Llegué al despacho a las nueve. Los nubarrones estaban ya sobre las montañas, camino del norte, mientras que el cielo de Santa Teresa era de ese blanco azulado del algodón metido en lejía. La ciudad parecía desenfocada, como si se contemplase a través de unas gafas recién graduadas. Abrí el balcón, salí, levanté los brazos y meneé el culo con una de esas sacudidas en oblicuo que suelen hacer los futbolistas. Va por ti, Camilla Robb, me dije, solté una carcajada, fui a mirarme al espejo y me puse a hacer mohines, guiños y pucheros. Estaba divina. Era yo misma otra vez. Cuando las lágrimas diluyen el yo, nada mejor que un buen polvo para reconstruirlo. Me sentía llena de vitalidad.
Enchufé la cafetera me puse ante la máquina de escribir y me puse a transcribir las notas detalladas que había tomado de la charla sostenida con Billy y con Coral. Los policías y detectives siempre lo ponemos todo por escrito. Es necesario consignarlo todo y detallar bien los hechos para que el que nos suceda tenga a su disposición un resumen claro y global de la investigación hasta ese momento. Puesto que los detectives privados también extendemos facturas por nuestros servicios, tengo que llevar una cuenta exacta de las horas que invierto y los gastos que se originan, y he de remitir informes y balances periódicos para asegurarme de que me pagarán al final. Yo prefiero el trabajo de campo y creo que a todos nos pasa lo mismo. Si hubiese querido pasarme los días en un despacho, habría estudiado para ser agente de la compañía de seguros que tengo al lado. El trabajo de estos agentes me parece aburrido en un ochenta por ciento, mientras que el mío sólo me aburre aproximadamente una hora de cada diez.
A las nueve y media llamé a Barbara Daggett y le hice un resumen verbal del informe actualizado que iba a mandarle por correo. En el fondo no era necesario aquel trabajo doble, pero lo hice de todas formas. Qué coño, era su dinero. Tenía derecho al mejor servicio que pudiera pagar. Archivé y clasifiqué notas a continuación, cerré la oficina, cogí la falda verde y los zapatos, bajé por las escaleras de atrás, cogí el coche y puse rumbo a casa de Marilyn Smith. Comenzaba a parecerme al príncipe que buscaba a la Cenicienta, zapato en mano.
Tomé el tramo norte de la autopista y aspiré a pleno pulmón el aire recién purificado. Colgate está sólo a quince minutos en coche, pero el viaje me permitió pensar en los sucesos de la noche anterior. Jonah había resultado en la cama un juglar lleno de gracia e inventiva. Nos habíamos comportado como chicos traviesos: nos habíamos rodeado de fritos y frutos secos, nos habíamos contado historias de fantasmas, y entre una cosa y otra nos habíamos dedicado a repetir unos ejercicios amorosos que habían sido a la vez apasionados y relajantes. Me pregunté si le habría conocido en otra vida, si volvería a conocerlo. Era desinteresado y afectuoso, y le había sorprendido de veras encontrar a una mujer que no le censuraba ni se reprimía, que no rechazaba sus caricias como si sus dedos fueran babosas. No sabía qué ocurriría a continuación ni tenía ganas de preocuparme al respecto. A veces acabo estropeándolo todo por querer solucionar los problemas antes de tiempo en vez de afrontar las cosas según vienen.
Me pasé la salida de la autopista, como era de esperar. Me di cuenta en el instante en que la dejaba atrás, solté unos tacos simpáticos, tomé la siguiente y di la vuelta.
Eran casi las diez cuando llegué a casa de Wayne y Marilyn Smith. Las bicicletas que viera en el porche habían desaparecido. Los naranjos, aunque casi mondos a causa de la edad, conservaban la impronta de la fruta jugosa y perfumaban los alrededores. Aparqué en el sendero de grava, detrás de un coche largo, tipo furgoneta, que supuse sería de ella. Eché al pasar un vistazo a la parte trasera y vi una masa viscosa de envases de comida prefabricada, pertrechos de béisbol sala, cuadernos y libros escolares y pelusa de perro.
Accioné el timbre de manivela. No había nadie en el vestíbulo, salvo un perdiguero de pelo dorado que corrió hacia la puerta y cuyas zarpas rechinaron en las baldosas desnudas cuando frenó en seco para lanzar ladridos de júbilo. Se sacudía de la cabeza a la cola igual que un pez en el anzuelo.
—¿Busca a alguien?
Me llevé un susto y miré a mi derecha. Marilyn Smith se encontraba al pie de la escalera del porche; llevaba unos tejanos mojados, camiseta y sombrero de paja. Calzaba guantes de jardinero y unos zuecos de plástico de color amarillo chillón y manchados de barro. Cuando me reconoció, la sonrisa de simpatía se le transformó en una mueca de fastidio que apenas se preocupó de disimular.
—Estoy trabajando en el jardín —dijo como si no me hubiera dado cuenta—. Si ha venido a charlar un rato, tendrá que hacerme compañía.
La seguí por el césped empapado. Mientras avanzaba se daba golpecitos en el muslo con una paleta llena de barro.
—La vi en el entierro —comenté.
—Wayne se empeñó —dijo sin más y me miró por encima del hombro—. ¿Quién era la borracha aquella? Me cayó bien.
—Lovella Daggett. Estaba convencida de que era la legítima esposa del difunto, pero al final se descubrió que la garantía de la primera no había caducado aún.
Cuando llegamos al huerto se introdujo entre dos filas de cepas goteantes. El huerto estaba en fase invernal: brécol, coliflores, cucurbitáceas de corteza oscura escondidas entre surtidores de hojas de gran tamaño. Marilyn Smith lo estaba limpiando de malas hierbas. El suelo estaba alfombrado de ramas y arbustos espinosos que parecían trampas. Al fondo había un montón de tierra y un agujero recién excavado.
—Está todo demasiado mojado para escardar, ¿no?
—El suelo tiene aquí un elevado porcentaje de arcilla. Es muy difícil cuando está seco —dijo.
Se quitó los guantes, convirtió en jirones alargados una vieja funda de almohada y se puso a enderezar y sujetar los guisantes de olor abatidos por la lluvia. Las tiras blancas de tela destacaban sobre el verde embarrado de las plantas. Le enseñé la falda y los zapatos.
—¿Los reconoce?
Apenas los miró, pero volvió a sonreír con frialdad.
—¿Es lo que llevaba puesto la asesina?
—Podría ser.
—Ha progresado usted mucho desde la última vez que nos vimos. Hace tres días ni siquiera estaba segura de que hubiese sido un crimen.
—Así es como me gano el jornal —dije.
—A lo mejor lo mató Lovella cuando se enteró de que era bígamo.
—Todo es posible —dije—, aunque usted sigue sin aclarar dónde estuvo aquella noche.
—¿Cómo que no? Estuve aquí. Wayne estaba en el despacho, aunque ninguno de los dos tiene testigos que lo corroboren.
Otra vez aquel tono entre jocoso y amable, como si quisiera burlarse de mí.
—Me gustaría hablar con él.
—Pídale hora. Su nombre figura en la guía. Tiene el despacho en el Edificio Granger, en State Street.
—Marilyn, yo no soy enemiga suya.
—Si lo maté yo, sí —replicó.
—Entiendo. Sí, en ese caso, lo sería.
Arranco otra tira de la funda y el jirón algodonoso le quedó colgando de la mano como un objeto sin vida.
—Se diría que tiene usted un montón de sospechosos. Lástima que no tenga tantas pruebas.
—Hay una persona que vio a la homicida y por ahora me basta. No he hecho más que empezar y me limito a estrechar el cerco —dije.
Era una mentira como una catedral, ya que no estaba segura de que el empleado del motel pudiese identificar a una persona que había entrevisto en la oscuridad.
La sonrisa le disminuyó un vatio.
—Se me han quitado las ganas de hablar con usted —murmuró.
Levanté las manos como si me apuntara con una pistola.
—Está bien, me voy —dije—, pero se lo advierto: soy tozuda como una mula. Y presiento que esta cualidad mía no la va a dejar en paz.
Le sostuve la mirada mientras retrocedía. Me había fijado en el azadón que empuñaba y no me atreví a darle la espalda.
Al volver puse rumbo a la casa de los Westfall. Antes o después tendría que enseñarle la falda a Barbara Daggett, pero el Recinto me quedaba de camino. El pequeño muro de mampostería que rodeaba la zona seguía ostentando el color gris sucio que había adquirido con la lluvia. Crucé la portalada y aparqué en la acera, como la vez anterior, metiendo el morro del vehículo entre la enredadera. Por el día, las ocho mansiones victorianas estaban envueltas en sombra, ya que la luz del sol apenas alcanzaba a traspasar las ramas de los árboles. Eché el seguro del coche y avancé por el camino que conducía a los peldaños de la entrada. Los robles del jardín estaban recubiertos de una capa mohosa tan verde como el cobre oxidado de un techo. Las esquinas de la mansión ostentaban palmeras muy altas. El aire estaba fresco y húmedo después del aguacero que había caído.
La puerta estaba entornada. Por la abertura vi un pasillo largo que conducía en línea recta a la cocina. La puerta trasera estaba abierta igualmente, lo mismo que el cancel. En la cocina había un transistor que emitía a todo volumen la Obertura 1812. Llamé al timbre, pero el último movimiento estaba en su apogeo y el sonido quedó ahogado por el estampido de los cañones.
Rodeé el edificio, me dirigí a la puerta trasera y eché un vistazo al interior. Al igual que el resto de la casa, la cocina había sido reconstruida y modernizada, aunque sin renunciar del todo el espíritu victoriano. Las paredes estaban decoradas con estampados florales, y había mucho roble, helechos y mimbre. Las puertas de la despensa se habían cambiado por vidrieras emplomadas, pero los electrodomésticos eran inequívocamente modernos.
No había nadie a la vista. A mi izquierda había una puerta abierta y el rectángulo de sombras a que daba acceso me sugirió que por allí tenía que bajarse al sótano. Había dos bolsas de comestibles en la mesa de la cocina y todo indicaba que habían empezado a vaciarlas e interrumpido la operación. Había una cafetera eléctrica enchufada a una toma del horno eléctrico. El piloto de aviso se encendió mientras la miraba. Percibía con algo de retraso el olor del café recién hecho.
Acabó la música y el locutor de FM hizo unos comentarios finales sobre la obra para anunciar a continuación un concierto de Brahms para piano. Golpeé el marco del cancel con la esperanza de que me oyera alguien antes de que se reanudara la música. Ramona surgió de las profundidades del sótano. Vestía una falda plisada de algodón a cuadros grises y cruzada por una raya castaña, y un suéter, también castaño, encima de una blusa blanca con el cuello discretamente cerrado por un broche antiguo. Como quería cogerla por sorpresa, decidí no hablarle inmediatamente de la falda y los zapatos.
—¿Tony? —dijo—. Ah, es usted.
Llevaba una brazada de toallas de baño de color azul, que dejó sobre una silla.
—Ya decía yo que habían llamado —añadió—. Pero por el cancel no pude ver quién era —apagó la radio al pasar y me abrió el cancel—. Tony está en el garaje con la compra. Acabamos de venir del supermercado. Pero siéntese. ¿Le apetece un café? Está recién hecho.
—Sí, por favor.
Quité las toallas de la silla, tomé asiento y dejé la falda y los zapatos en la mesa que tenía delante. Vi que se fijaba en las prendas pero no hizo ningún comentario.
—¿No tiene colegio hoy? —pregunté.
—Están haciendo unos tests de adaptación académica a los de segundo curso. Tony terminó pronto y le dejaron salir antes. En cualquier caso, hoy tiene hora con el analista y tendrá que irse dentro de un rato.
La observé mientras cogía las tazas y los platitos. Llevaba uno de esos peinados a los que basta una sacudida de la cabeza para quedar totalmente presentables. Yo me trasquilo las greñas cada seis semanas con unas tijeras de las uñas y un espejo doble; los estilistas de salón palidecen cada vez que me ven. «Pero ¿quién te ha hecho eso, chiquilla?», me dicen. Me gustaban las ondas perfectas de Ramona, pero me sentía incapaz de conseguir el mismo efecto.
Preparó dos tazas de café.
—Hay algo que habría tenido que contarle antes —dijo. Cogió de la despensa un jarrito de porcelana y lo llenó de leche. Se dio cuenta entonces de que yo seguía a la espera de lo que tuviese que decir. Una ligera sonrisa le bailoteaba en los labios—. John Daggett llamó por teléfono el lunes por la noche. Quería hablar con Tony. Apunté su número de teléfono, pero Ferrin y yo pensamos que era mejor no llamarlo. Puede que ya no tenga importancia, pero pensé que debía usted saberlo.
—¿Lo ha recordado por algún motivo especial?
Titubeó.
—Me había olvidado por completo, pero lo he visto al pasar en el cuaderno que hay junto al aparato.
Sentí hormiguilla en la nuca, esa sensación húmeda y fría que se experimenta cuando el organismo se sobrecarga de azúcar. Allí pasaba algo raro, pero no acababa de ver lo que era.
—¿Y por qué me lo cuenta ahora? —pregunté.
—Pensé que estaba usted reconstruyendo lo que había hecho Daggett a principios de semana.
—No recuerdo habérselo comentado.
Se ruborizó un poco.
—Marilyn Smith me llamó por teléfono. Me lo dijo ella.
—¿Y cómo consiguió Daggett el número de ustedes? Porque cuando hablé con él el sábado no sabía dónde estaba Tony, y desde luego desconocía el apellido de ustedes y el teléfono.
—No sé cómo se enteraría —dijo—. ¿Es importante?
—¿Cómo sé yo que no concertaron una cita para verse el viernes por la noche?
—¿Por qué iba a hacer yo eso? —dijo.
La miré con fijeza. Comprendió el sentido de mis palabras una milésima de segundo después.
—Estuve en casa el viernes por la noche —añadió.
—Hasta ahora no ha habido nada que lo confirme.
—¡Pero esto es absurdo! Pregúntele a Tony. El sabe que estuve aquí. Puede comprobarlo personalmente.
—Pienso hacerlo —dije.
Los pasos de Tony retumbaron en los peldaños del porche. Iba cargado con otras dos bolsas de comestibles, pero tuvo que detenerse ante el cancel ya que por dos veces trató inútilmente de alcanzar el tirador con la mano.
—Tía Ramona, ayúdame, por favor.
La aludida se acercó a la puerta y la abrió. Tony vio mi cara y la falda verde prácticamente a la vez y advertí que se quedaba mirando a su tía con desconcierto. Ramona adoptó una actitud impasible y se puso a apartar latas, como si nada sucediera, para que Tony pudiese dejar una bolsa en la mesa. La otra se la quitó de las manos y la puso encima de la tabla. Rebuscó en el interior y sacó un envase de nata sólida.
—Esto hay que guardarlo cuanto antes —murmuró.
Se dirigió al frigorífico.
—¿Qué haces aquí? —me dijo Tony.
—Quería saber cómo te encontrabas. Tu tía me dijo que tuviste jaqueca el lunes por la noche.
—Estoy perfectamente.
—¿Qué te pareció el entierro?
—Una banda de tarados —dijo.
—Vamos a guardar todo esto —dijo su tía.
Los dos se pusieron a distribuir los comestibles mientras yo me tomaba el café. No sabía si Ramona le distraía a propósito, pero el resultado era el mismo.
—¿Puedo ayudar en algo? —pregunté.
—Ya nos apañamos, no se preocupe —murmuró Ramona.
—¿Quién era aquella señora que se puso a chillar? —preguntó Tony.
Lovella había impresionado muchísimo a todo el mundo.
Ramona le alargó un botellón de plástico de no sé qué refresco.
—Ponlo en el frigorífico, ya que estás ahí —dijo.
Soltó el botellón un segundo antes de que Tony lo cogiera y éste tuvo que hacer una cabriola para que no cayese al suelo. ¿Lo habría hecho adrede? Como Tony seguía aguardando mi respuesta, le hice una versión condensada de lo que quería saber. En cierto modo no le conté más que chismes, pero como lo veía más animado que la vez anterior, quería que siguiese pendiente de mí.
—Lamento interrumpir —dijo Ramona—, pero Tony tiene cosas que hacer. Usted no se preocupe, termínese el café.
Por su forma de decirlo estaba claro que quería que lo apurase inmediatamente y me largara con viento fresco.
—Tengo que volver a la oficina —dije, poniéndome en pie. Miré a Tony—. ¿Me acompañas al coche?
Tony miró a Ramona y ésta apartó los ojos. La tía no hizo la menor objeción y Tony agachó la cabeza en señal de asentimiento.
Me abrió la puerta mientras yo recogía la falda y los zapatos y me volvía hacia Ramona.
—Casi me olvidaba. ¿Es suyo esto por casualidad?
—Decididamente no —me dijo a mí. Y luego a Tony—. No tardes.
Me dio la sensación de que Tony quería decir algo, pero al final se encogió de hombros. Me siguió por el porche y bajó los peldaños detrás de mí. Me mantuve en vanguardia mientras dábamos la vuelta al edificio. El sendero que conducía a la calle estaba hecho de piedras espaciadas irregularmente y tuve que ponerme a mirar dónde ponía los pies.
—Quiero hacerte una pregunta —dije cuando llegamos al coche. Me observaba ya con recelo, con curiosidad pero a la defensiva—. Es sobre la jaqueca que tuviste el viernes por la noche. ¿Recuerdas cuánto te duró?
—¿El viernes por la noche?
Le salió una especie de graznido, a causa de la sorpresa.
—Sí. ¿No tuviste jaqueca aquella noche?
—Creo que sí.
—Intenta recordar —dije—. Tómate todo el tiempo que quieras.
Parecía incómodo y miraba a todas partes como si buscara una pista visual. Ya había visto en otra ocasión que interpretaba el lenguaje del cuerpo para ajustar la respuesta a lo que creía que se esperaba de él. Esperé en silencio para que se sobrecargase de tensión.
—Sí, creo que el viernes tuve jaqueca —dijo—. Al volver de clase, aunque luego se me fue.
—¿A qué hora?
—Muy tarde. Después de medianoche. Serían las dos o dos y media.
—¿Cómo es que te fijaste en la hora?
—Tía Ramona me preparó un par de bocadillos en la cocina. Fue una jaqueca muy fuerte, vomité mucho y tenía el estómago vacío. Me moría de hambre. Supongo que miré la hora en el reloj de la cocina.
—¿De qué eran los bocadillos?
—¿Cómo?
—Te pregunto que de qué eran los bocadillos que te preparó tu tía.
Me miró con fijeza a los ojos. Transcurrieron varios segundos.
—De carne —dijo.
—Gracias —dije—. Es todo.
Abrí la portezuela del VW y al subir eché la falda y los zapatos en el asiento del copiloto. Me había dicho más o menos lo mismo que su tía, pero habría jurado que la «carne» era una improvisación.
Arranqué, di la vuelta y me dirigí hacia la portalada. Lo vi encaminarse hacia la casa por el espejo retrovisor.