La Pradera cercada
Permítanos el lector que le conduzcamos a la pradera próxima a la casa del señor de Villefort, y detrás de la valla rodeada de castaños, encontraremos algunas personas conocidas.
Maximiliano había llegado esta vez el primero. También esta vez fue él quien se asomaba a las rendijas de las tablas, quien acechaba en lo profundo del jardín una sombra entre los árboles y el crujir de un borceguí sobre la arena.
Por fin oyó el tan deseado crujido, y en lugar de una sombra, fueron dos las que se acercaron. La tardanza de Valentina había sido ocasionada por la señora Danglars y Eugenia, visita que se había prolongado más de la hora en que era esperada Valentina. Entonces, para no faltar a su cita, la joven propuso a la señorita Danglars un paseo por el jardín, con la intención de mostrar a Maximiliano que su tardanza no había sido culpa suya.
El joven lo comprendió todo al punto, con esa rapidez de penetración particular a los amantes, y su corazón fue aliviado de un gran peso. Por otra parte, sin acercarse mucho, Valentina dirigió su paseo de modo que Maximiliano pudiese verla pasar, una y otra vez; y cada vez que lo hacía, una mirada hacia la valla, que pasó inadvertida a su compañera, pero captada por el joven, le decía:
—Tened un poco más de paciencia, amigo, bien veis que no es culpa mía.
Y Maximiliano, en efecto, tenía paciencia, admirando el contraste que había entre las dos jóvenes, entre aquella rubia de ojos lánguidos y de cuerpo esbelto como un hermoso sauce, y aquella morena de mirada altanera y cuerpo erguido como un álamo: además, en esta comparación entre dos naturalezas tan opuestas, toda la ventaja, en el corazón del joven por lo menos, estaba por Valentina.
Por fin, al cabo de media hora larga de paseo, las dos jóvenes se alejaron. Maximiliano comprendió que la visita de la señorita Danglars iba a terminarse.
En efecto, pocos momentos después se presentó sola Valentina, que, temiendo que la espiase alguna mirada indiscreta, andaba lentamente, y en lugar de dirigirse a la valla, fue a sentarse en un banco, después de haber mirado con naturalidad cada calle de árboles.
Tomadas estas precauciones, corrió a la valla.
—Buenos días, Valentina —dijo una voz.
—Buenos días, Maximiliano; os he hecho esperar, ¿pero habéis visto la causa?
—Sí, he reconocido a la señorita Danglars; ignoraba que estuvierais tan relacionada con esa joven.
—¿Quién os ha dicho que fuésemos muy amigas, Maximiliano?
—Nadie; pero me lo ha parecido así, por el modo con que le dabais el brazo y con que hablabais; parecíais dos compañeras de colegio confesándose mutuamente sus secretos.
—Es cierto, nos confesábamos nuestros secretos —dijo Valentina—; ella me decía su repugnancia por su casamiento con el señor de Morcef, y yo que miraba como una desgracia el casarme con el señor Franz d’Epinay.
—¡Querida Valentina!
—Por esto, amigo mío —continuó la joven—, habéis visto esa especie de intimidad entre Eugenia y yo; porque al hablarle yo del hombre que no puedo amar, pensaba en el que amo.
—Cuán buena sois en todo, y poseéis lo que la señorita Danglars no tendrá jamás; ese encanto indefinible que es en la mujer lo que el perfume en la flor, lo que el sabor en la fruta; porque no todo en una flor es el ser bonita, ni en una fruta el ser hermosa.
—El amor que me profesáis es el que os hace ver las cosas de ese modo, Maximiliano.
—No, Valentina; os lo juro. Mirad, os estaba mirando a las dos hace poco, y os juro por mi honor, que haciendo justicia también a la belleza de la señorita Danglars, no concebía cómo un hombre pudiera enamorarse de ella.
—Es que como vos decíais, Maximiliano, yo estaba allí y mi presencia os hacía ser injusto.
—No; pero, decidme…, respondedme a una pregunta que proviene de ciertas ideas que yo tenía respecto a la señora Danglars.
—¡Oh!, injustas, desde luego, lo digo sin saberlo. Cuando nos juzgáis a nosotras, pobres mujeres, no debemos esperar ninguna indulgencia.
—¡Como si las mujeres fueseis muy justas las unas con las otras!
—Porque casi siempre hay pasión en nuestros juicios. Pero volvamos a vuestra pregunta.
—¿La señorita Danglars ama a otro, y por eso teme su casamiento con el señor de Morcef?
—Maximiliano, ya os he dicho que yo no era amiga de Eugenia.
—¡Oh!, pero sin ser amigas, las jóvenes se confían sus secretos, convenid en que le habéis hecho algunas preguntas sobre ello! ¡Ah!, os veo sonreír.
—Si es así, Maximiliano, no vale la pena de tener entre nosotros esta separación…
—Veamos, ¿qué os ha dicho?
—Me ha dicho que no amaba a nadie —dijo Valentina—; que tenía horror al matrimonio; que su mayor alegría hubiera sido llevar una vida libre e independiente, y que casi deseaba que su padre perdiese su fortuna para hacerse artista como su amiga la señorita Luisa de Armilly.
—¡Ah…!, ya comprendo.
—¡Y bien…!, ¿qué prueba esto? —inquirió Valentina.
—Nada —dijo Maximiliano sonriendo.
—Entonces —preguntó Valentina—, ¿por qué sois ahora vos quien se sonríe?
—¡Ah! —dijo Maximiliano—, tampoco a vos se os escapa detalle, Valentina.
—¿Queréis que me aleje?
—¡Oh!, no, no; pero volvamos a vos.
—¡Ah!, sí, es verdad, porque apenas tenemos diez minutos para pasar juntos.
—¡Dios mío! —exclamó Maximiliano consternado.
—Sí, Maximiliano, tenéis razón —dijo con melancolía Valentina—; y en mí tenéis una pobre amiga. ¡Qué vida os hago llevar, pobre Maximiliano, a vos, tan digno de ser feliz! Bien me lo echo en cara, creedme.
—Y bien, ¿qué os importa, Valentina, si yo me considero feliz así? Si este esperar eterno me parece pagado con cinco minutos de poder veros, con dos palabras de vuestra boca, y con esa convicción profunda, eterna, de que Dios no ha creado dos corazones tan en armonía como los nuestros, y que no los ha reunido milagrosamente, sobre todo, para separarlos.
—Bien, gracias, esperad por los dos, Maximiliano, siempre es esto una felicidad.
—¿Por qué me dejáis hoy tan pronto, Valentina?
—No sé; la señora de Villefort me ha suplicado que vaya a su habitación para decirme algo, de lo cual depende mi suerte. ¡Oh! ¡Dios mío!, que se apoderen de mis bienes, yo soy bastante rica, y después que me dejen tranquila y libre: vos me amaréis también aunque sea pobre, ¿no es cierto, Morrel?
—Yo os amaré siempre, sí: ¿qué me importa la riqueza o la pobreza, si mi Valentina no se ha de apartar de mi lado? ¿Pero no teméis que vayan a comunicaros algo concerniente a vuestro casamiento?
—No lo creo.
—Sin embargo, escuchadme, Valentina, y no os asustéis, porque mientras viva no seré jamás de otra mujer.
—¿Creéis tranquilizarme diciéndome eso, Maximiliano?
—Perdonad, tenéis razón. ¡Pues bien!, quería decir que el otro día encontré al señor de Morcef.
—¿Y qué?
—El señor Franz es su amigo, como vos sabéis.
—Sí, bien, ¿qué queréis decir con ello?
—Pues…, que ha recibido una carta de Franz en la que le anuncia su próximo regreso.
Valentina palideció, y tuvo que apoyarse en la valla.
—¡Ah! ¡Dios mío! —dijo—, ¡si así fuese!, pero no, porque entonces no sería la señorita de Villefort la que me habría avisado.
—¿Por qué?
—Porque… no sé…, pero me parece que a la señora de Villefort, sin oponerse a él francamente, no le agrada este casamiento.
—¡Oh!, voy a adorar a la señora de Villefort en lo sucesivo.
—¡Oh!, esperad, Maximiliano —dijo Valentina con triste sonrisa.
—En fin, si ve con malos ojos esa boda, aunque no fuera más que por desbaratarlo, admitiría tal vez alguna otra proposición.
—No lo creáis, Maximiliano; no son los maridos lo que rechaza la señora de Villefort, es el casamiento.
—¡Cómo!, ¡el casamiento! Si tanto detesta el casamiento, ¿por qué se ha casado?
—No me entendéis, Maximiliano; cuando hace un año hablé de retirarme a un convento, a pesar de las observaciones que me hizo antes, ella había adoptado mi proposición con gozo, mi padre también lo hubiera consentido, estoy segura: sólo mi abuelo fue el que me detuvo. No podéis figuraros, Maximiliano, qué expresión hay en los ojos de ese pobre anciano, que a nadie ama en el mundo sino a mí; y que Dios me perdone, si es una blasfemia, tampoco es amado de nadie más que de mí. ¡Si vierais cómo me miró cuando supo mi resolución, cuántas quejas había en aquella mirada, y cuánta desesperación en aquellas lágrimas que rodaban por sus inmóviles mejillas! ¡Ah!, Maximiliano, entonces experimenté una especie de remordimiento, me arrojé a sus pies gritando: ¡perdón, perdón, padre mío!, harán de mí lo que quieran, pero no me separaré de vos. —Levantó entonces los ojos al cielo; Maximiliano, mucho puedo sufrir, pero aquella mirada de mi abuelo me ha pagado con creces por todos mis sufrimientos.
—¡Querida Valentina!, sois un ángel, y en verdad, no sé cómo he merecido la confianza que me dispensáis. Pero, en fin, veamos; ¿qué interés tiene la señora de Villefort en que no os caséis?
—¿No habéis oído hace poco que os dije que yo era rica, muy rica? Tengo por mi madre 50.000 libras de renta; mi abuelo y mi abuela, el marqués y la marquesa de Saint-Merán, deben dejarme otro tanto. El señor Noirtier tiene al menos intenciones visibles de hacerme su única heredera. De esto resulta que, comparado conmigo, mi hermano Eduardo, que no espera ninguna fortuna de parte de su madre, es pobre. Ahora bien, la señora de Villefort ama a este niño con locura, y si yo me hubiese hecho religiosa, toda mi fortuna recaía en su hijo.
—¡Oh!, ¡qué extraña es esa codicia en una mujer joven y hermosa!
—Habéis de daros cuenta que no es por ella, Maximiliano, sino por su hijo, y que lo que le censuráis como un defecto, es casi una virtud, mirado bajo el punto de vista del amor maternal.
—Pero, veamos —dijo Morrel—, ¿y si vos dejaseis gran parte de vuestra fortuna a vuestro hermano?
—¿Pero cómo se hace tal proposición, y sobre todo a una mujer que tiene sin cesar en los labios la palabra desinterés?
—Valentina, mi amor ha permanecido sagrado siempre, y como todo lo sagrado, yo lo he cubierto con el velo de mi respeto, lo he encerrado en mi corazón; nadie en el mundo lo sospecha, ni siquiera mi hermana. ¿Me permitís confíe a un amigo este amor que no he confiado a nadie en el mundo?
Valentina se estremeció.
—¿A un amigo? —dijo—. Oh, ¡Dios mío! ¡Maximiliano, me estremezco sólo al oíros hablar así! ¡A un amigo! ¿Y quién es ese amigo?
—¿No habéis experimentado alguna vez por alguna persona una de esas simpatías irresistibles, que hacen que aunque la veis por primera vez, creáis conocerla después de mucho tiempo, y os preguntéis a vos misma dónde y cuándo la habéis visto, tanto que, no pudiendo acordaros del lugar ni del tiempo, lleguéis a creer que fue en un mundo anterior al nuestro, y que esta simpatía no es más que un recuerdo que se despierta?
—Sí, ¡oh!, sí.
—¡Pues bien!, eso fue lo que yo experimenté la primera vez que vi a ese hombre extraordinario.
—¿Un hombre extraordinario?
—Sí.
—¿Le conocéis desde hace mucho tiempo?
—Apenas hará unos ocho días.
—¿Y llamáis amigo vuestro a una relación de sólo ocho días? ¡Oh!, Maximiliano, os creía más avaro de ese hermoso nombre de amigo.
—Tenéis razón, Valentina; pero, decid lo que queráis, nada me hará cambiar este sentimiento instintivo. Yo creo que este hombre ha de intervenir en todo lo bueno que envuelva mi porvenir, que parece leer su mirada profunda y su poderosa mano dirigir.
—¿Es adivino, por ventura? —dijo sonriendo Valentina.
—A fe mía —dijo Maximiliano—, casi estoy tentado por creer que adivina… sobre el bien.
—¡Oh! —dijo Valentina sonriendo tristemente—, mostradme a ese hombre, Maximiliano, sepa yo de él si seré bastante amada para cuanto he sufrido.
—¡Pobre amiga!, vos sabéis quién es…
—¿Yo?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Es el mismo que ha salvado la vida a vuestra madrastra y a su hijo.
—¡El conde de Montecristo!
—El mismo.
—¡Oh! —exclamó Valentina—, nunca será mi amigo, lo es demasiado de mi madrastra.
—¡El conde, amigo de vuestra madrastra, Valentina! Mi instinto no puede fallar hasta este punto: estoy seguro de que os engañáis.
—¡Oh!, si supieseis, Maximiliano…, pero no es Eduardo quien reina en la casa, es el conde, estimado por la señora Villefort, que le considera como el compendio de los conocimientos humanos; admirado de mi padre, que, según dice, no ha oído nunca formular con más elocuencia ideas más elevadas; idolatrado de Eduardo, que, a pesar de su miedo a los grandes ojos negros del conde, corre a su encuentro apenas le ve venir, y le abre la mano, donde siempre halla algún admirable juguete: El señor de Montecristo no está aquí en casa de mi padre; el señor de Montecristo no está aquí en casa de la señora de Villefort; el señor de Montecristo está en su casa.
—Pues bien, querida Valentina, si las cosas son como decís, ya debéis sentir o sentiréis los efectos de su presencia. Si encuentra a Alberto de Morcef en Italia, es para librarle de las manos de los bandidos; ve a la señora Danglars, y es para hacerle un regio regalo; vuestra madrastra y vuestro hermano pasan por delante de la puerta de su casa, y es para que su esclavo nubio les salve la vida. Este hombre ha recibido evidentemente el poder de influir sobre los acontecimientos, sobre los hombres y sobre las cosas; jamás he visto gustos más sencillos unidos a una magnificencia tan soberana. Su sonrisa es tan dulce cuando me sonríe a mí, que olvido cuán amarga la encuentran otros. ¡Oh!, decidme, Valentina, ¿os ha sonreído a vos? ¡Oh!, si lo ha hecho así, seréis feliz.
—Yo —dijo la joven—, ¡oh, Dios mío!, ni siquiera me mira, Maximiliano, o más bien, si paso por casualidad por su lado, vuelve los ojos a otra parte. ¡Oh!, no es generoso, o no posee esa mirada profunda que lee en los corazones y que vos le suponéis; porque si la tuviese, habría visto que yo soy muy desdichada; porque si hubiera sido generoso, al verme sola y triste en medio de esta casa, me habría protegido con esa influencia que ejerce; y puesto que él representa, según vos decís, el papel del sol, habría calentado mi corazón con uno de sus rayos. Decís que os ama, Maximiliano, ¡oh, Dios mío!, ¿qué sabéis vos? Los hombres siempre ponen rostro risueño a un oficial de cinco pies y ocho pulgadas como vos, que tiene un buen bigote y un gran sable, pero no hacen caso de una pobre mujer que no sabe más que llorar.
—¡Oh, Valentina!, os engañáis, os lo juro.
—De no ser así, Maximiliano; si me tratase diplomáticamente, es decir, como un hombre que de un modo a otro quiere aclimatarse en la casa, una vez, aunque no fuese más, me hubiera honrado con esa sonrisa que tanto me ponderáis, pero no; me ha visto desdichada, comprende que no puedo serle útil en nada, y no fija la atención en mí. ¿Quién sabe si para hacer la corte a mi padre, a la señora de Villefort o a mi hermano, no me perseguirá siempre que pueda? Veamos, francamente, Maximiliano, yo no soy una mujer que se deba despreciar así, sin razón, vos me lo habéis dicho. ¡Ah, perdón! —continuó la joven al ver la impresión que causaban en Maximiliano estas palabras—. Hago mal, muy mal en deciros acerca de ese hombre cosas que ni siquiera sospechaba tener en el corazón. Mirad, no niego que exista esa influencia de que me habláis, y que hasta la ejerce sobre mí; pero, si la ejerce, es de un modo pernicioso y que corrompe, como veis, los buenos pensamientos.
—Está bien, Valentina —dijo Morrel dando un suspiro—; no hablemos más de esto; no le diré nada.
—¡Ay!, amigo mío —dijo Valentina—; os aflijo mucho, ya lo veo. ¡Oh!, ¡y no poder estrechar vuestra mano para pediros perdón!, pero convencedme al menos, sólo os pido eso; decidme: ¿qué ha hecho por vos ese conde de Montecristo?
—Confieso que me ponéis en un aprieto preguntándome qué es lo que el conde ha hecho por mí; nada, bien lo sé, como que mi afecto hacia él es instintivo y nada tiene de fundado. ¿Ha hecho acaso algo por mí el sol que me alumbra? No; me calienta y os estoy viendo a su luz.
—¿Ha hecho algo por mí este o el otro perfume? No; su olor recrea agradablemente uno de mis sentidos; nada más tengo que decir cuando me preguntan por qué pondero este perfume; mi amistad hacía él es extraña, como la suya hacia mí. Una voz secreta me advierte que hay más que casualidad en esta amistad recíproca e imprevista. Casi encuentro una relación en sus pequeñas acciones, en sus más secretos pensamientos, con mis acciones y mis pensamientos. Os vais a reír de mí, Valentina; pero desde que conozco a ese hombre, se me ha ocurrido la idea absurda de que todo el bien que me suceda no puede proceder de nadie más que de él. Sin embargo, he vivido treinta años sin este protector, ¿no es verdad?, no importa; mirad un ejemplo: él me ha convidado a comer para el sábado, ¿no es verdad?, nada más natural en el punto de amistad en que nos hallamos. Pues bien; ¿qué he sabido después? Vuestro padre está invitado a esta comida, vuestra madre también irá. Yo me encontraré con ellos, ¿y quién sabe lo que resultará de esta entrevista? Estas son circunstancias muy sencillas en apariencia; sin embargo, yo veo en esto una cosa que me asombra; tengo en ello una confianza extremada. Yo pienso que el conde, ese hombre singular que todo lo adivina, ha querido buscar una ocasión para presentarme a los señores de Villefort; y algunas veces, os lo juro, procuro leer en sus ojos si ha adivinado nuestro amor.
—Amigo mío —dijo Valentina—, os tomaría por visionario, y temería realmente por vuestra razón, si no escuchase tan buenos razonamientos. ¡Cómo!, ¿creéis que no es casualidad ese encuentro? En verdad, reflexionadlo bien. Mi padre, que no sale nunca, ha estado a punto de rehusar esa invitación más de diez veces; pero la señora de Villefort, que está ansiosa por ver en su casa a ese hombre extraordinario, obtuvo con mucho trabajo que la acompañase. No, no, creedme, excepto a vos, Maximiliano, no tengo a nadie a quien pedir que me socorra en este mundo, más que a mi abuelo, un cadáver.
—Veo que tenéis razón, Valentina, y que la lógica está en favor vuestro —dijo Maximiliano—; pero vuestra dulce voz tan poderosa siempre para mí, hoy no me convence.
—Ni la vuestra a mí tampoco —repuso Valentina—, y confieso que como no tengáis más ejemplos que citarme…
—Uno tengo —dijo Maximiliano vacilando un poco—; pero, en verdad, Valentina, me veo obligado a confesarlo, es más absurdo que el primero.
—Tanto peor —dijo Valentina sonriendo.
—Y con todo —prosiguió Morrel—, no es menos concluyente para mí, hombre de inspiración y sentimiento que en diez años que hace que sirvo en el ejército, he debido la vida varias veces a uno de esos instintos que os dicen que hagáis un movimiento hacia atrás o hacia adelante para que la bala que debía mataros pase más alta o más ladeada.
—Querido Maximiliano, ¿por qué no atribuir a mis oraciones ese alejamiento de las balas? Cuando estáis fuera, no es por mí por quien ruego a Dios y a mi madre, sino por vos.
—Sí, desde que os conozco —dijo Morrel sonriendo—; pero ¿para quién rezabais antes de que os conociese, Valentina?
—Veamos, puesto que nada queréis deberme, ingrato, volvamos a ese ejemplo que vos mismo confesáis que es absurdo.
—¡Pues bien!, mirad por las rendijas de las tablas aquel caballo nuevo en que he venido hoy.
—¡Oh, qué hermoso animal! —exclamó Valentina—. ¿Por qué no lo habéis traído junto a la valla para contemplarlo mejor?
—En efecto, como veis, es un animal de gran valor —dijo Maximiliano—. ¡Bueno! Vos sabéis que mi fortuna es limitada. ¡Pues bien!, yo había visto en casa de un tratante de caballos ese magnífico Medeah. Pregunté cuánto valía, me respondieron que cuatro mil quinientos francos; como comprenderéis, yo me abstuve de comprarlo por algún tiempo, y me fui, lo confieso, bastante entristecido, porque el caballo me miró con ternura, y me había acariciado con su cabeza. Aquella misma tarde se reunieron en mi casa algunos amigos, el señor de Château-Renaud, el señor Debray, y otros cinco o seis malas cabezas, que vos tenéis la dicha de no conocer ni aun de nombre. Propusieron que se jugase un poco, yo no juego nunca, porque no soy rico para poder perder. Pero, en fin, estaba en mi casa, y no tuve más remedio que ceder. Cuando íbamos a empezar, llegó el conde de Montecristo, ocupó su lugar, jugaron y yo gané; apenas me atrevo a confesarlo. Valentina, gané cinco mil francos. Nos separamos a medianoche. No pude contenerme, tomé un cabriolé, a hice que me condujeran a casa de mi tratante en caballos. Palpitábame el corazón de alegría. Llamé, me abrieron; apenas vi la puerta abierta, me lancé a la cuadra, miré al pesebre. ¡Oh, qué suerte! Medeah estaba allí, salté sobre una silla que yo mismo le puse, le pasé la brida, prestándose a todo Medeah con la mejor voluntad del mundo. Entregando después los 4.500 francos al dueño del caballo, salgo y paso la noche dando vueltas por los Campos Elíseos. He visto luz en una ventana de la casa del conde, más aún, me pareció ver su sombra detrás de las cortinas… Ahora, Valentina, juraría que el conde ha sabido que yo deseaba poseer aquel caballo y que ha perdido expresamente para que yo pudiese comprarlo.
—Querido Maximiliano —dijo Valentina—, sois demasiado fantástico… ¡Oh!, no me amaréis mucho tiempo…, un hombre así se cansaría pronto de una pasión monótona como la nuestra… ¡Pero, gran Dios!, ¿no oís que me llaman?
—¡Oh! ¡Valentina! —dijo Maximiliano—, no, la rendija de las tablas…, dadme un dedo vuestro siquiera para que lo bese.
—Maximiliano, hemos dicho que seríamos el uno para el otro; dos voces, dos sombras.
—¡Ah…!, como gustéis, querida Valentina.
—¿Quedaréis contento si hago lo que me pedís?
—¡Oh!, ¡sí!, ¡sí!, ¡sí…!
Valentina subió sobre un banco, y pasó, no un dedo, sino toda su mano por encima de las tablas.
El joven lanzó un grito de alegría, y subiéndose a su vez sobre las tablas, se apoderó de aquella mano adorada, y estampó en ella sus labios ardientes; pero al punto la delicada mano se escabulló de entre las suyas, y el joven oyó correr a Valentina, asustada tal vez de la sensación que acababa de experimentar.