5

Un enano y un ogro

Quarath encontró la carta de Par-Salian en cuestión de segundos. Advirtió enseguida, al acercarse al tocador, que el joyero de oro había sido desplazado y, como tenía la llave maestra de todos los cerrojos y puertas del Templo, abrió la adornada caja sin dificultad.

El mensaje mismo, sin embargo, no era fácil de descifrar. Tardó sólo unos momentos en absorber su contenido y grabarlo en su mente, pues su portentosa retentiva le permitía memorizar cuanto veía, pero tras pasar breve revista al texto en su imaginación comprendió que no tenía sentido y que debería pasar varias horas dándole vueltas, hasta que se hiciera la luz.

Abstraído en tales meditaciones, el clérigo dobló el papel de arroz y lo restituyó al joyero que, a su vez, depositó en la posición exacta en que lo había hallado. Cerró la tapa herméticamente, registró sin excesivo interés los cajones de la estancia y salió de nuevo al pasillo.

Tan asombrosa y desconcertante era aquella carta que el sacerdote decidió cancelar todas sus entrevistas de aquella mañana, delegando las más urgentes en sus subordinados y aplazando las otras. Fue a su estudio, se encerró en absoluta soledad y examinó cada frase, cada palabra de la singular misiva.

Al fin logró componer el rompecabezas, no a entera satisfacción pero sí, al menos, lo suficiente como para trazarse un plan. Había tres conceptos claros. Primero, que la mujer rescatada pertenecía a una Orden clerical, aunque relacionada con magos y eso la convertía en sospechosa. En segundo lugar, que el Príncipe de los Sacerdotes corría peligro. No le sorprendió. Los hechiceros tenían buenos motivos para odiarlo y temerlo. Y, por último, que el individuo que habían arrestado en la calleja era un asesino. Puesto que viajaba con Crysania, ésta podía ser su cómplice.

Quarath sonrió, felicitándose por haber tomado las medidas adecuadas para responder a la amenaza. Se había ocupado de que el humano, que al parecer se llamaba Caramon, prestara sus servicios en un lugar donde, de vez en cuando, ocurrían accidentes fortuitos.

Crysania, por su parte, se albergaba entre los muros del Templo, lo que posibilitaba su vigilancia y le daba, además, la oportunidad de interrogarla con sutileza.

Suspiró aliviado. Había despejado las principales incógnitas, así que procedió a ordenar su almuerzo con la tranquilidad de que, al menos de momento, su máximo dignatario estaba a salvo de cualquier maquinación.

Quarath era una criatura insólita en muchos aspectos y, entre otras, poseía la envidiable cualidad de conocer sus propias limitaciones a pesar de su alto grado de ambición. Necesitaba al Príncipe porque no abrigaba el menor deseo de usurpar su rango. Se conformaba con regocijarse bajo el aura luminosa de su señor mientras, sin aspavientos, extendía su control y autoridad sobre el mundo, siempre en nombre de la Iglesia.

Al expander su poderío aumentaba, asimismo, el de su raza. Imbuidos de su superioridad sobre las criaturas que poblaban Krynn, persuadidos de su innata bondad, los elfos eran una fuerza viva en los estamentos eclesiásticos.

Había sido una decisión desafortunada de las divinidades, en opinión de Quarath, crear razas más débiles, como por ejemplo los humanos, que a lo largo de su enloquecida existencia constituían una presa fácil para las tentaciones del Mal. Pero ellos, los elfos, estaban aprendiendo a paliar los efectos nocivos de la perversidad, tras determinar que si no podían eliminarla —aunque no cejaban en este empeño— habían de sumar esfuerzos para contener su avance. Era la libertad la que alimentaba la propagación del Mal, ya que los hombres abusaban demasiado a menudo de tal prerrogativa. Se había convertido en algo imprescindible imponer unas normas, especificar sin ambigüedades ni matices lo que podía o no hacerse, y restringir así el creciente libertinaje. El clérigo creía que, de aplicarse sus métodos, los humanos saldrían perdiendo pero acabarían por acostumbrarse.

En cuanto a las otras razas de Krynn, los gnomos, los enanos y los kenders —volvió a suspirar—, quarath había conseguido confinarlos, con la Iglesia como estandarte, en territorios aislados donde no causaban problemas y, a la larga, se extinguirían sin que nadie lo percibiera. De todos modos este plan sólo surtía efecto entre los gnomos y los enanos que, por otra parte, no deseaban mezclarse con las demás criaturas de su mundo. Los kenders, los más conflictivos, no se doblegaban y continuaban errando a su antojo, complicando la situación y disfrutando de la vida.

Todas estas cavilaciones cruzaron por la mente del clérigo mientras engullía su almuerzo y comenzaba a perfilar sus próximos movimientos. No se precipitaría en lo que atañía a Crysania, no era su estilo ni, en realidad, el de los elfos en su conjunto. Observar y aguardar en toda circunstancia, tal era su lema. Lo único que, por ahora, necesitaba era más información. A tal efecto, hizo sonar la campanilla que reposaba en un velador cercano y el joven acólito que llevara a Denubis a presencia del Príncipe de los Sacerdotes acudió a su llamada, tan presto y silencioso que se diría que, en lugar de abrir la puerta, había entrado por su rendija inferior.

—¿Qué deseas ordenarme, Hijo Venerable?

—Te daré dos sencillos encargos, que cumplirás de inmediato —anunció Quarath sin alzar la vista, ya que estaba escribiendo una nota—. Entrega esto a Fistandantilus, hace tiempo que no lo invito a cenar y tenemos que discutir ciertas cuestiones.

—Fistandantilus no está aquí, señor —respondió el acólito—. Cuando me has requerido me disponía a comunicártelo.

—¿Que no está?

—No, Hijo Venerable. Partió anoche, o eso suponemos. Desde entonces nadie lo ha visto, y esta mañana hemos hallado su aposento vacío. Tanto él como sus pertenencias han desaparecido. Se cree, por algunos comentarios que hizo, que se desplazó a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, donde según los rumores los hechiceros celebran un cónclave.

—Un cónclave —repitió el eclesiástico frunciendo el ceño. Permaneció callado unos segundos, sin emitir más sonido que el que provocaba la punta de su pluma al repiquetear sobre el papel.

Wayreth estaba lejos, aunque quizá no lo suficiente… Evocó una extraña palabra que aparecía en la carta de Crysania: Cataclismo. ¿Acaso los magos se habían confabulado para desencadenar una catástrofe devastadora? Se le heló la sangre en las venas con sólo pensarlo y, despacio, destruyó la nota.

—¿Se han rastreado sus pasos?

—Por supuesto, mi señor, dentro de lo posible dado su esquivo talante. Durante meses no abandonó el Templo y, de súbito, ayer se personó en el mercado de esclavos.

—¿Cómo? —se asombró Quarath. Un escalofrío recorrió su cuerpo—. ¿Qué hizo allí?

—Compró dos esclavos, Hijo Venerable.

El clérigo nada dijo, se limitó a consultar con los ojos a su oponente.

—No los adquirió personalmente —explicó éste—, encomendó tal tarea a uno de sus subordinados.

—¿Quiénes eran los esclavos? —inquirió Quarath, si bien conocía la respuesta.

—El humano y el kender a los que se acusó de asaltar a la sacerdotisa.

—Di instrucciones concretas de que fueran vendidos al enano o enviados a las minas.

—Arack hizo cuanto pudo para obedecerte, señor, y lo cierto es que el enano pujó por ellos. Pero los agentes del Ente Oscuro ofrecieron una suma insuperable y hubo que adjudicárselos, de lo contrario habría surgido el escándalo. Además, el esbirro de Fistandantilus los mandó directamente a la Escuela, como tú deseabas.

—Comprendo —murmuró Quarath.

Todo encajaba, el enigmático hechicero incluso había tenido la temeridad de comprar al asesino sin disimulos. Luego se desvaneció, acaso para informar del éxito de su misión. Pero no, algo iba mal en el entramado. ¿Por qué iban a rebajarse los magos a utilizar criminales? Fistandantilus, de habérselo propuesto, podría haber matado al Príncipe de los Sacerdotes en incontables ocasiones. Pobre Quarath, se sentía como si hubiera abandonado una senda limpia e iluminada para internarse en un bosque lóbrego y traicionero.

Tanto rato se mantuvo en silencio el eclesiástico que el joven acólito carraspeó tres veces consecutivas, recordándole así discretamente su presencia, antes de que volviera a reparar en él.

—¿Deseabas confiarme otra tarea, señor? —preguntó al ver que levantaba los ojos.

—En efecto —asintió éste—, y la noticia que me has dado le confiere una especial importancia. Quiero que te encargues tú mismo de comunicar al enano que lo espero. He de hablar con él sin tardanza.

El joven hizo una respetuosa reverencia, y se fue. No era preciso puntualizar a qué enano se refería Quarath, sólo había uno en Istar.

Nadie sabía a ciencia cierta quién era Arack Rockbreaker, ni de dónde procedía. Nunca aludía a su pasado y, por regla general, se enfurecía tanto cuando se hacía algún comentario al respecto que al instante se cambiaba de tema. Circulaban ciertas especulaciones interesantes sobre el particular, siendo la más extendida que había sido desterrado de Thorbardin, antigua capital de los Enanos de las Montañas, en castigo a un abominable delito. Ningún habitante de Istar se aventuró a insinuar en qué consistió su crimen, ni tuvo en cuenta un hecho que habría dado al traste con tales conjeturas: los enanos no imponían nunca la pena del exilio, por considerar más humanitario el ajusticiamiento.

Otros rumores persistían en identificarle como un dewar, una raza de enanos malvados que casi fueron exterminados por sus primos y, ahora, llevaban una vida miserable en las entrañas de la tierra. Aunque Arack en nada se asemejaba a los dewar, ni en su físico ni en su conducta, esta creencia se popularizó debido a que su compañero favorito, el único a decir verdad, era un ogro. Y también había quienes afirmaban que el enano no era oriundo de Ansalon, sino de un continente ignoto situado al otro lado del mar.

En un punto había consenso: su rostro era el más abyecto que nunca se vio en un miembro de su raza, con dos aserradas cicatrices que lo surcaban en vertical y lo contraían en una perpetua mueca. No había un gramo de grasa en su cuerpo y, al moverse, adoptaba una actitud felina que se contradecía cuando, al interrumpir su marcha, se plantaba en el suelo con tal firmeza que parecía formar parte de ella.

Cualquiera que fuese su patria, Arack llevaba tantos años establecido en la ciudad que apenas se suscitaba el enigma de su origen. Él y su ogro, un monstruo llamado Raag, acudieron a Istar para participar en los Juegos en una época en que, todavía, conservaban su realismo primitivo. Se convirtieron de inmediato en los preferidos del público y eran numerosos los habitantes que recordaban cómo entre ambos derrotaron a Darmoork, el poderoso minotauro, en tres asaltos. Todo comenzó cuando Darmoork arrojó al enano fuera de la arena y Raag, en un acceso de ira, alzó en volandas al contrincante e, ignorando las terribles heridas de puñal que hendían su carne, le ensartó en la afilada cúspide del Obelisco de la Libertad que se erguía en el centro de la plaza.

Aunque ni el enano —quien sobrevivió merced al hecho de que había un clérigo en la calle cuando, en su trayectoria, sobrevoló el muro del recinto y aterrizó a sus pies— ni el ogro obtuvieron la libertad aquel día, a nadie le cupo la menor duda de quién había vencido en la liza. En realidad transcurrieron semanas antes de que nadie alcanzara la llave dorada del Obelisco, tanto se tardó en retirar los restos del minotauro.

Ahora, Arack relataba los macabros pormenores de la disputa a sus dos nuevos esclavos.

—Fue así como se desfiguró mi faz —dijo a Caramon mientras conducía a éste y al kender por las calles de Istar—, y también como Raag y yo nos hicimos célebres en los Juegos.

—¿Qué juegos? —preguntó Tas, tropezando con las cadenas y cayendo de bruces, para deleite de la muchedumbre que atestaba el mercado.

—Quítale esos grilletes —ordenó el enano al ogro de piel macilenta, que hacía las veces de guardián—. No creo que emprenda la huida y abandone a su amigo a su suerte. —Estudió a Tas concienzudamente, y declaró—: No, no lo harás, sé que tuviste una oportunidad de escapar y no la aprovechaste. ¡Ni se te ocurra traicionarnos! —lo amenazó, a la vez que señalaba a su gigantesco compañero—. Nunca antes había comprado a un kender pero no me han concedido otra alternativa, según ellos los dos formáis un lote. Sea como fuere ten presente que, para mí, no vales nada —lo desafió de nuevo—. Por cierto, ¿qué querías saber?

—¿Cómo vais a desprender mis ataduras? Necesitáis la llave —apuntó Tasslehoff más interesado por este particular que por los dichosos juegos. No recibió contestación, pero contempló admirado cómo el ogro asía los grilletes en sus manos y, de una brusca sacudida, los partía en dos.

—¿Has visto eso, Caramon? ¡Qué ogro tan forzudo! —exclamó mientras el monstruo lo incorporaba y le daba un violento empellón, que a punto estuvo de derribarlo sobre el polvo—. Hasta hoy no he conocido a ninguno de tu especie. Pero ¿de qué hablábamos? ¡Ah, sí, de esos juegos misteriosos!

—De misteriosos nada —lo espetó Arack exasperado.

Tas desvió la mirada hacia Caramon con ademán inquisitivo, mas el guerrero se encogió de hombros y meneó, taciturno, la cabeza. Resultaba evidente que en Istar todo el mundo los conocía, y era preferible no despertar sospechas haciendo demasiadas preguntas, así que el kender optó por rebuscar en su mente. Se zambulló en los recovecos de su memoria para desenterrar todas cuantas historias había oído sobre la época anterior al Cataclismo hasta que, de pronto, halló la respuesta.

—¡Los Juegos! —vociferó, ajeno a la curiosidad con que lo escuchaba el enano—. ¿No recuerdas, Caramon, los grandes Juegos de Istar?

El semblante de su amigo se ensombreció.

—¿Es allí donde nos lleváis? —indagó el hombrecillo, prendidos sus desorbitados ojos de Arack. Como éste se encerrara en su mutismo, se dirigió de nuevo al guerrero—. Seremos gladiadores y lucharemos en la arena, aclamados por el gentío. ¡Oh, Caramon, qué emocionante! Me han contado tantos…

—Y a mí también —lo interrumpió su fornido compañero—, por eso afirmo que nunca me obligaréis a tomar parte. —Se dirigía al enano—. Admito que he matado a otras criaturas, pero sólo cuando debía decidir entre su vida o la mía. Nunca gocé aniquilando a un semejante, los rostros de mis víctimas se me aparecen en mis peores pesadillas mucho tiempo después de la batalla. ¡No asesinaré por deporte!

Pronunció su parrafada con tanta vehemencia que Raag alzó ligeramente su maza y, teñida su tez de una súbita ansiedad, espió a su patrón sin proferir una palabra. Arack le lanzó una mirada furibunda y le indicó, con una negación de cabeza, que no debía agredir al reo.

Tas, mientras tanto, estudió a Caramon con nuevo respeto.

—Nunca se me ocurrió enfocarlo de esta manera —reconoció—, creo que tienes razón. —Desvió la faz hacia el enano y se disculpó—: Lo lamento, Arack, no podrás contar con nosotros.

—No tardaréis en cambiar de actitud. ¿Sabes por qué? —espetó el aludido al hombrecillo—. Porque es el único modo de arrancar esa argolla de vuestros cuellos, ni más ni menos.

—No mataré por gusto —se empecinó Caramon.

—Pero ¿dónde vivís, en el fondo del mar de Sirrion? —lo atajó Arack—. ¿O acaso en Solace donde todos son tan torpes e ignorantes? Ya no se pelea en la arena para acabar con el adversario. Aquéllos días pasaron a la Historia, ahora los Juegos son una falacia —sentenció, suspirando y frotándose los ojos.

—No te comprendo —repuso Tas atónito. Caramon observó al enano sin despegar los labios, con una expresión que denotaba incredulidad.

—Desde hace diez años no se libran en la arena auténticas lizas —aclaró el siniestro personaje con una mueca que, sumada a las cicatrices, distorsionó su semblante—. Todo comenzó por culpa de los elfos, cuando unos clérigos de esta raza convencieron al Príncipe de los Sacerdotes de que la mayor diversión del pueblo era un acto de barbarie. ¡El Abismo los confunda! Barbarie —repitió, y escupió en el suelo de un pésimo humor que, no obstante, se transformó en nostalgia al proseguir.

»Los grandes gladiadores abandonaron la ciudad —agregó, prendido su recuerdo de aquella época triunfal—. Danark, el Goblin, el luchador más salvaje que cabe imaginar. Y también Jon, el Tuerto, supongo que no lo habrás olvidado ¿eh, Raag? —El ogro negó con la testa, al parecer entristecido—. Afirmaba que pertenecía a los Caballeros de Solamnia, por eso vestía siempre una armadura completa. Todos se fueron, salvo Raag y yo. —Un destello iluminó sus pupilas, contrarrestando su frialdad—. No teníamos una patria donde regresar y, además, una voz interior me advertía de que los Juegos no habían terminado. Todavía no.

En efecto, Arack y su ogro se quedaron en Istar y establecieron su morada en el vacío teatro para convertirse, por así decirlo, en sus guardianes oficiosos. Los viandantes los veían allí a diario, Raag deambulando por las gradas, barriendo los pasillos con un tosco escobón o simplemente sentado, contemplando ensimismado la plaza desierta donde trabajaba Arack que, más laborioso, cuidaba los mecanismos de los Pozos de la Muerte y se afanaba en lubricarlos y en mantenerlos en funcionamiento. Quienes lo observaban descubrían una extraña sonrisa en su barbudo rostro, bajo la torcida nariz.

El enano acertó en sus predicciones. Hacía escasos meses que los Juegos habían sido abolidos cuando los clérigos se percataron de que su otrora pacífica ciudad había dejado de serlo. Con alarmante frecuencia estallaban trifulcas en las tabernas, se sucedían las escaramuzas callejeras y, en una ocasión, incluso se levantó una revuelta general. Corrió el rumor de que los Juegos se desarrollaban, literalmente, bajo tierra, que se organizaban combates clandestinos en las grutas de los arrabales, y tal habladuría se vio confirmada al aparecer una serie de cadáveres mutilados en oscuros rincones. Al fin, desesperados, un grupo de elfos y humanos insignes enviaron una delegación al Príncipe de los Sacerdotes para solicitar la reapertura de los lúdicos entretenimientos.

—Igual que un volcán debe entrar en erupción a fin de expeler sus emponzoñados vapores —declaró un mandatario elfo—, los hombres utilizan los Juegos como una vía de escape para sus bajas pasiones.

Aunque tal discurso no elevó precisamente al procer en las miras de sus colegas humanos, éstos tuvieron que admitir que el símil estaba justificado. Al principio, el Príncipe rehusó escucharlo, ya que siempre aborreció la brutalidad de los combates. La vida era un don sagrado de los dioses, no algo que podía arriesgarse a capricho con la finalidad de complacer a una muchedumbre sedienta de sangre.

—Fui yo quien les sugerí la solución —anunció Arack orgulloso—. No estaban dispuestos a recibirme en su ostentoso Templo, pero nadie es capaz de detener a Raag una vez ha resuelto entrar en un sitio. Así pues, no tuvieron otra alternativa.

»Les aconsejé que reanudaran los Juegos y, de momento, me miraron recelosos. No hay que matar a nadie —los tranquilicé—, no de verdad. Por favor, prestadme atención. Sin duda habéis visto a algún actor representar a Huma en los teatros ambulantes, habéis asistido a la escena en que el Caballero cae al suelo sangrando y gimiendo, agitado por tremendas convulsiones. No obstante, cinco minutos más tarde ese mismo personaje acude a la taberna de la esquina para atiborrarse de cerveza. Pues bien, en mi juventud trabajé en el mundo de la farándula y… mas será mejor que os haga una demostración. Ven aquí, Raag.'

»El ogro se acercó, con una sonrisa burlona en su horrenda faz.

»Le ordené que me diera su espada y, antes de que la asamblea acertara a pestañear, hundí el arma en su vientre. ¡Ojalá hubierais estado, lo que ocurrió fue indescriptible! La sangre salía a borbotones de su boca, caía profusa por mis brazos y, en una santiamén, Raag se desplomó a mis pies entre alaridos agónicos.

»No podéis imaginar cómo gritaron los augustos señores —rememoró el enano jubiloso, con un balanceo de cabeza—. Hasta pensé que los elfos se desmayarían y tendríamos que recogerlos del suelo. Sin darles tiempo a llamar a la guardia para que me arrojaran a la calle, propiné un puntapié a Raag y le indiqué que se levantara.

»Mi compañero se incorporó, dedicando a la audiencia su mejor sonrisa, y todos los presentes empezaron a hablar al unísono.

Hizo una pausa en su relato, respiró hondo e imitó las agudas voces que caracterizaban a los miembros de la raza elfa.

—«¡Extraordinario! ¿Cómo lo hacéis? Ésta podría ser la respuesta que buscamos».

—¿Cómo lo hicisteis? —inquirió Tas entusiasmado.

—Ya aprenderás —contestó el narrador—. Es sencillo, sólo se precisan una abundante cantidad de sangre de gallina y una espada cuya hoja se adentre en la empuñadura. Así mismo se lo expliqué a ellos, y agregué que si un estúpido como Raag podía representar la farsa, mejor lo harían los expertos gladiadores.

Al oír el insulto proferido por el enano, Tasslehoff escudriñó, temeroso, al ogro, pero éste no dio muestras de haberse ofendido. Al contrario, miraba a Arack con gesto aprobatorio. Ajeno a estas transacciones, el deforme hombrecillo continuó.

—Les argumenté que, a menudo, los luchadores exageraban su dolor en los enfrentamientos a fin de ofrecer un buen espectáculo, de modo que sabían fingir. El Príncipe de los Sacerdotes aceptó mi idea con agrado, y —enderezó la espalda henchido de orgullo— me concedió un cargo importante. Hoy, tengo el título de maestro de ceremonias de los Juegos.

—No lo entiendo —protestó Caramon—. ¿Pretendes insinuar que el público paga para ser engañado? Porque a estas alturas ya habrán adivinado que…

—Por supuesto —lo interrumpió Arack—. Nunca lo guardamos en secreto. Ahora las confrontaciones se han convertido en la manifestación más popular de Krynn, y hay quien recorre centenares de millas para no perdérsela. Los elfos acuden en tropel, y el Príncipe de los Sacerdotes también nos honra, cuando puede, con su presencia. Ya hemos llegado —concluyó, deteniéndose frente a un enorme circo y observándolo satisfecho.

Era de piedra y rezumaba antigüedad, si bien nadie sabía con qué propósito fue construido originariamente. En los días de los Juegos las banderolas ondeaban, en una panoplia multicolor, sobre los portaestandartes de las robustas torres, y el gentío atestaba gradas y accesos. Mas hoy no había espectáculo, ni se convocaría hasta finales de verano. La mole se erguía solitaria y gris salvo por los abigarrados murales donde se reproducían los acontecimientos más significativos de la historia del deporte. Unos niños merodeaban en el exterior, con la esperanza de vislumbrar al otro lado a sus héroes. Tras lanzarles severos improperios para ahuyentarlos, Arack ordenó a Raag que abriera la maciza puerta de madera.

—Así que nadie muere —persistió Caramon, mientras estudiaba la arena y las dantescas escenas de las pinturas.

Tas advirtió que el enano miraba al guerrero de un modo extraño. Su expresión se había tornado cruel y calculadora, sus enmarañadas cejas se enarcaban, crespas, sobre sus ojillos redondos. El fornido humano no se dio cuenta, concentrado en inspeccionar los murales.

El kender emitió un leve sonido y Caramon, saliendo de su ensimismamiento, clavó sus ojos en el enano. Pero éste había mudado de nuevo su semblante.

—Nadie, te lo aseguro —contestó al hombretón, dándole unas palmadas en el brazo.