Viaje al Pasado
«Familiar». Tasslehoff daba vueltas en su mente a este apelativo, que recordaba haber oído mencionar a Raistlin en alguna de sus conversaciones de otros tiempos. Las explicaciones del hechicero, poco a poco, fueron tomando cuerpo en su memoria.
—Algunos magos utilizan animales para determinados fines —le había contado—. Éstas criaturas o familiares, que es su denominación común, actúan como extensiones de los sentidos de su señor. Pueden introducirse en lugares a los que él no tiene acceso, ver lo que a él le está vedado y escuchar conciliábulos sin haber sido invitados.
A Tas se le antojó entonces una idea brillante, si bien Raistlin no parecía muy entusiasmado porque, según él, era un síntoma de debilidad depender de otro ser vivo en cuestiones de suma importancia.
—¿Vas a contestar o no? —se impacientó el mago de Túnica Roja, a la vez que balanceaba en las alturas al supuesto roedor.
La sangre se agolpó en las sienes del kender causándole un mareo que, dada la situación, no era el peor de sus males. Le dolían las articulaciones de su tirante cola y, además, era indigno permanecer en tal postura. En un primer momento se le ocurrió pensar que era una suerte no tener a Flint como testigo de su ridicula desdicha.
«Supongo —se dijo tras una rápida reflexión— que los familiares poseen el don del habla. Espero que se expresarán en lengua común y no mediante los extraños sonidos que emiten, por ejemplo, las ratas».
—Verás, yo pertenezco a… —se aventuró en voz alta mientras rebuscaba en su cerebro un nombre apropiado para un mago—. A Faikus —declaró al fin, recordando, de pronto, que así se llamaba un estudiante compañero de Raistlin.
—Debería haberlo imaginado —gruñó el mago con el ceño fruncido—. ¿Has salido para cumplir algún encargo de tu señor, o te dedicabas simplemente a deambular?
Comprobó Tas, aliviado, que el sabio soltaba su cola y lo depositaba en la palma de su mano, sin dejar por ello de sujetarlo con firmeza. Posó el kenderratón sus temblorosas garras en el pulgar de su oponente y sus ojos, ahora saltones y tan encarnados como la túnica de su aprehensor, intercambiaron una intensa mirada con aquéllos otros oscuros y fríos.
«¿Qué voy a responderle?», vaciló Tas. Ninguna de las alternativas que discurrió le parecía convincente.
—Es mi noche libre —anunció en un tono agudo que pretendía aparentar indignación
—Temo que has vivido demasiado tiempo en compañía de ese holgazán de Faikus —repuso el mago disgustado—. Mañana sostendré una larga charla con ese joven. Y en cuanto a ti ¡no empieces a contorsionarte, te lo ruego!, por lo visto has olvidado que la familiar de Sudora suele salir a estas horas para recorrer los pasillos, a la caza de presas suculentas. Podrías haberte convertido en el poste de Marigold, y no creo que eso constituya una grata experiencia. Ven conmigo, cuando haya concluido la tarea de hoy te restituiré a tu amo.
Tasslehoff, que se disponía a hundir sus afilados colmillos en el pulgar del sabio, cambió repentinamente de idea. «Concluir la tarea de hoy —repitió para sus adentros—. Seguro que está relacionada con el viaje de Caramon, y de esta guisa no me resultará difícil escabullirme y partir junto a él».
Inclinó la cabeza en una actitud que debía denotar docilidad ratonil y que sin duda satisfizo al gigante, pues sonrió con aire preocupado y empezó a hurgar en sus bolsillos como si buscara algo.
—¿Qué ocurre, Justarius? —inquirió Caramon, que se había levantado y asomaba ahora la testa por el dintel a fin de, aturdido y somnoliento, escudriñar el pasadizo—. ¿Has encontrado ya a Tas?
—¿Al kender? No. —El hechicero sonrió de nuevo, esta vez visiblemente contrariado—. Quizá tarde un buen rato en descubrir su paradero, los de su raza siempre saben dónde ocultarse.
—No lo lastimarás, ¿verdad? —preguntó el guerrero anhelante, tanto que Tas sintió pena por él y pensó en el modo de tranquilizarle.
—Por supuesto que no —le aseguró Justarius, sin cejar en su búsqueda—. Aunque —rectificó— quizá sin quererlo se dañe él mismo. Hay objetos en la Torre con los que no es aconsejable jugar. Concentrémonos en ti: ¿estás preparado?
—No me iré hasta que haya aparecido mi amigo sano y salvo —se empecinó Caramon.
—No tienes opción —le regañó el mago, y Tas percibió en su voz una creciente frialdad—. Tu hermano saldrá al alba, la única manera de ayudarle es que inicies tu viaje en el mismo momento. Par-Salian tarda varias horas en memorizar y formular este complejo hechizo, así que, debemos apresurarnos. Lo cierto es que he perdido unos minutos preciosos buscando al kender. Vamos, no puedo permitirme más demoras.
—Espera —suplicó el fornido humano con un gesto teatral—. Mi ropa, mis pertrechos.
—No te inquietes por ellos —lo atajó Justarius.
Había hallado al fin el artículo que guardaba en su bolsillo, una bolsa plateada.
—No puedes ser enviado al pasado con armas ni ingenios del presente —le explicó—, pero una parte del encantamiento consiste en proporcionarte vestimenta adecuada para el período al que te desplazas.
—¿Significa eso que tendré que prescindir de mi atuendo habitual y que no portaré espada? —El guerrero contempló, anonadado, su cuerpo.
«¿Vais a lanzar a este hombre a un tiempo remoto en solitario? Sobrevivirá cinco minutos, quizá menos. ¡Por todos los dioses, no lo permitiré!», se rebeló el kender sin poder manifestarlo.
La tempestad que rugía en su mente sufrió un brusco revés cuando fue arrojado al interior de la bolsa. Todo se tornó negro a su alrededor mientras se precipitaba, dando volteretas, hasta caer boca arriba, una posición que en su nueva identidad se le antojó vulnerable. Luchó frenéticamente para enderezarse y, tras hacer denodados esfuerzos en los que arañó con sus garras los resbaladizos lados de la bolsa, consiguió su propósito. Al verse de nuevo de pie se disipó su momentánea angustia.
«Así que eso es lo que siente uno cuando le domina el pánico. Me alegro de que los de mi raza no conozcan esta emoción. Y ahora, ¿qué haré?», reflexionó meditabundo.
Instándose a calmarse, a normalizar el vertiginoso pálpito de su corazón, Tasslehoff se agazapó en la base del argénteo calabozo y trató de planificar sus próximos movimientos. En su forcejeo había perdido la noción de los sucesos que se desarrollaban en el exterior, mas una breve escucha le ayudó a situarse de nuevo. Se oían los ecos producidos por dos pares de pies al avanzar por un pasillo de piedra: las rotundas zancadas de Caramon y el susurrante andar del mago. Experimentó asimismo un suave balanceo, acompañado por el crujir de dos paños al entrechocarse, y comprendió que su aprehensor había suspendido el plateado saquillo de su cinto.
—¿Qué tengo que hacer cuando llegue al final del viaje? ¿Cómo volveré después? —La voz que interrogaba a su interlocutor era la de Caramon, amortiguada por la tela pero bastante clara.
—Se te explicará todo en su momento —fue la respuesta, que al kender le pareció cargada de paciencia—. ¿Abrigas alguna duda, te asaltan pensamientos que no osas confesar? Debes ser sincero con nosotros.
—No. —La negativa del guerrero sonó contundente, más firme que nunca—. No abrigo dudas ni temores, si te refieres a eso. Iré, conduciré a la sacerdotisa Crysania a la presencia de quienes puedan curarla, ya que, aunque vuestro anciano dignatario asevere lo contrario, yo soy el único culpable de su estado cataléptico y, en cuanto me haya asegurado de que recibe la ayuda que necesita, me ocuparé en vuestro nombre de Fistandantilus.
Tintineó en los oídos de Tas un quedo susurro procedente de Justarius, que el guerrero no percibió. El corpulento humano describió en gráficas imágenes lo que haría con Fintandantilus cuando lo encontrase, ajeno a aquel siseo inarticulado que al kender le heló la sangre en las venas del mismo modo que quedara paralizado al detectar, durante el cónclave, la triste mirada dirigida por Par-Salian a su amigo. Olvidando dónde estaba, el kenderratón emitió un alarido desgarrado.
—Silencio —lo conminó el hechicero, a la vez que daba unas abstraídas palmadas en la bolsa—. Serénate, dentro de poco estarás en tu jaula comiendo maíz.
—¿Cómo? —preguntó Caramon, y Tas visualizó al instante su expresión de sorpresa.
Sin embargo, el kender estaba ensimismado en otras cavilaciones. Rechinaron sus dientes al conjurar el término «jaula» en su cerebro una terrible escena, sucedida por una idea no menos espantosa: ¿Y si no lograba recuperar su aspecto normal?
—No hablaba contigo, sino con mi hirsuto amigo del saquillo —aclaró Justarius al sobresaltado guerrero—. Se está poniendo tan nervioso que, de no ser porque el tiempo apremia, lo devolvería a su hogar de inmediato. Pero me precipito —añadió al inmovilizarse el pequeño prisionero—, creo que se ha tranquilizado. Disculpa la interrupción, ¿qué decías?
Tas dejó de escucharlos. Muy alicaído, se aferró a la pared de la bolsa para suavizar los bandazos que daba al rebotar contra el renqueante muslo de su portador. «No hay que desesperar —se animó a sí mismo—. Lo más probable es que el hechizo se deshaga en cuanto me desprenda del anillo».
Se acarició la diminuta garra que el aro, tras reducirse al tamaño adecuado, cercaba en un perfecto ajuste, y recordó que la última sortija mágica que exhibiera habíase negado a abandonar su dedo «¿Y si ahora sucedía lo mismo? ¿Y si estaba condenado a vivir para siempre bajo aquella pelambre blanca sostenida por cuatro patas rosadas?», pensó desazonado.
Tal era la obsesión que lo atenazaba que casi cedió al impulso de arrancarse la alhaja, ansioso de ver si se invertía el encantamiento.
Por fortuna se contuvo a tiempo. ¿Qué pasaría si estallaba la bolsa, surgía de ella transformado en kender y aterrizaba a los pies del hechicero que con tanto ahínco lo buscaba? No, al menos de este modo lo llevaban a la misma estancia que a Caramon y podría acompañarlo dondequiera que fuese. Si más tarde, ya libre, no se operaba la deseada metamorfosis seguiría siendo un ratón el resto de sus días. Había desgracias peores.
«¿Cómo saldré del saquillo», se preguntaba.
Le dio un vuelco el corazón, no había recapacitado sobre este problema. No le costaría ningún esfuerzo liberarse en el caso de recuperar su identidad, sólo que en ese caso lo atraparían y lo mandarían a su tierra natal. Por otra parte, si optaba por no ensayar ninguna transformación y conformarse con ser un roedor acabaría comiendo maíz en compañía de Faikus. Gimió el kenderratón y ocultó el hocico entre sus garras, mientras se repetía que éste era el mayor atolladero de toda su vida incluida aquella ocasión en que, cuando huyó con su mamut lanudo, dos peligrosos brujos se lanzaron a su caza y captura. Y para colmo de desventuras, su mareo iba en aumento; el ondulante movimiento del saquillo, el encierro, el viciado olor, los saltos inesperados, habían puesto la náusea en la boca de su estómago.
«Mi error estriba en haber recurrido a Fizban. Quizá sea Paladine, pero algún recoveco mortal de su ser le inclina a disfrutar provocando farsas jocosas», reflexionaba el consternado Tas.
El hecho de evocar al caótico mago y constatar cuánto lo echaba de menos no le ayudaba a sentirse mejor, así que descartó tales elucubraciones y trató una vez más de concentrarse en la observación de su entorno, por si le sugería una posible escapatoria. Escudriñó la sedosa penumbra que lo envolvía y, de pronto, se hizo la luz.
«¡Eres un estúpido! —se insultó en la cumbre de la excitación—. En toda mi vida no había conocido a un kender con cerebro de mosquito, a un botarate de semejante envergadura, como diría Flint. Y tendría razón. Lo único que hay que cambiar es el término «kender» por ratón, ya que he dejado de pertenecer a mi antigua tribu. Soy un pequeño roedor… y eso me da una ventaja, porque ahora tengo afilados colmillos».
Al instante, Tasslehoff realizó un primer experimento. Quiso morder la pared más próxima de la bolsa pero, al escabullírsele la resbaladiza seda que la componía, el desaliento volvió a adueñarse de él, pero no cedió al pesimismo.
«Prueba suerte con la costura, necio», se urgió severo y, en un santiamén, hundió los incisivos en el hilo que mantenía unidas las dos partes de tela. Sus cortantes armas rasgaron las hebras y, tras deshacer por idéntico procedimiento varias puntadas, un mar rojizo se reveló a sus ojos: ¡la túnica del mago! Acarició su faz una ráfaga de aire fresco —ignoraba qué había guardado antes su celador en el saquillo, pero el pobre kender-roedor estaba al borde de la asfixia— y se sintió tan reconfortado que se aplicó a su tarea con renovada energía.
No tardó en interrumpirse, al reflexionar que si ensanchaba más la hendidura se precipitaría por ella. No estaba preparado para dejarse caer, todavía no, debía aguardar hasta que llegasen al lugar donde se dirigían. No podía estar muy lejos, ya que llevaban largo rato subiendo sinuosos tramos de escalera y oía los jadeos de Caramon, poco acostumbrado en la actualidad a ejercitar sus músculos, percibiendo incluso ciertas irregularidades en el resuello de su arcano guía.
—¿Por qué no me transportas por la magia al laboratorio? —sugirió el guerrero, totalmente derrengado tras la escalada.
—¡Ni hablar! —se opuso el hechicero con vehemencia. No obstante, suavizó su tono al agregar—: Desde aquí presiento las vibraciones, las chispas que el inmenso poder de Par-Salian propaga en el aire al preparar su encantamiento. ¡No permitiré que uno de mis nimios hechizos perturbe las fuerzas que se han desatado esta noche!
Tas se estremeció bajo su blanco pelaje y supuso que Caramon había experimentado idéntica reacción, pues oyó cómo se aclaraba nervioso la garganta y proseguía el ascenso en absoluto mutismo. Transcurridos unos minutos, se detuvieron.
—¿Hemos alcanzado nuestro objetivo? —preguntó el hombretón, tratando de aparentar una calma que no tenía.
—Sí —contestó Justarius en un susurro que obligó al kender a aguzar sus finos sentidos para captar sus palabras—. Te conduciré hasta la cúspide de la escalera, de la que nos separan escasos peldaños, y una vez frente a la puerta que la corona la abriré con sigilo y te franquearé el acceso. ¡No despegues los labios! No digas nada susceptible de romper la concentración del gran maestro, recuerda que ha pasado varios días ultimando sólo los preliminares…
—¿Entonces sabía de antemano que esta noche formularía…? —intentó interrogar Caramon a su interlocutor. Intuía, con cierto retraso, que no era sino una pieza en manos de seres superiores.
—Silencio —lo atajó el mago de encarnado atuendo, impregnada su voz de ira—. Por supuesto, era consciente de que existía esa posibilidad y tenía que prepararse por si acaso. Fue un acierto tomar tal precaución, ya que ignorábamos la premura con que pretende actuar tu hermano. —Exhaló un hondo suspiro y, ya más sereno, añadió—: Y ahora, te lo repito: cuando salvemos los últimos escalones debes sellar tu boca. ¿Has comprendido?
—Sí. —El fornido humano parecía haber perdido su capacidad de réplica.
—Haz exactamente lo que te ordene Par-Salian. No preguntes, limítate a obedecer. ¿Serás capaz de controlar tus impulsos?
—Sí —accedió Caramon, más subyugado a cada segundo. Tas incluso detectó un ligero temblor en tan breve respuesta.
«Está asustado —comprendió el kender—. Pobre amigo mío, ¿por qué le someten a tan dura prueba? No acabo de entenderlo, estoy seguro de que existen motivos inconfesables que escapan a nuestra percepción. Sea como fuere, me expondré si es necesario a la cólera de Par-Salian pero no dejaré solo a Caramon. De algún modo me reuniré con él, no he de privarle de mi ayuda. Además, será maravilloso viajar en el tiempo».
—De acuerdo —concluyó vacilante Justarius, y Tas reparó en la tensión que lo agarrotaba—. Nos despediremos en este punto, guerrero. Espero que los dioses te acompañen, porque vas a embarcarte en una empresa azarosa… para todos nosotros. No puedes ni siquiera imaginar las consecuencias del fracaso. —Pronunció esta última frase tan quedamente que tan sólo la oyó el kender, y su inquietud fue en aumento—. Desearía poder afirmar que tu hermano merece el intento.
—Lo merece —repuso el hombretón con convencimiento—, ya lo verás.
—Ruego a Gilean que no te equivoques. ¿Estás preparado?
—Sí.
Resonó en los tímpanos del kender un murmullo de tela, y supuso que el hechicero meneaba la cabeza bajo su capucha. Acto seguido reanudaron la marcha, subiendo despacio los empinados peldaños mientras Tas se asomaba por la abertura del saquillo y estudiaba el avance. No tendría sino unos instantes para actuar.
Alcanzaron la cima, la ancha piedra que marcaba el rellano apareció en el limitado campo de mira del falso roedor. «¡Éste es el momento!» —decidió, tragando saliva. Percibió un nuevo movimiento en el cuerpo del mago, sucedido por el crujir de una puerta, y se apresuró a limar los últimos hilos que afianzaban la costura. Caramon traspasó el umbral, la hoja inició su lento recorrido para ajustarse…
Soltóse la última puntada que impedía la caída de Tas y éste se lanzó al aire, no sin preguntarse si los ratones aterrizaban siempre de pie como los gatos, ya que en una ocasión había arrojado a un felino desde el tejado de su casa para cerciorarse de que así era, con resultado satisfactorio. En cuanto se tropezó con el frío suelo emprendió una rápida carrera, tras advertir que la puerta estaba cerrada y que el sabio de Túnica Roja comenzaba a alejarse. No se detuvo para estudiar el terreno, atravesó el tramo que lo separaba de la estancia a toda la velocidad de que fue capaz y, encogiendo su pequeño cuerpo, logró filtrarse por la angosta rendija inferior de la entrada.
Ya dentro del laboratorio, se zambulló bajo una librería adosada al muro e hizo un alto al objeto de tomar aliento.
¿Qué ocurriría si Justarius descubría su fuga? ¿Vendría en su busca?
«Olvida tan absurdos temores —se reconvino, disgustado consigo mismo—. Ignora dónde caí y, en cualquier caso, no osaría adentrarse en la sala y arruinar el hechizo».
El bombeo de su corazón volvió poco a poco a la normalidad, de tal modo que sus vías auditivas se abrieron, de nuevo, a otros ruidos que no fueran sus intensas palpitaciones. Pocos fueron los ecos que llegaron a sus tímpanos: unos imprecisos siseos, como si alguien ensayara su monólogo para una representación callejera, y los esfuerzos que realizaba Caramon a fin de amortiguar los jadeos de la escalada, fiel a su promesa de no perturbar al gran maestro. Pero eso era todo, si se exceptúa el rechinar de las botas del guerrero al levantar los pies a intervalos, preso de un gran desasosiego.
«Tengo que ver —razonó Tas—, si quiero enterarme de lo que sucede».
Al deslizarse bajo la librería el kender empezó a integrarse de verdad en el universo único, diminuto del que había pasado a formar parte. Era un mundo de migas, de ovillos de hilo y de polvo, de pinzas y ceniza, de pétalos de rosa secos y hojas de té mojadas, un mundo en el que lo insignificante adquiría inusitadas proporciones. El mobiliario se alzaba sobre él como los árboles en un bosque, sirviendo, al igual que éstos, para proporcionar cobijo. La llama de una vela era el sol, Caramon un gigante monstruoso.
El kenderratón rodeó los descomunales pies de su amigo. Mientras lo hacía vislumbró por el rabillo del ojo señales de movimiento y, al volver la cabeza, atisbó otro miembro más pequeño que, calzado con una sandalia, sobresalía bajo unas vestiduras de color blanco. Reconoció de inmediato a Par-Salian así que, raudo como una centella, escapó en dirección al rincón opuesto de la estancia. Por fortuna, tan sólo lo alumbraban unas oscilantes candelas.
Se detuvo como pudo, patinando sobre la lisa superficie de roca. En el pasado tuvo oportunidad de visitar el laboratorio del mago, cuando se ciñó al dedo aquel malhadado anillo mágico que lo catapultó en el espacio, mas, pese al tiempo transcurrido, permanecían impresos en su memoria los portentos que le fuera dado contemplar. Echó de nuevo a andar mientras cavilaba sobre el esotérico contenido de la sala, si bien su ensimismamiento no le impidió hacer una prudente pausa antes de penetrar en un círculo dibujado en el suelo. En el centro de esta circunferencia que, trazada con polvillo de plata, refulgía a la luz de las velas, yacía la sacerdotisa Crysania. Sus pupilas vidriosas se perdían en la nada, fijas e invidentes, y su rostro estaba tan lívido como el lienzo que la arropaba.
No existía la menor duda de que era aquí donde había de obrarse el encantamiento. Con la pelambre erizada sobre su cerviz, Tasslehoff reculó a trompicones y se agazapó debajo de un bacín invertido, desde donde podría escudriñar la escena sin ser visto.
En el exterior del círculo se erguía Par-Salian, resplandeciente su alba vestimenta en la feérica luz del objeto que sostenía en la mano. Era éste un cetro con joyas incrustadas que despedía vivos destellos al darle vueltas su portador, de aspecto similar al que ostentara un rey de Nordmaar en presencia del kender. Sin embargo, el que ahora admiraba se le antojó más fascinador, quizás a causa de la manera singular en que estaban ensambladas sus facetas. Algunas de sus partes se movían mientras que otras, el desconcertado Tas no acertaba a representárselo de otra manera, giraban sin desplazarse. El gran maestro manipulaba hábilmente este ingenio, doblándolo sobre sí mismo para luego retorcerlo hasta reducirlo al tamaño de un huevo. Sin cesar de farfullar extraños versos, el archimago introdujo tan deslumbrador artículo en un bolsillo de su túnica.
De pronto, y pese a que su oculto espectador no le vio dar ningún paso, Par-Salian se situó en el interior del cerco, próximo a la figura inerte de Crysania. Se inclinó hacia la sacerdotisa, depositó algo que escapó a la observación del kender en los pliegues de su atuendo y acometió un cántico en el lenguaje de la magia, a la vez que esbozaba con sus nudosas manos círculos en el aire.
Lanzando una mirada a Caramon, Tas comprobó que el guerrero permanecía al lado del cerco con una extraña expresión en el rostro. Su actitud era la de un ser ajeno a las artes arcanas pero que, al mismo tiempo, no se siente incómodo frente a sus procedimientos. «Es natural, ha crecido entre hechizos. Quizás imagina que se halla de nuevo junto a su hermano», pensó.
Par-Salian enderezó la espalda, y el kender sufrió un gran sobresalto al advertir el cambio que se había operado en él. Su rostro había envejecido más aún, tiñéndose de una palidez cenicienta, y su cuerpo se bamboleaba en su erecta postura. Hizo señal de acercarse a Caramon y éste obedeció, si bien cuidó de no pisar el polvillo plateado al penetrar en la zona sagrada. Sumido en un trance, el hombretón avanzó unos pasos para detenerse al lado de la exánime Crysania.
Par-Salian extrajo entonces el cetro de su bolsillo y se lo tendió al humano, quien posó la mano sobre él de tal suerte que, durante unos segundos, ambos lo sostuvieron. Caramon movió los labios mas ningún sonido brotó de su garganta, como si se estuviera preparando mediante el aprendizaje de una información comunicada mágicamente. Cuando volvió a sellarse la boca del guerrero el maestro levantó ambas palmas y, al hacerlo, se izó del suelo y flotó hasta el exterior del círculo a fin de refugiarse en la oscuridad del laboratorio.
Tas dejó de verlo, pero podía oír. El cántico que antes iniciara subió de volumen hasta que, de forma súbita, un muro de plata surgió del círculo trazado en la piedra. Tan brillante era que los ratoniles ojos del kender comenzaron a arder, si bien no logró desviar la mirada, ni tampoco fue capaz de bloquear sus tímpanos al agudo griterío que se había generado en la sala. En efecto, se había unido a la estridente tonada del hechicero un coro de voces que parecían nacer en profundidades abismales y reflejarse sobre la roca, en respuesta a las estrofas de su adalid.
Más que en la barabúnda, los sentidos del kender estaban absortos en la centelleante cortina de poder. Al otro lado Caramon, inmóvil junto a Crysania, sujetaba todavía el extraño ingenio. Tas ahogó una exclamación, que más se asemejaba a un suspiro, al examinar el laboratorio que, aunque visible a través del argénteo muro, parecía parpadear como si luchara por su propia existencia. En los intervalos de negrura que se alternaban con las intermitencias luminosas se perfilaban imágenes de bosques, ciudades, lagos y océanos, todos ellos sucediéndose en nebulosas secuencias que iban y venían, pobladas de criaturas cuyos contornos eran de inmediato reemplazados por otros.
El cuerpo del fornido guerrero empezó a vibrar al ritmo de las alucinantes visiones, siempre en el interior de la columna de luz. Crysania, por su parte, aparecía y se desvanecía con idéntica regularidad.
Las lágrimas inundaron el hocico del transformado hombrecillo, prendiéndose de sus bigotes. «Caramon va a emprender la más fabulosa aventura de todos los tiempos y me deja aquí, solo», se lamentaba.
Durante unos inciertos segundos Tasslehoff libró una cruenta batalla contra sí mismo. La lógica, la razón argumentaban en su mente, como lo habría hecho Tanis, que sería un estúpido si se interfería en tan inexplicables prodigios porque, en ese caso, no tardaría en arruinar los proyectos de su amigo. Oía esta voz, sí pero los cánticos del mago y de las piedras la fueron difuminando hasta acallarla por completo.
Par-Salian nunca oyó el chillido del pequeño roedor. Tan abstraído estaba en los pormenores del hechizo que tan sólo vislumbró, de soslayo, un leve movimiento. Era ya demasiado tarde cuando vio salir al ratón de su escondrijo y correr en pos del plateado muro de luz. Aterrorizado, cesó en su canto y las voces de la piedra, ahora huecas, murieron junto a la suya. En el silencio reinante distinguió unas palabras articuladas, asombrosas por el tono en que eran pronunciadas: «¡No me abandones, Caramon, sin mi ayuda no sabrás salvar los peligros que te aguardan!».
El roedor atravesó el polvillo de plata, dejando tras de sí un rastro refulgente, e irrumpió en el círculo de luz. Par-Salian percibió un tenue tintineo producido, al parecer, por una sortija que rodaba en el pétreo suelo, y un instante más tarde se materializó, tras la cortina que él mismo conjurara, una tercera figura, arrancándole un alarido desgarrador. Se desvanecieron acto seguido los vibrantes contornos y los cegadores haces fueron absorbidos en un postrer torbellino, que sumió el laboratorio en tinieblas.
Débil, exhausto, el anciano maestro se derrumbó sobre el suelo. Su último pensamiento, antes de abandonarse a su desmayo, fue espantoso. Había enviado un kender al pasado.