Traición
El frío aserto de Caramon despertó por completo al kender.
—¡Matarle! Creo que deberías pensarlo con calma —balbuceó Tasslehoff—, y tener en cuenta un detalle de la máxima importancia. Fistandantilus es un buen mago, perverso en sus intenciones pero dotado de un talento extraordinario. Si lo que se rumorea es cierto, ni siquiera Raistlin y Par-Salian juntos pueden equiparársele, así que no te resultará sencillo sorprenderlo de no fraguar antes un plan. ¡Y menos tú, que nunca asesinaste a nadie! Aunque estoy de acuerdo en la conveniencia de intentarlo, no me parece oportuno actuar de manera precipitada.
—Tiene que dormir, ¿no es verdad? —lo atajó el guerrero.
—Todo el mundo necesita descansar —concedió el kender—, incluidos los practicantes de la brujería.
—Ellos más que nadie —afirmó Caramon—. ¿Recuerdas cuánto se debilitaba Raistlin si no disfrutaba de un largo reposo? Ésta fórmula debe ser aplicable a todos los nigromantes, sin excepción de ninguna clase. Es una de las razones por las que fueron derrotados en las mayores lides, como las Batallas Perdidas que jamás libraron. El enemigo aprovechó sus intervalos de sueño para reducirlos. Y no debes preocuparte por los riesgos, en definitiva soy yo quien me expondré. Ni siquiera te pediré que me acompañes, tú limítate a descubrir dónde están sus aposentos, qué tipo de defensas lo protegen y a qué hora se acuesta. Una vez me comuniques estos pormenores, yo me ocuparé de todo.
—¿Estás seguro de que tu actitud es atinada? —sugirió el hombrecillo—. Ya sé que ésta es la misión que nos encomendaron los magos al enviarnos al pasado, o al menos eso creo, pues al final todo se complicó tanto que todavía me siento confuso. Tampoco ignoro que Fistandantilus es una criatura aborrecible investida de la Túnica Negra y de dotes demoníacas, pero me pregunto si al destruirle no incurriremos en un crimen tan abyecto como los suyos. No desearía por nada del mundo asemejarme a él.
—A mí eso no me importa —replicó el guerrero sin un atisbo de emoción en sus rasgos, centrados sus ojos en la maza que, despacio, balanceaba de un lado a otro—. Es su vida o la de Raistlin, Tas. Si aniquilo a Fistandantilus ahora, en este tiempo, se esfumará y no podrá adueñarse de la personalidad de mi hermano. De conseguir mi propósito, mi gemelo se desembarazará de su estragado cuerpo y recuperará la salud perdida. En cuanto lo libere del influjo de esa criatura sé que volverá a ser el viejo Raist, el que yo amé y cuidé. —Su voz se entrecortó ante tal perspectiva, sus párpados se humedecieron—. Podrá vivir con nosotros, como habíamos proyectado.
—¿Has olvidado a Tika? —apuntó Tas dubitativo—. ¿Qué opinará ella de que hayas matado a sangre fría?
—Te lo he advertido en más de una ocasión, no menciones a mi mujer —lo amonestó el guerrero, centellantes sus pupilas.
—Pero Caramon…
—¡Hablo muy en serio, Tas!
Profirió su amenaza con unos ribetes de cólera que silenciaron al kender, consciente de que había ido demasiado lejos. Se arrebujó en el jergón, tan compungido que Caramon se dulcificó.
—Escúchame atentamente —le indicó—, porque sólo te lo explicaré una vez. No me porté bien con Tika. Tuvo razón al expulsarme de casa, ahora lo comprendo, aunque hubo una época en que pensé que nunca la perdonaría. —Hizo una pausa para tratar de ordenar sus ideas y, transcurridos unos segundos, continuó—. Antes de casarnos le expuse con total claridad mis sentimientos respecto a Raistlin, ella siempre supo que mientras él viviera ocuparía un lugar preferente en mi corazón. Hasta le aconsejé que buscara a otro hombre capaz de prodigarle las atenciones que merecía. Luego, cuando mi hermano emprendió su camino en solitario, creí que lograría borrarlo de mi mente. Pero no funcionó. Tengo un deber que cumplir, es mi destino, y el recuerdo de Tika no hace sino entorpecer mis acciones. Por eso prefiero evitar toda alusión a ella, ¿has entendido?
—¡Te quiere tanto! —se lamentó el kender a falta de otro argumento. Era obvio que, de nuevo, se había equivocado. Caramon emitió un gruñido y se aplicó, aún con mayor interés, a sus ejercicios.
—De acuerdo —susurró, con una voz profunda que parecía surgir de sus entrañas—. Supongo que ha llegado el momento de la despedida, puedes solicitar al enano que te asigne otra alcoba. Voy a hacer lo que antes te he revelado y, si fracaso o sufro algún percance, no deseo que te veas involucrado.
—Caramon, en ningún instante me he negado a ayudarte —repuso Tas—. ¡Me necesitas!
—Sí, quizás estés en lo cierto —admitió el fornido humano ruborizándose. Dirigió a su compañero una mirada de disculpa, subrayada por una sonrisa—. Lo siento mucho, amigo. Intenta no mezclar a Tika en este asunto y no volveremos a enfadarnos. Será un pacto entre nosotros.
—Está bien, procuraré obedecerte —prometió el otro y, aunque apesadumbrado, lo estudió con expresión cordial.
El kender siguió observando al guerrero mientras éste recogía sus pertrechos y se preparaba para acostarse. Tras la apariencia apacible del hombrecillo se ocultaba un gran desasosiego, una congoja similar a la que lo invadiera tras la muerte de Flint.
«Él no lo habría aprobado —recapacitó al evocar en su memoria al entrañable enano, tan gruñón como leal—. Casi puedo oírle: «¡Estúpido, botarate, vas a intervenir en el asesinato de un hechicero! ¿Por qué no desapareces para siempre en lugar de provocar conflictos?». Y Tanis también tendría algo que decir al respecto, aunque no imagino qué. —Encogió las piernas y se envolvió en la manta hasta la barbilla—. ¡Ojalá estuviera aquí el semielfo, o alguien susceptible de aconsejarnos! Caramon está a punto de cometer un grave error, estoy persuadido, pero ignoro qué puedo hacer. Debo ayudarle, es mi único amigo ahora y, por otra parte, sin mi concurso sucumbirá a un sinfín de complicaciones!».
El día siguiente era el de la presentación de Caramon en los Juegos. Tas realizó su visita al Templo a primera hora, ya que deseaba volver a tiempo para ver la lucha de su compañero en la arena. Poco después del mediodía entró en la cámara y se sentó en el jergón, columpiando las piernas mientras el guerrero iba y venía, muy nervioso, por la estancia en espera de que Pheragas y el enano le llevaran el atuendo que había de estrenar en el acontecimiento.
—Tenías razón —informó el kender—, al parecer Fistandantilus necesita dormir mucho. Se retira temprano y no se levanta hasta bien entrada la mañana.
—¿Se apostan guardianes en su puerta? —inquirió Caramon con la inquietud reflejada en los ojos.
—No —respondió Tasslehoff, encogiéndose de hombros—. Ni siquiera se encierra, si bien esa es la costumbre en el Templo. Después de todo, se trata de un lugar sagrado y sus moradores confían en sus colegas, o quizás es que no tienen nada que ocultar. Confieso —agregó en actitud reflexiva— que siempre he detestado las cerraduras, pero al franqueárseme el acceso a los distintos aposentos he decidido que la vida sin ellas sería en extremo aburrida. Hoy he registrado varias dependencias —ignoró el espanto con que le miraba su amigo— y, créeme, no merecen la pena. Supuse que el caso de Fistandantilus sería diferente, mas he descubierto que no guarda sus artefactos mágicos en su dormitorio y este hecho me ha inspirado una conclusión: el hechicero sólo lo utiliza cuando visita la corte, para pernoctar. Además —estaba exultante de júbilo ante tan lógicas deducciones—, es el único ser perverso del recinto y no debe protegerse sino de sí mismo.
El hombretón, que había dejado de escucharlo en las primeras frases de su discurso, farfulló algo ininteligible y reanudó sus paseos. Tas, incómodo, se revolvió en su asiento, pues le había asaltado la súbita idea de que el guerrero y él se estaban poniendo al mismo nivel de degradación que los abyectos nigromantes.
—Lo lamento, Caramon —se disculpó—, me temo que no podré ayudarte. Los kenders no somos muy quisquillosos con nuestras pertenencias, ni a decir verdad respetamos las ajenas, pero no creo que ningún miembro de nuestra raza sea capaz de asesinar. —Suspiró aliviado tras manifestar su resolución, si bien prosiguió con un balbuceo—. No dejo de pensar en Flint y en Sturm. Sabes que el caballero se opondría, ¡era tan recto! El delito que quieres perpetrar nos convertiría en seres tan maléficos como Fistandantilus, acaso peores.
El guerrero abrió la boca para responder, pero se lo impidió la brusca irrupción de Arack.
—¿Cómo estás, muchachote? —inquirió el enano—. ¡Cuánto has cambiado desde que llegaste! —se congratuló, al mismo tiempo que daba unas palmadas en el musculoso brazo de su pupilo y, sin previo aviso, le incrustaba su puño en el ancho vientre—. Duro como una piedra —comentó, sonriendo y frotándose la dolorida mano.
Caramon clavó en el maestro de ceremonias una mirada fulminante, mas al desviar la vista hacia Tas pareció apaciguarse.
—¿Dónde está mi atuendo? —se limitó a inquirir—. Es casi la hora.
—Aquí —contestó Arack tendiéndole un saco—. No te preocupes, sólo tardarás unos minutos en vestirte.
—¿Y el resto? —insistió el guerrero después de revolver en el interior del fardo. Se dirigía a Pheragas, que acababa de entrar en la estancia.
—¡Eso es todo! —lo espetó el enano con una pícara sonrisa—. Ya te he advertido que te lo pondrás en un santiamén.
—No puedo cubrirme con esta insignificancia —se rebeló el hombretón, purpúreas sus mejillas—. Si no me equivoco habrá mu-mujeres —tartamudeó, y se apresuró a cerrar el saco. La imagen de las damas trocó su ira en pudor.
—¡Precisamente! —razonó Arack, al principio divertido, aunque, por algún motivo, contrajo los labios en una mueca siniestra que aún desvirtuaba más su monstruoso semblante—. A ellas les encantará tu broncínea tez, así que prepárate y no me causes problemas. ¿Qué crees que quiere ver la plebe cuando paga altas sumas de dinero, una escuela de danza? No, gastan cuanto tienen a cambio de admirar cuerpos rezumantes de sudor, de sangre. Cuanta más carne joven, mejor. Y, en lo que atañe a la sangre, ha de ser auténtica.
—¿Sangre auténtica? —repitió el hombretón con un destello de asombro en sus ojos pardos—¿Qué significa eso? Me garantizaste que…
—¡Déjate de monsergas! Y tú Pheragas, échale una mano —ordenó el enano al esclavo negro—. Mientras se viste aprovecha para explicarle los hechos, el niño inocente tiene que crecer. —Con un chasquido burlón, dio media vuelta y salió al pasillo.
Pheragas se hizo a un lado para apartarse de su camino, y ocupó su lugar en el reducido recinto. Su rostro, por regla general alegre y desenfadado, era ahora una máscara inexpresiva.
—¿Crecer? ¿Sangre verdadera? —masculló Caramon, todavía boquiabierto.
—Te abrocharé esas hebillas —ofreció el esclavo, ignorando su perplejidad—. Cuesta un poco ajustarlas, pero ya te acostumbrarás. Son un mero adorno, están diseñadas de manera que se rompan fácilmente. El público se entusiasma cuando una pieza se afloja o desprende.
Extrajo una refulgente hombrera de la bolsa y comenzó a anudarla en la espalda del luchador, fijos sus ojos en la perfecta colocación de las correas.
—Es de oro —apuntó Caramon— y de una piel más blanda que la mantequilla. Estoy convencido de que un cuchillo romo podría traspasarla. ¡Y mira esas zarandajas! Una espada las hendiría sin dificultad —añadió, a la vez que tanteaba los distintos componentes de su atavío.
—Sí —confirmó Pheragas y esbozó una sonrisa forzada—. Como acabas de comprobar, es casi mejor la desnudez que soportar estos inútiles accesorios.
—En ese caso no debo preocuparme —apostilló el guerrero, antes de sacar del fardo el taparrabos de cuero que había de constituir su única vestimenta. También esta prenda, al igual que el vistoso yelmo que quedó en el saco, exhibía incrustaciones de oro. Tan diminuta era que apenas cubría las partes pudendas del nuevo gladiador y, cuando hubo acabado de ceñírselas ayudado por Pheragas, incluso el kender se ruborizó.
El esclavo negro hizo ademán de marcharse pero Caramon lo retuvo, cerrando la mano sobre su brazo.
—Será mejor que me cuentes qué es lo que pasa, amigo. Es decir, si aún puedo llamarte así.
—Supuse que a estas alturas ya lo habrías adivinado —contestó el interpelado, con su penetrante mirada prendida del guerrero—. Usamos armas templadas. No te inquietes, las espadas se doblan al hacer presión —aclaró al ver que su oyente encogía los ojos—, pero si te alcanzan es posible que sangres de verdad. De ahí nuestro ahínco en perfeccionar tus acometidas, los cantos están ligeramente afilados.
—¿Insinúas que los gladiadores se infligen heridas, que quizá lastime a alguien? A alguien como Kiiri, Rolf o el bárbaro, todos ellos dignos de mi afecto —constató el hombretón más que preguntó—. ¿Y qué más? ¿Qué otra sorpresa me reservas? —lo hostigó, poseído por la furia.
—¿Dónde crees que me hice estas cicatrices? —lo increpó Pheragas, también disgustado—. No fue jugando con mis hermanos, te lo aseguro. Pero no es momento de explicaciones, algún día lo comprenderás. Confía en Kiiri y en mí, si sigues nuestras instrucciones no ocurrirá nada que hayas de lamentar. Por cierto, voy a darte un primer consejo: no pierdas de vista a los minotauros. Luchan por su propio placer, sin obedecer órdenes de señores ni amos. No guardan pleitesía a ningún superior, aunque se someten a las reglas pues, de lo contrario, el Príncipe de los Sacerdotes los embarcaría en el primer galeón rumbo a Mithas. En cualquier caso, son los preferidos de la audiencia. El público se enardece al contemplar su sangre y ellos, para que el espectáculo sea completo, no dudarán en derramar la tuya si te descuidas.
—¡Vete! —vociferó Caramon.
Pheragas lo estudió unos instantes, antes de darle la espalda y encaminarse hacia la puerta. Una vez más se detuvo, ahora por su propia iniciativa.
—Escucha, amigo —instó al luchador con severo ademán—, las cicatrices sufridas en la arena son símbolos, distintivos de nuestro honor. Del mismo modo que los caballeros se enorgullecen de las espuelas que ganan en la liza, nosotros las exhibimos jubilosos. Son la única dignidad a la que podemos aspirar en este grotesco espectáculo poseedor de su propio código, un código que nada tiene que ver, querido Caramon, con el de los nobles y mandatarios que se sientan en las gradas a fin de regodearse con la sangre que vertemos. Ellos se vanaglorian de su honor, nosotros hemos inventado el nuestro ya que, de carecer de tal acicate, no sobreviviríamos en este mundo de iniquidad.
Calló. Quiso decir algo más, pero se contuvo al advertir que el guerrero estaba cabizbajo, reticente a aceptar sus palabras y su mera presencia.
—Faltan cinco minutos —se limitó a anunciar y abandonó la alcoba, dando un violento portazo.
También Tas, aunque ansiaba proferir unas frases de consuelo, abandonó la idea después de escudriñar la faz de su amigo.
«Emprende una batalla con la sangre revuelta, y antes del crepúsculo la habrás derramado». Caramon no recordaba quién fue el rudo oficial que le dio este consejo, pero lo juzgaba un buen axioma. La vida de uno dependía, a menudo, de la lealtad de los compañeros, era preferible zanjar las reyertas personales. Además, le disgustaban los rencores pues, por regla general, sólo servían para estragar su estómago.
Por consiguiente, no le resultó difícil estrechar la mano de Pheragas cuando el esclavo negro echó a andar delante de él hacia la arena. Le ofreció disculpas y éste las aceptó de buen grado, mientras Kiiri, que se había enterado de su trifulca, indicaba su aprobación mediante una sonrisa. La gladiadora dio también su visto bueno al atuendo de Caramon, estudiándolo con tan vivas muestras de complacencia en sus brillantes ojos verdes que el guerrero, turbado, se ruborizó.
Aguardaban los tres en los pasillos subterráneos el momento de entrar en el circo, acompañados por los otros gladiadores que habían de intervenir en los Juegos; Rolf, el bárbaro y el Minotauro Rojo. Oían sobre sus cabezas los ocasionales rugidos del público, si bien sus ecos llegaban amortiguados. El guerrero estiraba con frecuencia la cabeza para divisar la puerta de acceso, deseoso de comenzar y en un estado de nerviosismo que sobrepasaba al que solía atenazarle antes de una batalla.
También los otros sentían la tensión de la espera. Se hacía patente su zozobra en las risas exageradas de Kiiri, o en el sudor que chorreaba por la frente de Pheragas. Pero la suya era una inquietud positiva, preñada de excitación. Sin saber el motivo, de pronto Caramon comprendió que anhelaba batirse.
—Arack ha pronunciado nuestros nombres —anunció Kiiri.
El trío inició la marcha al unísono ya que Arack, viendo que trabajaban a gusto juntos, había decidido que formasen un equipo y, por otra parte, confiaba en que las cualidades de los dos más expertos paliarían los posibles errores de Caramon.
Lo primero que atrajo la atención del nuevo gladiador al pisar la arena fue la barahúnda, que azotó sus tímpanos en oleadas atronadoras. En el primer instante quedó paralizado, confuso. Aquella arena que le era tan familiar después de tantos meses de penosos ejercicios se le antojó, repentinamente, un lugar desconocido. Alzó la vista hacia las altas gradas que rodeaban la escena en un perfecto círculo y le abrumó la ingente masa de espectadores, todos ellos puestos en pie vociferando, pateando y vitoreando.
Los colores se emborrachaban al alcanzar su retina. Reinaba en el recinto una vibrante mescolanza de banderolas indicadoras del evento, estandartes de seda pertenecientes a las familias nobles de Istar y los más humildes reclamos de quienes vendían toda suerte de golosinas, desde hielo con sabor a fruta hasta té de distintos aromas, según la estación del año. Tal despliegue de movimiento, de luminosidad, consiguió marear al guerrero, incluso le produjo náuseas. La fría mano de Kiiri aferró su brazo y, al volverse, el hombretón recibió una sonrisa tranquilizadora. Fue como un bálsamo y a partir de entonces reconoció la arena, a Pheragas y a sus amigos.
Más sosegado, se concentró en la acción. «Será mejor que no te distraigas y pienses sólo en interpretar tu papel», se reprendió severo. Si se equivocaba en una de las acometidas tantas veces ensayadas, además de ponerse en ridículo podía lastimar a alguien. Recordó con cuanto ahínco insistió Kiiri en que calculase el grado de inclinación de su acero y en que arremetiese en el momento oportuno. Ahora sabía por qué.
Atento a sus compañeros, ignorando el ruido y la exaltada muchedumbre, ocupó su puesto en espera de la señal. Había algo que lo desorientaba, algo que no acababa de definir, mas tras una breve reflexión se percató de que el enano, además de disfrazarles a ellos, había decorado las distintas plataformas donde debían desarrollarse los combates. Estaban cubiertas de serrín al igual que en los ensayos, si bien modificaban su apariencia unos símbolos que representaban los cuatro confines del mundo.
En torno a estas plataformas, cada una engalanada con su distintivo, ardían carbones, chisporroteaba el fuego y el aceite se agitaba en las burbujas propias del hervor. Unos puentes de madera, tendidos sobre los Pozos de la Muerte, comunicaban las plataformas en un cuadrado regular. Al principio estas hondas cavidades alarmaron a Caramon, mas pronto aprendió que su única finalidad era otorgar un mayor efectismo a los Juegos. Los espectadores se entusiasmaban cuando un luchador era arrastrado hasta la pasarela, y prorrumpían en jubilosas aclamaciones siempre que, por ejemplo, el bárbaro asía a Rolf por los talones y, sin soltarlo, lo descolgaba sobre la bullente masa oleosa. Mientras presenciaba las sesiones de entrenamiento de sus colegas, el guerrero estallaba en carcajadas al descubrir la expresión de terror en el semblante de Rolf y los frenéticos esfuerzos que realizaba para liberarse, que siempre culminaban en una divertida escena en la que el bárbaro recibía un golpe en el cráneo, asestado por los poderosos brazos de su ágil contrincante.
El sol, aún próximo a su cénit, arrojó un rayo dorado sobre el centro de la arena. Se erguía allí el Obelisco de la Libertad, una alta estructura de metales preciosos que, exhibiendo exquisitas tallas, parecía fuera de lugar en aquel crudo entorno. En su cúspide se recortaba una figura, el contorno de una llave que podía abrir cualquiera de las argollas. Caramon había admirado a menudo el monumento durante sus prácticas, mas nunca vio este objeto emblemático, pues Arack lo guardaba celosamente en su escritorio. El mero hecho de contemplarlo hizo que la férrea anilla de su cuello comenzara a pesarle de manera inusitada. Sus ojos se llenaron de lágrimas al imaginar la libertad, la prerrogativa de levantarse por la mañana y recorrer el mundo a su antojo, algo tan sencillo y tan añorado ahora que lo había perdido.
El fornido humano oyó a Arack pronunciar su nombre y, acto seguido, el enano señaló al trío. Empuñando su arma Caramon se volvió hacia Kiiri, sin que se desdibujara de su mente la codiciada llave de oro. Al concluir el año, todos los esclavos que se habían destacado en los Juegos luchaban entre sí para obtener el derecho a escalar el Obelisco y apoderarse del salvador instrumento. Por supuesto se trataba de una falacia, el maestro de ceremonias siempre seleccionaba a aquellos que garantizaban la mayor audiencia. Caramon nunca se había planteado esta posibilidad, siendo su única obsesión Fistandantilus y su hermano. Ahora, sin embargo, resolvió que tenía un nuevo objetivo. Lanzó un salvaje alarido y enarboló su engañosa espada a modo de saludo.
No tardó el guerrero en relajarse, en divertirse incluso. Le gustaban los bramidos y aplausos de la concurrencia y, atrapado en su excitación, descubrió qué significaba actuar para un público. Tal como le asegurara Kiiri, tanto se dejó transportar que apenas le dolían las heridas resultantes de las primeras escaramuzas. Palpándose sus insignificantes arañazos, se burló de sí mismo por haberse preocupado. Pheragas obró bien al no mencionarle tales menudencias, lamentaba haber hecho una montaña de un grano de arena.
—Has causado verdadera sensación —le comentó Kiiri en uno de los intervalos de reposo y, una vez más, pasó revista al musculoso y desnudo torso de su compañero—. No se lo reprocho, saben apreciar la belleza. Me gustaría librar contigo un combate cuerpo a cuerpo.
Se rio la gladiadora al detectar su sonrojo, pero Caramon leyó en sus ojos que no bromeaba y, de repente, tuvo conciencia de su femineidad, algo que nunca le había ocurrido durante los ejercicios. Quizá se debía a su exigua vestimenta, diseñada para insinuarlo todo y, al mismo tiempo, ocultar lo más deseable. Al guerrero le hervía la sangre, a causa tanto de la pasión como del placer que siempre hallara en la batalla. El recuerdo de Tika se esbozó en su mente y se apresuró a apartar la mirada de Kiiri, sabedor de que su expresión lo había delatado.
Su táctica esquiva de poco le sirvió, ya que al girarse hacia las gradas sus pupilas se clavaron en las de sus numerosas admiradoras, bellas damas que recurrían a cualquier estratagema para cautivarlo.
—Debemos volver a la arena —le dijo Kiiri azuzándole en las costillas, y el hombretón se alegró de reemprender la lucha.
Caramon dirigió al bárbaro una mueca de complicidad cuando éste dio un paso al frente. Se disponían a realizar su gran número, una representación que ambos contendientes habían ensayado infinidad de veces. El bárbaro dedicó, también, un guiño al guerrero en el instante en que se colocaban en posición para su fingido enfrentamiento, desencajados sus rostros como si los animara un odio indescriptible. Gruñendo, aullando cual si fueran sendos lobos, los dos hombres encorvaron sus cuerpos y comenzaron a dar vueltas por la plataforma, sin dejar de espiarse durante un tiempo. Debían caldear el ambiente, crear tensión en la audiencia, de modo que Caramon tuvo que reprimir una cordial sonrisa y trocarla en un ademán de furia. Profesaba cierto afecto al bárbaro, a fin de cuentas era un habitante de las Llanuras y se asemejaba a Riverwind en muchos aspectos, en su estatura, su cabello negro, aunque no en su talante jovial, tan distinto del de su serio amigo de antaño.
Su supuesto adversario era uno de los esclavos que se albergaban en el circo, si bien la argolla de su cuello era vieja y exhibía las huellas de innumerables lizas. Era obvio que sería uno de los elegidos este año en la pugna por la llave dorada.
Caramon arremetió con la espada y su rival, tras evitarle de un salto, interpuso el pie en su carrera y le hizo la zancadilla. Cayó el guerrero, arrastrado por su propio impulso, entre bramidos de cólera. Los espectadores gimieron, las féminas suspiraron, pero todos prorrumpieron en una calurosa ovación al bárbaro, que era uno de los favoritos. Aún estaba el hombretón postrado de bruces cuando su enemigo lo atacó, ahora blandiendo una lanza. En el último momento, animado por sus incondicionales y aterradas admiradoras, Caramon se hizo a un lado, agarró a su agresor por los tobillos y lo arrojó sobre la plataforma.
El recinto entero pareció venirse abajo, el júbilo del público traspasaba todos los límites. Los dos luchadores forcejearon en el suelo y, transcurridos unos segundos, Kiiri irrumpió en la escena a fin de ayudar a su compañero. Entre ambos se enfrentaron al bárbaro, que rechazaba sus embestidas coreado por las voces de los espectadores hasta que Caramon, en un gesto de galantería que hizo las delicias de los presentes, indicó a la gladiadora que se mantuviera al margen. Quería ocuparse él mismo de su osado oponente.
En medio de un momentáneo silencio, Kiiri pellizcó al guerrero en las nalgas —algo que no figuraba en el número y que casi le hizo olvidar su próximo movimiento— y se alejó corriendo. El bárbaro se abalanzó sobre su adversario, quien se apresuró a extraer su falsa daga. Era éste el momento culminante de la actuación, así lo habían planeado. Introduciéndose bajo el brazo levantado del hombre de las Llanuras en una hábil maniobra, Caramón le hundió su arma en el estómago donde, bajo el emplumado pectoral, se ocultaba un saquillo lleno de sangre de pollo.
La estratagema surtió efecto. La sangre salpicó al vencedor, chorreando profusa por su brazo mientras éste miraba al bárbaro para intercambiar una sonrisa triunfante… Algo había salido mal.
Tal como estaba previsto, el moribundo abrió los ojos de par en par; pero aquellas pupilas desorbitadas reflejaban un dolor auténtico, agrandado por la sorpresa. Se tambaleó hacia adelante, también según las directrices del acto, si bien el estertor agónico que acompañó su gesto nunca fue ensayado. Al detener su caída Caramon comprobó, horrorizado, que la sangre que fluía de su herida estaba tibia.
Liberando su daga, el guerrero procedió a estudiarla sin por ello desatender a su fingido contrincante, que se había desplomado sobre él. ¡La hoja era real!
—Caramon… —musitó el bárbaro, ahogadas sus palabras en un esputo sanguinolento.
La audiencia se enfervorizó, hacía meses que no se ofrecían efectos tan espectaculares.
—¡Yo no lo sabía! —exclamó el hombretón, que no podía apartar la vista de la daga—. ¡Lo juro!
Pheragas y Kiiri acudieron, prestos, a su lado para ayudarle a depositar al bárbaro en el lecho de serrín.
—La actuación debe proseguir, no te detengas —le urgió secamente la nereida.
Caramon, ciego de ira, a punto estuvo de asestar un golpe a la mujer, pero Pheragas inmovilizó el brazo castigador.
—Tu vida y las de todos nosotros dependen de tu conducta —susurró al desesperado guerrero—. Y al decir «todos» me refiero también a tu pequeño amigo.
El humano espió al esclavo negro sin atinar a comprender. ¿De qué le estaba hablando? Acababa de matar a un hombre, a un amigo y él le hacía extrañas recomendaciones. Tras desembarazarse de la zarpa de Pheragas hincó la rodilla junto al bárbaro, oyendo apenas la algarabía circundante y consciente, en su fuero interno, de que no adivinaban su congoja. Entraba dentro de la verosimilitud que el vencedor rindiera tributo a su víctima.
—Perdóname —suplicó al yaciente.
—No es culpa tuya —lo disculpó el otro en un quedo balbuceo—. No debes reprochártelo.
Sus ojos se tornaron vidriosos, una burbuja de sangre reventó en sus labios.
—Tenemos que sacarle de la arena y concluir el número tal como lo ensayamos —hostigó Pheragas a Caramon—. ¿De acuerdo?
El interpelado asintió con la cabeza, en un gesto mecánico. «Tu vida, la de tu pequeño amigo». ¿Qué significaba? Intentó amonestarse, exhortarse a la calma. Al fin y al cabo había participado en mil contiendas, la muerte no era nada nuevo para él. «La vida de tu pequeño amigo». Estaba acostumbrado a obedecer órdenes, a acatar el mandato de sus superiores, las respuestas debería buscarlas más tarde.
La repetición sistemática de estos postulados consiguió acallar la parte de su mente que hervía de rabia y pesadumbre. Con una frialdad insondable ayudó a sus compañeros a alzar el cadáver del suelo, imaginando que todo aquello era ficticio y su amigo sólo se fingía muerto. Incluso hizo el suficiente acopio de valor para girar el rostro hacia el público y saludar con una reverencia. Pheragas, por su parte, posó la mano libre en la nuca del bárbaro y la inclinó varias veces, tan diestramente que nadie dudó que también él se despedía. Los espectadores los aclamaron en una batahola ensordecedora, sin cesar de aplaudir hasta que los cuatro gladiadores hubieron desaparecido en los pasillos subterráneos.
Una vez al abrigo de la audiencia, Caramon posó el cuerpo del bárbaro en el frío suelo de piedra. Durante largos momentos observó, absorto, a su amigo, volcándose sobre él sin hacer el menor caso a los gladiadores que aguardaban allí su turno. Un sombrío torbellino azotaba su cerebro, no podía pensar con claridad en medio de tantos interrogantes.
Despacio, enderezó la espalda para encararse con Pheragas. Lo asió por los hombros y, en un inusitado alarde de energía, lo arrinconó en la pared, a la vez que extraía de su cinto la ensangrentada daga y la agitaba frente a los ojos del esclavo negro.
—Ha sido un accidente —explicó éste con los labios apretados.
—¡Los cantos ligeramente afilados! —se encolerizó el guerrero, repitiendo las palabras que formulara su compañero antes de los Juegos—. ¡Se puede sangrar un poco! No toleraré más embustes, dime qué está sucediendo.
—Ya le has oído, asno, el bárbaro ha sufrido un accidente —intervino una voz burlona.
Caramon dio media vuelta. El enano se erguía ante él, visible su achaparrado cuerpo como una sombra retorcida en el oscuro corredor que conducía a la arena.
—Estoy dispuesto a revelarte los hechos si sueltas de inmediato a Pheragas —le ofreció, si bien tras su amabilidad se escondía una patente malevolencia. A su lado se perfilaba la colosal figura de Raag, armado con una maza—. Los miembros de tu equipo deben salir, el público desea homenajear a los ganadores.
El hombretón miró a su prisionero y aflojó su garra, tan desazonado que la daga se deslizó entre sus entumecidos dedos. Kiiri apoyó la mano en su brazo en una muestra de callada simpatía mientras Pheragas, lanzando un suspiro, espiaba a Arack con unas pupilas que despedían veneno y echaba a andar por el pasillo. La mujer y él rodearon el cadáver del bárbaro que yacía, inmóvil, en la roca, y se encaminaron hacia el exterior.
—¡Me aseguraste que nadie moriría! —exclamó Caramon con una voz sofocada por la furia y el sufrimiento.
El enano se acercó a su oponente, que había desplomado su peso contra el muro.
—Ha sido un accidente —insistió—. En ocasiones se producen este tipo de percances, sobre todo si no se es precavido. Podría ocurrirte a ti en un momento de descuido, o a ese hombrecillo que tienes por amigo. El bárbaro cometió una imprudencia o, mejor dicho, fue su amo quien incurrió en un error imperdonable.
Caramon levantó el rostro y clavó sus desorbitados ojos en Arack, unos ojos que destilaban horror y perplejidad.
—Veo que empiezas a comprender —comentó el enano al estudiar su expresión.
—Éste hombre ha sucumbido porque su señor ha contrariado a alguien —aventuró el guerrero.
—En efecto —fue la respuesta de su interlocutor, que se atusó la barba antes de continuar—. Un sistema muy civilizado, no como en los viejos tiempos. Ahora se actúa con sutileza, nadie se ha percatado de la desgracia salvo, por supuesto, el amo del bárbaro. He estudiado su rostro durante la liza, y en el instante en que has apuñalado a su siervo se ha revuelto en las gradas como si fuese a él a quien hubieses clavado la daga. Ha captado el mensaje.
—¿Ha sido una advertencia? —inquirió Caramon.
El enano se limitó a asentir con la cabeza y encogerse de hombros.
—¿Dirigida a quién? ¿Quién era el dueño de mi infortunado amigo?
Arack titubeó. Prendió de su oponente una mirada de sarcasmo y, ensanchados sus labios en una sonrisa, calculó qué beneficio le reportaría desvelar el secreto o, al contrario, guardar silencio. Al parecer la balanza de sus especulaciones se inclinó hacia la confesión pues, tras un breve balbuceo, indicó a Caramon que se agachara y le susurró un nombre al oído.
El guerrero quedó desconcertado.
—Es un clérigo, un Hijo Venerable de Paladine —añadió el enano—. Ocupa un cargo importante como confidente del Príncipe de los Sacerdotes, pero se ha fraguado la enemistad de un temible personaje.
Un amortiguado estallido de vítores resonó en el circo y, al percibirlo, Arack ordenó a Caramon:
—Ve a saludar. La audiencia te espera, eres uno de los vencedores.
—¿Y él? —preguntó el hombretón señalando al exánime bárbaro—. No puede volver a la arena, lo echarán en falta.
—¡Oh, no! Aquí son frecuentes las distensiones musculares —explicó el deforme maestro de ceremonias—. Nadie se sorprenderá si no aparece. Luego, haremos correr la voz de que se ha retirado, que ha obtenido su libertad.
«¡Obtenido su libertad!». Tan cruel ironía hizo que las lágrimas se agolparan en los párpados de Caramon. Desvió la faz hacia el pasillo al escuchar una nueva oleada de aplausos y se dijo que debía recibir el agasajo del público, pues de ello dependían varias vidas, la del kender, la de sus compañeros y, por lo visto, la suya propia.
—¡Ya sé por qué dispusiste que fuera yo quien lo matara! —comprendió de pronto—. Ahora estoy a tu merced, piensas que no hablaré.
—Esa certeza ya la tenía de antemano —repuso Arack con una siniestra mueca—. Digamos que si te asigné como ejecutor fue para dar satisfacción a mi cliente, un detalle que me granjeará su confianza. Verás, es tu amo quien concibió esta patraña y creí que, si era su esclavo quien materializaba la amenaza, no podría por menos que felicitarme. No te ocultaré que corres peligro, ya que la muerte del bárbaro clama venganza, pero en cuanto circule el rumor mi negocio adquirirá un nuevo auge.
—¡Mi amo! —se asombró Caramon, a quien nada le importaban las cuestiones pecuniarias—. ¿No fuiste tú mi comprador, en nombre de la Escuela?
—Actué como agente, pero no de esta institución —lo corrigió el astuto hombrecillo.
—¿Y quién es mi…?
El guerrero se interrumpió, conocía la respuesta. Ni siquiera oyó las siguientes frases de Arack, se lo impidió el súbito rugido que atronó su mente y que, cual una marea purpúrea, asfixió cualquier razonamiento. Le dolían los pulmones, le pesaba el estómago y las rodillas le flaqueaban, incapaces de sostener su mole.
Se hizo el vacío. Cuando recobró el conocimiento estaba sentado en el pasillo, y el ogro sujetaba su testa entre las piernas. Venciendo su embotamiento, el colosal humano inhaló aire y, erguida la cabeza, se liberó de Raag.
—Me encuentro bien —murmuró a través de sus amoratados labios.
—No podemos llevarle fuera en tan triste estado —declaró Arack en respuesta a una consulta de su secuaz—. Parece un pez recién sacado de la red, causaría una pésima impresión. Arrástralo hasta su alcoba.
—No —se interfirió una voz en la penumbra—. Yo cuidaré de él.
Era Tas quien había hablado y quien ahora se aproximaba al grupo, tan lívido su semblante como el de Caramon.
Arack vaciló, mas no tardó en mascullar unos improperios y dar la espalda a los esclavos. Tras hacer una significativa señal al ogro, se encaramó a la escalera para cantar las alabanzas de los vencedores frente a la desenfrenada audiencia.
Tasslehoff se arrodilló junto a Caramon, posando la mano en el musculoso brazo de su amigo. Al constatar que se había recuperado, ladeó el rostro hacia el inerte cadáver que yacía, olvidado, en el suelo. El guerrero imitó su gesto y, sensible a la angustia que rezumaba por todos sus poros, el kender se atragantó. Tenía un nudo en la garganta, no atinaba sino a dar reconfortantes palmadas en el hombro del gladiador.
—¿Qué parte de la conversación has escuchado? —preguntó Caramon con la boca pastosa.
—La suficiente —dijo Tas—. Fistandantilus.
—Sí, él planeó esta terrible afrenta. —El hombretón suspiró y reclinó la cabeza en la pared, a la vez que cerraba los ojos—. Es así como pretende desembarazarse de nosotros. No habrá de ponerse en evidencia, bastará con que ese clérigo…
—Quarath —colaboró Tasslehoff.
—En efecto, Quarath. Él se encargará de destruirnos —el forzudo humano apretó los puños—, y el mago podrá presentarse ante Raistlin con las manos limpias. Mi hermano nunca sospechará. En todas las batallas que libre de ahora en adelante sólo me obsesionará una idea: ¿Es auténtica la daga de Kiiri, está afilada la lanza de Pheragas? —Levantó los párpados y contempló a su compañero—. Y tú, Tas, también estás involucrado, ya has oído al enano. Yo no puedo escapar, pero tú sí. ¡Sal de esta encerrona cuanto antes!
—¿Dónde iría? —inquirió el kender descorazonado—. El nigromante me encontraría, Caramon, es el más poderoso hechicero que nunca pisó la faz de Krynn. Ni siquiera un miembro de mi raza podría eludir su asedio.
Durante unos minutos permanecieron sentados en silencio, envueltos por el lejano vocerío de la muchedumbre. Al rato, los ojos de Tasslehoff distinguieron un fulgor metálico al otro lado del corredor y, reconociendo qué objeto lo despedía, se puso en pie y fue a recogerlo.
—Puedo introducirte en el Templo —sugirió entre hondos suspiros, destinados a afirmar su voz.
Alzó el hombrecillo la daga en el aire y, regresando junto a Caramon, se la entregó.
—Nos escabulliremos esta noche.
Los dos amigos saldrían por una ancha grieta en la roca cuya existencia conocía Arack pero que, en un acuerdo tácito, decidió no bloquear para que los gladiadores pudieran hacer sus correrías nocturnas siempre que no se abusara del privilegio.