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De nuevo en «El Último Hogar».

Oía tras ella ruidos de pies ganchudos, que arañaban las hojas del bosque y las hacían crujir. Tika se puso en tensión, pero trató de actuar como si no se hubiera percatado de nada y siguió adelante a fin de atraer a la criatura. Aferraba con la mano la empuñadura de su espada y el corazón comenzó a latirle a un ritmo vertiginoso a medida que se acercaban las pisadas, hasta que la envolvió un hálito maloliente y sintió en su hombro el contacto de una garra. Dando media vuelta, la muchacha blandió la espada y arrojó al suelo, con gran estrépito… ¡Una bandeja repleta de jarras de cerveza!

Dezra emitió un alarido y retrocedió asustada, a la vez que los parroquianos de la taberna estallaban en sonoras carcajadas. Tika sabía que sus pómulos habían enrojecido tanto como su melena, y no acertaba a reprimir el temblor de sus manos ni su acelerado pulso.

—Desde luego, Dezra —dijo con frialdad—, posees la gracia y la inteligencia de una enana gully. Quizá podríais intercambiar con Raf vuestros respectivos quehaceres; tú te ocuparías de retirar los desperdicios y él serviría las mesas.

La increpada levantó la vista desde donde, de rodillas, recogía los fragmentos de cerámica esparcidos en un lago de líquido dorado.

—Quizá tengas razón y es lo que debería hacer —replicó enfurecida, y lanzó de nuevo los añicos al suelo—. Sirve las mesas tú misma, ¿o acaso el hacerlo está por debajo de tu rango, Tika Majere, heroína de la Lanza?

Tras traspasar a la muchacha con una mirada preñada de reproche Dezra se levantó, propinó desordenados puntapiés a los restos de las jarras para apartarlos de su camino y salió de la posada como una exhalación.

La puerta principal, al abrirse, se meció con violencia sobre sus goznes y provocó una curiosa mueca en el rostro de Tika, que había atisbado en la hoja de pesada madera unas resquebrajaduras poco halagüeñas. Afloraron a sus labios frases desabridas mas se mordió la lengua a sabiendas de que, si las pronunciaba, después lo lamentaría.

Como nadie acudiera a cerrar el maltratado batiente, la luz de la tarde se filtró en el local. El fulgor cobrizo del sol poniente se reflejó en la lustrosa superficie de la barra y reverberó contra las copas, danzando incluso en el charco de cerveza. Acarició asimismo los rojizos tirabuzones de Tika en un juego de fuerzas, ahogando al instante las risas burlonas de los parroquianos los cuales, sin darse apenas cuenta, posaron en la mujer miradas anhelantes.

Ella ni siquiera lo advirtió, estaba demasiado avergonzada de su acceso de ira para pensar en tales nimiedades. Se asomó a la ventana y vio que Dezra se enjugaba los ojos con el delantal, en el mismo momento en que un nuevo cliente entraba en la posada y, al ajustar la puerta, obstaculizaba el paso de la luz crepuscular. De todos modos, la fresca penumbra prestaba al establecimiento un clima más acogedor.

Tika se pasó también la mano por los ojos. «¿En qué clase de monstruo me estoy convirtiendo? —se preguntó azuzada por el remordimiento—. No ha sido culpa de Dezra, sino de esa terrible sensación que me corroe el alma. ¡Ojalá merodearan por aquí draconianos a los que enfrentarse! Cuando luchaba a brazo partido al menos conocía la causa de mis temores, podía entrar en acción y vencerlos. ¿Qué puedo hacer ahora, si ni siquiera soy capaz de identificar al objeto de mi inquietud?».

Unos gritos interrumpieron sus cavilaciones, voces que reclamaban cerveza y comida. Las risas inundaron el ambiente, desintegrándose en un sinfín de ecos entre los muros de «El Último Hogar».

«Esto era lo que quería recuperar, por eso volví. —Tika contuvo el llanto y se sonó con el paño de la barra—. Me encuentro de nuevo en casa, rodeada de personas tan acogedoras y cálidas como la puesta de sol. No oigo sino las más diversas manifestaciones de amor que cabe imaginar: risas, palmadas de camaradería, un perro que lame… ¿Un perro que lame?». Tika gruñó y abandonó el mostrador.

—¡Raf! —amonestó al enano gully, aunque en el fondo se sabía impotente para corregirlo.

—La cerveza se derrama, yo secar —explicó él, mirando a la posadera y sorbiendo las gotas que refulgían en sus comisuras.

Algunos de los parroquianos de antaño sonrieron pero unos pocos, nuevos en el local, contemplaron al enano con repugnancia.

—Haz el favor de utilizar un paño para limpiar ese desastre —le siseó Tika sin alzar la voz, mientras dedicaba una mueca de disculpa a los descontentos. Le alargó la bayeta de la barra y el gully se apresuró a recogerla, si bien la sostuvo inmóvil en su mano con una expresión alelada en los ojos.

—¿Qué quieres que yo hacer?

—Fregar la mancha que ha dejado el líquido vertido —le urgió la muchacha a la vez que trataba, sin éxito, de ocultarle de ciertas miradas tras su holgada y vaporosa falda.

—Yo no necesitar esto —repuso Raf solemne—. No voy a ensuciar tan bonito paño. —Devolvió la bayeta a Tika y, poniéndose de nuevo a cuatro patas, comenzó a lamer la cerveza, mezclada ahora con el barro de quienes entraban y salían.

A la joven le ardían las mejillas cuando se inclinó hacia adelante y levantó a Raf por el cuello de la camisa, sin cesar de zarandearlo.

—¡Usa el paño! —le susurró furiosa—. Los clientes están perdiendo el apetito. Y en cuanto termines despeja esa mesa enorme que hay junto a la chimenea. Espero a unos amigos, y…

Se interrumpió al ver que Raf la contemplaba con los ojos desorbitados, en un vano intento de asimilar tan complicadas instrucciones. Era una criatura excepcional, si se tienen presentes las aptitudes de los enanos gully, pues llevaba tan sólo unas semanas en la posada y Tika ya le había enseñado a contar hasta tres —pocos miembros de su raza sobrepasaban el dos—, además de ayudarle a eliminar su hedor. Esta inesperada proeza intelectual, combinada con la pulcritud, le habrían erigido en rey de su pueblo de haber alimentado el hombrecillo tales ambiciones. Sin embargo, era consciente de que ningún monarca en el mundo vivía como él, ninguno tenía ocasión de «secar» la cerveza que caía de las mesas ni de transportar los desechos. A su manera poseía un atisbo de inteligencia, si bien ésta tenía sus limitaciones y la joven humana había topado con ellas.

—Espero a unos amigos, y… —repitió, mas decidió abandonar sin concluir su frase—. No importa, basta con que limpies el suelo… valiéndote del paño. Luego búscame y te indicaré la próxima tarea —añadió en actitud severa.

—¿Yo no beber? —inquirió Raf suplicante, pero la mirada de Tika no admitía réplicas y él así lo captó—. De acuerdo, cumpliré tus órdenes.

Sin poder reprimir un suspiro de desencanto, el enano recuperó la bayeta que la muchacha le ofrecía y la extendió sobre el charco mientras farfullaba algo acerca de «echar a perder un brebaje delicioso». Reunió acto seguido las piezas de las jarras y, tras someterlas a un breve examen en su palma, esbozó una sonrisa y las embutió en desorden dentro de los bolsillos de su jubón.

Tika se preguntó qué pretendía hacer con aquellos fragmentos inservibles, pero sabía que era mejor no indagar y se abstuvo de hacerlo. Regresó en silencio al mostrador, bajó otros recipientes del estante y los llenó hasta el borde de espuma sin que le pasara desapercibido, aunque optó por disimular, que Raf se había cortado con un canto especialmente afilado y ahora estaba acuclillado, estudiando con gran interés el gotear de la sangre entre sus dedos.

—¿Has visto a Caramon? —preguntó al enano gully con aire casual.

—No, pero sé dónde buscarlo —contestó él mientras se frotaba la mano herida contra el cabello—. ¿Tú quieres que yo ir?

—¡Ni hablar! —lo espetó la posadera frunciendo el ceño—. Está en casa.

—Creo que tú equivocar —replicó Raf con un movimiento de cabeza—. No después de que el sol se pone…

—¡Está en casa! —se obstinó ella. Era tal su cólera que el enano se encogió en su rincón.

—¿Nos apostamos algo! —propuso el hombrecillo, aunque en un tono de voz muy quedo. El talante de Tika en los últimos días era sumamente explosivo.

Por suerte para Raf, el ama no lo oyó. Terminó de llenar las nuevas jarras de cerveza y las llevó en una bandeja a un nutrido grupo de elfos, que se habían agrupado en una mesa junto a la entrada.

«Espero a unos amigos. Amigos entrañables», repitió una vez más, ahora para sus adentros.

Tiempo atrás la idea de ver a Tanis y Riverwind se le habría antojado excitante, maravillosa. Ahora, en cambio… suspiró, distribuyendo las bebidas sin conciencia de lo que hacía. «Permitan los auténticos dioses —suplicó— que vengan y se vayan con la mayor premura posible. Sobre todo, que partan sin demora. Si se quedaran, averiguarían lo que está ocurriendo».

Este pensamiento hundió el ya escaso ánimo de Tika en una depresión que, al instante, se tradujo en un ligero temblor de sus labios. Si permanecían en la posada sería el fin, así de claro y sencillo. Su vida se agotaría sin remedio. La atenazó, de pronto, un dolor insoportable y, depositando con gesto precipitado la última jarra rebosante de líquido, dejó a los elfos entre pestañeos incontrolables. No se percató de las miradas que éstos intercambiaron sin decidirse a beber, ni recordó nunca que era vino lo que habían pedido.

Cegada por las lágrimas, su única obsesión era escapar a la cocina, donde nadie pudiera verla. Los elfos se hicieron atender por una de las mozas y Raf, suspirando satisfecho, se acuclilló y lamió el resto de la cerveza que aún no había limpiado.

Tanis, el Semielfo, se hallaba al pie de una colina, oteando el camino recto y enfangado que se extendía frente a él. La mujer a la que escoltaba y sus monturas aguardaban a cierta distancia, ya que tanto ella como los caballos necesitaban descansar. Aunque el orgullo había impedido a la dama pronunciar una sola palabra, Tanis descubrió en su rostro los surcos cenicientos de la fatiga. Durante la jornada hubo incluso una vez en que comenzó a cabecear sobre la silla, casi dormida, y de no ser por el fuerte brazo de su compañero se habría deslizado hasta la calzada. Por este motivo, pese a su ansia por llegar al punto de destino no protestó cuando el semielfo declaró que quería explorar el terreno en solitario y la ayudó a desmontar, instalándola entre unos cómodos matorrales que la cobijaban de apariciones inoportunas.

Le producía cierto resquemor dejarla sin su protección, pero estaba convencido de que sus siniestros perseguidores habían quedado rezagados y no ofrecían peligro. Su insistencia en acelerar la marcha tuvo su recompensa, si bien ambos viajeros estaban doloridos y exhaustos. Tanis confiaba en mantener su ventaja el tiempo suficiente para poner a la mujer en manos de la única persona en Krynn susceptible de ayudarla.

Iniciaron la cabalgada al amanecer, en franca huida de un terror que los acechaba sin tregua desde que abandonaron Palanthas. La experiencia adquirida en la guerra, sin embargo, no permitía a Tanis determinar qué era exactamente lo que tanto pavor les causaba. Ni siquiera le servía para hacer frente a sus miedos. También su acompañante había presentido la velada amenaza, lo adivinaba en sus ojos, si bien la altivez que la caracterizaba conservaba cerrado el caparazón de sus temores. En cualquier caso, era el aspecto enigmático del desafío lo que lo tornaba más espantoso.

Mientras se alejaba de los matorrales Tanis se sintió culpable. No debería dejarla sola, ni perder un tiempo precioso. Todos sus instintos de guerrero se rebelaron contra su actitud, mas había algo que tenía que hacer sin la presencia de testigos. De otro modo incurriría en un aparente sacrilegio.

Sumido en todas estas cavilaciones estaba el semielfo al detenerse en la falda del monte para hacer acopio de valor. Cualquiera que lo observase concluiría que se disponía a luchar contra un ogro, pero no era tal el caso. Tanis, el Semielfo, regresaba al hogar… y anhelaba el reencuentro tanto como lo temía.

El sol de media tarde emprendía su viaje el ocaso, hacia la noche. El cielo se habría ensombrecido antes de que llegaran a la posada y no le gustaba la perspectiva de recorrer los solitarios caminos en la oscuridad, si bien le alentaba a continuar el conocimiento de que una vez allí concluiría aquel periplo de pesadilla. Encomendaría el cuidado de la mujer a una persona de probada competencia y seguiría rumbo a Qualinesti. Ahora, no obstante, debía afrontar la visión de tan familiares parajes, así que respiró hondo, se cubrió el rostro con la capucha verde y emprendió la escalada.

Al coronar la colina su mirada se posó en un enorme peñasco, envuelto en una gruesa capa de moho. Durante unos minutos los recuerdos lo abrumaron, hasta tal extremo que tuvo que cerrar los ojos debido al aguijonazo que infligían las lágrimas a sus párpados.

«¡Estúpida misión! ¡Es la aventura más ridícula en la que me he embarcado en toda mi vida!», —la voz del enano lanzaba ecos en su cerebro.

«¡Flint, viejo amigo! No lo resisto, me produce una sensación demasiado lacerante. ¿Por qué accedería a volver? Nada he de conseguir, nada más que avivar las cicatrices del pasado. Al fin mi vida es feliz, tranquila. ¿Quién me mandaría comprometerme a venir?».

Descargando la tensión en un prolongado y trémulo suspiro, abrió los ojos y examinó de nuevo el peñasco. Dos años atrás —haría tres en otoño— se había encaramado a este mismo montículo y se había topado con su amigo Flint Fireforge, el enano, sentado en la roca tallando madera y, como de costumbre, profiriendo quejas. El encuentro entre ambos había desencadenado acontecimientos que convulsionaron al mundo y culminaron en la Guerra de la Lanza, la pugna que devolvió a la Reina de la Oscuridad al abismo y, de este modo, puso término al poderío de los Señores de los Dragones.

«Ahora soy un héroe», caviló Tanis a la vez que estudiaba apesadumbrado la variopinta colección de condecoraciones que exhibía: el pectoral de los Caballeros de Solamnia; el cinto de seda verde emblema de los corredores de Silvanesti, las legiones más respetadas de los elfos; el medallón de Kharas, el más alto honor que podían conceder los enanos, y otras insignias similares. Nadie, humano, elfo o mestizo había sido más agasajado. ¡Qué ironía, él que detestaba los premios y las ceremonias se veía ahora obligado a llevar tan llamativos distintivos porque se lo exigía su rango! El viejo enano se habría reído de buen grado de poder contemplar su porte.

«¿Tú, un héroe?». —Casi oía sus burlas. Pero Flint estaba muerto, abandonó el mundo hacía dos primaveras entre los brazos de Tanis.

«¿Por qué la barba? Ya eres bastante feo sin ella…». —Habría jurado que oía de nuevo la voz del hombrecillo, las primeras palabras que pronunció al divisarle en el camino.

Tanis se atusó sonriente aquella crespa mata que ningún elfo en Krynn podía lucir y que constituía la señal externa, fehaciente, de su herencia humana.

«Flint sabía muy bien el motivo por el que me la dejaba crecer libremente. Me conocía mejor que yo mismo, era consciente del caos que arrasaba mi alma y de que tenía que aprender una lección fundamental», recapacitó el semielfo mientras seguía contemplando con nostalgia aquel lugar calentado por los rayos solares.

«Y la aprendí —musitó al amigo cuyo espíritu no había cesado de acompañarlo—. A sangre y fuego, pero asimilé su enseñanza».

Lo invadió un agradable aroma de madera quemada que, junto a los agonizantes reflejos solares y el fresco aire de primavera, le recordaron que aún faltaba por recorrer un largo trecho. Dio entonces media vuelta y contempló el valle donde habían transcurrido los agridulces años de su primera juventud. Sí, al girarse Tanis, el Semielfo, fijó su vista en Solace.

Era otoño cuando había visto por última vez la pequeña ciudad. Los árboles vallenwood deslumbraban al curioso con el abanico de matices propios de la estación, los rojos brillantes y dorados amarillos que se mezclaban, se difuminaban casi en el espectro purpúreo de las cumbres de los montes Kharolis, o el intenso azul del cielo reflejado, como si necesitara constatarse, en las aguas tranquilas del lago Crystalmir. Cubría el valle una ligera neblina formada por el humo de los hogares al elevarse a través de las chimeneas de la pacífica ciudad, un burgo cuyas construcciones se mecían sobre las ramas de los vallenwoods como nidos de pájaros. Flint y él estudiaron el oscilar de las luces que, una tras otra, se encendían en las casas protegidas por las hojas de los árboles. Solace era una de las maravillas de Krynn.

Durante unos minutos Tanis visualizó aquella panorámica en su imaginación con tanta claridad como si fuera auténtica y hubiera retrocedido en el tiempo. Despacio, sin que apenas lo percibiese, la primavera reemplazó al otoño y se borraron los contornos de su ensoñación. En efecto, el humo trazaba todavía espirales sobre los tejados, pero la mayoría de éstos resguardaban casas edificadas en el suelo. Dominaba la escena el verdor de los brotes nacientes, de la vida renovada, si bien a Tanis se le antojó que tal circunstancia no hacía sino realzar las negras heridas de la tierra; nunca desaparecían del todo las cicatrices de la hecatombe, aunque los surcos del arado las suavizasen en los campos de cultivo.

El semielfo meneó la cabeza en ademán negativo. Todos los moradores de Krynn creían que, al destruirse el retorcido Templo de la Reina Oscura en Neraka, la guerra había concluido. Todos ellos estaban ansiosos por sembrar el terreno asolado, socarrado bajo los hálitos de los Dragones, y olvidar así su sufrimiento.

Desvió los ojos hacia un gran círculo negro que se desplegaba en el centro del pueblo. Allí nada reverdecía, ningún arado podría sanar el suelo devastado entre las llamas y saturado por añadidura, de la sangre inocente de los millares de criaturas que asesinaran en su avance las tropas de los Señores de los Dragones.

Una débil sonrisa cruzó los labios de Tanis. Comprendía, sin que nadie se lo explicase, cuánto debía irritar aquella llaga abierta a quienes trabajaban para enterrar los vestigios de la espantosa epopeya. Él, sin embargo, se alegraba de que permaneciera indeleble y esperaba que su presencia perdurase por toda la eternidad.

Repitió en un susurro las palabras que oyera pronunciar a Elistan cuando el clérigo dedicó, en una solemne ceremonia, la Torre del Sumo Sacerdote a la memoria de los Caballeros que allí sucumbieron.

—Debemos recordar o caeremos en una peligrosa complacencia, tal como hicimos en el pasado, y el Mal volverá a surgir de las tinieblas.

«Si no lo ha hecho ya», se dijo Tanis desanimado. Con tal pensamiento pululando en su mente, inició el descenso de la colina.

«El Último Hogar» estaba abarrotado aquella noche. Aunque la guerra había destruido a numerosos habitantes de Solace, su término aportó tanta prosperidad a los sobrevivientes que algunos ya comenzaban a afirmar que «no fue tan terrible».

La ciudad, situada en una estratégica encrucijada de los caminos que jalonaban el país de Abanasinia, era visitada por múltiples viajeros. Sin embargo, en los días anteriores al estallido del conflicto la cantidad de itinerantes se redujo de manera considerable: los enanos, salvo algunos renegados como Flint Fireforge, se habían cobijado en su montañoso reino de Thorbardin o parapetado en las colinas circundantes, en un patente rechazo a comunicarse con el mundo; y los elfos habían hecho lo mismo, refugiándose en las bellas tierras de Qualinesti en el sudoeste o en las de Silvanesti, en el extremo oriental del continente de Ansalon.

La avasalladora contienda había alterado de nuevo las costumbres, reanudándose el movimiento que reinara en sus sendas antes de anunciarse los graves acontecimientos bélicos. Ahora elfos, enanos y humanos se desplazaban a menudo de un lugar a otro, tras abrirse sus urbes y territorios a quien quisiera conocerlos. Era una lástima que para alcanzarse este frágil estado de fraternidad se hubiera necesitado la aniquilación casi absoluta de los moradores del mundo de Krynn.

Pero volviendo a «El Último Hogar», hay que decir que, si bien fue siempre popular entre los nómadas por su excelente bebida y las patatas especiales de Otik, en los últimos tiempos había adquirido aún mayor renombre. La cerveza seguía siendo buena y las patatas, pese a haberse retirado su dueño, tan sabrosas como antaño, pero el auténtico motivo de la creciente fama de la posada era otro. Efectivamente, había corrido el rumor de que los héroes de la Lanza, como el pueblo llano había dado en apodarlos, frecuentaron el local varios años atrás.

Antes de abandonar el negocio, Otik había reflexionado seriamente sobre la conveniencia de colocar una placa conmemorativa cerca de la chimenea que dijera algo así como «Tanis, el Semielfo, y los Compañeros bebieron aquí». Tika, no obstante, se había opuesto con tanta vehemencia a su proyecto —sólo imaginarse lo que Tanis pudiera decir si veía algo semejante incendiaba las mejillas de la muchacha— que al fin renunció. Se resignó a no instalar ningún rótulo, pero no cesaba de contar a sus parroquianos la historia de la noche en que la mujer bárbara entonó su extraño cántico y curó a Hederick, el Teócrata, con una Vara de Cristal Azul, dando así testimonio de la existencia de los dioses antiguos y verdaderos.

Tika, que se había hecho cargo de la posada al dejarla Otik y esperaba ganar el dinero suficiente para comprarla, esperaba fervientemente que el anciano patrón se abstuviera de relatar estas proezas en el curso de la velada de esta noche. ¡Pobre muchacha! Ni siquiera todas las plegarias del mundo habrían conjurado tan difícil silencio.

Había en la sala varios grupos de elfos venidos desde Silvanesti para asistir a los funerales de Solostaran, Orador de los Soles y monarca de las tierras de Qualinesti. No sólo instaban éstos a Otik a repetir su narración, sino que la sazonaban con sus propias leyendas sobre cómo los héroes visitaron las regiones donde residían y los liberaron de un dragón perverso llamado Cyan Bloodbane.

La pelirroja muchacha advirtió que Otik la miraba de soslayo al mencionarse aquel nombre, ya que ella había sido uno de los miembros de la expedición a Silvanesti, pero se apresuró a silenciarlo mediante una briosa sacudida de sus bucles. Ésta era una de las partes de su viaje que siempre rehusaba explicar, ni siquiera discutir, y lo cierto era que rezaba todas las noches para olvidar las espantosas pesadillas relativas a tan torturada región.

Tika cerró los ojos unos segundos, deseando en lo más profundo de su ser que los elfos cambiaran de tema. Ya tenía bastantes sueños que la atormentaban en el presente como para evocar otros, pertenecientes a un pasado remoto.

«Ojalá lleguen y se vayan sin demora». Dedicó este anhelo a sí misma y a cualquier dios que pudiera escucharla.

Había concluido el fascinador crepúsculo y los clientes entraban sin cesar, ordenando platos y brebajes. Tika se había disculpado frente a Dezra y, después de derramar sendos torrentes de lágrimas, ambas corrían muy atareadas de la cocina a la barra y de ésta a las mesas, sin apenas dar abasto en el servicio. La nueva posadera se sobresaltaba cada vez que se abría la puerta, y rezongaba improperios cuando oía elevarse la voz de Otik por encima del entrechocar de jarras y cubiertos.

—… Recuerdo que era una noche de otoño y yo tenía más trabajo que un sargento de instrucción draconiano. —Tales comentarios siempre suscitaban risas aunque a Tika le rechinaban los dientes, en una actitud muy dispar. Era innegable que la audiencia aumentaba por momentos y nadie haría callar al ufano narrador—. La posada estaba entonces en lo alto de un árbol vallenwood, igual que toda la ciudad antes de que los dragones la arrasaran. ¡Ah, qué hermosa era en aquellos tiempos que nunca han de volver! —En este punto solía suspirar e iniciar un breve sollozo, que despertaba la compasión de la concurrencia—. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Me hallaba yo detrás del mostrador, ocupado en mi quehacer, cuando se abrió la puerta…

Se abrió la puerta, con tal sincronización que se diría que era una escena ensayada. Tika apartó una mecha pelirroja de su sudorosa frente y aguzó la vista entre las cabezas. Invadió la estancia un repentino silencio, a la vez que el cuerpo de la muchacha se tornaba rígido y clavaba las uñas en su carne.

Un hombre altísimo, que incluso tuvo que bajar la cabeza para entrar, se erguía en el umbral. Tenía el cabello moreno, y un rictus severo y sombrío torcía sus labios. Aunque arropado en una gruesa zamarra de piel, su cadencia al andar y su porte denotaban la fuerza de sus músculos. Lanzó una fugaz mirada al atestado albergue, un escrutinio que inmovilizó a los presentes y que era, en realidad, fruto de su desconfianza frente a cualquier indicio de peligro.

Aquél examen paralizador fue sólo una reacción instintiva, pues cuando sus penetrantes ojos se posaron en Tika se relajaron sus rasgos en una sonrisa, que acompañó con el gesto de abrir los brazos.

La joven vaciló, pero la visión de su amigo la llenó de júbilo y, también, de una indecible nostalgia. Abriéndose paso entre el gentío, se dejó estrechar por el recién llegado.

—¡Riverwind, querido compañero! —susurró con voz entrecortada.

Tras afianzar a la mujer entre sus manos, Riverwind la alzó en volandas sin el menor esfuerzo. Los clientes comenzaron a vitorearlos aunque, en lugar de aplaudir, golpearon sus jarras contra las mesas en un sordo repiqueteo. No daban crédito a su suerte, puesto que había irrumpido en la posada uno de los héroes de la Lanza como si lo hubieran transportado hasta aquí las alas del relato de Otik. ¡Incluso su ropa respondía a la descripción! Estaban fascinados.

Así pues, después de soltar a Tika, el hombretón se despojó de su zamarra de piel y todos pudieron distinguir el pectoral de jefe de los habitantes de las Llanuras, con sus secciones en forma de «V» cosidas en cueros de distinta textura, representativas de cada una de las tribus que gobernaba. Su atractivo rostro, aunque más avejentado que cuando Tika lo viera por última vez, estaba curtido por el sol y las inclemencias atmosféricas, pero brillaba en sus ojos una llama de júbilo interior que demostraba que había hallado la paz tan perseguida durante años de penalidades.

A la muchacha se le hizo un nudo en la garganta y comprendió que debía apartarse, pero no fue lo bastante rápida.

—Tíka —dijo él abrazándola de nuevo, con un acento algo hermético a causa de su larga permanencia entre su pueblo—, me produce un gran placer volver a verte ¡más bella que nunca! ¿Dónde está Caramon? Ardo en deseos de saludarle… ¿Ocurre algo, amiga mía?

—Nada en absoluto —respondió la joven con falso ánimo, al mismo tiempo que agitaba sus rojizos bucles y parpadeaba—. Ven, he reservado un lugar junto al fuego. Debes sentirte exhausto… y hambriento.

Lo guió a través de la muchedumbre sin parar de hablar, de tal modo que el hombre de las Llanuras no logró intercalar una sola palabra. Los parroquianos la ayudaron sin proponérselo, manteniendo a Riverwind ocupado al apiñarse en su derredor a fin de tocar su atuendo y maravillarse frente a la suavidad de sus pieles, o bien estrechar su mano —costumbre que los de su raza consideraban pura barbarie— o, incluso, verterle las copas contra el rostro en un intento de ofrecerle su contenido.

El guerrero aceptó con estoicismo aquel despliegue de atenciones mientras acechaba los movimientos de Tika en medio de la batahola, acariciando a intervalos la espléndida espada elfa que pendía de su costado. Su serio semblante adquiría matices sombríos cada vez que miraba hacia las ventanas como si, hastiado del viciado ambiente de la posada, del calor y el ruido, sólo pensara en salir a los campos que tanto amaba. Con una habilidad muy propia de ella, la muchacha hizo a un lado a los curiosos más exuberantes y no tardó en sentarse junto a su viejo amigo en una mesa aislada, próxima a la cocina.

—Enseguida vuelvo —le prometió, dedicándole una sonrisa y desapareciendo entre los fogones antes de que su interlocutor despegara los labios.

Los ecos de la voz de Otik se elevaron de nuevo, acompañados por un inesperado estallido. Al ver interrumpido su relato, el anciano utilizaba el bastón —una de las armas más temidas en Solace— para restituir el orden. Cojeaba de una pierna y también contaba, a la primera oportunidad que se presentaba, cómo le habían herido durante la caída de Solace cuando, por su propia cuenta, luchó con las manos desnudas contra los ejércitos de draconianos que invadían la ciudad.

Tras disponer en una fuente un plato de patatas especiadas y regresar junto a Riverwind, Tika clavó en Otik una mirada furibunda. Conocía la historia verdadera, es decir, que se lastimó la pierna al ser arrastrado fuera de su escondrijo bajo el suelo. La conocía pero nunca la reveló ya que, en el fondo de su alma, quería a aquel hombre como a un padre. Fue él quien la acogió y la crio al desaparecer su progenitor y fue él también quien le proporcionó un trabajo honrado en un momento de su vida en que, quizás, hubiera incurrido en el robo a fin de salir adelante. El mero hecho de recordar telepáticamente a Otik que estaba en situación de ponerle en evidencia bastaba para impedir que sus exacerbadas narraciones escalaran cumbres más altas.

El alboroto se había apaciguado cuando la joven se instaló en la mesa de Riverwind, así que pudo al fin establecer un diálogo.

—¿Cómo están Goldmoon y vuestro hijo? —inquirió jovial, sabedora de que su oponente la estudiaba con suma atención.

—Goldmoon está muy bien y te manda besos —respondió él con su profunda voz. En cuanto al niño— sus ojos se llenaron de orgullo, —sólo tiene dos años y ya monta mejor que muchos guerreros y es muy alto para su edad.

—Esperaba que Goldmoon se decidiera a acompañarte —comentó Tika, emitiendo un suspiro que no estaba destinado a ser oído.

El hombre de las Llanuras engulló su cena en pocos minutos y, a su término explicó:

—Los dioses nos han bendecido con otro par de hijos. —Observó a la joven con una extraña expresión en sus oscuros ojos.

—¿Un par? —repitió ella perpleja—. ¡Ah, te refieres a un par de gemelos! —comprendió de pronto—. Igual que Caramon y Raist… —Se interrumpió, y comenzó a mordisquearse el labio.

Riverwind frunció el ceño y trazó en el aire la señal que ahuyentaba los malos presagios mientras ella, ruborizándose, desviaba los ojos. Una voz rugía en sus oídos, y tanto el calor como la algazara general contribuían a marearla. Se tragó como pudo el amargo sabor de boca que atenazaba su lengua para obligarse a preguntar más detalles sobre la vida de Goldmoon y, pasado un rato, pudo centrarse en la parrafada del hombretón.

—… Hay aún pocos clérigos en nuestras tierras. Tenemos numerosos conversos, pero los poderes de los dioses se manifiestan con lentitud. Ella trabaja duro, demasiado en mi opinión, pero cada día está más hermosa. Y los gemelos, que en realidad son niñas, han heredado su cabello áureo y plateado.

Tika esbozó una triste sonrisa y Riverwind, que no había cesado de examinar intrigado su faz, enmudeció. Apuró su ya casi vacío plato y lo apartó, a la vez que declaraba:

—Sería para mí un gran placer prolongar mi visita, pero no puedo abandonar a mi pueblo durante mucho tiempo. Como sabes, mi misión es de la máxima importancia. ¿Dónde está Cara…?

—Voy a comprobar si te han preparado la alcoba —lo atajó la joven, levantándose de un modo tan precipitado que derramó parte de la bebida sobre la oscilante mesa—. He ordenado al enano gully que te haga la cama, y ya puedes imaginar lo que eso significa: lo más probable es que lo encuentre durmiendo como un tronco.

Se alejó presurosa pero, en lugar de subir la escalera en dirección a las habitaciones, salió al exterior por la puerta de la cocina. Se perdió su vista en la negrura y, sin cesar de sentir la caricia del fresco aire sobre sus febriles pómulos, suplicó en un siseo a los dioses:

—Por favor, haced que parta de inmediato.