14

Mañana…

—Las fuerzas del Mal se han confabulado para aplastarme —declaró el Príncipe de los Sacerdotes, destilando su melodiosa voz una nota de valentía que penetró los espíritus de cuantos lo escuchaban—. ¡Pero no he de rendirme, ni tampoco vosotros! Tenemos que aunar energías frente a su amenaza.

«No —susurró Crysania para sus adentros—, todos os equivocáis. ¿Cómo podéis estar tan ciegos?».

Se hallaba en la sala de los rezos matutinos, doce días después de que los dioses mandaran la primera de las Trece Advertencias. Desde entonces, se habían sucedido los mensajes informando de los distintos portentos observados en los confines del continente de Ansalon, uno cada jornada.

—El emisario del rey Lorac cuenta que, en Silvanesti, los árboles sangraron de sol a sol —recapituló el mandatario, impregnadas sus palabras del temor que le inspiraban tan luctuosos hechos—. La ciudad de Palanthas vive bajo el acoso de una bruma blanca, tan densa que los habitantes se pierden en las calles si se aventuran a abandonar sus hogares.

»En Solamnia, las fogatas se niegan a arder. Los lares permanecen fríos, desolados, y ha habido que cerrar las fraguas pues el carbón que las alimenta no genera más calor que un témpano de hielo. En las llanuras de Abanasinia, por el contrario, los prados se incendian uno tras otro. Las llamas rugen sin control, llenando el cielo de negras humaredas y expulsando a los bárbaros de sus núcleos tribales.

»Esta misma mañana, los grifos han traído la noticia de que la ciudad elfa de Qualinost está siendo invadida por los animales del bosque, repentinamente salvajes y agresivos.

Incapaz de soportarlo, Crysania se puso en pie. Ajena al escandalizado escrutinio de las otras mujeres, se ausentó del servicio religioso y echó a correr por los pasillos.

Un zigzagueante rayo la deslumbró, y el retumbar del trueno que sucedió a éste la impulsó a cubrirse la faz con las manos.

«¡Me volveré loca si no cesa pronto!», murmuró, quebrada su voz, a la vez que se arrinconaba en un recodo.

Durante doce días, desde que los azotara el ciclón, una tormenta se obstinaba en desatar su furia sobre Istar, inundándola de lluvia y pedrisco. Los relámpagos y los estentóreos zumbidos que los acompañaban eran continuos. Bajo su influjo se agitaba el Templo, se interrumpía el sueño y se perturbaban las mentes. Tensa, abrumada por la fatiga y por el terror, la sacerdotisa se desplomó en una silla, enterrado el rostro para aislarse del entorno.

El suave contacto de una mano en su brazo la sobresaltó, tanto que se incorporó de un brinco. Se erguía ante ella un hombre joven y apuesto, arropado en una capa saturada de agua bajo la que se adivinaban unos hombros fuertes, musculosos.

—Lo siento, Hija Venerable, no era mi deseo asustarte —se disculpó con un timbre cavernoso que, al igual que sus rasgos, resultaba familiar a la dama.

—¡Caramon! —exclamó aliviada, aferrándose a aquella criatura real, sólida.

Vibró en el aire otro resplandor, con la explosión subsiguiente. Crysania entornó los párpados, en medio de un irrefrenable rechinar de dientes, y notó que incluso el hercúleo cuerpo del guerrero se conmovía, preso de un nerviosismo que, sin embargo, no restó firmeza a su abrazo.

—Debería estar orando con los demás clérigos —dijo la dama cuando cedió el bramido de los elementos—. Imagino que en la calle la tempestad es insoportable. Estás empapado.

—Hace varios días que intento verte —comenzó a protestar Caramon.

—Lo sé —balbuceó ella—, pero estoy muy ocupada…

—Escúchame, Crysania —atajó el hombretón sin que su voz flaqueara—. No he venido aquí para rogarte que me invites a un banquete, sino porque mañana esta ciudad dejará de existir.

—¡Silencio! —ordenó la sacerdotisa—. No es prudente hablar de este tema en un corredor. —Un nuevo estampido le encrespó el cabello pero, esta vez, recobró de inmediato la compostura—. Acompáñame.

El gladiador vaciló un instante y, ceñudo, siguió el camino que ella trazaba por las dependencias del Templo hasta llegar a una de las cámaras desprovistas de ventanas. En su interior, al menos, estaban al abrigo de los relampagueos, y los ecos de los truenos quedaban amortiguados merced a los gruesos muros. Crysania cerró la puerta con sigilo, tomó asiento en una butaca e instó a su oponente a imitarla.

Caramon obedeció su mandato aunque reticente, incómodo. Se mantuvo en el borde de su silla, azorado al recordar las circunstancias que rodearon su último encuentro, cuando su ebriedad estuvo a punto de causar la muerte de ambos. Supuso que ella también evocaba la escena, ya que le miraba con unos ojos tan fríos y grises como el amanecer. El humano se sonrojó.

—Me satisface comprobar que tu salud ha mejorado —comentó la joven, deseosa de disimular su acento severo y fracasando estrepitosamente.

El rubor del gladiador se intensificó. Fijó la vista en el suelo, azuzado por la vergüenza.

—Lo lamento —se disculpó Crysania de manera abrupta—, te suplico que me perdones. No he logrado conciliar el sueño desde que se iniciaron estos sucesos. Ni siquiera puedo pensar —añadió, extendida su trémula mano sobre las sienes—. Este ruido incesante me conturba.

—Lo comprendo —la tranquilizó el guerrero—. Y, además, es lógico que me desprecies, yo también reniego de mi conducta pasada. Pero eso ahora carece de importancia. ¡Tenemos que irnos, Crysania!

—Sí, es verdad —respondió la interpelada con un hondo suspiro—. Hay que salir de Istar, soy consciente de que sólo faltan unas horas para la hecatombe. Me he equivocado —admitió—, hasta el último momento alimenté la esperanza de que la situación cambiaría. ¿Cómo puede estar tan ciego el Príncipe? ¡No me lo explico!

—No es ése el motivo de que me hayas evitado —declaró Caramon, tan inexpresivos sus ojos como su tono—. ¿Querías acaso retrasar nuestra partida?

Ahora fue Crysania quien sintió un repentino calor en sus pómulos, a la vez que retorcía las manos sobre el regazo.

—En cierto modo —confesó, tan quedamente que el guerrero apenas la oyó—. Si he provocado esta demora es porque no me resigno a volver sin…

—Sin Raistlin —colaboró su interlocutor—. Crysania, ten presente que él puede valerse de su magia. No nos necesita, ha elegido su propio camino y, si tal es su anhelo, invocará al encantamiento que le permita catapultarse al futuro. En el caso de que no lo haga, tras mucho recapitular he concluido que no tenemos derecho a obligarlo.

—Tu hermano está enfermo —replicó la sacerdotisa.

Caramon levantó el rostro, desencajado por la preocupación.

—Hace días que trato de entrevistarme con él, desde que se iniciaron las Fiestas de Invierno —continuó la dama—. No ha recibido a nadie en todo este tiempo, ni siquiera a mí, y ahora, al fin me ha mandado llamar. Debo hablarle, convencerlo de que se una a nosotros —se empecinó, ardientes sus mejillas bajo la penetrante mirada del gladiador—. Si su dolencia le ha debilitado no tendrá energía suficiente para formular el hechizo.

—No —farfulló Caramon, sabedor de que aquel complejo prodigio entrañaba una gran dificultad. Par-Salian había tardado semanas en ultimar los preparativos, pese a hallarse en perfectas condiciones—. ¿Qué le sucede a Raist? —inquirió.

—Le afecta la proximidad de los dioses —repuso Crysania—, igual que a los demás. No entiendo por qué rehusan aceptarlo y obrar en consecuencia —reprochó a los clérigos ausentes apesadumbrada, apretados los labios—. Sea como fuere, no está en nuestras manos hacerles entrar en razón. Debemos tenerlo todo dispuesto para el viaje, si tu hermano accede a acompañarnos…

—¿Y si no es así? —interrumpió Caramon.

—Creo que lograré persuadirlo —apuntó ella, aunque su tono delataba cierta confusión por hallarse inmersa en el recuerdo de aquellas veladas en la alcoba del hechicero, cuando éste se le aproximaba con un secreto anhelo dibujado en sus pupilas—. En nuestras charlas denuncié el error en que incurría al internarse en la senda del Mal, que nada puede construir ni crear y sí, en cambio, destruir y volverse contra sus propias raíces. Reconoció la validez de mis argumentos, me prometió reflexionar.

—Y, además, te ama —aventuró el hombretón.

Crysania no fue capaz de enfrentarse a su mirada. No le salían las palabras, por un momento su corazón latió con tanta fuerza que únicamente oía su pálpito, el bombeo acelerado de la sangre en sus sienes. Notaba la mirada de Caramon fija en su persona, la sobrecogían los rugientes truenos que zarandeaban a su antojo el santuario y, temiendo desvanecerse, apretó los puños para conjurar su zozobra. Sintió, sin acertar a comprobarlo, que su interlocutor se levantaba.

—Señora —dijo el guerrero en tonos apagados—, si de verdad tu bondad y tu amor lo desvían de la negra senda que recorre, si consigues guiarle hacia la luz, yo… —Se le hizo un nudo en la garganta, y se apresuró a ladear el rostro.

Al percibir la emoción con que pronunciara su incompleto discurso, sus esfuerzos para contener las lágrimas, Crysania fue asaltada por un súbito remordimiento, se preguntó si no lo había prejuzgado. Incorporándose, posó la mano en el colosal brazo y tanteó sus tensos músculos, mientras Caramon libraba una ardua batalla contra el llanto.

—¿Has de volver a la arena, no puedes quedarte?

—No —respondió el hombretón—. Tengo que avisar a Tas y recoger el ingenio que me entregó Par-Salian. Está guardado bajo llave, sólo yo puedo recuperarlo. Y, además, están mis amigos. Los he incitado a abandonar la ciudad y, aunque quizá sea demasiado tarde, quiero hacer una última intentona.

—Naturalmente —comprendió la sacerdotisa—. Regresa tan pronto como te sea posible, y búscame en el aposento de Raistlin.

—Así lo haré, señora —accedió él—. Ahora debo irme, de lo contrario mis compañeros saldrán para hacer sus prácticas antes de que consiga hablarles.

Asiendo la mano que la dama le tendía, la estrechó en un firme apretón y se alejó a toda prisa. Crysania lo vio correr por el pasillo, cuyas antorchas brillaban en la penumbra, y constató que su paso era rápido, seguro. Ni siquiera dio un respingo al pasar junto al ventanal más próximo al recodo, que iluminó, de pronto, el resplandor de un rayo. Era la esperanza lo que equilibraba su atormentado espíritu, la misma esperanza que la sacerdotisa sintió renacer en su talante.

Caramon se desvaneció al fin en la distancia y Crysania, tras arremangarse la holgada falda de la túnica, emprendió el ascenso de la escalera que había de conducirla al ala del Templo donde moraba el mago de negros ropajes.

Su ánimo sufrió un leve desfallecimiento al penetrar en el lóbrego corredor que moría junto al dormitorio, ya que en aquella zona la tempestad rugía sin freno. Ni siquiera las gruesas cortinas aislaban al visitante de los cegadores rayos, los vetustos muros no lograban contener los bramidos de los truenos. Debido, acaso, a una ventana mal ajustada el viento se filtraba en el recinto, apagando las llamas de las teas que, por otra parte, no eran necesarias en medio de los zigzagueantes emisarios de la turbulencia.

La cabellera de la sacerdotisa bailaba al son de las ráfagas, su túnica revoloteaba en torno a su cuerpo. Al aproximarse a la estancia del hechicero oyó el repiqueteo de la lluvia en los cristales y, estremeciéndose ante los elementos desencadenados, aceleró la marcha. Había alzado la mano para llamar a la puerta de Raistlin cuando en el pasillo reverberó la luminosidad de un relámpago, de matices azulados, sucedido sin intervalo por un sordo estallido que la arrojó contra la puerta. Ésta se abrió bruscamente, y la dama se encontró en los brazos del mago.

La escena se desarrolló como en el sueño de la víspera. Acuciada por el terror, Crysania se refugió en la aterciopelada suavidad de las negras vestiduras y dejó que la reconfortara el calor de aquel enjuto cuerpo. Al principio percibió una tensión en el nigromante, que no tardó en relajarse. Raistlin ciñó su talle en un espasmo convulsivo para, unos segundos después, levantar la mano y acariciar su cabello en actitud serena, protectora.

—Cálmate —le susurró igual que haría un adulto a un niño asustado—, no temas a la tormenta, Hija Venerable. ¡Recréate en ella, saborea el poder de los dioses! Ellos sólo espantan a los infelices, no nos lastimarán si sabemos elegir.

Crysania, que había prorrumpido en sollozos, se apaciguó, mientras recapacitaba sobre las palabras de su oponente. No eran las suyas las dulces recomendaciones de una madre, su consejo tenía un sentido que no podía por menos que inquietarla.

—¿Qué quieres decir? —indagó, erguida la cabeza. Una resquebrajadura se abrió en los cristalinos ojos del hechicero, desvelando un resquicio del alma que bullía en su interior.

Llevada por un impulso involuntario, Crysania intentó apartarse. Pero él estiró el brazo y, a la vez que desenredaba con mano trémula la maraña de cabello que ocultaba su rostro le ofreció:

—Ven conmigo, Crysania. Acompáñame a un tiempo en el que serás el único clérigo en el mundo, un tiempo en el cual podremos traspasar el umbral del poder reservado a las divinidades. Los desafiaremos, gobernaremos a todas las criaturas vivientes. ¡Piénsalo!

Raistlin aflojó su garra y, separando los brazos, se abandonó a unas estentóreas carcajadas. La túnica refulgía en la aureola que formaban los relámpagos, su voz se parangonaba con los lacerantes retumbos. Pasado el primer momento de estupor, Crysania detectó el brillo febril de sus ojos y las manchas de color que revitalizaban la palidez de sus pómulos. Estaba mucho más delgado que en su postrer encuentro.

—La enfermedad ha hecho presa en ti, voy a buscar ayuda —propuso la sacerdotisa, retrocediento hacia la puerta con las manos detrás de la espalda.

—¡No! —El grito de Raistlin se impuso al fragor del trueno si bien, contra lo que cabía esperar, sirvió de estabilizador. Recobrada la compostura, fría su expresión, aferró la muñeca de la dama con inusitada fuerza y tiró de ella hacia el interior del aposento. Cuando se hubo cerrado la puerta, explicó en un siseo—: Estoy enfermo, es cierto, mas no hay otro remedio contra mi dolencia que escapar de esta sinrazón. He ultimado mis planes. Mañana, día del Cataclismo, los dioses se hallarán concentrados en la lección que deben impartir a sus enloquecidos siervos, y la Reina de la Oscuridad no atinará a impedir que obre mi portento. ¡Entonces, aprovechando su descuido, me trasladaré a la única época de la Historia en que se manifestará su vulnerabilidad al influjo de un auténtico clérigo!

—¡Suéltame! —ordenó la sacerdotisa, disipado el miedo en favor de la cólera. Se sentía ultrajada, y esta emoción le permitió desembarazarse de la zarpa que la tenía apresada, sin que por ello olvidara el abrazo, la textura de las manos del hechicero. Dolida, corroída y avergonzada, añadió—: Ejecuta tus perversos designios en solitario, rehuso tu invitación a acompañarte.

—En ese caso, morirás —preconizó Raistlin.

—¿Osas amenazarme? —lo imprecó Crysania a la vez que se encaraba con él, secas sus incipientes lágrimas bajo el tamiz de la ira.

—No seré yo quien te sacrifique —replicó el nigromante, esbozada una enigmática sonrisa en sus labios—. Perecerás por decisión de aquellos que te enviaron aquí.

La dama pestañeó perpleja, pero se rehizo al instante. Víctima de un intenso dolor que paralizaba todo su ser, capaz a duras penas de soportar su desengaño, logró asumir el suficiente estoicismo para preguntar:

—¿Qué nueva patraña has urdido ahora?

Aunque su único deseo era huir antes de que el hechicero se percatase de hasta qué punto podía herirla, aguardó la respuesta.

—Ninguna, Hija Venerable —le aseguró él, y señaló un libro encuadernado en rojo que yacía abierto sobre su escritorio—. Puedes verlo por ti misma. He estudiado sin descanso —afirmó, vuelta su faz hacia los estantes donde atesoraba incontables volúmenes. Crysania ahogó una exclamación de sorpresa al comprobar que muchos de aquellos tomos no estaban en la biblioteca días atrás—. Sí, he traído algunos ejemplares de los rincones más remotos. He viajado en su busca —prosiguió el mago sin necesidad de que la sacerdotisa exteriorizara su asombro—. Éste que te muestro lo descubrí en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, tal como sospechaba. Te lo ruego, hojéalo.

—¿Qué es? —inquirió la dama, espiando la encarnada piel cual si se tratase de una serpiente venenosa.

—Un libro, ni más ni menos. Te prometo que no se convertirá en un fiero dragón que, obediente a mi mandato, te precipite en el Abismo. Es un libro —repitió con una inescrutable mueca—, una enciclopedia si prefieres llamarlo así. Posee una gran antigüedad, fue escrito en la Era de los Sueños.

—¿Por qué ese empeño en que lo lea, qué relación guarda conmigo? —insistió Crysania.

A pesar de sus recelos dejó de mirar hacia la puerta, su vía de escape. La sobriedad de Raistlin tenía el don de apaciguarla, hasta tal extremo que incluso se desvirtuó el bramido de la tempestad y su azote despiadado.

—Es una enciclopedia que recoge los artefactos mágicos producidos en aquella época —continuó el hechicero imperturbable, sin apartar la mirada de su interlocutora, como si pretendiera capturar su voluntad y atraerla hacia la escribanía—. Lee y te convencerás.

—Desconozco el lenguaje esotérico —confesó Crysania—. ¿O quizá vas a traducirme su contenido? —preguntó en altiva postura.

Los ojos del nigromante la observaron iracundos, pero tal sentimiento fue sustituido de inmediato por una tristeza, un agotamiento, que conmovieron a la mujer.

—No está escrito en el lenguaje de la magia, de otro modo no te pediría que lo examinases. Hace tiempo pagué gustoso el precio de mi resolución —murmuró, contemplando cabizbajo su túnica Negra—. No sé por qué creí que confiarías en mí.

Mordiéndose el labio, sintiéndose culpable sin motivo aparente, la sacerdotisa se situó detrás del escritorio. Se detuvo, vacilante, hasta que Raistlin se sentó y le indicó mediante un gesto que se acercara al libro abierto. Dio entonces un paso al frente, y el mago se apresuró a pronunciar una orden que arrancó de su bastón, apoyado contra el muro, un haz de luz. Tal fue su intensidad que la dama se sobresaltó, como si fuera un relámpago lo que la iluminaba.

—Lee —la instó el hechicero, a la vez que pasaba algunas páginas hasta llegar a la adecuada.

Crysania, más nerviosa de lo que deseaba admitir, escudriñó el manuscrito sin saber qué debía buscar. Pronto reparó en una frase: Ingenio para viajar en el tiempo, acompañada de un dibujo que reproducía un artilugio similar al que describiera el kender, y empezó a comprender.

—¿Es éste el objeto que Par-Salian entregó a Caramon para regresar a nuestra época? —interrogó a su oponente.

Él asintió, con la luz del bastón reflejada en sus pupilas.

—Lee —repitió.

Azuzada por la curiosidad, la sacerdotisa centró su atención en el texto. Ocupaba poco más de un párrafo, y en él se especificaban las características del ingenio y el nombre del mago, largo tiempo olvidado, que lo diseñara y prescribiera su manejo. Una parte considerable de su contenido escapaba a su entendimiento, ajeno a las cuestiones arcanas, pero logró deducir algunos conceptos.

«Conducirá a la persona sumida en un encantamiento temporal de una a otra era… debe ensamblarse correctamente, las facetas se doblarán en el orden establecido… transportará tan sólo a una criatura, aquélla a quien le sea entregado en el momento de formularse el hechizo… su uso queda restringido a elfos, humanos… no se necesita versículo para activarlo…».

Concluida su lectura, Crysania se volvió dubitativa hacia Raistlin. El nigromante la escudriñaba atento, insondable, aguardando que descubriera por sí misma algo significativo en aquel galimatías. La Hija Venerable sintió en sus entrañas un desasosiego, un temor informe, como si su corazón hubiera desentrañado el enigma más deprisa que su mente.

—Inténtalo otra vez —sugirió él.

Tratando de aislarse de la tempestad que de nuevo la agitaba, la perturbaba más de lo imaginable, Crysania revisó las frases.

Al fin vino la inspiración, se destacaron unas palabras que atenazaron su garganta: «Transportará tan sólo a una criatura».

Flaqueáronle las piernas, si bien no cayó pues Raistlin, que no había cesado de observarla, aproximó una silla en el momento oportuno. Tras desplomarse, la dama fijó la vista en su entorno. Aunque iluminada por los rayos y la luz del bastón, la estancia se le antojó repentinamente oscura.

—¿Lo sabe él? —inquirió a través de sus entumecidos labios.

—¿Quién, Caramon? Por supuesto que no —contestó el mago—. Si se lo hubieran dicho se habría afanado, con su torpe generosidad, en poner en tus manos este instrumento de salvación. Le imagino de rodillas, a tus pies, suplicándote que lo utilices y le concedas el privilegio de morir en tu lugar. Nada podría hacerle más feliz que un alarde tal de altruismo.

»No, querida Crysania, lo habría manipulado en la total confianza de que el kender y tú, expectantes a su lado, lo acompañaríais. Al explicarle el cónclave por qué regresaba solo, la desesperación habría desgarrado sus entrañas. No sé cómo planeaba Par-Salian solucionar este contratiempo —agregó con una sonrisa burlona—, mi hermano es capaz de destruir la Torre sobre sus cabezas. Pero eso, ahora, no viene al caso.

Su mirada atrapó la de la sacerdotisa sin que ella acertara a eludirla. El hechicero la obligaba, con su intangible fuerza, a contemplarle. Una vez más se vio reflejada en sus pupilas, convertida en una mujer inerme, dominada por el pavor.

—Te mandaron aquí para que murieras, Crysania.

La voz de Raistlin surgió en un suspiro articulado pero penetró el alma de la eclesiástica, esparciendo en su interior ecos tan ensordecedores como los del trueno. Al constatar su zozobra, prosiguió:

—¿Es éste el Bien que predicas? Tus clérigos, tus magos, viven presos del miedo, al igual que el Príncipe de los Sacerdotes. Nos temen a ambos, a ti y a mí. La única senda practicable, Crysania, es la que yo recorro. Ayúdame a derrotar a la malignidad, no creo que eso vaya en contra de tus principios y, además, te necesito.

La interpelada cerró los ojos y visualizó en su memoria, con molesta vivacidad, la misiva de Par-Salian que hallara en su bolsillo. «Escoger entre materia y espíritu… renunciar a una para conservar el otro… varios medios por los que puedes abandonar este período de la Historia, uno de ellos a través de Caramon». ¡La había confundido a propósito, se había valido del equívoco! ¿Qué otro medio se le ofrecía, como no fuera Raistlin? ¿Acaso se refería a esta alternativa al utilizar el término «varios»? Comprendía el dilema que planteaba: la materia era la vida, el espíritu las convicciones a las que debía renunciar si quería salvaguardarla, pero naufragaba en un mar de incertidumbre que nadie había de esclarecer. ¿En quién podía confiar en un mundo hostil, desolado?

Con los músculos contraídos, Crysania se levantó y, perdida en un hondo precipicio, se despidió del nigromante.

—Te dejo —masculló—, tengo que reflexionar.

Raistlin no intentó detenerla, ni siquiera se puso en pie.

—Mañana —dijo, en el instante en que la dama alcanzaba la puerta—. Mañana…