Calumnias
Denubis caminaba sin prisas por los ventilados, luminosos pasillos del Templo de los Dioses erigido en Istar, absorto en sus cavilaciones y con la mirada perdida en los intrincados diseños del marmóreo suelo. Un observador, al verle deambular sin rumbo y en actitud preocupada, habría supuesto sin duda que el clérigo era insensible al hecho de que se estaba adentrando en el corazón del universo. Nada más lejos de la verdad: era muy poco probable que olvidara tal circunstancia y, de haber incurrido en un momentáneo descuido, el Príncipe de los Sacerdotes se encargaría de recordárselo en su diaria llamada a la oración.
«Somos el corazón del universo —repetiría el dignatario en una voz tan musical que, en ocasiones, uno no prestaba atención al contenido de sus frases—. Istar, ciudad elegida de los dioses, es el centro del orbe y nosotros, quienes vivimos en su seno, somos la víscera que lo alimenta. Del mismo modo que la sangre fluye por el organismo, bañando y enriqueciendo incluso los dedos del pie, así también nuestra fe y enseñanzas brotan de este magnífico Templo para llegar a las entrañas de la más insignificante de las criaturas. Tened presente mi sentencia cuando os entreguéis a vuestros quehaceres cotidianos, porque aquellos que aquí trabajáis sois los hijos predilectos de las divinidades. Al igual que un ligero roce en la hebra más fina de la argéntea telaraña propaga temblores en toda su superficie, vuestra más nimia acción podría hacer que se tambalease el reino de Krynn».
Denubis se estremeció, habría preferido que el Príncipe de los Sacerdotes no utilizara esta metáfora. El clérigo detestaba a las arañas y, en realidad, a todos los insectos, algo que nunca admitió quizá porque le provocaba un sentimiento de culpabilidad. ¿No estaba obligado a amar a todo ser viviente salvo, por supuesto, aquéllos que creara la Reina de la Oscuridad? Tal categoría englobaba a los ogros, goblins, trolls y otras razas perversas, pero no tenía la total certeza de que las arañas figuraran en la lista. Aunque era su firme intención preguntarlo, sabía que ese paso entrañaría un debate filosófico de varias horas con los Hijos Venerables y no creía que mereciese la pena. Cualquiera que fuese el veredicto, en su fuero interno seguiría odiando a las arañas. El clérigo se golpeó suavemente la incipiente calva. ¿Cómo había llegado su errabunda mente a centrarse en tan abyectos animales?
«Me estoy haciendo viejo —pensó con un suspiro—. No tardaré en ser como el pobre Arabacus si no desarrollo más actividad que la de sentarme en los jardines y dormir hasta que alguien me despierte para cenar. —Suspiró de nuevo, si bien sentía más envidia que lástima—. Al menos, Arabacus se ha salvado de…».
—Denubis.
Hizo una pausa a fin de escudriñar el ancho corredor, pero no vio a nadie. Un temblor recorrió su espina dorsal al preguntarse si había oído una voz susurrante, o tan sólo lo había imaginado.
—Denubis —insistió el enigmático ser, en idéntico tono.
Esta vez el clérigo estudió más minuciosamente las sombras proyectadas por las robustas columnas de mármol que sostenían el áureo techo y, entre ellas, distinguió una más oscura, una mancha de negrura en las tinieblas. Contuvo la exclamación de ira que afloraba a sus labios y, refrenando asimismo un segundo temblor que agitaba sus músculos, hizo un alto en su camino y se aproximó despacio a la figura que se dibujaba en la penumbra a sabiendas de que ésta no abandonaría su lóbrego entorno para ir hacia él. La luz no dañaba al ser que le había llamado como solía perjudicar a los hijos de la noche, ya que al parecer nada en la faz del mundo era capaz de lastimarle. Si no acudía a su presencia era, simplemente, porque prefería las sombras. «Muy teatral», se dijo el clérigo con una mueca sarcástica.
—¿Qué quieres de mí, Ente Oscuro? —inquirió con una voz que pretendía ser agradable.
Intuyó una ambigua sonrisa en el nebuloso rostro, y comprendió que su interlocutor conocía sus más secretas elucubraciones.
—¡Maldita sea! —renegó Denubis, fiel a un hábito que el Príncipe de los Sacerdotes desaprobaba pero que él, simple mortal, no había logrado desechar—. ¿Por qué permite nuestro dignatario que se pasee por la corte en lugar de desterrarlo, como hizo con los otros?
Su pregunta no iba dirigida a nadie en concreto dado que, en el fondo de su alma, sabía la respuesta. Este ser era demasiado peligroso, su poder traspasaba todas las fronteras. El Príncipe de los Sacerdotes lo conservaba en su compañía como un hombre corriente albergaría en su casa a un mastín feroz: es consciente de que el animal atacará a quien le ordene, pero debe asegurarse constantemente de que permanece atado a su traílla pues, si la correa se rompiera, la bestia se abalanzaría contra el cuello del amo.
—Siento mucho molestarte, Denubis —se disculpó el Ente con aquella voz acariciadora—, más aun al verte absorbido por tan hondas reflexiones. Si oso interrumpirte, es porque en este mismo instante tiene lugar, no lejos de aquí, un evento de suma importancia. Debes reunir un batallón de centinelas del Templo y encaminarte a la plaza del mercado. Allí, en la encrucijada, hallarás a una Hija Venerable de Paladine en estado comatoso. Y, en el mismo lugar, se encuentra el hombre que la asaltó.
Los ojos del clérigo casi se salieron de sus órbitas, antes de encogerse en rendijas que denotaban suspicacia.
—¿Cómo te has enterado? —indagó.
La figura hizo un leve movimiento en su lúgubre aureola y la línea que formaban sus labios, fina pero discernible, se ensanchó en una aproximación a lo que denominamos sonrisa.
—Denubis, hace muchos años que nos conocemos —argumentó el Ente Oscuro en actitud burlona—. ¿Le preguntas al viento cómo sopla? ¿Interrogas a las estrellas para averiguar de dónde procede su brillo? Lo sé, amigo mío, y eso debe bastarte.
—Pero… —El clérigo decidió callar, sus protestas de nada habían de servirle. Sin embargo, no era tan sencillo convocar a un batallón de guardianes del Templo. Tendría que dar explicaciones e informar a las autoridades. Sumido en una gran confusión, se llevó las manos a las sienes.
—Apresúrate, Denubis —le urgió el sombrío personaje—. No vivirá mucho tiempo.
El infeliz humano tragó saliva. ¡Una Hija Venerable de Paladine asaltada, moribunda! ¡Y en la plaza del mercado! Probablemente la rodeaba una muchedumbre boquiabierta. ¡Qué escándalo! El Príncipe de los Sacerdotes se disgustaría sobremanera cuando le comunicara tal noticia.
Quiso hablar, mas enmudeció de nuevo para buscar el auxilio de la figura. Comprendiendo que no había de brindárselo dio media vuelta y, entre el revoloteo de su propia túnica, echó a correr por el pasillo. Sus sandalias de piel arañaban el suelo en su precipitada marcha y levantaban estruendosos ecos.
Al llegar al cuartel del capitán de la guardia, Denubis consiguió, con voz jadeante tras su carrera, formular su demanda al teniente que se hallaba de servicio. Como había previsto, se originó una auténtica conmoción y, mientras esperaba que apareciese el oficial en funciones, se derrumbó sobre una silla a fin de recuperar el resuello.
La identidad del creador de las arañas era un asunto abierto a debate pero, en la mente de Denubis, no existía la menor duda sobre quién había concebido al Ente Oscuro. Estaba seguro de que la figura se mantenía agazapada en la penumbra, riéndose de él.
—¡Tasslehoff!
El kender abrió los ojos, tan aturdido que no adivinaba dónde estaba ni quién era. Una voz había pronunciado un nombre que le resultaba familiar, ésa era su única certeza en el torbellino que le envolvía. Aún confuso, examinó el paraje y advirtió que estaba acostado encima de un humano corpulento, tumbado a su vez cuan largo era en medio de una calle. El individuo le miraba perplejo, quizá porque Tas se hallaba encaramado a su rollizo vientre.
—Tas —repitió el hombretón, más asombrado a cada instante—. Me temo que no deberías haber venido.
—No lo sé —contestó el kender, ocupado sobre todo en discernir si «Tas» era su apelativo.
De pronto, despertó su memoria y evocó el cántico de Par-Salian, la sortija que se desprendió de su dedo, la luz cegadora, el coro formado por las piedras, el terrible alarido del mago…
—¡Claro que tenía que venir! —replicó irritado, desechando de su mente el grito del hechicero—. No creerás que iba a permitirte realizar el viaje en solitario, ¿verdad? —imprecó al humano, tan próximo que casi se frotaron sus narices.
—Estoy desconcertado, no puedo afirmar nada, pero aun así —balbuceó Caramon— me parece que…
—En cualquier caso, aquí estoy —lo atajó Tas mientras saltaba de su carnosa atalaya para aterrizar en el adoquinado—. Por cierto, ¿dónde es aquí? —preguntó en un susurro casi inaudible—. Te ayudaré a incorporarte —ofreció en voz alta, tendiéndole la mano con la esperanza de ahuyentar las sospechas que respecto a su presencia abrigaba el fornido compañero. Ignoraba si podía devolverle al futuro, mas no tenía la menor intención de averiguarlo.
Caramon se esforzó en enderezar su cuerpo, tan torpemente que al kender se le escapó una risita al compararle en el pensamiento con una tortuga echada sobre su caparazón. Fue entonces cuando el hombrecillo reparó en que el atuendo de su amigo nada tenía que ver con el que luciera antes de abandonar la Torre. En la morada de Par-Salian vestía su propia cota de malla, o las partes que había podido ajustarse, y también una holgada camisa que le cosiera Tika con su abnegado amor.
Ahora, en cambio, cubría su redondez una saya de áspera tela, unida por unas costuras de burdos hilvanes. Una zamarra de cuero pendía de sus hombros y, a juzgar por su estado, debía haber sufrido los estragos del tiempo y mil batallas. Quizás en su día tuvo botones; de ser así habían desaparecido, si bien Tas recapacitó que tampoco eran necesarios pues resultaba imposible abrochar la exigua pieza al abultado estómago que debía arropar. Unos deformados calzones y un par de botas remendadas, con un agujero por el que sobresalía un dedo, completaban el ruinoso equipo.
—¡Qué mal huele! —se quejó Caramon, olisqueando a su alrededor—. ¿Quién emite estos desagradables efluvios?
—Tú —contestó el kender, a la vez que se tapaba la nariz y agitaba la mano libre como si pudiera disipar el hedor. ¡Caramon apestaba a aguardiente enanil! El hombrecillo lo escudriñó sin comprender. El guerrero estaba sobrio en la Torre, y quedaba patente que no había probado el alcohol en su mirada que, aunque confusa, se mantenía firme. Además, no se observaba ningún bamboleo en su figura erecta.
El hombretón bajó los ojos y, al hacerlo, se vio a sí mismo.
—¿Qué pasa aquí? —inquirió atónito.
—Imaginaba que los magos eran más competentes —comentó Tasslehoff con tono reprobatorio estudiando las vestiduras del compañero—. Ya sé que un hechizo tan poderoso ha de estropear la ropa, pero…
Una repentina idea selló sus labios. Temeroso de verla confirmada, él también se examinó, y al instante exhaló un suspiro de alivio. Nada en su persona se había alterado, incluso sus saquillos estaban intactos. Una molesta voz mencionó en su interior que quizá se debía a que él no tenía que ser transportado junto al guerrero, mas juzgó conveniente ignorar tal observación.
—Vayamos a investigar —propuso risueño, uniendo la acción a la palabra.
Había intuido por los olores dónde se encontraban: en un callejón. Arrugó las fosas nasales al constatar que no era sólo Caramon quien despedía la nauseabunda fetidez, sino los desperdicios de toda suerte que se apilaban sobre el empedrado. La calleja estaba sumida en la penumbra a causa del alto edificio que la tapiaba, una pétrea mole que impedía el paso de la luz. No obstante era de día, y en el extremo del pasadizo se vislumbraba una avenida rebosante de actividad por la que los viandantes iban y venían en numerosos grupos.
—Me parece que es un mercado —aventuró Tas interesado, y echó a andar en dirección al bullicio—. ¿A qué ciudad dijiste que nos enviarían?
—A Istar —farfulló Caramon a su espalda—. ¡Tas!
Al percibir el tono de espanto con que el hombretón vociferó su nombre el kender dio media vuelta, no sin llevarse la mano al cuchillo que portaba en su cinto. Su corpulento amigo se había arrodillado junto a un abultado fardo que yacía en la calleja.
—¿De qué se trata? —indagó.
—De quién, no de qué —lo corrigió el guerrero—. Es la sacerdotisa —afirmó, a la vez que alzaba una capa de tonos pardos.
—¡Crysania! —exclamó Tas horrorizado, tras acercarse—. ¿Qué le han hecho? ¿Cometieron algún error al formular el encantamiento?
—Lo ignoro, pero debemos buscar ayuda. —Con sumo cuidado, Caramon cubrió de nuevo el magullado y sanguinolento rostro de la dama.
—Yo me ocuparé de eso —se ofreció el kender—, quédate a su lado para protegerla. Temo que no hemos ido a parar a uno de los mejores barrios de la ciudad, ya me entiendes.
—Sí —admitió el hombretón con un triste suspiro.
—No te inquietes, saldremos adelante. —Mientras hablaba, Tas dio unos golpecitos tranquilizadores en el robusto hombro de su compañero, quien asintió mediante un mudo ademán de cabeza. Se giró acto seguido y jalonó de nuevo la calleja hacia la avenida, entrando en ella por la acera.
Cuando se disponía a pedir socorro una mano se cerró en torno a su brazo y lo arrastró hacia un rincón, con tanta fuerza que incluso lo levantó al aire.
—¿Puede saberse adonde te diriges? —lo interrogó el dueño de aquella garra de acero.
Tas ladeó el semblante y se enfrentó a un hombre barbudo, de facciones inescrutables bajo un refulgente yelmo, aunque sus ojos se adivinaban oscuros y gélidos.
«Un guardián», comprendió al instante el apresado, que poseía una gran experiencia con este tipo de soldados.
—Precisamente buscaba a alguien como tú —explicó, contorsionándose para recuperar la libertad y adoptando al mismo tiempo una actitud inocente.
—Una historia poco verosímil, digna de la improvisación de un kender —gruñó el individuo—. Si fuera cierta marcaría un hito en el devenir de Krynn, por la novedad que representa.
—Es cierta —se indignó el hombrecillo—. Han lastimado a una amiga nuestra en esa calleja.
El centinela consultó con la mirada a un personaje en el que Tasslehoff no había reparado, un clérigo investido de la túnica blanca.
—¡Oh, un sacerdote! —se sorprendió. Ha sido una suerte…
Selló su boca el soldado al aplicar sobre ella la mano libre.
—¿Qué opinas, Denubis? Estamos junto al callejón de los Mendigos, lo más probable —apuntó el guardián— es que hayan acuchillado a un ladrón desprevenido y nos encontremos frente a una reyerta de truhanes. No deberíamos intervenir.
El clérigo era un humano de mediana edad, grave en su expresión y con unos claros sobre las sienes que anunciaban su próxima vejez. Tas vio cómo estudiaba la plaza del mercado y meneaba la cabeza, antes de declarar:
—El Ente Oscuro ha hablado de la encrucijada, que está muy cerca de aquí. Vamos a investigar.
—De acuerdo —accedió el recio custodio encogiéndose de hombros.
Designó a dos hombres de uniforme, lo que hizo pensar a Tas que se trataba de un oficial, y los observó mientras avanzaban cautelosos por el mugriento pasadizo. Su palma se mantenía afianzada sobre el kender que, al sentirse asfixiado, logró articular un patético grito.
—Déjale respirar, capitán —le indicó el sacerdote sin cesar de lanzar ansiosas miradas a su alrededor.
—Tendremos que escuchar su interminable cháchara —rezongó el aludido, pero retiró la mano.
—Estarás callado, ¿verdad? —rogó Denubis a Tas con la preocupación reflejada en la faz—. Sin duda eres consciente de la importancia que reviste este asunto.
Aunque ignoraba el exacto significado de su última sentencia, el kender optó por asentir en silencio. Satisfecho, el eclesiástico centró la atención en los soldados y el prisionero lo imitó no sin esfuerzo, ya que tuvo que torcer el cuello en una forzada postura. Vio que Caramon se apartaba del fardo informe que protegía para permitir que se aproximasen los centinelas. Uno de ellos se arrodilló a su lado y levantó la capa.
—¡Capitán! —vociferó, al mismo tiempo que el otro guardián agarraba a Caramon. Sorprendido y furioso a recibir un trato tan brutal, el guerrero se deshizo de su agresor y se encaró con el otro, que se había puesto en pie de un salto. Refulgió el acero.
—¡Diablos! —blasfemó el capitán—. Vigila a este pequeño bastardo, Denubis —bramó al clérigo de la túnica blanca, y arrojó a Tas en su dirección.
—¿No debería acompañarte? —propuso Denubis inmovilizando al kender cuando, llevado por el impulso, tropezó contra su cuerpo.
—¡No!
El oficial se adentró a grandes zancadas en la calleja con la espada desenvainada, y Tas le oyó farfullar algo sobre «un tipo peligroso».
—Caramon no es peligroso —protestó el hombrecillo alzando la vista hacia el clérigo—. Espero que no le hagan daño. ¿Qué es lo que sucede?
—No tardaremos en averiguarlo —respondió Denubis en un acento estentóreo, si bien desmentía tal despliegue de energía la suavidad con que sujetaba a su presa. El kender consideró la posibilidad de escapar, pues nada había mejor que un concurrido mercado para ocultarse, pero la suya fue una idea tan fugaz e instintiva como el gesto de Caramon al desembarazarse de su atacante. No podía abandonar a su amigo.
—No le lastimarán si se entrega pacíficamente —comentó el clérigo con un suspiro—. Aunque si ha hecho lo que temo —se estremeció y calló unos segundos— más le valdría sucumbir ahora mismo, su muerte sería más benigna.
—¿Qué crees que ha hecho? —indagó Tas desconcertado. También su compañero parecía confuso, el hombrecillo advirtió que alzaba los brazos entre protestas de inocencia.
Pero, mientras argumentaba, uno de los soldados se situó tras su espalda y flageló la parte posterior de sus rodillas con el mango de la lanza. El guerrero dobló las piernas a causa del impacto y, en cuanto empezó a tambalearse, el centinela que tenía delante lo abatió mediante un severo golpe en el pecho.
Apenas había rozado el suelo el herido, ya aguijoneaba su garganta la punta de un acero. Levantó las manos débilmente para dar a entender que se rendía y sus adversarios se apresuraron a voltearle para, una vez postrado de bruces, atarle las manos sobre el espinazo con pasmosa habilidad.
—Diles que se detengan —apremió Tas a su custodio, forcejeando con denuedo—. No pueden hacerle eso.
—Silencio, amiguito, es preferible que te quedes conmigo y no te inmiscuyas —le recomendó Denubis quien, al percatarse de que había relajado su presión, aferró al hombrecillo con mayor firmeza—. Escúchame, te lo ruego. No puedes ayudarle, el intentarlo no te servirá sino para complicar las cosas.
Los soldados zarandearon a Caramon hasta incorporarlo y procedieron a registrarlo con esmero, zambullendo incluso sus brazos en el interior de los ajados calzones que ahora portaba. Encontraron una daga en su cinto, que entregaron a su capitán, al lado de un singular frasco. Uno de ellos lo destapó, olisqueó su interior y lo desechó con una mueca de repugnancia.
Otro de los centinelas señaló a la inerte figura que yacía sobre el empedrado, y el capitán se agachó para examinarla. Tas le vio menear la cabeza antes de alzar en volandas el rígido cuerpo de Crysania ayudado por uno de sus hombres, y recorrer la calleja en dirección a la plaza. Al pasar junto a Caramon le espetó un ofensivo insulto, una imprecación soez que resonó en los tímpanos del anonadado kender y, al parecer, también en los de su amigo, ya que el rostro de éste asumió la palidez de la muerte.
Volviéndose hacia Denubis, Tas descubrió que tenía los labios apretados y sintió el temblor de sus dedos sobre los hombros, donde los había posado. No le cabía la menor duda, ahora sabía de qué acusaban al hombretón.
—¡No! —exclamó en un alarido agónico—. No podéis pensar eso. Caramon es inofensivo, nunca atacaría de un modo tan vil a la sacerdotisa. ¡Sólo pretendía socorrerla! En realidad para eso hemos venido, salvar a Crysania es uno de los objetivos primordiales de nuestro viaje. Por favor, atiende a razones —añadió, uniendo las manos en actitud de súplica—. Mi amigo es un guerrero y, como tal, ha matado a algunas criaturas, pero tan sólo a draconianos, goblins y otros seres despreciables. ¡Debes confiar en mí, nunca mentiría en una situación como ésta!
Denubis, perdido en sus cavilaciones, se limitó a ignorarlo y contemplar a la comitiva que se aproximaba.
—¡No! —se revolvió desesperado el kender—. ¡No es posible que abriguéis la menor sospecha sobre él! Odio este lugar, quiero regresar a mi mundo.
Su sensación de impotencia aumentó al reparar en la desencajada faz del compañero y, prorrumpiendo en llanto, se cubrió los ojos con las manos preso de violentas convulsiones. De pronto, sintió el contacto de unos dedos que lo acariciaban con dulzura.
—Vamos, serénate —le dijo Denubis—. Tendrás oportunidad de relatar tu historia, y también tu amigo. Si sois inocentes nada malo os ocurrirá. —Calló, y Tas le oyó preguntar entre suspiros—: El humano ha estado bebiendo, ¿me equivoco?
—Desde luego —contestó el kender casi sin resuello—. No ha probado una gota de alcohol.
Se quebró su voz, no obstante, al escudriñar al orondo cautivo mientras los soldados lo conducían a la avenida donde él aguardaba junto al clérigo. Tenía la tez embadurnada con las inmundicias del pasaje, chorreaba la sangre por un corte abierto en su labio y sus pupilas, también sanguinolentas, le conferían un aspecto salvaje que contrastaba con la vacuidad de su rostro. Además, el legado de antiguas borracheras se marcaba ostensiblemente en sus enrojecidos y embotados pómulos. Perplejo, aturdido, el guerrero caminaba con paso inseguro hacia el lugar donde la muchedumbre, que se había congregado a la vista de los guardias, lo saludaba entre exclamaciones de toda índole.
Tas hundió la cabeza sobre el pecho. ¿Qué estaba haciendo Par-Salian? ¿Había fracasado en su intento de memorizar el hechizo, hasta tal punto que ni siquiera se hallaban ahora en Istar? ¿Se habían perdido? Quizás eran víctimas de una espantosa pesadilla.
—¿Qué ha pasado? —interrogó Denubis al capitán, sacando al kender de su momentáneo ensimismamiento—. ¿Estaba en lo cierto el Ente Oscuro?
—Sí —fue la tajante respuesta—. ¿Acaso ha errado alguna vez en sus apreciaciones?
—¿Quién es la dama? —prosiguió el clérigo.
—Ignoro su identidad, aunque debe pertenecer a tu Orden a juzgar por el Medallón de Paladine que exhibe en su pecho. Está muy maltrecha, incluso afirmaría que ha muerto de no ser por el tenue pálpito que se percibe en su cuello.
—¿Crees que ha sido… que ha sido…? —No pudo pronunciar la palabra, pero no era necesario.
—No lo sé —confesó el oficial—. Lo que es evidente es que la han maltratado y ha sufrido una especie de ataque. Tiene los ojos abiertos, mas no da muestras de ver ni oír nada.
—Debemos llevarla al Templo sin tardanza —ordenó el clérigo con determinación, si bien Tasslehoff detectó un titubeo en su voz. Mientras hablaban sus superiores, los soldados se afanaban en dispersar al gentío interponiendo sus lanzas y haciendo retroceder a los curiosos.
—Todo está bajo control —decían—. Moveos, el mercado no tardará en cerrar y es mejor que ultiméis vuestras compras en lugar de quedaros aquí como pasmarotes.
—¡Yo no la lastimé, nunca la he tocado! —estalló Caramon de forma inesperada—. No la lastimé —repitió, anegados sus ojos en lágrimas.
—¡Claro que no! —lo espetó desdeñoso el capitán—. Encerrad a este par de bribones en el calabozo —indicó a sus subordinados.
Tas se sobresaltó cuando uno de los soldados asió su brazo dolorosamente pero, en un reflejo fruto de su perplejidad, se aferró a la túnica de Denubis y rehusó soltarla. El clérigo, que había posado su mano en la inmóvil figura de Crysania, dio media vuelta al sentir los dedos forcejeantes del prisionero.
—Tienes que creerle, está diciendo la verdad —imploraba el kender sin rendirse a las sacudidas del centinela.
—Eres un amigo leal —lo felicitó el eclesiástico—, una virtud poco frecuente en un kender. Espero —añadió, a la vez que acariciaba su copete con aire distraído y la tristeza reflejada en sus rasgos— que tu fe en este hombre sea justificada. Sin embargo debes comprender que en ocasiones, cuando se ha bebido en exceso, el alcohol nos empuja a cometer actos…
—¡Olvida esta absurda representación! —intervino el soldado, enfurecido a causa de la febril resistencia de Tas—. No surtirá efecto.
—No permitas que te enternezca, Hijo Venerable de Paladine —apostilló el capitán—. Ya conoces a los de su raza.
—Sí —respondió Denubis, sin apartar la vista de Tasslehoff mientras los guardianes lo arrancaban de sus ropajes y lo conducían, junto a Caramon, a través de dos hileras de espectadores que se demoraban en la plaza para asistir al desenlace de la escena—. Conozco a los kenders y por eso afirmo que éste es extraordinario —musitó antes de centrarse de nuevo en Crysania y proponer—: Si continúas sosteniéndola, capitán, rogaré a Paladine que nos traslade de inmediato al Templo.
Tas lanzó una última mirada atrás, con dificultad debido a las garras que lo atenazaban, y vio al clérigo y al capitán de la guardia en la plaza del mercado, solos, envueltos en una brillante luz blanca. De pronto, se desvaneció la aureola y ambos desaparecieron con ella.
Pestañeó lleno de pasmo y, al no fijarse en dónde ponía los pies, tropezó. Cayó sobre el adoquinado haciéndose varios rasguños en las rodillas y las manos, que había adelantado para amortiguar el golpe. Una mano lo agarró por el cuello de la camisa, lo incorporó bruscamente y le dio un violento empellón.
—Camina y no intentes escapar. Tus argucias no te servirán de nada.
El kender obedeció, tan desmoralizado que ni siquiera atinó a espiar el panorama. Tan sólo contemplaba a Caramon, y la imagen que éste ofrecía le rompía el corazón: abrumado por la vergüenza y el miedo, el guerrero se arrastraba más que caminaba, ciego a cuanto le rodeaba.
—Yo no la lastimé —persistía—. Alguien ha cometido un error.