Aquella velada había de resultar agitada y toledana; pero antes de llegar a ello tuvimos cena e interesante plática. También hubo la imprevista aparición de un amigo: Don Francisco de Quevedo no le había dicho al capitán Alatriste que la persona con la que iba a entrevistarse por la noche era su amigo Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina. Para sorpresa de Alatriste, y también mía, el conde apareció en la hostería de Becerra apenas se puso el sol, tan desenvuelto y cordial como siempre, abrazando al capitán, dedicándome una cariñosa cachetada, y reclamando a voces vino de calidad, una cena en condiciones y un cuarto cómodo para charlar con sus amigos.
—Vive Dios que tenéis que contarme lo de Breda.
Vestía muy a premática del Rey nuestro señor, salvo el coleto de ante. El resto era ropa de precio aunque discreta, sin bordados ni cosa de oro, botas militares, guantes de ámbar, sombrero y capa larga; y bajo el cinto, amén de espada y daga, cargaba un par de pistoletes. Conociendo a Don Álvaro, era obvio que su noche iba a prolongarse más allá de nuestra entrevista, y que hacia la madrugada algún marido o abadesa tendrían motivos para dormir con un ojo abierto. Recordé lo que había comentado Quevedo sobre su papel de acompañante en las correrías del Rey.
—Te veo muy bien, Alatriste.
—Tampoco a vuestra merced se le ve mal.
—Psché. Me cuido. Pero no te engañes, amigo mío. En la Corte, no trabajar da muchísimo trabajo.
Seguía siendo el mismo: apuesto, galán, con modales exquisitos que no estaban reñidos con aquella amable espontaneidad, algo ruda y casi a lo soldado, que siempre mantuvo con mi amo desde que éste salvó su vida cuando el desastre de las Querquenes. Brindó por Breda, por Alatriste y hasta por mí, discutió con Don Francisco sobre los consonantes de un soneto, despachó con excelente apetito el cordero a la miel servido en vajilla de buena loza trianera, pidió una pipa de barro, tabaco, y entre volutas de humo se recostó en su silla, desabrochado el coleto y el aire satisfecho.
—Hablemos de asuntos serios —dijo.
Luego, entre chupadas a la pipa y tientos al vino de Aracena, me observó un instante para establecer si yo debía escuchar lo que estaba a punto de decir, y por fin nos puso sin más rodeos al corriente. Empezó explicando que el sistema de flotas para traer el oro y la plata, el monopolio comercial de Sevilla y el control estricto de quienes viajaban a las Indias, tenían por objeto impedir la injerencia extranjera y el contrabando, y mantener engrasada la descomunal máquina de impuestos, aranceles y tasas de la que se nutría la monarquía y cuantos parásitos albergaba. Ésa era la razón del almojarifazgo: el cordón aduanero en torno a Sevilla, Cádiz y su bahía, puerta exclusiva de las Indias. De ahí sacaban las arcas reales linda copia de rentas; con la particularidad de que, en una administración corrupta como la española, ajustaba más que los gestores y responsables pagasen a la Corona una cantidad fija por sus cargos, y de puertas adentro se las apañaran para su capa, robando a mansalva. Sin que eso fuese obstáculo, en tiempos de vacas flacas, para que el Rey ordenase a veces un escarmiento, o la incautación de tesoros de particulares que venían con las flotas.
—El problema —apuntó entre dos chupadas a la pipa— es que todos esos impuestos, destinados a costear la defensa del comercio con las Indias, devoran lo que dicen defender. Hace falta mucho oro y plata para sostener la guerra en Flandes, la corrupción y la apatía nacionales. Así que los comerciantes deben elegir entre dos males: verse desangrados por la hacienda real, o la ilegalidad del contrabando… Todo eso alumbra una abundante picaresca —miró a Quevedo, sonriente, poniéndolo por testigo—… ¿No es cierto, Don Francisco?
—Aquí —asintió el poeta— hasta el más menguado hace encaje de bolillos.
—O se mete oro en la bolsa.
—Cierto —Quevedo bebió un largo trago, secándose la boca con el dorso de la mano—. A fin de cuentas, poderoso caballero es Don Dinero.
Guadalmedina lo miró, admirado.
—Buena definición, pardiez. Debería vuestra merced escribir algo sobre eso.
—Ya lo hice.
—Vaya. Me alegro.
—«Nace en las Indias honrado…» —recitó Don Francisco, la jarra de nuevo en los labios y ahuecándole la voz.
—Ah, era eso —el conde le guiñó un ojo a Alatriste—. Lo creía de Góngora.
Al poeta se le atragantó el vino a medio sorbo.
—Voto a Dios y a Cristo vivo.
—Bueno, amigo mío.
—Ni bueno ni malo, por Belcebú. Esa afrenta de vuestra merced no se diera ni entre luteranos… ¿Qué tengo que ver yo con esos cagarripios de oh, qué lindico, que después de haber sido judíos y moros se meten a pastores?
—Sólo era una chanza.
—Por tales chanzas suelo batirme, señor conde.
—Pues conmigo, ni soñarlo —el aristócrata sonreía, conciliador y bonachón, acariciándose el bigote rizado y la perilla—. Aún recuerdo la lección de esgrima que vuestra merced le dio a Pacheco de Narváez —alzó con gracia la diestra, destocándose con mucha política un sombrero imaginario—… Os presento mis excusas, Don Francisco.
—Hum.
—¿Cómo que hum?… Soy grande de España, cuerpo de tal. Tened la bondad de apreciarme el gesto.
—Hum.
Sosegados pese a todo los ánimos del poeta, Guadalmedina siguió aportando detalles que el capitán Alatriste escuchaba atento, su jarra de vino en la mano, medio iluminado el perfil rojizo por la llama de las velas que ardían sobre la mesa. La guerra es limpia, había dicho una vez, tiempo atrás. Y en ese momento yo comprendí bien a qué se refería. En cuanto a los extranjeros, estaba diciendo Guadalmedina, para esquivar el monopolio utilizaban a intermediarios locales como terceros —se les llamaba metedores, con lo que todo estaba dicho—, desviando así las mercancías, el oro y la plata que nunca habrían podido conseguir directamente. Pero además, que los galeones salieran de Sevilla y volvieran a ella era una ficción legal: casi siempre se quedaban en Cádiz, El Puerto de Santa María o la barra de Sanlúcar, donde transbordaban. Todo eso animaba a muchos comerciantes a instalarse en esa zona, donde era más fácil eludir la vigilancia.
—Han llegado a construir barcos con un tonelaje oficial declarado, y otro que es el auténtico. Todo el mundo sabe que se confiesan cinco y se transportan diez; pero el soborno y la corrupción mantienen las bocas cerradas y las voluntades abiertas. Demasiados han hecho así fortuna —estudió la cazoleta de la pipa, como si algo allí atrajera su atención—… Eso incluye a altos funcionarios reales.
Álvaro de la Marca prosiguió su relato. Aletargada por los beneficios del comercio ultramarino, Sevilla, como el resto de España, era incapaz de sostener industria propia. Muchos naturales de otros países habían logrado establecerse, y con su tenacidad y su trabajo eran ahora imprescindibles. Eso les daba una situación de privilegio como intermediarios entre España y toda la Europa contra la que nos hallábamos en guerra. La paradoja era que mientras se combatía a Inglaterra, a Francia, a Dinamarca, al Turco y a las provincias rebeldes, se les compraba al mismo tiempo, mediante terceros, mercaderías, jarcia, alquitrán, velas y otros géneros necesarios tanto en la Península como al otro lado del Atlántico. El oro de las Indias escapaba así para financiar ejércitos y naves que nos combatían. Era un secreto a voces, pero nadie cortaba aquel tráfico porque todos se beneficiaban. Incluso el Rey.
—El resultado salta a la vista: España se va al diablo. Todos roban, trampean, mienten y ninguno paga lo que debe.
—Y además se jactan de ello —apuntó Quevedo.
—Además.
En ese panorama, prosiguió Guadalmedina, el contrabando de oro y de plata era decisivo. Los tesoros importados por particulares solían declararse en la mitad de su valor, merced a la complicidad de los aduaneros y empleados de la Casa de Contratación. Con cada flota llegaba una fortuna que se perdía en bolsillos privados o terminaba en Londres, Ámsterdam, París o Génova. Ese contrabando lo practicaban con entusiasmo extranjeros y españoles, comerciantes, funcionarios, generales de flotas, almirantes, pasajeros, marineros, militares y eclesiásticos. Era ilustrativo el escándalo del obispo Pérez de Espinosa, quien al fallecer un par de años antes en Sevilla había dejado quinientos mil reales y sesenta y dos lingotes de oro, que fueron embargados por la Corona al averiguarse que procedían de las Indias sin pasar aduana.
—Aparte de mercancías diversas —añadió el aristócrata—, se calcula que la flota que está a punto de llegar trae veinte millones de reales en plata de Zacatecas y Potosí, entre el tesoro del Rey y de los particulares… Y también ochenta quintales de oro en barras.
—Es sólo la cantidad oficial —precisó Quevedo.
—Así es. De la plata se calcula que una cuarta parte más viene de contrabando. En cuanto al oro, casi todo pertenece al tesoro real… Pero uno de los galeones trae una carga clandestina de lingotes. Una carga que nadie ha declarado.
Se detuvo Álvaro de la Marca y bebió un largo trago para dejar espacio a que el capitán Alatriste asumiera bien la idea. Quevedo había sacado una cajita de tabaco en polvo, del que aspiró una pizca por la nariz. Luego de estornudar discretamente, se limpió con un pañizuelo arrugado que extrajo de una manga.
—El barco se llama Virgen de Regla —continuó al fin Guadalmedina—. Es un galeón de dieciséis cañones, propiedad del duque de Medina Sidonia y fletado por un comerciante genovés de Sevilla que se llama Jerónimo Garaffa… A la ida transporta mercancías diversas, azogue de Almadén para las minas de plata y bulas papales; y a la vuelta, todo cuanto pueden meterle dentro. Y puede meterse mucho, entre otras cosas porque está averiguado que su desplazamiento oficial es de novecientos toneles de a veintisiete arrobas, cuando en realidad los trucos de su construcción le dan una capacidad de mil cuatrocientos…
El Virgen de Regla, prosiguió, venía con la flota, y su carga declarada incluía ámbar líquido, cochinilla, lana y cueros con destino a los comerciantes de Cádiz y Sevilla. También cinco millones de reales de plata acuñados —dos tercios eran propiedad de particulares —, y mil quinientos lingotes de oro destinados al tesoro real.
—Buen botín para piratas —apuntó Quevedo.
—Sobre todo si consideramos que en la flota de este año vienen otras cuatro naves con cargas parecidas —Guadalmedina miró al capitán entre el humo de su pipa—… ¿Comprendes por qué los ingleses estaban interesados en Cádiz?
—¿Y cómo lo saben los ingleses?
—Diablos, Alatriste. ¿No lo sabemos nosotros?… Si con dinero puede comprarse hasta la salvación del alma, imagínate el resto. Te veo algo ingenuo esta noche. ¿Dónde has estado los últimos años?… ¿En Flandes, o en el limbo?
Alatriste se sirvió más vino y no dijo nada. Sus ojos se posaron en Quevedo, que amagó una sonrisa y encogió los hombros. Es lo que hay, decía el gesto. Y nunca hubo otra cosa.
—En cualquier caso —estaba diciendo Guadalmedina—, importa poco lo que el galeón traiga declarado. Sabemos que carga más plata de contrabando, por un valor aproximado de un millón de reales; aunque en este caso también la plata es lo de menos. Lo importante es que el Virgen de Regla trae en sus bodegas otras dos mil barras de oro sin declarar —apuntó al capitán con el caño de la pipa—… ¿Sabes lo que esa carga clandestina vale, tirando muy por lo bajo?
—No tengo la menor idea.
—Pues vale doscientos mil escudos de oro.
El capitán se miró las manos inmóviles sobre la mesa. Calculaba en silencio.
—Cien millones de maravedís —murmuró.
—Exacto —Guadalmedina se reía—. Todos sabemos lo que vale un escudo.
Alatriste alzó la cabeza para observar con fijeza al aristócrata.
—Vuestra merced se equivoca —dijo—… No todos lo saben como lo sé yo.
Guadalmedina abrió la boca, sin duda para una nueva chanza, pero la expresión helada de mi amo pareció disuadirlo en el acto. Conocíamos que el capitán Alatriste había matado hombres por la diez milésima parte de tal cantidad. Sin duda en ese momento imaginaba, igual que yo mismo, cuántos ejércitos podían comprarse con semejante suma. Cuántos arcabuces, cuántas vidas y cuántos muertos. Cuántas voluntades y cuántas conciencias.
Se oyó un carraspeo de Quevedo, y luego el poeta recitó, grave y lento, en voz baja:
Toda esta vida es hurtar,
no es el ser ladrón afrenta,
que como este mundo es venta,
en él es propio el robar.
Nadie verás castigar
porque hurta plata o cobre:
que al que azotan es por pobre.
Después de eso hubo un silencio incómodo. Álvaro de la Marca miraba su pipa. Al fin la puso sobre la mesa.
—Para cargar esos cuarenta quintales de oro suplementario —prosiguió al fin—, más la plata no declarada, el capitán del Virgen de Regla ha hecho retirar ocho de los cañones del galeón. Aun así navega muy pesado, según cuentan.
—¿A quién pertenece el oro? —preguntó Alatriste.
—Ese punto es vidrioso. De una parte está el duque de Medina Sidonia, que organiza la operación, pone el barco y se lleva los mayores beneficios. También hay un banquero de Lisboa y otro de Amberes, y algunos personajes de la Corte… Uno de ellos parece ser el secretario real, Luis de Alquézar.
El capitán me estudió un instante. Yo le había contado, por supuesto, el encuentro con Gualterio Malatesta ante los Reales Alcázares, aunque sin mencionar el carruaje y los ojos azules que había creído ver en el séquito de la reina. Guadalmedina y Quevedo, que a su vez lo observaban atentos, se miraron entre sí.
—La maniobra —continuó Álvaro de la Marca— consiste en que, antes de descargar oficialmente en Cádiz o Sevilla, el Virgen de Regla fondee en la barra de Sanlúcar. Han comprado al general y al almirante de la flota para que las naves, so pretexto del tiempo, de los ingleses o lo que sea, echen allí el ancla durante al menos una noche. Entonces se hará el transbordo del oro de contrabando a otro galeón que espera en ese paraje: el Niklaasbergen. Una urca flamenca de Ostende, con capitán, tripulación y armador irreprochablemente católicos… Libres para ir y venir entre España y Flandes, bajo el amparo de las banderas del Rey nuestro señor.
—¿Dónde llevarán el oro?
—Según parece, la parte de Medina Sidonia y los otros se queda en Lisboa, donde el banquero portugués la pondrá a buen recaudo… El resto va directamente a las provincias rebeldes.
—Eso es traición —dijo Alatriste.
Su voz era tranquila, y la mano que llevó la jarra a sus labios, mojando el mostacho en vino, no se alteró lo más mínimo. Pero yo veía ensombrecerse sus ojos claros de un modo extraño.
—Traición —repitió.
El tono de esa palabra avivó imágenes recientes en mi memoria. Las filas de infantería española impávidas en la llanura del molino Ruyter, con el tambor que redoblaba a nuestra espalda llevando a los que iban a morir la nostalgia de España. El buen gallego Rivas y el alférez Chacón, muertos por salvar la bandera ajedrezada de azul y blanco en la ladera del reducto de Terheyden. El grito de cien gargantas saliendo al amanecer de los canales, al asalto de Oudkerk. Los hombres que lloraban tierra después de pelear al arma blanca en las caponeras… De pronto yo también sentí deseos de beber, y vacié mi jarra de un golpe.
Quevedo y Guadalmedina cambiaban otra mirada.
—Eso es España, capitán Alatriste —dijo Don Francisco—. Se nota que vuestra merced ha perdido en Flandes la costumbre.
—Sobre todo —apostilló Guadalmedina—, lo que son es negocios. Y no se trata de la primera vez. La diferencia es que ahora el Rey, y en especial Olivares, desconfían de Medina Sidonia… El recibimiento que les dispensó hace dos años en sus tierras de Doña Ana, y las finezas con que los obsequia en este viaje, no ocultan el hecho de que Don Manuel de Guzmán, el octavo duque, se ha convertido en un pequeño Rey de Andalucía… De Huelva a Málaga y Sevilla hace su voluntad; y eso, con el moro enfrente y con Cataluña y Portugal siempre cogidos con alfileres, resulta peligroso. Olivares recela que Medina Sidonia y su hijo Gaspar, el conde de Niebla, preparen una jugada para darle un sobresalto a la Corona… En otro momento esas cosas se solucionarían degollándolos tras un proceso a tono con su calidad… Pero los Medina Sidonia están muy alto, y Olivares, que pese a ser pariente suyo los aborrece, nunca osaría mezclar su nombre, sin pruebas, en un escándalo público.
—¿Y Alquézar?
—Ni siquiera el secretario real es hoy presa fácil. Ha medrado en la Corte, tiene el apoyo del inquisidor Bocanegra y del Consejo de Aragón… Además, en sus peligrosos juegos dobles, el conde duque lo considera útil —Guadalmedina encogió los hombros, desdeñoso—. Así que se ha optado por una solución discreta y eficaz para todos.
—Un escarmiento —apuntó Quevedo.
—Exacto. Eso incluye levantar el oro de contrabando en las mismas narices de Medina Sidonia, e ingresarlo en las arcas reales. El propio Olivares ha planeado el lance con aprobación del Rey, y ésa es la causa de este viaje a Sevilla de sus majestades: nuestro cuarto Felipe quiere asistir al espectáculo; y luego, con su impasibilidad habitual, despedirse del viejo duque con un abrazo, lo bastante cerca para oírle rechinar los dientes… El problema es que el plan ideado por Olivares tiene dos partes: una semioficial, algo delicada, y otra oficiosa, más difícil.
—La palabra exacta es peligrosa —matizó Quevedo, siempre atento a la precisión del concepto.
Guadalmedina se inclinaba sobre la mesa hacia el capitán.
—En la primera, como habrás supuesto, entra el contador Olmedilla…
Mi amo asintió despacio. Ahora cada pieza encajaba en su sitio.
—Y en la segunda —dijo— entro yo.
Álvaro de la Marca se acarició con mucha calma el bigote. Sonreía.
—Si algo me gusta de ti, Alatriste, es que nunca hay que explicarte las cosas dos veces.
Salimos a pasear las calles estrechas y mal iluminadas, ya muy entrada la noche. Había luna menguante que daba una bella claridad lechosa a los zaguanes de las casas, y permitía distinguir nuestros perfiles bajo los aleros y las copas sombrías de los naranjos.
A veces cruzábamos bultos oscuros que apresuraban el paso ante nuestra presencia, pues Sevilla era tan insegura como cualquier otra ciudad a esas horas de tiniebla. Al desembocar en una pequeña plazuela, una silueta embozada, que estaba apoyada y susurrante junto a una ventana, se volvió a la defensiva mientras aquella se cerraba de golpe, y en la sombra negra, masculina, vimos relucir por si acaso el brillo de un acero. Guadalmedina rió tranquilizador y dijo buenas noches a la sombra inmóvil, y proseguimos camino. El ruido de nuestros pasos nos precedía por las esquinas y los adarves. A veces, la claridad de un candil se dejaba ver tras las celosías de las ventanas enrejadas, y velas o lampiones de hojalata ardían en el recodo de alguna calle, bajo una imagen de azulejos de una Concepción o un Cristo atormentado.
El contador Olmedilla, explicó Guadalmedina mientras caminábamos, era un funcionario gris, un ratón de números y archivos, con auténtico talento para su oficio. Gozaba de toda la confianza del conde duque de Olivares, a quien asistía en materia contable. Y para que nos hiciéramos idea del personaje, apuntó que, además de la investigación que llevó al patíbulo a Rodrigo Calderón, había actuado también en las causas contra los duques de Lerma y Osuna. Para colmo, cosa insólita en su oficio, se le tenía por honrado. Su única pasión conocida eran las cuatro reglas; y la meta de su vida, que las cuentas cuadraran. Toda aquella información sobre el contrabando de oro era el resultado de informes obtenidos por espías del conde duque, confirmados por varios meses de paciente investigación de Olmedilla en los despachos, covachuelas y archivos oportunos.
—Faltan sólo por averiguar los últimos detalles —concluyó el aristócrata—. La flota ya ha sido avistada, así que no queda mucho tiempo. Todo debe estar resuelto mañana, en el curso de una visita que Olmedilla hará al fletador del galeón, ese tal Garaffa, para que aclare ciertos puntos sobre el transbordo del oro al Niklaasbergen… Por supuesto, la visita no tiene carácter oficial, y Olmedilla carece de título o autoridad que pueda mostrar —Guadalmedina enarcó las cejas, irónico— así que es probable que el genovés se llame a sagrado.
Pasamos frente a una taberna. Había luz en la ventana, y de adentro salía música de guitarra. Se abrió la puerta, dejando escapar cantos y risas. Antes de irse a desollar la zorra, alguien vomitaba con estrépito el vino en el umbral. Entre arcada y arcada oíamos su voz enronquecida, que se acordaba de Dios, y no precisamente para rezar.
—¿Por qué no meten preso a ese Garaffa? —inquirió Alatriste—… Una mazmorra, un escribano, un verdugo y un trato de cuerda hacen milagros. A fin de cuentas, se empeña la potestad del Rey.
—No es tan fácil. El poder en Sevilla lo disputan la Audiencia Real y el Cabildo, y el arzobispo mete mano en cuanto se mueve. Garaffa está bien relacionado por esa parte y por la de Medina Sidonia. Habría escándalo, y entretanto el oro volaría… No. Todo debe hacerse de modo discreto. Y el genovés, después de contar lo que sabe, tiene que desaparecer unos días. Vive solo con un criado, así que a nadie le importará tampoco si desaparece para siempre —hizo una pausa significativa—… Ni siquiera al Rey.
Tras decir aquello, Guadalmedina caminó un trecho en silencio. Quevedo iba a mi lado, un poco más atrás, balanceándose con su digna cojera, la mano en mi hombro como si en cierto modo pretendiera mantenerme al margen.
—En resumen, Alatriste: tú repartes los naipes.
Yo no veía el rostro del capitán. Sólo su silueta oscura delante de mí, el sombrero y el extremo de su espada que se recortaba en los rectángulos de claridad que la luna deslizaba entre los aleros. Al cabo de un rato oí sus palabras:
—Despachar al genovés es fácil. En cuanto a lo otro…
Hizo una pausa y se detuvo. Llegamos a su altura. Tenía la cabeza inclinada, y cuando alzó el rostro los ojos claros recibieron los reflejos de la noche.
—No me gusta torturar.
Lo dijo con sencillez, sin inflexiones ni dramatismos. Un hecho objetivo comentado en voz alta. Tampoco le gustaba el vino agrio, ni el guiso con demasiada sal, ni los hombres incapaces de gobernarse por reglas, aunque éstas fuesen personales, diferentes o marginales. Hubo un silencio, y la mano de Quevedo se apartó de mi hombro. Guadalmedina emitió una tosecilla incómoda.
—Eso no es cosa mía —dijo al cabo, con cierto embarazo—. Y tampoco me apetece saberlo. Conseguir la información necesaria es asunto de Olmedilla y tuyo… Él hace su oficio, y tú cobras por ayudarlo.
—De cualquier modo, lo del genovés es la parte fácil —apuntó Quevedo, con el tono de quien pretende mediar en algo.
—Sí —confirmó Guadalmedina—. Porque cuando Garaffa cuente los últimos detalles del negocio, aún quedará un pequeño trámite, Alatriste…
Estaba parado frente al capitán, y la incomodidad de antes había desaparecido de sus palabras. Yo no podía verle bien la cara, pero estoy seguro de que en ese momento sonreía.
—El contador Olmedilla te proporcionará recursos para que reclutes a un grupo escogido… Viejos amigos y gente así. Bravos de la hoja, para entendernos. Lo mejor de cada casa.
La cantinela de un limosnero que pedía por las ánimas con un candil en la mano sonó al extremo de la calle. «Acordaos de los difuntos», decía. «Acordaos». Guadalmedina estuvo mirando la luz hasta que se perdió en las sombras, y al fin se volvió de nuevo a mi amo.
—Después tendrás que asaltar ese maldito barco flamenco.
Llegamos así, charlando, a la parte de la muralla cercana al Arenal, junto al arquillo del Golpe; que, con su imagen de la Virgen de Atocha en la pared encalada, daba acceso a la mancebía famosa del Compás de la Laguna. Cuando las puertas de Triana y del Arenal estaban cerradas, aquel arquillo y la mancebía eran la forma cómoda de salir extramuros. Y Guadalmedina, según nos confió con medias palabras, tenía una cita importante en la taberna de la Gamarra, en Triana, al otro lado del puente de barcas que unía ambas orillas. La Gamarra estaba frontera a un convento cuyas monjas tenían fama de no serlo sino contra su voluntad. Su misa de los domingos era más frecuentada que comedia nueva: hervía de gente, con tocas y manos blancas a un lado de las rejas y galanes suspirando al otro. Y referente a eso, se decía que caballeros de la mejor sociedad —incluidos forasteros ilustres, como el Rey nuestro señor— llevaban su fervor hasta el extremo de acudir para sus devociones en horas de poca luz.
En cuanto a la mancebía del Compás, la expresión corriente más puta que la Méndez se debía precisamente a que una tal Méndez —cuyo nombre usó, entre otros hombres de letras, el propio Don Francisco de Quevedo en sus jácaras célebres del Escarramán— había sido pupila del sitio, que ofrecía a los viajeros y marchantes alojados en la cercana calle de Tintores y en otras posadas de la ciudad, amén de a los naturales, juego, música y mujeres de ésas de las que dijo el gran Lope:
¿Hay locura de un mancebo
como verle andar perdido
tras una de éstas, que ha sido
de mil ignorantes cebo?
… Y que remató como nadie, muy a su estilo, el no menos grande Don Francisco:
Puto es el hombre que de putas fía,
y puto el que sus gustos apetece;
puto es el estipendio que se ofrece
en pago de su puta compañía.
Puto es el gusto, y puta la alegría
que el rato putaril nos encarece;
y yo diré que es puto a quien parece
que no sois puta vos, señora mía.
El burdel lo regentaba un tal Garciposadas, de familia conocida en Sevilla por tener un hermano poeta en la Corte —amigo de Góngora, por cierto, y quemado aquel mismo año por sodomía con un tal Pepillo Infante, mulato, también poeta, que había sido criado del almirante de Castilla—, y otro quemado tres años atrás en Málaga por judaizante; y como no hay dos sin tres, esos antecedentes familiares le habían granjeado el apodo de Garciposadas el Tostao. Este digno sujeto desempeñaba con soltura el grave oficio de taita o padre de la mancebía, y engrasaba voluntades para el buen discurrir del negocio, procuraba que las armas se dejaran en el vestíbulo, e impedía la entrada a los menores de catorce años para no contravenir las disposiciones del corregidor. Por lo demás, el dicho Garciposadas el Tostao estaba en buenas relaciones de toma y daca con la gurullada, y con la mayor desvergüenza alguaciles y corchetes protegían su negocio; que muy en razón podía titularse con aquello de:
Soy pícaro y retozón,
soy mancebo y soy bellaco,
y si me enojan, me aplaco
con cualquier satisfacción.
La satisfacción, por supuesto, era una bolsa bien repleta. Y en torno al sitio menudeaba la chusma germanesca, jaques de los que juraban por el alma de Escamilla, rufianes, bravos del barrio de la Heria, tratantes en vidas y mercaderes de cuchilladas, olla pintoresca que se especiaba con aristócratas perdidos, peruleros golfos, burgueses con buena bolsa, clérigos disfrazados con ropa seglar, gariteros, pagotes, soplones de alguacil, virtuosos del gatazo y prójimos de toda laya; algunos tan pícaros que olían a un forastero a tiro de arcabuz, y a menudo inmunes a una Justicia de la que, ya metidos en versos, escribió el propio Don Francisco de Quevedo:
En Sevilla es chica y poca,
donde firman la sentencia
al semblante de la bolsa.
De ese modo, protegido por la autoridad, el Compás era cada noche discurrir de gente, y fiesta profana, y vino de lo mejor y más fino, y se entraba en cuadrilla y se salía convertido en racimo de uvas. Allí se bailaba la lasciva zarabanda, se templaban lo mismo primas que terceras, y cada cual hacía su avío. En la mancebía moraban más de treinta sirenas de respigón y bolsa, todas con aposento propio, a las que el sábado por la mañana —la gente de calidad iba al Compás los sábados por la noche— visitaba un alguacil para ver no estuvieran infestadas del mal francés y dejaran al cliente echando venablos, preguntándose por qué no le daba Dios al turco o al luterano donde a él le dio. Todo eso ponía, según cuentan, fuera de sí al arzobispo; ya que, como podía leerse en un memorial de aquellos días, «lo que más en Sevilla hay son amancebados, testigos falsos, rufianes, asesinos, logreros… Pasan de 300 las casas de juego, y de 3.000 las rameras».
Pero volvamos a lo nuestro, que tampoco es ir muy lejos. El caso es que disponíase Álvaro de la Marca a decirnos adiós bajo el arquillo del Golpe, casi a la entrada de la mancebía, cuando la mala fortuna quiso que pasara por allí una ronda de corchetes y un alguacil con su vara. Como recordarán vuestras mercedes, el incidente del soldado ahorcado días atrás había roto hostilidades entre la Justicia y la soldadesca de las galeras, y unos y otros andaban buscándose las vueltas para hacer balance; de manera que ni durante el día se veía gurullada por la calle, ni de noche los soldados salían de Triana o pasaban puertas adentro a la ciudad.
—Vaya, vaya —dijo el alguacil al vernos.
Nos miramos Guadalmedina, Quevedo, el capitán y yo, con inicial desconcierto. También era mala ventura que, entre toda la gentuza que iba y venía por las sombras de la Laguna, aquel broche y sus alfileres fueran a prenderse precisamente en nosotros.
—A los señores fanfarrones les gusta tomar el fresco —añadió el alguacil, con mucha sorna.
La sorna y el talante se lo garantizaban sus cuatro hombres, que iban con espadas, rodelas y caras de muy malas pulgas, que la poca luz del sitio entenebrecía más. Entonces caí. A la luz del farolillo de la Virgen de Atocha, la indumentaria del capitán Alatriste y la de Guadalmedina, incluso la mía, tenían aires soldadescos. Hasta el coleto de ante de Álvaro de la Marca estaba prohibido en tiempo de paz —paradójicamente, barrunto que se lo puso esa noche para escoltar al Rey—, y bastaba echarle una ojeada al capitán Alatriste para olfatear milicia a la legua. Quevedo, rápido en el juicio como siempre, vio venir el nubarrón y quiso remediarlo.
—Disimule vuestra merced —le entró con mucha cortesía al alguacil—. Pero estos hidalgos son gente de honra.
Se acercaban curiosos a echar un vistazo, haciendo corro: un par de daifas de medio manto, algún jaque, un borracho con una garnacha del tamaño de un cirio pascual. El propio Garciposadas el Tostao asomó la gaita bajo el arco. Semejante concurrencia engalló al alguacil.
—¿Y quién le pide a vuestra merced que explique lo que nosotros podemos averiguar solos?
Oí chasquear la lengua a Guadalmedina, impaciente. «No se disminuyan vuacedes», animó una voz oculta entre las sombras y los curiosos. También sonaron risas. Bajo el arquillo se congregaba más gente. Unos tomaban partido por la Justicia y otros, los más, nos alentaban a una linda montería de porquerones.
—Ténganse presos en nombre del Rey.
Aquello no auguraba nada bueno. Guadalmedina y Quevedo cambiaron una mirada, y vi cómo el aristócrata terciaba la capa al hombro, descubriendo brazo y espada y aprovechando al tiempo para rebozarse el rostro.
—No es de bien nacidos sufrir este desafuero —dijo.
—Que vuestra merced lo sufra o no —expuso desabrido el alguacil—, se me da dos maravedís.
Con aquella fineza, el lance estaba servido. En cuanto a mi amo, seguía muy quieto y callado, mirando al de la vara y a los corchetes. Su perfil aquilino y el frondoso mostacho bajo las anchas alas del sombrero le daban un aspecto imponente en aquella penumbra. O al menos a mí, que lo conocía bien, así se me antojaba. Palpé el mango de mi daga de misericordia. Habría dado cualquier cosa por una espada, porque los otros eran cinco, y nosotros cuatro. Al instante rectifiqué, desconsolado. Con mis dos cuartas de acero sólo sumábamos tres y medio.
—Entreguen las espadas —dijo el alguacil— y hagan la merced de acompañarnos.
—Es gente principal —hizo el último intento Quevedo.
—Y yo soy el duque de Alba.
Resultaba claro que el alguacil estaba dispuesto a salirse con la suya, haciendo un quince con dos ochos. Eran sus pastos, y lo observaban sus parroquianos. Los cuatro porquerones sacaron las espadas y comenzaron a rodearnos en un semicírculo amplio.
—Si salimos bien y nadie nos identifica —susurró fríamente Guadalmedina, la voz sofocada por el embozo—, mañana habrá tierra sobre el asunto… Si no, señores, la iglesia más próxima es la de San Francisco.
Los de la gura estaban cada vez más cerca. Con sus ropajes negros, los corchetes parecían parte de las sombras. Bajo el arco, los curiosos animaban con palmas de chacota. «Dales lo suyo, Sánchez», le dijo alguien al alguacil, con mucha guasa. Sin prisas, muy seguro de sí y muy jaque, el tal Sánchez se metió la vara en el cinto, sacó la espada y empuñó en la zurda una pistola enorme.
—Cuento hasta tres —dijo, arrimándose más—. Uno…
Don Francisco de Quevedo me apartó con suavidad hacia atrás, interponiéndose entre los corchetes y yo. Guadalmedina observaba ahora el perfil del capitán Alatriste, que seguía en el mismo sitio, impasible, calculando las distancias y girando el cuerpo muy despacio para no perder la cara del corchete que estaba más cercano, sin descuidar de soslayo a los otros. Noté que Guadalmedina buscaba con los ojos al que mi amo miraba, y luego, desentendiéndose de él, iba a fijarse en otro, como si aquel trámite lo diera por resuelto.
—Dos…
Quevedo se desembarazó el herreruelo. «No queda sino etcétera», murmuraba entre dientes mientras soltaba el fiador para arrodelarse el paño en torno al brazo izquierdo. Por su parte, Álvaro de la Marca dispuso la capa al tercio, de modo que le protegiese medio torso de las cuchilladas que iban a llover como si granizara. Apartándome de Quevedo, me puse junto al capitán. Su mano diestra se acercaba a la cazoleta de la espada, y la izquierda rozaba el mango de la daga. Pude oír su respiración, muy recia y lenta. De pronto caí en la cuenta de que hacía varios meses, desde Breda, que no lo veía matar a un hombre.
—Tres —el alguacil alzó su pistola y volvió el rostro hacia los curiosos—. ¡En nombre del Rey, favor a la Justicia!
No había terminado de hablar cuando Guadalmedina le disparó a bocajarro uno de sus pistoletes, tirándolo para atrás como estaba, aún vuelto el rostro, con el fogonazo. Chilló una mujer bajo el arco, y un murmullo expectante corrió entre las sombras; que ver reñir al prójimo o acuchillarse entre sí fue siempre antigua costumbre española. Y entonces, al mismo tiempo, Quevedo, Alatriste y Guadalmedina metieron mano a la blanca, en la calle relucieron siete aceros desnudos, y todo ocurrió a un ritmo endiablado: cling, clang, herreruzas echando chispas, los corchetes gritando «en nombre del Rey, ténganse en nombre del Rey», y más gritos y murmullos entre los espectadores. Y yo, que también había desenvainado mi daga, me quedé allí mirando cómo, en menos de medio avemaría, Guadalmedina le pasaba el molledo del brazo a un corchete, Quevedo marcaba a otro en la cara dejándolo contra la pared, las manos sobre la herida y sangrando cual cochino por acecinar, y Alatriste, espada en una mano y daga en la otra, manejando ambas como relámpagos, le metía dos palmos de toledana en el pecho a un tercero que decía María Santísima antes de desclavarse y caer al suelo vomitando espadañadas de sangre que parecía tinta negra. Todo había ocurrido tan rápido que el cuarto porquerón no lo pensó dos veces y tomó las de Villadiego cuando vio a mi amo revolverse luego contra él. En ésas yo enfundé mi daga y fui sobre una de las espadas que había en el suelo, la del alguacil, alzándome con ella en el momento en que dos o tres curiosos, engañados por el inicio de la riña, se adelantaban a echar una mano a los corchetes; pero tan pronto fue resuelto todo, que los vi parar en seco apenas iniciado el ademán, mirándose unos a otros, y luego quedarse muy quietos y circunspectos observando al capitán Alatriste, Guadalmedina y Quevedo, que con las espadas desnudas se volvían dispuestos a proseguir la vendimia. Me puse junto a los míos, afirmándome en guardia; y la mano que sostenía el acero temblaba no de inquietud, sino de exaltación: habría dado mi alma por añadir una estocada propia a la reyerta. Pero a los espontáneos se les iban las ganas de terciar. Estuvieron allí con mucha prudencia, murmurando de lejos tal y cual, y aguarden vuestras mercedes que ya verán, etcétera, entre las chirigotas de los curiosos, mientras nosotros retrocedíamos sin dar la espalda y dejando el campo hecho una carnicería: un corchete muerto de fijo, el alguacil con su pistoletazo a cuestas, más muerto que vivo y sin resuello ni para pedir confesión, el del brazo traspasado taponándose la herida como podía, y el de la cara picada arrodillado junto a la pared, gimiendo bajo una máscara de sangre.
—¡En las galeras del Rey darán razón! —voceó Guadalmedina con el adecuado tono desafiante, mientras hacíamos cantonada tras la primera esquina. Lo que era hábil treta, que echaría a cuenta de soldados, como el infeliz alguacil se había empeñado en sostener bien a su costa, las estocadas en que tan pródiga había sido la noche.
Acudió la gurullada
a las voces y al reclamo.
Acepillé a los corchetes,
di de cenar a los diablos.
Por la calle de Harinas, camino de la puerta del Arenal, Don Francisco de Quevedo improvisaba versos festivos en jacarandina, buscando alegremente una taberna abierta donde remojar la palabra feriándonos con algo de lo fino. Álvaro de la Marca reía, encantado. «Buen lance» decía. «Buen lance y bien jugado, voto a tal y cual». En cuanto al capitán Alatriste, había limpiado la hoja de su toledana con un lienzo que guardó en la faltriquera, y luego de envainar caminaba en silencio, ocupado en pensamientos imposibles de penetrar.
Y yo iba a su lado, orgulloso como don Quijote, llevando en las manos la espada del alguacil.