Me senté junto al puesto de bocadillos, en el bordillo de la acera, y me puse a mirar el asfalto. El dueño del puesto me había dado una lata de Coca-Cola y yo me refrescaba la sien apoyando la cara en el metal. No me pasaba nada especial, salvo que me sentía mareada. Había llegado el teniente Feldman y en aquel momento estaba acuclillado junto al cadáver de Billy y hablaba con los del laboratorio, que estaban calzando las manos del muerto con bolsas de plástico. La ambulancia había retrocedido hasta el lugar y esperaba con las puertas abiertas, como para proteger al cadáver de las miradas de la gente. Dos lecheras habían aparcado cerca de allí y los chirridos de la radio contrapunteaban los murmullos de la muchedumbre. La muerte violenta es un deporte para mirones y oí que algunos cambiaban comentarios sobre el desarrollo del juego durante la segunda mitad. No eran inhumanos, sino curiosos. Puede que les sirviera de algo darse cuenta de lo grotesco que el homicidio es en el fondo.
Los patrulleros de la zona, Gutiérrez y Pettigrew, habían llegado pocos minutos después de que Billy expirase y habían avisado por radio a los de Homicidios. Seguramente irían al campamento de remolques para dar la noticia a Coral y a Lovella. Me pasó por la cabeza ir con ellos, pero aún no estaba en condiciones de mover un solo músculo. Estaba claro que iría, pero todavía me costaba creer que Billy hubiera muerto. Todo había sido muy rápido e irremediable. Me costaba aceptar que no podía rebobinar la cinta de los acontecimientos para que los últimos quince minutos discurrieran de otro modo. Habría llegado antes. Le habría alertado, se habría mantenido al margen y habría salido ileso. Me habría explicado su teoría y yo le habría invitado a la cerveza que le había prometido en el Hub la noche que habíamos hablado por primera vez.
Feldman se me puso delante. Me quedé mirándole las perneras, me sentía incapaz de levantar la vista. Encendió un cigarrillo y se agachó junto al bordillo para ponerse a mi altura. Me abracé las rodillas, me sentía embotada. Apenas le conocía, pero por lo que sabía de él me resultaba simpático. Parecía un cruce de judío y piel roja, cara aplastada y ancha, pómulos altos y narizota ganchuda. Es corpulento y tiene alrededor de cuarenta y cinco años, lleva el pelo como los policías, viste como los policías y tiene una voz profunda y retumbante.
—Ganaríamos tiempo si me lo contaras —dijo.
Fue el hecho de abrir la boca para hablar lo que hizo que me saltaran las lágrimas. Me esforcé por contenerlas. Sacudí la cabeza para afrontar la incontenible ola de dolor que se me echaba encima.
Me alargó un pañuelo, me lo llevé a los ojos, lo doblé y me puse a hablar al rectángulo de algodón blanco. En una punta tenía bordada una «F» de la que colgaba un hilo suelto.
—Lo siento —murmuré.
—Tranquila, no pasa nada. Tómate todo el tiempo que quieras.
—Se creía un listo, un tipo duro —dije—. Y no era más que un pringado. Creo que eso es lo que más me duele —hice una pausa—. Supongo que es imposible adivinar hasta qué punto van a afectarnos las personas.
—¿Llegó a decirte quién le disparó?
Negué con la cabeza.
—No se lo pregunté. No quería marearle con esas cosas durante sus últimos minutos. Lo siento.
—Es igual, puede que no lo hubiera dicho aunque se lo hubieras preguntado. Bueno, cuéntame la historia.
Me puse a hablar y le dije todo lo que me pasó por la cabeza. Me dejó divagar hasta que me controlé y pude ponerle en antecedentes de un modo ordenado y sistemático. He hecho cientos de informes y me conozco el percal. Le recité la Biblia en verso y él, mientras tanto, asentía y tomaba notas en un cuaderno supermanoseado.
Cuando terminé, se guardó el bolígrafo y se metió el cuaderno en el bolsillo interior de la chaqueta del traje. Se puso en pie y le imité mecánicamente.
—¿Y ahora? —pregunté.
—Tengo el expediente de Daggett en la mesa —dijo—. Robb me contó que, según tú, se trataba de un homicidio y pensaba echarle un vistazo. Ayer por la noche hubo un doble asesinato en la montaña, una de esas escabechinas en plan ajuste de cuentas y tuvimos que desplazar a un montón de hombres, por eso no lo he mirado todavía. Ganaríamos tiempo si vinieras a la comisaría y hablaras con el teniente Dolan personalmente.
—Antes quisiera ver a la hermana de Billy —dije—. Con todo este lío de Daggett, es el segundo hermano que pierde.
—¿No crees que puede habérselo cargado ella?
Negué con la cabeza.
—Pienso que a lo mejor está relacionada con la muerte de Daggett, pero no me la imagino metida en esto. A no ser que esté pasando por alto algo importante. En primer lugar, Billy no habría tenido que citarse con ella en público tan a la ligera. Fue alguien que estuvo en el entierro, estoy convencida.
—Haz una lista y empezaremos por ahí —dijo.
Asentí.
—Pasaré por mi oficina y fotocopiaré los informes que tengo. Por cierto, es posible que Lovella sepa más de lo que ha dicho hasta ahora.
Era un alivio dejarlo todo en sus manos. Por mí se podía quedar con el caso entero. Con Essie, con Lovella y con los Smith.
En aquel momento llegó Pettigrew con una bolsa de plástico de cierre hermético. La traía cogida por una punta y contenía tres casquillos vacíos de latón.
—Los hemos encontrado junto a aquella camioneta de reparto. Estamos precintando el aparcamiento para que los muchachos puedan inspeccionarlo bien.
—Podríais mirar en los cubos de basura —dije—. La falda y los zapatos los encontré en uno de ellos poco después de la muerte de Daggett.
Feldman asintió y echó una ojeada a las vainas.
—Del treinta y dos —dijo.
Sentí que me subía un chorro de frío por el espinazo y la boca se me secó.
—Hace unos días me robaron del coche la treinta y dos —dije—. Gutiérrez se encargó del informe.
—Hay muchas treinta y dos en circulación, pero lo tendremos en cuenta —dijo Feldman dirigiéndose a mí. Y a Pettigrew, acto seguido—. Echa de aquí a toda esta gente. Con educación.
Pettigrew se alejó y Feldman se me quedó mirando.
—¿Estás bien?
Asentí. Tenía ganas de sentarme otra vez, pero temía quedarme clavada en el sitio si lo hacía.
—¿Quieres decir algo más antes de irte?
Cerré los ojos y me puse a pensar en lo sucedido. Conozco el estampido que produce una treinta y dos cuando se dispara y los taponazos que había oído eran diferentes.
—Los disparos —dije—. Sonaron de un modo raro. A hueco. Más que disparos parecían taponazos.
—¿Un silenciador?
—Sé cómo suenan en la tele, pero no en la realidad —dije con un poquitín de vergüenza.
—Diré a los del laboratorio que analicen las balas, aunque no sé dónde se puede conseguir un silenciador en esta ciudad.
Garabateó algo en su cuaderno de notas.
—A lo mejor pueden encargarse por correo a través de esos folletos de ofertas que circulan por ahí.
—No, no se puede.
El fotógrafo estaba sacando instantáneas y vi que la mirada de Feldman se desviaba hacia él.
—Voy a hablar con ése. Es nuevo. Quiero asegurarme de que fotografía todo lo que me interesa.
Se disculpó y se dirigió hacia el cadáver de Billy, donde se puso a hablar con el fotógrafo y a mover las manos para indicarle los enfoques que quería. María Gutiérrez se me acercó.
—Nos vamos al campamento de remolques. Gerry me ha dicho que querías venir con nosotros.
—Os seguiré con el coche —dije—. ¿Sabéis dónde es?
—Sí, lo conocemos. Nos reuniremos allí.
—Voy a ver si el coche de Billy está en el aparcamiento. Será cosa de un minuto, no hace falta que me esperéis.
—De acuerdo —dijo.
Les vi partir y a continuación me adentré en el aparcamiento, donde me puse a mirar los vehículos más próximos a la grada de los botes. Vi el Chevy entre dos RV, en la tercera fila contando desde la entrada. Aún tenía la matrícula provisional pegada al parabrisas. Tenía las ventanillas bajadas. Metí la cabeza sin tocarlo con las manos. No había nada a la vista, ni en el asiento trasero ni en el delantero. Di la vuelta al vehículo para mirar por el lado del copiloto y me puse a inspeccionar el suelo. La verdad es que no sé qué esperaba encontrar. Un indicio, cualquier indicación sobre qué hacer a continuación. Feldman podía iniciar una investigación en toda regla después de lo sucedido, y aunque me alegraba de haber puesto el caso en sus manos, me sentía incapaz de estarme quieta.
Fui al coche, recogí la falda y los zapatos y se los entregué a Feldman. Le dije dónde estaba el vehículo de Billy, subí al mío y arranqué. En el fondo me daba cuenta de que me había demorado a propósito para que fueran Pettigrew y Gutiérrez los encargados de comunicar lo sucedido. Creo que no hay nada más triste que abrir la puerta de casa y ver a dos policías uniformados, con cara de circunstancias y voz solemne.
Cuando llegué al campamento, la noticia, al parecer, había corrido como la pólvora. En virtud de no sé qué proceso telepático, la gente se reunía en grupos de dos y tres personas que se quedaban mirando el remolque con desasosiego y charlando en voz baja. La puerta del remolque estaba cerrada y no oí nada al acercarme, pero mi presencia no pasó inadvertida y oí murmullos detrás de mí. Se me acercó un individuo.
—¿Es usted amiga de la familia? La chica ha recibido malas noticias. Se lo digo por si no lo sabe aún —dijo.
—Yo estaba allí —dije—. Coral me conoce. ¿Hace mucho que se fue la policía?
—Un par de minutos. Se comportaron con delicadeza, estuvieron un buen rato hablando con ella y se preocuparon por su estado de ánimo. Soy Fritzy Roderick, el encargado del campamento —dijo al tiempo que me tendía la mano.
—Kinsey Millhone —dije—. ¿Hay alguien con ella ahora?
—Creo que no, por lo menos no hemos oído voces. Hemos estado aquí todo el rato, los vecinos, ya sabe, charlando y preguntándonos si deberíamos hacerle compañía.
—¿Está Lovella dentro?
—No me suena ese nombre. ¿Es de la familia?
—Es una antigua novia de Billy —dije—. Voy a ver qué ocurre. Si Coral necesita algo, les avisaré.
—Sí, por favor. Puede contar con nosotros para lo que quiera.
Llamé a la puerta del remolque sin saber qué me aguardaba detrás. Coral la entreabrió y al ver quién era me dejó pasar. Tenía los ojos enrojecidos, pero parecía tranquila. Se sentó en una silla de la cocina, recogió un cigarrillo que estaba fumando y le desmochó la ceniza con un golpecito. Tomé asiento en el banco.
—Siento lo de Billy —dije.
Me miró durante una fracción de segundo.
—¿Se dio cuenta?
—Creo que sí. Cuando lo encontré estaba ya malherido y a punto de expirar. No sufrió mucho, si te refieres a eso.
—Tendrá que decírselo a mi madre. Los dos policías que acaban de irse se ofrecieron a hacerlo, pero les dije que no —la voz se le puso ronca a causa de la aflicción, o del resfriado—. Siempre supo que moriría joven. Cuando veíamos algún viejo por la calle, chocho ya o con muletas, decía que no quería acabar así. Yo le pedía por favor que se enmendara, que no se metiera en líos, pero hacía siempre lo que le daba la gana.
Estuvo un rato en silencio.
—¿Dónde está Lovella?
—No lo sé —dijo—. El remolque estaba vacío cuando llegué.
—Quiero que me digas la verdad. Necesito saber qué pasaba. Billy me contó tres versiones distintas.
—¿Y por qué me preguntas a mí? Yo no sé nada.
—Sabes más que yo.
—No tanto.
—Sé sincera conmigo. Por favor. Billy ya está muerto. Ya no hay por qué ocultar nada. ¿O sí lo hay?
Se quedó mirando al suelo durante unos instantes, suspiró y apagó el cigarrillo. Se levantó, se puso a limpiar la mesa, abrió el grifo y el agua comenzó a llenar el pequeño fregadero de acero inoxidable. Echó un chorro de detergente líquido, metió los platos y cubiertos en el agua y se puso a hablar en voz baja y monótona mientras fregaba.
—Billy estaba ya en San Luis cuando encerraron a Daggett. Daggett no sabía que Doug estaba emparentado con nosotros y Billy se hizo amigo suyo. Lo odiábamos a muerte.
—Billy me dijo que él y Doug nunca fueron muy íntimos.
—Tonterías. Eso te lo dijo para que no sospecharas de él. Los tres éramos uña y carne.
—O sea que pensabais matarle —dije.
—No sé. Queríamos que pagara por lo que había hecho. Queríamos castigarle. Pensamos que ya se nos ocurriría algo cuando intimáramos. Pero entonces murió el compañero de celda de Daggett y Daggett se quedó con toda la pasta.
—Y pensasteis que la pasta os resarciría.
—Yo no. Yo sabía que no estaría tranquila hasta que Daggett muriera, pero no me atrevía a matarle personalmente. A sangre fría, quiero decir. Billy dijo que quedarse con el dinero era suficiente. Que ya no podíamos resucitar a Doug y que más valía aquello que nada. Supo desde el principio que Daggett había robado el dinero, pero pensaba que no podría sacarlo de la cárcel. Pero mira por dónde lo ponen en libertad. Con el dinero. Y empieza a derrocharlo. Lovella llama a Billy y trazamos un plan para apoderarnos de la pasta.
—O sea que los mafiosos de San Luis no supieron nunca quién había sido.
—No —dijo—. Cuando Billy se enteró de que Daggett estaba libre, nos pusimos a planear la forma de quitarle el dinero.
—¿Tomó parte Lovella en el plan?
Coral asintió, aclaró un plato y lo puso en el escurridor.
—Se casaron la misma semana que salió de la cárcel. Era necesario para lo que nos proponíamos. La idea era convencerle de que lo aflojara, y si no, robárselo. Lovella tenía que encargarse de ambas cosas.
—¿Y si fallaban las dos?
—No teníamos intención de matar a nadie —dijo—. Sólo queríamos el dinero. Teníamos poco tiempo porque ya había gastado un buen pellizco. Antes de que nos diéramos cuenta ya había derrochado cinco billetes, y nos dijimos que si no nos dábamos prisa acabaría fundiéndolo todo.
—¿No sabíais que pensaba darle el resto a Tony Gahan?
—Desde luego que no —dijo con vehemencia—. Cuando se lo dijiste a Billy, no se lo creyó. Pensamos que debía tener un buen fajo escondido en alguna parte. Y estábamos convencidos de que aún había posibilidades de encontrarlo.
La miré con fijeza mientras me preguntaba hasta qué punto me estaría contando la verdad.
—¿Quieres decir que hiciste que Lovella contactara con Daggett para quitarle los veinticinco billetes?
—Eso es.
—¡E ibais a hacer tres partes! Habríais salido a poco más de ocho mil por cabeza.
—¿Y qué?
—Coral, ocho mil dólares es una miseria.
—¡Y una mierda! ¿Tú sabes lo que podría hacer con ocho mil dólares? ¿Cuánto dinero tienes tú? ¿Tienes ocho mil?
—No.
—¿Para qué hablas entonces? No digas que es una miseria.
—Está bien, es una fortuna —dije—. ¿Qué es lo que salió mal?
—Al principio, nada. Billy lo llamó y le dijo que los tipos de San Luis se habían enterado de lo del dinero y que querían recuperarlo. Le dijo que andaban tras él y Daggett puso tierra por medio.
—¿Cómo supisteis que vendría a Santa Teresa?
—Billy le dijo que le ayudaría a escapar —repuso encogiéndose de hombros—. Luego, cuando Daggett se presentó en Santa Teresa, Billy trató de camelárselo para que nos pasara la pasta. Dijo que haría de intermediario y que arreglaría las cosas para que los otros se lo tomasen con calma.
—Por entonces ya me había entregado a mí el dinero, ¿no?
—Sí, pero nosotros no lo sabíamos. Daggett se comportaba como si aún lo tuviera en su poder. Se comportaba como si fuese a confiárselo a Billy, pero todo era cuento. Siempre estaba borracho, o sea que…
—O sea que os tomaba el pelo mientras vosotros creíais que se lo estabais tomando a él.
—Nos estuvo dando largas desde el principio —dijo con indignación—. Billy se encontró con él el martes por la noche y Daggett empezó a hacerse el sueco. Dijo que necesitaba tiempo para recuperarlo, que lo tendría el jueves por la noche. Billy volvió a encontrarse con él en el Hub, pero Daggett le dijo que esperase un día más. Billy se le echó encima. Le dijo que los tipos de la cárcel estaban muy cabreados y que probablemente lo matarían, tanto si devolvía el dinero como si no. Daggett se puso muy nervioso y le juró que tendría el dinero al día siguiente, el viernes por la noche.
—La noche que murió.
—Sí. Yo trabajaba aquella noche y mi misión era vigilarle, cosa que hice. Billy decidió llegar con retraso, para inquietarle, pero antes de que me diera cuenta apareció aquella mujer y se puso a invitar a Daggett. El resto ya lo conoces.
—Billy me contó que te tomaste no sé qué pastillas para el resfriado y que te metiste en la trastienda para descansar un poco. ¿Es cierto?
—Me sentía fatal —dijo—. Cuando vi que Daggett se iba, supe que a Billy le daría un ataque. Ya tenía bastante con el resfriado para tener que aguantarle a él encima.
—¿Supo Billy al final quién era la mujer?
—No lo sé. Puede que sí. Yo no estaba aquí esta mañana, o sea que no sé a qué conclusión llegó.
—Bueno. Ahora tengo que ir a la comisaría para explicarle lo sucedido al teniente Dolan. Si vuelve Lovella, ¿querrás decirle que me llame? Por favor, dile que es urgente. ¿Querrás hacerlo?
Coral puso en el escurridor el último plato limpio. Llenó un vaso y derramó el agua encima de los platos para eliminar los restos de detergente que quedaran. Se volvió y me miró de un modo que me produjo escalofríos.
—¿Crees que fue ella quien mató a Billy?
—No lo sé.
—Si descubres que fue ella, ¿me lo dirás?
—Si fue ella, entonces es peligrosa. No quiero que te metas en esto.
—Pero ¿me lo dirás?
Titubeé.
—Sí.
—Gracias.