10

Premonición

Denubis posó la pluma en el escritorio y se frotó los ojos. Estaba en la tranquila sala de los escribas, tapándose los entornados párpados con la mano en la confianza de que un breve descanso lo ayudaría. Pero no fue así. Cuando descubrió de nuevo su rostro y asió el fino cañón con objeto de reemprender su tarea, las palabras que intentaba traducir siguieron confundiéndose en un amasijo indescifrable.

Severo consigo mismo, se reprendió y exhortó a concentrarse hasta que, al fin, las frases se desenmarañaron y recobraron el sentido. En cualquier caso, halló difícil la labor. Le dolía la cabeza. Desde hacía varios días una migraña se había instalado en su cerebro y, con su monótono zumbido, se introducía incluso en sus sueños.

—Debe ser este tiempo tan extraño —recapacitó en voz alta—. Hace demasiado calor para la época invernal.

Cierto, el clima podía tildarse de «tórrido» dado lo avanzado del año. El aire estaba impregnado de una humedad plomiza, agobiante, como si las brisas frescas hubieran sido devoradas por la singular tibieza ambiental. A unas cien millas de distancia, en Kathay, la superficie del océano se extendía lisa, serena, bajo un sol abrumador que impedía la navegación. Las embarcaciones, a falta de viento, debían permanecer en el puerto mientras la mercancía se pudría sin remedio.

Enjugándose el sudor de la frente, Denubis trató de aplicarse a su trabajo con la mayor diligencia posible. Había iniciado la traducción a lengua solámnica de los Discos de Mishakal, una actividad que requería todo su esfuerzo, si bien no podía evitar que su mente se distrajera. Las palabras que debía interpretar evocaban en su recuerdo el relato que oyera discutir unas horas antes a un grupo de caballeros, una narración siniestra que persistía en alejarle de sus obligaciones a pesar de sus denodados intentos para conjurarla.

Según estos caballeros un miembro de su Orden, llamado Soth, había seducido a una joven sacerdotisa elfa y posteriormente la había desposado llevándola al alcázar de Dargaard, su castillo. Pero Soth ya había estado casado con otra mujer, al decir de los participantes en la conversación y, además, se aseguraba que esta primera esposa había muerto en trágicas circunstancias.

Los dignatarios de Solamnia enviaron una delegación para arrestar a Soth y retenerle hasta el momento del juicio, pero el alcázar se había convertido en una fortaleza defendida, a capa y espada, por los leales seguidores del abyecto señor. Y lo más inquietante de todo era que la dama elfa a quien el caballero había engañado permanecía junto a él, firme en su amor y fidelidad pese a haberse demostrado su culpa.

Denubis se estremeció y se conminó a descartar sus perturbadoras reflexiones. Fue imposible, cometió un error en cuanto se puso a trabajar en la primera frase. ¡Era inútil! Dejó la pluma en la mesa, en el instante en que se abría la puerta de la sala de los escribas. Al oír el ligero chirriar de los goznes, se apresuró a recoger la delicada herramienta y comenzó a garabatear en el pergamino.

—Denubis —lo invocó una voz vacilante.

—Saludos, querida Crysania —respondió él sonriente.

—Si te molesto puedo volver más tarde —ofreció la sacerdotisa.

—No, de ningún modo —le aseguró el clérigo—, es un placer verte.

No era una simple fórmula de cortesía. La presencia de la dama poseía el don de serenarlo, hasta tal punto que incluso la migraña pareció mitigarse. Abandonó el solícito eclesiástico su banqueta y fue en busca de dos sillas, una para él y otra para su invitada. Acomodóse cerca de la Hija Venerable mientras se preguntaba, en su fuero interno, el motivo de su visita.

—Me gusta este lugar —declaró Crysania contemplando la silenciosa y pacífica estancia—. Me cautiva su intimidad, en ocasiones me cansa el ajetreo del Templo —confesó, a la vez que clavaba los ojos en la puerta que conducía a los salones principales.

—Sí, resulta relajante —asintió el clérigo—. Al menos en la actualidad. Cuando llegué aquí, hace de ello varios años, estaba atestada de eruditos que traducían la palabra de los dioses a diferentes lenguas para hacerla accesible a todos los pobladores de Krynn. Pero el Principe de los Sacerdotes juzgó innecesario tan ingente esfuerzo y, uno tras otro, todos abandonaron la tarea a fin de consagrarse a quehaceres más importantes. Excepto yo. Supongo que soy demasiado viejo —añadió a guisa de disculpa—. Intenté dedicarme a otros menesteres, mas no hallé ninguno que me satisfaciera y resolví seguir. A nadie le importó… o a casi nadie.

No pudo por menos que arrugar el entrecejo al evocar sus largas charlas con Quarath, quien lo hostigaba sin tregua para sacar el mejor partido de sus aptitudes. El Hijo Venerable, no obstante, tuvo que darse por vencido, desistiendo de enderezar aquel caso perdido. Denubis se zambulló de nuevo en sus pergaminos, sus libros, que tras horas de incansable labor mandaba a Solamnia, a una biblioteca donde yacían apilados sin que nadie los leyera.

—Pero no hablemos de mí —propuso, al estudiar el macilento rostro de la eclesiástica—. ¿Qué es lo que te ocurre, querida? ¿Quizá no te encuentras bien? Perdona mi indiscreción, si oso interrogarte es porque me inquieta tu aspecto. Te he observado en las últimas semanas y no me ha pasado desapercibida tu tristeza, lo desdichada que te sientes.

Crysania posó la mirada en sus manos, enlazadas sobre el regazo, antes de alzarla hacia su oponente y consultarle:

—Denubis, ¿tú crees que la Iglesia representa la voluntad de los dioses, como debería hacer?

No era eso lo que él esperaba, la conducta de la dama se asemejaba más a la de la muchacha que ha sido defraudada por su amante que a la de un creyente decepcionado.

—Por supuesto —contestó confundido.

—¿De verdad? —persistió ella, tan penetrantes su voz y sus pupilas que Denubis quedó anonadado—. Hace ya tiempo que sirves a esta institución, cuando te iniciaste en sus secretos todavía no habían sido investidos el Príncipe de los Sacerdotes y sus ministros. Has sido testigo de sus paulatinas transformaciones ¿Opinas que ha mejorado?

El eclesiástico abrió la boca para afirmar que sí, que no podía ser de otra manera con un hombre tan santo como máximo mandatario, pero los acerados ojos de su interlocutora la sellaron abruptamente. La sacerdotisa transpasaba su alma, iluminaba aquellos recovecos donde había ocultado sus críticas durante decenios. Incómodo, pensó en Fistandantilus.

—Verás, quizás hay… —Estaba balbuceando y lo sabía, así que guardó silencio. Crysania advirtió su rubor, viendo en él una constatación de sus recelos.

—Ha mejorado —aseveró con firmeza el clérigo, temeroso de resquebrajar la fe de la mujer como, en un pasado remoto, vacilase la suya—. No debes mirarte en mi espejo, cuando se está en las puertas de la vejez uno se muestra reticente a los cambios. Eso es todo, el problema radica en nosotros y no en los necesarios progresos que exige la vida —insistió—: «Hasta la nieve era más blanca en los viejos tiempos», solemos decir. El motivo de nuestra actitud negativa es que nos abruma la modernidad, que no la comprendemos. La Iglesia actual hace un gran bien al mundo, querida, establece medidas de orden en la tierra y provechosas estructuras en la sociedad.

—Las quiera o no esa sociedad a la que pretende favorecer —replicó Crysania, si bien él optó por ignorarla.

—Se halla en vías de erradicar el Mal —prosiguió y, de pronto, la historia del caballero Soth cruzó su mente en una irrefrenable secuencia. Acalló presto su influjo perturbador, mas había perdido el hilo de su discurso y, pese al afán que puso en retormarlo, la dama se le adelantó.

—¿Tú crees? —inquirió—. ¿Podrá extirpar la perversidad de la faz de Krynn? A mi juicio nos asemejamos a esos niños que por la noche, en la soledad de su aposento, encienden una vela tras otra para ahuyentar la oscuridad. Ni ellos ni nosotros entendemos que ésta tiene una razón de ser y, agobiados por el pánico, acabamos provocando un incendio.

Las implicaciones de estas palabras escaparon a la percepción de Denubis pero Crysania no se interrumpió, presa de un creciente desasosiego. Era ostensible que había albergado tales pensamientos durante meses y, al hablar, les daba al fin una forma concreta.

—No ayudamos a quienes se descarrían, no nos molestamos en guiarles hacia el camino recto. Les volvemos la espalda con la excusa de que son criaturas indignas o, peor aún, nos desembarazamos de ellos. ¿Sabías que Quarath tiene el proyecto de aniquilar a los ogros?

—Pero, querida, se trata de una raza de asesinos, de villanos —protestó Denubis sin poner excesivo énfasis.

—Una raza creada por los dioses, como nosotros mismos —fue la contundente respuesta de Crysania—. ¿Ostentamos acaso el derecho, en nuestra imperfecta comprensión de las grandes leyes del universo, de destruir a seres que moldearon las divinidades?

—Según esos argumentos hasta la vida de las arañas ha de ser respetada —aventuró, irreflexivamente, el clérigo. Al estudiar la expresión de asombro de su oponente, sonrió y trató de excusarse—. No me hagas caso, era un delirio senil.

—Vine aquí persuadida de que la Iglesia era el máximo exponente de la benignidad, y ahora me atormentan… —No pudo concluir, hubo de cobijar el rostro entre las manos.

A Denubis le dolía el corazón más aún que la cabeza. Extendiendo su trémula palma acarició la suave y negra melena de la sacerdotisa, deseoso de consolarla como habría hecho con la hija que nunca tuvo.

—No te avergüences de estos titubeos, pequeña —le aconsejó, sin olvidar que también a él le habían obsesionado los suyos—. Habla con el Príncipe de los Sacerdotes, él disipará tus resquemores con su inmensa sabiduría.

Crysania lo miró esperanzada.

—¿Querrá escucharme?

—Naturalmente —la tranquilizó Denubis—. Esta noche celebra audiencia, será el momento oportuno. Y no temas, tus preguntas no despertarán su cólera.

—De acuerdo —accedió la mujer en actitud resuelta—. Tienes razón, no debería haber librado esta batalla sin ayuda. Me sinceraré con nuestro dignatario, él alumbrará las tinieblas de mi espíritu.

Se levantó y, movida por un impulso, estampó un beso en la mejilla del clérigo.

—Gracias, amigo —susurró—. No quiero interrumpir por más tiempo tu trabajo.

Mientras la veía alejarse por la sala, ahora soleada, Denubis sintió un inexplicable pesar. Le asaltó un acuciante temor al imaginarse que, mientras él se hallaba en aquel lugar luminoso, la sacerdotisa se encaminaba hacia una vasta negrura. La luz que lo envolvía se tornaba más intensa a medida que la dama se sumía en unas tinieblas densas, escalofriantes.

Desconcertado, el eclesiástico se llevó la mano a los ojos. No había sufrido una momentánea alucinación, aquel resplandor lacerante, deslumbrador, brotaba de una fuente insondable para derramar belleza tan llena de misterio que no podía enfrentarse a ella. El aura, al penetrar en su cerebro, incrementaba su migraña hasta hacerla insoportable. «Debo prevenir a Crysania, detenerla, quizás estas visiones son premonitorias», pensó.

La luz lo subyugó, ahogando su alma en un océano de llamas. Pero de forma tan brusca como habían nacido, los destellos se fundieron en los tibios rayos solares y se instauró la atmósfera caldeada, agradable de unos minutos antes. Denubis estudió, perplejo, su entorno.

No estaba solo. Tras pestañear varias veces a fin de acostumbrarse a la penumbra, una penumbra que no era tal pero que a él así se lo pareció después de la experiencia vivida, distinguió la figura de un elfo que le escudriñaba fríamente. Era un anciano de pronunciada calvicie, poseedor de una barba cana, larga, atusada. Iba ataviado con una túnica blanca, se ceñía a su cuello el Medallón de Paladine y miraba a Denubis tan lleno de tristeza que éste sintió deseos de llorar, aunque ignoraba el motivo.

—Lo siento —se disculpó el clérigo con un hilo de voz si bien, al apoyar la mano en su castigada cabeza, descubrió que había cesado de dolerle—. No te he oído entrar. ¿Puedo ayudarte? ¿Buscas a alguien?

—Ya lo he encontrado —repuso el elfo sereno, controlado, pero sin que la congoja se desdibujara de sus rasgos—. Si, como presumo, tú eres Denubis.

—Lo soy —confirmó el eclesiástico—. Pero no logro identificarte, debes perdonar mi torpeza.

—Me llamo Loralon —anunció el recién llegado.

Denubis quedó sin aliento. Se hallaba frente a uno de los Sumos Sacerdotes elfos, una criatura que, años atrás, se había opuesto al ascenso de Quarath. Pero su rival era demasiado fuerte, lo respaldaban fuerzas poderosas que impidieron que fuera escuchado el mensaje de paz, de concordia entre los pueblos, del que Loralon era portador. Desalentado, el derrotado clérigo se refugió entre los suyos, en la hermosa tierra de Silvanesti que tanto amaba, prometiéndose a sí mismo que nunca volvería a pisar el suelo de Istar.

¿Qué hacía en la sala de los escribas?

—Sin duda has cometido un error y es al Príncipe de los Sacerdotes a quien quieres ver. Iré…

—No —lo interrumpió el anciano—, sólo hay una persona que me interesa en este Templo y eres tú, Denubis. Acompáñame, nos aguarda un largo viaje.

—¡Un viaje! —repitió el aludido boquiabierto, en el borde de la locura—. Es imposible, no he salido de Istar en los treinta años de servicio que…

—Ven, Denubis —atajó Loralon sin mudar su amable tono.

—¿Dónde? ¿Cómo? No comprendo —exclamó éste. Su interlocutor se erguía en el centro de la iluminada estancia, espiándole con una pesadumbre profunda, indescriptible, a la vez que alzaba la mano y la cerraba sobre el Medallón que exhibía en el cuello.

De pronto, al ver su gesto, Denubis comenzó a vislumbrar la razón de su venida. Paladine le había concedido el don de predecir el futuro. Lívido de terror, el bondadoso clérigo meneó la cabeza.

—No —susurró—. Es demasiado espantoso.

—No está todo decidido. Las balanzas se desequilibran, pero no se han volcado. Nuestro periplo puede ser temporal, o durar más tiempo del que acertaríamos a calcular. Sigueme, aquí no te necesitan.

El sacerdote elfo estiró el brazo y Denubis sintió una paz, una beatitud que ni siquiera había experimentado en presencia de su Príncipe. Inclinó la cabeza y asió la mano que Loralon le tendía, sin poder reprimir las lágrimas.

Crysania estaba sentada en un rincón de la suntuosa sala de audiencias del Príncipe de los Sacerdotes, unidas las manos en su regazo y con el rostro pálido, pero sosegado. Nadie que se hubiera detenido a observarla, habría detectado el torbellino que azoraba su alma. Nadie, salvo el personaje que acababa de entrar en la cámara y que, pasando desapercibido a los presentes, se había instalado en un umbrío recoveco para vigilar a la dama.

Al escuchar la voz musical del sumo mandatario, el extraordinario acierto con que dilucidaba los urgentes asuntos de Estado, aquella versatilidad que le permitía pasar, sin intervalo, de los temas políticos a otros de mayor trascendencia, los relativos a los enigmas del universo, Crysania se ruborizó. En medio de tanta sapiencia, ¿cómo osaría abordarlo para plantear sus mezquinas dudas?

Le vinieron a la memoria unas palabras de Elistan: «No recurras a otros cuando necesites respuestas, búscalas en tu corazón, pasa revista a tu fe. O bien hallarás la clave de tus anhelos, o llegarás al convencimiento de que son los dioses quienes la poseen, no el hombre».

Y así, absorta en sus cábalas, la sacerdotisa interrogaba a sus propias entrañas. Pero la paz que ansiaba se obstinaba en eludirla y, de pronto, decidió que quizá no había respuestas a sus disquisiciones. El contacto de una mano en su brazo interrumpió sus pensamientos. Cuando alzó la faz, sobresaltada, una voz siseó en su oído:

—Tus preguntas tienen respuesta, Crysania.

Reconoció aquel timbre y, dominada por un súbito nerviosismo, escudriñó las sombras de la capucha a fin de confirmar sus sospechas. No distinguió los rasgos, de modo que lanzó una fugaz mirada a la mano que la sujetaba y al atuendo de su dueño. Vestía una túnica de terciopelo negro, como imaginaba, mas no halló las runas plateadas que él solía lucir. Una vez más centró su atención en el semblante, no vislumbrando sino el resplandor de unos ojos ocultos, una tez lívida.

La mano abandonó su brazo y se izó a la altura del embozo para, despacio, descubrirlo. Crysania se sintió decepcionada al percibir que los ojos del supuesto hechicero no eran dorados, no tenían aquella forma de relojes de arena que se habían convertido en un símbolo. La piel no presentaba tintes dorados ni tampoco síntomas de debilidad, de dolencias corrosivas, tan sólo se dibujaban en ella las huellas del cansancio que producen las largas horas de estudio. Era aquél un hombre sano, atractivo, incluso, a pesar de la mueca de perpetuo cinismo que se plasmaba en los surcos de la boca y, en cuanto a su cuerpo, su extrema delgadez quedaba compensada por los músculos que lo fortalecían. El oscuro atavío revelaba el contorno de unos hombros anchos, de perfecta constitución, no la figura encorvada del mago que tanto turbaba a la sacerdotisa.

El aparecido sonrió y sus labios se separaron levemente, en una ambigüedad inconfundible.

—¡Eres tú! —exclamó Crysania, incorporándose.

Él depositó de nuevo la mano en su hombro y ejerció una ligera presión, para impedir que se levantara.

—Permanece sentada, Hija Venerable —instó a la dama—. Me uniré a ti, éste es un rincón tranquilo en el que podremos dialogar sin interrupciones.

Trazó un imperceptible sesgo en el aire y una silla, hasta entonces semioculta en el otro extremo de la sala, voló hasta él. La eclesiástica espió la asamblea con el temor reflejado en el rostro pero, si alguien se había percatado del prodigio, prefirió ignorarlo. Sus ojos se posaron entonces en el recién llegado, y enrojeció su tez al observar la expresión burlona con que la miraba.

—Estoy encantada de verte, Raistlin —dijo con acento formal a fin de disimular su sonrojo.

—También yo de hallarme a tu lado —fue la cortés respuesta del hechicero, pronunciada con aquel tono de superioridad que tanto la disgustaba—. Pero mi nombre no es Raistlin.

—Discúlpame —titubeó ella, encendidas ahora sus mejillas en un rubor purpúreo—. Tus rasgos, tu porte me han recordado a alguien que una vez conocí.

—Quizá desentrañe el misterio si te digo que, para todas estas criaturas que nos circundan, me llamo Fistandantilus.

La sacerdotisa se estremeció sin poder evitarlo, azuzada por la sensación de que las luces de la estancia se ensombrecían.

—No —repuso meneando, incrédula, la cabeza—. Eso es imposible. Viajaste a esta época remota para aprender del ser que acabas de mencionar.

—Te equivocas —insistió el interpelado—. Vine con el propósito de metamorfosearme en él.

—He oído contar historias sobre Fistandantilus —se obstinó la eclesiástica— y es abyecto, vil. —Durante todo este intercambio no había cesado de escrutar a su oponente, presa de un recelo teñido de espanto.

—Su perversidad ya no existe —contestó Raistlin—. Ha muerto.

—¿Has sido tú? —inquirió Crysania con un hilo de voz.

—De lo contrario él habría acabado conmigo —explicó el mago imperturbable—, como destruyó a tantos infelices. Era su vida o la mía.

—Hemos cambiado un influjo maligno por otro.

«¡La estoy perdiendo!», pensó Raistlin al advertir la desesperanza que ribeteaba aquellas palabras. La examinó en un perfecto mutismo mientras ella se revolvía en su asiento, ladeado el semblante. Vislumbraba tan sólo su perfil, más frío y puro que la luz de Solinari, mas esta esquiva postura no le impidió penetrar su espíritu, del mismo modo que disecaba a los pequeños animales que abría con su cuchillo en búsqueda de los recónditos secretos de la existencia. Desmembraba a unos para ver el pálpito de su corazón y, a la sacerdotisa, la desnudaba de sus defensas externas en un intento de leer en su alma.

Crysania escuchaba la voz melodiosa del Príncipe, dejándose impregnar de la paz que irradiaba. Su aparente beatitud, sin embargo, no engañó al suspicaz hechicero, quien recordaba el aspecto que ofrecía al entrar él en la sala. Avezado a adivinar las emociones que sus congéneres pretendían camuflar, no le había pasado desapercibida la delgada línea de su entrecejo, ni tampoco la sombra que entelaba sus ojos grises. Mantenía las manos enlazadas en su regazo, pero él vio cómo sus dedos arañaban el paño del vestido. Además, conocía su conversación con Denubis y las dudas que la agitaban, que arrastraban su fe al borde del precipicio. No había de resultarle difícil lanzarla al vacío y, si tenía un poco de paciencia, quizá la eclesiástica se arrojaría por su propia voluntad.

Reflexionó el mago sobre cómo ella se había sobresaltado al sentir su contacto así que, cuando menos lo esperaba, se inclinó hacia su muñeca y la aferró con firmeza. Crysania, en una reacción instintiva, trató de liberarse de su zarpa, pero no cedió. Indefensa, la dama alzó los ojos y le miró sin acertar a moverse.

—¿De verdad crees eso de mí? —preguntó Raistlin con el desencanto de quien, tras haber sufrido indecibles tormentos, constata que de nada sirvió su sacrificio.

La sacerdotisa, desencajada por el dolor que él le transmitía, hizo ademán de hablar, pero el nigromante prosiguió, dispuesto a hurgar en la herida.

—Fistandantilus tenía planeado volver a nuestro tiempo, aniquilarme, enseñorearse de mi cuerpo e iniciar su andadura allí donde la abandonara la Reina de la Oscuridad. Quería gobernar a su antojo a los dragones del Mal sabedor de que sus Señores, entre ellos mi hermana Kitiara, se arracimarían en torno a su estandarte. Así, la guerra habría asolado de nuevo la faz del mundo. Yo lo he salvado de esta amenaza —concluyó en tonos apagados.

Sus pupilas atraparon las de Crysania, como sus dedos aprisionaron la delicada muñeca. Al contemplarse en ellas, la sacerdotisa se vio reflejada en un espejo y se enfrentó no a la severa, pálida erudita que tenía a gala ser, sino a una mujer hermosa y tierna. Este contraste fue un revulsivo. De pronto, comprendió que el hechicero había confiado en su ayuda y ella le había defraudado. La pesadumbre que destilaba su voz era irresistible si bien, cuando de nuevo intentó manifestarse, Raistlin reanudó su parlamento, muy cerca de su oído.

—Conoces mis ambiciones —siseó—, no he tenido inconveniente en abrirte mi corazón. ¿Aspiro, acaso, a provocar una contienda que me permita conquistar el mundo? Kitiara, mi hermanastra, me visitó para proponérmelo y yo rehusé sin vacilaciones. Me temo que tú pagaste las consecuencias de aquella negativa —afirmó entre suspiros—. Le hablé de ti, Crysania, de tu bondad y tu poder, con tanto énfasis que ella montó en cólera y encomendó tu muerte a su esbirro de ultratumba, el caballero Soth. De ese modo esperaba desterrar tu influencia de mi espíritu.

—¿Es auténtica esa influencia? —indagó Crysania, que ya no se esforzaba en desembarazarse de su garra, con un temblor de júbilo en su timbre—. ¿Quizás he logrado que atisbes las sendas del Bien, de la Iglesia?

—¿De esta Iglesia? —corrigió Raistlin, entre amargo y desdeñoso. Retirando su mano de manera repentina se reclinó en su asiento, recogió los pliegues de su túnica y clavó en su oponente una mirada aún más sarcástica que la mueca de sus labios.

El desasosiego, la ira y un súbito sentimiento de culpa tiñeron los pómulos de la sacerdotisa de unas claras matizaciones rosadas, la gris intensidad de sus ojos se torno azúrea. Hasta sus labios tomaron color, confiriéndole una belleza que no escapó a la percepción de Raistlin pese a su esfuerzo por ignorarla. Este turbador descubrimiento le molestaba, amenazaba con desviarle de su propósito. Irritado, lo descartó y se concentró una vez más en su charla.

—No desconozco tus dudas, Crysania —declaró—, adivino tu profundo descontento. Has penetrado los entresijos de la Iglesia, eres tan consciente como yo de que sólo se intenta manipular el mundo a su albedrío en lugar de predicar las enseñanzas de los dioses. Has presenciado escenas en las que los clérigos, sedientos de supremacía, sellan pactos políticos, derrochan en banalidades el dinero que debería gastarse en alimentar a los pobres. Al catapultarte a la antigua Istar te proponías rehabilitar esta institución, demostrar que fueron otros, y no sus ministros, quienes obligaron a las divinidades a hundir bajo la montaña ígnea a los transgresores de sus leyes. Abrigabas la esperanza de acusar a los hechiceros de la hecatombe, ¿me equivoco?

Incapaz de afrontar este reproche, la dama apartó su semblante. Pero la humillación que la atenazaba era ostensible en sus más mínimos gestos.

Raistlin se mostró inconmovible.

—Se acerca el Cataclismo —aseveró—, los verdaderos sacerdotes ya han abandonado el Templo. Tu amigo Denubis, por ejemplo, ha partido esta misma tarde. Eres tú, Crysania, la única sierva del Bien que queda en la ciudad.

—Eso es imposible —susurró la eclesiástica, con los ojos desorbitados ante tan imprevista noticia.

Inspeccionó la sala y, por primera vez desde su llegada, prestó atención a los grupos que cuchicheaban lejos del Príncipe de los Sacerdotes. Los oyó parlotear sobre los Juegos, discutir acerca de la distribución de los fondos públicos y comentar la necesidad de formar ejércitos, único medio para aplastar a los rebeldes… todo en nombre de la Iglesia.

Y entonces, como si quisiera ahogar tan mezquinos conciliábulos, la voz dulce, armoniosa del máximo dignatario inundó su alma, calmando su zozobrante ánimo. El Príncipe seguía allí, en su trono, la invitaba a desechar la negrura y volverse hacia la luz donde su fe inquebrantable, pura, había de defenderla de cualquier tentación.

—Todavía existe la bondad en el mundo —dijo, fortalecida en sus convicciones—. Mientras este hombre sin mácula, elegido de los dioses, ostente el poder, no creo que estos últimos descarguen su ira sobre la Iglesia. Si, como relata la Historia, están a punto de invocar una hecatombe, es para castigar a quienes vuelvan la espalda a nuestro santo estamento.

Su tono era desapasionado, su serenidad irrefutable. Se levantó resuelta a salir y Raistlin, tras imitarla, se aproximó a ella sin cejar en su empeño. Ajena al escrutinio al que su interlocutor la sometía, la sacerdotisa prosiguió:

—O quizá las divinidades condenarán con su acción a todos cuantos se obstinan en ignorar el prudente mandato del Príncipe, la verdad que él simboliza. Sin duda él presiente la catástrofe e implora la piedad de los supremos hacedores en un desesperado intento de evitarla.

—Fíjate en ese «hombre sin mácula, elegido de los dioses» —le urgió el hechicero con su proverbial susurro.

Estirando la mano, Raistlin inmovilizó a Crysania y la forzó a mirar al mandatario. Agobiada por los remordimientos, enfurecida consigo misma por su flaqueza y por haber permitido que el nigromante ahondara en ella, la dama forcejeó con objeto de apartarse. Pero él la sujetaba con firmeza, el contacto de sus dedos le abrasaba la piel.

—¡Fíjate en esa criatura! —repitió el hechicero, al mismo tiempo que le hacía levantar la cabeza para que contemplara la luz, la gloria que rodeaba al sumo dignatario.

Sintió Raistlin que aquel cuerpo tan cercano al suyo se agitaba en un ligero temblor, y sonrió satisfecho. Adelantando su encapuchada cabeza hacia la de la mujer, le murmuró al oído:

—¿Qué ves, Hija Venerable?

No recibió más contestación que un gemido.

—Descríbemelo —insistió, tibio su aliento al rozar el pómulo femenino.

—Un hombre —balbuceó Crysania, llena de perplejidad ante la imagen que se revelaba a su examen—. Sólo un ser humano, exhausto y asustado. Advierto las arrugas de su tez, las pronunciadas bolsas oculares que denotan un continuo desvelo. De sus azules pupilas se desprende un temor, un pánico que nunca osaría confesar en público…

Comprendió, de pronto, la magnitud de sus palabras y calló, consciente de la proximidad de Raistlin, del poder que sobre su talante ejercía aquel cuerpo musculoso pese a hallarse embutido en una gruesa túnica de terciopelo. Desconcertada, se soltó de un violento tirón.

—¿En qué encantamiento me has sumido? —inquirió enfurecida, encarándose a su oponente.

—En ninguno, Hija Venerable, lo único que he hecho es desvirtuar el hechizo donde él se refugia de su miedo. Ese miedo será la causa de su caída y la posterior destrucción del mundo.

Crysania lo consultó con la mirada, remisa a aceptar tales afirmaciones. Quería que mintiera, lo necesitaba, si bien no tardó en recapacitar que, aunque así fuera, poco importaba. No podía engañarse a sí misma.

Confundida, abrumada, la dama dio media vuelta y, cegada por las lágrimas, abandonó a toda carrera la sala de audiencias.

Raistlin la espió mientras huía, insensible a su propia victoria. No cabía alegrarse por algo que había previsto de buen principio. Sentándose una vez más, ahora junto al fuego, asió una naranja de un frutero depositado sobre la mesa y, abstraído en sus cavilaciones, comenzó a mondarla sin desviar la vista de las llamas.

Alguien más, uno de los presentes en la cámara, observó la despavorida fuga de Crysania. También, aunque se mantuvo al margen, contempló cómo el hechicero comía la fruta, sorbiendo primero su jugo para luego engullir la pulpa.

Lívido su rostro en una mezcla de ira y aprensión, Quarath dejó la estancia y se encerró en su aposento, donde paseó inquieto hasta el alba.