El exterior de la granja, como en la primera parte: una calurosa tarde de domingo, dos meses después.
Abbie, vestida con sus mejores galas, está sentada en una mecedora en el extremo del porche. Se mece con indiferencia, enervada por el calor, mirando algún punto del vacío con ojos aburridos y entornados.
Eben asoma la cabeza por la ventana del dormitorio. Mira furtivamente a su alrededor y trata de ver si hay alguien en el porche, pero, aunque ha tenido buen cuidado de no hacer ruido, Abbie ha oído sus movimientos. Deja de mecerse, su rostro revela animación y ansiedad, espera atentamente. Eben hace como que se da cuenta de su presencia, repele malhumorado los pensamientos que ella le inspira y escupe con exagerado desprecio. Luego vuelve al interior de la habitación. Abbie espera, conteniendo la respiración, mientras escucha con apasionada ansiedad hasta el más leve de los rumores que se perciben dentro de la casa.
Eben sale. Los ojos de ambos se encuentran. Los de él se turban. Confuso, se vuelve y cierra dando un portazo, con resentimiento. Ante este ademán, Abbie ríe de manera provocativa, divertida, pero al mismo tiempo picada e irritada. Eben frunce el ceño, cruza a grandes pasos el porche dirigiéndose hacia el sendero y marcha rumbo a la carretera, pasando junto a Abbie con gran alarde de no advertir su existencia. Viste un traje de confección y está muy acicalado. Su rostro brilla de jabón y agua. Abbie se inclina hacia adelante en su mecedora, los ojos crueles e irritados ahora y, al pasar Eben a su lado, ríe con una risita sarcástica, insultante.
EBEN (picado, se vuelve hacia ella, furioso):
¿De qué se ríe?
ABBIE (triunfante):
EBEN:
¡De usted!
EBEN:
¿Qué pasa conmigo?
ABBIE:
Está lamido y aceitado como un toro de exposición.
EBEN (con risa mordaz):
Bueno… ¡Usted tampoco está tan linda que digamos! ¿No le parece?
(Se miran fijamente en los ojos. Los de Eben son atraídos contra su voluntad por los de ella, que brillan con ímpetu de posesión. La atracción física existente entre ambos se convierte en una fuerza concreta, trémula en el aire caliente.)
ABBIE (con suavidad):
Usted no ha querido decir eso, Eben. Quizá lo crea, pero no es así. No le sería posible. Eso iría contra la Naturaleza, Eben. Usted ha estado luchando consigo mismo desde el día en que vine…, tratando de convencerse de que yo no era suficientemente guapa para usted. (Ríe con una risa suave y húmeda, sin apartar sus ojos de los de Eben. Pausa. El cuerpo de Abbie se retuerce en un espasmo de deseo, y ésta murmura, lánguidamente.) ¿Verdad que el sol está fuerte y caliente? Se siente cómo quema la tierra…, la Naturaleza…, haciendo crecer las cosas… cada vez más…, abrasándonos por dentro…, dándonos deseos de ser… otra cosa… hasta que nos sentimos unidos a esa otra cosa… y la hacemos nuestra…; pero al mismo tiempo, nos posee… y nos hace crecer más…, hasta que parecemos árboles… como esos olmos… (Vuelve a reír suavemente, sin apartar sus ojos de los de Eben. Este da un paso hacia ella, contra su voluntad.) La Naturaleza le vencerá, Eben. Más vale que lo reconozca desde ahora.
EBEN (tratando de liberarse del hechizo de Abbie, con turbación):
Si papá le oyera decir eso… (Con resentimiento.) ¡Pero usted ha convertido en un imbécil a ese viejo bribón…!
(Abbie ríe.)
ABBIE:
Pero… ¿acaso no lo pasa usted mucho mejor, ahora que él está más blando?
EBEN (desafiante):
No. Lucho con él…, lucho con usted…, ¡lucho por los derechos de mamá a su casa! (Esto le libera del hechizo de Abbie y la mira furiosamente.) Y sé muy bien lo que pretende usted. No me engaña. Quiere engullirlo todo y hacerlo suyo. Bueno… ¡Pues ya verá que soy un bocado demasiado grande para usted!
(Se aparta de ella, con risa burlona.)
ABBIE (tratando de recuperar su influencia sobre él, dice con tono seductor):
¡Eben!
EBEN:
¡Déjeme en paz!
(Se dispone a marcharse.)
ABBIE (Con tono más imperativo):
¡Eben!
EBEN (se detiene y dice, con disgusto):
¿Qué quiere?
ABBIE (tratando de disimular una creciente excitación):
¿Adónde va?
EBEN (con maliciosa despreocupación):
¡Oh! A dar un paseíto por la carretera.
ABBIE:
¿Al pueblo?
EBEN (con displicencia):
Puede ser.
ABBIE (con excitación):
¿A ver a esa Min, supongo?
EBEN:
Puede ser.
ABBIE (con voz débil):
¿Por qué va a perder el tiempo con ella?
EBEN (vengándose, ahora, le sonríe con sarcasmo):
No se puede vencer a la Naturaleza, dijo usted…, ¿verdad?
(Ríe y se dispone nuevamente a marcharse.)
ABBIE (estallando):
¡Una zorra vieja y fea!
EBEN (con risita provocativa):
¡Es más linda que usted!
ABBIE:
Una zorra que todos los borrachos de la zona han…
EBEN (insultante):
Puede ser…, pero es mejor que usted. Reconoce honradamente lo que hace.
ABBIE (furiosa):
No se atreva a comparar…
EBEN:
Ella no viene clandestinamente a robar… lo que es mío.
ABBIE (aferrándose con violencia salvaje al punto débil de Eben):
¿Suyo? ¿Se refiere… a mi granja?
EBEN:
Me refiero a la granja por la cual usted se vendió como cualquier vieja ramera… ¡Mi granja!
ABBIE (herida, con vehemencia):
¿Suya? ¡Jamás verá en su poder ni la más pestilente de sus cizañas! (Gritando.) ¡No quiero verle más! ¡Haré que su padre le eche de aquí a latigazos si se me antoja! ¡Usted sólo vive aquí porque yo lo tolero! ¡Váyase! ¡Le odio!
(Se detiene, jadeante y mirándolo con ojos centelleantes de furia.)
EBEN (pagándole la mirada con la misma moneda):
¡Y yo, la odio a usted!
(Gira sobre sus talones y se va a grandes pasos por la carretera. Abbie sigue con la mirada su figura que se aleja, con intenso odio. El viejo Cabot viene del establo. La dura y ceñuda expresión de su semblante ha cambiado. Parece, en cierto modo, misteriosamente suavizado, ablandado. En sus ojos hay una extraña e incongruente expresión soñadora. Con todo, no revela síntoma alguno de debilidad física: parece, más bien, haber ganado en vigor y en juventud. Abbie, al verle, le vuelve la espalda rápidamente, con no disimulada aversión. Cabot se le acerca lentamente.)
CABOT (con mansedumbre):
¿Has estado riñendo con Eben de nuevo?
ABBIE (con tono seco):
No.
CABOT:
Pues estabais hablando a gritos.
(Se sienta sobre la balaustrada del porche.)
ABBIE (con brusquedad):
Si nos oíste, están de más tus preguntas.
CABOT:
No oí qué decíais.
ABBIE (aliviada):
En realidad… no vale la pena hablar de eso.
CABOT (después de una pausa):
Eben es muy raro.
ABBIE (con amargura):
¡Es tu viva imagen!
CABOT (con extraño interés):
¿Lo crees así, Abbie? (Después de una pausa, cavilosamente.) Eben y yo nunca nos hemos entendido. Nunca he podido soportarle. Es tan endiabladamente cobarde… como su madre.
ABBIE (desdeñosa):
¡Sí! ¡Casi tan cobarde como tú!
CABOT (como si no la hubiese oído):
Quizá yo haya sido demasiado duro con él.
ABBIE (sarcástica):
Pues, ahora… ¡te estás ablandando! ¡Te vuelves blando como la grasa! Eso era lo que estaba diciendo Eben.
CABOT (su rostro inmediatamente ceñudo y siniestro):
¿Dijo eso? Más vale que no diga esas cosas y que no me irrite o descubrirá muy pronto que… (Pausa. Ella no le mira. El rostro de Cabot se suaviza gradualmente. Contempla el cielo.) Hermoso…, ¿verdad?
ABBIE (malhumorada):
Nada veo de hermoso.
CABOT:
El cielo. Parece un campo tibio, allá arriba.
ABBIE (con tono sarcástico):
¿Piensas comprar también el pedazo de cielo que está sobre tu granja? (Ríe despectivamente.)
CABOT (con tono extraño):
Me gustaría poseer mi lugarcito allá arriba. (Pausa.) Estoy envejeciendo, Abbie. Pronto estaré maduro y caeré de la rama. (Pausa. Ella le mira, intrigada. Él prosigue.) Dentro de la casa, se siente siempre un frío de soledad… hasta cuando, fuera, el calor achicharra. ¿No lo has notado?
ABBIE:
No.
CABOT:
En el establo el aire es tibio…, huele bien y es tibio gracias a las vacas. (Pausa.) Las vacas son raras.
ABBIE:
¿Cómo tú?
CABOT:
Como Eben. (Pausa.) Estoy empezando a resignarme a Eben… como me sucedió con su madre. Estoy empezando a soportar su blandura… como soporté la de ella. Creo que hasta podría tomarle afecto… ¡si no fuese tan estúpido! (Pausa.) Seguramente, es la vejez que se me está metiendo en los huesos.
ABBIE (con indiferencia):
De todos modos… no estás muerto, aún.
CABOT (excitado):
¡No, por cierto! ¡No te quepa duda! ¡Ni por pienso! ¡Estoy sano y resistente como un nogal! (Melancólicamente.) Pero después de los setenta, el Señor nos advierte que nos preparemos. (Pausa.) Es por eso por lo que pienso en Eben. Ahora que sus malditos y pecadores hermanos se han ido camino del infierno, sólo me queda Eben.
ABBIE (con resentimiento):
¿Acaso no te quedo yo? (Con agitación.) ¿Qué significa ese repentino afecto por Eben? ¿Por qué no hablas de mí para nada? ¿No soy tu legítima esposa?
CABOT (con sencillez):
Sí. Lo eres. (Pausa. La mira con deseo, en sus ojos brota la avidez y con brusco movimiento, se apodera de las manos de Abbie y las estruja, declamando con el extraño ritmo propio de un predicador al aire libre.) ¡Eres mi rosa de Sarón! ¡Mira cuán hermosa eres! Tus ojos son palomas, tus labios como la grana, tus pechos como cervatillos, tu ombligo como una copa redonda, tu vientre un montón de trigo…
(Le cubre de besos la mano. Ella no parece darse cuenta. Mira el vacío con ojos duros e irritados.)
ABBIE (retirándole las manos con violencia, dice ásperamente):
De modo que te propones dejarle la granja a Eben…, ¿no es eso?
CABOT (aturdido):
¿Dejar…? (Con resentida obstinación.) ¡No pienso dársela a nadie!
ABBIE (implacablemente):
No puedes llevártela contigo.
CABOT (medita un momento y admite, a regañadientes):
Pero si pudiese hacerlo lo haría…, ¡por Dios que sí! ¡O si pudiese, al morir, le pegaría fuego y la miraría arder! ¡Sí! ¡Esta casa y todas las espigas de maíz y todos los árboles, todo, hasta la última brizna de heno! ¡Me quedaría sentado, mirando, y sabría que todo moriría conmigo y que nadie volvería a poseer lo que es mío, lo que hice surgir de la nada con mi sudor y mi sangre! (Pausa. Luego agrega con extraño afecto.) Salvo las vacas. A ellas las pondría en libertad.
ABBIE (con aspereza):
¿Y yo?
CABOT (con extraña sonrisa):
Tú quedarías en libertad, también.
ABBIE (furiosa):
¡De modo que ésa es tu gratitud por haberme casado contigo! ¡Me pagas volviéndote bueno con Eben, que te odia, y hablando de echarme al camino!
CABOT (precipitadamente):
¡Abbie! Tú sabes que yo no he querido…
ABBIE (vengativa):
¡Déjame que te diga un par de cosas sobre Eben! ¿Sabes adónde se ha marchado? ¡A ver a esa ramera, Min! Traté de detenerlo. Nos está deshonrando a ti y a mí…, ¡y un sábado!
CABOT (con aire culpable):
Es un pecador…, nació así. Es la lujuria que le roe el corazón.
ABBIE (irritada más allá de lo soportable, dice en un impulso de salvaje venganza):
¡Y su lujuria por mí! ¿Qué excusa le encuentras a eso?
CABOT (la mira absorto y dice, después de una pausa):
¿Lujuria… por ti?
ABBIE (desafiante):
Estaba tratando de hacerme el amor… cuando nos oíste reñir.
CABOT (la mira absorto y, luego, a su rostro asoma una tremenda explosión de ira y se levanta de un salto, temblando de pies a cabeza):
¡Por Dios Todopoderoso! ¡Le mataré!
ABBIE (temiendo ahora por Eben):
¡No! ¡No hagas eso!
CABOT (con violencia):
¡Cogeré la escopeta y le haré volar los blandos sesos hasta la copa de esos olmos!
ABBIE (echándole los brazos al cuello.):
¡No, Ephraim!
CABOT (apartándola con violencia):
¡Sí que lo haré!
ABBIE (con tono tranquilizador):
Escucha, Ephraim. No ha sido cosa seria…, tonterías de muchacho…, sólo broma y burla…
CABOT:
Entonces… ¿por qué hablaste de lujuria?
ABBIE:
Mis palabras debieron parecer peores de lo que me proponía. Y me enloqueció el pensar… que tú le dejarías la granja.
CABOT (más tranquilo, pero ceñudo y cruel aún):
Bueno. Entonces, le echaré de aquí a latigazos si eso te gusta más.
ABBIE (cogiéndole la mano):
No. ¡No pienses en mí! No debes echarlo. Sé razonable. ¿Quién te ayudaría, entonces, en las faenas de la granja? No hay gente en los alrededores.
CABOT (medita sobre estas palabras y luego asiente, con aire comprensivo):
No te falta razón. (Con irritación.) Bueno, que se quede. (Se sienta sobre la balaustrada del porche. Ella se sienta a su lado. Cabot murmura, desdeñosamente.) No debí enfurecerme así…, por ese ternero imbécil. (Pausa.) Pero ésta es la cuestión. ¿Cuál de mis hijos seguirá atendiendo la granja… cuando me llame el Señor? Simón y Peter se han ido al infierno… y Eben los seguirá.
ABBIE:
Estoy yo.
CABOT:
No eres más que una mujer.
ABBIE:
Soy tu esposa.
CABOT:
Pero tú no eres yo. Un hijo soy yo mismo…, mi sangre…, algo mío. Lo mío debiera heredar lo mío. Y entonces, la granja seguiría perteneciéndome…, aunque yo estuviera dos metros bajo tierra. ¿Comprendes?
ABBIE (mirándole con odio):
Sí. Comprendo.
(Se torna pensativa, en su rostro se pinta una expresión taimada y sus ojos escudriñan astutamente a Cabot.)
CABOT:
Estoy envejeciendo…, pronto estaré maduro para caer de la rama. (Con repentina y forzada reafirmación.) ¡Pero no por eso dejo de ser una nuez difícil de cascar…, y por muchos años todavía! ¡Por Dios que soy capaz de aguantar cualquier trabajo mejor que la mayoría de los jóvenes, cualquier día del año!
ABBIE (bruscamente):
Puede ser que el Señor nos dé un hijo.
CABOT (se vuelve y la mira con ansiedad):
¿Quieres decir… un hijo… tuyo y mío?
ABBIE (con risa zalamera):
¿Acaso no eres un hombre fuerte? Eso nada tiene de imposible…, ¿verdad? Tú y yo lo sabemos. ¿Por qué me miras con tanto asombro? ¿Nunca habías pensado en eso? Pues yo, sí… No he dejado de pensarlo ni por un momento… Sí… Y he estado rezando para que suceda, además.
CABOT (el rostro colmado de gozoso orgullo y con una suerte de éxtasis religioso):
¿Has estado rezando, Abbie…, para que tengamos un hijo, tú y yo?
ABBIE:
Sí. (Con decisión.) Ahora, quiero un hijo.
CABOT (aferrándole excitado ambas manos):
¡Sería la bendición de Dios, Abbie…, la bendición de Dios Todopoderoso para mí… en mi vejez…, en mi soledad! Entonces, yo haría cualquier cosa por ti, Abbie. Te bastaría con pedir… ¡todo lo que se te antojara!
ABBIE (interrumpiéndolo):
¿Me dejarías entonces la granja… a mí y al niño…?
CABOT (con vehemencia):
¡Haría lo que me pidieras, te digo! ¡Lo juro! ¡Que me condenen al infierno para toda la eternidad si miento! (Se deja caer de rodillas, obligándola a hincarse con él. El fervor de sus esperanzas hace temblar todo su cuerpo.) Abbie. ¡Hoy es sábado! ¡Rezaré contigo! Dos plegarias valen más que una. «¡Y Dios escuchó a Raquel!» ¡Y Dios escuchó a Abbie! ¡Reza, Abbie! ¡Reza para que el Señor te escuche!
(Inclina la cabeza, murmurando. Ella finge hacer lo mismo, pero le mira de soslayo con aire de desdén y de triunfo.)
(Telón.)