Un anochecer, alrededor de las ocho. Se ve el interior de las dos alcobas del primer piso.
Eben está sentado sobre el borde de su lecho, en el cuarto de la izquierda. A causa del calor, se ha despojado de toda su ropa, con excepción de la camiseta y los pantalones. Está descalzo. Mira hacia adelante, cavilando con tristeza, el mentón apoyado sobre las manos, una expresión desesperada en el rostro.
En el otro aposento, Cabot y Abbie están sentados el uno junto al otro sobre el borde de la cama, un viejo lecho de cuatro pilares, con colchón de plumas. Ambos en camisa de dormir. En Cabot perdura aún la extraña excitación que le ha causado la idea del hijo. Ambos aposentos están iluminados por la vaga luz de unas velas de sebo.
CABOT:
La granja necesita un hijo.
ABBIE:
Yo necesito un hijo.
CABOT:
Sí. A veces tú eres la granja y, otras veces, la granja es tú misma. Por eso me aferró a ti en mi soledad. (Pausa. Se descarga un puñetazo en la rodilla.) ¡Yo y la granja tenemos que engendrar un hijo!
ABBIE:
Más vale que duermas. Lo estás confundiendo todo.
CABOT (con gesto de impaciencia):
No. Nada de eso. Mis pensamientos son claros como un manantial. Tú no me conoces: eso es lo que pasa. (Mira con aire de impotencia el suelo.)
ABBIE (con indiferencia):
Quizá.
(En el cuarto contiguo, Eben se levanta y comienza a pasearse por el aposento con aire acongojado. Abbie escucha sus pasos. Sus ojos se posan sobre la pared intermedia con concentrada atención. Eben se detiene y mira fijamente. Las ardientes miradas de ambos parecen encontrarse a través de la pared. Inconscientemente, Eben tiende los brazos hacia ella y Abbie se incorpora a medias. Luego, volviendo en sí, Eben murmura una blasfemia y se arroja boca abajo sobre la cama, los crispados puños sobre la cabeza, el rostro sepultado en la almohada. La tensión de Abbie se relaja con un débil suspiro, pero sus ojos siguen clavados en la pared: escucha con toda su atención, tratando de percibir algún movimiento de Eben.)
CABOT (levanta súbitamente la cabeza y dice, con desdén):
¿Llegarás a conocerme algún día…, tú o cualquier hombre o mujer? (Moviendo la cabeza). No. Supongo que no. (Se da vuelta. Abbie mira la pared. Entonces, no pudiendo evidentemente callar sus pensamientos, sin mirar a su esposa, Cabot tiende la mano y aferra la rodilla de Abbie. Ésta sufre un violento sobresalto, le mira, ve que Cabot no la mira por su parte, vuelve a concentrarse en la pared y no presta atención a las palabras de Cabot.) Escúchame, Abbie. Cuando vine aquí, hace cincuenta y tantos años, yo sólo tenía veinte y era uno de les hombres más fuertes y resistentes que hayas visto en tu vida…, diez veces más fuerte que Eben y cincuenta veces más resistente. Entonces esta granja era apenas un erial. La gente se reía cuando lo tomé. No podían saber lo que haría yo. ¡Cuando se logra hacer brotar maíz de las piedras, Dios vive en nosotros! ¡Ellos no eran lo bastante fuertes para eso! Creían que Dios era complaciente. Se reían. Ya no ríen. Algunos murieron en la vecindad. Otros, se fueron al Oeste y murieron allí. Todos están bajo tierra…, por buscar a un Dios más complaciente. Dios no es complaciente. (Mueve lentamente la cabeza) Y yo me endurecí. La gente repetía constantemente que yo era un hombre duro, como si eso fuese un pecado, de modo que por fin les repliqué: «Bueno, entonces… ¡Al cuerno! ¡Me verán ustedes duro y vamos a ver si eso les gusta!» (Bruscamente.) Pero tuve un momento de debilidad. Fue después de haberme pasado dos años aquí. Me sentí desfalleciente…, desesperado. Había tantas piedras… Un grupo se marchaba, abandonando la lucha y dirigiéndose al Oeste. Me uní a él. Seguimos la ruta sin cesar. Llegamos a anchas praderas, a llanuras donde la tierra era negra y rica como el oro. Ni una piedra. Cosa fácil. Bastaba con arar y sembrar y luego encender la pipa y mirar cómo crecía aquello. Yo hubiera podido ser rico…, pero algo me desasosegaba continuamente…, la voz del Señor que decía: «Esto no tiene valor para mí. ¡Vuélvete a tu pueblo!» Esa voz terminó por asustarme y volví aquí, dejando mi concesión y mis cosechas a quien quisiera tomarlos. Sí. ¡Renuncié a lo que me pertenecía por derecho! ¡Dios es duro, no complaciente! ¡Dios está en las piedras! «Construye mi iglesia sobre una roca…, con piedras…, ¡y estaré en ella!» ¡Eso fue lo que quiso decirle a Pedro! (Suspira tristemente. Pausa.) Las piedras… Las recogí y apilé hasta formar paredes. En esas paredes puedes leer los años de mi vida. Cada día era una piedra más. Cada día yo subía y bajaba por las colinas, cercaba mis tierras, donde había hecho brotar las cosas de la nada…, como si yo fuese la voluntad de Dios, el siervo de su mano. No fue fácil. Fue duro y Él me endureció para esa tarea. (Pausa.) Cada vez me sentía más solitario. Tomé esposa. Me dio a Simeón y a Peter. Era una buena mujer. Trabajaba mucho. Vivimos juntos veinte años. Nunca me conoció. Me ayudó, pero nunca supo en qué me estaba ayudando. Siempre me sentí solitario. Mi mujer murió. Después de esto, no me sentí ya tan solitario durante algún tiempo. (Pausa.) Perdí la cuenta de los años. No podía malgastar el tiempo contándolos. Simeón y Peter me ayudaban. La granja se agrandaba. ¡Era toda mía! Al pensar en eso, no me sentía solo. (Pausa.) Pero no se puede pensar en lo mismo día y noche. Tomé otra esposa…, la madre de Eben. Su familia me estaba discutiendo en los tribunales mi escritura de la granja… ¡de mi granja! Es por eso por lo que Eben desvaría diciendo que la granja era de su madre. Mi nueva esposa alumbró a Eben. Era hermosa…, pero blanda. Trató de ser dura. No pudo conseguirlo. Nunca me conoció. La vida con ella fue más solitaria que el infierno. Al cabo de unos dieciséis años murió. (Pausa.) Viví con los muchachos. Éstos me aborrecían porque yo era duro. Yo les aborrecía porque eran blandos. Codiciaban la granja sin saber qué significaba ésta. Me volví más amargo que el ajenjo. Me sentí envejecido… al verles codiciar lo que yo había hecho para mí. Luego, esta primavera, se produjo la llamada…, la voz de Dios que gritó en mi desierto, en mi soledad… ¡que me ordenó irme y buscar y encontrar! (Volviéndose hacia Abbie con extraña pasión.) ¡Busqué y te encontré! ¡Tú eres mi Rosa de Sarón! ¡Tus ojos son como…! (Abbie se ha vuelto hacia él con el rostro descolorido, los ojos llenos de resentimiento. Él la contempla durante un momento, y dice luego, con aspereza.) ¿Has aprendido algo con todo lo que te dije?
ABBIE: (con aire confuso):
Quizá.
CABOT (apartándola de un empellón, irritado):
Nada sabes…, ni sabrás nunca. Si no tienes un hijo que te salve… (Su tono es de fría amenaza.)
ABBIE (con resentimiento):
¿Acaso no he rezado?
CABOT (con amargura):
;Vuelve a rezar… ¡para que Dios te dé comprensión!
ABBIE (con velada amenaza en el tono):
Tendrás un hijo conmigo, te lo prometo.
CABOT:
¿Cómo puedes prometerlo?
ABBIE:
Quizá tenga doble vista. Quizá pueda predecir el futuro. (Sonríe de una manera extraña.)
CABOT:
Creo que la tienes, sí. A veces me causas escalofríos. (Se estremece.) En esta casa hace frío. Uno se siente intranquilo. Hay cosas que rondan en la oscuridad…, por los rincones.
(Se pone los pantalones, metiéndose la camisa de noche dentro de éstos y se calza los botas.)
ABBIE (sorprendida):
¿Adónde vas?
CABOT (con tono extraño):
Adonde se descansa bien…, adonde el aire es tibio… Al establo. (Con amargura.) Sé hablar con las vacas. Me conocen. Nos conocen a la granja y a mí. Me darán la paz.
(Se vuelve para encaminarse hacia la puerta)
ABBIE (algo asustada):
¿No estarás enfermo esta noche Ephraim?
CABOT:
Estoy madurando. Madurando para caer de la rama.
(Sale y sus botas despiertan sordos rumores al bajar las escaleras. Eben se incorpora sobresaltado, escuchando. Abbie presiente este movimiento y contempla fijamente la pared. Cabot sale de la casa doblando la esquina, se queda parado junto a la cerca y mira al cielo parpadeando. Alza los brazos en atormentado gesto.)
CABOT:
Dios Todopoderoso, ¡háblame desde la tiniebla!
(Escucha, como esperando una respuesta. Luego deja caer los brazos, menea la cabeza y se dirige trabajosamente hacia el establo. Eben y Abbie se miran fijamente a través de la pared. Eben suspira con tristeza y Abbie le hace eco. En ambos se advierte un gran nerviosismo, un tremendo desasosiego. Finalmente, Abbie se levanta y escucha, acercando el oído a la pared. Eben obra como si viese cada movimiento de Abbie, pero permanece inmóvil. Abbie parece tomar una decisión y sale resueltamente por el foro. Los ojos de Eben la siguen. Luego, al abrirse con suavidad la puerta de su aposento, se vuelve, espera en actitud tensamente inmóvil. Abbie permanece contemplándole durante un momento, los ojos ardientes de deseo. Luego, con leve grito, se lanza hacia él y le ciñe con los brazos el cuello, le hace echar atrás la cabeza y le cubre la boca de besos. Al principio, él la deja hacer en silencio; luego, le echa a su vez los brazos al cuello y le devuelve sus besos, pero finalmente, consciente de su propio odio, la repele de un empellón al tiempo que da un salto hacia atrás. Ambos permanecen sin hablar y sin aliento, jadeantes como dos animales.)
ABBIE (por fin, penosamente):
No debes obrar así, Eben… ¡No debes! ¡Yo puedo hacerte feliz!
EBEN (con aspereza):
No quiero ser feliz… ¡contigo!
ABBIE (con aire impotente):
¡Lo eres, Eben! ¡Lo eres! ¿Por qué mientes?
EBEN (con malignidad):
¡Tú no me gustas! ¿Entiendes? ¡Te odio!
ABBIE (con risa insegura y turbada):
De todos modos, te besé… y contestaste a mi beso…, tus labios ardían…, ¡no puedes negármelo! (Con vehemencia.) Si no te importo…, ¿por qué me devolviste el beso…, por qué ardían tus labios?
EBEN (secándose la boca):
Parecían sentir veneno. (Con tono insultante.) Al devolverte el beso, quizá yo haya creído que eras otra.
ABBIE (con frenesí):
¿Min?
EBEN:
Quizá.
ABBIE (atormentada):
¿Fuiste a verla? ¿Fuiste, realmente? Creí que no irías. ¿Fue por eso por lo que me rechazaste ahora?
EBEN (con burla):
¿Y qué, si así fuera?
ABBIE (furiosa):
¡Entonces eres un perro, Eben Cabot!
EBEN (amenazador):
¡Tú no me puedes hablar así!
ABBIE (con chillona risa):
¿Que no? ¿Creíste que estaba enamorada de ti…, de un cobarde como tú? ¡Nada de eso! Sólo te necesitaba para una cosa que me he propuesto…, ¡y te conseguiré aún, porque soy más fuerte que tú!
EBEN (con resentimiento):
¡Ya decía yo que esto sólo formaba parte de tu plan de devorarlo todo!
ABBIE (insultante):
¡Puede ser!
EBEN (furioso):
¡Sal de mi cuarto!
ABBIE:
¡Este cuarto es mío y tú no eres más que un jornalero!
EBEN (amenazador):
¡Sal antes que te mate!
ABBIE (con plena confianza en sí misma ahora):
No siento ni pizca de miedo. Tú me deseas…, ¿verdad? ¡Sí que me deseas! ¡Y el hijo de tu padre nunca mata lo que desea! ¡Mira tus ojos! ¡En ellos arde el ansia por mí, arde hasta consumirlos! ¡Mira tus labios ahora! ¡Los hace temblar la avidez de besarme y a tus dientes los estremecen las ganas de morder! (Él la contempla ahora presa de horrible fascinación. Abbie ríe, con alocada risa triunfante.) ¡Voy a hacer de toda esta casa mi casa! (Le hace una burlona reverencia.) Hay una habitación que no es mía aún, pero que lo será esta noche. ¡Voy a bajar y a encender las luces! (Le hace una burlesca reverencia.) ¿Quiere venir a galantearme al recibimiento, míster Cabot?
EBEN (mirándola absorto, presa de horrible confusión, con voz apagada):
¡No te atrevas a hacerlo! ¡Esa habitación está cerrada desde que mamá murió y fue velada allí! ¡No te…!
(Pero los ojos de Abbie están fijos en él con una mirada tan ardiente, que la voluntad de Eben parece desfallecer ante la de ella. Eben se queda inmóvil, balanceándose al contener su impulso hacia ella, con aire de impotencia.)
ABBIE (sosteniendo su mirada y volcando toda su voluntad en sus palabras, mientras retrocede de espaldas hacia la puerta):
Te espero pronto, Eben.
EBEN (la sigue con la mirada, absorto, durante algún tiempo, después de acercarse a la puerta. En la ventana de la sala aparece una luz. Eben murmura):
¿En la sala? (Esto parece suscitar en él ciertas reminiscencias, porque vuelve y se pone su camisa blanca y el cuello, anuda a medias y mecánicamente la corbata, se pone la chaqueta, toma su sombrero, se queda un momento inmóvil, descalzo, mirando en torno con perplejidad y murmura con incertidumbre.) ¡Mamá! ¿Dónde estás? (Y va lentamente hacia la puerta del foro.)
(Telón.)