Ésta es, quizá, la obra más perfecta que haya escrito O’Neill, la piedra angular del moderno realismo poético, que influyó sobre Tennessee Williams en Un tranvía llamado Deseo y sobre Ugo Betti en Delito en la isla de las Cabras.
Deseo bajo los olmos es un soplo huracanado de pasión que cruza el escenario. Es el drama de la posesión, la posesión de la tierra y de la mujer, en que un poderoso sentimiento panteísta parece envolverlo y oprimirlo todo. Abbie, uno de los tipos femeninos mejor logrados de O’Neill, es la mujer artera y apasionada, capaz de lograrlo todo en defensa de su instinto. La expiación que les impone el dramaturgo a sus criaturas nada tiene que ver con la que es tan característica de los personajes de Dostoyevski y Tolstoi, la expiación cristiana, moral, ante Dios y la sociedad. Se trata, simplemente, del pago de una deuda pendiente con la sociedad, del reajuste del desequilibrio causado por la transgresión de una norma. Íntimamente, ni Abbie ni Eben están arrepentidos de su pecado: a pesar de todo, es para ellos un pecado con belleza.
La riqueza poemática de este magnífico drama rural está acentuada por un lenguaje que logra lo popular sin la menor concesión, que alcanza altas cumbres de lirismo con la sencillez de medios más absoluta. Su estructura es perfecta: no sobra una sola escena, una sola línea. Deseo bajo los olmos es teatro ciento por ciento, teatro en su expresión más pura. No hay retórica, verbalismo ni elementos superfluos. Todo se desarrolla con poderoso y ágil dinamismo y arrebata y conmueve desde la escena inicial.
LEÓN MIRLAS