8

El sarcasmo del Destino

Solinari, la luna de plata, resplandecía en el horizonte. Alzándose sobre la torre central del Templo del Príncipe de los Sacerdotes, el astro se asemejaba a la llama de una candela que ardiera sobre un pabilo aflautado. Esta noche Solinari brillaba en todo su esplendor, tanto que no eran precisos los servicios de los mozos que, provistos de candiles y fanales, se ganaban la vida iluminando a los noctámbulos en el recorrido hasta sus hogares. Depositadas sus lamparillas en los estantes de sus moradas, los guías nocturnos permanecieron en casa sin poder por menos que maldecir a aquellos haces luminosos que les arrebataban el sustento.

Lunitari, en cambio, no había aparecido en la bóveda celeste ni lo haría hasta dentro de unas horas. Entonces alumbraría las calles con sus rayos purpúreos. En cuanto a la tercera luna, la negra, su tenebroso contorno, apenas insinuado entre las radiantes estrellas, era observado por un hombre, quien le lanzó una furtiva mirada mientras se despojaba de su túnica azabache, repleta de componentes mágicos, para mudarla por una camisola de igual tono, más ligera y confortable. Tras cubrirse el rostro con la capucha a fin de eludir la molesta, penetrante luz de Solinari, el arcano personaje se tendió en el lecho y se sumergió en el descanso que tanto necesitaba su fatigoso arte.

Al menos, tal fue la escena que vislumbró Caramon en su imaginación cuando, junto al kender, echó a andar por las animadas calles de Istar. Era ésta una noche desbordante de algarabía. Los compañeros se tropezaron con numerosos grupos de juerguistas, hombres que comentaban los Juegos entre estentóreas carcajadas y mujeres que apiñadas en las esquinas, dirigían al gladiador tímidas y soslayadas miradas. Sus etéreos vestidos revoloteaban en torno a sus cuerpos, agitados por la brisa aún tibia del otoño. Una de estas mujeres reconoció al hombretón, quien a punto estuvo de emprender carrera por el temor de que llamaran a los guardianes para que lo devolvieran al circo.

Pero Tas, conocedor del mundo, impidió su fuga e, incluso, se acercó al corrillo. Las damas que lo formaban estuvieron encantadas, habían visto la lucha de aquella tarde y el guerrero había conquistado sus corazones. Le hicieron insípidas preguntas sobre su número sin escuchar las respuestas lo que, por otra parte, benefició a los prófugos ya que Caramon estaba tan nervioso que, incapaz de coordinar sus ideas, se perdió en explicaciones banales. Al fin reanudaron la marcha las curiosas hembras, riendo y deseándole suerte en futuras lides.

De nuevo solos, el hercúleo humano consultó con los ojos a Tas, quien se limitó a menear la cabeza y responder:

—¿Por qué crees que te he ordenado disfrazarte?

En efecto, a Caramon le había sorprendido que su amigo lo obligara a ataviarse de aquel modo. Tas insistió en que luciera la dorada capa de seda con que se personara en la arena, coronada por el llamativo yelmo, un atavío que al guerrero se le antojó improcedente para introducirse en el Templo sobre todo si, como suponía, debía arrastrarse entre alcantarillas o encaramarse a los tejados. Pero, antes casi de que abriera la boca al objeto de protestar, el kender le dijo tajante que, o bien obedecía, o podía olvidarse de su ayuda.

No le quedó más remedio que seguir las instrucciones del hombrecillo, tuvo que ajustarse la capa encima de su holgada camisa y los calzones cotidianos, procurando que le ocultara también la vergonzosa argolla de la esclavitud. Insertó, asimismo, en su cinto la daga ensangrentada que, tras comenzar a limpiar por la fuerza de la costumbre, decidió dejar tal como estaba. Era mejor así.

Fue sencillo para Tasslehoff forzar el cerrojo de su alcoba después de que Raag los encerrase, y ambos atravesaron la zona de aposentos destinados a los gladiadores sin ser detectados. La mayor parte de los luchadores dormían como leños o, en el caso de los minotauros, la ebriedad embotaba sus sentidos.

Salieron al exterior sin camuflarse, para desconsuelo de Caramon. El kender, no obstante, se mostró imperturbable y, de un humor taciturno inusitado en él, ignoró de manera sistemática las preguntas de su desconcertado compañero. Se aproximaron, sin prisas, al Templo, que ahora se erguía ante ellos con sus perlíferos fulgores.

—Espera un instante, Tas —rogó el hombretón a la vez que arrastraba al kender a un umbrío rincón—. ¿Qué planes has forjado para entrar en esa mole?

—¿Planes? —repitió el interpelado—. Atravesar la puerta principal, eso es todo.

—¿Te has vuelto loco? —lo imprecó Caramon atónito—. ¡Los centinelas nos apresarán!

—Se trata de un Templo —le recordó Tas con un suspiro—, un santuario consagrado a los dioses donde no tienen cabida las criaturas perversas.

—Fistandantilus va y viene a su antojo —repuso el guerrero.

—Sólo porque el Príncipe de los Sacerdotes lo permite —contestó el kender encogiéndose de hombros—. De otro modo, nunca cruzaría el umbral. Los dioses se encargarían de vedarle el acceso o, al menos, eso es lo que afirman los clérigos a los que he interrogado.

Caramon frunció el ceño. La daga que ocultaba en su talle asumió, de pronto, un peso agobiante, el metal de su hoja abrasaba su piel. En un intento de serenarse el gladiador se dijo que aquellas sensaciones eran producto de su imaginación, que su arma era idéntica a cuantas había portado en sus innumerables correrías, y deslizó la mano en el interior de su capa para tantearla. Ya más tranquilo, inició su andadura hacia el Templo seguido por Tas, que tras un breve titubeo corrió en su busca a fin de no quedar rezagado.

—Caramon —le susurró el kender al alcanzarlo—, creo que sé lo que estás pensando, pues lo cierto es que yo comparto esos resquemores. Existe la posibilidad de que las divinidades nos intercepten el paso.

—Te equivocas, no me ha asaltado una duda semejante. Nuestro propósito es destruir el Mal —respondió el aludido con monótono acento, cerrados los dedos en torno a la empuñadura de su daga— y lo lógico es que los entes superiores nos ayuden en lugar de interponer obstáculos. Así ha de ser, ya lo verás.

—Pero… —Ahora le tocaba al kender formular un sinfín de preguntas, y al guerrero ignorarlo.

Llegaron al pie de la magnífica escalinata que conducía al sagrado recinto, y Caramon se detuvo para estudiar el edificio. Siete torres se elevaban hacia el cielo en un mudo homenaje a los dioses que las crearon, si bien la octava, la central, se destacaba sobre todas ellas en una tortuosa espiral. Radiante bajo la luz de Solinari, no parecía alabar a los supremos hacedores sino desafiarles en altiva rivalidad. La belleza del Templo con sus estructuras marmóreas, de delicados matices rosas que destellaban en los rayos lunares, los remansados estanques donde se reflejaban las estrellas, los vastos jardines engalanados de exóticas, fragantes flores y, en definitiva, las profusas ornamentaciones de oro y plata, dejaron al fornido visitante sin resuello. No acertaba a moverse, su corazón había cesado de latir, atrapado en el embrujo de aquel espectáculo irreal.

En los recovecos de su mente, de manera apenas sensible, el terror sustituyó a la fascinación. ¡Había visto antes aquel lugar! Sí, se había enfrentado a su imponente presencia, sólo que en medio de una pesadilla donde las torres se encaramaban deformes, atormentadas… Confundido su ánimo, cerró los ojos. ¿Cuándo? ¿Cómo? Su pensamiento voló al futuro, y se hizo la luz. ¡El Templo de Neraka, en cuyos calabozos estuvo confinado! ¡El Templo de la Reina de la Oscuridad! Era idéntico en sus rasgos aunque la soberana, con una inmensa perversidad, lo había corrompido, transformado en un monumento al Mal. Empezó a temblar abrumado por este recuerdo e, incapaz de sustraerse del espantoso prodigio, sintió el impulso de huir a toda velocidad.

Lo despertó de su angustia la voz de Tasslehoff, que tiraba de su brazo y le ordenaba en voz baja:

—¡Vamos, muévete! Tu actitud podría levantar sospechas.

Bastó el aviso del kender para que el gladiador descartara aquellas elucubraciones absurdas. Juntos, los dos amigos se encaminaron hacia la entrada y los centinelas que la guardaban.

—¡Tas! —exclamó el hombretón de forma súbita, agarrando el hombro de su pequeño acompañante con tanta fuerza que éste emitió un gemido—. Debemos considerar esto como una prueba. Si los dioses me dejan entrar significará que obramos justamente, que nos otorgan su bendición.

—¿Tú crees? —indagó el kender vacilante.

—¡Estoy convencido! —Los ojos de Caramon brillaban bajo los haces de Solinari—. No nos entretengamos, adelante.

Restituida su confianza, el fornido guerrero acometió la escalada. Constituía una visión sobrecogedora con la áurea, sedosa capa ondeando a su alrededor y el yelmo reverberando en la iluminada noche. Los custodios interrumpieron su charla a fin de espiarlo. Uno de ellos masculló unas palabras inaudibles y su mano trazó un sesgo amenazador, similar al de un puñal presto a hundirse en la carne, mientras el otro, sonriente, contemplaba a Caramon sin refrenar su admiración.

Pronto comprendió el recién llegado el significado de aquella pantomima. Casi se detuvo al sentir de nuevo el contacto de la sangre sobre su piel, al oír los últimos estertores del bárbaro. Pero no podía abandonar a estas alturas y, por otra parte, interpretó la escena como una señal, una llamada a la venganza del espíritu del caído que, acaso, revoloteaba en la vecindad.

—Deja que sea yo quien hable —le recomendó Tas.

Caramon asintió con la cabeza, y tragó saliva para ocultar su nerviosismo.

—Yo te saludo, gladiador —declaró uno de los guardianes—. Eres nuevo en los Juegos, ¿verdad? Hace un momento le comentaba a mi compañero que se ha perdido una espléndida batalla esta tarde. Y no sólo eso, gracias a ti he ganado seis monedas de plata. ¿Qué apodo te han asignado?

—El Vencedor —intervino el kender con su habitual desenvoltura—. Y lo de hoy no ha sido más que el principio. Es imbatible, lo será siempre.

—¿Y tú quién eres, pequeño ratero? ¿Su agente?

El otro soldado recibió esta chanza con sonoras carcajadas, que Caramon trató de corear a pesar de su agitación. Mientras reía bajó los ojos hacia Tas, y supo de inmediato que se avecinaban complicaciones. ¡Ratero! Era el peor insulto que podía dedicarse a un kender, un agravio que nunca quedaba sin réplica, por lo que el hombretón se apresuró a aplicar su manaza a la boca de su amigo.

—Sí, es mi agente —repuso sin soltar al ofendido, que forcejeaba en su zarpa—. Y os aseguro que hace muy bien su trabajo.

—En ese caso vigílalo atentamente —añadió el otro guardián, estallando en un nuevo acceso de jocosidad—. Queremos verte desgarrar gargantas, no bolsillos.

Las orejas de Tasslehoff, única parte de su faz visible bajo el descomunal miembro de Caramon, adquirieron tintes escarlata. Surgieron sonidos incoherentes de sus labios, amortiguados por la palma del hombretón quien, temeroso de que su presa se liberase, decidió zanjar la situación.

—Será mejor que entremos cuanto antes —tartamudeó—, se hace tarde.

Los soldados intercambiaron un picaro guiño, y uno de ellos ladeó la cabeza para manifestar su envidia.

—He observado cómo te miraban las mujeres —dijo, a la vez que posaba la vista en los anchos hombros de su oponente—. No me extraña que te hayan invitado a… a cenar.

¿De qué hablaba aquel individuo? La expresión desconcertada de Caramon arrancó una risotada de los centinelas más estrepitosa aún que las anteriores.

—¡En nombre de los dioses! —vociferó uno—. Fíjate en él, se nota a la legua su inexperiencia.

—Adelante, puedes pasar —le ofreció el otro—. ¡Buen provecho!

Ruborizándose hasta la punta de la nariz, sin atinar a responder, Caramon se adentró en el Templo con Tas atenazado en sus garras. Al alejarse, no obstante, oyó las lascivas bromas de los guardianes y captó el sentido de sus palabras. Arrastró al sofocado kender por un pasillo, dobló el primer recodo con el que se tropezó y se detuvo. No tenía la menor idea de dónde estaba.

Fuera ya del alcance de los soldados, soltó a su amigo. Estaba lívido, tenía las pupilas dilatadas.

—¿Qué se han creído esos malditos fanfarrones? Lamentarán…

—¡Tas! —lo reprendió el humano zarandeándolo con violencia—. Sosiégate, no olvides que nos hallamos en el interior del santuario.

—¡Ratero! ¡Ni que fuera un ladrón común! —Al kender le salía espuma por la boca.

Caramon clavó en él una iracunda mirada, que tuvo la virtud de silenciarlo. Tragó aire y lo exhaló despacio, en un intento de controlarse. Al fin, todavía resentido por la afrenta, logró articular las frases.

—Estoy bien —anunció—. Te digo que estoy bien, ya ha pasado lo peor —insistió al constatar que su compañero lo escudriñaba receloso, dubitativo.

—Parece que hemos entrado, aunque no de la manera que esperaba —susurró el gladiador—. ¿Has oído sus chanzas?

—No me he enterado de nada después de que me acusaran de ratero, tu palma taponaba mis tímpanos —lo recriminó Tas.

—Eran procacidades sobre… Me avergüenzo con sólo pensarlo, esos individuos insinuaban que las damas invitan a los hombres para… bien, ya me entiendes.

—No te esfuerces, carece de importancia —cortó el kender exasperado—. Nos han permitido el acceso, ésa era la señal que aguardabas y lo único que ahora nos interesa. Quizá los soldados se han percatado de tu ingenuidad y han urdido una burla. Eres demasiado crédulo. Tika no se cansa de repetirlo.

El recuerdo de su esposa se avivó en la mente de Caramon, casi podía oír sus divertidos reproches acerca de su excesiva simplicidad. La añoranza, mezclada con otros sentimientos más dolorosos, lo traspasó como un cuchillo. Tras dirigir a Tasslehoff una fulgurante mirada, descartó las imágenes que había invocado.

—Sí —concedió con amargura—, es probable que tengas razón. Han querido mofarse de mí, y lo han conseguido.

Hizo una pausa en la que, por primera vez, examinó su contorno. Cuando alzó la testa el esplendor del Templo se dibujó ante él, el esplendor que correspondía a este lugar sagrado, al palacio de los dioses. No pudo evitar que su fastuosidad lo impresionara, consciente, de súbito, de su propia pequeñez, y contempló la escena durante varios minutos. La argéntea luminosidad de Solinari no hacía sino subrayar la necesidad de venerar a los entes superiores en cuyo honor se habían erigido aquellos muros.

—Has acertado, los dioses nos han transmitido su señal —musitó.

Había un corredor en el Templo por el que rara vez transitaban sus moradores y, cuando lo hacían, no era voluntariamente. Si se veían obligados a jalonarlo para cumplir algún encargo, se apresuraban a resolver el asunto en cuestión y se alejaban sin demora.

Nada singular encerraba el pasillo mismo, era tan espléndido como cualquier otra dependencia. Artísticos tapices de suave colorido embellecían sus paredes, mullidas alfombras cubrían el marmóreo suelo, gráciles estatuas colmaban las sombrías alcobas. Lo flanqueaban, a ambos lados, una sucesión de puertas de madera labrada que conducían a otras tantas estancias, decoradas con tanto primor como las restantes salas del santo paraje. Pero nadie abría ya estas puertas. Permanecían atrancadas y las habitaciones que debían guardar estaban vacías, con una sola excepción.

El aposento ocupado se hallaba en el extremo más apartado del corredor, oscuro y silencioso incluso durante el día. Se diría que su morador había envuelto en un manto invisible el suelo que pisaba, el aire que inhalaban sus pulmones, pues quienes penetraban en aquel rincón sentían una inexplicable asfixia. Al salir, todos recuperaban el resuello como si acabasen de escapar de una casa en llamas.

Tan peculiar estancia era el dormitorio de Fistandantilus. Lo fue durante años, desde que el Príncipe de los Sacerdotes asumiera el poder y expulsara a los magos de la Torre de Palanthas, la Torre donde reinara Fistandantilus como máximo dignatario del cónclave.

¿Qué pacto habían sellado los exponentes del Bien y del Mal? ¿Qué trato permitía al Ente Oscuro alojarse en el recinto más sagrado de Krynn? Nadie lo sabía, aunque eran muchos los que especulaban. Entre estos últimos cundió la creencia generalizada de que la estancia del nigromante respondía a la generosidad del Príncipe, a un noble gesto con el derrotado.

Pero ni siquiera él, ni siquiera el benevolente clérigo, frecuentaba el corredor. Aquí, al menos, gobernaba el hechicero en una supremacía tan irrevocable como aterradora.

En el fondo del enigmático pasillo se recortaba un alto ventanal. Un afelpado cortinaje, corrido a perpetuidad, impedía el paso de los rayos solares del día y los haces de las lunas durante la noche. Rara vez la luz penetraba los gruesos pliegues del paño, neutralizando así la función primordial de las cristaleras. Pero ahora, acaso porque la servidumbre, capitaneada por el ama, había limpiado este ala del edificio y desempolvado sus marqueterías, figuras y demás ornamentos, una ínfima rendija separaba el perfecto ajuste de las cortinas y la plateada Solinari alumbraba la desierta zona. Las intangibles hebras del satélite, que los enanos denominaban la Vela de la Noche, traspasaban la negrura como una alargada hoja de refulgente acero.

«O acaso como el dedo exangüe de un cadáver», pensó Caramon mientras escrutaba el callado corredor. Tras filtrarse por las vidrieras, el hilo de luna recorría el alfombrado suelo y se detenía donde él estaba, en su centro.

—Ése es su aposento —anunció Tas, tan quedamente que el guerrero apenas le oyó por encima de su propio pálpito—. El de la izquierda.

Caramon escondió de nuevo la mano bajo su capa, en busca del tranquilizador contacto de la empuñadura de su arma. Pero la halló helada. Inmediatamente le azotó un repentino temblor al rozarla y se apresuró a retirar los dedos.

Parecía sencillo caminar por aquel pasadizo y, sin embargo, el imponente luchador no acertaba a moverse. Quizá se debía a la enormidad de su propósito, matar a una criatura no en el fragor de la batalla, sino en lo más plácido del sueño. Segar la vida de alguien que duerme, en el momento en que se está más indefenso, en el momento en que uno se abandona a la protección de los dioses. ¿Existía un crimen más aborrecible, más cobarde?

«Los dioses me han dado una señal», recordó. También se perfiló en su memoria la imagen del bárbaro moribundo y otra ya lejana pero no menos hiriente, la del suplicio sufrido por su hermano en la Torre. Recapacitó sobre lo poderoso que era el perverso mago en estado de vigilia. Tales elucubraciones le infundieron valor, así que echó a andar por el tramo de pasillo que lo separaba de la enigmática alcoba atraído, además, por la luna, que parecía inducirle a seguir. No extrajo la daga de su cinto, si bien la palpaba a menudo para alentarse.

Sintió, de pronto, una presencia tras él. Era Tas, tan próximo que, al detenerse, el kender tropezó contra su espalda.

—Quédate aquí —le ordenó.

—No —quiso protestar el hombrecillo, pero el guerrero se apresuró a imponerle silencio.

—Es necesario —insistió—, alguien ha de vigilar el corredor. Si se acerca un sospechoso, haz un ruido que yo pueda identificar.

Cuando Tasslehoff se aprestaba a poner otros impedimentos, el gladiador lo fulminó con los ojos, tan inamovible en su decisión que su oponente tragó saliva y optó por obedecer.

—Me cobijaré en esa sombra —anunció, señalando el lugar y dirigiéndose a él.

Caramon aguardó hasta asegurarse de que su amigo no iría tras él de manera «accidental» y, ya satisfecho al vislumbrar que se agazapaba junto a una planta muerta en su maceta meses antes, dio media vuelta y reanudó la marcha.

Apostado al lado de aquel esqueleto vegetal, cuyas hojas resecas crujían al menor movimiento, Tas espió a su amigo. Lo vio llegar al extremo del pasadizo, estirar la mano y apoyarla en el picaporte de la puerta. Un suave empellón bastó para que ésta cediera, abriéndose de inmediato, y Caramon desapareció en el interior del aposento.

El kender empezó a temblar, víctima de una espeluznante sensación que se extendió por todo su cuerpo y le arrancó un gemido. Se cubrió la boca con la mano a fin de evitar que se le escapase un grito delator, a la vez que se apretujaba contra el muro en el convencimiento de que moriría, completamente solo, en la penumbra.

Caramon rodeó la puerta, que sólo había entreabierto por si chirriaban los goznes. Nada perturbó la calma, ni tampoco dentro de la estancia. Ninguno de los murmullos nocturnos del Templo penetraba en la cámara, como si la agobiante negrura hubiera devorado la vida. Tal era la asfixia que atenazaba su garganta que el guerrero sintió arder sus pulmones, al igual que le ocurriera cuando estuvo a punto de ahogarse en el Mar Sangriento de Istar, pero desechó con firmeza el impulso que lo inducía a correr en busca de aire.

Hizo un alto en el umbral para apaciguar su alterado ánimo, y escudriñó el dormitorio. La luz de Solinari penetraba a través de una rendija en la unión de los cortinajes de la ventana, similar en su intensidad a la que se proyectaba en el pasillo. El fino haz de plata surcaba las tinieblas, dividiéndolas como una aguja que, con su conspicuo filo, condujera al lecho.

El mobiliario era escaso. Además de la cama, situada en el rincón opuesto a la puerta, el humano distinguió el amorfo contorno de una túnica negra doblada sobre una silla. Junto a ella se dibujaban unas botas de piel, y apenas nada más se reveló a sus ojos en la oscuridad reinante. No ardía el fuego en el hogar, la noche era demasiado tibia. Asiendo una vez más la empuñadura de su acero, Caramon lo desenvainó y atravesó la sala guiado por el único, argénteo resquicio de luminosidad.

«Una señal de los dioses». Pronunció estas palabras alentadoras en su fuero interno, pero el pálpito de su corazón se sobreponía a cualquier acicate. Le asaltó el miedo, un pánico que nunca había experimentado antes y que paralizaba sus piernas, revolvía sus intestinos, un terror que distendía sus músculos. Sintiendo la garganta irritada, se apresuró a tragar saliva para refrenar una tos susceptible de despertar al durmiente.

«¡Debo actuar deprisa!», se aleccionó, horrorizado frente a la perspectiva de marearse. Terminó de cruzar la estancia, amortiguados sus pasos por la tupida alfombra, y se inmovilizó junto al lecho. Ahora veía con claridad la figura que en él reposaba, pues el delgado rayo de luna trazaba una línea recta en el suelo, se encaramaba por la rica colcha y, culminado su ascenso, moría en la cabeza que yacía sobre la almohada. Los rasgos del misterioso personaje, no obstante, se camuflaban al abrigo de la capucha, que sin duda utilizaba al objeto de aislarse de la luz.

«Los dioses me indicaron el camino» se dijo, sin percatarse de que había proferido el comentario en voz alta. Acercóse al enemigo y se detuvo, con la daga en la mano, para escuchar su sosegada respiración y, de este modo, detectar cualquier cambio en su profundo, regular compás que le anunciara un próximo despertar. Si eso sucedía, significaría que había sido descubierto.

Inhalar y exhalar, inhalar y exhalar… el aliento era hondo, tranquilo, el resuello de un joven sano. Caramon se estremeció al recordar cuan viejo debía ser el mago en realidad, al evocar los relatos que había oído contar sobre cómo solía renovarse. De aquel hombre, del aire que expelían sus pulmones, dimanaba firmeza. No se percibían en él titubeos ni aceleraciones. La luna bañaba la alcoba gélida, inalterable como una señal…

Levantó el brazo de la daga. Un golpe limpio, directo, en el pecho y todo habría concluido. Pero no, aún no era tiempo. Inclinó el cuerpo hacia adelante movido por un repentino deseo. Antes de asestar la puñalada mortal debía conocer el rostro de aquella criatura que tanto había torturado a su hermano.

«¡Necio, no lo hagas! —exclamó una voz en sus entrañas—. ¡Mátale, no te demores!». Alzó el guerrero el cuchillo, mas su mano rehusó doblegarse a su mandato. Tenía que ver aquella faz. Estirando sus trémulos dedos, rozó la capucha, cuya textura se le antojó blanda y acariciadora, y la apartó. El argénteo fulgor de Solinari se posó en el dorso de su mano antes de hacerlo en el rostro del durmiente, que bañó con radiante brillo. La mano de Caramon se tornó rígida, fría, asumió la lividez de la muerte al contemplar sus ojos el semblante de su proyectada víctima.

No eran aquéllas las facciones de un brujo anciano, maléfico, desvirtuadas por pecados inconfesables. Ni siquiera eran los rasgos de un ser atormentado al que hubieran arrebatado la energía corporal para preservar su vida en un plano superior.

El guerrero se enfrentaba a un rostro en pleno apogeo, agotado tras las largas noches de estudio pero ahora relajado, plácido en su sueño reparador. Las arrugas que cercaban su boca delataban una tenaz resistencia al dolor, se perfilaban profundas como cicatrices, mas no ensombrecían su juventud. Al hombretón le resultaban más que familiares estos surcos, y de hecho todas sus otras peculiaridades. En incontables ocasiones había velado a la criatura que su brazo ejecutor amenazaba, había refrescado sus sienes con agua fresca…

La mano que blandía la daga descargó su peso sobre el colchón. Resonó en el aire un grito salvaje, estrangulado, que brotó espontáneamente de la garganta del guerrero. Cayó éste de rodillas junto al lecho, agarrando el edredón con los dedos retorcidos en una invencible agonía y el cuerpo convulsionado por el llanto.

Raistlin abrió los ojos y se incorporó, si bien tuvo que pestañear al sentir sobre sus párpados la luz de Solinari. Tras cubrirse una vez más con la capucha procedió, entre irritados suspiros, a arrancar la daga de los dedos petrificados de su hermano.