Estuve hablando unos minutos con el encargado del campamento de remolques. Le di mi tarjeta y le dije que me avisara si reaparecía Lovella. No estaba segura de que Coral lo hiciese. Segundos después de despedirme del encargado vi que llamaba a la puerta del remolque. Subí al coche y me dirigí a la comisaría. Pregunté por el teniente Dolan, pero me dijeron que estaba con Feldman en una reunión. Pregunté entonces por Jonah, la funcionaria lo llamó por el teléfono interior y el aludido apareció en la puerta de seguridad, me abrió y me adentré en el pasillo que se abría al otro lado. Nos tratamos con discreción, con simpatía, pero sin obligaciones ni compromisos. Nadie habría deducido que unas horas antes nos habíamos comido crudos entre mis sábanas La Seductora.
—¿Qué pasó cuando llegaste a casa? —pregunté.
—Nada. Todos estaban durmiendo —dijo—. Será mejor que vayamos al laboratorio. Parece que ya se sabe algo —giró por otro pasillo que había a mano derecha y fui tras él. Se volvió para hablarme por encima del hombro—. Feldman hizo que inspeccionaran los cubos de basura, tal como le sugeriste. Creo que hemos encontrado el silenciador.
—¿En serio? —dije asombrada.
Abrió la puerta del laboratorio y me hizo pasar delante. El técnico no estaba, pero vi en el acto la camisa ensangrentada de Billy, etiquetada ya, y que se encontraba encima del mostrador al lado de un objeto que no supe identificar a primera vista.
—¿Qué es eso? ¡No me digas que fue con eso!
Se trataba de uno de esos botellones de plástico en que se envasan los refrescos, sólo que pintado de negro y con un agujero en la base.
—Un silenciador desechable. De fabricación casera. La verdad es que amortigua el ruido. Lo limpiaron para eliminar todas las huellas.
—¿Y cómo funciona?
—Tuve que decirle a Krueger que me lo explicase. La botella se llena de trapos. Fíjate bien. Se envuelve con esparadrapo el cañón de la pistola, se mete en el cuello de la botella y se sujeta con una abrazadera. Estas botellas suelen tener el fondo reforzado, pero sólo son efectivas para unos cuantos tiros porque el ruido aumenta conforme se ensancha el agujero. Como es lógico, funciona mejor de cerca.
—Joder. ¿Cómo se entera la gente de estas cosas? Yo no tenía ni idea.
Cogió un folleto que había en el mostrador que estaba detrás de mí y lo hojeó de lado para que viera el contenido. En cada página había diagramas y fotos que explicaban la manera de fabricar silenciadores desechables con los objetos caseros más corrientes.
—Lo venden en una armería de Los Ángeles —dijo—. Tendrías que ver lo que puede hacerse con el listón de una mosquitera de ventana o con tapones usados.
—Dios bendito.
La cabeza del teniente Becker asomó por la puerta.
—Te llaman por la línea uno —dijo a Jonah y desapareció.
Jonah se quedó mirando el teléfono del laboratorio, pero no pasaron la llamada.
—Veo de qué se trata y vuelvo —dijo—. No tardaré.
—OK —murmuré.
Me puse a mirar el silenciador y me esforcé por recordar dónde había visto algo parecido. Por el agujero de la base vi un fragmento de paño azul como el de las toallas. Cuando comprendí lo que era se me pusieron en marcha las ruedas mentales y se me iluminó la pantalla interior. Ya sabía dónde lo había visto.
Me enderecé, fui a la puerta y miré a ambos lados del pasillo, donde no había ni un alma. Fui en busca del coche. Aún tenía grabado en la memoria el momento en que Ramona Westfall había subido del sótano con una brazada de toallas azules de baño, que había dejado encima de una silla. El envase de plástico era la botella de refresco que había estado a punto de tirar al suelo al dársela a Tony para que la metiera en el frigorífico.
Me detuve en la oficina lo necesario para llamar a casa de los Westfall. Sonaron cuatro timbrazos y se puso en marcha el contestador.
—Hola. Soy Ramona Westfall. Ni Ferrin ni yo podemos atenderle en este momento, pero si dice su nombre, su teléfono y el motivo de su llamada, nos pondremos en contacto con usted lo antes posible. Gracias.
Colgué al oír la señal.
Consulté la hora. Eran las cinco menos cuarto. Ignoraba dónde estaría Ramona, pero Tony tenía que estar a las cinco a escasas manzanas de mi despacho. Si conseguía hablar con él, con un poco de suerte destruiría la coartada de Ramona, ya que Tony era el único que podía respaldarla. ¿Cómo lo habría hecho? Seguramente le había administrado un calmante muy fuerte, había salido de casa mientras su sobrino dormía y al volver había cambiado la hora del reloj de la cocina para que pareciese que había estado en casa en el momento de la muerte de Daggett. Lo más probable es que despertara a Tony al regresar para que viera la hora que marcaba el reloj de la cocina. Le había preparado los bocadillos, había charlado un rato con él y cuando Tony volvió a la cama, cambió la hora otra vez. También cabía la posibilidad de que hubiese cambiado la hora del reloj de Daggett y lo hubiera arrojado al agua a continuación. Así pudo haberlo matado antes y estar de vuelta hacia las dos. Puede que Tony se enterase de lo ocurrido y quisiera proteger a su tía al ver lo cerca que estaba yo de la verdad. Otra posibilidad era que los dos estuvieran compinchados, pero esperaba que no fuera así…
Cerré el despacho, bajé por la escalera principal y eché a andar por State Street. El Edificio Granger estaba sólo a tres calles y llegaría antes andando que cogiendo el coche y dando un rodeo hasta el aparcamiento que había en la parte trasera. Puede que Tony estuviese aún en las galerías de enfrente. Tenía que dar con él antes de que su tía se me anticipara. Ramona tenía que haberse dado cuenta de que las cosas se le ponían difíciles, sobre todo después de presentarme en su casa con la falda y los zapatos. Me contentaba con que Tony me diese a entender que mi deducción era acertada, entonces llamaría a Feldman. Pensé en el Recinto, en las sombras lúgubres que lo cubrirían cuando empezara a anochecer. No quería volver por allí si podía evitarlo.
Recorrí las galerías. Vi a Tony al fondo, a mano derecha, jugando con una máquina de marcianos. Estaba tan absorto en lo que hacía que no se dio cuenta de mi proximidad. Mientras esperaba contemplé las explosiones que borraban de la pantalla a los monstruitos. Había conseguido una puntuación muy baja y a punto estuve de decirle que me dejara probar a mí. Los marcianos se quedaron inmóviles de pronto y siguieron viéndose algunas explosiones, pero totalmente al margen del movimiento de los mandos. Alzó la vista.
—Ah, hola.
—Tengo que hablar contigo —dije.
Miró la hora de soslayo.
—Tengo la consulta a las cinco. ¿Lo dejamos para después?
—Te acompaño. Hablaremos por el camino.
Cogió la bolsa de comestibles y salimos a la calle. Después de estar en la penumbra de las galerías el sol poniente producía un efecto deslumbrante. Pese a todo se estaba levantando la niebla y el ocaso de noviembre campaba por sus fueros. Apreté el botón del semáforo y esperamos a que se pusiera en verde.
—El viernes pasado, la noche que murió Daggett, ¿recuerdas dónde estaba tu tío?
—Claro. En Milwaukee, por cosas del trabajo.
—¿Te han recetado algo para las jaquecas?
—Sí, Tylenol con codeína. Y si el dolor es muy fuerte, Compazine. ¿Por qué?
—¿Es posible que tu tía se ausentara mientras dormías?
—No. Bueno, no sé. No entiendo adónde quieres ir a parar —dijo.
Me dio la sensación de que escurría el bulto, pero no dije nada. Llegamos al Edificio Granger y Tony entró en el vestíbulo delante de mí.
El ascensor que estuviera estropeado funcionaba ya, pero el otro estaba inmóvil, con la maquinaria al descubierto y las puertas abiertas, y con un caballete delante con un cartel de aviso. Tony me miraba con recelo.
—¿Te dijo mi tía que salió de casa?
—No. Me dijo que estuvo allí contigo.
—¿Y?
—Vamos, Tony. Eres su única coartada. No podías saber dónde estaba porque las pastillas te habían dejado frito.
Pulsó el botón del ascensor.
Se abrieron las puertas y entramos. Las puertas se cerraron sin que ocurriese ninguna desgracia y subimos al sexto. Le escruté la cara mientras salíamos al pasillo. Estaba claro que se debatía por dentro, pero no quise presionarle aún. Echamos a andar hacia el consultorio de su psiquiatra.
—¿Hay algo que quieras decirme? —pregunté.
—No —dijo con la voz crispada por la indignación—. Estás loca si piensas que mi tía tuvo algo que ver.
—Eso díselo al teniente Feldman. Es quien se ocupa del caso.
—Yo no tengo por qué hablar con la policía —dijo. Empujó la puerta del consultorio, pero estaba cerrada—. Mierda, no está.
Había una nota pegada a la puerta con cinta adhesiva. La cogió de un manotazo que de pronto convirtió en empujón. Antes de que me diera cuenta corría por el pasillo y yo estaba a gatas en el suelo. Apretó el botón del ascensor y dobló a la derecha. Ya me había incorporado y echado a correr cuando oí que la puerta de las escaleras se cerraba de golpe. Llegué a las escaleras a los pocos segundos y vi que Tony subía como una exhalación.
—¡Tony, vuelve! No lo hagas.
Iba a toda velocidad, rozando apenas los peldaños de cemento. Sus jadeos resonaban entre las cuatro paredes de la escalera. Pero, ay amigo, por algo me dedico a correr todas las mañanas. Él era más joven, pero yo estaba más acostumbrada a correr. Solté el bolso, me cogí a la barandilla y corrí detrás de él subiendo los peldaños de dos en dos. Mientras corría miraba hacia arriba por si lo veía. Llegó a la séptima planta y siguió subiendo. ¿Cuántos pisos tendría aquel edificio?
—Tony. ¡Maldita sea, espérame! ¿Qué te propones?
Oí arriba otro portazo y aceleré. Llegué al último rellano. Por lo visto, el mecánico había dejado abierta la puerta del altillo y Tony había cerrado a sus espaldas. Tiré de la manija, medio esperando que estuviera cerrada con pestillo. Se abrió la puerta, la crucé y me detuve. La estancia estaba a oscuras, seca, caliente y vacía; a la derecha había un portillo que daba al espacio donde estaba la viga de sostén del ascensor, la polea y los motores. Metí la cabeza por el portillo, pero no vi a nadie. La saqué y miré en derredor. El techo estaba a unos siete metros de altura, punto donde las vigas coincidían formando un ángulo de noventa grados.
Silencio. Vi un recuadro de luz en el suelo y alcé la cabeza. A mi derecha, pegada a la pared, había una escalera de madera. En lo alto había una trampilla abierta por la que se colaba la claridad exterior. Inspeccioné el altillo. Vi un cuadro eléctrico apoyado en unas cajas. Parecía uno de aquellos cuadros generales que controlaban antaño la iluminación de los teatros. Que nadie me pregunte por qué, pero a un lado había un gigantesco pájaro de cartón, una urraca americana a la que le habían pintado encima un traje de ejecutivo. A mi izquierda se alzaba una torre de sillas de madera.
—¿Tony?
Puse la mano en un travesaño de la escalera. Podía estar escondido en cualquier parte y tal vez esperase a que yo subiera al tejado para escapar corriendo por las escaleras. Empecé a subir, pero me detuve a los tres metros para otear el altillo desde aquella atalaya. No oí ninguna respiración ni detecté el menor movimiento. Seguí subiendo con precaución. No me asustan las alturas, pero tampoco me entusiasman. La escalera, pese a todo, parecía sólida y por otra parte no se me ocurría en qué otro sitio podía estar Tony.
Cuando llegué al final, me aupé para poder sentarme y miré a mi alrededor. La trampilla daba a un recodo que había en la cara posterior de un frontón de adorno cuya pareja se alzaba medio tejado más allá. Desde la calle los dos me habían parecido siempre exclusivamente decorativos, pero vi que uno de ellos servía para ocultar un par de respiraderos. Siguiendo el perímetro de la cubierta había un camino angosto, protegido por un pretil de poca altura. Tenía que ser peligroso aventurarse por él, dada la inclinación del tejado.
Miré hacia abajo con la esperanza de que Tony estuviera en realidad en el altillo y saliera corriendo hacia las escaleras. En el tejado no había el menor rastro de él, a no ser que se hubiera agazapado en la otra punta. Me puse en pie de mala gana y procuré mantener el equilibrio entre el tejado, que ascendía casi en vertical a mi izquierda, y el pretil de la derecha, que apenas me llegaba al tobillo. En realidad avanzaba sobre una cañería metálica que crujía a cada paso. No me gustó el ruido que hacía. Daba la sensación de que en cualquier momento podía ceder y tirarme al vacío.
Miré hacia la calle, que discurría ocho plantas más abajo, aunque parecía más cercana. Los edificios de enfrente tenían dos pisos más que aquél y creaban una tranquilizadora ilusión de cercanía, pero desde aquella altura los peatones parecían hormigas igualmente. Las farolas se habían encendido ya y el tráfico disminuía. A mi derecha, a media manzana de distancia, se alzaba el campanario del Axminster Theater; estaba iluminado por dentro y la luz bañaba en oro y azul los arcos de la torre. La calle estaría a unos veinticinco metros. Traté de recordar la velocidad de caída de los cuerpos. Lo único que me vino a la cabeza fue no-sé-cuántos metros por segundo, pero fuera cual fuese sabía que el resultado final sería una hostia del copón. Me detuve donde estaba y alcé la voz.
—¡Tony!
Me pareció percibir algo por el rabillo del ojo y el corazón se me subió a la boca. La bolsa de plástico con que había visto a Tony flotaba en el vacío, en sentido descendente. Pero ¿de dónde procedía? Miré por encima del minipretil. Alcancé a distinguir una de las hornacinas que se abrían en el muro debajo mismo de las molduras de la cornisa. El friso que fajaba horizontalmente el edificio siempre me había parecido de mármol desde la calle, pero ahora me daba cuenta de que era de yeso, y la hornacina se abría a cosa de un metro, hacia mi izquierda. Al pie de la misma, a cosa de medio metro, destacaba una semivenera que sustentaba una moldura de yeso que quería pasar por antorcha. Tony estaba allí y me miraba con fijeza. Se había descolgado por el muro y se había sentado en la base de la hornacina de adorno; las piernas le colgaban en el vacío y con el brazo se sujetaba a la antorcha. De la bolsa de plástico había sacado una peluca, se la había puesto y me miraba con un brillo muy particular en los ojos.
A quien yo veía era a la rubia que había matado a Daggett.
Nos estuvimos mirando un momento, sin decir nada. Tenía la expresión engreída del adolescente que le planta cara a mamá, pero por debajo de la chulería intuía al niño que espera que alguien vaya a salvarle de sí mismo.
Me apoyé en el frontón para mantener el equilibrio.
—¿Subes o bajo?
Se lo había dicho en tono expeditivo, pero tenía la boca más seca que la lija.
—Dentro de un minuto habré aterrizado en el suelo.
—¿Por qué no lo discutimos? —dije.
—Es demasiado tarde —dijo, sonriendo con malicia—. Estoy a punto de saltar.
—¿Por qué no me esperas?
—No quiero que me cojan.
—Yo no pienso hacerlo.
Tenía las palmas húmedas y me las sequé en los tejanos.
Me acuclillé, me puse de cara al tejado y tanteé el friso con el pie. Miré hacia abajo en busca de un punto de apoyo. Una guirnalda de uvas, piñas y hojas de higuera ceñía horizontalmente la fachada en bajorrelieve.
—¿Cómo lo has hecho? —pregunté.
—No lo sé. Lo hice sin pensar. Pero no hace falta que bajes. No te servirá de nada.
—Es que no me apetece hablar mientras estoy aquí colgando —dije, mintiéndole lo mejor que supe.
Mi intención era acercarme lo suficiente para agarrarle y me esforcé por ahuyentar las imágenes de forcejeo que me venían a la cabeza. Me sujeté y metí el pie en un hueco que se abría entre dos sarmientos. La hornacina estaba sólo a un metro de distancia. Desde la calle ni me habría fijado en ella.
Sabía que no me quitaba ojo, pero no me atreví a mirarle. Me apoyé en el minipretil y alargué el pie izquierdo.
—No me convencerás de que desista —dijo.
—No quiero convencerte. Sólo quiero oír tu versión.
—Bueno.
—No irás a matarme, ¿verdad? —pregunté.
—¿Por qué? Tú no me has hecho nada.
—Me alegro de que te des cuenta. Ahora me siento más tranquila.
Oí que se reía de mis titubeos.
De vez en cuando se habla en las revistas de algún hombre que ha escalado una pared montañosa totalmente vertical con unas bambas y agarrándose con las uñas a los entrantes y salientes que encuentra mientras sube. Estas hazañas me han parecido siempre una pérdida de tiempo y por lo general me salto el artículo en busca de otro más interesante. Sólo con mirar las fotos de la escalada se me acelera el pulso, en particular las que se han hecho desde donde está el alpinista y que muestran el abismo insondable que se abre a sus pies. A decir verdad, creo que las alturas me dan más miedo de lo que doy a entender.
Estiré el pie derecho hasta rozar el borde de la hornacina. Percibí un asidero hacia la derecha. Parecía una piña, pero no estaba segura. Mi vida iba a depender de una fruta de yeso. Yo tenía que estar loca.
En realidad, lo más difícil era soltarme del minipretil cuando apoyara el pie en el entrante. Tuve que flexionar las rodillas, hacerme un poco a la derecha y agacharme muy despacio mientras buscaba un punto de apoyo para las posaderas. Tony, siempre en plan temerario, me tendió una mano y me sujetó hasta que me instalé junto a él. No tengo un espíritu intrépido. Estoy dispuesta a jurarlo. Y no quería que saltara al vacío mientras yo miraba. Me sujeté a la antorcha con el brazo izquierdo, por debajo del suyo, y me cogí la muñeca correspondiente con la mano derecha. El sudor me corría a chorros por los costados.
—Qué incomodidad —dije.
Estaba sin aliento, pero no a causa del esfuerzo, sino del pánico.
—No se está tan mal. Basta con no mirar abajo.
Miré. En cuanto me lo dijo me entraron unas ganas locas de echar una ojeada. Esperaba que alguien nos viera, como pasa siempre en la tele. Se presentaría la policía con redes y lonas, subirían los bomberos y uno de ellos trataría de convencerle de que no saltara. Yo soy Tauro, pertenezco a la tierra. No me parió el aire ni el agua ni el fuego. Soy un organismo que gravita sobre la tierra y en aquellos instantes sentía la llamada del suelo. Lo mismo me pasa cuando me inscribo en un hotel antiguo y me dan una habitación de la planta vigésimo segunda. Abro la ventana y me entran ganas de echar a volar.
—Qué tentación más tonta, joder —dije.
—Quizá para ti, pero no para mí.
Traté de recordar lo que solíamos hacer con los suicidas en potencia durante la breve temporada en que había sido policía. La primera norma era ganar tiempo. Creo que no se mencionaba la posibilidad de quedar con el culo colgando de la fachada de un edificio, pero nunca es tarde para aprender.
—Vamos, chaval, ¿por qué no me cuentas de una vez lo que ha pasado?
—No hay mucho que contar. Daggett llamó el lunes. Tía Ramona apuntó su teléfono y le llamé. Quería matarle. No podía esperar. Había fantaseado con matarle durante meses, noche tras noche, antes de dormirme. Quería estrangularle con un alambre y apretar hasta que se le clavara en la tráquea y quedase con la lengua fuera. Es muy rápido. Antes se ejecutaba así a los condenados, pero no recuerdo qué nombre daban al aparato.
—Garrote vil —apunté.
—Pues me habría gustado matarle así, pero luego pensé que sería mejor fingir un accidente para que no me cogieran.
—¿Por qué llamó a tu casa?
—No lo sé —dijo con inquietud—. Estaba borracho, hablaba entre balbuceos, me dijo que lo sentía y que quería indemnizarme por lo que había hecho. Digo: «Genial, nos vemos y lo hablamos». Y él va y me suelta: «Significa mucho para mí, hijo» —jugaba a reproducir ambas voces, adjudicando a Daggett una especie de falsete tembloroso—. Así que le dije que nos veríamos el día siguiente por la noche en el bar desde el que había llamado, el Hub, y me puse a preparar el disfraz a toda prisa.
—¿La falda era de Ramona?
—Qué va, la compré por un dólar en un almacén del Ejército de Salvación. El suéter me costó cincuenta céntimos y los zapatos dos dólares.
—¿Qué ha sido del suéter?
—Lo tiré a un cubo de basura que estaba a una manzana del otro. Para que todo acabase en los basureros municipales.
—¿Y la peluca?
—Tía Ramona se la ponía hace muchos años. Ni siquiera se dio cuenta de su desaparición.
—¿Por qué no te has deshecho de ella?
—No sé. Pensaba dejarla en el armario de donde la cogí, por si volvía a hacerme falta. Me la puse para ir a la playa, pero de pronto me acordé de que Billy me había visto —se interrumpió; estaba confuso y aturdido y se le notaba—. Se lo habría contado al psiquiatra si hubiera sido puntual. En cualquier caso es una peluca cara. Es pelo de verdad.
—Y el color es muy bonito —dije.
¿Qué otra cosa podía hacer? Hasta Tony se dio cuenta de lo absurdo de la situación y me fulminó con la mirada.
—¿Te estás burlando de mí?
—Sí, sí, me estoy burlando, hostia. No he bajado hasta aquí para discutir contigo.
Se encogió de hombros ligeramente y me sonrió con timidez.
—¿De verdad te encontraste con él el martes por la noche? —añadí.
—No. Acudí a la cita. Lo tenía todo preparado, pero cuando entré en el bar vi que estaba charlando con un tipo. Era Billy Polo, pero al principio no me di cuenta. Estaba con Daggett en un reservado, de espaldas a la puerta. Vi a Daggett y no me di cuenta de que estaba acompañado hasta que me puse ante él. Di media vuelta en cuanto vi a Billy, pero para entonces ya me había visto la cara. No me importó porque pensaba que no volveríamos a vernos nunca más. Me quedé un rato, pero estaban muy enfrascados en la conversación. Billy le hablaba al oído con el brazo sobre los hombros y comprendí que no iba a dejarle en toda la noche, así que me fui a casa.
—¿Era una de tus noches de jaqueca?
—Sí —dijo—. Bueno, unas veces son de verdad y otras de mentira, lo importante es seguir un ciclo, ¿entiendes? De ese modo hago lo que me conviene en el momento.
—¿Cómo fuiste al Hub? ¿En taxi?
—Con la bici. La noche que lo maté, fui con la bici hasta la dársena, le dejé allí, llamé a un taxi desde una cabina y lo cogí para ir al Hub.
—¿Cómo sabías que Daggett estaría allí?
—Porque volvió a llamar y le dije que iría.
—¿No se dio cuenta el martes por la noche de que ibas disfrazado?
—¿Cómo iba a saberlo? No me veía desde antes del juicio. Yo tendría entonces doce o trece años y además estaba gordo. Tenía intención de matarle aunque se diera cuenta, y una vez muerto, ¿quién iba a saberlo?
—¿Qué es lo que falló?
Arrugó el entrecejo.
—No sé. Bueno, sí lo sé. El plan era perfecto. Fue otra cosa.
Me miró a los ojos; era un quinceañero total y la peluca rubia no hacía sino suavizar y dilatar un rostro casi informe a causa de su juventud. Delgado, de piel clara y con aquella sonrisa de dulzura bailoteándole en los labios carnosos, me di cuenta de que podía pasar perfectamente por una mujer. Miró hacia la calle y por un momento pensé que iba a saltar.
—Cuando tenía ocho años me regalaron unos ratoncitos blancos —dijo—. Eran preciosos. Los guardaba en una de esas jaulas que tienen una rueda y una botellita boca abajo. Mi madre creyó que no sabría cuidarlos, pero lo hice. Corté varias tiras de papel y con ellas les hice una cuna. Tuvieron crías más pequeñas que esto —me enseñó la uña del meñique—. Sin nada de pelo —prosiguió—. No eran más que bichitos con dientes. Un fin de semana nos fuimos de la ciudad y al volver vi que el gato había aprovechado mi ausencia. Había tirado la jaula de la mesa y los ratones habían desaparecido. Supongo que se los comería a todos; menos a uno, que se había escondido entre las tiras de papel. El agua se había derramado, había empapado el papel y el ratoncito cogió una pulmonía o algo parecido, porque jadeaba como si no pudiera respirar bien. Procuré que entrara en calor. Estuve cuidándole durante horas, pero no hacía más que empeorar. Entonces pensé que lo mejor era… bueno, matarlo, para que dejara de sufrir.
Se inclinó hacia delante balanceando las piernas.
—No lo hagas —murmuré llena de miedo—. Termina de contármelo. Quiero saber qué pasó después.
Se me quedó mirando y dijo con dulzura:
—Lo tiré a la taza del lavabo. Fue lo único que se me ocurrió. No iba a darle un pisotón y pensé que lo mejor era tirarlo. Ya estaba medio muerto y me dije que si conseguía que dejara de sufrir, en el fondo le haría un favor. Pero antes de tirarlo, aquel bichito sin pelo se puso a patalear. Parecía muerto de miedo y quería escapar, como si supiera lo que iba a sucederle… —hizo una pausa para restregarse los ojos—. Daggett hizo lo mismo y no consigo olvidar su expresión. La veo a todas horas. ¿Entiendes? Se dio cuenta. Pero a mí me importó un bledo. Era lo que yo quería. Quería que supiera que la rubia era yo y que su vida no valía una mierda. Creí que no le importaría. Sólo era un vagabundo borracho y había matado a mucha gente. Tenía que morir. Tenía que alegrarse de morir. ¿No lo comprendes?, yo iba a poner fin a su sufrimiento, ¿por qué iba a resistirse? —guardó silencio durante unos segundos y expulsó todo el aire que retenía en los pulmones—. En fin, eso es lo que pasó y desde entonces no puedo conciliar el sueño. No consigo quitármelo de la cabeza y ya no puedo más.
—¿Y Billy? Creo que te reconoció al verte en el entierro.
—Sí, pasó algo raro. Daggett le importaba una mierda, pero pensó que si mantenía la boca cerrada conseguiría algo de dinero. Por mí, se lo habría dado todo, pero no me fiaba de él. Tenías que haberle visto. El muy bocazas no hizo más que amenazarme. Pensé que cualquier noche se iría de la lengua y que acabarían por empapelarme por su culpa.
El borde de la hornacina empezaba a clavárseme en el culo. Me sujetaba con tanta fuerza que el brazo se me estaba durmiendo, pero no me atreví a soltarme. Ignoraba cómo íbamos a salir de allí, pero me dije que más me valía hablar que estar callada.
—Yo maté a un hombre en cierta ocasión —dije.
Quise seguir hablando, pero me quedé atascada. Apreté los dientes para mantener cerrada la trampilla de los remordimientos. Fue una sorpresa comprobar que, después del tiempo transcurrido, seguía resultándome doloroso pensar en aquello.
—¿Adrede?
Negué con la cabeza.
—En defensa propia, pero es lo mismo.
Me sonrió con dulzura.
—Podemos tirarnos juntos, si quieres.
—No digas tonterías. No tengo intención de saltar y no quiero que lo hagas tú tampoco. Sólo tienes quince años y podrías hacer infinidad de cosas.
—Eso es lo que tú dices.
—Tus padres tienen dinero. Podrían contratar a Perry Mason si quisieran.
—Mis padres están muertos.
—Bueno, pues los Westfall. Tú ya me entiendes.
—Kinsey, he matado a dos personas, y en primer grado porque lo hice con premeditación. No tengo escapatoria.
—Tienes la misma que el cincuenta por cien de los asesinos de este país —dije con vehemencia—. Hostia, si Ted Bundy sigue con vida, ¿por qué tienes que morir tú?
—¿Quién es Ted Bundy?
—No importa. Un tío que hizo algo mucho peor que lo tuyo.
Medité un momento.
—No resultaría. Lo que he hecho es muy grave y sería inútil.
—La utilidad no existe de antemano. Hay que inventarla.
—¿Quieres hacerme un favor?
—Está bien. ¿Cuál?
—Despídeme de mi tía. Quise dejarle una nota, pero no tuve tiempo.
—¡Joder, Tony, déjala en paz! Ya ha tenido bastante.
—Ya lo sé —dijo—, pero cuenta con tío Ferrin y entre los dos lo superarán. En el fondo les estorbaba, no sabían qué hacer conmigo.
—Ahora caigo. O sea que lo tenías todo preparado, ¿eh?
—Pues sí, ¿pasa algo? Me he documentado bien y no es tan anormal. Todos los días se suicida algún joven.
Bajé la cabeza sin saber qué decirle.
—Tony, por favor —dije por fin—, lo que me cuentas no son más que fantasías sin sentido. ¿Sabes lo asquerosa que me parecía la vida cuando tenía tu edad? No hacía más que llorar y todo me parecía una mierda. Yo era fea, parecía un palillo, estaba sola y me sentía furiosa. Creía que nunca saldría de aquella situación, pero lo conseguí. La vida es despiadada, es una experiencia dolorosa, pero ¿y qué? Enfréntate a ella, resiste y volverás a sentirte bien, te lo juro por Dios.
Ladeó la cabeza y se me quedó mirando sin pestañear.
—No, para mí se ha acabado todo. Estoy demasiado hundido. Ya no aguanto más.
—Tony, todo el mundo tiene temporadas buenas y temporadas horrorosas. La alegría es como todo, va y viene. No tienes más que esperar. Hay personas que te quieren, personas que pueden ayudarte.
Negó con la cabeza.
—No puedo. Es como si hubiera hecho un pacto conmigo mismo y lo tengo que cumplir. Ella lo entenderá.
Se me estaba acabando la paciencia.
—¿Quieres que le diga eso? ¿Que te tiraste de aquí porque hiciste un pacto de mierda contigo mismo? —vi que la indecisión empezaba a pintársele en la cara. Le presioné con más suavidad—. ¿Quieres que le cuente que estuvimos aquí de cháchara y que fui incapaz de quitártelo de la cabeza? No voy a consentirlo. Le destrozarías el corazón.
Se contempló las piernas con ojos ausentes mientras se le coloreaban las mejillas como suele ocurrirle a los adolescentes cuando no se atreven a llorar.
—Esto no tiene nada que ver con ella. Dile que fui yo y que le estoy muy agradecido por todo. La quiero mucho, pero se trata de mi vida, ¿entiendes?
Guardé silencio mientras pensaba qué haría a continuación.
La cara se le iluminó y me enseñó el índice.
—Me olvidaba. Tengo un regalo para ti —se giró, al hacerlo se soltó de la antorcha e instintivamente alargué la mano para sujetarle. Se rió de mi reacción—. Tranquila. Sólo quiero coger esto que tengo aquí detrás.
Miré lo que había cogido. Tenía mi 32 en la mano. Me la alargó para que la cogiera, pero se dio cuenta de que yo tenía ambas manos ocupadas.
—Está bien —dijo con amabilidad—, mira, aquí te la dejo.
La puso en la base de la hornacina, detrás de la antorcha de adorno a la que estaba sujeta.
—¿Cómo la cogiste?
Ganar tiempo, ganar tiempo.
—Utilizando la cabeza, igual que con todo lo demás. Le diste a tía Ramona una tarjeta con tu dirección particular. Fui con la bici y esperé a que llegaras. Mi intención era llamar a tu puerta y presentarme en plan educado, como hacen los chicos buenos que van bien vestidos y se cortan el pelo cuando se lo mandan. En plan inocente. Ignoraba cuánto sabías y pensé que podría tirarte de la lengua con un poco de ingenio. Vi tu coche y estuviste a punto de detenerte, pero pasaste de largo. Tuve que pedalear como un negro para no perderte de vista, dejaste el coche en la playa y aproveché la ocasión para registrarlo.
—¿Mataste a Billy con mi pistola?
—Sí. Era práctica y yo necesitaba algo rápido.
—¿Cómo supiste lo del silenciador?
—Por un compañero de clase. También sé fabricar una bomba con un trozo de cañería —dijo. Suspiró—. Ya falta poco. El tiempo se acaba.
Miré hacia la calle. Arriba estaba anocheciendo, pero la acera estaba iluminada y las galerías de enfrente rutilaban como una feria. Dos personas nos miraban desde la otra punta de la calle, pero ignoraba si se habían percatado de lo que pasaba. Podían tomarnos por especialistas de una película que se estuviera rodando. Miré a Tony, pero no parecía haberse dado cuenta. El corazón volvió a latirme con fuerza y noté que el pecho me ardía y se me ponía rígido.
—Me canso —dije por decir algo—. Quiero salir de aquí, pero no puedo sin ayuda. ¿Me echas una mano?
—Desde luego —dijo. Pero se detuvo y se puso en tensión—. No será un truco, ¿verdad?
—No —dije, pero la voz me tembló y la mentira me cortó la lengua como una navaja de afeitar.
Tengo gracia y facilidad para mentir, y lo hago con ingenio y dotes de persuasión, pero allí arriba no pude y se me notó. Vi que se preparaba y lo sujeté clavándole las uñas, pero se soltó de un manotazo. Fui a agarrarle otra vez, pero ya era demasiado tarde. Lo vi saltar y caer. Durante una fracción de segundo pareció flotar como una hoja de árbol, pero no tardó en desaparecer de mi ángulo de visión. No volví a mirar hacia abajo.
Me pareció oír el alarido de una sirena, pero salía de mi garganta.
Envié a Barbara Daggett una factura que ascendía a 1.040 dólares y me mandó un cheque a vuelta de correo. Ya casi es Navidad y hace seis semanas que no duermo bien. He pensado mucho en Daggett y ahora pienso de otro modo a propósito de cierto detalle. Creo que sabía lo que pasaba. Puede que Tony pasara de lejos por una mujer, pero de cerca parecía exactamente lo que era: un chico que jugaba a disfrazarse y que todo lo que tenía de astuto lo tenía también de imprudente. No creo que engañara a Daggett. Lo que no sé es por qué quiso seguir con el juego. Si se tragó el cuento de Billy, tal vez pensara que de un modo u otro podía darse por muerto. Acaso pensara que le debía a Tony aquel último sacrificio. No lo sabré nunca, pero me gusta más así. El alma humana contrae a veces deudas tan monstruosas que sólo pueden pagarse con la vida. Puede que en el presente caso se hayan satisfecho todas por fin… todas salvo la mía.
Atentamente,
Kinsey Millhone