4. Al corazón de lo deprimente

Kim quiso que Gurney la siguiera hasta su apartamento de Siracusa, donde guardaba todo lo relacionado con su proyecto. De esa manera, él podría verlo de primera mano: la correspondencia que había mantenido con gente a la que podía entrevistar, las dos entrevistas iniciales que había realizado y que había presentado como parte de su propuesta, sus planes para entrevistas futuras, su contrato con Rudy Getz en RAM TV, el esquema general y la copia promocional que estaba preparando para la serie. Podría verlo todo, formarse una idea, decirle lo que le parecía auténtico y lo que no.

Gurney tenía tan pocas ganas de conducir hasta Siracusa como las que había tenido de realizar cualquier otra actividad en los últimos meses. No obstante, le pareció la manera más rápida de librarse de cualquier obligación que sintiera hacia Connie Clarke. Iría, miraría, comentaría. Deber cumplido. «Enorme favor» hecho. Luego volvería a su cueva.

Según los mapas que había mirado en Google y que había imprimido por si se separaban, el recorrido era de una hora y cuarenta y nueve minutos desde Walnut Crossing; pero casi no había tráfico en las dos carreteras interestatales que componían la mayor parte del trayecto, y el pequeño Miata que llevaba delante rara vez descendía a una velocidad cercana al límite.

De haber estado de mejor humor, habría disfrutado del trayecto, que le llevaba a través de un paisaje ondulado de bosques y praderas, rápidos arroyos, campos agrícolas con tierra negra recién arada para la siembra de primavera, los emblemáticos silos y graneros rojos. Sin embargo, dado su estado de ánimo, esos paisajes bucólicos se reducían a una extensión húmeda, fangosa: un páramo que simbolizaba el mal tiempo y la decadencia de la agricultura.

Lo primero que vio en los alrededores de Siracusa reforzó sus pensamientos funestos. Recordó haber leído en algún sitio que la ciudad se alzaba a los pies del lago Onondaga, cuya fama surgía de haber sido uno de los lagos más contaminados de Estados Unidos: una masa de agua en torno a la cual a pocas personas sensatas les gustaría vivir, navegar o pescar. Eso hizo aflorar un recuerdo de su infancia en el Bronx, un recuerdo de Eastchester Bay y su turbio canal de navegación, constantemente removido por barcazas y remolcadores. La bahía era una extensión aceitosa del estrecho de Long Island, donde no parecía que viviera nada salvo algas sucias y horribles cangrejos marrones (bichos blindados, incomibles, primigenios, escurridizos); de solo pensarlo todavía se le erizaba el vello de los brazos.

Gurney siguió el Miata de Kim cuando este se desvió de la interestatal hacia un barrio que tenía un aspecto decadente y donde al parecer no existía ninguna ordenanza urbanística. Pasó por delante de una secuencia caprichosa de pequeñas viviendas unifamiliares, espaciosas casas antiguas ahora fracturadas en diversos apartamentos, tiendas abiertas las veinticuatro horas venidas a menos, edificios comerciales deprimentes y espacios abiertos desolados rodeados de vallas de tela metálica.

A la altura de un puesto de comida para llevar —Onondaga Princes of Pizza—, el Miata giró en una pequeña calle lateral. Se detuvo frente a una casa como la de Archie Bunker. Estaba separada por estrechos senderos que conducían a residencias idénticas a cada lado. Un trozo de terreno desigual delante —no mucho más grande que una tumba doble— parecía necesitar con urgencia que alguien le pusiera flores o plantara hierba. Gurney aparcó detrás de Kim y observó mientras ella salía del pequeño vehículo, lo cerraba y verificaba las dos puertas. La joven levantó la cabeza y miró al sendero que llevaba hacia la casa. A Gurney le pareció que lo hacía con recelo. Cuando se acercó, Kim le ofreció una sonrisa nerviosa.

—¿Pasa algo? —preguntó él.

—No, parece… que está todo en orden.

La chica subió los tres escalones que conducían a la puerta principal, que no estaba cerrada con llave. Daba acceso a un vestíbulo pequeño con dos puertas más. La de la derecha tenía dos cerraduras de buen aspecto, que Kim abrió con sendas llaves. Antes de girar el pomo, le dio un par de tirones fuertes.

Daba a un pasillo. Ella le hizo pasar a la primera habitación de la derecha, una pequeña sala de estar amueblada en IKEA con lo esencial: un sofá cama, una mesita de café, dos sillones bajos de madera con cojines sueltos, dos lámparas de pie minimalistas, una estantería, un archivador metálico de dos cajones y una mesa que se utilizaba como escritorio con una silla de respaldo recto detrás de ella. El suelo estaba cubierto por una alfombra de tono terroso.

Gurney sonrió con curiosidad.

—¿Qué es lo que has hecho con el pomo de la puerta?

—Un par de veces se me quedó en la mano.

—¿Quieres decir que lo aflojaron a propósito?

—Oh, sí, lo aflojaron a propósito. Dos veces. La primera vez, la policía echó un vistazo, pero dijeron que debía de ser una broma que alguien me había gastado. La segunda vez, ni siquiera se molestaron en enviar a nadie. Al policía que contestó al teléfono le pareció divertido.

—A mí no me suena divertido.

—Gracias.

—Sé que ya te lo he preguntado, pero…

—La respuesta es sí, estoy segura de que es Robby. Y no, no tengo ninguna prueba. Pero ¿quién más podría ser?

Sonó el timbre: un complejo tono musical.

—Oh, vaya. Fue idea de mi madre. Me lo regaló cuando me mudé aquí. No le gustaba nada el timbre que había antes. Un segundo. —Kim salió de la habitación hacia la puerta de la calle.

Regresó al cabo de un minuto con una caja grande de pizza y dos latas de Coca-Cola light.

—Buena sincronización. Las he pedido desde el móvil de camino aquí. Pensé que íbamos a necesitar algo de comer. ¿Te parece bien la pizza?

—La pizza está bien.

Kim puso la caja sobre la mesita de café, la abrió y arrastró uno de los sillones ligeros hacia la mesa. Gurney se sentó en el sofá.

—Está bien —dijo la chica, después de que cada uno se comiera una porción de pizza y bebiera un trago de refresco—. ¿Por dónde quieres empezar?

—Tuviste esta idea de hablar con las familias de las víctimas de asesinato, así que supongo que lo primero que tuviste que hacer fue averiguar qué asesinatos escoger.

—Exacto. —Ella lo estaba mirando fijamente.

—No hay escasez de casos de homicidio. Aunque te limites al estado de Nueva York y a un solo año, tendrías cientos para elegir.

—Exacto.

Gurney se inclinó hacia delante.

—Pues dime, ¿cómo elegiste? ¿Cuáles fueron los criterios?

—Los criterios fueron cambiando. Al principio, quería todos los tipos de víctimas, todos los tipos de homicidios, todos los tipos de familias, diferentes orígenes raciales y étnicos, diferentes periodos entre el tiempo en que se cometió el delito y el presente. ¡Variedad total! Pero el doctor Wilson no dejaba de decirme: «Simplifica, simplifica. Reduce las variables —me decía—, busca un gancho, algo que sea fácil de entender para el espectador. Cuanto más cierras el foco, más nítida es la imagen». Después de que me lo dijera al menos una docena de veces, lo entendí. Todo empezó a conectar, a encajar. Y después de eso, fue como: ¡claro! ¡Eso es! ¡Ya sé exactamente lo que voy a hacer!

Al escucharla, Gurney se sintió extrañamente conmovido por su entusiasmo.

—Entonces, ¿cuáles fueron los criterios finales?

—Hice casi todo lo que dijo Wilson: reducir las variables; cerrar el foco; encontrar un gancho. Una vez que empecé a pensar de esa manera, la respuesta simplemente se materializó. Vi que podía centrar todo el proyecto en las víctimas del Buen Pastor.

—¿El hombre que disparaba a conductores de Mercedes, ese caso de hace ocho o nueve años?

—Diez. Hace justo diez años. Todos sus crímenes ocurrieron en la primavera del año 2000.

Gurney se recostó en el sofá, asintiendo con la cabeza, pensativo, recordando la infausta serie de seis asesinatos que logró que la mitad de la población del noreste tuviera miedo de conducir por la noche.

—Muy interesante. Así que la naturaleza del suceso desencadenante es la misma en los seis casos, el tiempo transcurrido desde el crimen hasta el presente es el mismo, el mismo asesino, el mismo nivel de atención investigadora.

—¡Exacto! Y el mismo fracaso en llevar al asesino ante la justicia: la misma falta de cierre, la misma herida abierta. Esto hace que el caso del Buen Pastor sea una herramienta perfecta para examinar cómo diferentes familias reaccionan a lo largo del tiempo a la misma catástrofe, la forma en que conviven con la pérdida, el modo en que se enfrentan a la injusticia, las consecuencias para ellos, especialmente en el caso de los hijos. Resultados diferentes para una misma tragedia.

Kim se levantó y se dirigió al archivador que estaba situado junto a la mesa-escritorio. Sacó una carpeta azul brillante y se la entregó a Gurney. En la tapa había una etiqueta en negrita que decía: «Los huérfanos del crimen, propuesta de documental de Kim Corazon».

Tal vez porque se dio cuenta de que la mirada de Gurney se fijaba en el Corazon, Kim dijo: —¿Creías que me apellidaba Clarke?

Gurney volvió a pensar en el momento en que Connie lo entrevistó para el artículo de la revista de Nueva York.

—Creo que Clarke fue el único apellido que oí mencionar.

—Clarke es el apellido de soltera de Connie. Lo recuperó cuando se divorció de mi padre, cuando yo era todavía una niña. El apellido de mi padre era…, es… Corazon. Y el mío también.

Parecía haber un resentimiento evidente bajo sus palabras. Se preguntó si esa era la causa de que evitara referirse a Connie como «mamá» o «mi madre».

Gurney no tenía ganas de hurgar en esa herida. Abrió la carpeta y vio que contenía un documento grueso, de más de cincuenta páginas. La portada repetía el título. En la segunda página estaba el índice: concepto; descripción del documental; estilo y metodología; criterios de selección de casos; víctimas de homicidio del Buen Pastor y circunstancias; entrevistados potenciales; resúmenes de contactos y estado; transcripciones de las entrevistas iniciales; EBPMDI (apéndice).

Repasó una vez más el índice, más despacio.

—¿Tú has escrito esto? ¿Lo has organizado de esta manera?

—Sí. ¿Hay algún problema?

—No, en absoluto.

—Entonces, ¿qué pasa?

—Antes mostraste mucha pasión al hablar de todo esto. La organización muestra una buena dosis de lógica.

Lo que estaba pensando era que la pasión de Kim le recordaba a Madeleine, y su lógica le recordaba a sí mismo.

—Esto parece algo que yo podría haber escrito.

La chica le dirigió una mirada maliciosa.

—Supongo que eso es un cumplido.

Gurney rio ruidosamente por primera vez ese día, tal vez por primera vez ese mes. Después de una pausa, volvió a mirar el último elemento del índice.

—Supongo que EBP significa «El Buen Pastor». ¿Qué significa MDI?

—Oh, eso era el titular de la explicación de veinte páginas que envió a los medios y la policía: «memorando de intenciones».

Gurney asintió.

—Ahora lo recuerdo. Los medios empezaron a llamarlo «un manifiesto», la misma etiqueta que le pusieron al documento de Unabomber cinco años antes.

Esta vez fue Kim la que asintió.

—Y eso nos lleva a una de las preguntas que quería hacerte, sobre toda la cuestión de los asesinatos en serie. Me parece confuso. A ver, Unabomber y el Buen Pastor no parecen tener mucho en común con Jeffrey Dahmer y Ted Bundy, o con esos monstruos a los que detuviste, como Peter Piggert o Satanic Santa, que enviaba trozos de sus víctimas a los policías locales. Uf. Esa clase de comportamiento ni siquiera es humano. —Un visible temblor le recorrió el cuerpo. Se frotó los brazos con energía para entrar en calor.

Procedente de algún lugar del cielo gris de Siracusa, Gurney oyó el ruido característico del rotor de un helicóptero, cada vez más alto, luego más tenue y, por último, disolviéndose en el silencio.

—Algunos sociólogos se enfadarían conmigo por esto —dijo Gurney—, pero todo el concepto de asesino en serie, como mucha de la terminología del campo, tiene fronteras difusas. A veces creo que estos «científicos» son solo un puñado de gente autoconsagrada a la que le encanta poner etiquetas, y resulta que han logrado formar un club que da mucho dinero. Llevan a cabo investigaciones cuestionables, agrupan conductas o características similares en un «síndrome», le ponen un nombre que suene científico y luego ofrecen cursos de doctorado para que cabezas huecas que piensan como ellos memoricen las etiquetas, pasen un examen y se unan al club.

La chica lo miró con cierta sorpresa.

Consciente de que estaba quedando como un cascarrabias, y que eso probablemente tenía tanto que ver con su mal humor como con el estado de la criminología, cambió de rumbo.

—La respuesta corta a tu pregunta es que, desde el punto de vista del motivo aparente, no parece haber mucho en común entre un caníbal que se excitaba con el poder y el control, y un tipo que asegura estar corrigiendo males sociales. Pero podría haber una conexión mayor de la que crees.

Kim tenía los ojos como platos.

—¿Te refieres a que los dos matan gente? ¿Crees que solo se trata de eso y que no importa el aspecto superficial del motivo?

A Gurney le sorprendió su energía, su intensidad. Le hizo sonreír.

—Unabomber dijo que estaba tratando de eliminar los efectos destructivos de la tecnología en el mundo. El Buen Pastor, si no recuerdo mal, dijo que estaba tratando de acabar con los efectos destructivos de la codicia. Y, aun así, a pesar de la aparente inteligencia en sus declaraciones escritas, ambos eligieron una ruta contraproducente para sus objetivos declarados. Matar gente nunca podía hacerles lograr lo que decían que querían conseguir. Solo hay una forma de que esa ruta tenga sentido.

En la cabeza de Kim las ideas parecían agolparse de un modo casi visible.

—Te refieres a que la ruta era realmente el objetivo.

—Exacto. Solemos verlo al revés: el medio y el fin. Las acciones de Unabomber y el Buen Pastor tienen perfecto sentido si partimos de la hipótesis de que el asesinato en sí era el objetivo real, la recompensa emocional, mientras que los llamados «manifiestos» eran las justificaciones que los permitían.

Kim pestañeó. Daba la impresión de que estaba tratando de calibrar las implicaciones que aquella idea podía tener para su proyecto.

—Pero ¿qué significaría eso… desde el punto de vista de la víctima?

—Desde el punto de vista de la víctima, no significaría nada. Para la víctima, el motivo es irrelevante. Sobre todo cuando no existe contacto personal anterior entre la víctima y el asesino. En una carretera oscura, desde un coche anónimo que pasa, una bala en la cabeza es una bala en la cabeza, al margen del motivo.

—¿Y las familias?

—Ah, las familias. Bueno…

Gurney cerró los ojos, rememorando lentamente una conversación triste tras otra. Muchas conversaciones a lo largo de años, décadas. Padres. Esposas. Amantes. Hijos. Caras de estupefacción. Incredulidad ante la terrible noticia. Preguntas desesperadas. Gritos. Quejidos. Gemidos. Rabia. Acusaciones. Amenazas disparatadas. Puños golpeando las paredes. Miradas de borracho. Miradas vacías. Personas mayores gimoteando como niños. Un hombre tambaleándose hacia atrás como si le hubieran dado un puñetazo. Y lo peor de todo, los que no reaccionaban. Rostros pétreos, miradas sin vida. Sin comprender, sin habla, sin emoción. Dándose la vuelta, encendiendo un cigarrillo.

—Bueno… —continuó al cabo de un rato—, siempre he sentido que lo mejor es la verdad. Así que supongo que comprender un poco mejor por qué mataron a alguien al que querían podría ser preferible para los familiares que sobreviven. Pero, recuerda, no estoy diciendo que sepa por qué Unabomber o el Buen Pastor hicieron lo que hicieron. Probablemente ellos mismos desconocen la razón última de su comportamiento. Solo sé que no se trata de la razón que esgrimieron.

Kim lo miró por encima de la mesita de café. Parecía a punto de plantear otra pregunta; ya estaba empezando a abrir la boca, cuando un ligero golpe en algún lugar de la pared superior de la casa la detuvo. Se sentó rígida, escuchando.

—¿Qué crees que ha sido eso? —preguntó después de unos segundos, señalando hacia la fuente del sonido.

—Ni idea. ¿Tal vez un golpe en una cañería de agua caliente?

—¿Es así como sonaría?

Gurney se encogió de hombros.

—¿Qué crees que es?

Cuando Kim no respondió, él preguntó:

—¿Quién vive arriba?

—Nadie. Al menos, se supone que no vive nadie. Los desahuciaron, luego volvieron, la policía entró en el apartamento y los detuvo a todos, traficantes cabezotas. Aunque probablemente ya han salido. En fin, ¿quién demonios lo sabe? Esta ciudad es un asco.

—Entonces, ¿el piso de arriba está vacío?

—Sí, supuestamente. —Kim miró la mesita de café, centrándose en la caja de pizza abierta—. Uf, tiene un aspecto horrible. ¿La recaliento?

—Por mí, no.

Gurney estuvo a punto de decir que era hora de irse, pero se dio cuenta de que no llevaba mucho rato allí. Tenía esa tendencia inherente, y estaba empeorando en los últimos seis meses: deseaba reducir el tiempo que pasaba con otras personas.

Levantó la carpeta azul.

—No estoy seguro de que pueda revisar todo esto ahora mismo —dijo—. Parece muy detallado.

Como una nube pasajera en un día de sol, la expresión de decepción en Kim vino y se fue.

—¿A lo mejor esta noche? Quiero decir que te lo puedes llevar y mirarlo cuando tengas tiempo.

La reacción de Kim casi lo «conmovió». Esa era la única palabra para definir cómo se sentía, la misma que se le había ocurrido antes, cuando ella le estaba hablando de cómo decidió cerrar el foco para reducir su documental a los asesinatos del Buen Pastor. Pensó que conocía la causa de esa sensación.

Se trataba del compromiso entusiasta de Kim, de su energía, su esperanza, su espíritu joven y decidido. Y el hecho de que estaba haciendo todo sola. Sola en una casa insegura, en un barrio desolado, perseguida por un acosador mezquino. Sospechaba que era esa combinación de determinación y vulnerabilidad lo que estaba removiendo su instinto paterno atrofiado.

—Le echaré un vistazo esta noche —dijo.

—Gracias.

De nuevo el ruido vibrante de un helicóptero emergió débilmente en la distancia; enseguida se oyó algo más fuerte, pasó y se desvaneció. Kim se aclaró la garganta con nerviosismo, juntó las manos en el regazo y habló con evidente dificultad.

—Hay algo que quería preguntarte. No sé por qué es tan difícil. —Negó con la cabeza con energía, como desaprobando su propia confusión.

—¿Qué es?

Ella tragó saliva.

—¿Puedo contratarte? ¿A lo mejor solo por un día?

—¿Contratarme? ¿Para hacer qué?

—Ya sé que no me estoy explicando. Esto me da vergüenza, sé que no tendría que presionarte así, pero es muy importante para mí.

—¿Qué quieres que haga?

—Mañana… ¿podrías venir conmigo? No tienes que hacer nada. La cuestión es que tengo dos reuniones mañana. Una es con un potencial entrevistado; la otra, con Rudy Getz. Lo único que quiero es que estés ahí, que me escuches, que los escuches, y después me cuentas qué te parece, cómo lo ves, no sé, solo… ¿No tiene sentido, verdad?

—¿Dónde son esas reuniones?

—¿Lo harás? ¿Vendrás conmigo? Oh, Dios, gracias, ¡gracias! De hecho, no son muy lejos de tu casa, bueno, no muy cerca, pero tampoco demasiado lejos. Una es en Barkville, con Jimi Brewster, el hijo de una de las víctimas. Y la casa de Rudy Getz está a unos quince kilómetros de aquí, en lo alto de una montaña con vistas al embalse Ashokan. Nos reuniremos primero con Brewster, a las diez. Podría pasar a recogerte alrededor de las ocho y media. ¿Te parece bien?

Gurney pensó en declinar la oferta y coger su propio coche. Pero tenía más sentido ir con Kim. Así podría hacerle algunas preguntas, para saber mejor dónde se estaba metiendo.

—Claro —dijo—. Está bien. —Ya casi lamentaba haberse implicado en todo aquello, pero, al mismo tiempo, se sentía incapaz de dejar a aquella chica en la estacada.

—Hay una partida de consulta en el presupuesto preliminar que preparé con RAM, así que puedo pagar setecientos cincuenta dólares por un día. Espero que sea suficiente.

Gurney estuvo a punto de decir que no tenía que pagarle, que no la ayudaba por eso, pero la chica se mostraba tan profesional que se vio incapaz de rechazar la oferta.

—Claro —dijo otra vez—. Está bien.

Al cabo de un rato, después de una conversación desganada sobre la vida de Kim en la universidad, sobre la decadencia de Siracusa (que se había convertido en una ciudad gris asolada por las drogas), sobre cómo el lago Onondaga había pasado de ser una masa de agua cristalina a una cloaca tóxica, Gurney se levantó de la silla y le dijo que se verían al día siguiente.

—Te enseñaría el apartamento —contestó ella—, pero en realidad no hay nada que ver. Es solo un sitio donde puedo trabajar y dormir. Nunca lo he considerado un hogar. —Lo acompañó a la puerta, le estrechó la mano con fuerza y le volvió a dar las gracias.

Tras bajar los escalones hasta la acera, Gurney oyó que aquellas dos pesadas puertas se cerraban detrás de él. Miró a ambos lados de aquella calle tan lúgubre. Tenía un aspecto sucio, salado, supuso que por el residuo seco de lo que habían rociado para fundir la última acumulación de nieve. Se percibía un atisbo de algo acre en el aire.

Se metió en su coche, giró la llave de contacto y conectó el GPS para buscar la ruta de vuelta a casa. Tardó aproximadamente un minuto en recibir señal del satélite. Cuando estaba escuchando la primera instrucción, oyó que la puerta se abría de golpe. Levantó la mirada y vio que Kim salía corriendo de la casa. Al pie de los escalones, cayó de bruces en la acera. Se levantó apoyándose en un cubo de basura.

—¿Estás bien? —le preguntó él al salir del automóvil.

—No lo sé…, el tobillo… —Respiraba con dificultad, aterrorizada.

Gurney la sostuvo por los brazos.

—¿Qué ha pasado?

—Hay sangre… en la cocina.

—¿Qué?

—Sangre. En el suelo de la cocina.

—¿Hay alguien más dentro?

—No. No lo sé. No he visto a nadie.

—¿Cuánta sangre?

—No lo sé. Gotas en el suelo. Como un rastro hasta el pasillo de atrás. No estoy segura.

—¿No has visto ni oído a nadie?

—No, creo que no.

—Tranquila. Ahora estás bien. Estás a salvo.

Kim empezó a pestañear. Había lágrimas en sus ojos.

—Tranquila —repitió él con suavidad—. Estás bien. Estás a salvo.

Ella se limpió las lágrimas y trató de serenarse.

—Vale. Ya estoy bien.

—Quiero que te sientes en mi coche —dijo Gurney cuando la respiración de la chica empezó a recuperar la normalidad—. Puedes cerrar la puerta. Echaré un vistazo en el apartamento.

—Iré contigo.

—Será mejor que te quedes en el coche.

—¡No! —Lo miró con ojos de súplica—. Es mi apartamento. ¡No va a sacarme de mi apartamento!

A pesar de que iba en contra del procedimiento policial permitir que un civil volviera a entrar en el edificio en esas condiciones antes de registrarlo, Gurney ya no era policía, así que el procedimiento ya no era una cuestión que le preocupara. Dado el estado de ánimo de Kim, decidió que sería mejor tenerla a su lado que insistir en que se quedara sola en el coche, cerrado o no.

—De acuerdo —dijo, sacando la Beretta de la cartuchera de tobillo y metiéndosela en el bolsillo de la chaqueta—, vamos.

Gurney entró, delante, y dejó las puertas abiertas. Se detuvo antes de alcanzar la sala. El pasillo continuaba en línea recta durante otros seis o siete metros y terminaba en un arco que daba a la cocina. Entre el salón y la cocina, vio, a la derecha, dos puertas abiertas.

—¿Adónde dan?

—La primera, a mi dormitorio. La segunda, al cuarto de baño.

—Voy a echar un vistazo. Si oyes algo que te inquiete o si me llamas y no respondo inmediatamente, sal a la calle lo más deprisa que puedas, enciérrate en mi coche y llama a Emergencias. ¿Entendido?

—Sí.

Gurney avanzó por el pasillo y miró en la primera habitación. Entró y encendió la luz del techo. No había mucho que ver. Una cama, una mesa pequeña, un espejo de cuerpo entero, un par de sillas plegables y un armario desvencijado. Miró en el armario y debajo de la cama. Volvió a salir al pasillo, le hizo un signo a Kim con el pulgar hacia arriba, entró en el cuarto de baño y repitió el proceso.

Lo siguiente era la cocina.

—¿Dónde has visto las gotas de sangre? —preguntó.

—Empiezan delante del frigorífico y van al pasillo de detrás.

Entró en la cocina con precaución, contento por primera vez en seis meses de ir armado. La cocina era una estancia amplia. Al fondo a la derecha había una mesita para comer y dos sillas enfrente de una ventana que daba al sendero y a la casa contigua. Por allí entraba algo de luz.

Vio una encimera con armaritos debajo, un fregadero y una nevera. Entre él y el frigorífico había una pequeña isleta con una tabla y un cuchilla de carnicero. Al rodearla, vio la sangre, una secuencia de gotas oscuras en el suelo de linóleo gastado, cada una de ellas del tamaño de una moneda de diez centavos, una cada dos o tres palmos. El rastro se extendía desde la puerta de la nevera a la puerta posterior de la cocina y salía a la zona en sombra de atrás.

De repente, oyó el sonido de una respiración detrás. Giró en redondo en cuclillas, sacando la Beretta del bolsillo. Kim estaba a un metro de él, como un ciervo cegado por los faros de un coche, mirando el cañón de la pequeña pistola calibre 32, con la boca entreabierta.

—¡Por Dios! —exclamó Gurney, tomando aire y bajando la pistola.

—Lo siento. Estaba tratando de no hacer ruido. ¿Quieres que encienda la luz?

Él asintió. El interruptor, situado en la pared de encima del fregadero, encendió dos tubos fluorescentes instalados en el techo. Bajo una luz más intensa, las gotas de sangre parecían más rojas.

—¿Hay un interruptor en el pasillo?

—En la pared, a la derecha del frigorífico.

Lo encontró y lo pulsó. La oscuridad del otro lado del umbral quedó sustituida por la luz parpadeante y fría de un fluorescente que estaba en las últimas. Gurney avanzó lentamente hacia el umbral, apuntando hacia abajo con la Beretta.

Salvo por un cubo de basura verde de plástico, el pasillo trasero estaba vacío. Terminaba en una puerta exterior de aspecto sólido que permanecía cerrada con un par de cerrojos grandes. Había una segunda puerta en la pared de la derecha de ese espacio apretado. Era hacia allí adonde conducía el reguero de gotas de sangre.

Gurney miró rápidamente a Kim.

—¿Qué hay detrás de esa puerta?

—Escaleras. Las escaleras…, al sótano —contestó la chica, con miedo.

—¿Cuándo fue la última vez que estuviste ahí? —Ahí abajo…, oh, Dios, no lo sé. A lo mejor… ¿hace un año? Se fue la luz y el tipo de mantenimiento que me mandó el casero me enseñó cómo funcionaba el diferencial. —Negó con la cabeza como si la mera idea la pusiera nerviosa.

—¿Hay algún otro acceso?

—No.

—¿Alguna ventana?

—Las pequeñas a nivel del suelo, pero tienen barrotes.

—¿Dónde está el interruptor de la luz?

—Dentro, justo al lado de la puerta, creo.

Había una gota de sangre delante de la puerta. Gurney pasó por encima de ella. Con la espalda pegada a la pared, giró el pomo y abrió rápidamente la puerta. El olor a humedad llenó el pequeño pasillo. Esperó y escuchó antes de mirar por la escalera. Los peldaños estaban apenas iluminados por el parpadeante fluorescente del pasillo que tenía a su espalda. Había un interruptor en la pared. Lo pulsó y una luz tenue y amarillenta se encendió en algún lugar del sótano.

Le pidió a Kim que apagara el fluorescente del pasillo, para terminar con el zumbido.

Cuando ella lo apagó, Gurney escuchó otra vez durante al menos un minuto. Silencio. Miró escaleras abajo. Vio un punto oscuro cada dos o tres peldaños.

—¿Qué es? ¿Qué ves? —Parecía que la voz de la chica se iba a quebrar en cualquier momento.

—Unas cuantas gotas más —contestó Gurney sin alterarse—. Voy a echar un vistazo. Quédate donde estás. Si oyes alguna cosa, corre a la puerta como alma que lleva el diablo, entra en mi coche…

Ella lo cortó.

—Ni hablar. Me quedo contigo.

Gurney sabía cómo calmar a los que tenía alrededor.

—Está bien, pero has de situarte al menos a dos metros detrás de mí. —Agarró con más fuerza la Beretta—. Si he de moverme deprisa, necesitaré espacio. ¿Vale?

Kim asintió.

Él empezó a bajar lentamente por la escalera. La estructura crujía. Cuando llegó abajo, vio que el rastro de puntos oscuros continuaba y cruzaba el suelo polvoriento del sótano hasta lo que parecía un largo arcón situado en una esquina. En una de las paredes había una caldera y dos grandes depósitos. En la contigua estaba el cuadro eléctrico y, encima de este, casi tocando las vigas del techo, una fila de pequeñas ventanas horizontales. Los barrotes externos de cada una de ellas apenas se distinguían a través del cristal polvoriento. La luz tenue emanaba de una sola bombilla tan sucia como las ventanas.

La atención de Gurney regresó al arcón.

—Tengo una linterna —dijo Kim desde la escalera—. ¿La quieres?

Gurney miró hacia arriba. La chica encendió la linterna y se la pasó. Era una Mini Maglite. Estaba en las últimas, con las pilas casi agotadas, pero era mejor que nada.

—¿Qué ves? —preguntó Kim.

—No estoy seguro. ¿Recuerdas que hubiera un arcón pegado a la pared la última vez que estuviste aquí?

—Pues…, no sé, no tengo ni idea. El tipo ese me enseñó circuitos, interruptores, no sé qué. ¿Qué ves?

—Te lo diré dentro de un momento. —Se movió hacia delante con inquietud, siguiendo el rastro de sangre hasta el gran cofre bajo.

Por un lado, parecía un simple arcón viejo para guardar sábanas. Por otro, Gurney no podía quitarse de la cabeza la idea melodramática de que tenía la medida justa de un ataúd.

—Oh, Dios mío. ¿Qué es eso? —Kim lo había seguido y ahora estaba un metro detrás de él. Su voz se había convertido en un susurro.

Gurney aguantó la linterna con los dientes y apuntó al baúl. Sostuvo la pistola con la mano derecha y levantó el arcón.

Durante un segundo pensó que estaba vacío.

Luego vio el cuchillo, que brillaba en el pequeño círculo de luz amarilla de la linterna. Era un cuchillo de cocina. Incluso bajo la luz débil y sucia vio que habían afilado su hoja hasta dejarla inusualmente delgada y puntiaguda.