Un alma en juego
El anciano mago de la túnica alba se hallaba en un estudio muy similar al que Raistlin utilizaba en la Torre de Palanthas excepto en que los libros, también alineados en estanterías, estaban encuadernados en piel blanca. Las runas plateadas de los lomos y cubiertas reverberaban bajo la luz del chisporroteante fuego, que difundía por la estancia un calor excesivo para el visitante corriente. Sin embargo, Par-Salian, que tenía el frío de la edad metido en los huesos, encontraba acogedora aquella atmósfera caldeada. Estaba sentado frente a su escritorio, contemplando las llamas, cuando lo sobresaltó el tímido golpeteo de unos nudillos en su puerta.
—Adelante —dijo con un suspiro.
Un joven hechicero, vestido del mismo color blanco apareció en el dintel para dar paso, con una reverencia, a una mujer ataviada de negro. Ella aceptó el homenaje sin proferir ningún comentario, acostumbrada al tratamiento que exigía su rango. Se quitó la capucha y dejó atrás al discípulo, deteniéndose en el dintel de la cámara en espera de que éste cerrara la puerta a su espalda para entrevistarse, en privado, con Par-Salian. Era Ladonna, la actual cabecilla de los nigromantes de la Orden.
Dirigió la fémina una penetrante mirada a la sala. Una gran parte de su interior se diluía en las sombras, allí donde la fogata no proyectaba su luz. Las cortinas estaban echadas, bloqueando la entrada de los rayos lunares, así que Ladonna alzó una mano y pronunció unos versículos que habían de permitirle escudriñar la penumbra. Una serie de objetos comenzaron al instante a brillar con un singular resplandor rojizo, indicativo de que poseían virtudes arcanas: un bastón apoyado en el muro, un prisma de cristal que descansaba en el escritorio, un candelabro de múltiples brazos, un gigantesco reloj de arena y algunas de las sortijas que adornaban los dedos del anciano. No pareció alarmarse, sino que se limitó a estudiarlos uno tras otro y asentir con la cabeza antes de tomar asiento, satisfecha, cerca de la labrada mesa. Par-Salian la observaba, esbozada una sonrisa en su ajado rostro.
—Te aseguro que no hay criaturas del más allá agazapadas en los rincones —declaró secamente—. De haber querido desterrarte de este plano, querida, lo habría hecho tiempo atrás.
—¿En nuestra juventud? —replicó Ladonna. Su cabello, de un gris plomizo, estaba recogido en una intrincada trenza que al culebrear por su cabeza, enmarcaba una faz cuyo atractivo realzaban, además, los surcos de la madurez. En efecto, tales surcos parecían haber sido cincelados por un delicado artista y, así, reflejaban tanto su inteligencia como su oscura sabiduría—. Habríamos librado entonces una reñida lid, gran maestro —apostilló.
—Prescindamos de los títulos —le rogó Par-Salian—. Hace demasiados años que nos conocemos para caer en formulismos.
—Sí, tantos que difícilmente podríamos disimular uno frente a otro —agregó la dama con una sonrisa, a la vez que posaba la vista en el fuego.
—¿Te gustaría volver atrás, Ladonna? —indagó el hechicero.
—¿Y tener que someter de nuevo a examen mi habilidad, sapiencia y dotes? ¿De qué serviría repetir el proceso? No, no me seduce la idea. ¿Y a ti?
—Habría coincidido contigo hace algunos lustros, pero ahora no estoy tan seguro —admitió él.
—Sea como fuere, y por muy agradable que resulte revivir el pasado, es otra la misión que me ha traído a tu estudio —anunció la nigromante en tono severo y frío—. He venido para oponerme a este desatino. Espero que no hablases en serio durante el cónclave, Par-Salian. —Se inclinó hacia adelante y sus ojos relampaguearon—. Ni siquiera tu probada bondad puede inducirte a enviar a ese necio humano a una época remota, con la misión de detener a Fistandantilus y salvar el alma de su hermano. ¡Piensa en el peligro! Podría alterar la Historia, y todos nosotros cesaríamos de existir.
—La bondad nada tiene que ver con este asunto, eres tú quien debe reflexionar, Ladonna —le espetó el dignatario—. El tiempo es un gran río que fluye sin tregua, más ancho y caudaloso que ninguno de los que conocemos. Arroja una piedra a su rugiente curso, ¿crees acaso que dejará de discurrir, o que sus aguas retrocederán? ¿Supones que se desviará su cauce en otra dirección? ¡Por supuesto que no! La piedra, el guijarro, producirá unos rizos en su superficie y se hundirá al instante. Impasible, el río no mudará su recorrido.
—¿De qué hablas? —inquirió la hechicera sin comprender el símil.
—Comparo a Caramon y Crysania con guijarros, querida —explicó Par-Salian—. No afectarán el transcurso del tiempo más de lo que lo harían dos rocas lanzadas al fondo del Thon-Salarian. Son dos piedrecitas —repitió.
—Según Dalamar no apreciamos en lo que vale el poder de Raistlin —le recordó Ladonna—. De no estar convencido de su éxito no se aventuraría, no es ningún demente.
—Está seguro de averiguar la fórmula mágica que necesita, y eso no podemos impedírselo. Pero el encantamiento nada significa si no cuenta con la ayuda de Crysania, por eso la sacerdotisa tiene que hacer ese viaje.
—Sigo sin entender…
—¡Debe morir, Ladonna! —la interrumpió el viejo mago—. ¿Me obligarás a conjurar una visión? Debe ser enviada a una era en la que todos los clérigos desaparecieron de estas tierras. Raistlin aseveró que tendríamos que mandarla, que no nos quedaría otra opción, y también afirmó que era el único medio a nuestro alcance para contrariar sus planes. Crysania es su mayor esperanza… y su temor más latente. Sin su auxilio no traspasará la puerta, pero ha de acompañarle por su propia voluntad y ése es el motivo de que se haya propuesto debilitar su fe, desencantarla hasta tal punto que ella decida actuar a su lado. —Hizo una pausa y, ondeando su mano en el aire, añadió—: No perdamos más tiempo, el hechicero parte mañana y hay que ponerse manos a la obra.
—En ese caso, mantenla aquí —sugirió Ladonna desdeñosa—. Me parece más sencillo.
El mago meneó la cabeza.
—Volvería a buscarla —argumentó él—. Y para entonces habría adquirido unos conocimientos arcanos que le permitirían hacer cuanto le plazca.
—Mátala.
—Ya se ha intentado, sin el menor éxito. Y por otra parte ni siquiera tú, con todo tu poder, la destruirías mientras permanezca bajo la protección de Paladine.
—Quizás el dios impedirá que emprenda el viaje.
—No. He estudiado los augurios y se mantiene neutral, ha dejado el problema en nuestras manos. Crysania es aquí un vegetal, ninguna criatura viviente es capaz de restituirle el aliento. Quizá Paladine ha resuelto que perezca en un lugar y un tiempo en los que su muerte tenga un sentido. De ese modo se completará su ciclo de existencia.
—Veo que has determinado enviarla a un fin irreversible —susurró la dama con expresión de perplejidad—. Tu túnica inmaculada se teñirá de sangre, viejo amigo.
Par-Salian, desfigurado el rostro, estampó los puños en la mesa.
—¡No azuces más el fuego, bastante dolorosa es la encrucijada en la que me encuentro! —le reprochó—. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? ¿No comprendes que estoy en una situación límite? Veamos, ¿quién es el adalid de los nigromantes?
—Yo —respondió Ladonna.
—¿Y quién ocupará ese puesto si él regresa victorioso?
La interpelada frunció el ceño y calló.
—Comienza a hacerse la luz en tu mente —constató el anciano—. Sé que mis días están contados, Ladonna. ¡Oh, sí, mis facultades perduran! Quizás incluso se hallen en pleno apogeo, pero todas las mañanas, al levantarme, me traspasa el aguijón del miedo. ¿Y si hoy incurro en un titubeo senil? Cada vez que me falla la memoria al invocar un hechizo me pongo a temblar, sabedor de que llegará el momento en que no recuerde las palabras correctas. Estoy cansado —confesó, cerrando los ojos—. Lo único que anhelo es recogerme en esta alcoba, sentarme frente a las cálidas llamas y anotar en mis libros los conocimientos adquiridos a través de los años. Sin embargo, no puedo claudicar, he de ser yo quien elija a mi sucesor y evitar que ostente mi rango quien no ha de darle buen uso. No me arrancarán de mi butaca en el semicírculo. Te aseguro que me juego en esta empresa mucho más que cualquiera de vosotros.
—Quizá te equivoques —repuso la hechicera sin apartar la vista de la crepitante fogata—. Si Raistlin vuelve con el triunfo dejará de existir el cónclave, todos nos convertiremos en sus siervos. ¡Pero continúo oponiéndome a esta locura, Par-Salian! —lo imprecó con los puños cerrados—. El riesgo es excesivo. Crysania debe permanecer aquí, dejemos que Raistlin descubra los secretos de Fistandantilus y preparémonos para su retorno. Aunque no desestimo su poder, es evidente que transcurrirán lustros antes de que domine las artes impartidas por su antecesor en su largo período de vida. Durante todo ese tiempo tomemos medidas, armémonos contra él. Podemos…
La interrumpió un crujir de pasos en las sombras de la estancia. La nigromante se apresuró a volverse, introducida su mano en uno de los bolsillos secretos de su atuendo.
—Detente, Ladonna —le ordenó una voz—. No malgastes tus energías invocando un hechizo de protección. No soy una criatura de ultratumba, Par-Salian nunca mentiría en esas cuestiones.
La figura avanzó hasta el círculo de luz dibujado por el fuego, envuelta en los rojizos fulgores que despedía su túnica. Ladonna se acomodó, aliviada, en su asiento, si bien la ira que irradiaban sus pupilas habría hecho retroceder a un aprendiz.
—No, Justarius —dijo fríamente—, no vienes del más allá. ¿De modo que has conseguido zafarte de mi agudo escrutinio? No cabe duda de que tu astucia aumenta cada día que pasa. Y tú envejeces al mismo ritmo, amigo mío —se dirigía a Par-Salian—, si necesitas ayuda para tratar conmigo este asunto.
—Estoy seguro de que la sorpresa del gran maestro al descubrir mi presencia es mayor que la tuya, Ladonna —intervino el llamado Justarius antes de que lo hiciera el indignado anciano.
Arremangándose el repulgo de sus encarnadas vestiduras, el recién llegado fue a sentarse en la otra butaca que flanqueaba el escritorio. Cojeaba al andar, su manera de arrastrar el pie demostraba que Raistlin no era el único en exhibir en su anatomía los estragos de la Prueba.
—Aunque, por otra parte, quizá nuestro adalid haya preferido ocultarnos su penetrante sensibilidad —rectificó sin tardanza.
—Es obvio que te he detectado —apostilló el interesado—. Lo que ocurre es que no he querido romper el hilo de nuestra charla.
—En cualquier caso, poco importa —dijo el hechicero ataviado de rojo para zanjar la cuestión—. Sólo quería escuchar tus explicaciones a Ladonna.
—No necesitabas recurrir a ardides —lo reprendió el gran maestro—, de haberme pedido audiencia te habría expuesto los mismos puntos.
—Acaso alguno menos, ya que yo no habría osado presentar la réplica. Estoy de acuerdo contigo, desde el principio he aprobado tu proceder, pero si mi postura es favorable es porque conozco la verdad.
—¿Qué verdad? —repitió Ladonna. Miró de hito en hito a sus dos contertulios, dilatados sus ojos en una mezcla de cólera y sorpresa.
—Tendrás que mostrársela —instó Justarius al anciano sin mudar el tono de voz—, de otro modo nunca la convencerás. Haz que vea dónde radica el más grave peligro.
—¡No voy a ver nada! —protestó la nigromante en la cumbre de su enfado—. No os esforcéis, no me haréis creer un ápice de vuestras confabulaciones.
—Tendrá que invocar el encantamiento por sí misma, así olvidará sus resquemores —sugirió el mago de rojo encogiéndose de hombros.
Par-Salian emitió un quedo gruñido y, a continuación, tendió a Ladonna el prisma de cristal que reposaba en el escritorio. Cuando ella lo hubo asido, le indicó:
—El bastón de la esquina perteneció a Fistandantilus, el más poderoso brujo que nunca existiera. Formula el encantamiento de la visión, Ladonna, y contempla la vara.
La dignataria acarició el prisma dubitativa, sin cesar de espiar a aquellos dos hombres que tan poca confianza le inspiraban.
—¡Vamos! —apremió el anciano—. No lo he manipulado ni urdido ninguna argucia, sabes perfectamente que soy incapaz de traicionarte.
—Sin embargo, podrías engañar a otros sin reparos —lo acusó Justarius.
Par-Salian le clavó una fulgurante mirada, pero se abstuvo de responder.
Movida por una súbita resolución, Ladonna alzó el cristalino objeto y lo llevó a la altura de sus ojos mientras entonaba unos versículos de asonante y forzada rima. Al instante, un arco iris de luz brotó del prisma e iluminó con sus vivas tonalidades la lisa vara que se apoyaba en un sombrío rincón del estudio. Se formó un espectro multicolor, un refulgente abanico que envolvió el cayado como si quisiera infundirle vida, y eso fue lo que hizo: su reseca madera comenzó a vibrar y, al alcanzar la incandescencia, asumió la imagen de su dueño.
La hechicera examinó aquel contorno durante largos minutos y luego, despacio, bajó el prisma que se había aplicado a las pupilas. En el momento en que dejó de concentrarse se desvaneció el aparecido y el arco iris se apagó, en un débil parpadeo.
—Y bien, Ladonna, ¿seguimos adelante con nuestro proyecto? —la interrogó Par-Salian ignorando su intensa palidez.
—Permíteme estudiar el encantamiento que ha de catapultarlos al pasado —solicitó ella con voz temblorosa.
—¡Eso es imposible, no deberías pedírmelo! —exclamó el gran maestro en el límite de su paciencia—. Sólo los amos de las Torres están autorizados a penetrar los entresijos del hechizo…
—Tengo al menos derecho a ver el texto —fue la gélida contestación—. Oculta los componentes y las palabras a mis sentidos de ser tal tu deseo, pero no me niegues la oportunidad de leer los otros pormenores. Discúlpame si mi fe en ti, viejo amigo —se endurecieron sus rasgos—, no es la de otros tiempos. He de confesar que, en mi opinión, tus vestiduras se están volviendo tan grises como tu cabello.
Justarius sonrió ante el comentario, al parecer divertido. Par-Salian, por el contrario, se agitó indeciso en su butaca.
—Mañana al alba, no lo olvides —le urgió el joven mago para forzar su resolución.
Molesto, a regañadientes, el mandatario de alba túnica se puso en pie y tiró de una cadena de plata apenas visible bajo su peto, de la que pendía una llave de idéntico metal… la llave que tan sólo el amo de la Torre de la Alta Hechicería ostentaba el privilegio de utilizar. Años atrás existían cinco, ahora únicamente perduraban dos. Se desprendió el anciano de la valiosa pieza, que siempre portaba ceñida al cuello, y la insertó en un ornamentado cofre que se erguía cerca del escritorio, mientras los tres magos se preguntaban en silencio si Raistlin estaría haciendo lo mismo en aquel instante, con su propia llave, o quizás incluso extraía del interior de su cofre un libro de hechizos cuya argéntea encuadernación era una réplica exacta de la que ellos poseían. Acaso ambos adalides pasaban al unísono las sagradas páginas, despacio y con solemnidad, hojeando los encantamientos reservados a los señores de las Torres.
Antes de abrir la cubierta, Par-Salian musitó las palabras prescritas que sólo los de su rango conocían; de no hacerlo, el volumen se habría desvanecido entre sus manos. Al llegar al correcto recogió el prisma en el lugar donde lo depositara Ladonna y lo sostuvo sobre el pergamino, a la vez que repetía los mismos versículos de áspera rima que pronunciara la nigromante.
Brotó el arco iris, derramando su luz sobre la página. Una orden del anciano hizo que los rayos luminosos se desviaran hacia un muro desnudo situado al otro lado de la sala.
—Mirad, en esa pared va a dibujarse la descripción escrita del encantamiento —dijo a sus acompañantes con acento iracundo.
Ladonna y Justarius se apresuraron a obedecer y, de ese modo, leyeron las frases a medida que las proyectaba el objeto de cristal. Ninguno de ellos logró distinguir los componentes ni la fórmula, que aparecían ante sus ojos en borrosos caracteres fruto del arte del gran maestro o, acaso, de las condiciones impuestas por el hechizo mismo. Por lo demás, el texto era perfectamente inteligible.
«La capacidad de retroceder en el tiempo está al alcance de los elfos, humanos y ogros, por tratarse de razas que los dioses crearon en los inicios de la Historia y que, por consiguiente, viajan al ritmo de su devenir. No están autorizados a usar este encantamiento los enanos, los gnomos ni los kenders, seres que nacieron de manera accidental, escapando a las previsiones de las divinidades (consúltese el párrafo dedicado a la Piedra Gris de Gargath, apéndice G). La introducción de una de tales criaturas en una era pasada podría tener graves repercusiones en el presente, aunque se ignoran sus dimensiones. (Una nota, escrita a mano por Par-Salian con trazo inseguro, sumaba el término draconianos a las razas sobre las que pesaba la prohibición).
«Existen peligros, sin embargo, que el mago debe tener en cuenta antes de proceder a la realización del prodigio. Si muere durante su periplo en el tiempo, el futuro no resultará afectado, pues su fallecimiento redundará en la estricta actualidad. Su muerte no alterará, de hecho, ni el pasado, ni el presente ni el porvenir salvo en aquellas circunstancias ya prescritas de antemano y, por ende, carentes de interés. Tal es el motivo de que no malgastemos nuestras energías en la formulación de hechizos protectores.
»El mago no podrá cambiar de ninguna manera los sucesos ocurridos previamente, una precaución de todo punto imprescindible. Así, este encantamiento sólo resultará útil a los estudiosos tal como, de buen comienzo, fue concebido. (Otra nota, ésta en una caligrafía mucho más antigua que la de Par-Salian, indicaba al margen: No es posible impedir el Cataclismo, lo hemos aprendido a costa de nuestro sufrimiento y a un alto precio. Descanse su alma en el seno de Paladine).
—Ahora comprendo cuál fue su destino —comentó Justarius sorprendido—. Ha sido un secreto celosamente guardado a través de las generaciones.
—Fue absurdo intentarlo siquiera —coreó Par-Salian—, pero se hallaban en una situación desesperada.
—Al igual que nosotros —intervino Ladonna con cierta amargura—. ¿Hay más información?
—Sí, en la página siguiente —respondió el gran maestro.
«Si el mago no desea viajar personalmente, sino que se dispone a enviar a otro (siempre atento a las salvedades raciales ya descritas), debe equipar a quien realice el periplo con un ingenio susceptible de activarse a voluntad de tal suerte que, en cualquier momento, éste pueda regresar a su tiempo».
A continuación se exponían las características y métodos de construcción de los artefactos mencionados…
—Eso es todo cuanto nos incumbe —concluyó Par-Salian y, con un simple gesto de la mano, absorbió el abanico luminoso entre sus finos dedos hasta que hubo desaparecido por completo—. El resto no contiene más que detalles técnicos relativos a estos aparatos. Poseo uno antiguo, se lo entregaré a Caramon.
Puso un énfasis inconsciente en el nombre del humano, si bien los otros dos sabios no dejaron de advertirlo. Ladonna esbozó una sonrisa impregnada de ironía y se acarició el negro ropaje, mientras Justarius se limitaba a menear la cabeza. Par-Salian, por su parte, pensó, de pronto, en las implicaciones y se hundió en su butaca con la pesadumbre dibujada en la faz.
—Así que el guerrero utilizará ese objeto en solitario —constató el representante de la Neutralidad—. Me has revelado por qué mandamos a Crysania, sé que ha de emprender un viaje sin retorno. Pero ¿y Caramon?
—Él será mi redención. —El viejo mago hablaba sin alzar la vista, puestos los ojos en aquellas trémulas manos que reposaban sobre el esotérico libro—. Su cometido en esta empresa es salvar un alma, tal como yo mismo le puntualicé: lo que ignora es que no será la de su hermano.
Levantó ahora la mirada, una mirada de consternación que fijó primero en Justarius y, acto seguido, en Ladonna. Ambos hicieron ademán de asentir.
—La verdad podría destruirle —justificó el mago de la Túnica Roja.
—Poco es lo que resta por destruir —lo corrigió la dama, rígida cual un témpano de hielo. Se puso en pie y su colega la imitó, algo vacilante hasta que consiguió equilibrarse sobre su lisiado miembro—. Mientras te desembaraces de la mujer —se dirigía a Par-Salian—, poco me importa lo que hagas con ese hombretón. Si crees que limpiará la sangre de tu atavío ayúdale, no te detengas. En el fondo todo este asunto se me antoja divertido, pues pone de manifiesto que a medida que envejecemos nos hermanamos. No somos tan distintos ¿verdad, amigo mío?
—Las diferencias existen, Ladonna —replicó el aludido con una mueca que delataba su agotamiento—. Son los contornos los que pierden precisión, las líneas exteriores las que se tornan borrosas. ¿Significan tus palabras que el sector que encabezas respaldará mi decisión?
—No tenemos otra alternativa —se resignó ella sin demostrar sus emociones—. Si fracasas…
—Goza con mi caída —la invitó Par-Salian.
—Lo haré —repuso la dama—, más aún a sabiendas de que será el último espectáculo que pueda disfrutar en esta vida. Adiós, gran maestro.
—Adiós, Ladonna.
—Una mujer inteligente —comentó Justarius cuando la puerta se hubo cerrado tras ella.
—Una rival digna de ti —apuntó el anciano, recobrando su erguida postura tras el escritorio—. Me gustará veros batallar para ocupar este puesto.
—Espero que tengas oportunidad de hacerlo —contestó su oponente con la mano en el picaporte—. ¿Cuándo formularás el hechizo?
—Mañana a primera hora. —La voz del dignatario resonó gris en la alcoba—. Los preparativos requieren días de arduo trabajo, pero ya lo tengo todo a punto.
—¿No necesitas ayuda?
—Ni siquiera recurriría a la de un aprendiz, es demasiado extenuante. Sin embargo, hay algo que podrías hacer: disolver el cónclave en mi nombre.
—Descuida, cumpliré tu encargo. ¿Tienes instrucciones para el kender y la enana gully?
—Devuelve a la mujer a su casa, con algunas bagatelas que sean de su agrado. En cuanto al kender, mándale donde mejor te parezca salvo a las lunas, por supuesto. No le ofrezcas nada —añadió sonriente—, estoy seguro de que habrá recopilado suficientes tesoros antes de partir. Registra discretamente sus bolsas pero, a menos que halles algo importante, deja que conserve lo que haya encontrado.
—¿Y Dalamar?
—Sin duda el elfo oscuro ya no está en la Torre, le horroriza la idea de hacer esperar a su Shalafi. —Los arrugados dedos del maestro tamborilearon sobre la mesa y su ceño, salpicado de hondos surcos, se frunció en señal de frustración—. ¡Es extraño el embrujo que irradia Raistlin! Nunca te has tropezado con él, ¿verdad? No, claro. Recuerdo que yo mismo sentí su atractivo influjo sin comprender de dónde provenía.
—Quizá yo pueda explicarlo —aventuró Justarius—. Todos hemos sufrido la burla ajena en un momento de nuestras vidas, todos hemos envidiado al hermano. Hemos experimentado el dolor, hemos conocido instantes de fragilidad y hemos anhelado, al igual que él, aplastar a nuestros enemigos. Si lo compadecemos, lo odiamos y lo tememos al mismo tiempo, es porque anida algo de él en nuestras entrañas, algo que no nos confesamos sino en lo más oscuro de la noche.
—Cierto, todas las criaturas tenemos algo en común. La más bondadosa es equiparable a la más abyecta, aunque rehuse admitirlo. ¡Dichosa sacerdotisa! ¿Por qué se ha entremetido en este espinoso asunto? —vociferó el anciano hechicero.
—Adiós, amigo —lo atajó el joven al reparar en su creciente desasosiego—. Aguardaré junto al laboratorio por si precisas de mí cuando hayas terminado.
—Gracias —murmuró Par-Salian sin alzar el rostro.
Justarius salió renqueando del estudio y, al cerrar la puerta con excesiva precipitación, dejó un pliegue de su túnica atrapado en el quicio. Desencajó la hoja para liberarlo y reanudó la marcha, no sin antes oír unos sollozos procedentes del escritorio.