Llegaba la flota, y Sevilla, y toda España, y la Europa entera se aprestaban a beneficiarse del torrente de oro y plata que traía en sus bodegas. Escoltada desde las islas Terceras por la Armada del Mar Océano, la inmensa escuadra que llenaba el horizonte de velas había arribado a la embocadura del Guadalquivir; y los primeros galeones, cargados de mercancías y riquezas hasta casi hundir las bordas, empezaban a echar el ancla frente a Sanlúcar o en la bahía de Cádiz. Para agradecer a Dios haber conservado la flota a salvo de los temporales, de los piratas y de los ingleses, las iglesias organizaban misas y tedeums. Los armadores y cargadores hacían cuentas del beneficio, los comerciantes disponían sus tiendas para instalar las nuevas mercancías y organizaban su transporte a otros lugares, los banqueros escribían a sus corresponsales preparando letras de cambio, los acreedores del Rey ponían en regla las facturas que esperaban cobrar en breve, y los funcionarios de las aduanas se frotaban las manos pensando en su propio bolsillo. Toda Sevilla se engalanaba para el acontecimiento, revivía el comercio, poníanse a punto crisoles y troqueles para acuñar moneda, se limpiaban los almacenes de las torres del Oro y de la Plata, y bullía de actividad el Arenal, con carros, bastimentos, curiosos, y esclavos negros y moriscos preparando los muelles. Se barrían y regaban las puertas de las casas y los comercios, se adecentaban posadas, tabernas y mancebías, y desde el orgulloso noble hasta el humilde mendigo o la más ajada meretriz, a todos regocijaba la fortuna de la que cada uno confiaba en alcanzar su parte.
—Tenéis suerte —dijo el conde de Guadalmedina, mirando el cielo—. Habrá buen tiempo en Sanlúcar.
Aquella misma tarde, antes de emprender nuestra misión —estábamos citados con el contador Olmedilla en el puente de barcas a las seis en punto—, Guadalmedina y Don Francisco de Quevedo quisieron despedir al capitán Alatriste. Nos habíamos reunido en un pequeño bodegón del Arenal, construido con tablas y lonas del espalmador cercano, que se apoyaba contra un muro de las atarazanas viejas. Había mesas con taburetes afuera, bajo el rústico porche. A esa hora el sitio era tranquilo y discreto, frecuentado sólo por algunos marineros, y adecuado para remojar la palabra. La vista era muy agradable, con la animación portuaria y los cargadores, carpinteros y calafates trabajando junto a los barcos amarrados en una y otra orilla. Triana, blanca, almagre y ocre, relucía pulquérrima al otro lado del Guadalquivir, con las carabelas de la sardina y los barquitos de servicio yendo y viniendo entre ambas orillas, sus velas latinas desplegadas en la brisa de la tarde.
—Por un buen botín —brindó Guadalmedina.
Bebimos todos, tras levantar nuestras jarras de loza vidriada. El vino no era gran cosa, pero sí la ocasión. Don Francisco de Quevedo, a quien de algún modo le habría gustado acompañarnos en la expedición río abajo, no podía hacerlo por razones evidentes, y eso le fastidiaba. El poeta seguía siendo hombre de acción, y no le hubiera incomodado en absoluto añadir a sus experiencias el asalto al Niklaasbergen.
—Me gustaría echar un vistazo a vuestros reclutas —dijo, limpiándose los anteojos con un lienzo de narices que sacó de la manga del jubón.
—A mí también —apuntó Guadalmedina—. A fe que debe de ser una pintoresca tropa. Pero no podemos mezclarnos más… A partir de ahora, la responsabilidad es tuya, Alatriste.
El poeta se encajó los lentes. Torcía el bigote en una mueca sarcástica.
—Eso es muy típico del modo de actuar de Olivares… Si sale bien no habrá honores públicos, pero si sale mal rodarán cabezas.
Bebió un par de largos tragos y se quedó contemplando el vino, pensativo.
—A veces —añadió, sincero— me preocupa haberos metido en esto, capitán.
—Nadie me obliga —dijo Alatriste, inexpresivo. Tenía la mirada fija en la orilla de Triana.
El tono estoico del capitán había arrancado una sonrisa a Álvaro de la Marca.
—Dicen —murmuró con mucha intención— que nuestro cuarto Felipe ha sido puesto al corriente de los pormenores. Está encantado con jugársela al viejo Medina Sidonia, imaginando la cara que pondrá cuando se entere de la noticia… Amén que el oro es el oro, y su católica majestad lo necesita como cualquiera.
—Incluso más —suspiró Quevedo.
De codos sobre la mesa, Guadalmedina bajó la voz.
—Anoche, en circunstancias que no viene a cuento referir, su majestad preguntó quién dirigía el golpe —dejó un poco las palabras en el aire, a la espera de que su sentido calase en nosotros—…Se lo preguntó a un amigo tuyo, Alatriste. ¿Comprendes?… Y éste le habló de ti.
—Le habló maravillas, supongo —dijo Quevedo.
El aristócrata lo miró, ofendido por el supongo.
—Tratándose de un amigo, ya podéis imaginar, pardiez.
—¿Y qué dijo el gran Philipo?
—Como es joven y aficionado a lances, mostró vivísimo interés. Hasta habló de caer de incógnito esta noche por el lugar de embarque, para satisfacer su curiosidad… Pero Olivares puso el grito en el cielo.
Un silencio incómodo se adueñó de la mesa.
—Sólo faltaba eso —comentó al fin Quevedo—. Tener al Austria encima de la chepa.
Guadalmedina le daba vueltas a su jarra entre las manos.
—En cualquier caso —dijo tras una pausa—, el éxito nos iría muy bien a todos.
De pronto recordó algo, metió mano en el jubón y extrajo un documento doblado en cuatro. Llevaba un sello de la Audiencia Real y otro del maestre de las galeras del Rey.
—Olvidaba el salvoconducto —dijo, entregándoselo al capitán—. Autoriza a viajar río abajo hasta Sanlúcar… Excuso decirte que, una vez allí, debes quemarlo. A partir de ese momento, si alguien pregunta tendrás que ingeniártelas a tu aire —el aristócrata se acariciaba la perilla, sonriente—… Siempre puedes decir, como el viejo refrán, que vais a Sanlúcar por atún y a ver al duque.
—Veremos qué tal se porta Olmedilla —dijo Quevedo.
—En cualquier caso no tiene por qué ir al barco. Su presencia sólo es necesaria para hacerse cargo del oro. De ti depende cuidar su salud, Alatriste.
El capitán miraba el documento.
—Se hará lo que se pueda.
—Más nos vale.
El capitán guardó el papel en la badana del sombrero. Se mostraba tan frío como de costumbre, pero yo me removí en el taburete. Demasiado Rey y demasiado conde duque de por medio, como para que un simple mochilero estuviera tranquilo.
—Habrá protestas de los armadores del barco, por supuesto —dijo Álvaro de la Marca—. Medina Sidonia se enfurecerá, pero nadie puesto en el intríngulis osará decir esta boca es mía… Con los flamencos va a ser distinto. Ahí sí tendremos protestas, cruce de cartas y marejada en las cancillerías. Por eso resulta necesario que todo parezca un asalto particular: bandoleros, piratas y gente así —se llevó el jarro a la boca, sonriendo malicioso—… De cualquier modo, nadie reclamará un oro que oficialmente no existe.
—No se os escapa —le dijo Quevedo al capitán— que si algo sale mal, todo cristo se lavará las manos.
—Hasta Don Francisco y yo —matizó Guadalmedina con muy poca sutileza.
—Eso mismo. Ignoramus atque ignorabimus.
El poeta y el aristócrata se quedaron mirando a Alatriste. Pero el capitán, que seguía con la vista fija en la orilla de Triana, se limitó a asentir breve con la cabeza, sin añadir comentarios.
—En ese caso —prosiguió Guadalmedina— te recomiendo abrir el ojo, porque asarán carne. Y tú pagarás los tiestos rotos.
—Si es que le echan mano —matizó Quevedo.
—En conclusión —remachó Álvaro de la Marca—: bajo ningún concepto deben echar mano a nadie —también me dirigió una rápida ojeada—… A nadie.
—Lo que significa —resumió Quevedo, con su aguda facilidad para precisar conceptos— que no hay más que dos opciones: tener éxito, o hacerse matar con la boca cerrada.
Y lo dijo tan claro, que aun si lo dijera turbio, no me pesara.
Tras despedirnos de nuestros amigos, el capitán y yo anduvimos Arenal abajo hasta el puente de barcas, donde aguardaba, puntual y riguroso como de costumbre, el contador Olmedilla. Caminó éste a nuestro lado, seco, enlutado, el aire adusto, sin despegar los labios. El sol poniente nos alumbró horizontal mientras cruzábamos el río en dirección a los siniestros muros del castillo de la Inquisición, cuya vista yo asociaba con mis peores recuerdos. Íbamos dispuestos para el viaje: Olmedilla con un gabán negro y largo, provisto el capitán de capa, sombrero, espada y daga, y yo con un enorme hato a cuestas donde llevaba, con más discreción, algunas provisiones, dos mantas ruanas, un odre con vino, un par de pistolas, mi daga —ya reparada su guarnición en la calle Vizcaínos—, pólvora y balas, la herreruza del alguacil Sánchez, el viejo coleto de piel de búfalo de mi amo, y otro ligero, nuevo, de buen y grueso ante, que habíamos comprado para mí por veinte escudos en un jubonero de la calle Francos. La cita era en el corral del Negro, próximo a la Cruz del Altozano; así que dejando a la espalda la puente y la gran copia de barcos luengos, galeras y barquillas que estaban amarradas por toda la orilla hasta el puerto de los camaroneros, llegamos al sitio con la anochecida misma. Triana tenía varias posadas baratas, bodegones, garitos y parajes de soldados, de modo que no llamaba la atención ver por allí valientes y gente de espada. En realidad el corral del Negro era una posada infecta con el patio a cielo abierto convertido en taberna, sobre el que en días de lluvia se tendía un viejo toldo. La gente se sentaba allí con sombrero y capa bien puestos, y entre el fresco de la noche y la calaña de los parroquianos, era de lo más corriente que todo el mundo anduviese embozado hasta las cejas, con las dagas abultando en la cintura y la toledana respingando por detrás la capa. Ocupamos el capitán, Olmedilla y yo una mesa en un rincón, pedimos de beber y cenar, y echamos con mucha flema un vistazo alrededor. Ya había allí algunos de nuestros jaques. Reconocí en una mesa a Ginesillo el Lindo, que iba sin guitarra pero con una espada enorme al cinto, y a Guzmán Ramírez, los dos con el chapeo hundido hasta las orejas y las capas terciadas al hombro cubriéndoles media cara; y a nada vi entrar a Saramago el Portugués, que venía solo, y que a la luz de una candela se puso a leer un libro que sacó de la faltriquera. Al cabo entró Sebastián Copons, pequeño, duro y silencioso como de costumbre, y fue a sentarse con un jarro de vino sin mirar ni a su sombra. Nadie hacía visaje de reconocer a nadie, y poco a poco, solos o en parejas, iban llegando otros, andares zambos y recelar zaíno, resonantes de hierros, tomando asiento por aquí y por allá sin que ninguno se dirigiera la palabra. El grupo más numeroso que entró fue de tres: el patilludo Juan Jaqueta, su compadre Sangonera y el mulato Campuzano, a quienes las gestiones oportunas del capitán, vía Guadalmedina, habían permitido abandonar su retraimiento eclesiástico. Pese a la costumbre, el tabernero observaba tamaña afluencia de valientes con una suspicacia que pronto disipó el capitán repasándole las manos con unas cuantas piezas de plata, recurso idóneo para volver mudo, ciego y sordo al más curioso de los hosteleros, amén de advertencia sobre lo fácil que era, hablando de más, verse con un lindo tajo en la gorja. De esa forma, en la siguiente media hora terminó por completarse la jábega. Para mi sorpresa, pues nada le había oído decir sobre ello a Alatriste, el último en llegar fue el mismísimo Bartolo Cagafuego, con una montera calada sobre su tupida y única ceja, y una enorme sonrisa en la boca mellada y oscura, que le guiñó un ojo al capitán y se estuvo paseando bajo los arcos, cerca de nosotros y disimulando fatal, con la misma discreción que un oso pardo en una misa de réquiem. Y aunque mi amo nunca dijo nada sobre el particular, sospecho que, pese a ser más valentón de hojaldre que de hoja, y que sin duda podría haberse reclutado a otro sujeto de mejor acero, el capitán había gestionado la liberación del galeote más por razones sentimentales —si tales razones podemos atribuir a Alatriste— que por otra cosa. El caso es que allí estaba Cagafuego, quien a duras penas lograba ocultar su agradecimiento. Y bien podía estarlo, pardiez; que el capitán le ahorraba al rufo seis lindos años engrilletado a un remo, apaleando sardinas a la voz de ropa fuera y boga larga.
De ese modo quedó redondo el grupo, y nadie faltó a la cita. Yo acechaba la expresión de Olmedilla al comprobar el fruto de la recluta hecha por el capitán; y aunque el contador se mantenía tan antipático, inexpresivo y silencioso como solía, creí vislumbrarle un toque de aprobación. Aparte de los mentados, y según conocí por sus buenos o malos nombres de allí a poco, estaban presentes el murciano Pencho Bullas, los soldados viejos Enríquez el Zurdo y Andresito el de los Cincuenta, el cariacuchillado y grasiento Bravo de los Galeones, un marinero de Triana llamado Suárez, otro tal Mascarúa, un fulano con aire de hidalgo tronado, ojeroso y pálido al que llamaban el Caballero de Illescas, y un jienense rubicundo, barbudo y sonriente, de cráneo afeitado y fuertes brazos, que tenía por nombre Juan Eslava, y era notorio rufián de cantoneras sevillanas —vivía de cuatro o cinco, y las cuidaba como a hijas, o casi—, lo que justificaba su apodo, ganado en buena lid: el Galán de la Alameda. Imaginen vuestras mercedes el cuadro, con todas aquellas bravas piezas medio embozadas en el corral del Negro, resonándoles bajo la capa, cada vez que se movían, el tintineo amenazador de dagas, pistolas y espadas. Que de no saber uno que estaban de su parte —al menos de momento—, habría sido incapaz de hallarse los pulsos por más que los buscara. Al fin, cuando tamaña mesnada estuvo al completo, y para alivio del hostelero, Diego Alatriste dejó unas monedas sobre la mesa, nos pusimos en pie y salimos con Olmedilla en dirección al río, por las callejuelas negras como boca de lobo. No hubo necesidad de mirar atrás. Por el ruido de pasos que resonaban a nuestra espalda, supimos que los reclutas se iban deslizando uno tras otro por la puerta, y nos venían a la zaga.
Triana dormía en tinieblas, y lo que permanecía en vela procuraba apartarse, prudente, de nuestro camino. La luna ultimaba su menguante, pero aún nos servía con un poco de luz; la suficiente para ver recortada en la orilla una barca con la vela recogida en el mástil. Había un farol encendido a proa y otro en tierra, y dos bultos inmóviles, patrón y marinero, aguardaban a bordo. Fue allí donde se detuvo Alatriste, con Olmedilla y yo mismo a su lado, mientras las sombras que nos habían seguido iban congregándose alrededor. Mi amo envióme por uno de los faroles, y volví con él dejándolo en el suelo, a sus pies. Ahora la claridad tenue de la vela daba un aspecto aún más lúgubre a la concurrencia. Apenas se veían caras: sólo apuntes de bigotazos y barbas, embozos y sombreros calados hasta los ojos, y el destello apagado, metálico, de las armas que todos cargaban al cinto. Habían empezado los murmullos y los cuchicheos en voz muy baja, entre los camaradas que se habían ido reconociendo unos a otros, y el capitán los acalló a todos con una orden seca.
—Vamos a bajar por el río para un trabajo que se explicará cuando estemos donde debamos estar… Todos han cobrado ya una parte, así que nadie puede volverse atrás. Y excuso decir que somos mudos.
—La duda ofende —dijo alguien—. Que más de uno está probado en el potro, y supo negar como un caballero.
—Bueno es que eso quede claro… ¿Alguna pregunta?
—¿Cuándo embolsamos el resto? —preguntó otra voz anónima.
—Al terminar nuestra obligación. En principio, pasado mañana.
—¿También en oro?
—Contante y sonante. Doblones de dos caras, iguales a los que se han adelantado en señal a cada uno.
—¿Hay que aligerar muchas ánimas?
Miré de solayo al contador Olmedilla, oscuro y negro en su gabán, y vi que parecía escarbar el suelo con la punta de un pie, incómodo, como si estuviera lejos de allí o pensando en otra cosa. Sin duda, hombre de papeles y tinteros, no estaba acostumbrado a ciertas crudezas.
—No se reúne a gente de esta calidad —respondió Alatriste— para bailar la chacona.
Hubo algunas risas, pardieces y votos a tal. Cuando se apagaron, mi amo señaló la barca.
—Embarquen y acomódense lo mejor que puedan. Y a partir de este momento considérense vuestras mercedes como en milicia.
—¿Qué significa eso? —preguntó otra voz.
A la luz parva del farol, todos pudieron ver que el capitán apoyaba su mano izquierda, como al descuido, en el puño de la toledana.
Sus ojos horadaban la penumbra.
—Significa —dijo despacio— que a quien desobedezca una orden o tuerza el gesto, lo mato.
Olmedilla observó al capitán con mucha fijeza. En el corro no se oía el zumbido de un mosquito. Cada cual rumiaba aquello para sí, procurando que le hiciera buen provecho. Entonces, en mitad del silencio, se escuchó ruido de remos a poca distancia, junto a los barcos amarrados en la orilla del río. Todos los jaques se volvieron a mirar: un botecillo había salido de las sombras. En el rielar de las luces de la otra orilla se recortaba su silueta, con media docena de remeros bogando y tres bultos negros erguidos en la proa. Y en menos tiempo del que se tarda en contarlo, Sebastián Copons ya había saltado hacia allí, prevenido, apuntando con dos enormes pistolas aparecidas en sus manos casi por arte de magia; y el capitán Alatriste empuñaba, como un relámpago, el acero de su espada desnuda.
—Por atún y a ver al duque —dijo una voz familiar en la oscuridad.
Como si fueran un santo y seña, aquellas palabras nos relajaron al capitán y a mí, que también estaba a punto de echar mano a la daga.
—Es gente de paz —dijo Alatriste.
Tranquilizóse la jábega mientras mi amo envainaba y Copons guardaba las pistolas. El bote había tocado tierra más allá de la proa de nuestra embarcación, y los tres hombres que iban de pie se columbraban ahora en la vaga claridad del farol. Alatriste pasó junto a Copons, acercándose a la orilla. Lo seguí.
—Hay que despedir a un amigo —dijo la misma voz.
También yo había reconocido al conde de Guadalmedina. Iba, como sus dos acompañantes, embozado con sombrero y capa. Tras ellos, entre los remeros, vi brillar medio ocultas las mechas encendidas de un par de arcabuces. Los acompañantes de Álvaro de la Marca eran hombres dados a tomar precauciones.
—No disponemos de mucho tiempo —dijo el capitán, seco.
—Nadie pretende incomodar —respondió Guadalmedina, que seguía con los otros en el bote, sin bajar a tierra—. Id a lo vuestro.
Alatriste se quedó mirando a los embozados. Uno era corpulento, con la capa bien envuelta en torno a un torso y unos hombros poderosos. El otro era más delgado, con sombrero sin plumas y capa parda que lo cubría de los ojos a los pies. El capitán todavía estuvo un momento observándolos. Él mismo estaba iluminado por el farol de la proa de la barca, rojizo el perfil de halcón sobre el mostacho, los ojos vigilantes bajo el ala oscura del fieltro, la mano rozando la cazoleta reluciente de su espada. Se le veía sombrío y peligroso en la penumbra, e imaginé que desde el bote su aspecto era parecido. Al fin volvióse a Copons, que seguía a medio camino, y a los del grupo, que aguardaban algo más lejos, disimulados en las sombras.
—A bordo —dijo.
Uno a uno, Copons el primero, los jaques fueron pasando junto a Alatriste, y el farol de la proa los alumbró conforme subían a la barca con mucho ruido de la ferretería que cargaban encima. La mayor parte se tapaba la cara al pasar ante la luz, pero otros la descubrían con indiferencia o desafío. Alguno incluso se detuvo para echar un vistazo curioso a los tres embozados, que presenciaban el bizarro desfile sin decir esta boca es mía. El contador Olmedilla se detuvo un instante junto al capitán, contemplando a los del bote con el aire preocupado, como si dudara entre dirigirles o no la palabra. Optó por no hacerlo, pasó una pierna sobre la regala de nuestra barca, y entorpecido por su gabán habría caído al agua de no verse socorrido por un par de fuertes manos que lo metieron dentro. El último fue Bartolo Cagafuego, que traía el otro farol en la mano, y me lo entregó antes de subir a la barca con tanto ruido como si llevara media Vizcaya en el cinto y los bolsillos. Mi amo seguía inmóvil, observando a los de la otra barca.
—Es lo que hay —dijo, seco.
—No parece mala tropa —comentó el embozado alto y fuerte.
Alatriste lo miró, intentando penetrar la oscuridad. Él había oído antes aquella otra voz. El tercer embozado, más delgado y de menor estatura, que se hallaba entre él y Guadalmedina, y que había asistido en silencio al embarque de los hombres, estudiaba ahora con mucho detenimiento al capitán.
—Por vida mía —dijo al fin— que a mí me dan miedo.
Tenía una voz neutra y bien educada. Una voz acostumbrada a que nadie le llevase la contraria. Al oírla, Alatriste se quedó tan quieto como una estatua de piedra. Por unos instantes sentí su respiración, tranquila y muy pausada. Luego me puso una mano en el hombro.
—Sube a bordo —ordenó.
Obedecí, llevándome nuestro equipaje y el farol. Salté sobre la regala y fui a acomodarme en la proa, entre los hombres envueltos en sus capas que olían a sudor, hierro y cuero. Copons me hizo un sitio y allí me instalé, sentado sobre mi fardo. Desde ese lugar vi como Alatriste, de pie en la orilla, miraba todavía a los embozados del bote. Luego alzó una mano como para quitarse el sombrero, aunque sin llegar a consumar el gesto —se limitó a tocar el ala a modo de saludo—, terció la capa al hombro y embarcó a su vez.
—Buena caza —dijo Guadalmedina.
Nadie le respondió. El patrón había soltado las amarras, y el marinero, tras alejarnos de la orilla empujando con un remo, izaba la vela. Y así, con ayuda de la corriente y la suave brisa que soplaba de tierra, cortando en el agua negra el reflejo tenue de las pocas luces de Sevilla y de Triana, nuestra barca se deslizó silenciosamente río abajo.
Había innumerables estrellas en el cielo, y los árboles y los arbustos desfilaban como tupidas sombras negras a derecha e izquierda, a medida que seguíamos el Guadalquivir. Sevilla quedaba muy atrás, al otro lado de los recodos del cauce, y el relente de la noche empapaba de humedad las maderas de la barca y nuestras capas. Tendido cerca de mí, el contador Olmedilla tiritaba de frío. Yo contemplaba la noche con mi manta hasta la barbilla y la cabeza recostada en el fardo, observando de vez en cuando la silueta inmóvil de Alatriste, sentado en la popa junto al patrón. Sobre mi cabeza, la mancha clara de la vela oscilaba con la corriente, cubriendo y descubriendo los puntitos luminosos que tachonaban el cielo.
Casi todos los hombres guardaban silencio. La tropa de bultos negros estaba amontonada en el estrecho espacio de la barca. Junto al rumor del agua se oían respiraciones somnolientas y recios ronquidos, o como mucho algún cuchicheo en voz baja de los que permanecían despiertos. Alguien canturreaba una jácara en falsete. A mi lado, con el chapeo sobre la cara y la capa bien fajada, Sebastián Copons dormía a pierna suelta.
La daga se me clavaba en los riñones, así que terminé por quitármela. Durante un rato, admirando las estrellas con los ojos muy abiertos, quise pensar en Angélica de Alquézar; pero su imagen borrábase una y otra vez, desapareciendo tras la incertidumbre de lo que aguardaba río abajo. Yo había oído las instrucciones de Álvaro de la Marca al capitán, igual que las conversaciones que éste había mantenido con Olmedilla, y conocía a trazos gruesos el plan de ataque al galeón flamenco. La idea consistía en abordarlo mientras estaba fondeado en la barra de Sanlúcar, cortar sus amarras y aprovechar la corriente y la marea, que de noche solían ser favorables, para llevarlo a la costa, embarrancarlo allí y transportar el botín a la playa, donde aguardaría una escolta oficial prevenida al efecto: un piquete de la guardia española, que a esas horas ya debía de estar llegando a Sanlúcar por tierra, y que esperaría discreto el momento de intervenir. En cuanto a la tripulación del Niklaasbergen, eran marineros, no soldados, y además serían tomados por sorpresa. Respecto a su suerte, las instrucciones eran tajantes: a todo efecto, aquello iría a la cuenta de una atrevida incursión de piratas. Y si hay algo seguro en la vida, es que los muertos no hablan.
Hizo más frío al romper el alba, con la primera claridad recortando las copas de los chopos y los álamos que bordeaban la orilla oriental. Eso espabiló a algunos hombres, que se removieron juntándose unos con otros a fin de procurarse algún calor. Los más despiertos hablaban en voz baja para matar el tiempo, haciendo circular una bota de vino. Había tres o cuatro que cuchicheaban cerca de mí, creyéndome dormido. Eran Juan Jaqueta, su compadre Sangonera, y alguno más. Y hablaban del capitán Alatriste.
—Sigue siendo el mismo —decía Jaqueta—… Mudo y tranquilo como la madre que lo parió.
—¿Es de fiar? —preguntó un bravo.
—Como una bula del Papa. Estuvo un tiempo en Sevilla, viviendo de la hoja a la manera del que más. Compartimos altana y naranjos una temporada… Un mal asunto en Nápoles, me dijeron. Con una muerte.
—Dicen que es soldado viejo y ha estado en Flandes.
—Sí —Jaqueta bajaba un poco la voz—. Como ese aragonés que duerme ahí, y el mozo… Pero ya estuvo antes en la otra guerra, cuando lo de Nieuport y Ostende.
—¿Tiene buena mano?
—Pardiez. Y también es muy resabiado y muy perro —Jaqueta hizo un alto para darle un tiento a la bota: oí el chorro cayendo en su boca—… Cuando te mira con esos ojos que parecen escarcha, ya puedes ir quitándote de en medio. Le he visto dar mojadas y hacer destrozos que no hiciera una bala en un coleto.
Hubo una pausa, y más visitas al vino. Supuse que los valentones observaban a mi amo, que seguía inmóvil en la popa, junto al patrón que empuñaba la caña del timón.
—¿De veras es capitán? —preguntó Sangonera.
—No creo —respondió su compadre—. Pero todo el mundo lo llama capitán Alatriste.
—Es verdad que no parece de muchas palabras.
—No. Ése es de los que parlan más con la toledana que con la mojarra. Y a fe mía que se bate mejor aún que se calla… Un conocido estuvo con él en las galeras de Nápoles hace diez o quince años, de almogavaría por el canal de Constantinopla. Y me contó que los turcos los abordaron con casi toda la gente muerta a bordo, y que Alatriste y una docena retrocedieron riñendo la crujía palmo a palmo, y luego se hicieron fuertes en el bastión de la carroza, acuchillando turcos como salvajes, hasta que se vieron muertos o heridos… Así se los llevaban canal adentro, cuando tuvieron la fortuna de que dos galeras de Malta les ahorraran verse al remo para los restos.
—Es hombre de hígados, entonces —dijo uno.
—Puede uced jurarlo, camarada.
—Y de potra —apuntó otro.
—Eso último no lo sé. Ahora, por lo menos, las cosas no parecen irle mal… Si puede aliviarnos a nosotros de la gura, dándonos el noli me tángere como lindamente ha hecho, algo de mano tendrá.
—¿Quiénes eran los embozados del bote?
—Ni idea. Pero se mordía gente principal. Igual son los que aforan la dobla.
—¿Y el de negro?… Me refiero al torpe que casi se cae al agua.
—Sobre ese, a iglesia me llamo. Pero si es de la carda, yo soy Lutero.
Oí nuevos chorros de vino y un par de eructos satisfechos.
—Buena fatiga parece ésta, por lo menos —dijo alguien, al rato—. Hay oro y camaradas.
Jaqueta se rió en voz baja.
—Sí. Pero ya oyó antes vuacé al señor jefe. Primero hay que ganarlo… Y no lo dan por hacer la rúa en domingo.
—De cualquier manera —dijo uno—, vive Cristo que me acomoda. Por mil doscientos reales yo afufo al lucero del alba.
—Y yo —terció otro.
—Además, aforan en buenos palos de baraja: ases de oros limpios como el sol, iguales al que llevo en el bolsillo.
Les oí cuchichear. Cuantos sabían sumar hacían cuentas por lo bajo.
—¿Es cantidad fija? —preguntó Sangonera—. ¿O se paga el monto a repartir entre los que vivan?
Volvió a sonar la risa apagada de Juan Jaqueta.
—Eso no creo que lo sepamos hasta el postre… Es una forma como otra cualquiera de evitar que, a media sarracina y aprovechando el barullo, nos matemos por la espalda unos a otros.
Ya enrojecía el horizonte tras los árboles, dejando entrever los matorrales y las amenas huertas que a veces se asomaban a las orillas del río. Al fin me levanté, y pasando entre los bultos dormidos fui a popa, con el capitán. El patrón, un individuo vestido con sayo de estameña y un descolorido bonete en la cabeza, negó cuando le ofrecí vino del pellejo que traía para mi amo. Se apoyaba con un codo en la caña, atento a mantener la distancia con las orillas, a la brisa que impulsaba la vela y a los troncos sueltos que ya podían verse arrastrados por las aguas. Tenía la cara muy curtida por el sol, y ni le había oído una palabra hasta entonces, ni se la oí en adelante. Alatriste bebió un trago de vino y masticó el trozo de pan con cecina que yo le llevaba. Me quedé a su lado mirando la luz que se intensificaba en el horizonte y la ausencia de nubes en el cielo: en el río era todavía imprecisa y gris, y los hombres tumbados en el suelo de la barca seguían envueltos en sombras.
—¿Qué hace Olmedilla? —preguntó el capitán, vuelto hacia donde estaba el contador.
—Duerme. Ha pasado la noche muerto de frío.
Esbozó mi amo una sonrisa.
—No tiene costumbre —dijo.
Sonreí, a mi vez. Nosotros sí la teníamos. Él y yo.
—¿Subirá a la urca con nosotros?
Alatriste encogió un poco los hombros.
—Quién sabe —dijo.
—Habrá que cuidar de él —murmuré, preocupado.
—Cada uno deberá cuidarse solo. Cuando llegue el momento, ocúpate de ti mismo.
Nos quedamos callados, pasándonos la bota de vino. Mi amo estuvo un rato mascando.
—Te has hecho mayor —dijo entre dos bocados.
Seguía observándome, pensativo. Yo sentí una suave oleada de satisfacción entibiarme la sangre.
—Quiero ser soldado —dije a bocajarro.
—Creí que con lo de Breda tenías bastante.
—Quiero serlo. Como mi padre.
Dejó de masticar, aún siguió atento a mí un trecho, y al cabo señaló con el mentón hacia los hombres tumbados en la barca.
—No es un gran futuro —opinó.
Estuvimos un rato sin decir nada, mecidos por el balanceo de la embarcación. Ahora el paisaje empezaba a colorearse de rojo tras los árboles, y las sombras eran menos grises.
—De cualquier modo —dijo de pronto Alatriste— faltan un par de años para que te dejen sentar plaza en una bandera. Y hemos descuidado tu educación. Así que, a partir de pasado mañana…
—Leo libros —lo interrumpí—. Hago razonable letra, sé las declinaciones latinas y las cuatro reglas.
—No es suficiente. El Dómine Pérez es un buen sujeto, y en Madrid puede ocuparse de ti.
Calló de nuevo, para dirigir otra ojeada a los hombres dormidos. La luz levante acentuaba las cicatrices de su cara.
—En este mundo —dijo al cabo—, a veces llega la pluma donde no alcanza la espada.
—Pues resulta injusto —respondí.
—Quizás.
Había tardado un poco en decirlo, y creí advertir mucha amargura en el quizás. Por mi parte, encogí los hombros bajo la manta. A los dieciséis años, yo estaba seguro de que llegaría fácilmente a donde fuera menester llegar. Y maldita la tecla que tocaba el Dómine Pérez en todo aquello.
—Todavía no es pasado mañana, capitán.
Lo dije casi con alivio, desafiante, mirando obstinado el río ante nosotros. Sin volverme, supe que Alatriste me estudiaba con mucha atención; y cuando por fin giré el rostro, vi que el sol naciente le teñía de rojo los iris glaucos.
—Tienes razón —dijo, pasándome la bota—. Todavía nos queda mucho camino.