Mientras esperaba el ascensor repasé mentalmente la conversación recién sostenida para ver si se me había pasado algo por alto. En sus respuestas, por lo menos a simple vista, no había percibido nada anormal, pero me sentía intranquila y furiosa, sin duda porque no sacaba nada en claro. Le di un viaje al botón de BAJAR. «Vamos», murmuré. Se abrió la puerta a medias. La empujé con impaciencia y entré en el ascensor. Se cerró la puerta, el aparato descendió una planta y volvió a abrirse. Tony Gahan estaba en mitad del pasillo con una bolsa de comestibles en la mano. Parecía tan sorprendido como yo.
—¿Qué haces aquí? —dijo.
Entró y descendimos.
—Tenía que ver a una persona —dije—. ¿Y tú?
—Yo tenía cita con el comecocos. Ha estado fuera y su avión ha llegado con retraso. La secretaria tiene que recogerle dentro de una hora. Me ha dicho que vuelva a las cinco.
Llegamos al vestíbulo.
—Si vas a casa —dije—, puedo llevarte en el coche.
Negó con la cabeza.
—Me quedaré por aquí.
Me señaló unas galerías llenas de videojuegos que había al otro lado de la calle y en las que había un grupo de estudiantes haciendo el ganso.
—Bien, ya nos veremos —dije.
Nos separamos y volví al aparcamiento que había detrás del edificio. Subí al coche y recorrí las cuatro calles que había hasta el aparcamiento que tengo detrás del despacho. Por el momento preferí dejar la falda y los zapatos en el asiento trasero.
No habían dejado ningún recado en el contestador telefónico, pero el cartero había pasado ya y me puse a mirar la correspondencia mientras me preguntaba qué haría a continuación. La verdad es que me sentía fatal. Ya había quemado las energías que Jonah me había transmitido. Además, no estoy acostumbrada a beber tanto y, como vivo sola, suelo pasar más tiempo en los brazos de Morfeo. Jonah se había ido a las cinco, antes del amanecer; yo me había quedado dormitando una hora, pero al final me había levantado, había hecho mi sesión diaria de trote, me había dado una ducha y había desayunado.
Me retrepé en la silla giratoria y apoyé los pies en la mesa con la esperanza de echar una cabezada sin que nadie me molestase. Cuando abrí los ojos, las manecillas del reloj se habían desplazado por arte de magia y señalaban las tres menos diez; y encima me dolía la cabeza. Puse los pies en el suelo y eché a correr hacia el pasillo, camino del lavabo de señoras. Eché una meada, me lavé la cara y las manos, me enjuagué la boca y me miré en el espejo. Tenía el pelo aplastado en la nuca y de punta en el resto de la cabeza. El fluorescente del lavabo me ponía la piel de un color enfermizo. ¿Era aquel el precio que había que pagar por pegar un polvo ilegítimo con un casado? Pues me alegro, me dije. Puse la cabeza bajo el grifo y me sequé el pelo apretando ocho veces el botón del secador de aire caliente que había en la pared y que según decía el cartelito publicitario se había instalado para evitarme las enfermedades que me podían transmitir las toallas de papel. ¿A qué enfermedades se referirían? ¿Al tifus? ¿A la difteria?
Oí mi teléfono y salí corriendo al pasillo. Lo cogí al sexto timbrazo y dije «diga» casi sin aliento.
—Soy Lovella —dijo una voz malhumorada—. Me han dicho que quería usted hablar conmigo.
Abrí la boca para respirar a pleno pulmón y me puse a improvisar.
—En efecto —dije—. No hemos hablado desde que nos vimos en Los Ángeles y pensé que debíamos cambiar impresiones.
Rodeé el escritorio y tomé asiento, todavía jadeando.
—Estoy muy enfadada con usted, Kinsey —dijo—. ¿Por qué no me dijo que era usted quien tenía el dinero de Daggett?
—¿Para qué? Lo que yo tenía era un cheque nominativo, pero no a nombre de usted. No tenía sentido hablarle de él.
—¿Cómo que no? Le conté que estaba casada con un tío que me molía a palos cada vez que me veía, y usted se limitó a decirme que acudiera a no sé qué institución para mujeres maltratadas. Y Daggett, mientras tanto, forrado de dólares.
—No eran suyos. Los robó. ¿No se lo ha contado Billy?
—No me importa de dónde los sacó. Yo me habría contentado con un pellizco. Pero ahora está muerto y es ella quien se lo lleva todo.
—¿Se refiere a Essie?
—A ella y a su hija.
—Vamos, Lovella. Pero si les ha dejado cuatro chavos.
—Menos es nada —dijo—. Si hubiera sabido lo del dinero, le habría convencido para que me diera algo.
—Sí, como era tan generoso… —dije con sequedad—. Si hubiera tocado ese dinero, es posible que hubiera muerto usted en vez de él. A no ser que Billy me mintiera cuando me dijo que iban tras él unos matones de San Luis.
En el fondo no había acabado de tomarme en serio aquella historia, pero tal vez fuese el momento de hacerlo. Estuvo en silencio un rato. Casi percibía el chasquido de sus engranajes mentales.
—Yo sólo sé que usted es una mierda y él un cabrón.
—Lo siento, Lovella, pero John contrató mis servicios y mi primera obligación consiste en ser honrada con el cliente, también a mi me engañó, que le vamos a hacer, pero yo soy así. ¿Quiere seguir desahogándose antes de que cambiemos de tema?
—Pues si. Porque ese dinero tendría que ser mío y de nadie más. Yo era quien se llevaba las hostias. Aún tengo dos costillas rotas y un ojo tan negro que parezco tuerta.
—¿Por eso se puso a chillar en el entierro?
Su voz adquirió un tono más moderado, como si estuviera arrepentida.
—Siento haberlo hecho, pero no pude evitarlo. Había estado en un bar tomando un Bloody Mary tras otro desde las diez de la mañana y me pasé. Pero es que las tonterías aquellas sobre la Biblia me sacaron de quicio. Daggett no había pisado una iglesia en toda su vida y me pareció injusto. Y encima la pedorra aquella que decía que era su mujer. Era de alucine. Si parecía un bulldog.
Tuve que echarme a reír.
—A lo mejor no se casó con ella por su físico —dije.
—Espero que no.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—En la funeraria, ¿dónde, si no?
—Quiero decir antes.
—El día que se marchó de Los Ángeles —dijo—. El lunes hizo una semana. Ya no volví a verle.
—¿No cogió usted el autobús el jueves, nada más irme yo?
—No.
—Pero pudo hacerlo, ¿no es así?
—¿Para qué? Ni siquiera sabía adónde había ido.
—Pero Billy sí lo sabía. Usted pudo dejarse caer la semana pasada por el sitio donde trabaja Coral. Pudo encontrarse con él en el Hub el viernes por la noche e invitarle a unas copas.
Rió con amargura.
—Eso es imposible. Si era yo, ¿por qué no me reconoció Coral, eh?
—Tengo entendido que sí la reconoció. Pero como son amigas, mantuvo la boca cerrada.
—¿Por qué iba a hacer una cosa así?
—Puede que quisiera ayudarla.
—Pero si ni siquiera le caigo bien. Para ella no soy más que una golfa, ¿por qué iba a ayudarme?
—Puede que tuviera sus motivos.
—Kinsey, yo no lo maté, si es eso lo que está insinuando.
—Eso dicen todos. Todos son puros e inocentes. Matan a Daggett y nadie es culpable. Fabuloso.
—Ya que no se fía de mí, pregúntele a Billy. Seguro que cuando vuelva sabe ya quién fue.
—Oiga, eso es estupendo. ¿Y cómo lo va a averiguar el listo de Billy?
Se produjo una pausa como si fuera a decirme algo que no estaba autorizada a revelar.
—Creo que reconoció a no sé quién en el entierro —dijo de mala gana—. Al principio no supo dónde había visto antes a esa persona, pero luego cayó en la cuenta.
Me quedé mirando el auricular. Recordé de pronto que Billy se había puesto a mirar con atención al grupito formado por los Westfall, Barbara Daggett y los Smith.
—No lo entiendo. ¿Qué se propone Billy?
—Ha concertado una cita —dijo—. Quiere saber si su teoría es cierta. Me dijo que después la llamaría a usted.
—¿Ha ido a reunirse con ella?
—Eso he dicho, ¿no?
—Pero eso es absurdo. ¿Por qué no ha avisado a la policía?
—Porque no quiere hacer el ridículo. ¿Y si está equivocado? Además, no tiene ninguna prueba. Sólo una corazonada, y aun así no del todo segura.
—¿No sabe usted a qué persona se refería?
—No. No quiso decírmelo, pero se le veía satisfecho. Me dijo que después de todo íbamos a sacar algo de dinero.
No, por favor, me dije, un chantaje no. El corazón me dio un vuelco. Billy Polo no era lo bastante espabilado para meterse en un berenjenal así. Le saldría el tiro por la culata, como siempre.
—¿Dónde es la reunión?
—¿Por qué quiere saberlo? —dijo, poniéndose suspicaz.
—¡Porque quiero ir!
—Creo que es mejor no decírselo.
—No me haga esto, Lovella.
—Es que no me autorizó a decirlo.
—Ya me ha dicho usted muchas cosas. ¿Por qué no acaba de contármelo todo? Billy podría tener problemas.
Reflexionó durante unos instantes.
—En la playa. Billy no es tonto, ¿sabe? Por eso eligió un sitio público. Pensó que a la luz del día y en medio de la gente no sería peligroso.
—¿Qué playa?
—¿Y si luego se cabrea conmigo?
—Ya me encargo yo de eso, no se preocupe —dije—. Le juraré que la obligué a decírmelo.
—No le va a hacer ninguna gracia que aparezca usted para estropearlo todo.
—No voy a estropear nada. Me limitaré a espiarles de lejos para estar segura de que Billy no sufre ningún percance. Es mi única intención.
Silencio. Lovella pensaba con tanta lentitud que estuve a punto de dar un berrido.
—Enfóquelo desde otro punto de vista —añadí—. Billy podría necesitar ayuda y mi presencia le vendría muy bien en ese caso.
—Billy no necesita que le ayude ninguna mujer.
No quería perder la paciencia y cerré los ojos.
—Vamos, Lovella, deme una pista. Démela o voy al remolque ahora mismo y le arranco el corazón de cuajo.
Funcionó.
—Pero no le diga que se lo he dicho —me advirtió.
—Se lo juro, y que me caiga muerta si lo hago. Vamos, hable.
—Creo que es en el aparcamiento que hay junto a la grada de los botes…
Colgué como un rayo, cogí el bolso, cerré el despacho a toda velocidad, eché a correr por el pasillo y bajé los peldaños de la escalera de atrás de dos en dos, de tres en tres. Había tenido que aparcar en la otra punta, y cuando llegué a la salida tuve que ponerme detrás de los tres vehículos que hacían cola. «Vamos, vamos», murmuré golpeando el volante.
Cuando me llegó el turno, enseñé el abono al empleado y salí de estampida en cuanto se alzó la barrera.
Chapel es una arteria unidireccional, en sentido contrario a la playa, de modo que tuve que girar a la derecha, luego a la izquierda y buscar una calle que bajara. En el cruce con la 101 se me puso el semáforo en rojo y tuve que esperar. No quería llegar tarde. No quería aparecer con dos minutos de retraso y perder la única oportunidad con que contaba. Me puse a fantasear… detenía a la asesina… Billy y yo nos convertíamos en héroes.
El semáforo se puso en verde y crucé la autopista. Recorrí dos manzanas y accedí a Cabana girando a la derecha. La entrada del aparcamiento que buscaba estaba al doblar la curva que hay delante de la universidad. Cogí el tique de la máquina y avancé pegada al perímetro del aparcamiento. Me puse a mirar los coches con la esperanza de identificar el Chevy blanco de Billy. La dársena me quedaba a la derecha y el sol reverberaba con blancura cegadora en las velas blancas de una majestuosa embarcación que salía del puerto. La grada de los botes estaba al final del aparcamiento, donde había otra zona de estacionamiento. Cogí otro tique y se alzó la barrera. Encontré una plaza libre, bajé del coche y seguí a pie.
Me crucé con cuatro practicantes de jogging. Había gente en el muelle, gente en el paseo, gente junto al puesto de bocadillos y refrescos y en los alrededores de los lavabos públicos. Aceleré el paso y me puse a mirar en todas direcciones por si veía algún rastro de Billy o de la rubia. Oí tres taponazos huecos y rápidos en algún lugar situado delante de mí. Eché a correr. La gente seguía moviéndose con toda normalidad, pero yo habría jurado que eran disparos.
Llegué a la grada; el terreno del aparcamiento se interrumpía en aquel punto y descendía en oblicuo hacia el agua. No había nadie a la vista. Nadie corría, nadie abandonaba la escena con precipitación. El aire estaba inmóvil, el agua lamía con suavidad el borde del asfalto. Dos embarcaderos de madera se adentraban en el agua unos diez metros, pero los dos estaban vacíos, sin embarcaciones ni gente. Di un giro de trescientos sesenta grados para inspeccionar toda la zona. Entonces lo vi. Estaba de costado junto a una gabarra, aplastándose el brazo que se le había torcido hacia atrás. Jadeaba y con un gran esfuerzo consiguió ponerse boca arriba. Llegué junto a él en dos patadas.
De un puesto de bocadillos había salido un hombre en pantalón corto y se me quedó mirando cuando pasé por su lado.
—¿Le pasa algo a ese tipo?
—Llame a la policía. Que venga una ambulancia —exclamé.
Me arrodillé junto a Billy y me incliné para que pudiera verme.
—Soy yo —dije—. No te asustes. Te pondrás bien. Enseguida viene una ambulancia.
Los ojos de Billy se posaron en los míos. Tenía la cara de un tono grisáceo y bajo su espalda había un charco de sangre totalmente roja que no hacía más que ensancharse. Le cogí la mano. La gente corría hacia donde estábamos y a nuestro alrededor se formó un círculo. Oí cuchicheos detrás de mí. Alguien me tendió una toalla playera.
—Si quiere taparle con esto…
Cogí la toalla. Me despegué de él lo necesario para desabrocharle la camisa y ver qué le habían hecho. Tenía un agujero de bala en el estómago. Habían tenido que dispararle por detrás porque lo que yo veía era un agujero de salida, un desgarrón por el que manaba la sangre. El proyectil le había tenido que seccionar la aorta a la altura del abdomen. Un fragmento de intestino, grisáceo y brillante, le sobresalía por el agujero. Las manos empezaron a temblarme, pero procuré mantenerme impasible. Billy me miraba, tratando de adivinar mis pensamientos. Doblé la toalla y la apreté contra la herida para contener la hemorragia.
Lanzó un quejido y se puso a jadear. Tenía una mano apoyada en el pecho y vi que movía los dedos. Volví a cogerle la mano y se la apreté con fuerza. Movió la cabeza.
—La pierna… ¿dónde está? No la noto.
Le miré la rodilla derecha. Tenía la pernera del pantalón como si se hubiera enganchado en un clavo. A través de la herida se le veía el hueso cubierto de sangre.
—Tranquilo —dije—. Te curarán y te pondrás bien.
No le dije nada de la sangre que empapaba la toalla. Seguramente se daba cuenta.
—Me han dado en las tripas.
—Ya lo sé. Tranquilízate, anda. No es nada serio. La ambulancia está en camino.
Tenía la mano helada y los dedos blancos. Me habría gustado hacerle un par de preguntas, pero no dije nada. No podía. Nadie se pone a interrogar a un moribundo en plan profesional. Sólo estábamos él y yo, y no iba a permitir que nada se interpusiera.
Observé sus facciones con amor, con deseos de que viviera. Tenía el pelo más rizado que nunca. Se lo aparté de la frente con la mano libre. El sudor le perlaba el labio.
—Me muero… noto que me muero.
Me apretó la mano con fuerza temblorosa para contrarrestar una punzada de dolor.
—Cálmate. Te pondrás bien.
La respiración empezó a agitársele y dejó de forcejear. Vi que la vida se le escapaba, que todo se le iba: el color, las energías, la conciencia, el dolor. La muerte es una neblina que nos cubre como un velo. Dio un suspiro sin dejar de mirarme. Su mano quedó yerta en la mía, pero no se la solté.