Exterior de la granja. Una puesta de sol, a principios del verano de 1850. No hay viento; todo está en calma. El cielo que se divisa por encima del tejado se halla vivamente coloreado, el verde de los olmos brilla, pero la casa está en sombra y parece pálida y desdibujada por contraste.
Se abre una puerta y Eben Cabot avanza hasta el final del porche y se queda contemplando el camino, hacia la derecha. Tiene en la mano un cencerro y lo agita mecánicamente, causando un estrépito ensordecedor. Luego, con los brazos en jarras, mira el cielo. Lanza un suspiro de confuso temor y exclama en un tono de equívoca adoración:
EBEN:
¡Dios! ¡Qué hermosura!
(Baja la vista y mira a su alrededor, frunciendo el ceño. Tiene veinticinco años y es fornido. Sus facciones son bellas y agradables, pero con una expresión desconfiada y resentida. Sus ojos, oscuros y desafiantes, recuerdan los de un animal salvaje en cautiverio. Cada día es una jaula en que se encuentra atrapado, pero en su fuero interno se considera indómito. Hay en él, reprimida, una salvaje vitalidad Tiene el cabello negro, bigote y una incipiente barba rizada. Viste rústica ropa de faena. Escupe en el suelo con intenso encono, se vuelve y entra nuevamente en la casa.)
(Aparecen Simeón y Peter, que regresan de trabajar en el campo. Son también altos, pero de más edad que su hermanastro. Simeón tiene treinta y nueve años, Peter, treinta y siete. Y una complexión mucho más simple y vulgar: cuerpo más rollizo, rostro más bovino y basto; son más astutos y prácticos. Sus hombros están algo hundidos por los muchos años de faenas agrícolas. Pisan pesadamente con sus toscas botas de gruesa suela, en que hay pegados terrones de tierra. Su ropa, sus rostros, sus manos, sus brazos y garganta desnudas, todo está sucio de tierra. Huelen a tierra. Se detienen juntos por un momento delante de la casa y, como movidos por un mismo impulso, contemplan en silencio el cielo, apoyados sobre sus azadas. En sus rostros hay une expresión tensa, rebelde. Cuando miran el cielo, esta expresión se suaviza.)
SIMEÓN (refunfuñando):
¡Qué hermosura!
PETER:
Sí…
SIMEÓN (con brusquedad):
Hoy hace dieciocho años.
PETER:
¿De qué?
SIMEÓN:
Jenn. Mi mujer. Murió.
PETER:
Lo había olvidado.
SIMEÓN:
Yo la recuerdo… a menudo. Entonces me siento solo. Tenía una mata de pelo larga como la cola de un caballo…, ¡y amarilla como el oro!
PETER (con contundente indiferencia):
El caso es que ha muerto. (Después de una pausa.) Oro hay en el Oeste, Sim.
SIMEÓN (bajo la influencia del crepúsculo aún, con tono vago):
¿En el cielo?
PETER:
Bueno… En cierto sentido…, es como un anticipo. (Cada vez más excitado.) Oro en el cielo… Oro en el Oeste… La Puerta de Oro… ¡California!…, ¡el dorado Oeste!…, ¡yacimientos de oro!
SIMEÓN (excitado a su vez):
¡Fortunas a ras del suelo, esperando que alguien las recoja! ¡Las minas de Salomón, según dicen!
(Por un momento continúan mirando el cielo. Luego bajan los ojos.)
PETER (con sardónica amargura):
Aquí… hay piedras sobre la tierra…, piedras sobre las piedras… Hemos estado levantando muros de piedra… año tras año…; él y tú, y yo y Eben…, ¡levantando muros de piedra para que él nos cercara con ellos!
SIMEÓN:
Trabajamos. Dimos nuestras fuerzas. Dimos nuestros años. Enterramos todo eso bajo tierra… (golpea la tierra con el pie, en ímpetu rebelde)…, ¡donde se pudre…, donde sólo sirve para hacer germinar las cosechas de él! (Pausa.) Bueno… La verdad es que la granja rinde más que otras de por aquí.
PETER:
¡Si aráramos en California, habría terrones de oro en el surco!
SIMEÓN:
California está casi al otro lado del mundo. Tenemos que pensarlo bien…
PETER (Después de una pausa):
Además, me costaría abandonar lo que hemos ganado aquí con nuestro sudor.
(Pausa. Eben asoma la cabeza por la ventana del comedor, escuchando.)
SIMEÓN:
Sí. (Pausa.) Quizá… él muera pronto.
PETER (Con tono de duda):
Quizá.
SIMEÓN:
Quizá…, ¡quién sabe!…, esté muerto ahora.
PETER:
Había que probarlo.
SIMEÓN:
Se ha marchado hace dos meses…, y no hay noticias suyas.
PETER:
Nos abandonó en pleno campo un atardecer como éste. Enganchó y partió rumbo al Oeste. Eso es bien poco natural. Durante treinta años, nunca se alejó de aquí, salvo para ir al pueblo, al menos desde que se casó con la madre de Eben. (Pausa. Taimadamente.) Creo que podríamos hacer que el tribunal le declarase loco.
SIMEÓN:
Es demasiado astuto para ellos. Se reiría de todos. No le creerían loco ni por un momento. (Pausa.) Tenemos que esperar… hasta que esté bajo tierra.
EBEN (con risita sardónica):
¡Honra a tu padre! (Los dos se vuelven sobresaltados y le miran absortos. Eben sonríe burlonamente, luego frunce el ceño.) Rezo porque haya muerto. (Ellos siguen mirándole. Eben prosigue con tono práctico.) La cena está lista.
SIMEÓN y PETER (simultáneamente):
¿Sí?
EBEN:
¿Habéis visto cómo se pone el sol?
SIMEÓN y PETER (a un tiempo):
Sí… Hay oro en el Oeste
EBEN:
Sí. (Señalando.) Allá sobre la dehesa de la colina…, ¿verdad?
SIMEÓN y PETER (juntos):
¡En California!
EBEN:
¿Eh? (Los mira con indiferencia durante un momento y luego dice, arrastrando las palabras.) Bueno… Se enfría la cena. (Vuelve a la cocina.)
SIMEÓN (dando un respingo, hace chasquear los labios):
¡Tengo hambre!
PETER (husmeando el aire):
¡Huele a tocino!
SIMEÓN (con calculador apetito):
¡Debe de estar bueno!
PETER (con el mismo tono):
¡No hay nada como el tocino!
(Giran sobre sus talones y, hombro con hombro, chocando y rozándose, van presurosamente hacia el yantar, como dos bueyes amigos camino de su cena. Desaparecen al doblar la esquina derecha de la casa y se les oye entrar en ésta.)
(Telón.)