ESCENA IV

El mismo escenario de la escena segunda: se ve el interior, de la cocina y una vela encendida sobre la mesa. Fuera, el gris del amanecer.

Simeón y Peter están terminando su desayuno. Eben, sentado delante de su plato intacto de comida, cavila con el ceño fruncido.

PETER (mirándole con cierta irritación):

De nada sirve ponerse lúgubre.

SIMEÓN (sarcásticamente):

¡Le entristece el deseo de la carne!

PETER (con una sonrisa burlona):

¿Había sido tuya ya antes?

EBEN (colérico):

Eso no os importa. (Pausa.) Pensaba en él. Siento que se está acercando…, lo siento como se siente la proximidad del escalofrío de la malaria.

PETER:

Es demasiado temprano todavía.

SIMEÓN:

No sé. A él le gustaría encontrarnos dormidos…, nada más que para poder reprocharnos algo.

PETER (se pone en pie mecánicamente. Simeón hace lo mismo):

Bueno… Vamos a trabajar.

(Se dirigen con paso fatigado y mecánico hacia la puerta antes de poder pensarlo. De pronto recuerdan y se detienen bruscamente.)

SIMEÓN (sonriendo con aire burlón):

¡Eres un estúpido, Peter…, y yo, otro! ¡Que nos vea sin trabajar! ¡Nos importa un cuerno!

PETER (mientras vuelven a la mesa):

¡Un cuerno! Eso servirá para hacerle comprender que hemos terminado con él.

(Vuelven a sentarse. Eben pasea la mirada del uno al otro con aire de sorpresa.)

SIMEÓN (le sonríe burlonamente):

Nos proponemos ser lirios del campo.

PETER:

¡No moveremos un solo dedo!

SIMEÓN:

Tú eres el único dueño… hasta que llegue él. Eso es lo que has querido. Pues bien… Tienes que ser también el único que trabaje.

PETER:

Las vacas están mugiendo. ¡Más vale que te des prisa a ordeñarlas!

EBEN (con excitada alegría):

¿Quieres decir que me firmaréis el papel?

SIMEÓN (secamente):

Quizá.

PETER:

Quizá.

SIMEÓN:

Lo estamos pensando. (Con tono perentorio.) Será mejor que vayas a trabajar.

EBEN (con extraña excitación):

¡La granja vuelve a ser de mamá! ¡Es mi granja! ¡Esas vacas son mías! ¡Me mojaré estos condenados dedos con leche de mis propias vacas!

(Sale por el foro. Ellos le siguen con una mirada de indiferencia.)

SIMEÓN:

Igual que su padre.

PETER:

¡Su viva imagen!

SIMEÓN:

Bueno… ¡Allá ellos!

(Eben sale por la puerta y dobla la esquina de la casa. El cielo está empezando a colorearse con los fulgores del sol naciente. Eben se detiene junto a la cerca y mira a su alrededor con ojos centelleantes y que desbordan instinto de posesión. Abarca toda la granja en su vasta mirada de deseo.)

EBEN:

¡Es hermosa! ¡Es muy hermosa! ¡Es mía! (Súbitamente echa atrás con audacia la cabeza y contempla el cielo con ojos duros y desafiantes.) ¡Mía! ¿Oyes? ¡Mía!

(Se vuelve y sale rápidamente por el foro izquierda, camino del establo. Los dos hermanos encienden sus pipas.)

SIMEÓN (poniendo sobre la mesa sus embarradas botas y echando atrás la silla, lanza con aire desafiante una bocanada de humo):

Bueno… Esto es comodidad…, por una vez siquiera.

PETER:

Sí…

(Sigue su ejemplo. Pausa. Inconscientemente, ambos suspiran.)

SIMEÓN (de pronto):

Eben nunca fue gran cosa ordeñando.

PETER (con un bufido):

¡Sus manos parecen pezuñas!

(Pausa.)

SIMEÓN:

¡Alcánzame ese jarro! Echemos un trago. Me siento algo deprimido.

PETER:

¡Buena idea! (Lo hace, toma dos vasos y ambos se sirven whisky.) ¡Éste, por el oro de California!

SIMEÓN:

¡Y por la suerte que hace falta para encontrarlo!

(Beben, lanzan un bufido, suspiran, retiran sus pies de la mesa.)

PETER:

Parece que no nos ha sentado bien.

SIMEÓN:

No estamos acostumbrados a beberlo tan temprano.

(Pausa. Se muestran muy desasosegados.)

PETER:

Se asfixia uno en esta cocina.

SIMEÓN (con inmenso alivio):

Vamos a tomar un poco de aire.

(Se levantan ágilmente y salen por el foro, reaparecen después de dar la vuelta a la casa y se detienen junto a la tapia. Contemplan el cielo con admiración.)

PETER:

¡Qué hermosura!

SIMEÓN:

Sí. El oro está al Este, ahora.

PETER:

El sol parte con nosotros hacia el dorado Oeste.

SIMEÓN (pasea la mirada por la granja; su contraído rostro se vuelve tenso, no logrando disimular su emoción):

Bueno… Quizá sea nuestra última mañana.

PETER (lo mismo):

Sí.

SIMEÓN (golpea el suelo con el pie y le habla a la tierra con desesperación):

Hay treinta años míos enterrados en ti…, fecundándose…, enriqueciendo tu alma… ¡He sido para ti un abono de primera, qué diablos!

PETER:

¡Sí! ¡Y yo también!

SIMEÓN:

Y tú también, Peter. (Suspira. Luego escupe.) Bueno… Es inútil llorar sobre la leche derramada.

PETER:

En el Oeste hay oro… y libertad, quizá. Aquí hemos sido esclavos de estos muros de piedra.

SIMEÓN (desafiante):

Desde ahora no somos esclavos de nadie… ni de nada. (Pausa, preocupado.) A propósito de leche, me pregunto… ¿cómo se las estará componiendo Eben?

PETER:

Supongo que saldrá del paso.

SIMEÓN:

Quizá debiéramos ayudarle… por esta vez.

PETER:

Quizá. Las vacas nos conocen.

SIMEÓN:

Y nos quieren. A Eben no le conocen gran cosa.

PETER:

Y lo mismo los caballos y los cerdos y las gallinas. No conocen mucho a Eben.

SIMEÓN:

Nos conocen como a hermanos… ¡y nos quieren! (Orgullosamente.) ¿Acaso no los hemos criado para que sean unos animales de primera, unos ejemplares de exposición?

PETER:

Ya no.

SIMEÓN (tristemente):

Lo olvidaba. (Resignado.) Bueno, vamos a ayudarle un poco a Eben, y nos servirá para despabilarnos.

PETER:

De acuerdo.

(Se disponen a salir por el foro izquierda, camino del establo, cuando Eben aparece y se adelanta presurosamente hacia ellos, muy excitado.)

EBEN (sin aliento):

Bueno… ¡Ahí están! ¡La vieja mula y la recién casada! ¡Los he visto desde el establo, allá abajo, en el recodo!

PETER:

¿Cómo puedes distinguirlos desde tan lejos?

EBEN:

¿Acaso no tengo toda la buena vista que a él le falta? ¿Acaso no he visto a la yegua y el carro y a dos personas sentadas en él? ¿Quién, si no…? ¡Y os digo que los siento llegar, además!

(Se retuerce como si tuviera una comezón.)

PETER (empezando a sentirse irritado):

Bueno… ¡Que él mismo desenganche la yegua!

SIMEÓN (irritado, a su vez):

De prisa entonces, y vayamos en busca de nuestros hatos y marchémonos en el mismo momento en que él llegue. No quiero franquear siquiera el umbral cuando esté de regreso.

(Ambos se encaminan hacia el interior, doblando la esquina de la casa. Eben los sigue.)

PETER:

Muéstranos el color del dinero de ese viejo avaro y firmaremos.

(Él y Simeón desaparecen por la izquierda y suben pesadamente al primer piso en busca de sus hatos. Eben aparece en la cocina, corre hacia la ventana, se asoma por ella, vuelve y saca un listón del piso, debajo del hornillo, extrae de allí una bolsita de lona y la deposita sobre la mesa, reintegrando luego a su sitio el listón. Al cabo de un instante aparecen los dos hermanos. Llevan viejas maletas.)

EBEN (pone la mano sobre la bolsa, con gesto precautorio):

¿Habéis firmado?

SIMEÓN (le muestra el papel en la mano):

Sí. (Codiciosamente) ¿Es ése el dinero?

EBEN (abre la bolsa y hace caer de ella un montón de monedas de oro de veinte dólares):

Monedas de veinte dólares…, treinta en total. Contadlas.

(Peter lo hace, agrupándolas en pilas de a cinco, mordiendo un par de ellas para probarlas.)

PETER:

Seiscientos.

(Pone el dinero en la bolsita de lona y guarda ésta cuidadosamente bajo su camisa.)

SIMEÓN (tendiéndole el papel a Eben):

Aquí tienes.

EBEN (después de arrojar una mirada sobre el papel, lo dobla con sumo cuidado y lo oculta bajo su camisa, diciendo con gratitud):

Gracias.

PETER:

Somos nosotros quienes te damos las gracias por el paseo en barco.

SIMEÓN:

Te mandaremos un pedazo de oro para Navidad.

(Pausa. Eben los mira y ellos le miran a su vez.)

PETER (con aire embarazado):

Bueno…, nos vamos.

SIMEÓN:

¿Vienes al patio?

EBEN:

No. Esperaré aquí un momento.

(Otro silencio. Ambos hermanos se dirígen al sesgo hacia la puerta del foro y luego se vuelven y detienen.)

SIMEÓN:

Bueno… Adiós.

PETER:

Adiós.

EBEN:

Adiós.

(Salen. Eben se sienta junto a la mesa, de frente al hornillo, y saca el documento. Mira alternativamente el papel y el hornillo. Su rostro, iluminado por el dardo de luz solar que entra por la ventana, acusa una expresión de trance. Sus labios se mueven. Ambos hermanos salen hasta la cerca.)

PETER (mirando en dirección al establo):

Ahí le tienes…, desenganchando.

SIMEÓN (con una risita):

¡Te apuesto a que se siente furioso!

PETER:

Y ahí está ella.

SIMEÓN:

Veamos qué aspecto tiene nuestra nueva madre.

PETER (con una sonrisa burlona):

¡Y démosle nuestra maldición de despedida!

SIMEÓN (sonriente):

Me dan ganas de correr una parranda. Siento ligeros la cabeza y los pies.

PETER:

También yo. Me dan ganas de reír hasta reventar.

SIMEÓN:

¿Será el licor?

PETER:

No. Mis pies sienten comezón de andar y andar… y dar brincos y…

SIMEÓN:

¿Bailar?

(Pausa.)

PETER (intrigado):

¡Qué raro!…

SIMEÓN (cuyo rostro se ilumina):

Supongo que será porque han cerrado la escuela. Estamos de vacaciones. ¡Por una vez, somos libres!

PETER (aturdido):

¿Libres?

SIMEÓN:

¡Se ha roto el cabestro…, ha reventado el arnés…, han caído los barrotes de la cerca…, se desmoronan los muros de piedra! ¡Nos iremos por la carretera corriendo y dando cabriolas!

PETER (tomando aliento profundamente, con tono oratorio):

El que quiera esta granja, este viejo y pestilente montón de piedras, puede quedarse con ella. ¡No es nuestra! ¡No, señor!

SIMEÓN (saca la puerta de sus goznes y se la pone debajo del brazo):

¡Con esto declaramos abolidas las puertas cerradas y las puertas abiertas y todas las puertas, qué diablos!

PETER:

Nos la llevaremos para que nos dé suerte y la echaremos a flotar a la deriva por algún río.

SIMEÓN (al oír rumor de voces a la izquierda del foro):

¡Ahí vienen!

(Ambos hermanos quedan rígidos, convertidos en dos estatuas de ceñudo rostro. Entran Ephraim Cabot y ABBIE Putnam. Cabot tiene setenta y cinco años, es alto y delgado, de grande, nerviosa y concentrada fuerza, pero cargado de espaldas a causa de las faenas rurales. Su rostro es tan duro como si estuviese tallado en piedra, pero hay en él una debilidad: un mezquino orgullo que le inspiran sus limitadas fuerzas. Sus ojos son pequeños, muy juntos y miopes, y parpadean a cada instante en su esfuerzo por enfocar las cosas, existiendo en su mirar penetrante una violenta tensión, una fuerza que crece hacia adentro. Viste su lúgubre traje dominical. ABBIE tiene treinta y cinco años; es una mujer frescachona, plena de vitalidad. Su redondo rostro es bello, pero está empañado por su asaz grosera sensualidad. En su mandíbula hay fuerza y obstinación y una firme decisión en sus ojos, y en toda su personalidad resalta la misma característica temperamental desenfrenada, salvaje y desesperada, tan evidente en Eben.)

CABOT (al entrar ambos, con extrañeza y estrangulada emoción en la seca voz cascada):

Ya estamos en casa, ABBIE.

ABBIE (con un sentimiento de codicia ante la palabra):

¡En casa! (Sus ojos se deleitan mirando la casa, sin ver aparentemente a las dos rígidas figuras de la verja.) Es bonita… ¡Muy bonita! No puedo creer que sea realmente mía.

CABOT (con aspereza):

¿Tuya? ¡Mía! (La mira con ojos penetrantes. Ella le devuelve la mirada. Él agrega, cediendo.) ¡Nuestra… en todo caso! Estuvo solitaria durante demasiado tiempo… Yo envejecía en primavera. Una casa necesita a una mujer.

ABBIE (cuya voz se posesiona de todo lo que la rodea):

¡Una mujer necesita una casa!

CABOT (asintiendo, con indecisión):

Sí… (Con irritación.) ¿Dónde están todos? ¿No hay nadie aquí…, trabajando… o lo que sea?

ABBIE (ve a los hermanos, devuelve con intereses la mirada de frío y estimativo desdén de éstos, y dice lentamente):

Ahí están dos hombres holgazaneando junto a la tapia y mirándome como perros extraviados.

CABOT (esforzando la vista):

Los veo…, pero no consigo distinguirlos bien…

SIMEÓN:

Soy Simeón.

PETER:

Soy Peter.

CABOT (estallando):

¿Por qué no estáis trabajando?

SIMEÓN (secamente):

Estamos esperando para darte la bienvenida al hogar…, ¡a ti y a la novia!

CABOT (confuso):

¿Qué?… Bueno… Ésta es vuestra nueva madre, muchachos.

(Abbie los mira fijamente, y ellos a ella.)

SIMEÓN (se aparta y escupe despectivamente):

¡Ya la veo!

PETER (escupe a su vez):

¡Y yo también!

ABBIE (con la superioridad consciente del vencedor):

Entraré a ver mi casa.

(Da lentamente la vuelta, dirigiéndose al porche.)

SIMEÓN (con un bufido):

¡Su casa!

PETER (gritándole a Abbie):

Dentro encontrarás a Eben. No le digas que es tu casa. Te lo aconsejo.

ABBIE (repitiendo el nombre):

Eben. (Tranquilamente.) Se lo diré a Eben.

CABOT (con despectiva y burlona sonrisa):

No necesitas decírselo. Eben es un estúpido…, como su madre…, un cobarde y un necio.

SIMEÓN (con su sardónica risotada):

¡Ja, ja! Eben es una astilla tuya…, tu viva imagen. ¡Duro y áspero como un nogal! Los lobos se devoran entre sí. ¡Quizá Eben te devore, viejo!

CABOT (imperativamente):

¡Vamos, a trabajar los dos!

SIMEÓN (al desaparecer Abbie en el interior de la casa, le guiña el ojo a Peter, y dice, con tono insultante):

De modo que ésa es nuestra nueva madre…, ¿eh? ¿Dónde diablos la desenterraste?

(Él y Peter ríen.)

PETER:

¡Ja, ja! Más vale que la mandes a la pocilga con las demás marranas.

(Ambos ríen estruendosamente, dándose palmadas en los muslos.)

CABOT (está tan atónito ante el descaro de ambos, que tartamudea confuso):

¡Simeón! ¡Peter! ¿Qué os pasa? ¿Estáis borrachos?

SIMEÓN:

Somos libres, viejo… ¡Libres de ti y de toda esta maldita granja!

(La hilaridad y excitación de ambos crecen por momentos.)

PETER:

¡Y nos vamos a los yacimientos de oro de California!

SIMEÓN:

¡Puedes quemar todo esto!

PETER:

Y enterrarlo… ¡Para lo que nos importa!

SIMEÓN:

¡Somos libres, viejo!

(Da una cabriola.)

PETER:

¡Libres!

(Da una voltereta en el aire. Simeón, presa de frenesí, lanza un chillido; Peter le imita y ambos ejecutan una absurda danza guerrera alrededor del viejo, que está petrificado y fluctúa entre la ira y el temor de que estén locos.)

SIMEÓN:

¡Somos libres como los indios! ¡Considérate afortunado de que no te arranquemos el cuero cabelludo!

PETER:

¡Y de que no te quememos el establo y te matemos el ganado!

SIMEÓN:

¡Y de que no violemos a tu nueva mujer!

(Profiere un chillido. Él y Peter dejan de bailar y, con los brazos en jarras, se estremecen de loca risa.)

CABOT (apartándose de ellos):

Es la codicia del oro…, ¡del oro pecador y fácil de California! ¡Les ha vuelto locos!

SIMEÓN (insultante):

¿No te gustaría que te mandáramos a casa un poco de oro pecador, viejo pecador?

PETER:

¡No sólo en California hay oro!

(Retrocede hasta donde los ojos miopes del anciano no pueden seguirle y saca la bolsa del dinero y la agita en el aire por sobre su cabeza, riendo.)

SIMEÓN:

¡Y ese oro es más pecador también!

PETER:

¡Viajaremos por mar!

(Lanza un chillido y da unos saltos.)

SIMEÓN:

¡Viviremos en libertad!

(Lanza un chillido y salta a su vez.)

CABOT (bramando súbitamente de ira):

¡Mi maldición para los dos!

SIMEÓN:

¡Recibe la nuestra a cambio!

(Un chillido.)

CABOT:

¡Os haré encadenar en el manicomio!

PETER:

¡Bah, viejo tacaño! ¡Adiós!

SIMEÓN:

¡Adiós, viejo vampiro!

CABOT:

¡Marchaos antes de que yo…!

(Peter lanza un chillido y recoge una piedra del camino. Simeón hace lo mismo.)

SIMEÓN:

Mamá debe de estar en la sala.

PETER:

¡Sí! ¡Una!… ¡Dos!…

CABOT (asustado):

¿Qué vais a…?

PETER:

¡Tres!

(Ambos arrojan las piedras, que dan en la ventana de la sala. Se oye un estrépito de vidrios rotos, rasgándose también los visillos. Simeón y Peter lanzan sucesivos chillidos.)

CABOT (furioso, abalanzándose sobre ellos):

Si os pongo la mano encima…, ¡os rompo los huesos!

(Pero sus hijos retroceden ante él dando cabriolas, Simeón con la puerta aún debajo del brazo. Cabot vuelve, jadeando de impotente ira. Las voces de los hermanos, al alejarse, entonan la canción de los buscadores de oro, con la vieja melodía de «¡Oh Susana!»).

PETER Y SIMEÓN:

Salté al barco «Liza»
y viajé por el mar,
¡y al pensar en mi país,
deseaba no ser yo!

¡Oh California,
es el país que quiero!
¡Me voy a California,
con mi lavador de oro a cuestas!

(Mientras tanto, se ha abierto la ventana del dormitorio de arriba, a la derecha, y Abbie asoma la cabeza. Mira abajo, contempla a Cabot, y dice, con un suspiro de alivio.)

ABBIE:

Bueno… Por fin se han ido…, ¿verdad? (Él no contesta. Ella dice, con tono de dueña.) Lindo dormitorio este, Ephraim. La cama es realmente hermosa. ¿Es éste mi cuarto, Ephraim?

CABOT (ceñudo, sin mirar):

¡El nuestro! (Ella no logra reprimir una mueca de aversión y echa atrás lentamente la cabeza y cierra la ventana. Súbitamente, a Cabot se le ocurre una idea horrible.) ¡Esos han estado tramando algo! Quizá…, ¡quizá hayan envenenado el ganado… o algo así!

(Sale casi corriendo rumbo al establo. Al cabo de un momento se abre lentamente la puerta de la cocina y entra Abbie. Durante un instante permanece inmóvil contemplando a Eben. Éste, al principio, no la advierte. Los ojos de Abbie lo valúan, de un modo penetrante, con calculadora estimación de la fuerza de Eben frente a la suya. Pero, subyacente, está el deseo que la juventud y gallardía de Eben hacen nacer en ella vagamente. De pronto él adivina su presencia y mira. Los ojos de ambos se encuentran. Eben se levanta de un salto, mirándola fijamente, sin poder articular palabra.)

ABBIE (con el más seductor de sus tonos, que usa durante todo el transcurso de esta escena):

¿Usted es… Eben? Yo soy Abbie… (Ríe.) Quiero decir… Soy su nueva mamá.

EBEN (torvamente):

¡Qué ha de ser usted, maldita sea!

ABBIE (como si no lo hubiese oído, con extraña sonrisa):

Su papá me habló mucho de usted…

EBEN (con breve risita sardónica):

¡Ja! ¡Ja!

ABBIE:

No debe reprochárselo. ¡Es un viejo! (Larga pausa. Se miran fijamente.) No pretendo hacer el papel de madre con usted, Eben. (Admirativa.) Es usted demasiado grande y fuerte para eso. Quiero que seamos amigos. Puede que la vida le resulte más agradable aquí cuando seamos amigos. Quizá yo pueda conseguir que Ephraim le trate mejor. (Con un desdeñoso sentimiento de su poder.) Creo poder conseguir de él lo que quiera… o poco menos.

EBEN (con amargo desdén):

¡Ja! ¡Ja! (Vuelven a mirarse. Eben, vagamente impresionado, físicamente atraído por ella, dice con tono forzado y enfático.) ¡Vayase al diablo!

ABBIE (serenamente):

Si el insultarme le alivia, insúlteme todo lo que quiera. Sabía muy bien que usted sería mi enemigo… al principio. Pero no le culpo. Yo sentiría lo mismo si cualquier desconocida viniese a ocupar el sitio de mi madre. (Él se estremece. Ella le observa cuidadosamente.) Usted debió de querer mucho a su madre…, ¿verdad? La mía murió siendo yo pequeña. No la recuerdo en absoluto. (Pausa.) Pero no me odiará durante mucho tiempo, Eben. No soy la peor de las mujeres del mundo… y usted y yo tenemos mucho en común. Lo adivino al mirarle. Lo cierto es que… también yo he tenido una vida dura…, muchísimas penurias y nada más que trabajo en compensación. Me quedé huérfana en seguida y tuve que trabajar para otros, en casas ajenas. Luego me casé y él resultó un borracho, y por eso tenía que trabajar para los demás, y yo también tuve que volver a trabajar en casas ajenas; el niño se me murió, y mi marido enfermó y murió también, y me alegré al pensar que ya era libre; pero pronto descubrí que sólo era libre para seguir trabajando en casas ajenas, para seguir haciendo el trabajo de los demás, hasta que renuncié casi por completo a trabajar para mí en mi propia casa, y entonces, apareció su padre, Eben…

(Se ve volver del establo a Cabot. Llega a la tapia y mira el camino por donde se han marchado los dos hermanos. Se oye un tenue eco de sus voces que se alejan: «¡Oh California! Ése es el país que quiero.» Cabot permanece inmóvil y mirando fijamente, los puños crispados, el rostro ceñudo de ira.)

EBEN (luchando con la creciente atracción y simpatía que le inspira Abbie, ásperamente):

Y la compró a usted…, ¡como a una ramera! (Abbie se siente herida y se sonroja, irritada. La ha conmovido sinceramente el relato de sus propias desventuras. Él añade, con acento furioso.) Y el precio que él le paga… Esta granja… era de mi madre, maldita sea usted…, ¡y es mía ahora!

ABBIE (con fría risa, plena de confianza):

¿Suya? ¡Ya lo veremos! (Con vehemencia.) Bueno… Supongamos que yo necesite una casa… ¿Y qué? ¿Por qué otro motivo me habría podido casar yo con un viejo como él?

EBEN (maligno):

¡Le diré que usted ha dicho eso!

ABBIE (sonriendo):

¡Y yo le diré que usted miente deliberadamente…, y él le echará!

EBEN:

¡Serpiente!

ABBIE (desafiándole):

¡Ésta es mi granja…, es mi casa…, ésta es mi cocina…!

EBEN (furioso, como disponiéndose a atacarla):

¡Cállese, maldita sea!

ABBIE (se acerca a él, con una extraña y grosera expresión de deseo en el rostro y en el cuerpo, y dice, lentamente):

Y arriba…, ¡en ese dormitorio, que será mi dormitorio…, está mi cama! (Él la mira a los ojos, espantosamente turbado y atormentado. Abbie agrega, con suavidad.) Yo no soy mala ni mezquina…, salvo con un enemigo…, pero tengo que luchar por lo que me debe la vida si quiero conseguirlo. (Poniendo la mano sobre su brazo, con aire seductor.) Seamos amigos, Eben.

EBEN (estúpidamente, como hipnotizado):

Sí… (Con acento colérico, desembarazándose violentamente del brazo de Abbie.) ¡No, maldita bruja! ¡La odio! (Se precipita afuera.)

ABBIE (le sigue con la mirada, sonriendo satisfecha, y luego dice, como para sí, articulando nítidamente la palabra):

Eben me resulta simpático. (Mira con orgullo la mesa.) Ahora, lavaré mis platos.

(Eben aparece fuera, cerrando en pos de sí con un portazo. Dobla la esquina de la casa, se detiene al ver a su padre y permanece inmóvil, contemplándole con odio.)

CABOT (alzando sus brazos al cielo, con una furia que ya no puede dominar):

¡Señor, Señor de los Ejércitos, hiere a los hijos irrespetuosos con Tu peor maldición!

EBEN (estallando con violencia):

¡Tú y tu Dios! Siempre maldiciendo a la gente…, ¡siempre regañándola!

CABOT (sin advertir su presencia, impetrando):

¡Dios de los viejos! ¡Dios de los solitarios!

EBEN (burlón):

¡Que empuja a sus ovejas al pecado! ¡Al diablo con tu Dios!

(Cabot se vuelve. Ambos se miran furiosamente.)

CABOT (con aspereza):

De modo que eras tú. Debí imaginármelo. (Alzando el dedo con aire amenazante en dirección a Eben.) ¡Estúpido blasfemo! (Rápidamente.) ¿Por qué no estás trabajando?

EBEN:

¿Por qué no trabajas tú? Ellos se han ido. Yo no puedo hacerlo todo solo.

CABOT (desdeñosamente):

¡No, por cierto! ¡Todavía valgo por diez como tú, viejo y todo! ¡Tú nunca serás más que medio hombre! (Con tono práctico.) Bueno… Vamos al establo.

(Salen. A lo lejos se oye una última y tenue nota de la canción «California». Abbie lava sus platos.)

(Telón.)