En las entrañas del Mal
La horripilante aparición se acercaba implacable. Crysania estaba poseída por un terror que nunca había sentido antes, un terror indecible de cuya existencia habría dudado minutos antes. Mientras se encogía y retrocedía en la proximidad del espectro la sacerdotisa contempló por primera vez la imagen de la muerte, de su propia destrucción. No sería el tránsito pacífico a un reino acogedor en el que siempre había creído, sino al hundimiento en un plano de dolor y negrura, en una eterna sucesión de días y noches que había de soportar mientras deseaba recuperar la vida.
Intentó lanzar un grito de auxilio, pero le falló la voz y, por otra parte, nadie podía ayudarle. El guerrero ebrio yacía en un charco formado por su propia sangre. Sus artes curativas lo habían salvado, pero dormiría durante horas. En cuanto al kender, nada podía hacer en su favor contra aquella criatura de ultratumba.
Indiferente a sus cavilaciones, la sombría figura avanzaba hacia ella lenta pero inexorablemente. «¡Huye!», le urgía su conciencia. Por desgracia sus miembros no obedecían al mandato de su razón, sólo retrocedían al compás que marcaba su cuerpo en un impulso fruto de su propia voluntad, ajeno a sus instrucciones. Ni siquiera podía apartar la mirada de su oponente, atrapada en el influjo de aquellas oscilantes luces anaranjadas que tenía por ojos.
El ser alzó una mano transparente. Crysania podía ver a través de ella, e incluso a través de todo su contorno, los torturados árboles del fondo. Solinari, la luna de plata, se había instalado en el cielo, pero no era su brillante luz la que arrancaba fulgores de la antigua armadura de Caballero de Solamnia que vestía el fantasma. La criatura resplandecía con una luminosidad propia, nacida acaso de la energía que despedía su interminable decadencia. Siguió, tras una breve pausa, levantando su miembro acusador, y Crysania comprendió que cuando llegase a la altura de su corazón moriría sin remedio.
Sus labios, aunque entumecidos por el pánico, articularon un nombre que era una plegaria: Paladine. El miedo no la abandonó, ni logró arrancar de su alma la terrible mirada de aquellas ígneas pupilas, pero atinó a llevarse la mano al cuello, asir el Medallón y desprenderlo de una sacudida. Sabedora de que se agotaban sus fuerzas, al borde del desmayo, reunió aún la vitalidad suficiente para izar la joya y permitir que su superficie de platino capturase la luz de Solinari, en irisaciones que iban del azul al blanco. La aparición habló:
—¡Muere!
Crysania notó que sus músculos cedían. Su cuerpo golpeó el suelo, pero no así su esencia. Caía a través de la tierra o, mejor dicho, en sentido inverso a la materia, se precipitaba con los ojos cerrados en un extraño sopor, en un sueño…
Estaba en un robledal. Unas manos blancas inmovilizaban sus pies. Ominosas bocas se abrían para beber su sangre. La oscuridad era infinita, los árboles se reían de ella con espantosas risas que surgían de sus crujientes ramas.
—Crysania —la saludó una voz acariciadora.
¿Quién pronunciaba su nombre entre las sombras de los robles? Examinó la escena y atisbó una figura en un claro, vestida de negro.
—Crysania —repitió.
—Raistlin —lo reconoció ella, y prorrumpió en sollozos de gratitud. Saliendo a trompicones de la tenebrosa arboleda, huyendo de los huesudos miembros que se afanaban en arrastrarla hacia el eterno tormento, Crysania sintió pronto el contacto de unos brazos entecos y la quemazón que le transmitían diez finos y mágicos dedos.
—Reposa, Hija Venerable de Paladine —la invitó la voz—. Tus vicisitudes han terminado, has escapado del Bosque sin sufrir daño alguno. No tenías nada que temer, te protegía mi hechizo.
—Sí —murmuró Crysania, aún temblorosa y con los párpados entornados. Se llevó la palma a la frente, allí donde los labios del mago habían estampado su huella. Se percató entonces de la prueba a la que se había sometido, y también de que él había presenciado su flaqueza, y se deshizo bruscamente de su abrazo. Tras apartarse unos pasos, lo estudió con frialdad y preguntó:
—¿Por qué te rodeas de monstruos hediondos? ¿Qué necesidad te empuja a recurrir a semejantes guardianes? —A pesar de sus esfuerzos, un ligero titubeo delataba su inquietud.
Raistlin la miró con una expresión casi beatífica, que nada bueno auguraba, reflejada en sus áureos ojos la luz del bastón.
—¿De qué guardianes te rodeas tú, sacerdotisa? —inquirió a su vez, conocedor de la respuesta—. ¿Qué torturas me reservarían si osara pisar el recinto sagrado del Templo?
Crysania abrió la boca para emitir un reproche, pero las palabras murieron antes de aflorar a sus labios. Raistlin estaba en lo cierto, el Templo era un terreno santo dedicado a Paladine de tal manera que, si un adorador de la Reina de la Oscuridad traspasaba sus límites, sentiría de inmediato la ira del dios del Bien. Crysania vio que el hechicero sonreía con una mueca sarcástica y sus pómulos se tiñeron de grana. ¿Cómo se atrevía a provocarla con tal insolencia? ¡Nunca un humano la había humillado de un modo tan descarado! ¡Nunca una criatura viviente había azotado así su cerebro para ahogarlo en un torbellino de incertidumbre!
Desde la velada en que se entrevistara con Raistlin en los aposentos de Astinus, Crysania no había logrado liberarse de su recuerdo. Pensaba en él constantemente y esperaba ansiosa la noche en que visitaría la Torre, deseando y temiendo al mismo tiempo el nuevo encuentro. Había relatado a Elistan su conversación con el mago, aunque omitiendo el detalle del «encantamiento» que éste le diera. Por alguna razón no se había sentido capaz de confesarle que la había tocado, había… No, le faltaba valor para mencionar tales pormenores.
La consternación de Elistan fue ya profunda sin necesidad de que le contara toda la verdad. Sabía cómo era Raistlin, lo había conocido tiempo atrás por hallarse el mago entre los compañeros que rescataron al clérigo de la prisión de Verminaard en Pax Tharkas. Nunca le había gustado el nigromante ni había confiado en él, pero esta actitud la compartían cuantos con él se tropezaban. No le sorprendió en absoluto averiguar que aquel joven ambicioso se había hecho investir de la túnica azabache del Mal, ni tampoco le causó asombro la advertencia que dirigiera Paladine a Crysania. En cambio, sí le dejó perplejo la reacción de la sacerdotisa tras su entrevista con Raistlin y su afán de acudir a la cita en la Torre, un lugar donde ahora palpitaba el corazón de la perversidad diseminada por Krynn. Hubiera querido prohibirle que fuera, pero el libre albedrío era una de las enseñanzas de los dioses que más respetaba.
Lo único que hizo fue expresar sus recelos ante Crysania, que ella escuchó atentamente si bien se mantuvo inamovible en su resolución. Un embrujo, que no atinaba a comprender y contra el que no podía luchar, la atraía hacia la Torre, aunque a Elistan prefirió decirle que su único propósito era «salvar el mundo».
—El mundo seguirá su curso sin tu ayuda —fue la grave respuesta del anciano clérigo.
Pero Crysania no atendió a sus recomendaciones.
—Entra —le ofreció Raistlin, disipando sus meditaciones—. El vino te hará olvidar las funestas circunstancias de tu llegada. Eres muy valiente, Hija Venerable —la felicitó con los ojos clavados en los de la mujer, quien no advirtió ninguna nota sarcástica en su voz—. Pocos tienen el privilegio de sobrevivir indemnes a los horrores de la arboleda, sólo los más fuertes lo consiguen.
Dio media vuelta, y Crysania se alegró de que lo hiciera. Se había ruborizado al recibir sus alabanzas y este hecho la hacía sentir incómoda.
—No te separes de mí —le aconsejó el hechicero a la vez que echaba a andar delante de ella, envuelto en el revuelo de su túnica—. Deja que te ilumine la luz de mi vara.
Crysania no vaciló en obedecer y, mientras caminaba pegada a sus talones, observó que los rayos del bastón provocaban en su atuendo unos resplandores tan gélidos como los de la luna argéntea, en vivo contraste con las vestiduras de Raistlin, cuyo terciopelo asumía una extraña y atractiva calidez.
Cruzaron la temible verja, el hechicero siempre en cabeza. La sacerdotisa la estudió con curiosidad, recordando la ominosa historia del oscuro mago que se había arrojado sobre ella para envolverla en una maldición antes de exhalar su último suspiro. Seres intangibles susurraban y se agitaban en su derredor, tan reales que en más de una ocasión se volvió por la proximidad de un ruido, o bien al notar el contacto de unos dedos esqueléticos en su cuello o en sus hombros. No cesaba de atisbar movimientos soslayados, pero cuando desviaba la mirada para constatarlo no descubría sino penumbra. Una hedionda bruma se elevaba de la tierra, impregnada de efluvios de podredumbre que entumecían sus huesos. Empezó a temblar de manera incontrolable y en el instante en que, de pronto, echó la vista atrás y se topó con dos ojos carentes de cuencas que la contemplaban sin un pestañeo, dio un rápido paso al frente y deslizó su mano bajo el enteco brazo de Raistlin.
Él la examinó con una mezcla de extrañeza y burla inocente, que de nuevo agolpó la sangre en sus mejillas.
—No debes tener ningún miedo —se limitó a declarar—. Soy el amo de este lugar y no permitiré que nada te lastime.
—No estoy asustada —negó la sacerdotisa, pese a saber que él notaba la zozobra de su corazón—. Lo que ocurre es que no conozco el terreno y mis pasos son vacilantes.
—Te ruego que me disculpes, Hija Venerable —se excusó el mago con un timbre en el que Crysania creyó detectar cierta ironía—. Ha sido una indelicadeza por mi parte no ofrecerte mi ayuda. ¿Te resulta más fácil ahora, bajo mi protección? —preguntó, al mismo tiempo que se detenía para escudriñarla.
—Sí, mucho más fácil —contestó ella, creciendo su turbación a causa de la penetrante mirada de su acompañante.
Raistlin no despegó los labios, se contentó con sonreír mientras ella bajaba los ojos, incapaz de enfrentarse a su superioridad, y reanudaban la marcha. Crysania se regañó a sí misma por sus temores durante el paseo en dirección a la Torre, pero no retiró su mano del acogedor soporte que había hallado. Ninguno de ellos habló hasta alcanzar la puerta del edificio, una vetusta hoja de madera con runas talladas en su superficie que, pese al silencio y la ausencia de movimientos significativos del mago —al menos la sacerdotisa no observó nada de particular—, giró sobre sus goznes frente a la pareja. Les bañó la luz del interior y la humana percibió de inmediato su influjo benefactor, su envolvente calidez, tan intensa que al principio no vio una figura que se recortaba junto al quicio.
Cuando la distinguió se detuvo y retrocedió, alarmada. Raistlin acarició entonces su mano con sus ardientes dedos, a la vez que le explicaba:
—Es tan sólo mi aprendiz, Dalamar, una criatura de carne y hueso que de momento actúa en el mundo de los vivos.
Crysania no comprendió la expresión «de momento», ni siquiera reparó en el tono con que había sido pronunciada. Tampoco analizó la subrepticia risa de Raistlin, ya que estaba demasiado sobresaltada tras comprobar que en aquel recinto de pesadilla se albergaban seres vivientes. «Soy una necia —se reprendió severamente—. ¿Con qué clase de monstruo he identificado a este hombre? Solamente es un humano con dotes especiales». Tales pensamientos la aliviaron, la ayudaron a relajarse de tal modo que, al traspasar el umbral, había recuperado la compostura. Extendió la mano frente al joven aprendiz como se la habría mostrado a un nuevo acólito.
—Éste es Dalamar —lo presentó el hechicero, gesticulando hacia él—. Y la dama es la sacerdotisa Crysania, Hija Venerable de Paladine.
—Me siento muy honrado de conocerte, Crysania —la saludó el discípulo con la más refinada delicadeza y, tras llevarse a los labios el dorso de su mano, le dedicó una respetuosa reverencia. Cuando, acto seguido, levantó la cabeza la capucha negra que ensombrecía su rostro cayó sobre la espalda.
—¡Un elfo! —gritó la mujer llena de pasmo, con su mano aún en la de él—. No es posible, no en un siervo del Mal.
—Soy un elfo oscuro, Hija Venerable —le aclaró el aprendiz en un tono que rezumaba amargura—. Al menos, tal es el apelativo por el que me designan los de mi raza.
—Lo lamento —se disculpó Crysania—. No pretendía…
Se sumió en el silencio, sin saber dónde dirigir la mirada. Estaba persuadida de que Raistlin se burlaba de ella, de que una vez más la había sorprendido en un momento de debilidad. Enfurecida, apartó su mano de la fría garra del alumno y retiró la que aún se sostenía en el brazo del enigmático nigromante.
—La sacerdotisa ha efectuado un viaje fatigoso, Dalamar—anunció este último—. Te ruego que la acompañes a mi estudio y le sirvas una copa de vino. Te ruego que me perdones, Crysania, pero ciertos asuntos reclaman mi atención. —Se volvió de nuevo hacia su subordinado para ordenarle—: Proporciónale sin tardanza todo cuanto precise.
—Ve tranquilo, Shalafi —contestó respetuosamente el interpelado.
La sacerdotisa nada dijo cuando su anfitrión los abandonó en la Torre, asaltada por una súbita paz interior y un agotamiento que paralizaba sus músculos. «Así debe sentirse el guerrero después de luchar a vida o muerte contra un diestro adversario», reflexionó mientras seguía al elfo en la escalada de una angosta y sinuosa escalera.
El estudio de Raistlin en nada se asemejaba a lo que había imaginado. «¿Qué es lo que esperaba?», se preguntó. Desde luego no una sala tan acogedora, repleta de libros extraños y fascinantes. Los muebles eran atractivos, y el fuego ardía en el hogar, caldeando la sala de manera muy grata después del frío que atenazara sus huesos en el paseo hacia la Torre. El vino que le sirvió Dalamar se le antojó sabroso y reconfortante, la tibieza de la chimenea pareció verterse en su sangre junto con el primer sorbo.
El alumno izó un velador de madera profusamente trabajado y lo colocó a su derecha, antes de depositar en su superficie un frutero y una hogaza de pan recién horneado, que despedía fragantes aromas.
—¿Qué fruta es ésta? —inquirió Crysania a la vez que asía una pieza y la examinaba con curiosidad—. Nunca he visto nada parecido.
—Por supuesto que no, Hija Venerable —respondió sonriente Dalamar. A diferencia de Raistlin, la sacerdotisa advirtió que la afabilidad del joven elfo se reflejaba en sus ojos—. El Shalafi se la hace traer desde la isla de Mithas.
—¿Mithas? —respondió ella incrédula—. ¡Pero si se encuentra en el otro confín del mundo! Viven allí los minotauros, en constante vigilancia para que nadie cruce las fronteras de su reino. ¿Quién es su proveedor?
Se dibujó en su mente una visión repentina, fugaz del sirviente que podía haber recibido el encargo de suministrar tales exquisiteces a un señor como el hechicero, y se apresuró a devolver el fruto a la fuente.
—Pruébala, sacerdotisa —insistió el discípulo sin un resquicio de jocosidad—. La hallarás deliciosa. La salud del Shalafi, poco firme, le impide tolerar la mayoría de los alimentos, obligándole a vivir casi exclusivamente de fruta, pan y vino.
—Sí —murmuró Crysania desviando, de modo involuntario, los ojos hacia la puerta—. Es una criatura muy frágil, ¿verdad? Y esos terribles espasmos de tos que padece… —El temor había cedido a la piedad.
—¿Tos? ¡Ah, sí, sus ataques de tos! —exclamó Dalamar. No continuó y, aunque no dejó de percibir lo singular de su actitud, Crysania estaba demasiado absorta en contemplar su entorno para detenerse a pensar.
El aprendiz permaneció unos segundos inmóvil, presto a atender cualquier requerimiento de su invitada, pero al ver que ésta no formulaba ninguno inclinó la cabeza y declaró:
—Si no necesitas nada más, señora, me retiraré. Tengo mis propios estudios que concluir.
—Por supuesto, no debes descuidar tus quehaceres ni preocuparte por mi bienestar. Me gusta esta alcoba —le aseguró Crysania, que al oírle había salido de su ensimismamiento con un respingo—. Tan sólo quiero saber si Raistlin es un buen maestro, si aprendes de sus enseñanzas —indagó. Ahora era ella quien escrutaba el rostro de su oponente.
—Es el mejor dotado de todos los miembros de nuestra Orden, sacerdotisa —contestó él con voz queda—. Es brillante, hábil, ponderado. Únicamente un ser puede equiparársele en la historia de los magos de Krynn: el poderoso Fistandantilus. Y hay que tener presente que mi Shalafi es aún joven, no sobrepasa los veintiocho años. Si vive, cabe en lo posible…
—¿Si vive? —lo interrumpió la Hija Venerable, aunque al instante se arrepintió de haberse delatado a través de la nota de angustia que ribeteaba su pregunta. «No es nada malo exteriorizar cierta inquietud— se tranquilizó, —después de todo la vida constituye un don sagrado y él es una criatura de los dioses».
—Nuestro arte está lleno de peligros, señora. Y ahora, si me disculpas, me aguardan mis obligaciones.
—Ve a cumplirlas.
Con una nueva inclinación de cabeza, Dalamar abandonó en silencio la estancia y cerró la puerta tras de sí. Mientras jugueteaba con la copa de vino Crysania se perdió en sus pensamientos, fijos los ojos en las danzarinas llamas. No oyó cómo giraba la hoja sobre sus goznes, si en realidad lo hizo. Su retorno al mundo lo motivó no un ruido, sino un contacto de unos dedos que rozaban su cabello. Cuando volvió la cabeza sus ojos descubrieron a Raistlin sentado, lejos de lo que cabía esperar, en una butaca de alto respaldo tras el escritorio.
—¿Lo hallas todo satisfactorio? —inquirió con su habitual cortesía.
—S-sí —titubeó la sacerdotisa a la vez que posaba la copa en el velador, deseosa de disimular el temblor de su mano—. Diría que satisfactorio no es la palabra idónea, resulta demasiado indefinida. Lo cierto es que este lugar, y también tu aprendiz, poseen un embrujo difícil de describir.
—Dalamar es un excelente discípulo —asintió el hechicero, juntando las yemas de los dedos y apoyándolas en la mesa.
—Tienes unas manos maravillosas —le alabó Crysania sin previa reflexión—. Tus dedos son delgados, flexibles, de una elegancia única. —Comprendiendo, de pronto, que se había dejado llevar por sus emociones, se sonrojó y comenzó a tartamudear—. Aunque supongo que se trata de uno de los requisitos impuestos por tu arte.
—Sí —corroboró el mago, con una leve sonrisa en la que la sacerdotisa creyó adivinar una irreprimible complacencia. Estiró las manos hacia la luz que proyectaban las llamas, y prosiguió—: Cuando era niño asombraba y deleitaba a mi hermano con los malabarismos que, ya entonces, sabía realizar.
Como si quisiera reforzar su explicación, extrajo una moneda de oro de los bolsillos secretos de su túnica y se la colocó en los nudillos para, sin esfuerzo aparente, hacerla bailar, girar y culebrear por el dorso de su mano. El objeto lanzaba irregulares destellos al asomar entre las falanges, hasta que trazó un arco en el aire y se desvaneció. Tras unos expectantes segundos, el dorado metal apareció en la otra mano del hechicero y el asombro arrancó una exclamación ahogada de Crysania. Alzó Raistlin la cabeza, y su espectadora vio cómo la sonrisa de sus labios se transformaba en una dolorosa mueca.
—Sí —afirmó—, el talento que latía en mi interior me servía para divertir a los otros niños y, en ocasiones, me salvaba de sus golpes.
—¿Te maltrataban? —La amarga punzada de aquel aserto había hecho mella en su oyente.
Tardó el mago en responder por estar absorto en los fulgores de la moneda, que todavía no había guardado. Al fin exhaló un hondo suspiro y reanudó su parlamento.
—Imagino tu infancia, si no estoy mal informado, en el seno de una familia rica. Seguramente te prodigaron amor, protección y atenciones, siempre dispuestos a darte cuanto pedías. Fuiste sin lugar a dudas una niña admirada, querida por cuantos te rodeaban.
Crysania no acertó a replicar, la atenazaba un sentimiento de culpabilidad.
—La mía fue muy diferente. —La mueca de sufrimiento pareció acentuarse aún más al aliviar los recuerdos en su mente—. Me apodaban «El Taimado» pues, pese a mi naturaleza enfermiza, era en extremo inteligente y esa cualidad contrastaba con la suprema estulticia de los otros. Sus ambiciones eran mezquinas, como por ejemplo la de mi hermano, cuyos pensamientos no iban más allá de su deseo de aguardar ansioso el plato que había de ponerse en la mesa. O mi hermanastra, convencida de que sólo mediante la espada alcanzaría sus objetivos más íntimos. Sí, era débil y me arropaban. Pero un día resolví que, antes o después, prescindiría de sus ridículos cuidados y me revestiría de mi propia grandeza mediante el más precioso de mis dones: mi magia.
Cerró el puño, su tez dorada palideció e, inesperadamente, comenzó a toser con aquellos violentos espasmos que convulsionaban su frágil cuerpo. La sacerdotisa se apresuró a levantarse, presa a su vez de un dolor inexplicable y ansiosa por socorrerlo, pero él le indicó mediante un inequívoco ademán que se sentara. Extrajo un pañuelo de su bolsillo y se limpió los labios ensangrentados.
—Y éste es el precio que pagué —declaró cuando pudo hablar de nuevo, más susurrante aún de lo habitual—. Destrozaron mis esencias vitales y me infundieron esta diabólica visión, que me obliga a contemplar la muerte de todo aquel que se ofrece a mis ojos. Sin embargo, debo reconocer que ha valido la pena, pues ahora tengo el poder que tanto anhelaba. Ya no les necesito, a ninguno de ellos.
—Pero ese poder del que te vanaglorias es maligno —lo increpó la mujer, apoyándose en el respaldo de su butaca y lanzándole una vehemente mirada.
—¿Lo es? —replicó él, recobrada la serenidad—. ¿Es mala la ambición? ¿Juzgas perverso el afán de supremacía, de controlar a los demás? Si eso es cierto, Crysania, temo que también tú podrías mudar tu albo atuendo por una Túnica Negra.
—¿Cómo te atreves? —se enfureció la sacerdotisa.
—No te disgustes —le rogó Raistlin, y se encogió de hombros—. No habrías luchado tanto para ascender hasta el rango que ocupas en la Iglesia si no te alentara la llama de la ambición, el ansia de poder. ¿Cuántas veces te has dicho a ti misma que estás predestinada a obtener grandes logros? Piensas que tu vida es diferente de las de los simples mortales, que no has de resignarte a permanecer sentada y observar el discurrir del mundo. Quieres formarlo, moldearlo, someterlo a tu voluntad.
Hipnotizada por el penetrante escrutinio del hechicero, Crysania no acertó a moverse ni a pronunciar una palabra. ¿Cómo podía conocer los entresijos de su mente, acaso era capaz de leer los secretos que con tanto celo guardaba en sus entrañas?
—¿Te consideras un ser perverso por alimentar ciertas aspiraciones? —repitió el mago sinuoso, insistente.
Despacio, la interpelada meneó la cabeza y, también lentamente, se llevó la mano a las palpitantes sienes. No anidaba en su ánimo la malevolencia, no tal como él la planteaba, pero algo no encajaba en su pretensión de beatitud. No podía reflexionar, su extrema confusión se lo impedía. La única idea que revoloteaba en su cerebro era: «¡Cuánto nos parecemos!».
Raistlin guardó silencio, en espera de que ella lo rompiera. Comprendiendo que tenía que manifestarse, la sacerdotisa engulló unos sorbos de vino a fin de ganar tiempo y ordenar su torbellino mental.
—Quizás abrigue los deseos a los que aludes —confesó en un alarde de valentía—, mas mis ambiciones no son tan egoístas. No busco favorecerme a mí misma, mi talento está encaminado a ayudar a mis congéneres, a la Iglesia que sirvo…
—¡La Iglesia! —la atajó él con una sonrisa burlona.
Al oírle, las brumas momentáneas de Crysania fueron reemplazadas por una gélida ira.
—Sí —contestó sintiéndose en terreno firme, arropada en el halo de su fe—. Fue el poder del Bien y de su más alto representante, Paladine, lo que expulsó a las fuerzas siniestras del mundo. Y yo intento perpetuar su obra en la medida de mis posibilidades.
—¿Al mencionar a las fuerzas siniestras te refieres quizás al Mal? —indagó Raistlin.
La dignataria parpadeó. Acababa de retornar a la realidad, se había abandonado a las emociones y era apenas consciente de su discurso.
—En efecto.
—El Mal en su forma más cruda, el sufrimiento, no se ha desvanecido de Krynn. —El mago no cedía en sus argumentos, no hacía la menor concesión.
—¡Por culpa de criaturas como tú! —vociferó Crysania fuera de sí.
—Te equivocas, Hija Venerable —persistió implacable su interlocutor—. No han sido mis actos los causantes de tanta desdicha. Mira. —La invitó a acercarse con una mano mientras, con la otra, revolvía una vez más en los bolsillos ocultos de su túnica.
Dominada por un súbito resquemor, Crysania decidió no moverse y contemplar desde su asiento el objeto que él le mostraba. Era una bola de cristal, donde bullía un torbellino multicolor similar al de las canicas de los niños. Montando un pedestal que yacía doblado en un rincón de su escritorio, Raistlin depositó sobre él la singular circunferencia, que a la sacerdotisa se le antojó insignificante en comparación con su ornamentado soporte. De pronto, la insigne espectadora ahogó un grito de sorpresa: ¡la bola estaba creciendo, o quizás era ella quien se encogía! No podía asegurarlo, pero resultaba innegable que la cristalina esfera había asumido el tamaño necesario para acomodarse en su pie.
—Asómate a su interior —le urgió el nigromante.
—No —rehusó ella, que se agitaba en su silla sin poder sustraerse a espiar la esfera—. ¿Qué es?
—Uno de los Orbes de los Dragones —esclareció Raistlin, prendidos sus ojos de los de ella—. Es el único que queda en Krynn. Tranquilízate, obedece mi mandato. Yo nunca permitiría que nada te dañase. Estudia las imágenes que se ocultan en sus recovecos, querida Crysania, a menos que la verdad te inspire sentimientos adversos.
—¿Cómo sé que sólo he de ver la verdad? —lo interrogó la sacerdotisa con un delator titubeo—. ¿Quién me dice que no va a desvelarme tan sólo lo que tú le ordenes, tergiversando los hechos?
—Si conoces el modo y las circunstancias en que fueron creados los Orbes de los Dragones recordarás que fueron el resultado de la labor conjunta de los magos de las tres Túnicas, la Blanca, la Negra y la Roja. No son instrumentos del Mal, ni tampoco del Bien. No son nada y lo son todo. Luces en tu cuello el Medallón de Paladine —comentó el hechicero con sarcasmo—, y te fortalece tu fe. ¿Podría yo inducirte a ver nada en contra de tu voluntad?
—¿Qué es lo que va a desplegarse ante mis ojos? —La curiosidad y una inefable fascinación atraían a la mujer hacia la mesa.
—Sólo aquello que ya has presenciado pero te has negado a interpretar en su auténtico sentido.
Raistlin extendió sus finos dedos sobre la bola de cristal, a la vez que recitaba unas frases de autoridad en un esotérico cántico. En un temeroso balbuceo, su acompañante inclinó el cuerpo sobre el escritorio y osó mirar el Orbe. Al principio no distinguió nada salvo unas volutas verdes de denso humo, mas pronto capturaron su atención unas manos. Retrocedió espantada, aquellos miembros parecían prestos a traspasar el cristalino obstáculo.
—No temas —la calmó el mago—. Es a mí a quien buscan.
En efecto, no había concluido estas palabras cuando los dedos que se dibujaban en la esfera se estiraron, rompieron el cerco para tocar sus manos. Se difuminó acto seguido la aparición y un abanico de vibrantes colores se arremolinó en el centro del objeto, mareando a Crysania con su luz cegadora. También estos vapores, no obstante, se disolvieron, y se perfiló algo más concreto en la neblina.
—Palanthas —confirmó la sacerdotisa sobresaltada. La ciudad entera surgió frente a ella entre las brumas del amanecer, esplendorosa cual una perla en su sublime belleza. Avanzó la urbe como si quisiera absorberla, o acaso una vez más era víctima de un espejismo y era su cuerpo el que se precipitaba. Antes de que descifrara el enigma se encontró sobrevolando el barrio antiguo, la muralla, la parte moderna que se extendía en círculos concéntricos como una prolongación de las primitivas edificaciones y avenidas. Destacaba entre las construcciones el Templo de Paladine, con su sagrado recinto más sereno y pacífico que nunca bajo los tempranos rayos solares. En su errabundo viaje, la sacerdotisa dejó atrás la sagrada morada para detenerse junto a una elevada pared.
—¿Qué es? —preguntó sin aliento al reparar en una angosta calleja que se insinuaba al otro lado de la tapia.
—¿Nunca la habías visto, pese a hallarse tan cerca de tus dominios?
—N-no —admitió turbada—. Esto no es lógico, he vivido en Palanthas desde que nací y conozco todos sus…
—Queda patente que no es así, señora —declaró Raistlin sin cesar de acariciar la cristalina superficie del orbe—. Tu ignorancia es mayor de lo que tú misma crees.
Crysania no pudo protestar. Al parecer sólo la verdad emergía de aquel ingenio, y debía aceptar que no identificaba la parte de la ciudad que ahora se ofrecía a su observación. Atestada de desperdicios, la calleja se le antojó lóbrega y ominosa. Los rayos del sol no acertaban a abrirse camino entre las casas que la flanqueaban, inclinadas como si carecieran de la energía suficiente para mantenerse erguidas. Tras reflexionar unos segundos, la sacerdotisa reconoció aquellos edificios. Los había visto en numerosas ocasiones, pero desde otro ángulo; se almacenaba en su interior toda suerte de objetos, tanto los excedentes de grano como las jarras resquebrajadas de vino y cerveza. Contemplando su fachada principal, sin penetrar en los laterales, se ofrecía a la retina una escena mucho más agradable. ¿Y quiénes eran las figuras que deambulaban por el sórdido pasadizo?
—Sus habitantes —explicó Raistlin pese a que la pregunta no había sido formulada—. Todos esos seres viven aquí.
—¿Dónde? —inquirió ella horrorizada—. ¿Y por qué han elegido semejante lugar?
—Se instalan donde pueden. Culebrean como lombrices hasta las hediondas entrañas de la urbe y se alimentan de sus putrefactos residuos. En cuanto al motivo, no tienen cabida en ninguna de las luminosas avenidas que surcan la próspera Palanthas.
—¡Pero eso es terrible! —se escandalizó Crysania, que no daba crédito a sus ojos—. Informaré a Elistan para que les busque cobijo y les dé dinero.
—Elistan está al corriente de la situación.
—¡Eso es imposible! —Crysania se excitaba más a cada instante.
—Y tú también. Quizá desconocieras la existencia de estos desamparados, pero no la de ciertos reductos en tu maravillosa ciudad que no pueden calificarse de placenteros.
—Te aseguro que no… —empezó a defenderse ella, si bien tuvo que enmudecer al asaltarle, como una oleada, recuerdos de cuando su madre ladeaba el rostro mientras paseaban en su carruaje por los arrabales y su progenitor se apresuraba a correr la cortinilla, o bien sacaba medio cuerpo a través de la ventana para indicar al cochero que cambiase el rumbo.
Se encendió la imagen en mil fulgores, se agitaron las nubes de humo y se evaporaron los contornos, dando paso a nuevas manifestaciones de patetismo que se sucedieron sin tregua, una tras otra. Ajeno a la agonía de su oponente, Raistlin se empecinaba en mancillar la perlífera faz de Palanthas con muestras de la negrura y corrupción que encerraban sus muros. Posadas donde reinaba el vicio, lupanares, tugurios de juego, los muelles… todos escupían su miseria y sufrimiento a la consternada Crysania. De nada le servía desviar la vista, no había cortinillas protectoras y, además, el despiadado hechicero la acercaba sin que pudiera eludirlo a los desesperados, los hambrientos, los enfermos y, en definitiva, a los olvidados.
—Basta —suplicó la joven, haciendo un vano esfuerzo para retroceder—. No me enseñes nada más.
Pero él se mostró inamovible. De nuevo se mezclaron los colores, y abandonaron Palanthas. El Orbe de los Dragones los transportó en un rápido periplo por el mundo de Krynn y, allí donde posaba la mirada, se tropezaba Crysania con nuevos horrores. Los enanos gully, una raza desterrada de su hábitat original, se refugiaban en las infectas cuevas que todas las otras criaturas desechaban por considerarlas inmundas. Los humanos subsistían a duras penas en regiones que ni siquiera la lluvia se dignaba visitar, los elfos salvajes vivían esclavos de sus propios congéneres y los clérigos, por su parte, utilizaban su poder para amasar grandes fortunas a expensas de quienes habían depositado su confianza en ellos.
Aquello era demasiado. Con un desgarrador alarido, la sacerdotisa se cubrió el rostro con ambas manos. La estancia se balanceaba bajo sus pies mas, en el instante en que se desplomaba, sintió los brazos de Raistlin en torno a su talle y la envolvió la ardiente calidez de su cuerpo, amortiguada por el dulce contacto del terciopelo. Penetró en sus vías olfativas un olor a especies, a pétalos de rosa, combinados con otros aromas más misteriosos. Percibió el matraqueo del aire al circular por los maltrechos pulmones del nigromante.
Antes de que la dignataria se desmayara, su solícito anfitrión la acomodó en su butaca. En cuanto se creyó restablecida, ella lo apartó de su lado pues su proximidad se le antojaba al mismo tiempo repulsiva y atrayente, un hecho que no hacía sino aumentar su confusión. Deseó con toda sus fuerzas que Elistan se hallase presente, él sabría a qué atenerse y comprendería. ¡Tenía que existir una explicación! Había que reaccionar contra tan abyecta injusticia, disipar de una vez por todas las pesadillas de los infelices. Vacía por dentro, clavó los ojos en el fuego de la chimenea.
—No somos tan diferentes. —Las palabras de Raistlin parecían brotar de las llamas—. Yo me encierro en mi Torre y me entrego a mis estudios, tú te albergas en el Templo para concentrarte en tu fe. Mientras, el mundo gira a nuestro alrededor.
—Ésa es la raíz del mal —contestó Crysania a la fogata—, permanecer al margen y no mover un dedo.
—Al fin se ha hecho la luz en tu entendimiento. No pienso contentarme con contemplar lo que ocurre en la más absoluta inactividad, si he pasado años consagrado a mi ciencia ha sido por un motivo. Y ahora ese motivo, mi verdadero propósito, ha tomado forma. Cambiaré el universo entero, Crysania, tal es mi plan.
La Hija Venerable de Paladine levantó rauda la vista. Su fe se había tambaleado externamente, pero estaba bien arraigada en sus entrañas y no se derrumbaba por un momentáneo titubeo.
—¡Tu plan! Paladine me advirtió contra él en el curso de un sueño, me comunicó que tu empeño de transformar la vida provocará la destrucción de nuestro mundo. No debes ponerlo en práctica —lo conminó, cerrado el puño sobre su regazo—. Paladine…
Raistlin esbozó un gesto de impaciencia, que silenció a su huésped. Sus dorados ojos centellearon y, por un instante, el abrasador incendio que ardía en su alma se reflejó en los relojes de arena de sus pupilas. Amedrentada al percibir tales signos, la joven se revolvió en un mudo estremecimiento.
—Paladine no ha de detenerme —le aseguró él—, porque me dispongo a destituir a su más enconado enemigo.
Crysania clavó sus ojos en el mago con el desconcierto escrito en sus rasgos. ¿A qué enemigo podía referirse? Paladine no tenía adversarios entre los habitantes de Krynn. Transcurridos unos segundos, no obstante, el significado de su aserto se perfiló en su mente con total claridad y sintió que el riego sanguíneo abandonaba su semblante, que el miedo la subyugaba de nuevo en forma de violentos temblores. La enormidad de las ambiciones de aquel humano era difícil de asimilar, casi imposible de concebir.
—Escucha —le rogó él antes de que se pronunciara—. Me explicaré.
Y le relató sus proyectos. Ella permaneció sentada durante lo que se le antojaron horas, atrapada en el hechizo de sus doradas pupilas e hipnotizada por los ecos de su tenue, insinuante voz, oyendo la historia de su portentosa magia y, también, la de otra magia que se había perdido en las brumas del pasado: la que descubriera el legendario Fistandantilus.
El susurro de Raistlin se apagó sin sobresaltos y la sacerdotisa quedó petrificada, errantes sus pensamientos a través de unos reinos hasta ahora ignotos. El fuego se reducía a rescoldos en la penumbra que precede al alba, y un escalofrío sacudió su ser cuando la estancia comenzó a iluminarse.
Tosió el hechicero, y la sacerdotisa salió de su fantasmal ensoñación para contemplarlo. Estaba lívido y agotado, sus ojos despedían destellos febriles al compás de los nerviosos movimientos de las manos.
—Debes disculparme —dijo la dignataria poniéndose en pie—. Te he tenido en vela toda la noche, pese a saber que no te encuentras bien. Es la hora de partir.
—No te inquietes por mi salud, Hija Venerable —se apresuró a responder él con una sibilina sonrisa—. Las llamas que arden en mi interior bastan para alimentar este maltrecho cuerpo. Dalamar te acompañará hasta el linde del Robledal de Shoikan, si así lo deseas.
—Agradezco tu gentileza —murmuró Crysania, que había olvidado que debía volver a atravesar un paraje tan preñado de malignidad. Inhaló aire y le tendió la mano a su anfitrión—. Gracias también por esta entrevista —concluyó formalmente.
El nigromante asió su mano y, al instante, le transmitió el calor abrasador que destilaba su suave epidermis. Al percibirlo, Crysania lo miró y se vio reflejada en sus pupilas como una mujer demasiado pálida en su blanco atuendo, más aún al enmarcar su faz la melena azabache.
—No puedes hacer lo que me has narrado —le advirtió—. Hay que detenerte, de lo contrario el desenlace sería nefasto. —Su tono era severo, apretó su huesuda palma para subrayar su oposición.
—Demuéstrame que estoy equivocado, convénceme de que la senda del Bien es el único medio para salvar al mundo —fue la desafiante respuesta.
—¿Me escucharías si te hablo? —interrogó la dama al hechicero, reaccionando frente al reto—. Estás cercado por una aureola de negrura. ¿Cómo llegaré hasta ti?
—La negrura se abrió a tu paso y conseguiste penetrarla, ¿no es cierto?
—Sí —admitió Crysania. De pronto, la tibieza que dimanaba el cuerpo de Raistlin perdió su carácter lacerante para convertirse en algo acogedor, atractivo. Enmudeció la sacerdotisa y turbada, ruborosa, retrocedió unos pasos y se liberó de su garra como si le infligiera un dolor inconfesable.
—Adiós, Raistlin Majere —se despidió cabizbaja, esquiva, a la vez que se frotaba la muñeca con aire ausente.
—Adiós, Hija Venerable de Paladine —contestó el interpelado en cortés actitud.
Se abrió la puerta y apareció Dalamar en el dintel, aunque la sacerdotisa no recordaba que el maestro lo hubiera llamado. Cubriéndose el cabello con la blanca capucha, la huésped del enigmático mago echó a andar por el pétreo pasillo con la sensación de ser observada. Los inexorables relojes de arena traspasaban sus vestiduras, aquella sugerente voz resonaba aún en sus tímpanos cuando alcanzó la escalera que debía conducirla al exterior.
—Quizá Paladine no te envió con el fin de detenerme, sino de ayudarme.
Raistlin no había pronunciado tal sentencia durante la entrevista, le estaba hablando ahora. Dio media vuelta, pero no se tropezó sino con un pasadizo lóbrego y vacío. Dalamar, inmóvil, aguardaba.
Crysania recogió los pliegues de su blanca túnica para evitar un posible traspiés y acometió el descenso con majestuosa dignidad.
Bajó y bajó, hasta zambullirse en un duradero letargo.