a mis habitaciones.

—Pero mi querido señor Bellamy, si la cacería no empieza hasta las ocho y son solamente las nueve y media de la noche… —protestó el doctor Lennox—. ¿Siempre acostumbra a dormir diez horas?

—Me levantaré mucho antes de la hora de empezar la cacería. Recuerden que mi trabajo no me permite tantas vacaciones como a ustedes. En el Instituto esperan mi trabajo sobre metamorfosis y alteraciones biológicas del individuo, como antes le dije, dando motivo a su curioso comentario sobre los hombre-lobo y todo eso…

—Oh, cierto. Olvidaba que un científico nunca dispone absolutamente de su tiempo —sonrió sir Richard—. Deseo que su ensayo sea brillante…, pero olvidando a los hombre-lobo, naturalmente.

—Naturalmente —reí, encaminándome hacia el salón donde los demás invitados a la finca de lord Ashton, se distraían en algo más risueño y agradable que hablar de monstruos licántropos y cosas por el estilo, ante la bien surtida mesa de canapés, la barra de bebidas o las mesas dedicadas al bridge, al pinacle y otros juegos.

Les dejé de charla en el gabinete, ante sus oportos, y crucé la bien iluminada sala, en busca de la amplia escalera que me llevase a la planta del suntuoso edificio campestre de nuestro anfitrión.

Allí me detuvo una suave y melosa voz de mujer:

—¿Ya de retirada, Claude?

Me volví.

Era Carol. La siempre elegante, distinguida y exquisita Carol Gordon. La misma Carol Gordon de siempre. Alta, rubia, espléndida y mundana. Dueña y señora de cualquier ambiente en la alta sociedad británica. Según malas lenguas, además, buena amiga de lord Ashton. Demasiado amiga, incluso. Pero yo nunca me fié demasiado de las malas lenguas. Y si estaba equivocado, debía felicitar a lord Ashton por su buen gusto.

—Hola, Carol —saludé, cortés, inclinándome ante ella—. Es una retirada honrosa. Como la de nuestros soldados hicieron de algunas colonias…

Reímos los dos. Luego, ella me miró maliciosamente.

—Incorregible Claude —comentó—. ¿Siempre es igual de cáustico en todos los temas?

—En casi todos —reí—. Lo cierto es que no me siento demasiado victoriano. Ése es mi mal. La caída del Imperio británico fue culpa de esa época. Y con el Imperio, cayeron muchas otras cosas…

—¿Como por ejemplo…? —sonrió Carol Gordon.

—Hasta hoy, creí que las supersticiones habían desaparecido. Pero empiezo a cambiar de idea.

—¿Las supersticiones? —Carol enarcó sus rubias cejas. Los azules y grandes ojos de la hermosa dama se clavaron en mí, sin entender—. ¿Qué significa, eso, Claude?

—Significa que acabo de oír hablar de algo que creía perdido en el tiempo. Pero no me haga caso, Carol. Ya sabe que soy un tipo raro. Me gustan las cosas que tienen explicación por extrañas que sean. No los misterios de nuestros abuelos, como vampiros, fantasmas y cosas parecidas… Es como pensar que los estranguladores de la diosa Kali, vengan desde la India de Kipling, a vengarse de los perversos británicos que robamos la piedra sagrada de uno de sus templos… Cosas pasadas, que huelen a polilla y a polvo, Carol.

—La verdad, Claude. Esta noche está usted más extraño que nunca…

—Culpa del buen doctor Lennox —sonreí—. ¡Si le hubiera usted oído…!

Me incliné ante ella, disponiéndome a andar hacia la amplia escalera que subía a los pisos altos de la residencia de lord Ashton, destinada a los huéspedes. Su serena voz me detuvo, muy cerca del arranque de la escalera:

—¿Se retira a descansar sin conocer siquiera a la persona que tanto desea estrechar la mano de Claude Bellamy?

Entonces recordé algo. Me detuve. Giré la cabeza, golpeándome la frente con la mano abierta. Asentí.

—¡Cierto! Casi lo había olvidado ya, Carol. ¿Se trata de la misma persona que dijo usted anteayer?

—La misma, por supuesto. Estudia Biología también. Ha leído su último libro, y desea ardientemente conocer al gran ensayista y biólogo. ¿Puede aplazar unos minutos su retiro?

—Supongo que sí —suspiré—. ¿No es persona demasiado locuaz ni insistente?

—Pues…, no —negó ella con cierta sorpresa en su gesto—. No demasiado, la verdad…

Dejó en el aire sus palabras enigmáticas. No me aclaró más, ni yo intenté saberlo. A fin de cuentas, era asunto que me tenía sin cuidado. Huía de Londres por no hablar con demasiadas personas. Pero siempre hay alguien que le sigue a uno, con cualquier pretexto. Si se cobra popularidad, se deben aceptar esos gajes del oficio. No son los peores, ni mucho menos.

Mi último libro había sido bastante vendido. Pero, especialmente, mi programa científico en la BBC. La televisión había dado fama a mi nombre y a mi obra. No sabía aún si eso era buena o mala cosa.

Carol me hizo un gesto. La seguí. Caminamos hasta una larga mesa repleta de canapés y de bebidas. Recorrí con la mirada la hilera de rostros enjutos, sonrientes, en amable charla por lo general, con su vecino de bufete. Traté de imaginar quién sería mi interlocutor sobre Biología. ¿Aquel caballero menudo, de la barbita blanca recortada? ¿El alto y sobrio pelirrojo de gafas color caramelo? ¿El hombrecillo de traje negro y corbata de lazo, que mordisqueaba, nervioso, un canapé de salmón ahumado? ¿O el grueso y grandilocuente vecino que comentaba algo sobre los problemas de la contaminación atmosférica?

Confieso que me equivoqué de medio a medio. No era ninguno de ellos. Carol Gordon lo demostró acto seguido, con la mayor sencillez del mundo:

—Claude, te presento a la persona que más interés tiene en conocerte entre toda esta humana jauría que se prepara a perseguir al zorro… Ella sólo se preocupa por conocer personalmente a Claude Bellamy. Y ella es… Dorothy Fletcher…

Dorothy Fletcher…

Una chica. Una bonita chica pelirroja que, al girar la cabeza hacia mí, me pareció la más hermosa criatura del mundo. Quizá lo era, en realidad. Quizá me impresionaron sus ojos, tan grandes, tan expresivos, tan profundos e insondables como dos fantásticos abismos azul oscuros, en un mar proceloso, visto desde la cima de un gran acantilado.

Tenía unos labios carnosos, perfectos, tremendamente dulces y sensuales a la vez. Su escote era profundo y sin embargo, no resultaba procaz, pese a la prominencia de sus vigorosos senos juveniles, erguidos y nacarados. Me quedé de una pieza. Ella, lentamente, al ser tocada en la espalda por Carol, se volvió y se quedó mirándome fríamente. No pronunció una sola palabra, aunque sus labios iniciaron un leve movimiento, como si fuese a hablar.

—Es un placer, señorita Fletcher —dije, inclinándome, cortés.

Y al ver que ella alzaba su mano, la oprimí con calor entre las mías, sonriéndole de modo espontáneo. Carol nos miraba a ambos como esperando algo más que no se producía. La joven me dirigió una amplia sonrisa.

—Bien… —esperé—. Carol me ha contado de su interés por mi humilde obra… Espero que el conocerme personalmente no llegue a causarle una decepción demasiado profunda, ni en el terreno literario o científico… ni en el personal del autor.

Ella se limitó a ampliar su sonrisa, y denegar con energía, girando la cabeza de lado a lado, con énfasis. La miré, esperando oír su voz que, sin duda, debía ser sumamente agradable.

Me sorprendió su mutismo. Y Carol, evidentemente, para evitar que la situación resultara más embarazosa, optó al fin por intervenir en la charla, con una aclaración que me quitó toda duda de la mente:

—Lo siento, Claude. Debí decírtelo antes… Dorothy, Dorothy… es muda.

* * *

Tuve un extraño sueño.

Imagino que también un profesor de Biología puede tener una pesadilla. No es que yo las hubiera tenido antes con frecuencia, pero esa noche sí la tuve.

Fue una fea y espantosa pesadilla. Y en ella se entremezclaron raros simbolismos y curiosas escenas en los límites de lo absurdo.

Me vi corriendo por un bosque, fusil en ristre, a la caza del zorro. Encontraba un animal y lo perseguía entre la maleza. De repente, el zorro se detenía, volviéndose hacia mí y exhibiendo sus colmillos. De repente, el zorro crecía y crecía de tamaño, hasta convertirse en un lobo. Asustado, yo disparaba contra el extraño animal, y él empezaba a reír con una risa humana que, al final, se transformaba en un aullido de lobo… Veía jirones de ropa sobre su piel erizada de vello duro e hirsuto. Sus ojos sanguinolentos tenían una crueldad feroz, implacable… Y, erguido, en pie sobre sus patas traseras, se lanzaba en pos mío aullando y rugiendo, pero emitiendo, entre sus aullidos, frases entrecortadas, ululantes, que ponían los cabellos de punta. Frases que yo entendía perfectamente, pese a su tono gutural y siniestro:

—¡Ven aquí, Claude Bellamy! ¡Ven aquí, incrédulo…! ¡Yo te demostraré que existe el hombre-lobo…!

Eché a correr como un poseso. Me perseguía a través del bosque interminable, haciendo crujir la hojarasca tras de mí, al pisotearla con sus pezuñas deformes y velludas. Sus zarpas hendían el aire en busca acaso de mi cuello…

Y yo corría, corría, corría…

Era un alucinante modo de luchar contra lo inexorable. Yo sabía que, al final, sería cazado y destrozado entre las zarpas del monstruoso animal. A pesar de ello, huía, poniendo en el esfuerzo toda la capacidad posible, tanto física como moral. Era mi única evasión y lo sabía.

Y, como siempre ocurre en sueños, mi fuga era lenta, desesperadamente lenta. Como si mis pies pesaran toneladas, como si mi cuerpo corriese al ralentí, tomado a cámara lenta.

Entretanto, él era un vertiginoso monstruo, rugiendo en pos de mí…

El paroxismo del terror llegó cuando sentí que mis pies se entrelazaban con unos arbustos y raíces, cayendo de bruces. La masa informe y fétida se aproximó más y más…

Pero entonces, milagrosamente, surgía del bosque una figura virginal, asombrosa. Una muchacha pálida, pelirroja, vestida con ropas de fiesta, caminando hacia mí con sus brazos extendidos, como intentando abrazarme o protegerme.

Yo le gritaba, pidiéndole que huyera, que se alejase, que había allí un peligro de muerte para ella. Y ella, sin contestarme, sonreía, sonreía siempre, acercándose a mí más y más…

El rugido del hombre-lobo la hacía girar la cabeza.

Se enfrentaban ambos, en una mirada brusca y tremenda. Ella parecía angustiada, llena de repentino pavor, como si hasta entonces no hubiera visto nada de cuanto sucedía en el bosque.

Yo intentaba incorporarme, pero aquellas malditas raíces lo impedían…

Entonces, saltaba sobre mí el cuerpo peludo del monstruo. Sus zarpas terroríficas corrían al encuentro del cuello virginal de la joven. Ella, por vez primera, parecía de verdad horrorizada por la presencia del licántropo, y retrocedía, cubriéndose el rostro, con manos crispadas.

Todo era inútil. El hombre-lobo la alcanzaba, caía sobre ella en un maldito y odioso amasijo…

Ella, la muchacha muda, abría la boca, los ojos, en una inenarrable expresión de terror. Yo lograba ponerme de rodillas, luchaba contra las raíces, pugnando por liberarme…

Y, de repente, ella gritaba, gritaba, vuelta la voz a sus cuerdas bucales, acaso por el milagro supremo del horror y del pánico.

Gritaba ella, y el hombre-lobo, súbitamente, la dejaba caer de sus feroces brazos peludos, para volverse a mí y transformando sus berridos animales en pura risa civilizada, me decía con voz perfectamente humana:

—¿Lo ve, mi querido Bellamy? ¿Se da cuenta de que, realmente… el hombre-lobo existe…?

Y, riendo a carcajadas, se quitaba aquella cabezota monstruosa, de licántropo, para mostrar, debajo, la expresión sarcástica y altiva del doctor Lennox.

Me desperté con un brinco, bañado en frío sudor. Y sentí mucho alivio al comprobar que todo, absolutamente todo, había sido un sueño.

Tenía en la mesilla de noche una jarra con zumo de naranja y un vaso. Me incorporé. Me serví una dosis, y la apuré con premura, enjugándome el sudor con el embozo de la cama.

Había sido solamente un sueño. Un mal sueño. Sabía eso, y no sentía temor alguno. Es más, hubiera resultado ridículo que yo tuviera miedo de una tontería semejante.

Miré al ventanal, allá al fondo, tras las cortinas a medio correr.

Una suave luz plateada penetraba en mi alcoba. Era una luz propia de las noches despejadas de plenilunio. Había luna llena.

Recordé las palabras del doctor Lennox, allá en el salón. Licantropía y cosas así… Había algo en la ridícula tradición: el plenilunio. Se decía, que, si brillaba la luna llena, el hombre contaminado se transformaba en lobo. Para ello, tenía que haber sido mordido antes por… por un hombre-lobo.

Por fortuna, todo era un sueño, unido a unas palabras del doctor Lennox, víctima sin duda de alguna alucinación como mi propia pesadilla. Eso, y una chica llamada Dorothy Fletcher. Una chica muda… y notablemente hermosa.

Me eché de nuevo en la cama, con un suspiro. El frescor levemente agridulce del zumo de naranja, me había dado una sensación de alivio en la garganta, reseca tras el mal sueño sufrido.

Cerré los ojos, disponiéndome a dormir. Pensé que tal vez la cena de lord Ashton había sido demasiado copiosa para mi estómago. Es la única explicación que tienen siempre las pesadillas.

—Felices sueños, señor Bellamy…, si es que puede tenerlos.

Me sobresalté, pegando un grito ronco e incorporándome. Mi salto me hizo quedar sentado en mi lecho, clavando los ojos, estupefacto, en las sombras del dormitorio.

—¿Qué diablos…? —comencé—. ¿Quién anda ahí?

—Yo, señor Bellamy —dijo la misma voz que oyera antes.

Y una figura se irguió en el butacón del fondo, recortándose pálidamente al leve resplandor de la luna llena, en mi alcoba en sombras.

—¿Quién es usted? —mascullé—. ¿Qué pretende? Éste es mi dormitorio, y su intrusión me parece de pésimo gusto, señor… señor…

—Sería igual que le diera mi nombre —me respondieron—. Usted no me conoce. Nunca me ha visto antes de ahora.

—Bien, ¿y qué, maldita sea? —estallé, ya furioso, saltando del lecho y dirigiéndome hacia la luz—. Avisaré a lord Ashton, y espero que él decida sobre su intromisión, sea usted quien sea. A lord Ashton no le gustan las bromas pesadas entre sus invitados.

—Es que… no soy un invitado de lord Ashton —me replicaron apaciblemente.

—¿Ah, no? —le miré, tratando de descubrir algo revelador en aquella alta silueta, aparentemente bien vestida, situada de espaldas al balcón, y por tanto también de espaldas a mí, tras el respaldo del alto sillón de orejas donde estuviera acomodado hasta entonces, sin ser visible—. Entonces, ¿quién diablos es usted? ¿Un intruso, un merodeador?

—Podrían llamarme así, señor Bellamy.

—Usted conoce bien mi nombre. Y mi alcoba, a lo que veo. ¿Cómo entró?

—Por el balcón.

—¿El balcón? —miró rápido hacia allá—. Diablo, lo dejé cerrado. La noche es fría…

—Creyó dejarlo cerrado. Sólo estaba encajado. Hubiese entrado, de todos modos, pero produciendo mucho más ruido y rompiendo su sueño que, por lo agitado que le vi, no debía ser muy agradable…

—No, no lo era. Pero eso a usted no le importa. Me está obligando a avisar al dueño de la casa y denunciar su presencia aquí. Lord Ashton es un importante ciudadano. Pero es también algo más: actual responsable de nuestra policía.

—Y futuro suegro del notable científico Claude Bellamy —rió la voz irónica del visitante de madrugada.

—Parece muy bien informado sobre mí —arrugué el ceño—. Demasiado bien. Acabemos esta grotesca situación, sea usted quien sea. ¿Qué ha venido a buscar aquí?

¿Dinero, acaso joyas, un rescate por mi persona, en el supuesto de que me deje secuestrar…?

—Por Dios, señor Bellamy, no sea vulgar —me reprochó mi interlocutor—. Me decepciona usted. Ni robos, ni atracos, ni secuestros. Es algo mucho más sencillo. Y debe hacerme caso cuanto antes. Yo debo irme. Debo irme en breves minutos. Antes de que la luna llena salga de esas nubes grises que la velan a medias. Eso sucederá en menos de diez minutos, lo sé.

—¿Y por qué tendrá que ser en ese período de tiempo precisamente? —me intrigué.

—Porque yo… porque yo, señor Bellamy…, no puedo permanecer aquí más tiempo, si la luna llena sale por completo. ¿Va entendiéndome?

—No —negué, rotundo—. ¿Qué estupidez trata de decirme?

—No es… ninguna estupidez, señor Bellamy —rechazó mi visitante nocturno—. Ni mucho menos. Es, sencillamente, el aviso de un amigo que leyó su libro… y vino a avisarle de que está equivocado. De que todo en él es falso…

—¿Se ha vuelto loco? —exclamé, furioso—. ¿Ha venido a burlarse de mí, en mi propio dormitorio… hablando de… de mi libro? ¡Ya estoy harto! ¡Voy a tratar de poner todo este feo enredo en claro! ¡Y a desenmascararle a usted, en principio!

—¡No! —gritó él, echándose atrás impulsivamente—. ¡No lo haga!

Era tarde. Lo intenté, pero en vano. Vi alzarse sus brazos, vi sus manos enguantadas, cubriendo su rostro, en la penumbra, para eludir mi intento. Yo hice dos cosas a la vez: encender de golpe una lámpara con pantalla de pergamino y pie dorado, arrinconada junto al sillón, y aferrar uno de los brazos de aquel misterioso e inquietante caballero, intruso en mi dormitorio a altas horas de la noche.

No sé si debí hacerlo.

Me enfrenté a un horror inesperado. A algo en lo que ni yo ni nadie podía creer.

¡Estaba sujetando el brazo de un hombre-lobo!