La mañana siguiente, el segundo día de primavera en los Catskills, amaneció fría y tapada. Esporádicos copos de nieve caían de costado al otro lado de la puerta cristalera de los Gurney.
A las 8.00, Kim Corazon llamó para anunciar que había cambio de planes. Ya no se iba a reunir con Jimi Brewster en Barkville por la mañana. Los nuevos planes eran mantener una reunión aquella misma tarde con Larry Sterne en su casa de Stone Ridge, que estaba a unos veinte minutos al sur del embalse Ashokan. El almuerzo de trabajo con Rudy Getz en Ashokan se mantenía.
—¿Alguna razón especial para el cambio?
—Más o menos. Preparé la agenda original antes de saber que podría contar contigo. Pero Larry es más distante que Jimi, por eso prefiero que estés presente cuando me reúna con él. Jimi es un izquierdista muy dogmático, así que participará sin dudarlo: tendrá un programa para atacar el materialismo. En cambio, con Larry no es tan fácil. Parece desilusionado con los medios en general, por el sensacionalismo que rodeó la muerte de una amiga hace años.
—Te das cuenta de que no voy a ayudarte a venderles la moto, ¿verdad?
—¡Por supuesto! Solo quiero que escuches y luego me digas qué opinas. Te recogeré a las once y media, en lugar de a las ocho y media, ¿vale?
—Vale —dijo él sin entusiasmo.
No tenía ninguna objeción clara que hacerle, pero sí cierta sensación pasajera de que algo no encajaba.
Cuando ya iba a guardarse el teléfono móvil en el bolsillo, se le ocurrió que Jack Hardwick no le había devuelto la llamada, así que marcó el número.
Después de solo un tono, una voz rasposa dijo:
—Paciencia, Gurney, paciencia. Estaba a punto de llamarte.
—Hola, Jack.
—Mi mano apenas se ha curado, campeón. ¿Estás preparando otra oportunidad para que pueda recibir otro balazo?
Seis meses antes, en el clímax del caso Perry, una de las tres balas que impactaron en Gurney le atravesó el costado y se alojó en la mano de Hardwick.
—Hola, Jack.
—Hola tu puta madre.
Era la manera rutinaria de empezar cualquier conversación con el investigador jefe Hardwick, de la policía del estado de Nueva York. Ese hombre combativo de ojos azul pálido, mente perspicaz y un temperamento agrio parecía decidido a convertir cualquier comunicación con él en una odisea.
—Te llamo por Kim Corazon.
—¿La pequeña Kimmy? ¿La del trabajo escolar?
—Supongo que puedes llamarlo así. Tiene tu nombre en una lista, como fuente de información del caso del Buen Pastor.
—No jodas. ¿Cómo es que te has cruzado con ella?
—Es una larga historia. Pensaba que quizá podrías darme algo de información.
—¿Por ejemplo?
—Cualquier cosa que no pueda encontrar en Internet.
—¿Chismes pintorescos del caso?
—Si crees que son significativos…
Oyó un silbido al otro lado del hilo telefónico.
—Todavía no me he tomado el café.
Gurney no dijo nada, pues ya sabía lo que iba a venir.
—Bueno, este es el trato —gruñó Hardwick—: me traes un buen café de Sumatra de Abelard’s y a lo mejor me entran ganas de contar detalles significativos.
—¿Los hay?
—¿Quién sabe? Si no recuerdo ninguno, me lo inventaré. Por supuesto, lo que para un hombre es significativo para otro es mierda de caballo. Me tomaré el Sumatra solo con tres azucarillos.
Cuarenta minutos más tarde, con dos cafés largos en el coche, Gurney estaba subiendo por el sinuoso camino de tierra que iba desde Abelard’s, en Dillweed, a un sendero de tierra aún más sinuoso; casi no era un sendero, sino más bien una cañada. Allí vivía Jack Hardwick, en una pequeña casa de labranza alquilada. Gurney aparcó junto al coche de Hardwick, un Pontiac GTO rojo parcialmente restaurado.
Una molesta neblina había sustituido a los escasos e intermitentes copos de nieve. Cuando Gurney pisó las tablas crujientes del porche, con un vaso de café en cada mano, la puerta se abrió y apareció Hardwick en camiseta y con pantalones de chándal recortados, pelo gris corto pero despeinado. Solo se habían visto las caras una vez desde que habían hospitalizado a Gurney, seis meses antes, en una investigación policial sobre el tiroteo. Sin embargo, la bienvenida que le proporcionó Hardwick fue característica.
—¿Cómo coño es que conoces a la pequeña Kimmy?
—Por su madre. —Gurney le tendió uno de los cafés—. ¿Lo quieres?
Hardwick cogió el vaso, abrió la tapa y lo probó.
—¿La mamá está tan buena como la hija?
—Por el amor de Dios, Jack…
—¿Eso es un sí o un no? —Hardwick dio un paso atrás para dejar pasar a Gurney.
La puerta exterior conducía directamente a una gran sala. Gurney esperaba que estuviera amueblada pero no era así. La disposición del par de sillones de piel y de la pila de libros que había entre ellos, allí, sobre el suelo de pino, podía hacer pensar que alguien estaba organizando una mudanza.
Hardwick miró atentamente a Gurney.
—Marcy y yo hemos roto —dijo, como para explicar aquel vacío.
—Lo siento. ¿Quién es Marcy?
—Buena pregunta. Pensaba que lo sabía. Al parecer no era así. —Tomó un sorbo más largo del café—. Debo de tener un punto débil cuando se trata de evaluar a mujeres chifladas con buenas tetas. —Otro sorbo, aún más largo—. Pero, bueno, todos tenemos puntos débiles, ¿verdad, Davey?
Aquel tipo, y eso era lo que más le llamaba la atención de él, le recordaba a su padre, a pesar de que Gurney tenía cuarenta y ocho años, y Hardwick, aunque con el pelo gris y mal aspecto, todavía no había cumplido los cuarenta.
De vez en cuando, Hardwick tocaba la nota precisa de cinismo, el eco perfecto que transportaba otra vez a Gurney al apartamento desde donde había disparado esa flecha inexplicable, al apartamento para el que su primer matrimonio había supuesto una vía de escape.
La imagen que se le apareció ahora: estaba de pie en la pequeña sala de estar del apartamento, con su padre ofreciendo sabiduría de borracho, explicándole que su madre estaba chiflada, diciéndole que todas las mujeres estaban locas y que no se podía confiar en ellas. Mejor no contarles nada: «Tú y yo somos hombres, Davey, nos entendemos el uno al otro. Tu madre está un poco…, un poco ida, no sé si me entiendes. No hace falta que sepa que he estado bebiendo hoy, ¿verdad? Solo causaría problemas. Somos hombres. Podemos hablar entre nosotros».
Él solo tenía ocho años.
Hizo un esfuerzo por volver al presente, a la sala de estar de Hardwick.
—Se llevó la mitad de las cosas de la casa —dijo Hardwick. Dio un sorbo más, se sentó en uno de los sillones y le señaló el otro—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Gurney se sentó.
—La madre de Kim es una periodista que conocí hace años, por cosas relacionadas con el trabajo. Me ha pedido un favor, que le guarde las espaldas a Kim, así es como lo dijo. Estoy tratando de averiguar en qué me he metido, pensaba que tal vez podrías ayudarme. Como te he dicho por teléfono, te cita como fuente.
Hardwick miró su café como si fuera un artefacto asombroso.
—¿Quién más está en su lista?
—Un tipo del FBI llamado Trout. Y Max Clinter, el policía que la cagó en la persecución del asesino.
Hardwick dejó escapar un bramido severo que se convirtió en un ataque de tos.
—Vaya. El capullo del siglo y un borracho chiflado. ¡Menuda compañía!
Gurney dio un largo sorbo a su café.
—¿Cuándo vienen los chismes pintorescos y significativos?
Hardwick extendió sus piernas, musculosas y con cicatrices. Apoyó la espalda en el sillón.
—¿Cosas de las que la prensa nunca se enteró?
—Exacto.
—Creo que una cosa serían los animalitos. No sabías nada de eso, ¿no?
—¿Animalitos?
—Pequeñas réplicas de plástico. Parte de un juego. Un elefante. Un león. Una jirafa. Una cebra. Un mono. No me acuerdo del sexto.
—¿Y cómo…?
—Se encontró uno en la escena de cada crimen.
—¿Dónde?
—Cerca del coche de la víctima.
—¿Cerca?
—Sí, como si los hubieran tirado desde el coche del asesino.
—¿El trabajo de laboratorio con esos animales llegó a alguna parte?
—Ni huellas ni nada parecido.
—Pero…
—Pero formaban parte de un juego infantil. Algo llamado «El mundo de Noé». Uno de esos dioramas. Los niños construían un modelo del arca de Noé y luego ponían los animales dentro.
—¿Alguna pista con la distribución, tiendas, variables de fábrica, formas de localizar ese juego en particular?
—Un callejón sin salida. Era un juguete muy popular, de Walmart. Vendieron unos setenta y ocho mil. Todos idénticos, todos hechos en una misma fábrica en Mi Pi Cha.
—¿De dónde?
—En China. ¿Quién coño lo sabe? No importa. Los juegos son todos iguales.
—¿Algunas teorías sobre el significado de esos animales en particular?
—Montones. Chorradas.
Gurney tomó nota mentalmente para volver a sacar la cuestión más adelante.
¿Más adelante cuándo? ¿En qué demonios estaba pensando? Había accedido a guardarle las espaldas a Kim un día más. Guardarle las espaldas, no presentarse voluntario para un trabajo que nadie le había pedido que hiciera.
—Interesante —dijo Gurney—. ¿Alguna otra curiosidad que no se sirviera al consumo público?
—Supongo que podríamos decir que el arma era una curiosidad.
—Recuerdo que las noticias se referían a una pistola de gran calibre.
—Era una Desert Eagle.
—¿El monstruo de calibre cincuenta?
—El mismo.
—Los profilers se centrarían en eso.
—Oh, sí, a lo grande. Pero la curiosidad no era solo el tamaño del arma. De los seis disparos recuperamos dos balas en suficiente buen estado para un análisis balístico, y una tercera que sería de uso marginal en un tribunal, pero sugerente sin duda alguna.
—¿Sugerente por qué?
—Las tres balas procedían de tres Desert Eagle distintas.
—¿Qué?
—Esa fue la reacción que tuvo todo el mundo.
—¿Alguna vez llevó a una hipótesis de múltiples autores?
—Durante unos diez minutos. A Arlo Blatt se le ocurrió una de sus ideas estúpidas: que los disparos podrían ser el ritual iniciático de una banda, y que cada miembro de la banda tenía su propia Desert Eagle. Por supuesto, eso dejaba el pequeño problema del manifiesto, que parecía escrito por un profesor universitario. Y normalmente los miembros de esas bandas ni siquiera saben escribir la palabra «banda». Otra gente tuvo ideas menos estúpidas, pero en última instancia se impuso la teoría del asesino único. Sobre todo después de que la bendijeran los genios de ciencias del comportamiento del FBI. Las escenas de los crímenes eran esencialmente idénticas. Las reconstrucciones de la aproximación, los disparos y la huida eran idénticos. Y después de dar unas cuantas vueltas a su modelo, para los profilers tenía tanto sentido que este tipo usara seis Desert Eagle como para él emplear una sola.
Gurney solo respondió con una expresión afligida. Había tenido experiencias muy distintas con los profilers a lo largo de los años, pero tendía a considerar sus éxitos como consecuencia de aplicar simplemente el sentido común, y sus fracasos, como prueba de la vacuidad de su profesión. El problema con la mayoría de los profilers, sobre todo con los que tenían un punto de la arrogancia del FBI en su ADN, era que pensaban que realmente sabían algo y que sus especulaciones eran científicas.
—En otras palabras —dijo Gurney—, usar seis ridículas pistolas no es más ridículo que usar una pistola ridícula, porque es igualmente ridículo.
Hardwick hizo una mueca.
—Hay una curiosidad final. Los coches de todas las víctimas eran negros.
—Un color popular en Mercedes, ¿no?
—El negro básico constituye un treinta por ciento de la producción total de los modelos implicados, con un tres por ciento más si contamos una variante metalizada del negro. Así pues, un tercio, un treinta y tres por ciento. Si seguimos esta regla, se podría deducir que solo dos de los seis vehículos atacados debían ser negros, a menos que el color negro formara parte del criterio de selección del asesino.
—¿Por qué el color iba a ser un factor?
Hardwick se encogió de hombros, inclinando la taza y vaciando la última gota de café en su boca.
—Otra buena pregunta.
Se sentaron en silencio durante un minuto. Gurney estaba tratando de conectar las curiosidades de alguna manera que pudiera explicarlas todas, pero enseguida renunció. Sabía que necesitaba conocer muchas más cosas antes de que esos detalles aleatorios pudieran juntarse en un patrón.
—Háblame de lo que sabes de Max Clinter.
—Maxie es un tipo especial, peculiar.
—¿En qué sentido?
—Tiene una historia. —Hardwick tenía una expresión reflexiva, luego soltó una risa rasposa—. Me encantaría veros juntos. Sherlock, el genio de la lógica, se encuentra con Ahab, el cazador de ballenas.
—¿Y la ballena en cuestión sería…?
—La ballena sería el Buen Pastor. Maxie siempre tuvo tendencia a clavar los dientes en algo y no soltarlo, pero después del pequeño traspiés que terminó con su carrera se convirtió en la definición andante de lo que puede ser una determinación loca. Atrapar al Buen Pastor no era el principal propósito de su vida, era su único propósito. —Hardwick miró a Gurney de soslayo y acompañó la mirada con otra carcajada—. Asistir a una conversación entre Ahab y tú sería de lo más divertido.
—Jack, ¿alguna vez te ha dicho alguien que tu risa suena como la cisterna de un váter?
—Nadie que me estuviera pidiendo un favor. —Hardwick se levantó de su silla, blandiendo su vaso de café vacío—. Es un milagro la facilidad con la que el cuerpo humano convierte esto en pis. —Salió de la habitación.
Volvió al cabo de un par de minutos y, apoyado en el brazo del sillón, habló como si no hubiera habido interrupción alguna.
—Si quieres conocer a Maxie, el mejor punto de partida es el famoso incidente con la mafia de Buffalo.
—¿Famoso?
—Famoso en nuestro pequeño mundo del estado. Los capullos importantes de la Gran Manzana como tú probablemente nunca habéis oído hablar de ello.
—¿Qué ocurrió?
—Había un tipo de la mafia en Buffalo llamado Frankie Gold. El tipo en cuestión se había encargado de que el mercado de la heroína al oeste de Nueva York resurgiera. Todo el mundo lo sabía, pero Frankie era listo y cuidadoso, y lo protegían unos cuantos políticos de mierda. Todo aquello a Maxie le empezó a obsesionar. Quería interrogar a Frankie, aunque no encontraba nada concreto con que acusarlo. Decidió acelerar las cosas «forzando al cabrón a cometer un error». Bueno, eso fue lo último que le dijo a su mujer antes de dirigirse a un restaurante donde se sabía que uno podía encontrarse con la gente de Frankie, en un edificio que era de su propiedad.
Gurney pensó que «forzar al cabrón a cometer un error» era un objetivo difícil. Él mismo lo había hecho bastantes veces, salvo que él lo llamaba «poner al sospechoso bajo presión para observar sus reacciones».
—Maxie entra en el restaurante vestido y actuando como un matón —continuó Hardwick—. Va directo a la sala de atrás donde se reunía el grupo de Frankie, cuando no estaban ocupados rompiendo cabezas. Hay dos listillos en la sala, comiendo lingüine en salsa de almejas. Maxie camina hacia ellos, saca una pistola y una pequeña cámara de usar y tirar. Les dice a los tipos que elijan: puede sacarles una foto después de volarles los sesos o haciéndose una mamada el uno al otro. Depende de ellos. Es su elección. Diez segundos para decidir. O cogen la polla del otro, o su cerebro termina en la pared. Diez… nueve… ocho… siete… seis…
Hardwick se inclinó hacia Gurney con un brillo en la mirada, aparentemente cautivado por los sucesos que estaba contando.
—Pero Maxie está cerca de ellos, demasiado cerca, y uno de los tipos le quita la pistola. Maxie retrocede y cae de culo. Los tipos están a punto de pegarle una paliza, pero Maxie de repente abandona la rutina del matón y empieza a gritar que no es lo que pretendía ser, que solo es un actor. Dice que alguien se lo había pedido y que nadie iba a resultar herido, porque la pistola ni siquiera es real, es falsa. Está casi llorando. Los tipos verifican la pistola. Cierto, es falsa. Entonces quieren saber qué coño está pasando, quién lo ha enviado, etcétera. Maxie asegura que no lo sabe, pero que tenía que reunirse con el tipo al día siguiente para devolverle la cámara con las fotos de la mamada y cobrar cinco mil dólares por las molestias. Uno de los tipos sale a una cabina de la calle; fue antes de que hubiera móviles. Cuando vuelve, le dice que van a llevarlo arriba porque el señor Gold está disgustado. Maxie pone cara de que está a punto de cagarse encima; ruega que, por favor, lo suelten. Pero se lo llevan arriba. Arriba es una oficina fortificada. Puertas de acero, cerrojos, cámaras. Seguridad a lo grande. Frankie Gold está allí con otros dos tipos. Cuando meten a Maxie en el sancta sanctorum, Frankie le dedica una mirada larga y dura. Luego una sonrisa desagradable, como si acabara de ocurrírsele una gran idea. «Quítate la ropa», le dice. Maxie empieza a gemir como un bebé. Frankie dice: «Quítate la ropa y dame la puta cámara». Maxie le da la cámara, retrocede hacia la pared como si estuviera tratando de alejarse lo más posible de esos tipos. Se quita la chaqueta y la camisa; luego, se baja los pantalones. Pero todavía lleva los zapatos. Así que se sienta en el suelo y empieza a quitarse los pantalones, pero se le enganchan en torno a los tobillos. Frankie le dice que se dé prisa. Los cuatro matones de Frankie están sonriendo. De repente, las manos de Maxie salen de los pantalones que tiene en torno a los tobillos: en cada mano empuña una pequeña Sig de calibre treinta y ocho. —Hardwick hizo una pausa teatral—. ¿Qué opinas de eso?
Lo primero en lo que pensó fue en su propia Beretta.
Luego pensó en Clinter. Aunque el hombre apostaba alto y probablemente estaba loco, sabía cómo crear una narrativa por capas y cómo manejarla bajo presión. Sabía manipular a gente despiadada e impulsiva, cómo hacerles llegar a las conclusiones a las que él quería que llegaran. En una misión camuflada —o para un mago— esas eran las cualidades más valiosas. Pero Gurney sentía algo acechando en la periferia de la historia, algo que presagiaba un final desagradable.
Hardwick continuó:
—Lo que ocurrió a continuación fue objeto de una profunda investigación del FBI; sin embargo, para el análisis final, en realidad solo contaban con la palabra de Max. Dijo simplemente que creía que su vida estaba en peligro inminente y que actuó con la fuerza apropiada, teniendo en cuenta las circunstancias. En resumen: dejó a cinco mafiosos muertos en esa oficina y salió sin un rasguño. Desde ese día hasta una noche cinco años después en que lo tiró todo por la borda, Max Clinter tuvo un aura de invencibilidad.
—¿Sabes qué hace ahora, cómo se gana la vida?
Hardwick esbozó una mueca.
—Sí. Vende armas. Armas raras. Coleccionables. Rollo militar. Quizás incluso algunas Desert Eagle.