15

Las desventuras de un kender

Tasslehoff Burrfoot estaba aburrido. Como todo el mundo sabe, nada hay más peligroso que un kender corroído por tal sensación.

Bupu, Tas y Caramon estaban cenando. Era un ágape presidido por el tedio. El guerrero, absorto en sus cavilaciones, no pronunció una sola palabra y permaneció inmóvil, encerrado en su mutismo, mientras devoraba sin paladearlo todo cuanto se exponía a sus ojos. La enana ni siquiera se había sentado junto a sus compañeros. Se había hecho con un cuenco y se embutía el alimento en la boca con la rapidez que aprendiera entre los de su raza. Tras vaciar el primer recipiente agarró una salsera, la mantequilla, azúcar y nata y lo engulló todo mezclado a idéntica velocidad, antes de apoderarse de una fuente de patatas al horno y empezar a consumirlas. Cuando Tas se percató de su descontrolada avidez se disponía a tragar un puñado de sal, siempre utilizando las manos en lugar de cubiertos. Por fortuna, el kender la detuvo a tiempo.

—Me siento mucho mejor —dijo el hombrecillo a la vez que apartaba su plato y trataba de ignorar a Bupu, que se había lanzado sobre los restos y los lamía con deleite—. ¿Y tú, Caramon, cómo te encuentras? Vayamos a explorar.

—¡Explorar! —exclamó el guerrero, dirigiéndole una fulminante mirada que le hizo titubear—. ¿Estás loco? ¿No atravesaría esa puerta ni aunque me esperasen al otro lado todos los tesoros de Krynn!

—¿De verdad? —preguntó Tas excitado—. ¿Y por qué? Oh, Caramon, te lo ruego, cuéntame qué hay en el exterior.

—No lo sé —fue la decepcionante respuesta—, pero debe ser espantoso.

—No he visto centinelas…

—No, y existe una buena razón para que nadie nos vigile —lo interrumpió su fornido amigo—. Si no han apostado guardianes no es porque confíen en nosotros, sino porque nadie en sus cabales se aventuraría en los pasadizos de la Torre. Conozco bien esa expresión que acabas de adoptar, Tasslehoff, y te ordeno que la borres de tu semblante. Aunque lograras salir, cosa que dudo —observó la cerrada hoja con temor—, probablemente te precipitarías en los poco acogedores brazos de un espectro o algo peor.

Las pupilas de Tas se dilataron de ansiedad, si bien consiguió reprimir el comentario jubiloso que afloraba en sus labios. Tras posar la vista en sus botines para calmar aquel acceso de entusiasmo, admitió:

—Creo, Caramon, que por un momento he olvidado dónde estamos.

—Así es —lo reprendió el guerrero con severidad, antes de frotarse los doloridos hombros y agregó—: Estoy muy cansado, necesito dormir. Te aconsejo que tú y la pequeña Bubu, Pupu o como se llame os acostéis también. ¿De acuerdo?

—Haremos lo que tu digas, Caramon, no te inquietes.

La enana gully, saciada hasta el embotamiento, ya se había acurrucado sobre una estera extendida frente al fuego. Utilizaba como almohada un montículo de puré de patatas que no le había quedado apetito para consumir.

Caramon espió al kender con evidente recelo y éste, al advertirlo, asumió la actitud más próxima a la inocencia que les es dado exhibir a los de su raza. Tanta docilidad hizo que su oponente lo señalara amenazador y lo obligase a empeñar su palabra.

—Prométeme que no abandonarás esta estancia, Tasslehoff Burrfoot —lo conminó—. Júramelo por tu honor, como harías con Tanis si estuviera aquí.

—Lo juro por mi honor —repitió el kender en solemne postura—, como haría con Tanis si se hallara entre nosotros.

—Bien, te creo.

Suspiró el humano y se derrumbó sobre un lecho que crujió en ostensible protesta, hundiéndose el colchón hasta el suelo bajo tan terrible peso.

—Supongo que alguien vendrá a despertarnos cuando tomen una decisión —declaró con voz mortecina.

—¿Estás realmente dispuesto a viajar al pasado? —lo interrogó Tas entre pensativo y nostálgico, sentado ya en su cama con la aparente intención de desabrocharse las botas.

—Sí, no es ninguna hazaña —susurró Caramon somnoliento—. Durmamos todos, ha sido un día muy ajetreado. Y… gracias, amigo. Me has prestado una gran ayuda. —Arrastraba las palabras, que acabaron por diluirse en un sonoro ronquido.

El kender permaneció inmóvil, a la espera de que la respiración de Caramon se tornara rítmica y regular, lo que no tardó en suceder dado el agotamiento tanto físico como emocional del guerrero. Al contemplar aquel rostro lívido, asolado por las lágrimas y el dolor, Tas sintió el aguijón de la conciencia, pero estaba acostumbrado a acallar tales punzadas con igual celeridad que un humano se sobrepondría a una picadura de mosquito.

«Nunca sabrá que me he ausentado —se dijo a sí mismo mientras gateaba por el suelo junto al lecho del compañero—. Además no se lo he prometido a él, sino a Tanis, que no saldría de esta cámara. Como Tanis no está aquí, mi juramento queda invalidado. Estoy seguro de que Caramon habría querido explorar los contornos de no haberle vencido el cansancio».

Siguió elucubrando el hombrecillo de tal manera que, cuando pasó sigiloso junto al rechoncho cuerpecillo de Bupu, estaba ya del todo convencido de que el guerrero le había ordenado inspeccionar la zona antes de acostarse. Manipuló el picaporte con cierto reparo, temeroso de que se cumpliera la advertencia de Caramon, pero éste cedió al instante. «Somos huéspedes, no prisioneros», se repetía.

Al menos que hubiera un espectro de guardia, nada lo detendría en su cometido. Asomó la cabeza, con suma cautela, por la hoja entreabierta y escudriñó a ambos lados del pasillo. Nada. No se veía ninguna figura, así que, tras exhalar un suspiro de desencanto, cruzó el umbral y cerró el acceso a la alcoba.

El pasadizo se prolongaba a derecha e izquierda, fundiéndose en las sombras de sendos recodos. Estaba desierto, reinaba en él un frío perturbador. En su lóbrego recorrido se dibujaban otras puertas, todas ellas cerradas a cal y canto, y no alegraba su trazado ningún elemento decorativo, ni tapices colgados de los muros ni alfombras extendidas sobre el suelo. Ni siquiera se divisaba la luz de una antorcha, acaso porque los magos se iluminaban por otros medios cuando deambulaban después del crepúsculo.

Un ventanuco situado en el extremo permitía que los rayos de Solinari, la luna de plata, se filtrasen a través del cristal, mas su radio de acción era reducido. Por un momento el kender consideró la posibilidad de retroceder hasta la sala que acababa de dejar y encender una tea, si bien no tardó en comprender que, de despertarse Caramon, quizá no recordaría que era él quien lo había incitado a reconocer el recinto.

«Me internaré en alguna de esas estancias, tomaré prestada una vela y, de paso, tendré la oportunidad de conocer a otros moradores de la Torre», resolvió el kender.

Avanzó por el pasillo, silencioso como los haces lunares que danzaban sobre los muros, hasta llegar a la siguiente puerta. «No llamaré, es probable que duerman —razonó, a la vez que posaba la mano en el picaporte—. ¡Está cerrada con llave!». Entusiasmado frente a la perspectiva de hallar una ocupación, al menos durante unos minutos, extrajo de una bolsa sus herramientas y las levantó hacia la argéntea luz eligiendo el alambre adecuado para forzar la cerradura.

—Espero que no la hayan atrancado mediante un hechizo —murmuró, sintiendo que un frío repentino entumecía sus huesos. No ignoraba que los magos recurrían en ocasiones a tales ardides, una costumbre que en su opinión de kender atentaba contra la ética más elemental. Pero quizás en una Torre de la Alta Hechicería, habitada sólo por criaturas arcanas, no juzgarían necesario invocar tales portentos. «Cualquiera podría echarla abajo con otro encantamiento», argumentó al objeto de tranquilizarse.

Como era de prever, el cerrojo no opuso resistencia a sus hábiles dedos. Con el corazón palpitante, el kender empujó el quicio de la puerta y espió el interior de la sala que se desvelaba a sus ojos. La única luz que la alumbraba era una débil fogata a punto de extinguirse, así que aguzó el oído para percibir cualquier sonido procedente del lecho, envuelto en penumbra. No llegaron hasta él ronquidos ni inhalaciones, y se decidió a entrar. En efecto, la cama estaba vacía.

«No les importará que me lleve una vela si no han de utilizarla», se convenció a sí mismo. Cuando detectó una con su aguda vista, encendió el pabilo aplicándolo a un carbón incandescente y, raudo pero meticuloso se entregó al placer de examinar las pertenencias del ocupante de la alcoba. No tardó en comprender que, quienquiera que éste fuese, no se distinguía por su pulcritud.

Dos horas después, y con varias habitaciones en su haber, Tasslehoff regresó cansino a la suya, abultados sus saquillos a causa de los fascinantes artículos que habían ido engrosándolos. Por descontado, abrigaba la firme intención de restituir todo a sus dueños a la mañana siguiente. Había recogido la mayoría de los objetos en las mesas, donde yacían esparcidos sin orden ni concierto, e incluso halló algunos abandonados en el suelo. También había rescatado atractivas bagatelas de los bolsillos de túnicas que seguramente debían lavarse, en cuyo caso se habrían extraviado y no serían útiles a nadie.

Antes de llegar, no obstante, y ya salvado el último tramo de pasillo, se detuvo sobresaltado al ver un torrente de luz en la rendija de su puerta.

—¡Caramon! —exclamó si bien, lejos de precipitarse, su cerebro se pobló de inmediato de centenares de excusas plausibles para justificar la larga ronda. Quizás el guerrero aún no lo había echado de menos, sumergido en los efluvios del alcohol. Sea como fuere, el kender avanzó de puntillas hasta la hoja cerrada y escuchó en perfecto silencio.

Oyó voces. Reconoció una como la de Bupu, pero la otra… Frunció el ceño pues, aunque le resultaba familiar, no acababa de identificarla.

—Te enviaré junto al Gran Pulp en cuanto me reveles su paradero. ¿Cómo voy a cumplir tu deseo si no me ayudas? —protestaba el desconocido, en un tono que denotaba cierta exasperación.

Al parecer hacía ya rato que duraban las negociaciones. Tas miró por el ojo de la cerradura y vio a Bupu, salpicadas las greñas de puré de patata, erguida en actitud recelosa frente a una figura ataviada de rojo. Al fin, Tas recordó dónde había oído aquella voz: pertenecía al mago del cónclave que había importunado sin descanso a Par-Salian.

—¡Gran Bulp! —corrigió indignada la enana gully—. Su título es Gran Bulp, no Gran Pulp. Está en casa. Mándame a casa y yo lo encontraré.

—De acuerdo. ¿Dónde está tu casa?

—Donde vive el Gran Bulp.

—¿Y dónde vive el Gran Pul… Bulp? —insistió el hechicero, abandonadas las últimas esperanzas.

—En casa —fue la sucinta respuesta de Bupu—. Ya te lo he dicho antes. ¿Tienes orejas debajo de esa capucha? Quizá seas sordo.

La diminuta mujer desapareció unos segundos del campo de visión de Tas, al agacharse para revolver en su hatillo. Cuando se levantó de nuevo exhibía en su mano un lagarto muerto, con una correa anudada en torno a su cola.

—Te curaré —ofreció—. Introduce el rabo en el lóbulo y…

—Agradezco tu interés —se apresuró a declarar el mago—, pero puedo asegurarte que no sufro ninguna anomalía. Veamos, ¿cómo se llama tu hogar? ¿Tiene algún nombre?

—El Pozzo, con dos zetas. Imaginativo, ¿verdad? —comentó ella orgullosa—. Fue idea del Gran Bulp. En una ocasión devoró un libro y aprendió mucho. Todavía lo guarda aquí —añadió, señalando su estómago.

Tas tuvo que cubrirse los labios con la mano para refrenar una carcajada, mientras advertía que el hechicero experimentaba problemas similares. Temblábanle los hombros bajo la túnica, y no pudo articular palabra hasta unos momentos después. Cuando lo hizo, su voz parecía quebrada.

—¿Cómo denominan los humanos a tu… tu Pozzo?

—De un modo muy feo. Se diría que escupen: Skroth.

—Skroth —repitió el sabio, desconcertado pero sin desistir de su propósito. De pronto, chasqueó los dedos y se le iluminó el rostro—. ¡Ya lo tengo! —exclamó—. El kender pronunció ese nombre en la asamblea. Sin duda te refieres a Xak Tsaroth.

—Te lo he dicho hace un minuto —gruñó Bupu—. ¿De verdad no quieres probar mi remedio contra la sordera? Insertas la cola…

Emitiendo un suspiro de alivio, el mago extendió la mano sobre la cabeza de la enana y comenzó a entonar un extraño cántico. Entre una y otra estrofa, derramaba sobre la pequeña gully un polvillo que la hacía estornudar violentamente.

—¿Ahora volveré a casa? —indagó Bupu, olvidadas sus suspicacias.

El hechicero no contestó, no podía interrumpir su fórmula.

«No es nada simpático —rezongó ella para sus adentros, molesta por la picazón que la agitaba cada vez que una nueva capa de polvo se depositaba sobre su cuerpo—. Ninguno de estos seres puede compararse a mi hombre cautivador. Él no se burlaba de mí, me llamaba «pequeña».».

La substancia harinosa que envolvía a la enana gully empezó a refulgir con una luz amarilla. Tas contempló sin resuello cómo los resplandores ganaban intensidad y se tornaban anaranjados, verde mar, azules y…

—¡Bupu! —susurró el kender. Su compañera había desaparecido.

«¡Y yo seré el próximo!», comprendió aterrorizado. En efecto, el renqueante individuo echó a andar hacia el lecho donde Tas, en una estratagema digna de su astucia, había confeccionado una tosca réplica de sí mismo para que Caramon no se preocupara en el caso de despertar.

—Tasslehoff Burrfoot —lo llamó con quedo acento el mago de Túnica Roja. Éste se hallaba ahora en un rincón de la alcoba y el kender había dejado de divisarle.

El hombrecillo estaba paralizado, aguardando que el sabio descubriera el engaño. No le asustaba la idea de ser atrapado, no sería la primera vez que escapara de un atolladero gracias a su locuacidad, pero le causaba un espanto indecible que lo mandaran a su recóndito país. Por mucho que se lo propusieran, no catapultarían a Caramon al pasado sin él.

«¡Mi amigo me necesita! —se revolvió en una muda agonía—. Ellos no saben que atraviesa momentos difíciles, no se han preguntado qué ocurriría si yo no estuviera a su lado para arrancarle de las tabernas».

—Tasslehoff —persistió el hechicero al no recibir respuesta. Debía hallarse junto a la cama.

Hundió el kender la mano en uno de sus saquillos y, sacando un puñado de quincalla, esperó contra toda esperanza encontrar algo útil. Abrió la palma, la alzó hacia la llama de su vela y columbró bajo su tenue luz un anillo, un grano de uva y una pelota de cera. Era obvio que estos últimos objetos no le interesaban, de modo que se desprendió de ellos.

—¡Caramon! —oyó que el mago interpelaba al guerrero con tono severo. El hombretón rezongó y gimió, no era difícil adivinar que su oponente lo estaba zarandeando—. Caramon, despierta. ¿Dónde está el kender?

Tas trató de ignorar la escena que se desarrollaba en la cámara para concentrarse en examinar la sortija. Probablemente era mágica, quizá si recordaba de qué dormitorio la había sustraído… ¿era el tercero o el cuarto de la izquierda? Poco importaba, lo que tenía que hacer era conjurar sus virtudes y, por regla general, eso se lograba con sólo ceñirla al dedo adecuado. El kender era un experto en estas cuestiones ya que, en el curso de una aventura, se había probado una accidentalmente y había sido transportado al palacio de un perverso brujo. Tal recuerdo lo detuvo, no sabía cuál sería el resultado si volvía a intentarlo.

Existía la posibilidad de que en su cerco se ocultara alguna clave reveladora. Sin pensarlo dos veces comenzó a voltearla entre sus dedos, tan precipitadamente que a punto estuvo de caérsele al suelo. ¡Por fortuna no era tarea liviana despertar a Caramon!

Era una joya sencilla, tallada en marfil y con dos piedras rosáceas. En el interior aparecían unas runas de imposible lectura, que evocaron en la memoria del kender aquellos anteojos de la visión que un día perdiera en Neraka. Sintió una gran congoja al pensar en ellos, e indignación al imaginar que acaso en la actualidad los lucía sobre sus ojos un abyecto draconiano.

—¿Qué… qué pasa? —balbuceó el amodorrado guerrero—. Indiqué a Tas que no se moviera, que había espectros…

—¡Maldita sea! —renegó el sabio con el rostro tan encendido como el atavío. ¡Se dirigía hacia la puerta!

—¡Escúchame, Fizban, te lo suplico! —murmuró el kender—. Si te acuerdas de mí, cosa que pongo en duda, ven en mi auxilio. Yo era aquel individuo de pequeña estatura que siempre recuperaba tu sombrero, estoy seguro de que ese detalle te permitirá identificarme. ¡No dejes que manden a Caramon a ese viaje en solitario! Puedes convertir esta alhaja en un anillo de invisibilidad, o de algo que les impida apresarme.

Entornando los párpados para no presenciar los horrores que quizá había invocado, Tasslehoff deslizó la sortija por su pulgar. A decir verdad, en el último momento abrió los ojos pues no quería perderse el espléndido espectáculo del Mal.

No se produjo ningún fenómeno, las pisadas desiguales del hechicero se aproximaban, implacables, a la cerrada puerta. Sin embargo, cuando la desilusión se cernía sobre el hombrecillo se obró un repentino cambio en su entorno. ¡El pasillo estaba creciendo a ritmo vertiginoso! Un potente silbido, semejante al del huracán, resonó en sus tímpanos, mientras los muros se lanzaban hacia las alturas y catapultaban el techo hacia el espacio. Boquiabierto, Tas contempló cómo se agrandaba la hoja de recia madera que lo separaba de su perseguidor hasta asumir un tamaño descomunal.

«¿Qué he hecho? —se reprendió alarmado—. ¿He magnificado toda la Torre? A lo mejor sus moradores no lo perciben o, si lo hacen, no le dan importancia».

La inmensa puerta se abrió, provocando una ráfaga de viento que casi arrastró el desvalido kender. Frente a él se erguía una gigantesca figura vestida de rojo.

—¡Un coloso! —exclamó Tas—. No sólo las dimensiones del edificio han aumentado, también la estatura de sus habitantes. Eso sí lo advertirán, al menos la primera vez que intenten calzarse. ¡Y montarán en cólera! La situación es tan grave como si yo, de pronto, midiera dos metros y no me cupiera la ropa.

No obstante, y pese a sus fundados temores, el kender observó perplejo que el mago no daba muestras de sentirse disgustado por tan repentino estirón. Se limitó a espiar el pasillo en ambos sentidos, vociferando:

—¡Tasslehoff Burrfoot!

Incluso bajó los ojos hacia el lugar donde él se encontraba, ¡sin verlo!

—Gracias, Fizban —dijo el kender emocionado, aunque procuró no levantar la voz. Se percató en el acto de que había pronunciado aquellas palabras en un tono chillón, diferente del habitual, y probó a invocar de nuevo el nombre de Fizban, no sin antes aclararse la garganta. El resultado fue idéntico.

No tuvo tiempo de reflexionar pues el gigante fijó la vista en el suelo, en la juntura de las piedras donde él se erguía, y comentó:

—¿De qué alcoba has escapado, pequeño amigo?

Inmóvil, sobrecogido, Tasslehoff contempló cómo aquel enorme ser se agachaba en su dirección con la manaza abierta. Los dedos se aproximaban para atraparlo, pero estaba tan asustado que no acertó a decir ni hacer nada sino que esperó que lo estrujara en su palma. Cuando eso sucediera todo habría terminado, el hechicero lo enviaría a casa sin tardanza a menos que le infligiera un castigo peor por agrandar su Torre en contra, probablemente, de sus deseos.

La mano se mantuvo unos segundos suspendida sobre su cuerpo y lo sujetó por la cola.

«¡La cola! ¡Yo no tengo cola! Sin embargo, por algún sitio debe haberme agarrado», pensó el hombrecillo en un mar de confusiones, mientras la mano le alzaba en el aire.

Logró girar la cabeza en su difícil equilibrio y descubrió que, en efecto, le había crecido un largo apéndice. Y no sólo eso, también nacían de su vientre cuatro patas rosadas que cubrían una pelambre blanca en vez de sus alegres calzones azules.

—Respóndeme enseguida —le urgió una voz imperiosa que estuvo a punto de dejarlo sordo—. ¿Quién te ha convertido en su familiar, diminuto roedor?