Dice una gran verdad que cuando un caso no encuentra solución hay que hacer lo que sea, agitar las aguas, sacudir los barrotes de las jaulas del zoo.
Camino de la ciudad di un amplio rodeo para pasar por el campamento de remolques con la esperanza de que Lovella aún estuviera allí. Había acabado por convencerme, porque no soy idiota, de que pasear una falda verde de algodón y un par de zapatos de ante por toda la ciudad era una aventura sin sentido. Nadie iba a decir que eran suyos, y si alguien lo decía, ¿qué? Aquellas prendas no probaban nada. Nadie iba a derrumbarse entre sollozos para ponerse a confesar nada más verlos. El truco de la operación consistía, sencillamente, en ponerlos en evidencia, en visitar a todo el mundo por enésima vez para decir que seguía en la brecha y avanzando, y me importaba muy poco que el truco fuera infantil.
Llamé a la puerta del remolque, pero no obtuve respuesta. Garabateé unas palabras en el dorso de una tarjeta para pedir a Lovella que me llamara por teléfono, la incrusté en la jamba, volví al coche y me dirigí a la ciudad.
La oficina de Wayne Smith estaba en la séptima planta del Edificio Granger, en el centro de Santa Teresa. Descontando la torre del reloj de los juzgados, el Granger es el único edificio de State Street que tiene más de dos plantas de altura. El encanto del centro de la ciudad se debe hasta cierto punto a esta perspectiva rasante. El estilo dominante es el colonial español. Hasta los contenedores de la basura están enlucidos con yeso y ribeteados de baldosas de cerámica. Las cabinas telefónicas parecen chozas de adobe y, si se pasa por alto que los vagabundos las utilizan como mingitorio, el efecto es pintoresco. Por toda la calle se ven arbustos con flores, palmeras y jacarandás. Los muros enlucidos y sin más función que el adorno se ensanchan en según que sitios para convertirse en bancos donde los peatones pueden sentarse. Todo está limpio y bien conservado, y da gusto verlo.
El Edificio Granger es igual que los cientos de edificios para oficinas que se construyeron en los años veinte: ladrillo amarillento, ventanas estrechas enmarcadas en fajas de granito y tejado a cuatro aguas con frontones idénticos. A lo ancho de la fachada, debajo mismo de la cornisa, hay antorchas decorativas de mármol sostenidas por inexplicables veneras adosadas al muro. Se trata de un estilo que choca muchísimo en esta ciudad, que oscila, como se sabe, entre el colonial español, el victoriano y el absurdo. Con todo, el edificio es un punto de referencia y alberga un cine, una joyería y siete plantas de oficinas.
Busqué el número del despacho de Wayne Smith en el directorio que había en el vestíbulo de mármol; era el 702. Había dos ascensores para todo el edificio, pero uno estaba estropeado, con las puertas abiertas y el mecanismo a la vista. Da mala suerte fijarse en estas cosas. Cuando se ve y se comprende cómo funcionan en realidad los ascensores, se toma conciencia de lo inverosímil de su trabajo: subir y bajar gente mediante un puñado de cables. Ridículo.
Al lado del ascensor había un tipo enfundado en un mono y secándose la cara con un pañuelo rojo.
—Qué tal —dije mientras esperaba la llegada del otro ascensor.
Cabeceó.
—Bah, siempre se escacharra alguna cosa. La semana pasada le tocó al otro.
Se abrieron las puertas, entré y apreté el botón de la séptima planta. Las puertas se cerraron y durante unos segundos no ocurrió absolutamente nada. De pronto, el artefacto sufrió una sacudida y empezó a subir hasta que llegó al séptimo. Se produjo otra pausa interminable. Apreté el botón de «ABRIR PUERTAS». Ni por aquéllas. Me puse a calcular cuánto duraría encerrada allí sin más provisiones que un chicle que tenía en el fondo del bolso. Propiné un castañazo al botón con la palma de la mano. Las puertas se abrieron.
El pasillo era estrecho y estaba mal iluminado, ya que sólo había una ventana al exterior y estaba en la otra punta. A cada lado del corredor había cuatro puertas de madera oscura con el nombre del respectivo inquilino profesional grabado en unos caracteres dorados que parecían estar allí desde la construcción del edificio. No percibí signos de actividad por ninguna parte, ni ruidos, ni timbrazos telefónicos amortiguados. Wayne Smith, contable diplomado, trabajaba en la primera puerta de la derecha. Supuse que habría una recepcionista en un antedespacho de reducidas dimensiones, así que giré el pomo de la puerta y entré sin llamar. El despacho consistía en una única estancia de gran tamaño, iluminada a medias por la luz que se colaba por las persianas echadas. Wayne Smith estaba tumbado en el suelo y con los pies apoyados en el asiento del sillón giratorio. Volvió la cabeza.
—Oh, perdón —dije—. Creí que había sala de espera. ¿Está usted bien?
—Desde luego. Pase, pase —dijo—. Estaba descansando la espalda —bajó las piernas del sillón, aunque no sin esfuerzo. Se puso de costado y se incorporó con una mueca—. Usted es Kinsey Millhone. Marilyn la vio ayer en el entierro.
Lo miré con atención mientras me preguntaba si le echaba una mano o no.
—Pero ¿le pasa algo?
—La espalda, que me tiene frito. Duele que es la hostia —dijo.
Al ponerse totalmente erguido se clavó el puño en los riñones y giró un hombro como para mitigar la tirantez de un calambre. Tenía complexión de corredor de fondo: cuerpo delgado y nervudo y estrecho de pecho. Parecía mayor que su mujer, casi cincuentón, mientras que a ella le echaba treinta y tantos. Tenía el pelo claro y muy corto, como aquellas promociones de estudiantes de los años cincuenta. Me pregunté si habría hecho la mili. El corte de pelo me indicaba que se había quedado estancado en el pasado, tal vez a causa de un acontecimiento significativo que había determinado su imagen de una vez por todas. Tenía ojos claros y cara muy angulosa. Se acercó a la ventana de tres hojas y subió las correspondientes persianas. La estancia se iluminó hasta un punto casi insoportable.
—Siéntese —dijo.
Podía elegir entre un diván y una silla de plástico con asiento hundido. Me quedé con la silla e inspeccioné el despacho por encima mientras Wayne Smith se sumergía en el sillón giratorio como si se tratase de la media bañera de unas termas. A un lado había una estantería metálica de seis anaqueles y que más bien parecía un mecano derrengado y con los plúteos medio hundidos por el peso de los manuales. Por todas partes había montones de archivadores de acordeón, y tenía tantas cosas encima de la mesa que apenas se veía un milímetro de superficie. Tenía la correspondencia amontonada junto al sillón y el alféizar de la ventana estaba cubierto de folletos ministeriales y boletines sobre las últimas reformas de Hacienda. Si hubiese de someterme a una auditoría fiscal no habría confiado mis papeles a aquel hombre. Tenía toda la pinta de ser el típico contable que las provoca.
—Acabo de hablar con Marilyn. Me ha dicho que estuvo usted en casa. Es sorprendente lo mucho que se interesa por nosotros.
—Barbara Daggett me contrató para que investigara la muerte de su padre. Me interesa todo el mundo.
—Pero ¿por qué hablar con nosotros? No veíamos a ese hombre desde hacía años.
—¿No les llamó por teléfono la semana pasada?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Buscaba a Tony Gahan. Puede que tratara de localizarle a través de ustedes.
Sonó el teléfono, lo cogió, se puso a cambiar frases profesionales y aproveché la interrupción para observarle. Vestía un pantalón informal que le venía un poco corto y llevaba unos calcetines de ejecutivo que seguramente le llegarían hasta la rodilla. La charla entró en la recta final y adoptó una actitud lacónica para acelerarla.
—Ya. Ya. Sí, estupendo. Ideal. Así lo haremos. Tengo los impresos aquí delante. El plazo termina a fin de mes. Adiós —colgó bufando y cabeceando—. Bueno —dijo para reanudar el hilo de nuestra conversación.
—Sí, bueno —dije—. ¿Recuerda dónde estuvo el viernes por la noche?
—Aquí, preparando las declaraciones trimestrales.
—¿Y Marilyn estaba en casa con los chicos?
Se me quedó mirando sin decidirse del todo a sonreír.
—¿Insinúa usted que hemos tenido algo que ver con la muerte de John Daggett?
—Alguien tuvo que matarlo.
Se echó a reír y se pasó la mano por la cabeza como para comprobar si necesitaba un corte de pelo.
—Señorita Millhone, me parece que exagera —dijo—. En las noticias dijeron que fue un accidente.
Sonreí.
—Es lo que piensa la policía. Pero yo no estoy de acuerdo. Creo que son muchos los que deseaban la muerte de Daggett. Entre ellos, usted y Marilyn.
—Pero nosotros no haríamos una cosa así. Usted no habla en serio. Yo despreciaba a ese hombre, no se lo niego, pero eso no quiere decir que le siguiera y le matara. Sería el colmo.
Seguí hablándole como si el asunto careciera de importancia.
—Ustedes tenían un motivo. Y tuvieron la oportunidad.
—Con eso no va usted a ninguna parte. Somos personas honradas. Ni siquiera nos multan por aparcar en doble fila. John Daggett tenía que tener muchísimos enemigos.
Me encogí de hombros para darle a entender que estaba de acuerdo.
—Los Westfall —dije—. Billy Polo y su hermana Coral. Y según me han dicho, también unos macarras que había en la cárcel.
—¿Y la mujer que armó aquel alboroto en el entierro? —dijo—. A mí me pareció una candidata excelente.
—Ya he hablado con ella.
—Bueno, pues hable con ella otra vez. Pierde el tiempo con nosotros. No se puede detener a nadie basándose sólo en eso del motivo y la oportunidad.
—Entonces no tiene por qué preocuparse.
Cabeceó con incredulidad.
—Bien. Es evidente que está usted en un callejón sin salida y que no sabe qué hacer, pero le agradecería que dejase a Marilyn al margen. Ya tiene bastantes quebraderos de cabeza.
—Ya me he percatado —me puse en pie—. Gracias por todo. Espero no tener que molestarle otra vez.
Me encaminé hacia la puerta.
—Yo también lo espero.
—¿Quiere que le diga una cosa? Tanto si fue usted quien lo mató como si sabe quién lo hizo, al final lo descubriré. Dentro de unos días iré a la comisaría. La policía comprobará la coartada de todos ustedes hasta la última milésima de segundo.
Extendió las manos con la palma hacia arriba.
—Somos inocentes mientras no se demuestre lo contrario —dijo sonriendo como un chiquillo.