Caramon clama venganza
Una vez hubo decidido su curso de acción, Caramon se abandonó a un profundo sueño y, durante varias horas, lo acunó el tan necesario olvido. Se despertó de un respingo a sentir la proximidad de Raag que, inclinado sobre él, rompía sus cadenas.
—¿Vas a liberarme también de éstas? —preguntó el guerrero, alzando sus atadas muñecas.
El ogro meneó la cabeza en ademán negativo. Aunque no creía que Caramon fuera tan imprudente como para atacar a su secuaz desarmado, Arack había leído el mensaje de locura que destilaran las pupilas del hombretón la pasada noche y no quería correr riesgos.
Lo cierto era que el gladiador había reflexionado sobre la posibilidad de agredir a Raag, al igual que otras alternativas temerarias, pero al fin las rechazó todas. Lo primordial era permanecer vivo, al menos hasta asegurarse de que Raistlin había muerto. Después, ya nada importaría.
Pobre Tika, esperaría un día tras otro, tardaría en aceptar la idea de que su esposo nunca había de regresar a su lado.
—¡Muévete! —gruñó el ogro.
El aludido obedeció, y siguió al brutal individuo por las húmedas escaleras que conducían al rellano superior del subterráneo. Mientras caminaba intentó borrar a Tika de su pensamiento, sabedor de que podía debilitar su determinación. Raistlin tenía que perecer, no podía permitirse vacilaciones ahora que, quizá merced a los relámpagos de la víspera, se había iluminado una parte de su cerebro que yaciera en estado letárgico durante años. Se dibujaba en sus entrañas, con total claridad, la magnitud de la ambición de su hermano, su sed de poder. Había llegado el momento de dejar de buscar excusas a su conducta. Aunque le doliera debía reconocer que incluso Dalamar, el elfo oscuro, conocía al nigromante mejor que él, su gemelo.
El amor lo había cegado y, al parecer, lo mismo le había ocurrido a Crysania. Recordó una frase de Tanis según la cual nada malo brotaba de las obras dictadas por el amor, y él mismo respondió mediante uno de los postulados de Flint: para todo había una primera vez. Una primera y, también, una última.
Ignoraba cómo eliminaría a Raistlin, mas no le preocupaba en absoluto. Una extraña sensación de paz lo dominaba, pensaba con una claridad, una lógica, que lo abrumaban. Sabía que podía hacerlo, que ni siquiera el mago lograría impedirle que ejecutara sus designios pues el hechizo para desplazarse en el tiempo requeriría toda su concentración. Lo único susceptible de detenerle era la muerte. «Por eso, tengo que salvaguardar mi vida», recapacitó.
Se mantuvo inmóvil, sin agitar un músculo ni pronunciar una palabra, mientras Arack y Raag se afanaban en ajustarle la armadura.
—Me inquieta su actitud —murmuró el enano a su servidor durante la compleja operación de vestir al esclavo.
La tranquilidad, la ausencia de emociones que dimanaba del fornido humano inspiraban al suspicaz maestro de ceremonias un desasosiego mayor que si hubiera forcejeado como un animal enfurecido. El único instante en que Arack observó un atisbo de vida en el estoico semblante de Caramon fue cuando ciñó la daga a su cinto. El guerrero le lanzó una mirada de soslayo y, reconociendo el falso pertrecho como el objetivo inútil que era, esbozó una amarga sonrisa.
—Vigílalo —ordenó Arack a Raag—, debe estar alejado de los otros hasta que salgan a la arena.
El ogro asintió y guió a Caramon, maniatado, en pos de los pasillos donde los contendientes aguardaban su turno para entrar en liza. Kiiri y Pheragas estudiaron al hombretón al verlo aparecer. La nereida torció el labio y se volvió desdeñosa, pero la reacción del esclavo negro fue distinta. Tras enfrentarse a la postura digna del que fuera su compañero, a aquellos ojos en los que no se adivinaba una súplica, una invencible perplejidad se adueñó de él. Un consejo susurrado de la mujer lo obligó a desviar el rostro como ella hiciera, si bien el solitario guerrero advirtió que se encogía de hombros y balanceaba la cabeza inseguro, confundido.
Los repentinos clamores del público incitaron a Caramon a centrar su atención en las gradas. Era casi mediodía, y los Juegos debían iniciarse puntualmente a esta hora. El sol brillaba en el cielo y la muchedumbre, que después de varias noches de vigilia había podido conciliar el sueño aquel amanecer, exhibía un humor espléndido frente a una jornada lúdica que prometía ser emocionante. En primer lugar presenciarían unas luchas intrascendentes, destinadas a avivar su ansia de sangre, pero era el combate definitivo el que todos aguardaban excitados, la lid donde se designaría al campeón del año. De su desenlace dependía qué esclavo obtendría su libertad o, en el caso del Minotauro Rojo, si podría retirarse con riquezas suficientes para llevar una holgada existencia.
Arack, artero por naturaleza, se ocupó de que las confrontaciones preliminares fueran livianas, incluso cómicas. Había reunido para la ocasión a unos enanos gully y, tras darles armas auténticas que no sabían utilizar, los envió a la plataforma. Sus evoluciones deleitaron a la concurrencia, que rio hasta las lágrimas al verlos tropezar con sus propias espadas, acometer a sus rivales en agresivos estoques o dar media vuelta y emprender, despavoridos, la huida. Como cabía esperar, sin embargo, la audiencia no disfrutó tanto de la farsa como los enanos mismos, quienes acabaron abandonando sus fútiles pertrechos a fin de enzarzarse en una batalla en el fango. Hubo que separarlos por la fuerza y arrastrarlos al subterráneo.
El gentío aplaudió, pero pronto empezó a patear en una impaciente, aunque jocosa, demanda de la atracción principal. Arack permitió que sus protestas se prolongaran durante unos minutos ya que, acostumbrado al espectáculo, sabía que así se caldearían los ánimos. Y acertó. Al poco rato las gradas vibraban bajo el peso de aquella muchedumbre que gritaba, jaleaba a unos actores aún invisibles y cantaba desaforada.
Fue este el motivo de que nadie reparara en el primer temblor de tierra. Caramon, en cambio, sí lo sintió, con tal intensidad que se le hizo un nudo en el estómago al constatar que el suelo rugía bajo sus pies. Lo asaltó el miedo, no a la muerte, sino a que le sobreviniera antes de cumplir su objetivo. Dirigiendo una anhelante mirada al cielo, trató de evocar todas las leyendas que había oído contar sobre el Cataclismo. Había de producirse, a tenor de tales relatos, a media tarde, mas una serie de terremotos, erupciones volcánicas y desastres naturales, que se manifestarían en toda la superficie de Krynn, precederían al estallido de la montaña ígnea. Cuando eso sucediera la ciudad de Istar se hundiría, sin remedio, en simas abismales; y el océano se apresuraría a cerrarse sobre ella.
El guerrero visualizó el naufragio de la malhadada urbe, los restos de su esplendor tal como los descubriera, en un pasado que ahora era futuro por haber retrocedido en el tiempo, al quedar atrapada la nave en la que viajaba en el remolino del Mar Sangriento. Los elfos acuáticos los habían rescatado entonces, pero no había salvación posible para los actuales moradores de Istar. Una vez más, vislumbró con el pensamiento los torturados edificios. Su alma sufrió un espasmo de terror, y comprendió que se había obstinado en conjurar tal imagen en las últimas semanas.
«Nunca creí que fuera a suceder. Me restan unas horas, muy pocas. ¡Tengo que salir de aquí y encontrar a Raistlin!», se confesó, tan tembloroso como la tierra.
Se apaciguó al recordar a su hermano, consciente de que éste lo aguardaba. Lo necesitaba, a él o a un guerrero adiestrado, de modo que le sobraba tiempo para vencer y darle alcance o, por el contrario, para perder y ser sustituido.
Fortaleció esta convicción el hecho de que, tan súbitamente como se había iniciado, cesó el retumbo en el subsuelo. Aliviado, oyó cómo Arack anunciaba en el centro de la arena el combate decisivo.
—Damas y caballeros, estos combatientes antes luchaban formando equipo, el mejor que hemos podido contemplar durante años —vociferó el enano—. En numerosas ocasiones arriesgaron sus vidas para salvar al compañero, todos habéis asistido a sus demostraciones de amistad. Pero hoy son enconados enemigos, querido público, pues cuando la libertad, la riqueza o el orgullo del triunfo están en juego, el amor queda relegado a un segundo plano. Cada uno de ellos pondrá sus habilidades al servicio de la supervivencia, así será como han de enfrentarse Kiiri, la Nereida, Pheragas de Ergoth, Caramon, el Vencedor y el Minotauro Rojo. Ninguno abandonará la arena si no es con los pies por delante.
Los presentes prorrumpieron en vítores ya que, aunque sabían que se trataba de una mera representación, querían imbuirse de su falaz autenticidad. Arreciaron las aclamaciones al aparecer en escena el minotauro con su faz animal tan desdeñosa como de costumbre. Kiiri y Pheragas espiaron su tridente y, en una reacción instintiva, los dedos de la mujer se cerraron en torno a la empuñadura de su daga.
Un nuevo temblor sacudió la tierra. Caramon lo percibió, mas no pudo cavilar sobre el fenómeno porque Arack había pronunciado su nombre y tuvo que saltar a la arena.
Tasslehoff notó los primeros temblores y, al principio, creyó que eran tan sólo fruto de su imaginación, del temor a la ira invisible que se desplegaba sobre sus cabezas. No obstante, vio ondear las cortinas y constató que había llegado la hora de la verdad.
«¡Activa el ingenio!», le ordenó una voz en su cerebro. Trémulas las manos, fijos los ojos en el colgante, el kender repitió las instrucciones.
—Veamos —recapituló—. Tu tiempo tuyo es, así que he de volver la faceta plana hacia mí. Aunque viajes por él significa que he de mover una pieza de derecha a izquierda, supongo que ésta. Bien, sigamos. Verás sus esferas, el camino, se refiere a la placa que debo doblar sobre sí misma para formar dos discos comunicados por cilindros… ¡Funciona, la parte posterior cede! —Tras una breve pausa continuó, muy excitado—. En su eterno torbellino alude a la operación de hacer girar la base en sentido contrario a las manecillas del reloj, y no obstruyas su fluir a la necesidad de que la cadena no se enrede. ¿Cómo lograrlo? Ya lo tengo, el colgante ha de rotar de abajo hacia arriba. Exacto, vamos a por el próximo versículo. Aferra firme el final y el comienzo es una señal clara, sujetaré los discos en sus extremos. Dales la vuelta sobre su centro, eso es fácil, y lo que está suelto podrás unir. ¿De qué modo? Ya lo entiendo, la cadena se enrolla alrededor del cuerpo principal. ¡Es fantástico, todo se acopla tal como describen las indicaciones de Raistlin! La última rezaba: Sobre tu cabeza descansa el porvenir, de modo que alzaré el objeto y… ¡Un momento, algo no encaja! He cometido un error, esto no debería ocurrir.
Una diminuta pieza se había desprendido del artefacto, golpeando a Tas en la nariz. Sucedió a ésta otra, y otra más, hasta que el desazonado kender se halló bajo una lluvia de gemas multicolores.
Escudriñó el arcano ingenio que tenía suspendido en el aire y, desconcertado, se afanó en manipular sus moldeables fragmentos. Ésta vez la fina lluvia se convirtió en un auténtico chaparrón de alhajas, que cayeron al suelo en un sonoro repiqueteo.
El kender no abrigaba una total certeza, pero estaba persuadido de que no era éste el resultado correcto. «De todos modos, con las zarandajas de los magos nunca se sabe», se dijo. Apaciguado por tal reflexión, contuvo el resuello y esperó que surgiera la luz.
De pronto, el suelo se encrespó, abultándose en una sólida ola que le hizo perder el equilibrio. Tan violento fue el embate, que el hombrecillo salió despedido entre los cortinajes y aterrizó, de bruces, delante del Príncipe de los Sacerdotes. No obstante, y contra todo pronóstico, el mandatario no se percató de nada, no vio su rostro ceniciento. Estaba demasiado absorto en la contemplación de su entorno, en examinar con embeleso el revoloteo de sus propios ropajes y las resquebrajaduras que surcaban el marmóreo altar. Sonriendo para sus adentros, envuelto en una egregia serenidad hija de su convicción de hallarse frente a una muestra de la aquiescencia de los dioses a sus demandas, se alejó de la maltrecha ara para recorrer la nave central, entre los oscilantes bancos, y encaminarse a la parte del Templo donde estaban situadas sus dependencias.
—¡No! —gimió Tas, perdido el control del artilugio mágico.
En aquel momento, los tubos que ensamblaban los dos extremos del cetro se separaron en sus manos y la cadena se deslizó de sus dedos. Despacio, temblando al ritmo del suelo sobre el que todavía yacía, se puso en pie a duras penas. En su palma sujetaba las piezas rotas del ingenio.
—¿Qué he hecho mal? —se desesperó—. He seguido las instrucciones de Raistlin con perfecta meticulosidad.
Y entonces lo comprendió todo. Las lágrimas, que asomarón a sus ojos sin que atinara a contenerlas, nublaron las fragmentadas partes del objeto.
—Fue tan amable conmigo —balbuceó—. Me hizo repetir los versos una vez y otra, según él para asegurarse de que no me equivocaría.
Entrecerró los párpados, deseoso de hallar, cuando los levantara de nuevo, los vestigios de una pesadilla. Lo hizo, mas no fue así.
—Aprendí las instrucciones correctamente —insistió—. ¡He caído en su trampa, su intención era que lo desarticulase! ¿Y por qué? ¿Acaso pretende dejarnos atrapados en el pasado, causar nuestra muerte? No puede ser, los magos de la Torre afirmaron que necesita a Crysania. Claro, ella es la clave.
Giró sobre sus talones y llamó a la sacerdotisa, sin obtener respuesta. Perdida la mirada en el infinito, inmóvil a pesar de las sacudidas que agitaban sus rodillas puestas en tierra, Crysania exhibía en sus ojos un fulgor fantasmal, interno. Tenía las manos enlazadas como si rezase, pero la manera en que se apretaban una contra otra, tanto que los dedos habían adquirido un tono purpúreo y los nudillos se habían tornado blancos, denotaba que no era tal la actividad a la que estaba entregada.
Un quedo aliento escapaba entre sus dientes, si bien el kender nada podía oír de lo que murmuraba.
Introduciéndose tras los cortinajes, Tas recogió algunas de las gemas esparcidas del ingenio antes de volver al altar y, una vez allí, recuperar la cadena, que estaba a punto de desaparecer en una fisura del suelo. Lo embutió todo en su saquillo, cerró éste a conciencia y, tras dar una última ojeada, se aproximó al lugar de la cripta donde se hallaba la eclesiástica.
—Crysania —susurró. Detestaba molestarla, pero la situación era crítica—. ¿Crysania? —repitió a la vez que se plantaba frente a ella, pues era evidente que todavía no se había percatado de que tenía compañía. Como no reaccionaba, el kender optó por leer el movimiento de sus labios y averiguar así el motivo de su ensimismamiento.
—Me ha sido revelado su error —mascullaba—, ahora sé que quizá los dioses me otorgarán un día lo que a él le han negado.
Respiró hondo y bajó la cabeza, antes de añadir:
—¡Gracias, Paladine!
El kender la oyó entonar un fervoroso cántico y, sin apenas intervalo, la sacerdotisa se incorporó. Tras observar sorprendida los objetos de la cripta, que pululaban en una mortífera danza, sus ojos se fijaron en el vacío, por encima de Tas.
—¡Crysania! —vociferó éste, tirando ahora de sus albas vestiduras—. Crysania, escúchame. He roto el único instrumento que había de permitirnos volver. Una vez destruí uno de los Orbes de los Dragones, pero lo hice a propósito mientras que, con el ingenio, no sé que ha podido fallar. ¡Pobre Caramon! Tienes que ayudarme, si tú se lo pides, Raistlin accederá a recomponerlo.
La sacerdotisa miró a Tasslehoff con la expresión de quien es abordado por un extraño en plena calle.
—¡Raistlin! —coreó, desprendiendo de su atavío los dedos del kender—. Trató de decírmelo, pero yo no le hice caso. No importa, al fin conozco la verdad.
Apartó de su lado al atónito kender y, tras recoger los pliegues de su túnica para no tropezar, echó a correr por el pasillo central sin volver la mirada. El Templo se bamboleaba sobre sus cimientos.
Cuando Caramon empezó a ascender los peldaños que conducían a la arena, Raag deshizo las ataduras de sus muñecas. Flexionando sus entumecidos dedos, el gladiador siguió a Kiiri, Pheragas y el Minotauro Rojo a la plataforma para, bajo una lluvia de aclamaciones, situarse entre los que fueran sus amigos. Miró al cielo donde, sobrepasado su cénit, el sol iniciaba su lento recorrido hacia el ocaso, un ocaso que los habitantes de Istar nunca contemplarían.
Al pensar en el funesto destino de la ciudad, y en que no vería de nuevo los rojizos rayos del astro recortando el perfil de una almena, fundiéndose en el azul del mar o iluminando las copas de los vallenwoods, afloraron las lágrimas a sus ojos. No lloraba tanto por sí mismo como por la suerte de sus compañeros, que debían perecer esta tarde, o por los centenares de inocentes que sucumbirían sin comprender el motivo.
También dedicó sus sollozos al hermano que en un tiempo amase, no al Raistlin actual, sino a un ser entrañable que había perdido años atrás.
—Kiiri, Pheragas —murmuró mientras el minotauro avanzaba unos pasos para recibir las ovaciones del público—, ignoro qué ha podido contaros el mago, pero os aseguro que yo nunca os traicioné.
Kiiri no se dignó mirarle, se limitó a torcer el labio en aquella mueca tan particular. Pheragas, por su parte, lo espió de manera soslayada y, al percibir los riachuelos que surcaban las mejillas del guerrero, vaciló antes de darle la espalda.
—Me tiene sin cuidado que me creáis o no —continuó el musculoso humano—, podéis mataros por la posesión de la llave si es eso lo que queréis. Yo buscaré la libertad valiéndome de mis propios medios.
Ahora sí, ahora la mujer lo examinó con la perplejidad dibujada en sus rasgos. La muchedumbre se había puesto en pie y aclamaba al minotauro, que caminaba por la arena blandiendo el tridente sobre la testa.
—¡Estás loco! —imprecó la nereida al hombretón, sin alzar la voz más de lo imprescindible. Desvió la vista hacia Raag cuyo cuerpo, enorme y macilento, obstruía la única salida.
Caramon la imitó imperturbable, sin mudar la expresión.
—Nuestras armas son auténticas —intervino Pheragas—, la tuya no.
El guerrero asintió, mas se abstuvo de pronunciar una palabra.
—Has de avenirte a razones —lo reprendió Kiiri—. Te ayudaremos a fingir que estás herido, ninguno de nosotros creyó en el nigromante aunque, debes admitirlo, resultaba sospechoso tu empeño en ahuyentarnos de la ciudad. Por un momento pensamos, como él afirmó, que pretendías hacerte con el triunfo, pero hemos cambiado de idea. Te sugiero que en cuanto empiece el combate te arrojes al suelo y te dejes llevar al interior. Nos las arreglaremos para que escapes esta misma noche.
—Esta noche Istar habrá cesado de existir, junto a todos sus moradores —persistió el gladiador—. El tiempo apremia. No puedo explicároslo, sólo os ruego que no intentéis detenerme.
Pheragas separó los labios, presto a hablar, pero se lo impidió un nuevo temblor de tierra, éste más violento.
Todos los presentes lo sintieron, era imposible no hacerlo. La plataforma se tambaleó sobre su entramado, los puentes de los pozos se resquebrajaron y el suelo se combó con tal fuerza que a punto estuvo de lanzar al minotauro por los aires. Kiiri se aferró a Caramon, mientras Pheragas trataba de apuntalar sus piernas como un navegante en la cubierta de su zarandeado galeote. La muchedumbre de las gradas se inmovilizó al percibir el balanceo de sus asientos, gritando unos al oír los crujidos de la madera y permaneciendo otros de pie, mudos. Pero el rugido de la naturaleza se mitigó al instante.
Sucedió al caos un silencio ominoso. Al guerrero se le erizó el cabello, se le puso la piel de gallina al comprobar que los pájaros no cantaban, ni ladraban los perros. En medio de la tensa quietud, una voz interior lo conminaba a huir sin demora.
Tomó una determinación. Sus amigos ya no importaban, todo carecía de sentido. Sólo abrigaba un propósito: matar a Raistlin.
Tenía que actuar enseguida, antes de que sobreviniera el próximo embate o la audiencia se recuperase de éste. Lanzando una rápida mirada a su entorno, Caramon divisó a Raag junto a la salida, arrugado el rostro por la sorpresa e incapaz de adivinar, con su torpe mente, lo que en realidad ocurría. Arack se hallaba a escasa distancia del ogro y estudiaba el panorama, temeroso sin duda de tener que devolver a sus clientes el dinero recaudado si había de anular el espectáculo. Pareció sosegarse al constatar que renacía la normalidad, si bien algunos de los asistentes se mostraban recelosos y espiaban el suelo de manera furtiva.
El fornido humano respiró hondo y, sujetando a Kiiri entre sus brazos, la levantó con todas sus fuerzas para arrojarla contra Pheragas. Ambos gladiadores se desmoronaron en un amasijo sobre la plataforma al cogerles desprevenidos su agresión.
Tras cerciorarse de que, en su aturdimiento, ninguno de ellos había de presentarle batalla, Caramon tomó impulso y se lanzó cual un ariete hacia el ogro, hundiendo su cabeza en el estómago del adversario con toda la energía que le conferían sus meses de entrenamiento. Semejante impacto habría matado a cualquier criatura normal, pero a Raag tan sólo le dejó sin resuello. La arremetida los había estrellado a ambos contra el muro.
Mientras su oponente luchaba para recuperar el aliento, el guerrero se abalanzó sobre su maza a fin de arrebatársela mas, cuando la desprendía de su manaza, el atacado emitió un aullido de rabia y le asestó un certero golpe debajo de la barbilla. Caramon, que no estaba preparado para recibir su puño, salió catapultado y fue a aterrizar sobre la arena.
Al principio no vio sino un torbellino de cielo y tierra. Abrumado bajo un vértigo irrefrenable, cerró los ojos si bien, por fortuna, su instinto de luchador lo instigó a rodar sobre sí mismo en el instante en que el tridente del minotauro descargaba su peso donde segundos antes se hallara su brazo. Oyó un gruñido animal, y comprendió que la rabia de aquel engreído iba en aumento tras la fallida intentona.
Logró incorporarse, a la vez que agitaba la cabeza a fin de despejarla, pero sabía que no eludiría el segundo ataque de la fiera. Sin embargo, se produjo un hecho inesperado. Una figura negra se interpuso entre su cuerpo y el Minotauro Rojo, el plateado acero de una espada rechazó al tridente que se disponía a acabar con la vida de Caramon. El guerrero retrocedió torpemente y sintió el contacto de unas frías manos, las de Kiiri, posadas en su cinto.
—¿Estás bien? —preguntó la mujer.
—¡Necesito un arma! —consiguió balbucear el humano, aún mareado tras el colosal golpe que le propinara el ogro.
—Toma la mía —ofreció Kiiri, depositando una daga en su palma—. Pero antes, descansa. Yo me ocuparé de Raag.
El macilento individuo, dominado por la excitación de la batalla, cargaba contra ellos con la mandíbula abierta.
—¡Úsala tú! —empezó a protestar Caramon, mas la mujer rechazó el pertrecho y le contestó, sonriente:
—Calla y observa.
Pronunció entonces unas frases ininteligibles que el hombretón asoció con el lenguaje de la magia, aunque éstas tenían un acento casi elfo.
De pronto, se desvaneció la mujer y ocupó su lugar una gigantesca osa. Caramon ahogó una exclamación, incapaz de adivinar lo sucedido, si bien recordó que Kiiri era una nereida, del grupo de las sirenas, y por consiguiente poseía el don de mudar su identidad.
Irguiéndose sobre sus patas traseras, la osa se enfrentó al descomunal ogro que se había detenido con los ojos desorbitados. Kiiri lanzó un rugido de cólera y, al hacerlo, dejó al descubierto sus refulgentes colmillos. El sol reverberó en su zarpa cuando hundió sus afiladas uñas de un ágil sesgo en la frente del paralizado Raag.
Brotó la amarillenta sangre a través de los hondos arañazos y el herido gimió de dolor, cegado por la masa de savia coagulada que cubría sus cuencas oculares. Sin desaprovechar la ocasión, la osa se abalanzó sobre su víctima y ambos adversarios se revolvieron en una masa informe de pelambre y piel desteñida.
El gentío, que al principio se entusiasmó, comprendió ahora que la lid no era una farsa. Se trataba de una confrontación auténtica, alguien iba a morir. Tras unos momentos de paralizado silencio, se oyeron algunos vítores aislados hasta que, todos al unísono, prorrumpieron en ensordecedoras ovaciones.
Caramon no tardó en olvidar a la audiencia, atento a su oportunidad de escapar. Sólo el enano bloqueaba la salida y, consciente del miedo que su grotesca faz rezumaba, el gladiador supuso que no le resultaría difícil escabullirse.
Oyó un gruñido de satisfacción procedente del minotauro, que dio al traste con su plan. En efecto, tal como temía, Pheragas había sido abatido y, encorvado sobre sí mismo, agarraba el extremo romo del tridente para evitar el ataque definitivo. Su rival invirtió la trayectoria del arma y, dueño de sus movimientos, se aprestó a rematar al caído, pero en ese instante Caramon emitió un sonoro aullido, atrayendo de inmediato la atención del feroz animal.
El Minotauro Rojo aceptó el desafío, esbozada una siniestra mueca en sus rojizas facciones, más aún al constatar que su rival blandía una insignificante daga. Se arrojó contra el humano, resuelto a zanjar sin demora la desigual pugna, pero el guerrero lo esquivó hábilmente, y consiguió propinarle un puntapié en la rodilla. Fue una acometida lacerante, que hizo tropezar al agredido y desplomarse en la arena.
Sabedor de que permanecería unos minutos fuera de combate, Caramon corrió en pos de Pheragas. El esclavo negro se sujetaba el vientre con ambas manos en medio de una terrible agonía.
—Vamos —lo reprendió, a la vez que le prestaba el apoyo de su robusto brazo—. He visto en numerosas ocasiones cómo, después de recibir varios golpes como éste, te incorporabas y engullías una cena pantagruélica.
No obtuvo respuesta. El cuerpo de Pheragas se revolvía en violentas convulsiones, su brillante tez negra estaba bañada en sudor. Al examinarle de cerca, el hombretón descubrió los tres surcos sanguinolentos que el tridente había abierto en su pecho.
Al reparar en la expresión aterrorizada de su amigo, el herido supo que éste comprendía su fin inminente. Temblando a causa del veneno que circulaba por sus venas, hizo un esfuerzo para ponerse de rodillas. Sin embargo, no logró sostenerse y se dejó caer cuan largo era.
—Utiliza mi espada. ¡Apresúrate, necio! —urgió a su solícito compañero.
El motivo de su apremio era que el minotauro se disponía a reanudar la liza, entre iracundos bramidos. Caramon sólo vaciló unos segundos antes de empuñar el arma que el moribundo le brindaba.
Un espasmo de Pheragas, quizá un estertor, despertó la sed de venganza en las entrañas del guerrero. Dio media vuelta, justo a tiempo para frustrar la arremetida de su feroz oponente, y tomó posiciones. Pese a que cojeaba ostensiblemente, anidaba en el animal una gran energía que compensaba su dolorosa herida y, además, sabía que le bastaba con inocular una gota de ponzoña en su víctima mientras que ésta, en inferioridad de condiciones, debía abrirse camino a través de su tridente si quería clavarle la espada.
Sin precipitarse, los contrincantes trazaron círculos uno frente a otro en busca de un descuido que les permitiera arremeter. Caramon apenas oía al público, los pateos y silbidos que arrancaba en las gradas la visión de la sangre. Tampoco pensaba en huir, pues ni siquiera sabía dónde estaba. Tan sólo obedecía al dictado de sus instintos: pelear y, a ser posible, matar.
Aguardó paciente. Los minotauros tenían un punto flaco, tales fueron las enseñanzas de Pheragas. Creyéndose superiores a las otras criaturas, solían infravalorar a sus adversarios y acababan por cometer errores, que había que aprovechar. El hombretón leía en los ojos de su rival, era consciente de su cólera, del ultraje al que le había sometido al derribarlo, de su ansia por eliminar a aquel ser vulgar que osaba ponerle en ridículo.
En su mutuo tanteo se acercaron al lugar donde Kiiri seguía enzarzada en una cruenta lucha con Raag, a juzgar por los alaridos que profería el ogro y que Caramon no dejó de percibir. Alerta al parecer a las evoluciones de la osa, el gladiador resbaló en un charco de sangre amarillenta, viscosa. Exultante de júbilo, el minotauro corrió a ensartarle en su arma.
Pero la pérdida de equilibrio fue fingida. La espada brilló bajo el sol tardío y el monstruo de encarnado pelaje, al constatar que le habían burlado, intentó detener su carrera. No obstante, había olvidado su dañada rodilla que, incapaz de soportar su mal repartido peso, dio con sus huesos en la arena. El hombreton se apresuró a levantarse y traspasar limpiamente su cráneo.
Liberó la hoja de un tirón al oír un aullido desgarrado y, alzando la vista, contempló cómo la osa hendía la garganta de Raag con sus garras. Sin soltar a su presa, la encarnación de Kiiri mordió su vena yugular y el ogro abrió la boca para lanzar un grito que nadie había de escuchar.
Caramon echó a andar hacia los contendientes, mas interrumpió su avance al detectar un movimiento a su derecha. Desvió la faz, despiertos sus sentidos al posible agresor. Era el enano, que pasó por su lado con el rostro convertido en una máscara de furia y una daga centelleando en su mano, inequívoca muestra de sus intenciones. Sin pensarlo dos veces el fornido humano se abalanzó sobre él, pero no logró impedir que el filo penetrara el cuerpo de la osa. Al instante la palma de Arack se tiñó de rojo, a la vez que el descomunal plantígrado rugía de dolor, de rabia. Extendió una zarpa en un postrer alarde de energía de tal manera que, tras atrapar al repugnante hombrecillo, lo catapultó al espacio. El proyectil viviente se incrustó en el Obelisco de la Libertad del que pendía la llave dorada, en una de las artísticas prominencias que lo decoraban. Lanzó un alarido espeluznante y se vino abajo el pináculo entero, con él adherido, zambulléndose en los llameantes pozos.
También Kiiri se derrumbó, debilitada por la copiosa sangre que manaba de su herida. Aunque la muchedumbre repetía en una estruendosa batahola el nombre de Caramon, éste se hallaba tan sólo pendiente del luctuoso espectáculo que lo rodeaba. Tomó en sus brazos a la nereida, que había abandonado su mágica forma para volver a ser su compañera, y la estrechó contra el pecho.
—Has vencido —le susurró—. Eres libre.
La mujer lo miró y sonrió, antes de que sus ojos se abrieran para dejar escapar la vida. Sus pupilas se fijaron en el cielo de un modo casi expectante, o así se le antojó al gladiador, como si al fin comprendiera que la hecatombe estaba próxima.
Depositando suavemente su cuerpo exánime en la arena, Caramon se puso en pie y vio paralizarse a Pheragas tras expulsar un último hálito.
«Pagarás por lo que has hecho, hermano», masculló con el corazón en un puño.
Percibió un ruido tras él, un murmullo semejante al rugido del mar antes de la tormenta. Desazonado, el guerrero aferró su espada y se preparó para combatir a cualquier enemigo que quisiera retarlo. No había tal, sin embargo, eran los otros gladiadores quienes se acercaban y, al vislumbrar el rostro desencajado del hombretón, se apartaban uno tras otro a fin de franquearle el paso.
Al observarlos, Caramon supo que era libre. Libre de encontrar a su hermano, de acabar con su maléfica existencia. Desnuda su alma de emociones, perdido el miedo a la muerte, respiró el aroma de sangre que se adhería a sus vías olfativas y le invadió la fragante locura de la batalla.
Con la venganza por único aliado, comenzó a descender la escalera del subterráneo en el instante en que un nuevo terremoto, heraldo de destrucción, azotaba la ciudad de Istar.