Capítulo V

M. Noirtier de Villefort

Ahora veremos lo que había pasado en casa del procurador del rey después de la partida de la señora Danglars y de su hija, y durante la conversación que acabamos de referir.

El procurador del rey había entrado en la habitación ocupada por su padre, seguido de su esposa; en cuanto a Valentina ya sabemos dónde estaba.

Después de haber saludado al anciano los dos esposos, y despedido a Barrois, antiguo criado que hacía más de veinte años que servía en la casa, tomaron asiento a su lado.

El anciano paralítico, sentado en su gran sillón con ruedas, donde le colocaron por la mañana y de donde le sacaban por la noche delante de un espejo que reflejaba toda la habitación y le permitía ver, sin hacer un movimiento imposible en él, quién entraba en su cuarto y quién salía: el señor Noirtier, inmóvil como un cadáver, contemplaba con ojos inteligentes y vivos a sus hijos, cuya ceremoniosa reverencia le anunciaba que iban a dar algún paso oficial inesperado.

La vista y el oído eran los dos únicos sentidos que animaban aún, como dos llamas, aquella masa humana, que casi pertenecía a la rumba; mas de estos dos sentidos uno solo podía revelar la vida interior que animaba a la estatua, y la vista, que revelaba esta vida interior se asemejaba a una de esas luces lejanas que durante la noche muestran al viajero perdido en un desierto que aún hay un ser viviente que vela en aquel silencio y aquella oscuridad.

Así, pues, en aquellos ojos negros del anciano Noirtier, cuyas cejas negras contrastaban con la blancura de su larga cabellera, se habían concentrado toda la actividad, toda la vida, toda la fuerza, toda la inteligencia, que antes poseía aquel cuerpo; pero aquellos ojos suplían a todo; él mandaba con los ojos, daba gracias con los ojos también, era un cadáver con los ojos animados, y nada era más espantoso a veces que aquel rostro de mármol, cuyos ojos expresaban unas veces la cólera, otras la alegría; tres personas únicamente sabían comprender el lenguaje del pobre paralítico: Villefort, Valentina y el antiguo criado de que hemos hablado.

Sin embargo, como Villefort no le veía sino muy rara vez, y por decirlo así, cuando no tenía otro remedio, como cuando le veía no procuraba complacerle comprendiéndole, toda la felicidad del anciano reposaba en su nieta, y Valentina había logrado, a fuerza de cariño y constancia, comprender por la mirada todos los pensamientos del anciano; a este lenguaje mudo que otro cualquiera no habría podido entender, respondía con toda su voz, toda su fisonomía, toda su alma, de suerte que se entablaban diálogos animados entre aquella joven y aquel cadáver, que era, sin embargo, un hombre de inmenso talento, de una penetración inaudita, y de una voluntad tan poderosa como puede serlo el alma encerrada en una materia por la cual ha perdido el poder de hacerse obedecer.

Valentina había resuelto el extraño problema de comprender el pensamiento del anciano y hacerle que entendiera el suyo; y gracias a este estudio, ni siquiera una palabra dejaban de comprender tanto el uno como el otro.

Por lo que al criado se refiere, después de veinticinco años, según hemos dicho, servía a su amo, por lo cual conocía tan bien todas sus costumbres, que rara vez tenía que pedirle algo Noirtier.

De consiguiente, no necesitaba Villefort de los socorros ni de uno ni de otro para entablar con su padre la extraña conversación que venía a provocar. También él conocía el vocabulario del anciano, y si no se servía de él con más frecuencia, era por pereza o por indiferencia. Decidió, pues, que Valentina bajara al jardín, alejó a Barrois, y después de haber tomado asiento a la derecha de su padre, mientras que la señora de Villefort se sentaba a la izquierda, dijo:

—Señor, no os admiréis de que Valentina no haya subido con nosotros, y que yo haya mandado alejar a Barrois, porque la conversación que vamos a tener juntos es de esas que no pueden tenerse delante de una joven o de un criado; la señora de Villefort y yo tenemos que comunicaros algo importante.

El rostro de Noirtier permaneció impasible durante este preámbulo; en vano procuró Villefort penetrar los pensamientos profundos del anciano en aquel momento.

—Y estamos seguros —continuó el procurador del rey, con aquel tono que parecía no sufrir ninguna contradicción— de que os agradará.

El anciano seguía impasible, si bien no perdía una sola palabra.

—Caballero —repuso Villefort—, casamos a Valentina.

Una figura de cera no permanecería más fría que el rostro del anciano al oír esta noticia.

—La boda se efectuará dentro de tres semanas —repuso Villefort.

Los ojos del anciano siguieron tan inanimados como antes.

La señora de Villefort tomó a su vez la palabra, y se apresuró a añadir:

—Creímos que esta noticia sería de algún interés para vos, señor; por otra parte, Valentina ha parecido merecer siempre vuestro afecto; solamente nos resta deciros el nombre del joven que le ha sido destinado. Es uno de los mejores partidos a que puede aspirar: una buena fortuna y perfectas garantías de felicidad en la conducta y los gustos del que le destinamos, y cuyo nombre no puede seros desconocido. Se trata del señor Franz de Quesnel, barón d’Epinay.

Durante estas palabras de su mujer, Villefort fijaba sobre el anciano una mirada más atenta que nunca. Cuando la señora de Villefort pronunció el nombre de Franz, los ojos de Noirtier se estremecieron, y dilatándose los párpados como hubieran podido hacerlo los labios para dejar salir una palabra, dejaron salir una chispa.

El procurador del rey que conocía las antiguas enemistades políticas que habían existido entre su padre y el padre de Franz, comprendió este fuego y esta agitación; pero, sin embargo, disimuló, y volviendo a tomar la palabra donde la había dejado su mujer:

—Señor —dijo—, es muy importante que, próxima como se encuentra Valentina a cumplir los diecinueve años, se piense en establecerla. No obstante, no os hemos olvidado en nuestras deliberaciones, y nos hemos asegurado de antemano de que el marido de Valentina aceptaría vivir, si no a nuestro lado, porque tal vez incomodaríamos a unos jóvenes esposos, al menos con vos, a quien tanto cariño profesa Valentina, cariño al que parecéis corresponder: es decir, que vos viviréis a su lado, de suerte que no perderéis ninguna de vuestras costumbres, con la diferencia de que tendréis a dos hijos en vez de uno, para que os cuiden.

Los ojos de Noirtier se inyectaron en sangre.

Algo espantoso debía pasar en el alma de aquel anciano, seguramente el grito del dolor y la cólera subía a su garganta, y no pudiendo estallar, le ahogaba, porque su rostro enrojecía y sus labios se amorataron.

Villefort abrió tranquilamente una ventana, diciendo:

—Mucho calor hace aquí, y este calor puede hacer daño al señor de Noirtier.

Después volvió, pero ya no se sentó.

—Este casamiento —añadió la señora de Villefort— es del agrado del señor d’Epinay y de su familia, que se compone solamente de un tío y de una tía. Su madre murió en el momento de darle a luz, y su padre fue asesinado en 1815, es decir, cuando el niño contaba dos años de edad; de consiguiente, esta boda depende de su voluntad.

—Asesinato misterioso —dijo Villefort—, y cuyos autores han permanecido desconocidos, aunque las sospechas han parecido recaer sobre muchas personas.

Noirtier hizo tal esfuerzo, que sus labios se contrajeron como para esbozar una sonrisa.

—Ahora, pues —continuó Villefort—, los verdaderos culpables, los que saben que han cometido el crimen, aquellos sobre los cuales puede recaer durante su vida la justicia de los hombres y la justicia de Dios después de su muerte, serían felices en hallarse en nuestro lugar y tener una hija que ofrecer al señor Franz d’Epinay para apagar hasta la apariencia de la sospecha.

Noirtier se había calmado con una rapidez que no era de esperar de aquella organización tan febril.

—Sí, comprendo —respondió con la mirada a Villefort, y aquella mirada expresaba el desdén profundo y la cólera inteligente.

Villefort, por su parte, respondió a esta mirada encogiéndose ligeramente de hombros.

Luego hizo señas a la señora de Villefort de que se levantase.

—Ahora, caballero —dijo la señora de Villefort—, recibid todos mis respetos. ¿Queréis que venga a presentaros los suyos Eduardo?

Se había convenido que el anciano expresase su aprobación cerrando los ojos, su negativa cerrándolos precipitadamente y repetidas veces, y cuando miraba al cielo era que tenía algún deseo que expresar. Cuando quería llamar a Valentina cerraba solamente el ojo derecho. Si quería llamar a Barrois, el ojo izquierdo.

A la proposición de la señora de Villefort, guiñó los ojos repetidas veces. La señora de Villefort se mordió los labios.

—¿Queréis que os envíe a Valentina? —dijo.

—Sí —expresó el anciano al cerrar los ojos.

Los señores de Villefort saludaron y salieron, dando en seguida la orden de que llamasen a Valentina. Transcurridos unos breves instantes, ésta entró en la habitación del señor Noirtier, con las mejillas aún coloradas por la emoción. No necesitó más que una mirada para comprender cuánto sufría su abuelo, cuántas cosas tenía que decirle.

—¡Oh!, buen papá —exclamó—, ¿qué lo ha pasado?, ¿te han hecho enfadar?, estás enojado, ¿verdad?

—Sí —dijo cerrando los ojos.

—¿Contra quién?, ¿contra mi padre?, no; ¿contra la señora de Villefort?, ¿contra mí? ¡Contra mí! —exclamó Valentina asombrada.

El anciano hizo señas de que sí.

—¿Y qué lo he hecho yo, querido y buen papá? —exclamó Valentina.

El anciano renovó las señas.

Ninguna respuesta; entonces continuó la joven.

—Yo no lo he visto hoy aún…, ¿te han contado algo de mí?

—Sí —dijo la mirada del anciano con viveza.

—Veamos. ¡Dios mío!, lo juro…, abuelito… ¡Ah!, los señores de Villefort acaban de salir, ¿no es verdad?

—Sí.

—¿Y son ellos los que han dicho esas cosas que tanto lo han enojado…? ¿Qué es…? ¿Quieres que se lo vaya a preguntar?

—No, no —dijo la mirada.

—¡Oh!, me asustas. ¡Qué han podido decirte, Dios mío! —y comenzó a reflexionar.

—¡Ah!, ya caigo —dijo bajando la voz y acercándose al anciano—. ¿Han hablado tal vez de mi casamiento?

—Sí —replicó la mirada enojada.

—Comprendo; me reprochas mi silencio. ¡Oh!, mira, es porque me habían recomendado que no lo dijese nada; tampoco a mí me habían hablado de ello, y en cierto modo yo he sorprendido este secreto por indiscreción: he aquí por qué he sido tan reservada contigo. ¡Perdóname, mi buen papá Noirtier!

No obstante, la mirada parecía decir:

—No es tan sólo lo casamiento lo que me aflige.

—¿Pues qué es? —preguntó la joven—, ¿tú crees tal vez que yo lo abandonaría, buen papá, y que mi casamiento me haría olvidadiza?

—No —dijo el anciano.

—¿Te han dicho entonces que el señor d’Epinay consentía en que permaneciésemos juntos?

—Sí.

—¿Por qué estás enojado, entonces?

Los ojos del anciano tomaron una expresión de dulzura infinita.

—Sí, comprendo —dijo Valentina—, porque me amas.

El anciano hizo señas de que sí.

—¡Y temes que sea desgraciada!

—Sí.

—¿Tú no quieres al señor Franz?

Los ojos repitieron tres o cuatro veces:

—No, no, no.

—¡Entonces debes de sufrir mucho, buen papá!

—Sí.

—¡Pues bien!, escucha —dijo Valentina, arrodillándose delante de Noirtier, y pasándole sus brazos alrededor de su cuello—, yo también tengo un gran pesar, porque tampoco amo al señor Franz d’Epinay.

Una expresión de alegría se reflejó en los ojos del anciano.

—Cuando quise retirarme al convento, recuerda que lo enfadaste mucho conmigo, ¿verdad?

Los ojos del anciano se humedecieron.

—¡Pues bien! —continuó Valentina—, sólo era para librarme de este casamiento, que causa mi desesperación.

Noirtier estaba cada vez más conmovido.

—¿También a ti lo disgusta esta boda, abuelito? ¡Oh, Dios mío! Si tú pudieses ayudarme, abuelito, si los dos pudiésemos romper ese proyecto. Pero no puedes hacer nada contra ellos; ¡tú, que tienes un espíritu tan vivo y una voluntad tan firme!, pero cuando se trata de luchar eres tan débil y aún más débil que yo. ¡Ay!, tú hubieras sido para mí un protector muy poderoso en los días de tu fuerza y de tu salud; pero hoy no puedes hacer más que comprenderme y regocijarte o afligirte conmigo; ésta es la última felicidad que Dios se ha olvidado de arrebatarme junto con las otras.

Al oír estas palabras, hubo tal expresión de malicia y sagacidad en los ojos de Noirtier, que la joven creyó leer en ellos estas otras:

—Te engañas, aún puedo hacer mucho por ti.

—¿Puedes hacer algo por mí, abuelito? —dijo Valentina.

—Sí.

Noirtier levantó los ojos al cielo. Esta era la señal convenida entre él y Valentina cuando deseaba algo.

—¿Qué quieres, querido papá? ¡Veamos!

Valentina reflexionó un instante, y luego expresó en voz alta sus pensamientos a medida que iban acudiendo a su imaginación, y viendo que a todo respondía su abuelo ¡no!

—Pues, señor —dijo—, recurramos al gran medio, soy una torpe.

Entonces recitó una tras otra todas las letras del alfabeto, desde la A hasta la N, mientras que sus ojos interrogaban la expresión de los del paralítico: al pronunciar la N, Noirtier hizo señas afirmativas.

—¡Ah! —dijo Valentina—, lo que deseáis empieza por la letra N, bien. Veamos qué letra ha de seguir a la N: na, ne, ni, no…

—Sí, sí, sí —expresó el anciano.

—¡Ah!, ¿conque es no?

—Sí.

La joven fue a buscar un gran diccionario, que colocó sobre un atril delante de Noirtier; abriólo, y cuando hubo visto fijar en las hojas la mirada del anciano, su dedo recorrió rápidamente las columnas de arriba abajo. Después de seis años que Noirtier había caído en el lastimoso estado en que se hallaba, la práctica continua le había hecho tan fácil este manejo, que adivinaba tan pronto el pensamiento del anciano como si él mismo hubiese podido buscar en el diccionario.

A la palabra notario, Noirtier le hizo señas de que se parase.

—Notario —dijo—, ¿quieres un notario, abuelito?

—Sí —exclamó el paralítico.

—¿Debe saberlo mi padre?

—Sí.

—¿Tienes prisa porque vayan en busca del notario?

—Sí.

—Pues entonces le enviaremos a llamar inmediatamente. ¿Es eso todo lo que quieres?

—Sí.

La joven corrió a la campanilla y llamó a un criado para suplicarle que hiciese venir inmediatamente a los señores de Villefort al cuarto de su padre.

—¿Estás contento? —dijo Valentina—. Sí…, lo creo, bien…, ¡no era muy fácil de adivinar eso!

Y Valentina sonrió mirando a su abuelo como lo hubiera hecho con un niño.

El señor de Villefort entró, precedido de Barrois.

—¿Qué queréis, caballero? —preguntó al paralítico.

—Señor, mi abuelo desea que se mande llamar a un notario.

Ante este deseo extraño e inesperado, el señor de Villefort cambió una mirada con el paralítico.

—Sí —dijo este último con una firmeza que indicaba que con ayuda de Valentina y de su antiguo servidor, que sabía lo que deseaba, estaba pronto a sostener la lucha.

—¿Pedís un notario? —repitió Villefort—. ¿Para qué?

Noirtier no respondió.

—¿Y para qué necesitáis un notario? —preguntó de nuevo Villefort.

La mirada del paralítico permaneció inmóvil, y por consiguiente muda, lo cual quería decir: Persisto en mi voluntad.

—¿Para jugarnos alguna mala pasada? —dijo Villefort—; no podía saber…

—Pero, en fin —dijo Barrois, pronto a insistir con la perseverancia propia de los criados antiguos—, sí el señor desea que venga un notario, será porque tiene necesidad de él. Así, pues, voy a buscarle.

Barrois no reconocía otro amo más que Noirtier, y no permitía nunca que su voluntad fuese contrariada.

—Sí, quiero un notario —dijo el anciano, cerrando los ojos con una especie de desconfianza, y como si hubiese dicho:

—Veamos si se me niega lo que pido.

—Vendrá un notario, puesto que os empeñáis, pero yo me disculparé con él, y también tendré que disculparos a vos, porque la escena va a ser muy ridícula.

—No importa —dijo Barrois—, yo voy a buscarle; —y el antiguo criado salió triunfante.